Capítulo II

La heterodoxia en las Cortes de Cádiz.

 

I. Decretos de la Junta Central. Primeros efectos de la libertad de imprenta.-II. Primeros debates de las Cortes de Cádiz. Reglamento sobre imprenta. Incidente promovido por el «Diccionario crítico-burlesco», de D. Bartolomé J. Gallardo -III. Abolición del Santo Oficio. -IV. Otras providencias de las Cortes relativas a negocios eclesiásticos. Causa formada al cabildo de Cádiz. Exposición del nuncio, proyectos de desamortización, reformas del clero regular y concilio nacional. -V. Literatura heterodoxa en Cádiz durante el período constitucional. Villanueva («El jansenismo. Las angélicas fuentes»). Puigblanch («La Inquisición sin máscara») Principales apologistas católicos: «El Filósofo Rancio.»



ArribaAbajo

- I -

Decretos de la Junta Central.-Primeros efectos de la libertad de imprenta.

 

     Había predominado el espíritu religioso en las juntas provinciales, y él sirvió para alentar y organizar la resistencia. Inaugurada en Aranjuez, el 25 de septiembre de 1808, la Junta Central, distinguióse desde luego por lo inconsistente y versátil de sus resoluciones, como formada de híbridos y contrapuestos elementos. Daban, con todo eso, el tono los amigos del régimen antiguo, contándose entre ellos cinco grandes de España, muchos títulos de Castilla y buen número de canónigos y antiguos magistrados. El espíritu dominador era, pues, y no podía menos, el espíritu regalista del tiempo de Carlos III, que, por decirlo así, venía a personificarse en el viejo conde de Floridablanca, algo curado ya de sus resabios enciclopedistas, pero no de sus lentitudes de estadista a la antigua, si buenas para tiempos normales, [694] no para crisis tan revueltas como aquélla. Jovellanos formaba campo aparte, y apenas tenía quien le entendiera ni quien le siguiera. De las doctrinas más radicales y avanzadas venía a ser campeón, dentro de la Junta, el intendente del ejército de Aragón, D. Lorenzo Calvo de Rozas, consejero e inspirador de Palafox, a quien muchos suponían alma de la primera defensa de Zaragoza.

     Atenta la Central a las cosas de la guerra, apenas legisló sobre asuntos eclesiásticos: merece citarse, sin embargo, el decreto en que mandó suspender la enajenación de bienes de manos muertas, comenzada en tiempo de Godoy, y aquel otro que permitió a los jesuitas volver a España como clérigos seculares (2623). Con esto y con hacer nuevo nombramiento de inquisidor general atrájose la Central en sus comienzos las simpatías de la más sana parte del pueblo español, siquiera murmurasen los pocos amigos de novedades, que todavía apenas levantaban la cabeza ni habían comenzado a distinguirse con el apodo de liberales.

     Sin embargo, de entre ellos fue escogido el jefe de la secretaría general de la Junta, que no fue otro que el insigne literato D. Manuel José Quintana, autor de todas las proclamas y manifiestos que a nombre de ella se publicaron; proclamas que tienen las mismas buenas cualidades y los mismos defectos que sus odas, vehemente y ardorosa elocuencia a veces, y más a la continua, rasgos declamatorios y enfáticos, que entonces parecían moneda de buena ley. Estilo anfibio con vocabulario francés llamó Capmany al de estas proclamas. Compárense sus retumbantes clausulones con la hermosa sencillez de la Memoria de Jovellanos en defensa de la junta Central, y se verá lo que va del oro al oropel.

     Cosas más graves que el estilo enfadaron a algunos en las proclamas de Quintana, y tildáronle de poner en boca de un Gobierno nacional sus propias opiniones y manías históricas y políticas. En todos los oídos sonó muy mal aquel párrafo dirigido a los americanos llamándolos a la libertad: «No sois ya los mismos que antes, encorvados bajo el yugo, mirados con indiferencia, vejados por la codicia, destruidos por la ignorancia... Vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores; están en vuestras manos.» Frases buenas en un libro del abate Raynal o en la oda A la vacuna, pero absurdas e impolíticas siempre en la de un Gobierno español, que así aceleraba y justificaba la emancipación de sus propias colonias.

     A muchos españoles castizos, aun de los mismos liberales, dio asimismo en ojos la estudiada omisión del nombre de Dios, sustituido con los muy vagos de Providencia, Fortuna, etc., inauditos hasta entonces en documentos oficiales españoles. «¿Qué costaba -dice Capmany- añadir a Providencia un divina para serenar cualquier duda en los ánimos timoratos? Ya [695] sabe usted, amigo mío, que este empeño de no nombrar casi nunca a Dios por su nombre ni determinar jamás la religión ni el culto, las raras veces que se nombran, con algún calificativo que nos distinga de los paganos, judíos y musulmanes, no es seguramente poca piedad sino afectación filosófica de gran tono en los escritores del día.» Y luego llama estéril, desconsolado y fatalista al lenguaje de las proclamas (2624).

     Por el artículo 10 del reglamento de juntas provinciales había vedado la Central el libre uso de la imprenta, que ya a favor de la general confusión empezaba a desatarse, inaugurándose el periodismo político con un papel titulado El Semanario Patriótico, que muy poco después de la primera retirada de los franceses en 1808 había comenzado a redactar Quintana con la colaboración de sus amigos Tapia, Rebollo y Álvarez Guerra. Interrumpido después, volvieron a publicarle en Sevilla D. Isidoro Antillón y el famoso Blanco White, mostrando mucho más a las claras propósitos reformadores en todo, aunque de las materias eclesiásticas sólo se trató por incidencia. Dióle al principio ensanches la Central, pero pronto tuvo que advertir a Blanco que moderase la violenta aspereza de su lenguaje, con lo cual enojóse Blanco y suspendió el periódico.

     Propuso en la Junta Calvo de Rozas un decreto en que se concedía, sin trabas ni restricciones, la libertad de imprenta. Defendióla en una Memoria el canónigo D. José Isidoro Morales, y la mayoría de la Comisión constitucional se mostró favorable a sus conclusiones, y mandó imprimirla para que la tuviesen en cuenta las futuras Cortes. La libertad de imprenta existía de hecho, y pronto renacieron de las cenizas de El Semanario Patriótico, El Espectador Sevillano y El Voto de la Nación, con miras y tendencias idénticas (2625).

     A quien, como yo, escribe historia eclesiástica, no le incumbe tratar de los preparativos de la convocatoria a Cortes ni de la cuestión, entonces tan largamente debatida, de uno, dos o tres estamentos. Baste asentar que el deseo de una representación nacional parecida o no a las antiguas Cortes, revolucionaria o conservadora, semejante al Parlamento inglés, o semejante a la Convención francesa, o ajustada en lo posible a los antiguos usos y libertades de Castilla y Aragón, era entonces universal y unánime, aunque la inexperiencia política hacía que los campos permaneciesen sin deslindar y que el nombre de Cortes [696] fuera más bien aspiración vaga que bandera de partido. El absolutismo del siglo XVIII, el torpe favoritismo de Godoy, las renuncias de Bayona, habían dejado tristísimo recuerdo en todos los espíritus, al mismo paso que la aurora de la guerra de la independencia había hecho florecer en todos los ánimos esperanzas de otro sistema de gobierno basado en rectitud y justicia, sistema que nadie definía, pero que todos confusamente presentían. No estuvo el mal en las Cortes, ni siquiera en la manera de convocarlas, que pudo ser mejor, pero que quizá fue la única posible, aunque excogitada a bulto. La desgracia fue que un siglo de absolutismo glorioso y de política extranjera, aunque grande, y otro siglo de absolutismo inepto nos habían hecho perder toda memoria de nuestra antigua organización política, y era sueño pensar que en un día había de levantarse del sepulcro y que con los mismos nombres habían de renacer las mismas cosas, asemejándose en algo las Cortes de Cádiz a las antiguas Cortes de Castilla. ¿Ni cómo ni por dónde? ¿Qué educación habían recibido aquellos prohombres sino la educación del siglo XVIII? ¿Qué doctrina social habían mamado en la leche sino la del Contrato social, de Rousseau, o, a lo sumo, la del Espíritu de las leyes? ¿Qué sabían de nuestros antiguos tratadistas de derecho político, ni menos de nuestras cartas municipales y cuadernos de cortes, que sólo hojeaba algún investigador como Capmany y Martínez Marina, desfigurando a veces su sentido con arbitrarias y caprichosas interpretaciones? ¿En qué había de parecerse un diputado de 1810, henchido de ilusiones filantrópicas, a Alonso de Quintanilla, o a Pero López de Padilla, o a cualquier otro de los que asentaron el trono de la Reina Católica o negaron subsidios a Carlos V?

     Las ideas dominantes en el nuevo Congreso tenían que ser, por ley histórica ineludible, las ideas del siglo XVIII, que allí encontraron su última expresión y se tradujeron en leyes. Vamos a recorrer, y es nuestra única obligación y propósito, las discusiones de asuntos eclesiásticos, separándolas cuidadosamente de las civiles y de cuanto no interesa al ulterior progreso de esta historia. Veremos el último y casi decisivo triunfo del enciclopedismo y del jansenismo regalista, cuyos orígenes hemos tenido ocasión de aclarar tan difusamente.





ArribaAbajo

- II -

Primeros debates de las Cortes de Cádiz. -Reglamento sobre imprenta. -Incidente promovido por el «Diccionario crítico-burlesco» de D. Bartolomé Gallardo.

     Instaladas las Cortes generales y extraordinarias el 24 de septiembre de 1810 en la isla de León, de donde luego se trasladaron a Cádiz, fue su primer decreto el de constituirse soberanas, con plenitud de soberanía nacional, proponiendo y dictando los términos de tal resolución el clérigo extremeño don Diego Muñoz Torrero, antiguo rector de la Universidad de [697] Salamanca y distinguido entre los del bando jansenista por su saber y por la austeridad de sus costumbres. Con él tomaron parte en la discusión, comenzando entonces a señalarse, el diputado americano D. José Mejía, elegante y donoso en el decir, y el famoso asturiano D. Agustín Argüelles, que, andando el tiempo, llegó a ser uno de los santones del bando progresista y a merecer renombre de Divino siempre otorgado con harta largueza en esta tierra de España a oradores y poetas, pero que entonces era sólo un mozo de esperanzas, de natural despejo y fácil, aunque insípida, afluencia, que sabía inglés y había leído algunos expositores de la Constitución británica, sin corregir por eso la confusa verbosidad de su estilo, y a quien Godoy había empleado en diversas comisiones diplomáticas.

     Pronto mostraron las nuevas Cortes que no se habían perdido las tradiciones regalistas. El obispo de Orense, D. Pedro de Quevedo y Quintano, uno de los individuos de la Regencia, se negó a prestar juramento a la soberanía de las Cortes, e hizo dejación de su puesto y del cargo de diputado de Extremadura, expresando los motivos de la renuncia en un papel claro y enérgico que dirigió a las Cortes en 3 de octubre, donde llegaba a graduar de nulo y atentatorio a la soberanía real todo lo actuado. Las Cortes, en vez de admitir lisa y llanamente la renuncia, sin entrometerse en la conciencia del prelado, se empeñaron en hacerle jurar, y él en que no había de hacerlo, a menos que el juramento no se le admitiese con la salvedad de que «las Cortes sólo eran soberanas juntamente con el rey» y «sin perjuicio de reclamar, representar y hacer la oposición que conviniera a las resoluciones que creyese contrarias al bien del Estado y a la disciplina e inmunidades de la Iglesia». Las Cortes insistieron en pedir el juramento liso y llano, y, arrojándose a mayor tropelía, cual si aún durasen los días de Aranda y del obispo de Cuenca, le prohibieron defender por escrito ni de palabra su parecer en aquel asunto ni salir de Cádiz para su diócesis hasta nueva orden. Aún fue mayor extravagancia nombrar una junta mixta de eclesiásticos y seculares que calificase teológica y jurídicamente las proposiciones del obispo, dándose así atribuciones de concilio, del cual fue alma un clérigo jansenista de los de San Isidro, de Madrid, llamado D. Antonio Oliveros, que entabló correspondencia epistolar con el obispo pretendiendo convencerle. Al fin, el de Orense cedió, bien que de mala gana, juró sin salvedades, y se le permitió volver a su diócesis, sobreseyéndose en los procedimientos judiciales.

     Provocó en seguida Argüelles la cuestión de libertad de imprenta; apoyóle D. Evaristo Pérez de Castro, y se nombró una comisión que propusiera los términos del decreto. Diéronse prisa los nombrados, y el 14 de octubre presentaban su informe. Quiso aplazar la discusión el diputado D. Joaquín Tenreyro, opinando que para obrar con madurez debía solicitar el Consejo el parecer de los obispos, de la Inquisición, de las universidades, y aguardar [698] la llegada de algunos diputados que faltaban. Contestáronle acaloradamente los liberales, ahogando su voz con descompuesto murmullo la vocería de las tribunas (2626). Y, abierto el debate, tomó la mano a razonar Argüelles, encareciendo en vagas y pomposas frases los beneficios de la imprenta libre y la prosperidad que le debía Inglaterra, al revés de España, oscurecida por la ignorancia y encadenada por el despotismo. Contestóle con lisura un Sr. Morros, diputado eclesiástico, que la libertad de imprenta era del todo inconciliable con los cánones y disciplina de la Iglesia, y aun con el mismo dogma católico, en que reside la inmutable verdad. Fue la respuesta del diputado americano Mejía, hombre no ayuno de cierto saber canónico, decir que la libertad solicitada no se refería, ni aun de lejos, a las materias eclesiásticas, sino que se limitaba a las políticas. Torpe, aunque fácil, efugio, muy repetido después, porque ¿quién tirará esa raya entre lo político y lo religioso ni qué cuestión hay, política o de otra suerte, que por algún lado no tenga adherencias teológicas, si profundamente y de raíz se la examina? Así lo hicieron notar otros dos oradores católicos, Morales Gallego y D. Jaime Creux. Otros, como Rodríguez. Bárcena, hicieron hincapié en el peligro próximo de las calumnias y difamaciones personales a que inevitablemente arrastra el desenfreno periodístico, y solicitaron trabas y cortapisas y una especie de censura previa que separase la cizaña del grano (2627). Replicóle D. Juan Nicasio Gallego, mejor poeta que orador ni político, con la observación clarísima de ser libertad de imprenta y previa censura términos a toda luz antitéticos. El jansenista Oliveros, clérigo también, notó que, de haber existido libertad de imprenta, se hubieran atajado los escándalos del tiempo de Godoy y la propaganda activa de la irreligión. Habló el último D. Diego Muñoz Torrero con más persuasiva elocuencia y con alguna más lógica y conocimiento causa que los restantes, bisoños todos en tales lides. Defendió la libertad de imprenta como derecho imprescriptible, fundado en la justicia natural y civil y en el principio de la soberanía nacional que días antes habían proclamado. Y entonces, ¿por qué no reconocer el derecho de insurrección? Muñoz Torrero se hizo cargo de la consecuencia, y la eludió bien inhábilmente, negando toda paridad entre una y otra manifestación del sentir público. Es preciso crear -añadió- una opinión que afiance os derechos de la libertad, y esto sólo se consigue con la imprenta libre, se acabará con la tiranía, que nos ha hecho gemir por tantos siglos.

     Finalmente, el 9 de octubre se aprobó el primer artículo por 70 votos contra 32, durando hasta el 5 de noviembre la discusión y votación de los 19 restantes. Proclámase en ellos omnímoda libertad de escribir e imprimir en materias políticas; [699] créase un Tribunal o Junta Suprema para los delitos de imprenta, y las obras sobre materias religiosas quedan sometidas a los ordinarios diocesanos, sin hablarse palabra del Santo Oficio, aunque lo solicitó el diputado extremeño Riesco, inquisidor de Llerena. Muchos, casi todos, los fautores del proyecto hubieran querido extender los términos de aquella libertad más que lo hicieron, pero les contuvo el tener que ir contra el unánime sentimiento nacional, y nadie lo indicó ni aun por asomos, como no fuera el americano Mejía, volteriano de pura sangre, cuyas palabras, aunque breves y embozadas, hubieran producido grande escándalo sin la oportuna intervención del grave y majestuoso Muñoz Torrero. Y aun llegó la cautela de los liberales hasta conceder que en las juntas de censura fuesen eclesiásticos tres de los nueve vocales; sin duda para evitar que lo fuesen todos (2628).

     Otra concesión de mayor monta, bastante a indicar por sí sola cuán cautelosa y solapadamente procedían en aquella fecha los innovadores, fue el consignar en la constitución de 1812, democrática en su esencia, pero democrática a la francesa e inaplicable de todo punto al lugar y tiempo en que se hizo, que «la nación española profesaba la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquier otra». Y aun fue menester añadir, a propuesta de Inguanzo, caudillo y adalid del partido católico en aquellas Cortes y señalado entre todos por su erudición canónica, «que el catolicismo sería perpetuamente la religión de los españoles, prohibiéndose en absoluto el ejercicio de cualquier otra». A muchos descontentó tan terminante declaración de unidad religiosa, pero la votaron, aunque otra cosa tenían dentro del alma, y bien lo mostró la pegadiza cláusula que amañadamente ingirieron, y que luego les dio pretexto para abolir el Santo Oficio: «La nación protege el catolicismo por leyes sabias y justas.» Y a la verdad, ¿no era ilusorio consignar la intolerancia religiosa después de haber proclamado la libertad de imprenta y en vísperas de abatir el más formidable baluarte de la unidad del culto en España? Más lógico y más valiente había andado el luego famoso economista asturiano D. Álvaro Flórez Estrada en el proyecto de Constitución que presentó a la junta Central en Sevilla el 1º de noviembre de 1809, en uno de cuyos artículos se proponía que «ningún ciudadano fuese incomodado en su religión, sea la que quiera». Pero sus amigos comprendieron que aún no estaba el fruto maduro, y dejaron en olvido ésta y otras cosas de aquel proyecto (2629).

     Elevada a ley constitucional, en el título 9 del nuevo código, la libertad de imprenta, comenzó a inundarse Cádiz de un diluvio de folletos y periódicos más o menos insulsos, y algunos [700] por todo extremo perniciosos. Arrojáronse, pluma en ristre, mil charlatanes intonsos a discurrir de cuestiones constitucionales apenas sabidas en España, a entonar hinchados ditirambos a la libertad, o, lo que era peor y más pernicioso, a difundir ese liberalismo de café que, con supina ignorancia de lo humano y de lo divino, raja a roso y velloso en las cosas de este mundo y del otro. Entonces no se hablaba tanto de la misión ni del sacerdocio de la prensa, pero los misioneros y los sacerdotes allá se iban con los actuales. Lograban, entre ellos, mayor aplauso El Telégrafo Americano, El Revisor Político, el Diario Mercantil, El Robespierre Español (papel jacobino redactado por una mujer), el Diario de la Tarde, El Duende de los Cafés, El Amigo de las Leyes, El Redactor General, La Abeja Española (que inspiraba el diputado Mejía), El Tribuno Español (2630), etc., a los cuales hacían guerra, en nombre de los llamados absolutistas o serviles, El Procurador General de la Nación y del Rey, El Centinela de la Patria, El Censor General, El Observador, La Gaceta del Comercio y muchos otros. Distinguióse por la animosidad de sus ataques contra la Iglesia y por el volteranismo mal disimulado El Conciso (al cual servía de suplemento otro papel llamado El Concisín), que dirigía D. G. Origando, buen traductor de comedias francesas, asistido por el egregio poeta y humanista salmantino D. Francisco Sánchez Barbero, sin igual entre los que entonces escribían versos latinos, y por López Ramajo, clérigo zumbón, autor de la Apología de los asnos. «Exterminio de las preocupaciones, del fanatismo y del terror» era el programa de El Conciso, que cándidamente aconsejaba a los diputados nada menos que depurar la religión. «Aunque las Cortes han decretado la libertad de imprenta, no más que en lo político (decía El Concisín en su número 31)..., no faltará quien dé contra los abusos introducidos en la disciplina, sus prácticas y ceremonias.» Y de hecho, para todo había portillos y escapes en la ley. Si el ordinario negaba la licencia para la impresión de un libro de materia religiosa, lícito era al autor acudir a la Junta Suprema de Censura, tribunal laico por la mayor parte, y ella, en última instancia, decidía.

     Además, las Cortes dieron en intervenir abusiva y fieramente en cuestiones periodísticas, a pesar de la libertad que decantaban. Habiendo acusado en La Gaceta del Comercio D. Justo Pastor Pérez, a los redactores de El Conciso de enemigos solapados de la religión y de zaherir las prácticas piadosas, las Cortes multaron a La Gaceta del Comercio y al Imparcial, en que Pastor Pérez proseguía su campaña (2631).

     Al poco tiempo, un americano llamado D. Manuel Alzáibar, íntimo amigo y camarada de Mejía, comenzó a publicar un periódico, [701] La Triple Alianza, en cuyo número segundo, tras de hablar de la superstición con que se había embadurnado la obra más divina, se desembozó hasta atacar de frente el dogma de la inmortalidad del alma, fruto amargo de las falsas ideas de la niñez y del triunfo de la religión. «La muerte -añadía- no es más que un fenómeno necesario en la naturaleza.» Aparatos lúgubres inventados por la ignorancia para aumentar las desdichas del género humano, llamaba a los sufragios por los difuntos (2632).

     El escándalo fue grande; sólo Mejía (calificado por el conde de Toreno de hombre habilidoso y diestro, pero que entonces lo mostró poco) se atrevió a levantarse a defenderlo, diciendo que «las Cortes no habían jurado ni la hipocresía ni la superstición y que el autor del papel tenía mucha más religión en el alma que otros en los labios». Pero el clamor de los contrarios fue unánime, prevaleció, arrastrando a los mismos liberales o por temor o por inconsecuencia. Quintana (distinto del poeta), Aner, Cañedo, Leiva, López, Pelegrín, Lera, Morros y otros muchos hablaran vehementísimamente contra La Triple Alianza hasta proponer algunos que sin dilación fuese quemada por mano del verdugo, y otros, los más, que pasasen a examen y calificación del Santo Oficio. Mejía no retrocedió; hizo suya la doctrina del papel y dijo «que se atrevería a defenderla ante un concilio». Prevaleció el dictamen de los que se inclinaban a restablecer por aquella ocasión la censura del Santo Oficio; pero ¿cómo, si el Tribunal estaba desorganizado, o a lo menos querían hacerlo creer así sus enemigos? Tres inquisidores, no obstante, había en Cádiz y continuaba funcionando en Ceuta el Tribunal de Sevilla. Pero a toda costa se quería sobreseer en el proceso o dilatar la resolución con juntas y comisiones. Una se nombró, compuesta del obispo de Mallorca, de Muñoz Torrero, Valiente, Gutiérrez de la Huerta y Pérez de la Puebla; pero el resultado fue nulo, y dejándose intimidar las Cortes por una minoría facciosa y por los descompuestos gritos y vociferaciones de la muchedumbre de las galerías, pagada y amaestrara ad hoc por las logias y círculos patrióticos de Cádiz (2633).

     Más recia y trabada pelamesa fue la del Diccionario crítico-burlesco. Con título de Diccionario razonado, manual para inteligencia [702] de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España, habíase divulgado un folleto contra les innovadores y sus reformas; obra de valer escaso, pero de algún chiste, aparte de la resonancia extrema que las circunstancias le dieron. Pasaban por autores los diputados Freile Castrillón y Pastor Pérez. Conmovióse la grey revolucionaria, y designó para responder al anónimo diccionarista al que tenían por más agudo, castizo donairoso de todos sus escritores, a D. Bartolomé José Gallardo, bibliotecario de las Cortes.

     Este singular personaje, tan erudito como atrabiliario y cuyo nombre, por motivos bien diversos, no se borrará fácilmente de la historia de las letras castellanas, era extremeño, nacido en la villa de Campanario el 13 de agosto de 1776. Había estudiado en Salamanca por los mismos años que Quintana, pero prefiriendo en la escuela salmantina lo más castizo y lo que más se acercaba a los antiguos modelos nacionales. Raro conjunto de extrañas calidades, sus ideas eran las de su tiempo, enciclopedistas y volterianas; pero su literatura nada tenía de galicista, dominándole, por el contrario, un como prurito de ostentar gusto español y hasta frailuno, aunque el suyo era muy del siglo XVII y muy decadente, por no andar bien hermanados en su cabeza el buen gusto y la erudición inmensa. Ya desde su mocedad era un portento en achaque de viejos libros españoles, que sin cesar hojeaba, extractaba, copiaba o se apropiaba, contra la voluntad de sus dueños, con mil astucias picarescas, dignas de más larga y sazonada relación. Incansable en la labor bibliográfica de papeletas y apuntamientos, era tardo, difícil y premioso en la composición de obras originales, por lo cual venían a reducirse las suyas después de largos sudores, a breves folletos, por lo general venenosos, personales y de circunstancias, en que la pureza y abundancia de lengua suelen ser afectadas; el arcaísmo, traído por los cabellos, y el estilo, abigarrado, ora con retales de púrpura, ora con zurcidos de bajísima labor, siendo más los descoyuntamientos de frase y los chistes fríos y sobejanos que los felices y bien logrados. Varón ciertamente infatigable y digno de toda loa como investigador literario y algo también como gramático y filólogo (si le perdonamos sus inauditos caprichos), mereció bien poca como escritor ni literato en el alto sentido de la palabra, por más que los bibliófilos españoles, venerando su memoria como la de un santón o padre grave del gremio, hayamos llegado a darle notoriedad y fama muy superiores a su mérito y al aprecio y estimación que alcanzó en vida.

     Algunos versos ligeros, pero de buen sabor castellano, y una ruidosa defensa de las Poesías de Iglesias, que fue recogida por el Santo Oficio, había dado a conocer a Gallardo cuando aún cursaba las aulas salmantinas (2634). Ya en Madrid, y protegido especialmente por Capmany, de cuyas aficiones y aun rarezas [703] gramaticales participaba, inauguró su carrera con reimpresiones de libros antiguos, como El Rapto de Proserpina, de Claudiano, traducido por el Dr. Francisco de Faria; con versiones de libros franceses de medicina, en las que luce extraordinaria pulcritud de lengua (2635), y, lo que es más extraño, con un tratado de oratoria sagrada, que llamó Consejos sobre el arte de predicar (1806). En Sevilla quiso formar parte de la redacción de El Semanario Patriótico; pero, rechazados sus primeros escritos por Quintana y Blanco, declaróse furibundo enemigo de la pandilla quintanesca, y, aunque liberal exaltado, hizo campo aparte, pretendiendo extremarse por la violencia de su lenguaje. Cierta paliza dada en las calles de Cádiz por el teniente coronel D. Joaquín de Osma al celebérrimo individuo de la Junta Central D. Lorenzo Calvo de Rozas (1811), dio ocasión a Gallardo para su primer triunfo literario con el sazonadísimo folleto que tituló Apología de los palos, por el bachiller Palomeque, obrilla digna de asunto menos baladí; pero que, así y todo, entretuvo por muchos días a los ociosos de Cádiz y encumbró a las estrellas la fama de satírico del autor.

     Mucho menos vale el Diccionario crítico-burlesco, librejo trabajosamente concebido y cuyo laborioso parto dilatóse meses y meses, provocando general expectación, que en los mejores jueces y demás emunctae naris vino a quedar del todo defraudada, siquiera el vulgacho liberal se fuera tras del nuevo engendro, embobado con sus groserías y trasnochadas simplezas. Cualquiera de los folletos de Gallardo vale más que éste, pobre y menguado de doctrina, rastrero en la intención, nada original en los pocos chistes que tiene buenos. Ignaro el autor de toda ciencia seria, así teológica como filosófica, fue recogiendo trapos y desechos de ínfimo y callejero volteranismo, del Diccionario filosófico y otros libros análogos, salpimentándolos con razonable rociada de desvergüenzas y con tal cual agudeza o desenfado picaresco que atrapó en los antiguos cancioneros o en los libros de pasatiempo del siglo XVI. Burlóse de los milagros y de la confesión sacramental, ensalzó la serenidad de las muertes paganas, comparó (horribile dictu) el adorable sacramento de la eucaristía con unas ventosas sajadas; manifestó deseos de que los obispos echasen bendiciones con los pies, es decir, colgados de la horca; llamó a la bula de la Cruzada el papel más malo y más caro que se imprimía en España, y los frailes, peste de la república y animales inmundos encenegados en el vicio; de los jesuitas dijo que no había acción criminosa ni absurdo moral que no encontrase en ellos agentes, incitadores, disculpa o absolución; puso en parangón la gracia divina con la de cierta gentil personita y graduó al papa de obispo in partibus (2636), con otras irreverencias y bufonadas sin número. [704]

     Semejante alarde de grotesca impiedad, todavía rara en España, amotinó los ánimos contra Gallardo, a quien hacía más conspicuo, aumentando gravedad al caso, su puesto oficial de bibliotecario de las Cortes. Impreso el Diccionario, meses antes de circular, lograron hacerse con un ejemplar los redactores de El Censor, y publicaron una denuncia anticipada (2637), de la cual quiso defenderse Gallardo con un papelejo que llamó Cartazo al censor general (2638), donde burlescamente se queja de que «a su amado hijo le canten el gori gori antes de haber nacido». Preparados así los ánimos, comenzó a circular el Diccionario, acreciéndose con esto los clamores y el escándalo. Predicó contra él D. Salvador Jiménez Padilla, que hacía el septenario de San José en la iglesia de San Lorenzo; y un extravagante, aunque bien intencionado personaje, que decían D. Guillermo Atanasio Jaramillo, hizo fijar por las esquinas un cartel de desafío, que, por lo inaudito y característico, debe transcribirse a la letra: Verdadero desafío que para el 27 de este mes de abril, a la una del día, frente a la parroquia de San Antonio, emplaza un madrileño honrado al infame, libertino, hereje, apóstata y malditísimo madrileño, monstruo, abismo de los infiernos, peor que Mahoma, más taimado que los llamados reformadores, discípulo de la escuela de los abismos. Y en un desaforado y estrambótico folleto, que divulgó por los mismos días que el cartel, ofrecía «con razones contundentes aterrar, confundir y deshacer al autor del Diccionario, comprometiéndose, si el Gobierno lo llevaba a bien, a convertir este desafío en el de sangre, y allí mismo verter toda la de su podrido corazón para que se viese que ni los perros la osaban lamer (2639)

     En pos de este frenético, dirigió nuevas provocaciones a Gallardo un oficial de la Guardia Real, que fue con la punta de la espada quitando cuantos carteles hallaba al paso. Imprimióse una petición dirigida a las Cortes contra el libertinaje descubierto en el «Diccionario crítico-burlesco», solicitando nada menos que excluir a Gallardo del número de los ciudadanos (como primero y escandaloso transgresor de las leyes constitucionales, que ponían a salvo la majestad de la religión) y quemar su libro por la mano del verdugo.

     En sesión secreta de 18 de abril de 1812 (2640) comenzaron las Cortes a tratar del impío y atrocísimo libelo de Gallardo, resolviendo casi unánimemente que «se manifestase a la Regencia [705] la amargura y sentimiento que había producido en el soberano Congreso la publicación del Diccionario, y que, en resultando comprobados debidamente los insultos que pueda sufrir la religión por este escrito, proceda con brevedad a reparar los males con todo el rigor que prescriben las leyes, dando cuenta a Su Majestad las Cortes de todo para su tranquilidad y sosiego».

     Don Mariano Martín de Esperanza, vicario capitular de Cádiz, representó enérgicamente a la Regencia contra el Diccionario, mostrando como inminente la perversión de la moral cristiana si se dejaba circular tales diatribas contra la Iglesia y sus ministros. Pasó la Regencia el libro a la junta de Censura, y fue por ella calificado de subversivo de la ley fundamental de nuestra Constitución..., atrozmente injurioso a las órdenes religiosas y al estado eclesiástico en general y contrario a la decencia pública y buenas costumbres. El día 20 se mandó recoger el Diccionario, y era tal la indignación popular contra Gallardo, que para sustraerse a ella no encontró medio mejor que hacer que sus amigos le encerrasen en el castillo de Santa Catalina; simulada prisión, que compararon en zumba sus enemigos con la héjira de Mahoma a la Meca.

     De pronto, la escondida y artera mano de las sectas cambió totalmente el aspecto de las cosas. Gallardo en su prisión (que él llamaba, no sin fundamento, presentación voluntaria) se vio honrado y agasajado por lo más selecto de la grey liberal, y hasta por alguna principalísima señora, cuya visita agradeció y solemnizó él con la siguiente perversa décima, inserta en el Diario Mercantil, de Cádiz el 2 de marzo de 1812:

                              

   Por puro siempre en mi fe

 

y por cristiano católico,

 

y romano y apostólico

 

firme siempre me tendré;

 

y aunque encastillado esté,

 

aunque más los frailes griten

 

y aunque más se despepiten,

 

mientras que de dos en dos,

 

en paz y en gracia de Dios,

 

los ángeles me visiten.

     Y, si bien los innovadores más moderados tachaban de imprudencia la conducta de Gallardo por haberse arrojado a estampar cosas que aún no era prudente ni discreto decir muy alto en España, y otros recelaban que aquella temeridad fuera causa de tornar a su vigor el Santo Oficio, parece que todo a una, y como movidos por oculto resorte, hicieron causa común y apretaron filas para la defensa, si bien de un modo paulatino y cauteloso por no ir derechamente contra los decretos de los obispos, que ya habían comenzado a prohibir en sus respectivas diócesis el Diccionario por impío, subversivo y herético o próximo a herejía.

     Cerrado así el camino de la defensa franca y descubierta, no [706] quedó otro recurso a los periódicos apologistas de la causa de Gallardo sino emprenderla con el Diccionario manual, pretexto de la publicación del Diccionario crítico, y delatarle como anticonstitucional, para distraer la atención y apartar la odiosidad del lado de Gallardo. Prestóse dócil la Junta de Censura a tal amaño, y condenó el Manual (que libremente circulaba un año había) so pretexto de minar sordamente las instituciones que el Congreso nacional tenía sancionadas.

     Tras esto presentó Gallardo (trabajada, según su costumbre, a fuerza de aceite y en el larguísimo plazo de treinta días) una apología aguda e ingeniosa, pero solapada y de mala fe, en que están, no retractadas, sino subidas de punto, las profanidades del Diccionario con nuevos cuentecillos antifrailunos (2641) y (2642). Semejante defensa, que a los ojos de los católicos debía empeorar la causa de Gallardo, bastó a los de la Junta de Censura para mitigar el rigor de la primera calificación, declarándole casi inocente en una segunda, con la cual se conformó el autor, prometiendo borrar algunas especies malsonantes.

     Volvió el asunto a las Cortes, y en la sesión pública de 21 de julio de 1812, el diputado eclesiástico Ostolaza, varón no ciertamente de costumbres ejemplares (lo cual ya le había valido, y le valió después, reclusiones y penitencias), intrépido y sereno hasta rayar en audaz y descocado, pero no falto de entendimiento ni de cierta desaliñada facundia, presentó una proposición para que el juicio del Diccionario no se diera por terminado con la benigna censura de la Junta de Cádiz, sino que recayera en él nueva y definitiva calificación de la junta Suprema. No quiso conformarse con ello D. Juan Nicasio Gallego, a quien apoyaron otros cuatro diputados y el mismo presidente y los curiosos de las galerías, que acaudillaba el Cojo de Málaga, empeñados todos en hacer callar por fuerzas a Ostolaza, grande enemigo de la libertad de imprenta. No intimidaron los gritos ni las alharacas a otro eclesiástico llamado Lera, que, interrumpido veces infinitas por el presidente, logró con todo eso llegar al cabo de su peroración, reducida a escandalizarse de que un servidor del Poder público a quien acababa de dotarse con tan gran sueldo saliera burlándose de lo que la nación amaba más que su propio ser y que su independencia y hablando con tan injurioso desacato de las sagradas religiones y del vicario de Jesucristo.

     Levantóse a responder a Lera el joven y después famoso conde de Toreno, D. José María Queipo de Llano, a quien ya D. José María Queipo de Llano, a quien ya había dado notoriedad envidiable la parte por él tomada en el [707] levantamiento de Asturias contra los franceses y la comisión que entonces desempeñó en Londres para procurar la alianza y los socorros de Inglaterra en pro del alzamiento nacional. Era Toreno varón de altísimas dotes intelectuales, firme y sagaz, enriquecido con varia lectura, pero contagiado hasta los tuétanos por la filosofía irreligiosa del siglo XVIII, cuyos principios le había inoculado un monje benedictino abad de Montserrete, que le comunicó el Emilio y el Contrato social cuando apenas entraba en la adolescencia (2643). Toreno, pues, tildó a Ostolaza y a Lera de falta de sinceridad, de alejarse, por falso celo, del espíritu de lenidad que respiran los sagrados Libros y de profanar el santuario de la verdad (las Cortes) con palabras de sangre y fuego (2644). Y opinó que no había lugar a deliberar sobre la proposición de Ostolaza por ser contraria a la libertad de imprenta. Así se acordó antes de levantarse la sesión, entre un murmullo espantoso, que ahogó la voz de Ostolaza cuando, encarándose con los periodistas de las tribunas, los llamó charlatanes que habían tomado por oficio el escribir, en lugar de tomar un fusil, y que vergonzosamente querían supeditar al Congreso.

     A pesar de tan ruidosa algarada, otro diputado, D. Simón López, volvió a intentar, en la sesión de 13 de noviembre, la misma empresa que Ostolaza, proponiendo a las Cortes separar inmediatamente a Gallardo de su oficio de bibliotecario y transmitir a la Regencia órdenes severísimas que atajasen las frecuentes agresiones periodísticas contra el dogma y la disciplina. Pidieron otros diputados que se leyesen el edicto del vicario capitular de Cádiz y las condenaciones fulminantes por los obispos. Desatáronse contra esto los liberales, especialmente Calatrava y Toreno, muy condolidos de que el Congreso se ocupase en tales necedades, cual si de ellas pendiese la salvación de la patria.

     Para entorpecer de nuevo el curso de la acusación y salvar a Gallardo, ocurriósele al diputado Zumalacárregui presentar en la sesión de 20 de noviembre una proposición de no ha lugar a deliberar, que se votó por exigua mayoría, y con la cual pareció terminado el asunto y salvado de las garras del fanatismo el inocente Gallardo.

     Pero no fue así, porque, reunidos treinta diputados absolutistas, formularon una especie de protesta con nombre de Carta misiva, que vino de nuevo a enzarzar los ánimos. Zumalacárregui la denunció a las Cortes en 30 de noviembre, y a propuesta de Argüelles y de Toreno, se nombró un especial que procediese contra los firmantes o contra el verdadero autor de la carta, si es que las firmas eran una superchería. La comisión opinó que el asunto pasase a la Regencia, y de ésta a la junta de Censura, donde se averiguó que el original había sido entregado [708] en la imprenta por el diputado D. Manuel Ros, doctoral de Santiago.

     Enteradas de estas pesquisas las Cortes en 2 de diciembre, propuso Zumalacárregui que se procediese criminalmente por el Congreso mismo contra el diputado Ros en el término preciso de quince días. ¡Tanto ardor ahora y tanta indiferencia cuando se había tratado del Diccionario! Hablaron con vigor Ostolaza y D. Bernardo Martínez, llegando a decir el segundo que sólo había intolerancia para los que defendían la religión; palabras que se negó a retirar o a explicar por mucho que el presidente se empeñase en ello instigado por Calatrava y Golfin. Quejóse Larrazábal de aquella verdadera infracción de la ley de imprenta y de la majestad del diputado; pero la mayoría decidió, como decide en todo, y Ros fue condenado, arrestado cerca de un año y arrojado, al fin, del Congreso como indigno de pertenecer a la representación nacional. Júntese esta nueva tropelía a las muchas que afean la historia de aquellas Cortes regeneradoras (2645). [709]



 

     El triunfo de Gallardo fue completo, y sus amigos se ensañaron atrozmente con el infeliz Jaramillo, hasta encerrarle en una prisión por largos ciento cincuenta días (a pesar de haberle declarado demente), hasta que el tedio del encierro y la pena de presidio con que le amenazaron le hizo suscribir una retractación de su pasquín de desafío dictada por Gallardo y sus amigos. Apenas se vio libre, publicó en un folleto, que llamó Inversión oportuna, los pormenores de cuanto le había acaecido, y, temeroso de nuevas persecuciones, huyó de Cádiz, anticipandose a la pena de destierro que le había sido impuesta. Al vicario capitular que había condenado el Diccionario le entregaron las Cortes al juzgado secular, que le tuvo en prisiones seis meses sin forma alguna de proceso. ¡Deliciosa arbitrariedad, que sin escrúpulo podemos llamar muy española!

     Así terminó este enojoso incidente, que he querido narrar con todos sus pormenores, a pesar de la insulsez del libro, porque aquélla fue la primera victoria del espíritu irreligioso en España, quedando absuelto Gallardo y descubierta bien a las claras la parcialidad del bando dominante en el Congreso y el blanco final a que tiraban sus intentos.

     Temeridad hubiera sido en ellos proponer, cuanto más sancionar, la libertad religiosa, temeridad bastante a comprometer el éxito de su obra. Parecióles mejor y más seguro amparar bajo capa toda insinuación alevosa contra el culto, que en la ley declaraban único verdadero, y dejarle desguarnecido de todo presidio, con echar por tierra la jurisdicción del Santo Oficio, [710] único tribunal que podía hacer efectiva la responsabilidad de los delitos religiosos. Fue letra muerta la ley constitucional, espantajo irrisorio la Junta Suprema de Censura, y comenzó a existir de hecho no la tolerancia ni la disparidad de cultos, cosa hoy mismo sin sentido en España, sino lo único que entre nosotros cabía: la licencia desenfrenada de zaherir y escarnecer el dogma y la disciplina de la Iglesia establecida; en una palabra, la antropofagia de carne clerical, que desde entonces viene aquejando a nuestros partidos liberales, con risa y vilipendio de los demás de Europa, donde ya estos singulares procedimientos de regeneración política van anticuándose y pasando de moda; el lancetazo al Cristo, que ningún héroe de club o de barricada ha dejado de dar para no ser menos que sus aláteres en lo de pensador y despreocupado.



ArribaAbajo

- III -

Abolición del Santo Oficio.

 

     La Inquisición hallábase en 1812 como suspendida de sus funciones por el abandono y afracesamiento de D. Ramón José de Arce y la falta de bulas pontificias que autorizasen el nombramiento del obispo de Orense, propuesto en su lugar por la Junta Central. Interrumpidas las comunicaciones con Roma, y no atreviéndose los mismos inquisidores subalternos a proceder sin autoridad pontificia, de nada sirvió que la Regencia mandara reorganizar los tribunales ni que en la sesión de Cortes de 22 de abril propusiera su restablecimiento D. Francisco Riesco, inquisidor de Llerena, apoyado por todo el partido antirreformista, que esta vez hizo oír su voz en las galerías sobreponiéndose al estruendo de los liberales. Palabra era ésta que hasta entonces no había tenido en España otra aceptación que la de generoso, dadivoso o desprendido, pero que desde aquella temporada gaditana comenzó a designar a los que siempre llevaban el nombre de libertad en los labios, así como ellos (y parece que fue don Eugenio de Tapia el inventor de la denominación) dieron en apodar a los del bando opuesto con el denigrativo mote de serviles.

     Los liberales, pues, trataran de jugar el todo por el todo y no perder en un día el fruto de sus largos afanes, por más que a punto estuviera de escapárseles de las manos, ya que la primera comisión nombrada para entender en el asunto de La Triple Alianza opinó en su dictamen, presentando el 12 de abril, que redactó D. Juan Pablo Valiente y firmaron todos los vocales, a excepción de Muñoz Torrero, el restablecimiento inmediato y sin trabas de la Inquisición. Aplaudieron buena parte de los espectadores de las galerías, contradijéronles otros con modos y ademanes descompuestos, y a más hubiera llegado la pendencia si a D. Juan Nicasio Gallego, que a todo trance quería impedir o desbaratar la votación de aquel día, en no bien prevenidos y compactos los liberales, la victoria habría sido por [711] lo menos disputada e indecisa, no se le hubiera ocurrido proponer que el expediente pasase a la Comisión de Constitución. Votáronlo muchos sin reparar en el oculto propósito, que no era otro que ir dando largas al asunto y caminar sobre seguro en materia donde iban todas las esperanzas de la grey innovadora.

     En 8 de diciembre de 1812. la Comisión presentó a las Cortes su dictamen sobre los Tribunales de Fe (2646), por el cual hizo público el acuerdo que en 4 de junio había tomado, declarando incompatible el Santo Oficio con el nuevo régimen constitucional; acuerdo tomado sólo por levísima mayoría, puesto que se excusaron de asistir los señores Huerta, Cañedo y Bárcena y presentaron votos particulares el Sr. Ric y el Sr. Pérez, proponiendo que una junta ad hoc, compuesta de obispos, inquisidores y consejeros, arbitrase los medios de hacer compatible el modo de enjuiciar del Santo Oficio con el nuevo régimen del Estado. Huerta y Cañedo persistieron tenaces en su retraimiento.

     Empieza la Comisión por reconocer que «es voluntad general de la nación que se conserve pura la religión católica, protegida por leyes sabias y justas, sin permitirse en el reino la profesión de otro culto». La cuestión no versaba aparentemente acerca de los principios, sino que, conformes todos en aceptar de palabra la unidad religiosa, discrepaban en los medios, defendiendo la Comisión no ser sabias ni justas las leyes que se opusiesen al código impecable que ellos habían formado.

     Increíble es la contradicción y vaguedad de ideas de este famoso dictamen. A renglón seguido de haber encomiado las ventajas de la unidad religiosa, afirma que «es propio y peculiar de toda nación examinar y decidir lo que más le conviene según las circunstancias, designar la religión que debe ser fundamental y protegerla con admisión o exclusión de cualquiera otra». ¡Lástima grande que a los omniscientes legisladores de Cádiz no se les hubiese ocurrido designar como religión fundamental en España el budismo!

     Traíanse luego a colación las leyes antiguas relativas a la punición temporal de los herejes, y especialmente las de las Partidas, calificándolas de suaves, humanas y religiosas, como si estas leyes no hubieran sido trasladadas textualmente del cuerpo del Derecho canónico y del orden de procedimientos de la Inquisición. Luego, y valiéndose de los primeros trabajos de Llorente (2647), a quien en todo sigue, hacía la Comisión breve reseña de los orígenes del Santo Oficio en Castilla, sosteniendo que fue tribunal mixto, eclesiástico y real y que los pueblos le recibieron con desagrado, especialmente en Aragón, por ser contrario a las libertades del reino. Traíanse los sabidos y contraproducentes testimonios de Hernando del Pulgar, Zurita y Mariana; [712] se hacía el relato de las tropelías de Lucero y del proceso de Fr. Hernando de Talavera; discurríase mucho acerca de las reclamaciones de las Cortes de Valladolid (1518 y 1523) y Toledo (1525) contra abusos de jurisdicción en los ministros de aquel Tribunal; de las posteriores concordias y de los conflictos frecuentes con los jueces seculares. Declarábase ilegal el establecimiento de la Inquisición por no haber sido hecho en cortes; tachábasela de enemiga de la jurisdicción episcopal, aunque la Comisión había buscado en vano las pruebas de esto por la confusión en que nos vemos; se invocaba contra ella el testimonio de los regalistas, y especialmente el de Macanaz en su Pedimento; se citaba el ejemplo de las Dos Sicilias, cuyo rey Femando IV había abolido desde 1782 la Inquisición en sus Estados, y, finalmente, se la declaraba incompatible con la soberanía e independencia de la nación, con el libre ejercicio de la autoridad civil, con la libertad y seguridad individual, puesto que era una soberanía en medio de una nación soberana, un Estado dentro de otro Estado, una jurisdicción exenta con leyes, procedimientos y tribunales, independientes y propios, y que, si acaso, dependían de la curia romana. De todo lo expuesto deducía la Comisión que era urgente el tornar a poner en vigor la ley de Partida y restituir los obispos la plenitud de sus facultades para declarar el hecho de herejía y castigarlo con penas espirituales, quedando expedita a los jueces civiles la facultad de imponer al culpado la pena temporal, conforme a las leyes. ¡Conforme a las leyes! Y dice expresamente la ley de Partida (ley 2, tít.6 part.7): «E si por ventura non se quisieren quitar de su porfía, débenlos juzgar por herejes, e darlos después a los jueces seglares, e ellos débenles dar pena en esta manera: que si fuere el hereje predicador... débenlo quemar en fuego de manera que muera... E si non fuere predicador, mas creyente o que oya cuotidianamente o cuando puede la predicación de ellos, mandamos que muera por ello esa misma muerte... E si non fuere creyente, mas lo metiere en obra, yéndose al sacrificio dellos, mandamos que sea echado de nuesto Señorío para siempre, o metido en la cárcel fasta que se arrepienta y se torne a la fe.»

     Esto y no otra cosa decía esa famosa ley de Partida, sabia, humana y tolerante, que fingía querer restablecer, y con cuyo testimonio se pretendía embobar sin duda a los que no la conocían. Dijérase en buen hora que el tiro iba no contra la Inquisición, sino contra la unidad religiosa, y hubiera sido más honrado que no resucitar de nombre leyes añejas mucho más intolerantes que las de la Inquisición y hablar de tribunales protectores de la religión que juzgasen al uso de los de la Edad Media.

     Fue este dictamen obra, según parece, de Muñoz Torrero, que firma en primer lugar, asistido por Argüelles y por dos clérigos jansenistas: Espiga y Oliveros. Otro individuo de la Comisión, D. Antonio Joaquín Pérez, diputado americano, declaró que en [713] largo tiempo que había sido inquisidor en Nueva España no había notado los abusos y arbitrariedades de que la Comisión se quejaba, y que, si bien en el modo de enjuiciar debían introducirse reformas, no tenían las Cortes autoridad canónica para hacerlas.

     Esta incapacidad legislativa de las Cortes era lo primero que daba en ojos, y de ella se aprovecharon D. Andrés Sánchez Ocaña y otros dos diputados de Salamanca para proponer en la sesión de 29 de diciembre que no se pasase Zelante sin consulta e intervención de los obispos, ya que no era posible la celebración de un concilio nacional.

     En 4 de enero presentaron D. Alonso Cañedo, diputado por Asturias y grande amigo de Jovellanos, y D. Francisco Rodríguez de la Bárcena un voto particular contra el dictamen [714] de la mayoría de la Comisión. En él decían, y con hechos históricos y gran copia de erudición canónica demostraban, que, siendo derecho inherente a la primacía de jurisdicción del sumo pontífice la autoridad que ejerce en la condenación de los errores contra la fe y en el castigo de los herejes, y procediendo los inquisidores, como procedían, auctoritate apostolica y por nombramiento de Roma directo o delegado, no podía hacerse cosa alguna sin consentimiento del papa, y sería usurpación y atentado cuanto las Cortes decretasen.

     Los diputados de Cataluña recordaron que las antiguas Cortes de su país, tan fuera de propósito traídas a cuento en el dictamen, sólo se habían quejado de abusos en punto al número de familiares y extensión del fuero a los dependientes del Santo Tribunal, pero nunca de la «institución misma, de la cual repetidas veces habían dicho que era columna y muro fortísimo de la fe; habiéndose dado el caso, cuando en la guerra de los segadores se entregaron a Francia, de pactar los catalanes, como uno de los principales artículos de la capitulación, que se conservaría el Santo Oficio en Cataluña y que se establecería en Francia. Y terminaban pidiendo los diputados catalanes que se suspendiese la discusión hasta que ellos pudieran consultar a su provincia, de cuya decisión nadie dudaba, puesto que todos los pueblos de España, afirmó el Sr. Batlle sin protesta de nadie, desean el restablecimiento del Tribunal.

     Contestó Argüelles que debía entrarse francamente en la discusión sin embarazarla con dilaciones y propuestas capciosas ni acordarse para nada del papa, dado que se trataba de un asunto temporal. No quiso asentir su paisano Cañedo a tan enorme ligereza, porque, «siendo derecho incontestable de la Cabeza de la Iglesia el cuidado de la pureza de la fe y el reprimir los progresos del error dondequiera que parezca, ¿cómo ha de ser proteger la religión el impedir el ejercicio de esta suprema autoridad?» Argumento que en vano quiso eludir Muñoz Torrero con la gratuita afirmación de ser temporal y delegada por los reyes la autoridad de los inquisidores. Que volviera el dictamen a la Comisión propuso D. Simón López. y, desechada esta proposición, que se leyesen las representaciones de prelados y cabildos solicitando el pronto restablecimiento del Santo Oficio; y también se decretó que no había lugar a deliberar.

     Tras estos escarceos comenzó lo sustancial del debate, rompiendo el fuego Ostolaza en la sesión de 8 de enero con un discurso no poco hábil, cuya sustancia venía a ser la siguiente: «Se dice que la Inquisición nada tiene de común con la fe, y yo pregunto: el medio que conduce al fin de la pureza de la fe, ¿nada tiene que ver con el fin mismo? ¿No ha excomulgado la Iglesia a los que perturban el libre ejercicio de la jurisdicción inquisitorial? ¿Es por ventura el Santo Oficio alguna invención de los reyes? ¿No ha existido siempre en la Iglesia potestad coercitiva contra los herejes? Que se estableció sin intervención de las Cortes; ¿y cuándo tuvieron las Cortes en España autoridad para intervenir en tales negocios? ¿Y dónde consta que las Cortes castellanas reprobasen la Inquisición y no diesen por bueno su establecimiento? ¿De quién procede la jurisdicción de los inquisidores sino del papa? ¿Ni qué significan las turbulencias de Zaragoza y la sacrílega muerte de San Pedro Arbués sino que los cristianos nuevos y mal convertidos miraron siempre de reojo la más formidable máquina contra ellos, tribunal ordenado por disposición y providencia divina, como escribe Zurita; remedio dado del cielo, en opinión de Marlana? Que padecieron en la Inquisición algunos inocentes; ¿y en qué tribunal del mundo no ha acaecido lo propio? ¿Hemos de confundir la bondad de una institución con los abusos inherentes a la humana flaqueza? Cuando las Cortes de Valladolid y de Toledo pedían que «los inquisidores fuesen generosos e de buena fama e conciencia e de la edad que el derecho manda» ¿entendían con esto negar la jurisdicción inquisitoria? No, antes en el hecho mismo la afirmaban, velando por su mayor pureza. La Inquisición es un tribunal eclesiástico en su origen que no necesita de ninguna autorización secular para el ejercicio de sus funciones en los juicios canónicos; ¿que tenían ni tienen que intervenir las Cortes en su establecimiento? ¿Y dónde están esos obispos que clamaron contra la Inquisición? ¿Y por qué vienen a hacerse ahora solidarias las Cortes de las etiquetas y animosidades de los curiales antiguos, especialmente del Consejo de Castilla? Me diréis que la Inquisición es contraria a la libertad, y yo os responderé que los inquisidores apostólicos se han establecido para proteger la libertad cristiana que ha logrado el género humano por Jesucristo, la libertad del culto católico, la libertad verdadera». Que la Inquisición favorece el despotismo; ¡ojalá renaciese la edad de aquellos déspotas que llamamos Reyes Católicos! Se combaten los procedimientos de la Inquisición, se habla de la tortura: ¿e ignoran los señores de la Comisión que hace un siglo que la Inquisición, antes que ningún otro tribunal, ha abolido el uso del tormento? Decís que la [715] Inquisición mató la ciencia española; ¿cuándo florecieron más las artes y las letras que en el siglo inmediato a su establecimiento»? No se opone la inquisición a la luz, sino a las doctrinas tenebrosas, que San Pablo llama sabiduría de la carne, y San Judas, espuma de la confusión. ¿Y con qué se quiere sustituir la Inquisición? Con tribunales protectores de la fe. ¿Y quién ha dado misión a las Cortes ni a una fracción de ellas para coartar las facultades episcopales?

     A este discurso, que bien podemos llamar elocuente, por más que el autor no fuera ningún Santo Padre, siguió otro del respetable anciano D. Benito Hermida, distinguido traductor de El Paraíso, de Milton: «Mis años y mis males -decía- me han conducido a la orilla del sepulcro, y sólo me es permitido dejar al Congreso un testimonio del dolor que amarga mis postreros días. La impiedad se desborda; no basta el freno de la autoridad episcopal; los mismos obispos, sin excepción alguna, invocan la ayuda del Santo Tribunal. Gracias a él hemos disfrutado por tres siglos de paz religiosa.» Pero no hubo, entre los discursos de los defensores del Tribunal, otro más sabio, profundo e intencionado que el de don Pedro Inguanzo, canonista egregio, honra más adelante de la mitra de Toledo y de la púrpura romana. «Este ataque -dijo- no se presenta de frente, como lo pedía la buena fe. Si así se hubiera hecho, también podría contestarse de frente con mayor facilidad. Lo que se ha hecho es urdir un plan de proposiciones ambiguas y de cierta apariencia, las cuales, envolviendo sentidos diferentes, dan lugar a que se saque por consecuencia e ilaciones lo que se pretende. Es falso, falsísimo, que la Inquisición sea un tribunal real; es un tribunal esencialmente eclesiástico, así por la autoridad de que procede como por las materias, puramente religiosas, en que entiende. Sólo tiene de real la parte de autoridad que se le ha agregado en cuanto a imponer ciertas penas temporales a los reos, cosa accidental y accesoria. Por tanto, o se desconoce la potestad de la Iglesia, o se quiere eludirla y burlarla de un modo contradictorio. Esa potestad es celestial y divina, independiente de todas las humanas, así por lo que toca al dogma como por lo que mira a la disciplina; y es tanto más inviolable y sagrada cuanto que Dios mismo la ejerce por medio de sus vicarios en la tierra. La protección civil ha de ser simplemente auxilio que a la potestad espiritual presta la temporal, no mando y tiranía ni jurisdicción alguna sobre ella. Ni el poder secular puede dar leyes en lo eclesiástico ni el poder de la Iglesia en lo secular. Si la religión se ha de proteger por leyes conformes a la Constitución, la Iglesia católica no puede ni debe ser protegida en España, porque la Iglesia católica tiene su constitución propia, diferente y aun contraria a nuestra Constitución política. Las leyes de la una nada tiene que ver con las de la otra y la religión del Evangelio se acomoda con todas las constituciones y gobiernos políticos.» Negó luego la facultad de [716] elegir su religión que los autores del dictamen suponían en el Estado, y, yendo derecho al virus regalista que hervía en el fondo del proyecto, clavó el cuchillo hasta el mango en el sistema de la protección, verdadero título de usurpación y de ruina, con lo cual no sólo el Santo Oficio, sino la misma Iglesia, la jerarquía episcopal, el Pontificado, la fe y la moral son incompatibles, pues tanto vale usurpar y enervar la autoridad eclesiástica como destruir la religión, que no puede subsistir sin ella. Después de elevar a los obispos para sustraerlos de la jurisdicción del papa, se los humilla hasta señalarles asesores determinados para sus causas, cosa inaudita y vergonzosa para su dignidad. Con someter a calificación y censura el juicio de los obispos, se ataca la misma infalibilidad de la Iglesia, que no reside sólo en la Iglesia congregada en concilio nacional, sino también en la iglesia dispersa. ¿Y qué quiere decir tribunales protectores de la religión? Una cosa es la protección y otra la justicia, y quien juzga no protege, ni la protección es atributo del Poder legislativo, sino del Poder ejecutivo.» Comparó rápidamente el modo de enjuiciar de los tribunales eclesiásticos y de los seculares, demostrando que todas las ventajas de rectitud e imparcialidad estaban de parte de los primeros. «Este proyecto -así terminó- es una inversión total de la potestad de la Iglesia desde los pies a la cabeza; sólo el tratar aquí de él es ya un escándalo... No se hable más de protección, y déjese a la -Iglesia con la del Altísimo, que es la que le basta, y con la cual subsistirá eternamente, como ha subsistido en tiempo de las persecuciones... Nosotros creemos y estamos bien persuadidos de que el haber o no tribunal de Inquisición no es punto de fe, que con él y sin él puede una nación ser católica, y que en este sentido pueden ser católicos los que le impugnan como los que le defienden. Pero creemos también, y lo creemos por artículo de fe, que en la Iglesia católica reside la autoridad para establecer los medios y leyes que juzgue oportunas para conservar la integridad y pureza de la religión entre los fieles y dirigirlos por el camino de la verdad. Bajo este aspecto, no hallamos compatible con los principios de nuestra santa religión la empresa de suprimir por nosotros una autoridad eclesiástica instituida por la suprema de la Iglesia, ni reconocemos en la potestad secular semejantes facultades... Sólo el autor de la ley es quien puede revocarla; y proceder de otro modo sería en nosotros desconocer la primacía del sucesor de San Pedro, levantarnos sobre su misma cátedra, someter a nuestro arbitrio el apostolado y aun dividir a los obispos de su cabeza.

     Llególes el turno a los adversarios del Santo Tribunal, y desde luego se manifestó entre ellos una diferencia considerable así en el espíritu como en los recursos y armas de que se valieron. Unos, los más jóvenes y brillantes, los enciclopedistas a la moda, los estadistas y doctores en derecho constitucional, Argüelles, verbigracia, y el conde de Toreno, se mostraron pobrísimos [717] en la argumentación, ayunos de todo saber canónico, desconocedores en absoluto de la legislación y de la historia del tribunal que pretendían destruir, pródigos sólo en lugares comunes, retórica tibia y enfáticas declaraciones contra la intolerancia y el fanatismo. Embobados con sus libros franceses, no parece sino que no habían nacido en España, o que jamás habían puesto los pies en ninguna universidad española, o que para ellos se había perdido toda memoria de los hechos pasados. «Es imposible -dijo Argüelles- que haya paz en las naciones mientras se pretenda que la religión debe influir en el régimen temporal de los pueblos.» Escandalizóse de que se oyeran con sufrimiento en el Congreso las máximas ultramontanas, que no se hubieran tolerado en tiempo de Carlos III. Y, asiéndose al trasnochado regalismo, invocó el exequatur, los recursos de fuerza, todas las drogas del botiquín de la escuela, herencia que los absolutistas viejos dejaron a los modernos progresistas. «¿Quién ha de ser el juez de la sabiduría y justicia de las leyes eclesiásticas? -preguntaba Argüelles-. Los inquisidores, la curia romana, el clero de España o la autoridad soberana de la nación?»

     «El objeto de la religión -dijo Toreno- es proporcionar a los hombres su felicidad eterna, lo cual nada tiene que ver con las leyes civiles... Ya lo dijo el Redentor: Regnum (2648) meum non est de hoc mundo... Sus armas son la predicación y la persuasión... Hasta el nombre de Inquisición es anticonstitucional... Nació la Inquisición y murieron los fueros de Aragón y Castilla... Consiguió la Inquisición acabar en España con el saber», etc., etc.

     Otro género de argumentos y mayor solidez y fondo de doctrina mostraron los eclesiásticos Villanueva, Espiga, Oliveros, Ruiz Padrón, todos de la parcialidad comúnmente llamada jansenística. No venían intonsos como los legos antes referidos, sino preparados por el largo aprendizaje cismático del siglo XVIII, y sabían lo que se decían, aunque estuviesen en lo falso. Espiga, antiguo canónigo de San Isidro y verdadero autor o inspirador del decreto de Urquijo, trató de hacer absoluta separación y deslinde de las dos potestades; habló mucho de las falsas decretales; cercenó cuanto pudo del primado del papa; atacó de frente la infabilidad pontificia, pidiendo argumentos a los concilios de Constanza y Basilea; no olvidó la cuestión de San Cipriano y el papa Esteban sobre los rebautizantes y terminó su discurso con esta frase memorable por lo ridícula: «Yo creo que deben hacerse todos los sacrificios posibles por la fe, pero no los que sean contrarios a la Constitución.» ¡Si estarían satisfechos de su librejo, al cual daban ya más autoridad. que al Evangelio!

     Habló después Ruiz Padrón, eclesiástico gallego de la misma cuerda, que había viajado mucho por América y conocido en Filadelfia a Franklin. Dijo que el Santo Oficio era enteramente inútil en la Iglesia de Dios, contrario a la sabia y religiosa Constitución que había jurado los pueblos, contrario, además, esto [718] en el último término, al espíritu del Evangelio... «En tiempo de los apóstoles no había inquisidores... La Inquisición ha creído los mayores absurdos y castigado delitos que no es posible cometer, como la brujería... Gracias a las luces del siglo desaparecieron estas visiones. La Inquisición ahuyentó de entre nosotros las ciencias útiles, la agricultura, las artes, la industria, el comercio... Bastaba distinguirse como sabio, para ser blanco de este tribunal impuro, que, nacido en un siglo de tinieblas y sostenido por la mano de hierro de los déspotas, se alarmaba a la menor ráfaga de ilustración que pudiera con el tiempo descubrir al mundo su sistema de opresión y tiranía... « En medio de estas huecas pasmarotadas, dignas de sermón gerundiano, no dejó el orador de hacer la oportuna memoria del proceso de Galileo y del inocente arzobispo Carranza. «La Iglesia de España -prosiguió- ha sido vulnerada en sus legítimos derechos desde el malhadado siglo XIII: se han hollado sus cánones, atropellado su disciplina, oscurecido su fama, desaparecido su brillantez y desfigurado la hermosura de la hija de Sión. Vide, Domine et considera, quoniam facta sum vilis... ¡ Infelices reliquias del linaje humano, tristes despojos de la muerte, sombras respetables que quizá habéis pasado a la otra vida en la inocencia, víctima de alguna calumnia, perdonad las preocupaciones y la barbarie de los pasados siglos!... Pueblos venideros, naciones que entraréis algún día en el seno de la Iglesia, generaciones futuras, ¿podréis creer con el tiempo que existió en medio de la Iglesia católica un tribunal llamado la Santa Inquisición?»

     Acongojado el orador con la tacha de jansenista que a él y a los suyos ponían los periodistas del bando opuesto, diserta largamente sobre el primado del papa y sobre las falsas decretales, «que concedieron a los pontífices el derecho de un monarca absoluto, alzándose con una porción de los derechos episcopales para terror y espanto de los pueblos». ¡Abajo todas esas trabas para que un español pueda leer libremente a Mably, Condillac y Filangieri, o a lo menos a Pascal y Nicole, que le descubrirán la tortuosa conducta y política infernal de los jesuitas! «Dígase a nuestros obispos: ¿Queréis recobrar la plenitud de vuestros derechos?, y si por acaso se hallase alguno que respondiese que no, que renuncie.» ¿Qué importan bulas de papas? Ninguna bula tiene fuerza en España sin el «regium exequatur».

     Menos virulento, y desembozado anduvo Villanueva, antiguo consultor del Santo Oficio, honrado y protegido por cinco inquisidores generales (2649), razón suficiente para que le vieran muchos con asombro levantarse a contestar a Inguanzo, lo cual ejecutó con muy punzante ironía, «lanzándole -escribe el conde de Toreno- tiros envenenados en tono humilde y suave, la mano puesta en el pecho y los ojos fijos en tierra, si bien a veces alzando [719] aquélla y éstos y despidiendo de ellos centelleantes miradas, ademanes propios de aquel diputado, cuya palidez de rostro, cabello cano, estatura elevada y enjuta y modo manso de hablar recordaban al vivo la imagen de uno de los Padres del yermo, aunque, escarbando más allá en su interior, descubríase que, como todos, pagaba su tributo de flaquezas a la humanidad». Tan allá llevaba el cesarismo Villanueva, que fue la tesis principal de su discurso querer probar que, aun la misma jurisdicción eclesiástica del Tribunal de la Fe, podía, juntamente con la temporal, ser reformada y aun suprimida a arbitrio de las Cortes. Sirviéndole para sostener esta paradoja textos truncados de antiguos jurisconsultos aduladores de la potestad regia y la capciosa distinción entre la potestad eclesiástica, que pertenece al dogma, y el modo de ejercerla, que concierne a la disciplina. «El legislador de un reino católico -asentó-, siempre está expedito para suspender la ejecución de las bulas disciplinarias aun después de admitidas».

     Al canónigo Oliveros tocó la parte erudita del debate, pero con tan poca fortuna, que no acertó a salir del relato de las tropelías de Lucero y de la vulgarísima especie de que «la Inquisición había reputado por inficionados de herejías a los literatos, eruditos y hombres científicos, teniendo, v.gr., por arte mágica las matemáticas y sus signos; por judaísmo y luteranismo, la erudición en lenguas orientales»; lo cual quiso corroborar con una lista de nombres confundidos y trastrocados, hasta llamar a Casiodoro de Reina Feliciano.

     Muñoz Torrero, como autor del dictamen, terció varias veces en la controversia, pero no por medio de largos discursos, y sin salir tampoco de la usada cantilena de que toda defensa de la Inquisición era una tentativa para introducir de nuevo el sistema e la curia romana y privar a la autoridad temporal de sus legítimos derechos.

     Como jurisconsulto regalista habló el americano Mejía con animosidad anticlerical, si bien discretamente velada con ingeniosas atenuaciones y malignas reticencias, manifestándose inclinado, más que otro alguno, a la tolerancia civil. Hasta se empeñó en traer de su parte el testimonio del P. Mariana, llamándole precursor de las decisiones del Congreso, y queriendo probar con el ejemplo del P Poza y otros, que la Compañía de Jesús había sido hostil siempre al Santo Oficio. Fue su discurso el más docto, ameno, fluido y mal intencionado que se pronunció por los liberales en aquella ocasión.

     Y es muy de notar que entre ellos mismos los pareceres se dividieron, porque no todos rendían parias al oculto influjo regalista, galicano, jansenístico o enciclopedista que durante un siglo había imperado en nuestro Gobierno y en nuestras aulas, sino que había entre ellos quien, con haber adoptado lo más radical de las teorías constitucionales y con ir en lo político mucho más adelante que Mejía, Toreno o Argüelles, no consentía [720] que ni aun de lejos ni indirectamente se tocase a nada que tuviera sombra de religión, siendo en esto más intolerante que Lucero o Torquemada. Ejemplo señaladísimo de ello fue entonces el cura de Algeciras, Terrero, especie de demagogo populachero, estrafalario y violento, que por lo desmandado de sus ideas políticas, que frisaban con el más furibundo y desgreñado republicanismo, y por lo raro y familiar de su oratoria, unido a lo violento de sus gestos y ademanes y al ceceo andaluz marcadísimo con que sazonaba sus cuentos y chascarrillos, era personaje sumamente popular entre los concurrentes a las tribunas. Terrero, pues, que hasta de la potestad real era enemigo, se levantó a decir sin ambages que el dictamen de la Comisión era cismático y que más de cinco millones de españoles deseaban, pedían y anhelaban el pronto restablecimiento del Santo Tribunal.

     «¡Decid vosotros, pueblos de mi territorio -exclamaba en un vehemente apóstrofe-, habitadores de esas heroicas sierras cercanas a mi país; vosotros, que habéis sabido enlazar con estrecho y fuertísimo vínculo el amor a vuestra religión y patria...; vosotros, nunca infectos con el detestable crimen de la herejía, ¿cuándo os ha asaltado el deseo, ni aun en el transporte de vuestra imaginación, de acabar con ese Tribunal santo, colocado en medio de la Iglesia española para celar su pureza? Sólo le temen los filósofos, que todo lo blasfeman porque todo lo ignoran.»

     Pudo parecer grotesco el estilo de este discurso, por más que en ocasiones la ardiente convicción del autor le infunda verdadera elocuencia tribunicia, pero a los liberales mismos pareció no desnuda de razones, y fue de cierto la mejor y más erudita cosa que se oyó en aquel debate, la larga y metódica apología del Santo Oficio que hizo en las dos sesiones del 9 y 10 de enero el inquisidor de Llerena, don Francisco Riesco. De los golpes profundos y certeros que asestó al dictamen de la Comisión, nunca llegó ésta a levantarse, y era, en verdad, difícil salvar la contradicción palmaria que envolvía la explícita profesión de intolerancia consignada en la Constitución y el proyecto de tribunales protectores de la fe con el hecho de abolir la Inquisición, cuyo espíritu había pasado al artículo constitucional. Poseyéndose Riesco de las antiguas y solemnes tradiciones del Santo Oficio, y como quien llevaba la voz del verdadero pueblo español, ahogada entonces por una facción exigua dentro de los muros de una Cámara regida por fórmulas de exótico parlamentarismo, manifestó deseos de que aquella discusión se celebrase en la plaza pública, donde los fieles católicos pudiesen oír la verdad y dar su voto sin que interesables amaños amenguasen la serenidad del juicio y de la decisión. Y él, por su parte, ofreció lidiar hasta lo último en defensa del Tribunal, a quien por dieciocho años había servido, y en cuyo favor invocaba aquella especie de sanción popular, siquiera le costase el [721] sacrificio de su vida, como en otro tiempo sucumbió San Pedro Arbués bajo el hiero asesino. Tras este vehemente preámbulo, y hecha la oportuna invocación a Jesús crucificado, cuya efigie se mostraba en la mesa, recordó los castigos impuestos por el Señor a la mala doctrina en entrambos Testamentos; el exterminio de los adoradores del becerro; la muerte de Ananías y Safira; la súbita ceguera de Elimas el Mago, la excomunión del incestuoso de Corinto; las sucesivas providencias de la Iglesia sobre punición de la herejía; la guerra contra los albigenses y los verdaderos orígenes de la Inquisición, con la parte gloriosa que en ella tomó Santo Domingo de Guzmán; el estado de Castilla al advenimiento de los Reyes Católicos, la interna y fratricida lucha de cristianos viejos y nuevos, las bulas pontificias que delegaron la jurisdicción inquisitoria, apellidada por los mismos aragoneses sacro patrocinio y fuerte alcázar de la fe católica, cosa sagrada, celestial y divina; las calidades y atribuciones del oficio de inquisidor general y de su Consejo; las de los inquisidores provinciales, y cómo su autoridad venía a ser apostólica, si bien por camino indirecto; la jurisprudencia de las causas de fe y a quién compete la calificación del delito de herejía; las altas razones de prudencia que autorizaron el sigilo y la supresión de los nombres de los testigos para ponerlos a cubierto de las animosidades y feroces venganzas personales de los conversos judaizantes; la necesidad actual del Santo Oficio como dique y antemural contra el desbordamiento de la impiedad francesa. «Sólo manteniéndonos unidos y firmes en la fe -continuaba el orador- podrá bendecir Dios nuestra causa y nuestra resistencia, porque, como se lee en el libro de los Macabeos, no consiste la victoria en la muchedumbre de los ejércitos, sino en la fortaleza y vigor que Dios les comunique; por ella triunfaron nuestros padres en Italia, en Francia y en Flandes. ¿No es absurdo que ahora vayamos a guerrear contra Napoleón llevando las mismas ideas que él en nuestra bandera y plagiando hasta en la letra sus decretos?»

     Una cosa me ha llamado sobre todo la atención en este larguísimo debate: la extraña unanimidad con que amigos y enemigos de la Inquisición afirman que el pueblo la quería y la deseaba. «La nación -exclamaba el diputado Ximénez Hoyo, que no figuraba ciertamente en el bando de los serviles- no está compuesta solamente de una porción de personas amantes de la novedad o temerosas de un freno que las contenga... Nosotros sabemos lo que pasa y nadie ignora lo que los pueblos piensan... Es general el voto de la nación sobre el restablecimiento de un Tribunal que creen absolutamente necesario para conservar pura la religión católica... Yo, por mi parte, protesto, y protestamos los diputados de Córdoba, que jamás votaremos la extinción del Tribunal de la Inquisición, porque no es éste el voto de los que nos han dado sus poderes para representarlos en este Congreso.» [722]

     Nadie contradijo estas palabras; tan evidente era el hecho, mostrándose en él la intrínseca falsedad de aquella llamada representación nacional, cuyos individuos sólo a sí mismos se representaban, sin que la nación entendiera ni participase nada de su algarabía regeneradora.

     Propuso el Sr. Creus, más adelante arzobispo de Tarragona, que se añadiese a la primera parte del dictamen la cláusula de que «la nación protegería la jurisdicción espiritual de la Iglesia», pero Muñoz Torrero y los suyos se opusieron resueltamente a todo aditamento, y, ganada la primera votación, pudieron augurar bien del resultado de la segunda y definitiva. En las sesiones que mediaron entre una y otra hablaron, de los del bando reformador, García Herreros, Villanueva y Capmany, este último, como tan literato, negó que el siglo XVI hubiese sido de oro, pero a pesar de la Inquisición, y quedando enterrados por culpa de ella muchos tesoros. Grave lapsus fue en varón tan docto y tan sabedor de las cosas de Cataluña traer, como prueba de lo sanguinario y feroz de los antiguos inquisidores, el título del célebre libro de Ramón Martí Pugio fidei, como si Ramón Martí hubiera sido inquisidor y como si su libro fuese algún tratado de procedimientos inquisitorios, y no una refutación de mahometanos y judíos, tesoro de erudición oriental y monumento de los más gloriosos del saber español en el siglo decimotercero.

     Llovían, en tanto, sobre la mesa de las Cortes exposiciones y representaciones en favor del odiado Tribunal; pedíanle a una los arzobispos de Santiago y Tarragona, los obispos de Salamanca, Segovia, Astorga, Mondoñedo, Tuy, Ibiza, Badajoz, Almería, Cuenca, Plasencia, Albarracín, Lérida, Tortosa, Urgel, Barcelona, Pamplona, Teruel, Cartagena, Orense, Orihuela, Mallorca, Calahorra, San Marcos de León y Vich; los gobernadores eclesiásticos de Lugo, León, Ceuta y Málaga...; todas las sedes cuyos prelados estaban libres de la dominación francesa.¡Y eso que arteramente habían procurado los autores del proyecto presentar al Santo Oficio como incompatible con la jurisdicción episcopal! Así lo hizo notar el valenciano Borrull, que tomó parte no secundaria en aquella discusión al lado de los Riescos, Inguanzos, Cañedos, Creus y Ostolazas. «Admiro mucho -dijo entre otras cosas- que tan redondamente afirme la Comisión que dejó de escribirse desde el establecimiento del Santo Oficio, cuando sabe cualquiera que haya saludado la historia literaria que, establecida la Inquisición por los años de 1479 a 1484, sucedió en los años posteriores a esta fecha la gloriosa restauración de las letras, depusieron su antigua barbarie las universidades, salieron de ellas, como del caballo troyano, heroicos campeones, insignes maestros de todas las ciencias, que llevaron la gloria del nombre español por todas las aulas de la cristiandad.»

     Crecía sin tregua la agitación a favor del Santo Oficio; en pos de las representaciones de los obispos vinieron las de veinticinco [723] cabildos catedrales de Cataluña, Valencia, Murcia, Granada, Extremadura, las Castillas, Aragón, Galicia, León y Navarra; secundaron su voz la junta Superior de Galicia, los Ayuntamientos constitucionales de Sevilla y Málaga, los de Santiago, Ponferrada, Puebla de Sanabria y Orense, los diputados del gremio de mar de Vivero, diecisiete generales y una gran parte de nuestros ejércitos. ¡Protesta verdaderamente nacional, y, sin embargo, infructuosa! A todo se sobrepuso la voluntad de cuatro clérigos jansenistas y de media docena de declamadores audaces y galiparlantes, que en la sesión de 22 de enero ganaron la segunda votación por 90 contra 60. Triunfo pequeño, siendo como era suyo el Congreso, aunque ha de tenerse en cuenta que introdujo algún desorden en sus huestes la defección del cura de Algeciras, a quien siguieron otros.

Poco interés ofreció ya el debate sobre Tribunales de la Fe, al cual ni sus mismos autores daban importancia, considerándole como hábil artimaña para no escandalizar ni herir de frente el sentimiento católico si se presentaban a las claras como fautores de la irreligión. Fue lo más notable de estas sesiones un discurso jansenista de pies a cabeza que sobre la jurisdicción episcopal pronunció un Sr. Serra, anciano venerable, al decir del conde de Toreno, que reprodujo en forma harto trivial todos los argumentos de Febronio y Pereira contra Roma. Argüelles habló... contra las decretales de Isidoro Mercator. Un americano llamado Larrazábal, después insurrecto en Panamá, recordó con enternecimiento el decreto de Urquijo. Un Sr. Castillo leyó largos párrafos del Van-Spen. Villanueva combatió el Índice expurgatorio, tomando la defensa de las Provinciales, de Pascal, y de las obras de Arnauld, y acabó por proponer (risum teneatis!) que las Cortes formasen un nuevo Índice, usando de la regalía que les compete.

     «Los papas han usurpado a los obispos una gran parte de los derechos que les confirió el mismo Jesucristo», dijo Calatrava, de quien es también aquella inaudita proposición: «Los puntos de disciplina están sujetos a la autoridad temporal... El único remedio humano contra la curia de Roma y para la libertad de la Iglesia de España es hoy la autoridad soberana del monarca, universal protector de las iglesias de su reino y ejecutor del derecho natural, divino y canónico.» Así, por odio a Roma, venían a canonizar el cesarismo los primeros liberales.

     Desaprobóse por mayoría de votos, conjurándose contra él absolutistas y liberales afilosofados, el artículo 3º del proyecto de Tribunales de Fe, que imponía a los obispos como consejeros natos y obligados en toda causa de religión, los cuatro prebendados de oficio de cada iglesia catedral; pensamiento que por lo añejo y semipresbiteriano mostraba a cien leguas su origen jansenístico, además de reñir con la ley de Partida que se fingía restablecer, y que tampoco admite la apelación al metropolitano, consignada en el artículo 8º del proyecto, la cual fue [724] hábilmente impugnada por el sabio jurisconsulto catalán D. Ramón Lázaro de Dou, cancelario de la Universidad de Cervera y discípulo del egregio romanista Finestres. «Con cinco apelaciones y con recursos de fuerza -decía-, puede cualquier ciudadano dejar eludida y menospreciada la voz de su pastor y la autoridad de su obispo»

     En 5 de febrero de 1813 terminó aquella memorable discusión, ordenándose, a propuesta del Sr. Terán, que por tres domingos consecutivos se lévese el decreto de abolición en todas las parroquias antes del ofertorio de misa mayor, destruyéndose además, en el perentorio término de tres días, todas las tablas, cuadros y retablos que en las iglesias conservasen la memoria de los penitenciados por el Santo Tribunal. La segunda de estas disposiciones contentó a muchos, que veían desaparecer la afrenta de sus familias. La primera se cumplió mala gana y fue de pésimo efecto, como alarde que era, intempestivo y odioso, del triunfo logrado. En un manifiesto que las Cortes dieron a la nación, y que también se mandó leer de la misma suerte, decíase que «la ignorancia de la religión, el atraso de las ciencias, la decadencia de las artes, del comercio y de la agricultura y la despoblación y pobreza de España procedían en gran parte del sistema de la Inquisición.



ArribaAbajo

- IV -

Otras providencias de las Cortes relativas a negocios eclesiásticos. -Causa formada al cabildo de Cádiz. -Expulsión del nuncio, proyectos de desamortización, reformas del clero regular y concilio nacional.

     Abatido el más recio baluarte de la intolerancia dogmática y triunfante de hecho la más omnímoda libertad de imprenta, como lo mostraban los recientes casos de La Triple Alianza y del Diccionario crítico-burlesco, prosiguieron las Cortes su tarea regeneradora, y cual, si se hubiesen propuesto plagiar uno a uno los decretos de José Bonaparte, comenzaron por abolir el voto de Santiago; es decir, aquel antiguo tributo de la mejor medida, del mejor pan y del mejor vino que la devoción de nuestros mayores pagó por largos siglos a la sepultura compostelana del Hijo del Trueno, patrón de las Españas y rayo en nuestras lides. Más hondo arraigo hubo de tener en su origen tan piadosa costumbre que el de un privilegio apócrifo, y cuya falsedad fue muy pronto descubierta y alegada mil veces en controversias y litigios así en el siglo XVII como en el XVIII; lo mismo en la representación de Lázaro González de Acevedo que en la del duque de Arcos. Vivía, no obstante, la prestación del Voto, si bien muy mermada y más de nombre que de hecho, más como venerable antigualla de la Reconquista que como carga onerosa para la agricultura, dado que a fines del siglo XVIII apenas producía en toda España tres millones líquidos de reales. Pero a los legisladores de Cádiz no les enfadaba el [725] tributo, sino el nombre, y por eso en marzo de 1812 propusieron y decretaron su abolición, impugnándole con desusada violencia Villanueva y Ruiz Padrón como «vergonzosa fábula tejida con máscara de piedad y de religión para abusar descaradamente de la credulidad e ignorancia de los pueblos».

     Poco antes, y contrastando con este decreto, cual si se tratase de dar satisfacción al pueblo católico, habían promulgado las Cortes otro, que a los ingleses pareció singularísimo, declarando compatrona de España a Santa Teresa de Jesús, honra ya decretada a la eximia doctora aviesa por acuerdos de las Cortes de 1617 y de 1636, siquiera impidiese llevarlos a efecto la oposición de los devotos de Santiago. Ahora se votó, sin deliberación alguna, en 27 de junio de 1812, con universal aplauso y contentamiento de los buenos.

     Hubo en aquellas Cortes singulares recrudescencias de fervor religioso más o menos sincero o simulado. No sólo encabezaron la ley constitucional: «En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», sino que Villanueva, acabado modelo de afectaciones jansenísticas, propuso en sesión de 3 de noviembre de 1810 (2650) que, para alejar de España los efectos de la ira divina, se hiciese en todas las provincias penitencia general y pública con tres días de rogativas, comulgando en uno de ellos todos los señores diputados. Los volterianos soltaron la carcajada, y El Conciso, en su número 39, burlóse groseramente del orador y de su propuesta. ¡Singular destino el de los clérigos liberales! Ni el cielo ni el infiero lo quieren. De ellos puede decirse con Dante:

                              

   Incontanente intesi e certo fui

 

che questa era la setta dei cattivi

 

a Dio spiacenti ed a nemici sui.

     No se atrevieron las Cortes de Cádiz a intentar de frente la llamada reforma o más bien extinción de regulares; pero, aprovechándose de los efectos de la llevada a cabo por el rey José, empezaron por decretar en 17 de junio de 1812 «que fueran secuestrados, en beneficio del Estado, todos los bienes pertenecientes a establecimientos públicos, cuerpos seculares, eclesiásticos o religiosos de ambos sexos disueltos, extinguidos o reformados por resultas de la invasión enemiga o de providencias del Gobierno intruso, entendiéndose lo dicho con calidad de reintegrarlos en la posesión de sus fincas y capitales si llegaran a restablecerse, señalándose, además, sobre el producto de sus rentas los alimentos precisos a los regulares que se hubiesen amparado en las provincias libres y que no tuviesen otro modo de subsistencia». Así, insensiblemente y como por consunción, se iba caminando a la total ruina del monacato.

     En el mes de agosto siguiente mandó la Regencia a los intendentes asegurar y cerrar todos los conventos ya disueltos, extinguidos o reformados por el Gobierno intruso, haciendo el [726] inventario de sus bienes, que debían quedar a disposición del Gobierno. La Regencia, no obstante, cuyo espíritu era en general muy opuesto al de las Cortes, fue permitiendo paulatinamente a algunos regulares de Sevilla, Extremadura y otras partes que volviesen a ocupar sus casas.

     Así las cosas, y pidiendo los pueblos a voz en grito la vuelta de los frailes, presentó a las Cortes, en 30 de septiembre, el ministro de Gracia y Justicia, D. Antonio Cano Manuel, que ridículamente se decía en el preámbulo del decreto encargado de la alta policía eclesiástica, un proyecto de 19 artículos sobre restablecimiento de conventos y su reforma. El dictamen pasó a las secciones, se aprobó, se leyó en sesión pública y se repartió impreso a los diputados. En él se propone: 1º Que para el restablecimiento de cualquiera casa religiosa preceda permiso de la Regencia. 2º Que se presenten los regulares al alcalde político o jefe constitucional que han de vigilar sobre la inversión de sus rentas. 3º Que no haya en un mismo pueblo muchos conventos de la misma orden. 4º Que ninguno tenga menos de doce religiosos. 5º Que no se reedifiquen los conventos destruidos del todo. 6º Que no se proceda en nada sin consulta de los ayuntamientos constitucionales. 7º Que los bienes sobrantes se destinen a las necesidades de la Patria. 8º Que se nombren visitadores en el término de un año. 9º Que los novicios no profesen antes de los veinticuatro años ni se exijan dotes a las religiosas. 10. Que se prohíba toda enajenación de bienes raíces a favor de las casas religiosas, sin que los mismos novicios puedan disponer de sus bienes a favor del convento. Disposiciones algunas de ellas cismáticas y conformes a las del sínodo pistoyense, aparte de la absoluta incompetencia de las Cortes para hacer tales reformas en la edad y condiciones de los votos ni ordenar semejante visita.

     La Regencia se manifestó desde luego en absoluto desacuerdo con las Cortes sobre esta grave cuestión, y por medio del ministro de Hacienda hizo que en muchas partes volviesen las cosas al mismo ser y estado que tenían antes de la invasión francesa y permitió que públicamente se pidiese limosna para la restauración de los conventos suprimidos. Tremenda fue la indignación del Congreso, y ante él tuvo que venir a justificarse el ministro interino de Hacienda, don Gabriel Cristóbal de Góngora, en 4 de febrero de 1813, alegando que los religiosos andaban hambrientos y a bandadas por los pueblos implorando la caridad pública, y era forzoso en algún modo recogerlos y mantenerlos. Desde entonces creció la hostilidad, antes encubierta, entre Cortes y Regencia, que terminó en marzo de 1813 con la destitución de los regentes.

     Antiguo era el proyecto de la reforma de regulares, y ya en 10 de septiembre de 1802 habían impetrado los ministros de Carlos IV una bula de Pío VII concediendo facultades de visitador en todos los dominios de España al cardenal de Borbón. [727] Pero ni entonces ni después se hizo la visita, ni era reforma eclesiástica lo que se quería, sino escudarse con ella y con la bula pontificia para acabar con los frailes (2651). Alguien lo dijo en Cádiz muy por lo claro: «¿A qué dejarlos entrar en los conventos, si han de volver a salir?» Pero la mayoría optó por la extinción lenta y gradual, permitiendo (en 18 de febrero de 1813) a los capuchinos, observante, alcantaristas, mercedarios calzados y dominicos de las Andalucías, Extremadura y Mancha volver a sus conventos, permiso me venía a ser ilusorio, ya que al mismo tiempo se les prohibía pedir limosna para reedificarlos. De los cartujos, jerónimos, basilios, benitos, trinitarios calzados y descalzos, mercedarios y carmelitas calzados, nada se dijo, sin duda porque, siendo pequeño su número después de los desastres de la guerra, las Cortes los dieron por a acabados y muertos. A los prelados de todas las religiones se prohibía dar hábitos hasta la resolución del expediente general, es decir, hasta las calendas griegas. El tal decreto podía tomarse por irrisión y pesada burla; apenas quedaba un convento que los franceses no hubiesen convertido en cuartel, almacén o depósito y que estuviera en disposición de ser habitado por religiosos, ni iglesia conventual que no hubiera sido desmantelada y profanada. Sin dinero no podían hacerse reparaciones, y se prohibía a los frailes acudir a la caridad pública. Además, en muchas partes los intendentes y jefes políticos, obedeciendo a órdenes y consignas secretas, o guiados sólo por su celo constitucional, se negaron a entregar los edificios a sus legítimos poseedores, y fue menester que el pueblo, apasionadísimo de los frailes, invadiera los conventos y arrojara de ellos a viva fuerza a los empleados del Gobierno, dando posesión a las comunidades religiosas. Estado de cosas que continuó hasta la vuelta de Fernando VII.

     También los cuantiosos bienes del clero secular quitaban el sueño a los reformadores. Y eso que nuestras iglesias en la guerra de 1808 hasta los vasos sagrados y los ornamentos habían vendido, sometiéndose además dócilmente a los subsidios extraordinarios de guerra que a la Central plugo imponerles. Así y todo, en 10 de noviembre de 1810 se propuso a las Cortes que ni por el real patronato ni por los ordinarios eclesiásticos se proveyese prebenda alguna vacante o beneficio simple que vacase después y que de todos los beneficios curados se pagase una anualidad para gastos de guerra, aplicándose al mismo fin las pensiones sobre mitras y la mitad de los diezmos pertenecientes a prelados, cabildos y comunidades religiosas. Impugnó este proyecto D. Alonso Cañedo, fundado en que nunca habían disfrutado nuestros reyes de la facultad necesaria para tales imposiciones, [728] antes para cosas de mucho menos cuantía habían solicitado siempre bulas de Roma. «Los clérigos no deben disputar -gritó un diputado-, sino decir: «Aquí está cuanto tenemos.» «Que no se trate la cuestión de derecho, sino de hecho», clamó otro con brutalidad no menos progresista.

     A los obispos se mandó que no proveyesen ninguna pieza eclesiástica, excepto las de cura de almas, entrando en el erario los réditos de todas las vacantes. Algunos prelados se resistieron a obedecer, y en 28 de abril fueron delatados al Congreso como malos y desobedientes ciudadanos españoles. Las Cortes decidieron, en su profundo saber canónico, que los jefes políticos y los fiscales velasen atentos sobre el cumplimiento de lo mandado e inspeccionasen y amonestasen a los obispos. No faltó quien propusiera declarar nulas las colaciones de prebendas hechas por el metropolitano de Santiago.

     Abierto así el camino, echáronse luego sobre los fondos de obras pías (lº de abril de 1811), continuando la obra de Godoy y Urquijo e invocando, como ellos, las regalías de Su Majestad. Ordenaron la incautación de las alhajas que no fuesen necesarias al culto, afirmando la comisión en su dictamen de 11 de abril de 1811 que no era necesario en las iglesias el uso de la plata y del oro y que sólo la preocupación de los fieles había autorizado el empleo de los metales preciosos. La Comisión de Hacienda propuso en mayo de 1812 que comenzase la enajenación de bienes nacionales, y que entre tanto se invirtiesen en redimir la Deuda, el noveno decimal, las anualidades eclesiásticas, los expolios y vacantes y el excusado. Ya en 28 de agosto de 1811 había propuesto la venta de las propiedades de las cuatro órdenes militares y de la de San Juan de Jerusalén, con permiso de Roma o sin él, excitando en último caso a los reverendos obispos y demás ordinarios eclesiásticos a que, en uso de sus facultades nativas, autorizasen la venta y entrega de los capitales dichos.

     Pero nadie entre los arbitristas de entonces fue tan allá como el ministro Álvarez Guerra en su estrafalario proyecto de noviembre de 1812 sobre el modo de extinguir la Deuda pública, eximiendo a la nación de toda clase de contribuciones por espacio de diez años y ocurriendo al mismo tiempo a los gastos de la guerra y demás urgencias del Estado. En este plan, digno del proyectista loco que conoció Cervantes en el hospital de Esgueva, comienza por decirse que «un particular con 50 millones de duros podría responder de la ejecución del proyecto». La extinción de la Deuda había de hacerse sin que la nación pagara un maravedí por contribución directa. El milagro se cumpliría echando al mercado en un día los baldíos, los propios y comunes de los pueblos, los bienes de la Inquisición y todos los bienes de las iglesias, comprendiendo las iglesias mismas (excepto catedrales y parroquias), los monasterios y conventos de ambos sexos (sic), los hospitales y casas de misericordia, los bienes [729] de cofradías hermandades, las capillas y ermitas, los beneficios simples y las capellanías. En suma: malbaratarlo en cuatro días y echarse luego sobre los diezmos, que el ministro evalúa en unos 500 millones, aunque confiesa que sólo 200 escasos llegaban a la Iglesia. Luego viene la reforma del estado eclesiástico, reduciéndole a 74.883 personas. De los restantes, que, según el autor del proyecto, llegaban a 184.803, nada se dice. Vivirán del aire o se irán muriendo en obsequio a la Constitución y a los presupuestos. A los arzobispos se les pagarán 300.000 reales anuales; a los obispos, 150.000, y así a proporción, pero sólo las dos terceras partes en metálico y una en papel de curso forzoso que se creará ad hoc. Con sólo esto aumentará la nación sus rentas en 1.600 millones anuales. Semejante proyecto quedó por entonces en el papel, y a los mismos liberales pareció digno de la Utopía de Tomás Moro, bien ajenos ellos mismos de que antes de veintidós años habían de verle realizado (2652).

     Entre tanto proseguían los conflictos con las autoridades eclesiásticas. El desatentado decreto de las Cortes mandando que en las misas mayores se diese cuenta de la abolición del Santo Oficio, promovió desde luego negativas y propuestas, a que las Cortes respondieron con violencia inaudita, desterrando y persiguiendo al arzobispo de Santiago y al obispo de Santander, recluyendo en un convento al de Oviedo, formando causa a los de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona por una pastoral que juntos dirigieron a sus diocesanos (2653), y haciendo que a viva fuerza, y con el eficaz auxilio de gente armada, se diese lectura al decreto. El cabildo eclesiástico de Cádiz, sede vacante, previa consulta a los obispos de Calahorra, Albarracín, Sigüenza, Plasencia y San Marcos de León, que residían en la isla gaditana, protestó en 23 de febrero de 1813 contra la profanación de las iglesias. ¿Quién pintará la indignación de las Cortes ante aquel acto de firmeza? Exigieron que el decreto se leyese sin demora, pusieron la tropa sobre las armas, y, apenas amaneció el día 10 de marzo, llenóse la catedral de constitucionales y turbas pagadas, que con vociferaciones y descompuestos ademanes interrumpían los sagrados oficios. Hízose correr la voz de que se había descubierto una gran conspiración tramada por los obispos, iglesias y cabildos contra las Cortes y su Constitución. Los revolucionarios más fogosos discurrían por Cádiz, pidiendo la cabeza de algún canónigo o fraile, que sirviese de escarmiento, y especialmente la del obispo de Orense. La nueva [730] Regencia, en 24 de abril, comenzó a instruir contra el vicario capitular de Cádiz y los cabildos de aquella ciudad, de Málaga y de Sevilla un inacabable proceso, que en breve llegó a cuatro enormes legajos. Y vino lo de siempre: suspensión de temporalidades y de jurisdicción para el vicario y gran copia de herejías y dislate en las Cortes, hasta decir Argüelles que «nada espiritual había en la jurisdicción eclesiástica, que toda era temporal, porque la ejercía un ciudadano español, y éste no puede ejercerla sin autoridad real».

     En consonancia con esta doctrina, mandaron las Cortes que el cabildo suspendiese al vicario capitular y eligiese otro. Sólo tres canónigos, contra las protestas de los demás, se arrojaron a tal empeño cismático, nunca visto en España desde el tiempo de Hostegesis.

     Pero el vicario D. Mariano Esperanza y los demás capitulares, atropellados tan inicuamente, no se dejaron intimidar por la violencia, y acudieron a las Cortes en demanda contra los atropellos de que los había hecho víctimas el ministro de Gracia y justicia, con evidente intracción de la ley constitucional. Alzóse en la Cámara a defenderlos con voz estentórea el cura de Algeciras, promoviendo una tempestad, que no lograron calmar las explicaciones del ministro Cano Manuel. Todos hablaban de la trama infernal, de la monstruosa conjuración, del peligro de la patria, y nadie se entendía en aquella baraúnda, resultando divididos en la votación los mismos liberales. A punto estuvo de decidirse que se formara causa al ministro de Gracia y Justicia, como el cabildo pedía; pero al cabo la igualdad aproximada de fuerzas hizo que todo quedara en suspenso, devolviéndose el expediente al juez que entendía en la causa, y que sustanciándola a su modo, acabó por pedir nada menos que pena capital, conmutada luego en destierro, contra los tres canónigos de Cádiz, como facciosos, banderizos y reos de lesa majestad.

     Faltaba sólo el último toque y primor del sistema progresista, la expulsión del nuncio. Éralo entonces monseñor Gravina (hermano del héroe de Trafalgar), que en 5 de marzo de 1813 había dirigido a la Regencia una nota solicitando, en nombre del papa, que se suspendiese la ejecución y publicación del decreto sobre Tribunales de la Fe hasta obtener la aprobación apostólica o, en su defecto, la del concilio nacional. Tan sencilla reclamación contra un mandato anticanónico y usurpatorio a todas luces de la potestad pontificia bastó, juntamente con las cartas del nuncio al obispo de Jaén y a los cabildos de Granada y Málaga exhortándolos a suplicar contra el decreto; bastó, digo, para que el ministro de Gracia y Justicia le declarase sospechoso de ocultos manejos contra la seguridad del Estado y propusiese su expulsión del territorio, como enemigo de la nación española, defensor de las máximas ultramontanas e instrumento del tirano que nos oprime y que quiere precipitarnos en [731] la anarquía religiosa. Así lo acordó la Regencia, mandándole salir de los dominios españoles en el término de veinticuatro horas (5 de abril de 1813). Fue su primer acto, apenas tomó tierra en Portugal, lanzar una protesta contra nuestro Gobierno (24 de julio de 1813), la cual acabó de hacer odiosas a los ojos del clero y pueblo español aquellas pedantescas Cortes, tan tiránicas, impertinentes y arbitrarias como el antiguo Consejo de Castilla.

     Llegó su furor de legislar en materias eclesiásticas hasta acariciar la idea de un concilio nacional, que renovara en España los tiempos felices en que nuestros príncipes, con todo el lleno de su soberana autoridad, intervenían en las materias de disciplina externa. Así lo propuso la Comisión Eclesiástica en 22 de agosto de 1811, como único medio de atajar las pretensiones del sacerdocio y de salvar derechos imprescriptibles del imperio. De aquí pasaban a proponer: 1º Que los concilios de España en adelante no solicitasen la confirmación de la Santa Sede. 2º Que asistiese a ellos un comisionado regio para prestarles protección y defender los derechos de la soberanía. Lo que se quería era, en suma, un sínodo como el de Pistoya, compuesto de enemigos jurados de Roma, que, bajo la vigilancia de un delegado de las Cortes, arreglasen cismáticamente la Iglesia de España al gusto de los Villanuevas, Espigas y Oliveros. Queda un índice de las materias que habían de presentarse a la aprobación del concilio. Nada menos se trataba que de extinguir las reservas, establecer la confirmación de los obispos por los metropolitanos, reducir todas las jurisdicciones de la Iglesia a la jurisdicción ordinaria, hacer nueva división de obispados y arreglo de parroquias, reducir el número de dignidades y canonjías, someter a nuevo examen todas las constituciones de las metropolitanas y catedrales, suprimir las colegiatas, reformar el canto eclesiástico y mudar la hora de los maitines (risum teneatis!), expugnar algunas cosas del breviario, acabar con la jurisdicción de las órdenes militares, suprimir los generales de todas las órdenes y someterlas al ordinario, prohibir toda cuestación de limosnas a los regulares, crear un Consejo o Cámara eclesiástica, etc., etc. (2654)

     Faltóles el tiempo a los reformadores, que ya habían intentado algo de esto en la Junta Central, y el flamante conciliábulo [732] no pasó de ensueño galano, aunque decretado está entre los acuerdos de las Cortes, donde asimismo consta, con fecha de 19 de agosto de 1812, el proyecto de sustraer al papa la confirmación de los obispos por lo menos mientras durase la incomunicación con Roma. El discurso de Inguanzo, ya en otra parte elogiado, hizo abrir los ojos a muchos que no habían parado mientes en la gravedad del caso, y los mismos innovadores retrocedieron, temerosos de haber ido mucho más lejos de lo que las circunstancias consentían.

     Tal fue la obra de aquellas Cortes, ensalzadas hasta hoy con pasión harta, y aún más dignas de acre censura que por lo que hicieron y consintieron, por los efectos próximos y remotos de lo uno y de lo otro. Fruto de todas las tendencias desorganizadoras del siglo XVIII, en ellas fermentó, reduciéndose a leyes, el espíritu de la Enciclopedia y del Contrato social. Herederas de todas las tradiciones del antiguo regalismo jansenista, acabado de corromper y malear por la levadura volteriana, llevaron hasta el más ciego furor y ensañamiento la hostilidad contra la Iglesia, persiguiéndola en sus ministros y atropellándola en su inmunidad. Vuelta la espalda a las antiguas leyes españolas y, desconociendo en absoluto el valor del elemento histórico y tradicional, fantasearon, quizá con generosas intenciones, una Constitución abstracta e inaplicable, que el más leve viento había de derribar. Ciegos y sordos al sentir y al querer del pueblo que decían representar, tuvieron por mejor, en su soberbia de utopistas e ideólogos solitarios, entronizar el ídolo de sus vagas lecturas y quiméricas meditaciones que insistir en los vestigios de los pasados, y tomar luz y guía en la conciencia nacional. Huyeron sistemáticamente de lo antiguo, fabricaron alcázares en el viento, y, si algo de su obra quedó, no fue ciertamente la parte positiva y constituyente, sino las ruinas que en torno de ella amontonaron. Gracias a aquellas reformas quedó España dividida en dos bandos iracundos e irreconciliables; llegó en alas de la imprenta libre, hasta los últimos confines de la Península, la voz de sedición contra el orden sobrenatural lanzada por los enciclopedistas franceses; dieron calor y fomento al periodismo y las sociedades secretas a todo linaje de ruines ambiciones y osado charlatanismo de histriones y sofistas; fuese anublando por días el criterio moral y creciendo el indiferentismo religioso, y, a la larga, perdido en la lucha el prestigio del trono, socavado de mil maneras el orden religioso, constituidas y fundadas las agrupaciones políticas no en principios, que generalmente no tenían, sino en odios y venganzas o en intereses y miedos, llenas las cabezas de viento y los corazones de saña, comenzó esa interminable tela de acciones y de reacciones, de anarquía y dictaduras, que llena la torpe y miserable historia de España en el siglo XIX.

     Ahora sólo resta consignar que todavía en 1812 nada había más impopular en España que las tendencias y opiniones liberales, [733] encerradas casi en los muros de Cádiz y limitadas a las Cortes, a sus empleados, a los periodistas y oradores de café y a una parte de los jefes militares. Cómo, a pesar de eso, lograban en el Congreso mayoría los reformadores, no lo preguntará ciertamente quien conozca el mecanismo del sistema parlamentario; pues sabido es, y muy cándido será quien lo niegue, que mil veces se ha visto en el mundo ir por un lado la voluntad nacional y por otro la de sus procuradores. Fuera de que aquellas Cortes gaditanas tuvieron, entre sus muchas extrañezas, la de haber sido congregadas por los procedimientos más desusados y anómalos, no siendo propietarios, sino suplentes elegidos en Cádiz por sus amigos y paisanos, muchos de aquellos diputados; lo cual valía tanto como si se hubieran elegido a sí mismos. Con esto y con haber excluido de las deliberaciones al brazo eclesiástico y al de la nobleza, que por cálculo prudente, seguro tratándose del primero, hubieran dado fuerza al elemento conservador, el resultado no podía ser dudoso, y aquellas Cortes tenían que ser un fiel, aunque descolorido y apagado trasunto, de la Asamblea legislativa francesa. Y, aun suponiendo que la elección se hubiera hecho en términos ordinarios y legales, quizá habría acontecido lo mismo, porque desacostumbrados los pueblos al régimen representativo, ni conocían a los hombres que mandaban al Congreso, ni los tenían probados y experimentados, ni era fácil, en la confusión de ideas y en la triste ignorancia reinante a fines del siglo XVIII, hacer muchas distinciones ni deslindes sobre pureza de doctrinas sociales, que los pueblos no entendían, si bien de sus defectos comenzasen luego a darse cuenta, festejando con inusitado entusiasmo la caída de los reformadores. Bien puede decirse que el decreto de Valencia fue ajustadísimo al universal clamor de la voluntad nacional. ¡Ojalá hubiesen sido tales todos los desaciertos de Fernando VII!



ArribaAbajo

- V -

Literatura heterodoxa en Cádiz durante el período constitucional. -Villanueva («El Jansenismo», «Las angélicas fuentes»). -Puigblanch («La Inquisición sin máscara»). -Principales apologistas católicos: «El filósofo rancio».

     «Ya van a salir del pozo de Demócrito las verdades que hasta aquí estuvieron ocultas y que han de ilustrar a España desde las columnas de Hércules hasta el Pirineo.»

     Por tan altisonante manera anunciaba y ponderaba El Conciso las excelencias y frutos sazonadísimos de la libertad de imprenta decretada por las Cortes. Un enjambre de periódicos, folletos y papeles volantes que apenas es posible reducir a número, se encargaron de poner al alcance de la muchedumbre lo más sustancial y positivo de las nuevas conquistas. De algunos de estos periódicos y libros queda ya hecha memoria; ahora nombraremos algunos más, eligiendo los menos oscuros. [734]

     Predominan los del bando jansenístico. y más que todos hicieron ruido por la antigua fama y buena literatura de su autor y aun por el cargo de diputado, que parecía dar mayor gravedad a sus palabras, los que, desembozándose ya del todo, publicó D. Joaquín Lorenzo Villanueva, tantas veces mencionado en la presente historia. Titúlase el primero El Jansenismo, diálogo dedicado al Filósofo Rancio, y suena como autor Irineo Nistactes. Redúcese a querer probar que el jansenismo, o lo que así se llamaba en España, es un mito y herejía fantástica, cosa de risa, delirio de visionarios y cantinela de necios. Para él no hay más jansenismo que el que se encierra en el Augustinus, de Jansenio, o en las proposiciones de Quesnel. Aconseja, pues, a nuestros teólogos que, en obsequio a la concordia, abandonen tales denominaciones venidas de Francia. Antiguo ardid de enemigos solapados de la Iglesia ponderar mucho las ventajas de la concordia y negar la existencia del mal que habla por boca de ellos. El Filósofo Rancio probó que el tal folleto era una sarta de errores y desvaríos teológicos imperdonables hasta en un principiante, puesto que confunde la voluntad con el albedrío, y la libertad de contrariedad con la de contradicción. En iguales paralogismos, y aun citas inexactas y truncadas, abunda el opúsculo de Las angélicas fuentes o El tomista en las Cortes (2655) que Villanueva escribió para probar que el dogma de la soberanía nacional estaba contenido en la Summa de Santo Tomás, y que los legisladores de Cádiz no habían hecho más que atemperarse a las enseñanzas del Santo, maestro y luz de todos los liberales futuros. A lo cual dio buena y cumplida contestación el P. Puigserver, dominico mallorquín y no vulgar expositor de la doctrina de Santo Tomás, en su obrilla El teólogo democrático, ahogado en «Las angélicas fuentes»..., en que se examina a fondo y se explica el sistema de los antiguos teólogos sobre e origen del poder civil, demostrando que la doctrina política de Santo Tomás destruye de raíz la pretendida soberanía del pueblo y el derecho de establecer leyes fundamentales sin sanción ni conocimiento del príncipe (2656)y (2657). [735]

     De la misma fragua jansenística que los opúsculos de Villanueva salieron el Juicio histórico, canónico, político de la autoridad de las naciones sobre los bienes eclesiásticos (1813), obra de un anónimo de Alicante, que se ocultó con el seudónimo de El Solitario, y la representación, también anónima, contra los Abusos introducidos en la disciplina de la Iglesia, cuyo autor se titula Un prebendado de estos reinos. El Solitario llama sagrados vampiros a las comunidades religiosas; afirma que la Iglesia no tiene el privilegio de la infabilidad en los puntos de disciplina, sino que debe conformarse con las disposiciones políticas; excita a los pueblos a sacudir el yugo de la insensata corte de Roma; aconseja al Gobierno que se eche sobre los bienes de las iglesias y haga una saludable distribución de ellos, y hasta llega a insinuar que el purgatorio es una socaliña de los frailes. (2658)

     Parejas corre con este aborto semiprotestante la exposición que Un prebendado de estos reinos dirige a las Cortes (2659), quejándose de la relajación de la disciplina, de las decretales de Isidoro Mercator y de los dictados gregorianos; implorando la protección real contra el excesivo número de clérigos patrimoniales y de capellanías, contra la inutilidad de los beneficios simples, pensiones y prestameras, la pluralidad de beneficios, la desidia de los curas párrocos, los vicios en la elección de los obispos, la relajación de los cabildos catedrales, etc. Ciertos y positivos eran algunos de los males de que el prebendado se dolía, pero erraba en no buscar su remedio donde canónicamente procedía, en vez de solicitarlo de la autoridad lega e incompetente de las Cortes.

     Entre los escritores que no con máscara jansenística, sino casi de frente, atacaron entonces el catolicismo merece citarse, a par de Gallardo, al catalán D. Antonio Puigblanch, natural de Mataró, antiguo novicio de la cartuja de Montealegre, seminarista de Barcelona después, catedrático de la lengua hebrea en la Universidad de Alcalá (donde imprimió en 1808 una gramática confusa y desordenada, si bien acorde con los principios orchelianos), hombre de no vulgares conocimientos en lenguas orientales e historia eclesiástica y de muy peregrinas y exquisitas noticias en cuanto a la gramática y propiedad de la lengua castellana (2660). Para preparar la abolición del Santo Oficio publicó [736] en 1811 Puigblanch, oculto con el seudónimo de Natanael Jomtob, dieciséis cuadernos, que juntos luego formaron el libro de La Inquisición sin máscara, obra muy superior a la de Llorente, si no por la abundancia de noticias históricas, dado que Puigblanch no logró explotar los archivos del Santo Oficio, a lo menos por la erudición canónica, por el método y por el estilo. Aféanla algunos rasgos de sentimentalismo declamatorio, ni debe tenerse por verdadera historia (se escribió en tres meses), sino por alegato y acusación fiscal apasionada. Dan materia a las principales disertaciones la intolerancia del Tribunal de la Fe en cotejo con el espíritu de mansedumbre del Evangelio, con la doctrina de los Santos Padres y con la antigua disciplina de la Iglesia. El autor sale como puede de los casos de Ananías y Safira y de Elimas, de las cartas de San Agustín al procónsul Donato y a Vincencio. Quiere luego probar que la Inquisición, lejos de contribuir a mantener en su pureza la verdadera creencia, sólo es propia para fomentar la hipocresía, atajar el progreso de las ciencias, difundir errores perniciosos, apoyar el despotismo de los reyes y excitar a los pueblos a la rebelión (¡res mirabilis y contradicción insigne!), como lo prueban los motines que en Italia y Francia y aun en Aragón se opusieron a su establecimiento. Lo restante es sobre el método de enjuiciar del Santo Oficio, que gradúa de atentatorio a los derechos del ciudadano y a la seguridad individual. La argumentación vale poquísimo y peca de trivial, pero las noticias son buenas, y los documentos, mejores. Y además, ¡cosa rara en un libro del año 12!, está escrito en buen castellano, con discreción y gusto, y hasta con relativa templanza, muy extraordinaria y desusada en Puigblanch, mostrándose el autor muy entendido en letras humanas y lector de buenos y castizos libros así españoles como de la antigüedad greco-latina, de los cuales algún buen sabor ha pasado al suyo. Por lo mismo que la traza es artificiosa, y el estilo templado, y el veneno disimulado bajo dulces mieles, hubo de ser más dañoso el efecto de la Inquisición sin máscara. Y de hecho los constituyentes de Cádiz apenas usaron en la discusión más argumentos que los que ese libro les suministraba. Agotada rápidamente la primera edición, y creciendo su fama, tradújole William Walton a lengua inglesa, y el mismo Puigblanch acrecentó la traducción con notas importantes, dejando preparadas otras adiciones al original, que se conservan manuscritas. Idea suya fue e imaginación descabellada, reproducida luego por muchos comentadores del Quijote, la de suponer que en el episodio de la resurrección de Altisidora quiso Cervantes zaherir al Santo Oficio (2661). [737]

     De todos estos y otros más oscuros libelistas revolucionarios dio buena cuenta el célebre dominico sevillano Fr. Francisco Alvarado, de quien ya en capítulos anteriores queda hecha memoria, y que, por decirlo así, personificó la apologética católica en aquellos días, publicando, una tras otra, cuarenta y siete cartas críticas con el seudónimo de El Filósofo Rancio. Apenas hay máxima revolucionaria, ni ampuloso discurso de las Constituyentes, ni folleto o papel volante de entonces que no tenga en ellas impugnación o correctivo. Desde la Inquisición sin máscara hasta el Diccionario crítico-burlesco, desde El jansenismo y Las angélicas fuentes hasta el Juicio de El solitario de Alicante, todo lo recorrió y lo trituró, dejando dondequiera inequívocas muestras de la pujanza de su brazo. Era su erudición la del claustro, encerrada casi en los canceles de la filosofía escolástica; pero ¡cómo había templado sus nervios y vigorizado sus músculos esta dura gimnasia! ¡De cuán admirable manera aquel alimento exclusivo, pero, sano y robustecedor, se había convertido en sustancia y medula inagotable de su espíritu! ¡Con qué claridad veía las más altas cuestiones así en sus escondidos principios como en sus consecuencias más remotas! ¡Qué haz tan bien trabado formaban en su mente, más profunda que extensa, las ideas y cómo las fecundizaba, hasta convertirlas en armas aceradísimas de polémica! No soy de los que admiran su estilo, prolijo, redundante, inculto y desaseado; y ya dije en otra ocasión lo que pensaba de sus gracias, perdonables y aun dignas de aplauso a veces por lo nativas y espontáneas, pero nunca selectas y acendradas, porque rara vez conoció el P. Alvarado la ironía blanda, sino la sátira desecha. Quizá esos mismos donaires que en lo estragado del gusto de entonces le adquirieron tanta fama, y hoy mismo se la conserva entre lectores de buen contentar y gusto poco difícil, le hayan perjudicado, en concepto de jueces más severos, para que con notoria injusticia no se le haya otorgado aún el puesto que como pensador, filósofo y controversista merece. No hay en la España de entonces quien le iguale ni aun de lejos se le acerque en condiciones para la especulación racional. Puede decirse que está solo y que llena un período de nuestra historia intelectual. Es el último de los escolásticos puros y al modo antiguo. Educado en el claustro, no tiene ni uno solo de los resabios del siglo XVIII. Sus méritos y sus defectos son españoles a toda ley; parece un fraile de fines del siglo XVII, libre de toda mezcla y levadura extraña. Él sólo piensa con serenidad y firmeza, mientras todos saquean a Condillac y Destutt-Tracy. En él solo y en el P. Puigserver vive la [738] tradición de nuestras antiguas escuelas. Lo que saben, lo saben bien y a machamartillo, y sobre ello razonan como Dios y la lógica mandan. Saben metafísica y teología, cuando todos han olvidado la teología y la metafísica, y son capaces de llamar a examen una noción abstracta, cuando todos han perdido el hábito de la abstracción. La luz esplendorosísima de los principios del Ángel de las Escuelas irradia sobre sus libros y les comunica la fortaleza que infunden siempre las ideas universales, Mirados desde tal altura, ¡cuán torpe y mezquina cosa parecen el sensualismo condillaquista, única filosofía de entonces, y aquellas retumbantes y farragosas peroraciones del Congreso de Cádiz sobre el Contrato social y la felicidad de los hombres en el estado salvaje! Gloria del P. Alvarado será siempre haber defendido, resucitado casi, para sus contemporáneos y puesto en su verdadera luz los principios de la filosofía de las leyes, en oposición a aquellos absurdos sistemas de organización social que, comenzando por suponer a los hombres dueños de sí mismos en el estado de la naturaleza, con exclusión de toda subordinación y dependencia (2662), los hacían luego formar un pacto por voluntad general, cediendo parte de su libertad, para constituir en esencia la soberanía de la nación, adquiriendo cada uno, sobre todos, los propios derechos que había enajenado de sí mismo. Ciertamente que tan hinchados desvaríos ni aun merecían un P. Alvarado que con la Summa de Santo Tomás los impugnase (2663). [739]
_________________________

NOTAS

2623.       Cf. TORENO, Guerra y revolución de España, ed. Rivadeneyra, p.135.

Anterior


2624.       Carta de un patriota español, que reside disimulado en Sevilla, a un antiguo amigo suyo, domiciliado hoy en Cádiz. Fecha 18 de mayo de 1811 (Cádiz, en la Imprenta Real), folleto de 14 páginas. A él respondió Quintana en otro que se titula: Contestación de D. Manuel José Quintana a varios rumores y críticas que se han esparcido contra él en estos días. Replicó Capmany en una larga y punzante diatriba contra Quintana y su tertulia. Quintana no se lo perdonó, y todavía en una Memoria sobre su proceso y prisión de 1814, que ha visto la luz en sus Obras inéditas (Madrid, Medina, 1872), le llama viejo desalmado (p.211).

     Cf. Manifiesto de D. Antonio de Capmany en respuesta a la Contestación de D. Manuel José Quintana. Cádiz, Imprenta Real, 1811.

Anterior


2625.       Obra de JOVELLANOS. Memoria en defensa de la Junta Central (t.1, ed. de Rivadeneyra, p.555 y 556).

Anterior


2626.       Cf. P. VÉLEZ, Apología del altar. p.108.

Anterior


2627.       Advierte, no sin gracia, el P. Vélez (p.107 t.1) que el mismo día que se presentó el proyecto de libertad de imprenta acordaron las Cortes tomar medidas eficaces para que no se hablase mal de ellas.

Anterior


2628.       Cf. TORENO, Guerra y revolución p.303, que conservó los únicos fragmentos que hoy tenemos de los discursos entonces pronunciados. Cf. además Colección de los decretos y órdenes de las Cortes t.1 p.14ss.

Anterior


2629.       VÉLEZ, Apología del Altar y del Trono, o historia de las reformas hechas en España en tiempos de las llamadas Cortes (Madrid, Repullés, 1851) t.1 p.97.

Anterior


2630.       Decía en su primer número: Ninguna víctima hay más grata a Dios que la del tirano.

Anterior


2631.       Cf. la Gaceta de Comercio de 3 de noviembre de 1810 y los suplementos de 4 y 7 de enero de 1814 y El Conciso de 18 de diciembre de 1810, citados por el P. Vélez, p.124.

Anterior


2632.       Entre los rasgos de impiedad extravagante que por aquellos días se vieron en Cádiz, merece recuerdo la famosa representación que contra los catedráticos del Colegio de Medicina dirigió a las Cortes el Dr. D. Alfonso Santa María, a quien ya la Inquisición había desterrado a Ceuta, años antes, por materialista. Comenzaba la exposición con estas singulares palabras: El hombre es un compuesto de afinidades químicas... Y como le replicase ingeniosamente el Dr. D. Francisco Flores Moreno que, en tal caso, podría el doctor, cuando quisiera, hacer hombres en su laboratorio, corrióse de la burla el Dr. Santa María, y puso por las calles grandes cartelones (para que los leyese la gente mientras pasaba la procesión del Corpus), que a la letra decían: A los manes de Newton y de Buffon, a la Europa sabia y pensadora, a la posteridad. Odi prophanum vulgus et arceo.

     Púsole en ridículo el desagravio aún más que la burla misma. La suerte posterior del Dr. Santa María (gran propagandista francmasónico) fue de lo más extraño y desventurado que puede imaginarse. Caminando, años adelante, de Madrid a Toledo, cayó en poder de unos ladrones, que le quemaron vivo con la paja de una carreta después de robarle cuanto llevaba.

     (Cf. CASTRO [ADOLFO], Cádiz en tiempo de la guerra de la Independencia p.126.)

Anterior


2633.       Cf. la relación de este suceso en TORENO, p.411, y VÉLEZ, p.126 a 134 del t.1.

Anterior


2634.       Publicó allí un periódico literario de breves dimensiones, intitulado El Soplón Diarista de Salamanca.

Anterior


2635.       Tales fueron el Discurso de Mr. Alibert sobre la conexión de la medicina con las ciencias físicas y morales y la higiene, del DR. PRESSAVIN.

Anterior


2636.       Hay once ediciones del Diccionario crítico-burlesco. La que tengo a la vista es de Burdeos, imprenta de Pedro Beaume, 1821.

Anterior


2637.       Impugnación del Diccionario burlesco que contra las leyes divinas y humanas publicará un libertino contra el reglamento de la libertad de imprenta, según ha ofrecido. Se denuncia al gobierno y al público.

Anterior


2638.       Cartazo al Censor General por el autor del Diccionario crítico-burlesco, con motivo de la abortiva impugnación al Diccionario, anunciada por las esquinas en son de excomunión.

Anterior


2639.       Cf. Cádiz en tiempo de la guerra de la Independencia, por D. ADOLFO DE CASTRO (Cádiz 1864), P.120ss, y la Apología del altar, del P. VÉLEZ (t.1 p.134ss).

Anterior


2640.       Cf. Mi viaje a las Cortes, obra inédita de D. Joaquín Lorenzo Villanueva, diputado a Cortes por la provincia de Valencia..., impresa por acuerdo de la Comisión de Gobierno Interior del Congreso de los Diputados. Madrid, en la Imprenta Nacional, 1860, p.348.

Anterior


2641.       Contestación del autor del Diccionario crítico-burlesco a la primera calificación de esta obra, expedida por la junta Censoria de la provincia marítima de Cádiz. Cádiz: en la imprenta Tormentaria, 1812; 77 páginas.

     Entre las autoridades que cita, trae casi traducido el salmo de Sim Agustín contra los donatistas. Saca mucho jugo del libra del P. BONETA Gracias de la gracia.

Anterior


2642.       En el Suplemento del canónigo D. JUAN CORMINAS al Diccionario de escritores catalanes, de TORRES AMAT, hallo la especie de que el P. José Aragonés, lector jubilado de la Orden de San Francisco, publicó en 1813 un Diccionario crítico en oposición al de Gallardo. No tengo otra noticia de tal producción.

Anterior


2643.       Cf. la biografía del conde de Toreno escrita por D. Leopoldo A. de Cueto (p. VII, ed. Rivadeneyra de la Historia del levantamiento, etc.).

Anterior


2644.       Cf. Discursos parlamentarios del conde de Toreno publicados por su hijo. Tomo 1, Cortes de Cádiz (Madrid, imp. de Berenguillo, 1872) p.193.

Anterior


2645.       Cf. para toda esta discusión los Diarios de Cortes de Cádiz t.13 (p.64), 14 (p.212 a 226), 16 (p.113 a 270), y los periódicos de Cádiz de aquellos días, especialmente El Conciso de 30 de julio, el Diario Mercantil de 19 de abril y 28 de julio y El Refactor General del 29 de julio de 1812, además de las obras ya citadas de Vélez y Adolfo de Castro.

     Como de Gallardo no hemos de volver a hablar (como no sea por incidencia y al discurrir acerca de la formación de la sociedad secreta de los comuneros en 1821), conviene aquí dar sucinta idea de su vida literaria y posteriores vicisitudes.

     Gallardo huyó a Londres en 1814, y allí intentó publicar un periódico con el título de Gabinete de Curiosidades, que fracasó por la acerba oposición de Puigblanch y otros emigrados españoles. De las empresas bibliománicas de Gallardo en las librerías de Mr. Heber y otros ingleses, queda larga y picaresca, aunque no edificante, memoria en la biografía satírica de nuestro héroe, atribuida generalmente a D. Adolfo de Castro.

     La revolución de 1820 volvió a abrir a Gallardo las puertas de su patria; pero en el período constitucional de los tres años figuró poco y en lugar muy secundario, sin duda por las increíbles singularidades de su carácter. Sostuvo entonces acerba y personal polémica con el clérigo afrancesado D. Sebastián Miñano, publicando contra él un folleto intitulado Carta-Blanca, que fue contestado con muy sangriento donaire en el número 47 de El Censor. Siguiendo Gallardo la retirada de los constitucionales a Cádiz, perdió en el tumulto de 13 de junio de 1823 (día de San Antonio) sus mayores riquezas bibliográficas y lo más granado de sus apuntes, trabajos y libros proyectados (entre ellos, y si hemos de creerle, un Diccionario rítmico, Diccionario de Autoridades, Gramática filosófica de la lengua española, Historia crítica del ingenio español, Vida de Tirso de Molina, Diccionario ideo-pático, Teatro antiguo, El Pindo español y otra infinidad de producciones en embrión, que muchos gradúan de mitológicas y fantásticas); pérdida que él exageró luego, hasta suponer que todo libro o manuscrito raro que acertaba a ver había pertenecido a su biblioteca y se le había perdido el día de San Antonio.

     En los diez años de gobierno absoluto, la suerte de Gallardo fue calamitosa, viéndose ya preso en las cárceles de Sevilla, ya confinado en Castro del Río, ya estrechamente vigilado por las autoridades, aunque en libertad. Pero así que tuvo algún respiro, volvió a dar muestra de sí en folletos acerbos y personales, si bien de índole literaria, cuales fueron Cuatro palmetazos bien plantados por el dómine Lucas a los gaceteros de Bayona (1830), que es una diatriba contra Lista y Reinoso; Las letras, letras de cambio o los Mercachifles literarios (1834) (atroz libelo contra Hermosilla Miñano, Lista y Burgos, que le acarreó una causa criminal, en que fue defendido por el entonces joven abogado D. Salustiano Olózaga).

     En 1835 estampó hasta cinco números (hay otros tres póstumos) de El Criticón, papel volante de literatura y bellas artes, que contiene peregrinas noticias bibliográficas, reproducciones de piezas antiguas y, a vueltas de todo, virulentas dentelladas contra Reinoso, Quintana, Durán y otros.

     Políticamente, Gallardo se fue oscureciendo cada vez más, y sólo volvió a sonar su nombre en un escándalo parlamentario (que terminó en ruidosa cachetina) promovido por él en 1838 cuando se quiso suprimir su plaza de bibliotecario de las Cortes. Antes había hecho una saladísima rechifla del célebre discurso de Martínez de la Rosa (1837) en que enalteció el programa de paz, orden y justicia.

Desde entonces, la vida de Gallardo pertenece exclusiva y enteramente a las letras. [709] Estudió y expolió todo género de bibliotecas públicas y particulares, fue admirado y temido por cuantos poseían libros y amontonó joyas bibliográficas sin número en su dehesa de la Alberquilla, cerca de Toledo. Ya viejo, trabó asperísima polémica con D. Adolfo de Castro y con D. Serafín Estébanez Calderón a propósito de El buscapié, del primero. Quedan por monumentos de esta ingeniosa, descomedida y casi inverosímil contienda los opúsculos titulados Zapato a zapatilla, y a su falso buscapié, un puntillazo (de GALLARDO). El buscapié del busca-ruido (del médico asturiano don INDEFENSO MARTÍNEZ, editor de Huarte y Doña Oliva, íntimo de Gallardo), las Cartas dirigidas desde el otro mundo a D. Bartolo Gallardete por Lupianejo Zapatilla (ADOLFO DE CASTRO) y las Aventuras literarias del iracundo bibliopirata extremeño, etc. (compuestas por él mismo). Queda, sobre todo, aquel arrogante soneto de D. Serafín Estébanez Calderón:

        Caco, cuco, faquín, bibliopirata...,

que por lo acabado y singular de su rara estructura vivirá siempre en la memoria de los aficionados a las letras humanas de toda la maleante grey de los bibliófilos españoles.

     Los disgustos que esta polémica trajo sobre Gallardo, y especialmente las resultas del juicio de conciliación a que le llamó Estébanez Calderón por haberle apellidado Aljami Malagón Farfulla, aceleraron su muerte, que le sorprendió en una posada de Alcoy en septiembre de 1852. Es tradición que murió impíamente, como había vivido.

     Sus opúsculos están sin coleccionar. Dejó infinitas papeletas bibliográficas, de las cuales (muy aumentadas con labor propia) han formado los Sres. Zarco del Valle y Sancho Rayón su Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, premiada por la Biblioteca Nacional (t.1 y 2, 1863 y 1867), que puede estimarse por el más rico e insigne trabajo bibliográfico de nuestros días. Las rarezas del carácter de Gallardo y sus inauditas maneras de adquirir libros peregrinos requerirían un libro entero, no menor que éste para su enumeración.

     Cf. la citada biografía satírica de Adolfo de Castro (Lupián Zapata), Cádiz, 1851, imprenta de D. Francisco Pantoja, y la que en el Semanario Pintoresco publicó (seriamente) en 1853 D. Luis María Ramírez de las Casas Deza. Cf. además las noticias recogidas por D. Leopoldo A. de Cueto en el t.3 de los Poetas líricos del siglo XVIII (p.700 a 704), donde coleccionó todas las poesías de Gallardo que llegaron a sus manos, notables alguna y dignas del buen tiempo por la gallardía del lenguaje.

Anterior


2646.       Discusión del proyecto de decreto sobre el Tribunal de la Inquisición. Cádiz, en la Imprenta Nacional, 1813; 4º, 694 páginas (en él está reunido todo lo que concierne a Inquisición en los t,16 y 17 del Diario de Cortes).

Anterior


2647.       Especialmente de la Memoria sobre 1a opinión nacional en España acerca del Santo Oficio,

Anterior


2648.       Regnu en el original (N. del E.).

Anterior


2649.       Y apologista de la Inquisición en su Carta al obispo Grégoire. Para defenderse de la inconsecuencia, dijo Villanueva en las Cortes de Cádiz que él no había querido defender los procedimientos de la Inquisición, sino solamente la unidad religiosa.

Anterior

2650.       VILLANUEVA, Mi viaje a las Cortes (Madrid 1860) p.32ss.

Anterior


2651.       Bien claro lo vio el P. Ceballos, que aquel mismo años compuso unas Observaciones sobre la reformación eclesiástica de Europa. Obra que dejó escrita Fr. Fernando de Ceballos, monje jerónimo; la qual puede ser de mucha utilidad para la reforma que actualmente se anuncia en España. Madrid, 1812, por la Viuda de Barco; 12º, 277 páginas. Cf. además la Apología del Altar, del P. VÉLEZ (p.356 a 381).

Anterior


2652.       Cf. P. VÉLEZ, Apología del Altar, t.1 p.306 a 355.

Anterior


2653.       Instrucción pastoral de los Ilmos. Sres. Obispos de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona, al clero y pueblo de su diócesis. Mallorca, imprenta de Brusi, 1813; 4º.

     -Hay otra edición de esta obra, hecha en Valencia, 1814, 4º, con el título de Pastoral de los Rdos. Obispos refugiados en la isla de Mallorca, aumentada con la colección de representaciones de dichos prelados.

     Hay, finalmente, una reimpresión textual de la primera edición, que dice: «Impresa en Mallorca, reimpresa en Málaga en 1813, por D. F. Martínez.-Cf. Hidalgo.

Anterior


2654.       De todos estos proyectos sobre materia disciplinaria, da larga cuenta y razón el P. Vélez en el primer tomo de su Apología (passim). En vano sería buscarlos en otra parte que allí y en los Diarios de Cortes. Falta una historia extensa, imparcial y verídica de aquel Congreso. El conde de Toreno, tan digno de loa por lo austero, solemne y robusto de su estilo, es parcialísimo, amén de incompleto, en toda la parte política de su Historia, y no sólo omite o desfigura hechos importantes, sino que deja en la sombra todos los desaciertos y flaquezas de las Cortes, colma de elogios sin restricciones a todos los prohombres del bando liberal y amengua cuanto puede los méritos y razones de sus contrarios, cuando no los deja en absoluto olvido, haciendo, en suma, obra de panegirista y de abogado diestro más que de historiador. ¡Lástima grande que la perfección y hermosura de su estilo haya dado perpetuidad, como de bronce o mármol antiguo, a tantos juicios apasionados o falsos! En cuanto al Viaje de VILLANUEVA, colección de chismes y murmuraciones, útil para conocer la parte secreta de aquellos acaecimientos, que rebajan no poco el nivel moral de cuantos en ellos intervinieron, es, por lo demás, un librejo baladí, pensado sin ninguna elevación y de farragosa y casi imposible lectura.

Anterior


2655.       Cádiz, imp. de D. Diego García Campoy, 1813; 4º Hay otra edición posterior en una colección de folletos progresistas que publicaron D. Rafael M. Baralt y D. N. Fernández Cuesta,

Anterior


2656.       Mallorca, imp. de Felipe Guasp, imp. del Santo Oficio, 1815; 4º, 100 páginas.

     Publicó además el P. PUIGSERVER Contestación al artículo inserto en los números 581 y 584 del «Redactor General», contra la demostración de la falsedad con que se atribuye a Santo Tomás la doctrina de las «Angélicas Fuentes» (Palma, imp. de Brusi, 1813, 4º). Cf. BOVER, Biblioteca de Escritores baleares t.2 p.197 a 199. El P, Puigserver, cuya obra más importante es la Pbilosophia Scti. Thomae Aquinalis, auribus huius temporis accommodata, vivió desde 1745 a 1821.

Anterior


2657.       Durante el primer período constitucional hubo en Mallorca una publicación de subido tinte liberal y jansenista (como entonces se decía), la Aurora Patriótica Mallorquina, de que fue principal redactor el capuchino secularizado D. José Badía (pariente del célebre viajero y orientalista del mismo apellido), juntamente con D. Miguel de Victorica, fiscal de la Inquisición, D. Guillermo Montis, jefe político de la isla, y D. Joaquín de Porras, brigadier de Artillería.

     De Badía es también un folleto titulado Bosquejo de los fraudes que las pasiones de los hombres introdujeron en nuestra religión. Emigrado en París después de 1814, tuvo íntimo trato con el famoso arcediano Cuesta. En 1849 hallábase de cura párroco [735] en Fontenay, departamento de Loyret. (Cf. el Suplemento de CORMINAS al Diccionario de escritores catalanes, de TORRES AMAT, p.22-23.)

Anterior


2658.       El P. Alvarado dedicó la mayor parte del t. 4º de sus Cartas a fustigar al autor de este impío folleto.

Anterior


2659.       Abusos introducidos en la disciplina de la Iglesia, y potestad de los príncipes en su corrección, que a la soberanía de la nación en sus Cortes generales ofrece, por mano del Exento. Sr. Secretario de ellas, un Prebendado de estos Reynos. Madrid, imp. de Ibarra, setiembre de 1813; 4º, 99 páginas.

Anterior


2660.       Según la partida de bautismo publicada por mi querido maestro D. Joaquín Rubió y Ors en su Breve reseña del actual renacimiento de la lengua y literatura catalanas (Memorias de la Real Academia de Bellas Letras de Barcelona t. 3, p.149), Puigblanch nació en Mataró en 3 de febrero de 1775. El apellido de su padre era Puig, y el de su madre, Blanch, aunque él los unió. Cf. los artículos bibliográficos (muy incompletos) que dedican a Puigblanch el obispo TORRES AMAT, en su Diccionario de escritores catalanes y D. JUAN CORMINAS en el Suplemento y lo mucho que el mismo Puigblanch dice de sí en los Opúsculos gramático-satíricos (passim).

Anterior


2661.       La Inquisición sin máscara, o disertación en que se prueban hasta la evidencia los vicios de este tribunal y la necesidad de que se suprima. Por Natanael Jomtob. Cádiz, en la imprenta de D. Josef Niel, año de 1811; 493 páginas, 4º Por apéndice lleva, en 48 páginas de foliatura distinta, la Carta del Venerable D. Juan de Palafox, obispo de la Puebla de los Ángeles y de Osma, al Inquisidor General D. Diego de Arce y Reinoso, Obispo de Plasencia, en que se queja de los alentados cometidos contra su dignidad y persona por el Tribunal de Inquisición de México. Dala a luz [737] con notas el autor de «La Inquisición sin máscara». Cádiz, imprenta de D. Diego García Campoy, año de 1813.

     Un ejemplar adicionado y corregido de mano de Puigblanch se guarda en la Biblioteca Nacional. En muchas cosas se conforma con la traducción inglesa (The Inquisition unmasked, by D. Antonio Puigblanch translated from the autbor's larged copy by William Walton Esq. London, 1816). Dos tomos en 4º, de más de 900 páginas, con 11 estampas. Cf. el catálogo de sus escritos que Puigblanch insertó al fin de los Opúsculos gramático-satíricos.

Anterior


2662.       Discurso del diputado Gordillo en la sesión de 26 de junio de 1810, impugnado por el Rancio en las cartas 4, 5, 6 y 7. Es extraordinaria y merece atento estudio la influencia del Contrato social en las discusiones de nuestras Constituyentes de 1810.

Anterior


2663.       Cartas Críticas que escribió el Rmo. P. Maestro Fr. Francisco Alvarado, del Orden de Predicadores, o sea el Filósofo Rancio, en las que con la mayor solidez, erudición y gracia se impugnan las doctrinas y máximas perniciosas de los nuevos reformadores, y se descubren sus perversos designios contra la Religión y el Estado. Obra utilísima para desengañar a los incautamente seducidos, proporcionar instrucciones a los amantes del orden y desvanecer todos los sofismas de los pretendidos sabios. Tomo I. Contiene las diez primeras cartas. Con licencia, Madrid, imprenta de E. Aguado, 1824; 4º, XVI + 348 páginas (con el retrato del autor). Contiene la impugnación del pacto social, la de un discurso de Argüelles sobre diezmos, la de algunos artículos de El Conciso y la de La Inquisición sin máscara.

     Tomo 2: Contiene desde la carta 11 hasta la 24 (impugnación del jansenismo, de VILLANUEVA, y del Diccionario crítico-burlesco, de GALLARDO, apología de la pastoral de los obispos refugiados en Mallorca, observaciones sobre el proyecto de decreto de tribunales protectores de la fe); 520 páginas.-Tomo 3 (1825): Contiene las cartas 25ss hasta la 37 (reflexiones sobre la reforma de regulares e impugnación del dictamen de la comisión de Cortes sobre este asunto); 504 páginas.-Tomo 4: Contiene desde la carta 38 hasta la 47 (impugnación del Solitario de Alicante sobre bienes de la Iglesia, proyecto de constitución filosófica, parodia de la de Cádiz, etc., etc.); 462 páginas con un suplemento, que contiene en otras 51 un Diálogo entre dos canónigos de Sevilla, y dos artículos comunicados al Procurador general de la nación y del rey (Madrid, 1825, imprenta de D. Miguel de Burgos).

     El P. Alvarado nació en Marchena el 25 de abril de 1756; a los diecisiete años tomó el hábito en San Pablo, de Sevilla. Siendo lector de Artes compuso las Cartas aristotélicas. Cuando murió en 31 de agosto de 1814 era consejero de la Suprema Inquisición.

     Para completar las obras del P. Alvarado debe añadirse a los cinco tomos, tantas veces reimpresos, y que todavía conservan su antigua popularidad, uno de Cartas inéditas publicado en 1847 (imp. de D. José Félix Palacios), que contiene once cartas dirigidas al que fue después cardenal Cienfuegos.

     Trátase en ellas de los proyectos de concilio nacional, de la Inquisición, de la instrucción pública, de la libertad de imprenta, de la Constitución tradicional de España, del juicio por jurados, de la reforma conventual, del teatro, etc.

     El P. Alvarado, con noble libertad cristiana, sostiene sin rebozo teorías que en otro podrían calificarse de liberales; defiende el jurado, truena contra las rentas estancadas [739] y el sistema prohibitivo y admite la intervención del pueblo en la formación de las leyes.