Capítulo IV

Artes mágicas, hechicerías y supersticiones en los siglos XVI y XVII.

I. Las artes mágicas en las obras de sus impugnadores: Francisco de Vitoria, Pedro Ciruelo, Benito Pererio, Martín del Río. -II. Principales procesos de hechicería. Nigromantes sabios: el Dr. Torralba. Las brujas de Navarra. Auto de Logroño. -III. La hechicería en la amena literatura.

     Abre la serie de los impugnadores españoles de la magia en el siglo XVI el nombre ilustre del Sócrates de la teología española, del maestro de Melchor Cano: Francisco de Vitoria, que trató de la hechicería, con su habitual discreción y brevedad, en una de sus Relectiones Theologicae (2086), opinando que son por la mayor parte falsos y fingidos los prodigios que se atribuyen a los nigromantes y que no suelen pasar de prestigio e ilusión de los ojos. Con todo eso, admite la existencia de una magia preternatural, que no procede por causas y modos naturales, sino por virtud y poder inmaterial, el cual no puede ser de los ángeles buenos, sino de los demonios. Niega que los magos puedan hacer verdaderos milagros, pero les concede cierto poder sobre los demonios, y nunca sobre las almas de los muertos. Toda la eficacia de la magia se funda en el pacto hecho y firmado con el demonio. Mediante él, y por el movimiento local, puede trasladarse con suma celeridad un cuerpo a largas distancias y aun alterarse la materia y las naturalezas corpórea aplicando lo activo a lo pasivo.

     De las brujas de Navarra trató largamente Fr. Martín de Castañega, franciscano de la provincia de Burgos, en su rarísimo Tratado de las supersticiones, hechicerías y varios conjuros y abusiones, y de la posibilidad y remedio dellos (2087); pero mucho más conocido e importante es el libro de Pedro Ciruelo, egregio matemático y filósofo, autor del primer curso de ciencias exactas que poseyó España y lumbrera de las Universidades de París y Alcalá; hombre de espíritu claro y limpio de preocupaciones, a la vez que de natural cándido y de piedad sincera y acrisolada. [252] Su obra se titula Reprobación de las supersticiones y hechicerías (2088), y, aunque menos docta y rica en noticias que la de Martín del Río, tiene para nosotros más interés por referirse exclusivamente a las cosas de España; como que el autor quiso que su libro sirviera de antídoto aun a los pobres y humildes y fuera como un apéndice a la Suma de confesión, que antes había recopilado. De aquí que lo escribiera en lengua vulgar y que, en vez de remontarse con afectada erudición a los orígenes de las artes supersticiosas o de perderse en intrincadas y sutiles cuestiones escolásticas, no apartara un momento los ojos de la cuestión práctica y describiera fielmente el estado de la hechicería y de las ciencias ocultas en su país y en su tiempo; no el que habían tenido en Grecia y Roma o el que tenían en Alemania. Su objeto es impugnar y desterrar «muchas maneras de vanas supersticiones y hechicerías que en estos tiempos andan muy públicas en España». No hay ningún libro sobre la materia que tenga tanto valor histórico. En cuanto a los argumentos y razones, él mismo confiesa que los toma de San Agustín (1.2 de doctrina christiana, 1.4 De las confesiones y en los De civitate Dei), de Santo Tomás (2-2 q. 92 a 96), de Guillermo de París y de Gersón, sin poner casi na a de propia phantasía. Procuraremos compendiar más bien las noticias que la doctrina.

     El primer mandamiento es el más santo y excelente de todos, y los pecados más abominables son los que se cometen contra él. Tales son las supersticiones y hechicerías que aprenden y ejecutan los discípulos del diablo, padre de toda vanidad y mentira. Muchas de estas prácticas son restos de la antigua idolatría, o más bien una idolatría cubierta y disimulada, un culto demoníaco. Todo efecto que se consigue con palabras o acciones que no tienen virtud natural para producirle, debe calificarse de diabólico, dado que no puede proceder ni de causas naturales, ni de Dios, ni de los ángeles buenos, que no se aplacen en tales vanidades. Ha de intervenir, pues, forzosamente pacto expreso o tácito en esas operaciones.

     Dos maneras principales hay de supersticiones; se emplean las unas para saber algunos secretos que por razón natural no se puede o es muy difícil alcanzar; tienen por fin las otras lograr algunos bienes o librarse de ciertos males. Las primeras se llaman propiamente divinatorias, y comprenden a nigromancía, en que media pacto expreso e invocación del diablo, y la geomancía, quiromancía, piromancía, etc., en que no interviene [253] plática o habla con el enemigo malo. En la segunda especie entran los conjuros, ensalmos y hechicerías.

     Ciruelo atribuye la invención de la nigromancía a Zoroastro y a los magos de Persia, y añade: «Es arte que en tiempos pasados se ejercitó en nuestra España, que es de la misma constelación que la Persia, principalmente en Toledo y Salamanca. Mas ya por la gracia de Dios y con la diligencia de los príncipes y prelados católicos está desterrada de todas las principales ciudades, aunque no del todo».

     Para hacer las invocaciones usan los nigromantes ciertas palabras y ceremonias, sacrificios de pan y viandas, sahumerios con diversas hierbas y perfumes. Unos llaman al diablo trazando un círculo en la tierra; otros, en una redoma llena de agua, o en un espejo de alinde, o en piedras preciosas, o en las vislumbres de las uñas de las manos. A veces se aparece el demonio en figura de hombre, y el nigromante le ve y habla con él. A veces viene en figura de ánima ensabanada que dice que anda en pena. En otras ocasiones se presenta en forma de perro, de gato, de lobo, de león o de gallo, y por ciertas señas se hace entender del mágico, o bien se encierra en el cuerpo de algún hombre o animal bruto, y vive y habla en él, o mueve la lengua de los cadáveres, o se aparece en sueños, o hace estruendo por la casa y señales en el aire, en el río, en el fuego o en las entrañas de las reses carniceras. Y aún no están agotados todos los modos y variedades.

     El principal es el arte de las brujas, o xorguinas, que, «untándose con ciertos ungüentos y diciendo ciertas palabras, van de noche por los aires y caminan a lejanas tierras a hacer ciertos maleficios». Pero Ciruelo no admite la realidad de todos estos casos, y piensa que muchas veces las brujas no se mueven de sus casas, sino que el diablo las priva de todos sus sentidos y caen en tierra como muertas, y ven en sus fantasías y sueños todo lo que luego refieren haberles acontecido. El buscar así una explicación natural y poner en duda la veracidad de muchos casos era ya un evidente progreso en la manera de considerar la brujería, y podía arrancar, y arrancó, de las garras de la ley a muchas infelices.

     Cuando las brujas caían en ese estado de sopor, observábanse en ellas fenómenos muy semejantes a los del espiritismo y mesmerismo. Se les desataban las lenguas y decían muchos secretos de ciencias y artes, que pasmaban no sólo a los simples, sino a los mayores letrados; y algunas de ellas eran tenidas por profetas, como que alegaban autoridades de la Sagrada Escritura, con un sentido contrario del que la Iglesia tiene recibido.

     Ni faltaban en el siglo XVI lo que hoy llaman espíritus frappants o golpeadores, pues nuestro autor nos enseña que el diablo puede entrar muchas veces en casas de personas devotas y en monasterios de frailes y monjas, y para inquietarlos «hacer ruidos y estruendos, dar golpes en las puertas y ventanas, [254] tirar piedras, quebrar ollas, platos y escudillas y revolver todas las preseas de casa, sin dejar cosa en su lugar».

     Los remedios que da para tales incomodidades no pueden ser más piadosos: con verdadera contrición y purificaciones y exorcismos, ramos, candelas y agua bendita y con la devoción al ángel custodio no hay que temer los asaltos del enemigo nocturno.

     Entre las cosas que por adivinación y pacto diabólico se aprenden hay muchas que la razón natural puede alcanzar; pero, huyendo los hombres del estudio y trabajo de las ciencias, se dieron a las prácticas divinatorias, y especialmente a la falsa astrología, que conviene con la verdadera no más que en el nombre. Y Ciruelo, que era astrólogo y matemático, extiende tanto los confines de su ciencia, que le concede el averiguar «si el niño nacido será de bueno o de rudo ingenio para las letras o para las otras artes y ejercicios», cosa que, por ningún lado que se mira, entra en los canceles astronómicos y es tan superstición como las que censura; sus mismas palabras le condenan: «Es vanidad querer aplicar las estrellas a cosas que no pueden ser causa». En ninguna manera consiente que por los movimientos y aspectos de los planetas pueda juzgarse de las cosas que acaecerán en el camino o de la suerte de los juegos de azar, ni menos del corazón y voluntad del hombre, que es mudable y libre.

     Enlazadas con la astrología están otras artes, «que adivinan por los elementos y cuerpos de acá abajo», y son: la geomancía, que cuenta los puntos y líneas trazados en la tierra o en un papel; la hidromancía, que procede derritiendo plomo, cera o pez sobre un vaso lleno de agua y adivinando por las figuras que allí se forman; la aerimancía, por la cual «los vanos hombres paran mientes a los sonidos que se hacen en el ayre cuando menea las arboledas del campo o cuando entra por los resquicios de puertas y ventanas»; la piromancía, que observa atentamente el color, la disposición y el chasquido de la llama; la espatulamancía, o adivinación por los huesos de la espalda puestos cabe el fuego hasta que salten o se hiendan; la quiromancía, por las rayas de la mano; la sortiaría, por cartas, naipes o cédulas. «Otros hacen las suertes con Psalmos del Psalterio, otros con un cedazo y tijeras adivinan quién hurtó la cosa perdida o dónde está escondida». Aun de las suertes buenas es poco amigo Pedro Ciruelo, y no gusta de que se eche a cara o a cruz nada, porque «parece que es tentar a Dios en cosa de poca importancia y sin necesidad»; y sólo admite que estas suertes se hagan para evitar cuestiones y rencillas.

     De agüeros distingue tres especies: 1.ª, según el vuelo o canto de las aves o el encuentro fortuito de alguna alimaña: 2.ª, según los movimientos del cuerpo; 3.ª, según las palabras que se oyen al pasar. [255]

     No menos reprueba la oneirocrítica, u observancia de los sueños, que sólo pueden proceder de causa natural, moral o teologal, sin que sea nunca lícito juzgar por ellos de las cosas de fortuna.

     En las pruebas judiciales, así la caldaria como la del desafío, no ve más que barbarie y un querer tentar a Dios, aconteciendo, además, que muchas veces el culpado escapa del peligro y queda salvo (2089).

     En el segundo grupo de artes mágicas tenemos en primer lugar el arte notoria, con la cual dicen que se puede alcanzar ciencia infusa y sin estudiar, como la alcanzó el rey Salomón, que por medio de ella aprendió todas las ciencias humanas y divinas en una noche y luego dejó escrito en un librillo mágico el modo de adquirirlas. Y ésta es la Clavicula Salomonis, tan famosa en los siglos medios, para usar de la cual era menester un noviciado de oraciones y ayunos. El libro, tal como circulaba en el siglo XVI, contenía ciertas figuras y oraciones, que debían ser recitadas en los siete primeros días de luna nueva al apuntar el sol por la mañana. «Y hechas estas observancias tres vezes en tres lunas nuevas, dizen que el hombre escoja para sí un día en que esté muy devoto y aparejado. Y a la hora de tercia esté solo en una yglesia o hermita, o en medio de un campo, y puestas las rodillas en tierra, alzando los ojos y las manos al cielo, diga tres veces aquel verso Veni, Sancte Spiritus... Y dizen que luego de súbito se hallará lleno de ciencia».

     Pero tales experiencias no carecían de peligro, y Ciruelo nos enseña que a muchos de estos escolares del arte notoria los arrebató el diablo en un torbellino y los llevó arrastrando por la tierra y por el agua, dejándolos para toda la vida lisiados e incurables.

     Para lograr riquezas y ser afortunados en amores usaban otras cédulas escritas en papel o pergamino virgen, suspendiéndolas a veces del quicio de sus puertas o enterrándolas en sus huertas, viñas y arboledas para atraer la fertilidad sobre ellas. Al mismo propósito se encaminaban ciertos amuletos de plata oro, semejantes a los phylacteria de los priscilianistas, y enlazados con supersticiones siderales.

     Mayor era en España la plaga de los ensalmadores, que ya con palabras, ya con nóminas, pretendían curar las llagas y heridas de hombres y bestias. «Algunos dicen que la nómina [256] ha de estar envuelta en cendal o en seda de tal o cual color. Otros que ha de estar cosida con sirgo o con hilo de tal o tal suerte. Otros que la han de traer colgada al cuello en collar de tal o tal manera. Otros que no se ha de abrir ni leer porque no pierda la virtud... Otros miran si las cosas que ponen son pares o nones, si son redondas o tienen esquinas de triángulo o cuadrado... porque dicen que mudada la figura o el número, se muda la virtud y operación de la medicina». Pedro Ciruelo no admite ningún género de remedios vanos y supersticiosos; sostiene que tales cosas para nada aprovechan ni son más que temeridad o concierto con el diablo, y lo único que aconseja es levantar a Dios los ojos y ponerse en manos de un buen médico, que sin nóminas y ensalmos, sino por vía natural, nos cure. Ni siquiera le parece bien la aplicación de las reliquias de los santos; y hoy mismo nos asombra que dejase pasar sus palabras sin correctivo, y en tantas ediciones, el Santo Oficio. «De cierto -escribe- sería cosa más devota y más provechosa que pusiesen las reliquias en las iglesias o en lugares honestos... Y esto por tres razones: La una es porque ya en este tiempo hay mucha duda y poca certidumbre de las reliquias de los santos, que muchas dellas no son verdaderas. La otra razón es porque ya sean verdaderas reliquias, no es razón que ellas anden por ahí en casas y en otros lugares profanos. La tercera razón, porque los más de los que las traen tienen vana imaginación de poner esperanza en cosas muertas». (Fol. 45.) ¡Con tal audacia se escribía a los ojos de los celadores de la fe en pleno siglo XVI y después de la Reforma, y por un hombre piadosísimo!

     Peores y más diabólicos que todos los hasta aquí referidos, por ser además pecados contra la caridad y ley de natura, eran los maleficios que se ordenaban «para ligar a los casados... o para tollir o baldar a otro de algún brazo o pierna», o hacerle caer en grave enfermedad; a cuya especie de hechicerías se reduce la del mal de ojo, que Ciruelo tiene la debilidad de admitir, explicándolo ya por vía natural, ya por influjo diabólico. Para él es cosa cierta que algunos hombres tienen el triste privilegio de inficionar a otros con la vista, especialmente a los niños ternezuelos y a los mayores de flaca complexión; pero en ninguna manera a las bestias, «por la diversidad de las complisiones». Para sanar de este maleficio solía llamarse a las desaojaderas, que quitaban unos hechizos con otros; pero Ciruelo lo reprueba altamente como una superstición nueva, tan peligrosa como las restantes.

     También es opinión vana y de gentiles la de los días aciagos, por más que el descuido de los prelados dejara imprimir en los breviarios, misales y salterios ciertos versos en que esta distinción se declaraba, siendo como es manifiesta herejía decir que parte alguna del tiempo sea mala y que las obras humanas estén sujetas a las horas del día y a las constelaciones del cielo. [257]

     Duraban en el siglo XVI, como duran hoy, los saludadores o familiares de Santa Catalina y de Santa Quiteria, que con la saliva y el aliento curaban el mal de rabia (2090). Y con e11os compartían el aplauso y favor del vulgo sencillo otros tipos, hoy perdidos: los sacadores del espíritu, los conjuradores de ñublados (antiguamente tempestarii) y los descomulgadores de la langosta Los primeros eran exorcistas legos, que «con ciertos conjuros de palabras ignotas y otras ceremonias de yerbas y sahumerios de muy malos olores, fingen que hacen fuerza al diablo y lo compelen a salir, gastando mucho tiempo en demandas y respuestas con él, a modo de pleito o juicio». Otro tanto hacían, pero en términos aún más forenses, los descomulgadores de la langosta y del pulgón. Aparecía cualquiera de estas calamidades en un pueblo, desvastando sus viñas, trigos y frutales, e ipso facto se hacía llamar al conjurador. Sentábase éste en su tribunal, y ante él comparecían dos procuradores: uno por parte del pueblo, pidiendo justicia contra la langosta; otro en defensa de esta alimaña. Exponían uno y otro sus razones, hacían sus probanzas, y el conjurador sentenciaba, mandando salir a la langosta del término de aquel lugar dentro de tantos o cuantos días, so pena de excomunión mayor latae sententiae. Pedro Ciruelo se esfuerza en probar muy cándidamente que «es operación de vanidad el armar pleyto y causa contra criaturas brutas, que no tienen seso ni razón para entender las cosas que les dicen», y que la sentencia de excomunión contra ellas no es justa, «porque ellas no tienen culpa alguna mortal ni venial en lo que hacen, ni tienen libre voluntad para cumplir el mandamiento».

     Los conjuradores de nublados hacían creer al pueblo que en la tempestad caminaban los diablos y que era preciso lanzarlos con palabras y ceremonias del país que amenazaban; a lo cual nuestro autor responde que, «de cient mil nublados, apenas en uno dellos vienen diablos»; antes proceden todos de causas naturales, que largamente, aunque con errores meteorológicos, explica.

     Completan el escaso número de prácticas supersticiosas registradas en este libro ciertas oraciones temerarias (2091) y la creencia de las almas en pena, que el autor tiene por manifiesto engaño y trapacería, «pues nunca ánima de persona defuncta torna a se convertir en cuerpo de persona viva»; y, si alguna vez Dios, por altos designios permite apariciones, no es en cuerpo real, sino «fantástico y del aire».

     Tal es el libro del geómetra de Daroca, prueba la más fehaciente de la ninguna importancia y escasa difusión de las artes [258] mágicas en España. Compárese con cualquiera de los libros escritos sobre el mismo asunto en Alemania, con el Malleus maleficarum por ejemplo, y se palpará la diferencia. Obsérvese cuán de pasada habla Ciruelo de la nigromancía propiamente dicha y de las xorguinas o brujas, cuán poco se dilata en la astrología judiciaria y en todo lo que pudiéramos llamar ciencias ocultas, y cómo, por el contrario, insiste de preferencia en costumbres casi anodinas, como hoy se diría, en prácticas y ritos de la gente del campo, que procedía más por ignorancia que por impiedad o malicia. ¡Feliz nación y sigo feliz aquél, en que la superstición se reducía a curar la rabia con ensalmos o a conjurar la langosta!

     Los dos insignes jesuitas Benito Perer (Pererius) y Martín del Río no escribieron para España sola, sino para todo el mundo cristiano, y sus tratados son más didácticos que históricos. El primero, conocido entre nuestros filósofos por su elegante y metódico libro De principiis y por el De anima, todavía inédito, en que manifiesta tendencias a la conciliación platónico-aristotélica de Fox Morcillo, intercaló en su comentario sobre Daniel un breve y perspicuo tratado, Adversus fallaces et superstitiosas artes, id est, de Magia, de observatione somniorum et de divinatione astrologica, que luego se ha impreso por separado (2092). Distingue cuidadosamente la magia natural de la diabólica y tiene por falsedad y mentira mucho de lo que se cuenta de los magos. Sólo exceptúa los prodigios narrados en los sagrados Libros y en historias eclesiásticas dignas de fe y a duras penas quiere admitir la existencia de las brujas (2093). En cuanto a las apariciones de almas en pena, totalmente las rechaza como fabulosas o simuladas y aparentes. Toda su erudición es de cosas antiguas y clásicas; se muestra muy leído en Filostrato y Luciano y habla largamente de los prodigios de Apolonio. Alarga cuanto puede los límites de la magia natural y estrecha los de la diabólica. Con todo eso, por el movimiento local de los espíritus malos explica muchas maravillas; pero no les concede el que puedan perturbar o destruir el orden del universo, ni trasladar un elemento de un lugar a otro, ni producir el vacío, ni crear ninguna forma sustancial o accidental, ni resucitar los muertos, porque todo esto excede la fuerza y capacidad del demonio. Subdivide la magia ilícita en teurgia, goetia y necromancía; la natural, en física y matemática. En cuanto a la cábala y a la astrología judiciaria, no quiere que se las tenga por ciencias, sino por vanidades y delirios. No menos incrédulo se muestra en [259] cuanto al poder de la alquimia, que juzga arte inútil y perniciosa a la república, a lo menos en cuanto a la pretensión de hacer oro, que tanto contrastaba con la habitual miseria de los alquimistas. El resto de su obra es toda contra la oneirocrítica, o adivinación por los sueños, y contra la superstición astrológica.

     No tan sereno de juicio como Benito Pererio y más fácil que él en admitir portentos y maravillas se mostró Martín del Río, gloria insigne de la Compañía de Jesús, portento de erudición y doctrina, escriturario y filólogo, comentador del Eclesiastés y de Séneca, historiador de la tragedia latina, adversario valiente de Escalígero, cronista de los Países Bajos y doctísimo catedrático de teología en Salamanca (2094).

     Nada le dio tanta fama como sus extensas Disquisiciones mágicas, libro el más erudito y metódico y el mejor hecho de cuantos hay sobre la materia y libro que en su última parte llegó a hacer jurisprudencia, siendo consultado casi con la veneración debida aun código por teólogos y juristas. Presentar un análisis completo y detallado de obra tan voluminosa, y que, por otra parte, no se refiere exclusiva ni principalmente a España, nos obligaría a mil repeticiones de cosas ya dichas o que hemos de decir en adelante, puesto que Martín del Río es una de nuestras principales fuentes en toda esta historia de las artes mágicas. Su saber era prodigioso; no hay sentencia de filósofos griegos, ni fábulas de poetas, ni dichos de Santos Padres, ni ritos y costumbres del vulgo que se escaparan a su diligencia. Y con esta erudición corre parejas su extraña sutileza de ingenio, que le hace descender al último de los casos particulares, dividiendo y subdividiendo hasta lo infinito al modo escolástico, exponiendo largamente los argumentos que militan por una y otra opinión y ahogando la materia en un océano de distinciones y autoridades que realmente confunde y marea. Libro inapreciable de consulta, apenas sufre una lectura seguida; pero cuanta doctrina puede apetecerse sobre la magia y sus afines, allí está encerrada, y el autor tiene la gloria de haber destruido muchas supersticiones, otorgando gran poderío a la fuerza de la imaginación, probando la vanidad de los anillos, caracteres y signos astrológicos, de los conjuros y de los números pitagóricos. No condena en absoluto la alquimia, como Benito Pererio, antes parece que se ve en ella, como en profecía, la futura química, y la defiende como lícita y posible, porque nadie sabe hasta dónde alcanzan las fuerzas desconocidas de la naturaleza; y hasta admite, teóricamente, la posibilidad de la transmutación de los metales.

     En cuanto a los efectos mágicos propiamente dichos, Martín del Río es muy crédulo. Nadie ha descrito con tantos pormenores como él las ceremonias del pacto diabólico; y de tal suerte, que no parece sino que las había presenciado. El poder del [260] demonio es grande. Cierto que no puede impedir ni detener el curso celeste y el movimiento de las estrellas, ni arrancar la luna del cielo, como creyeron los antiguos; pero sí mover la tierra, desencadenar los vientos, producir y calmar las tempestades, lanzar el rayo, inficionar el aire, secar las fuentes, dividir las aguas, extender las tinieblas sobre la faz de la tierra, engendrar los minerales en sus entrañas, exterminar los rebaños, llevar de una parte a otra las mieses y sacar a sus servidores de las cárceles y procurarles honores y dignidades, pero no dinero (¡rara distinción!), a menos que no sea moneda falsa y de baja ley. De encantar alimañas no se hable; no sólo se adormece con conjuros a las serpientes, sino que hay ejemplos de un mágico que domó a un toro y lo llevó arrastrando de una cuerda. En cuanto a monstruos y a demonios súcubos e íncubos, Martín del Río lo admite todo, y podemos agradecerle el que no crea, con Cesalpino, que de la putrefacción y del calor del sol puede nacer un cuerpo humano. Para él es cosa real, y de ningún modo ilusoria o fantástica, la nocturna traslación de las brujas montadas en un macho cabrío, en una escoba o en una caña. Lejos de poner duda en el poder del ungüento, hasta le analiza y distingue sus ingredientes, y nos hace penetrar en el aquelarre (2095), abrumando al más incrédulo con un maremágnum de declaraciones y procesos de sagas y hechiceras de Francia, de Alemania y de Italia.

     ¿Puede el demonio transformar los cuerpos de una especie en otra, trocar un hombre en bestia? No, en cuanto a la transformación misma, que es siempre ilusoria, responde Martín del Río, pero sí en cuanto a los efectos, porque el demonio hace que nos parezca lo que realmente no es. He aquí la explicación de la lycantropía. Tampoco tiene repugnancia en que los magos puedan hacer hablar a las bestias, aunque esto rara vez y por alta permisión de Dios acontezca, ni menos en que puedan trocar los sexos; y, si no, ahí está el médico judaizante Amato Lusitano para testificarnos que en Coimbra se convirtió de repente en nombre una nobilísima doncella, llamada D.ª María Pacheco, y se embarcó para la India e hizo portentosas hazañas.

     Algo le detiene la cuestión de si puede el diablo remozar a sus discípulos, como se remoza Fausto en la leyenda alemana; pero corta por lo sano, respondiendo problemáticamente que esto es posible en cuanto a los accidentes que diferencian al joven del viejo, pero no en cuanto a la esencia misma de la vida y a su duración ordenada por Dios.

     Con larguísimo catálogo de testimonios, distribuidos por siglos, prueba las apariciones de espectros, y hace en seguida una larga clasificación de los demonios, en que van desfilando a nuestra vista los seres sobrenaturales de toda mitología, así griega y oriental como septentrional, desde los espíritus ígneos, aéreos, terrestres y subterráneos hasta los lucífugos, enemigos [261] del sol; los tesaurizadores, que guardan el oro en las cavernas; los sátiros, faunos y empusas; los luchadores, las lamias, los demonios metálicos y una procesión de espectros y sombras, que ya simulan ejércitos en pelea, ya turbas de gigantes, ya coros de mancebos y doncellas.

     Cuestión a primera vista difícil es cómo, siendo el demonio invisible, puede presentarse como visible a los ojos corpóreos; pero Martín del Río la resuelve diciendo que el demonio puede mover un cadáver y aparecer en él, o formar un cuerpo de los elementos, y no del aire solo, pues no siempre aparece en forma de vapor sino a veces de cuerpo sólido y palpable. Y, si ahora no son tan frecuentes las apariciones del demonio como en lo antiguo, se debe, en opinión de nuestro autor, a haber crecido tanto la perversidad humana, que ya no necesita el enemigo tan extraordinarios medios para vencernos.

     No menos selecta y extraña doctrina nos ofrece el jesuita montañés sobre el maleficio, que divide en somnífero, amatorio, hostil, de fascinación, de ligadura, incendiario, etc., en todos los cuales suele procederse por yerbas y ungüentos, por el aliento, por palabras, amenazas y deprecaciones y por otros ritos aún más horrendos y sanguinosos, tales como el infanticidio y la succión de sangre y hasta la profanación de la hostia consagrada. Largamente discute si el maleficio amatorio puede forzar la voluntad o sólo el apetito. Como ejemplo de ligaduras mágicas trae la historia del presbítero Palumbo y de la estatua de Venus, que le pone en la mano el anillo y le impide acercarse a su mujer en la noche de bodas; leyenda popularísima en la Edad Media, y atribuida con piedad poco discreta a la Virgen en las Cantigas del Rey Sabio, y hoy renovada con su antiguo y pagano sentido en La Venus de Ilo, de Merimée, y en Los dioses desterrados, de Enrique Heine.

     El libro 4 de las Disquisiciones mágicas versa todo sobre la adivinación, que distingue escrupulosamente de la profecía. Y no sólo da noticia de cuanto especularon los antiguos sobre agüeros, auspicios y oráculos, sobre la necromancía e hidromancía, sobre el movimiento de la llama, sobre la lecanomancía, catoptromancía y christallomancía, modos diversos de la adivinación por espejos o superficies tersas, sino que desciende a otras artes mucho más peregrinas e inauditas hasta en los nombres, como la onuxomanteia, o adivinación por las uñas manchadas de aceite, que practicaba en Bélgica un soldado montañés llamado Quevedo, más ilustre en las armas que en la piedad; la coskinomanteia, que usaban como instrumentos una criba y unas tenazas; la axinomanteia, que adivina los secretos por la rotación de una cuchilla sobre un palo; la kefalenomanteia, que practicaban los germanos en cabeza de jumento asada, y los lombardos en cabeza de carnero; la chleidomanteia, o adivinación por las llaves; la daktylomanteia, por los anillos movidos sobre un trípode; la daphnomanteia, por combustión del [262] laurel; la bolanomanteia, que predice el futuro con ramos de verbena o salvia; la omphalomanteia, especialidad de las parteras, a quienes dejaremos el secreto; la soixeiomanteia, que consiste en abrir al acaso los poemas de Homero o de Virgilio y leer la suerte en el primer verso que se halle; y otra infinidad de vanas observancias, que apenas pueden reducirse a número, y cuyos nombres, inventados casi todos por Martín del Río, que era grande helenista, semejan palabras de conjuro. Cierra esta sección un minucioso tratado sobre las pruebas ilícitas: monomaquia o duelo, agua fría o hirviendo, que bárbaramente se empleaba en Alemania para descubrir a las brujas; peso y balanza, etc.

     La última parte de las Disquisiciones es toda práctica y legal, y puede considerarse como un tratado de procedimientos para los jueces en causas de hechicería y manual de avisos para los confesores. De estos dos últimos libros dijo Manzoni con evidente, aunque chistosa hipérbole, que han costado más sangre a la humanidad que una invasión de bárbaros. Pero, en realidad, el casuista español no innovó nada ni llevó a nadie a las llamas por su autoridad, invención o capricho, ni hizo otra cosa que apurar todos los casos posibles e introducir alguna luz en el caos de prácticas bárbaras, absurdas y contradictorias que, especialmente en Alemania, se seguían en los procesos de brujas, allí tan frecuentes como raros eran en los países latinos. Regularizar el procedimiento con cierta benignidad, relativa siempre, era un merito, y esto hizo Martín del Río en sus capítulos sobre los indicios, los testimonios y las pruebas, aconsejando que se hiciera el menor uso posible del tormento y sólo en casos de grave necesidad, distinguiendo los sortilegios propiamente heréticos de los que no lo son, fundando en esto una escala gradual de penas, y rechazando abiertamente la prueba caldaria para averiguar la culpabilidad de los reos. Todo con erudición inmensa así de cánones como de Derecho civil, tal que hace inútil cualquier otro tratado sobre la materia (2096).



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- II -

Principales procesos de hechicería. -Nigromantes sabios: El Dr. Torralba. -Las brujas de Navarra. -Auto de Logroño.

     La magia docta del siglo XVI, la que se alimentaba con los recuerdes de la teurgia neoplatónica y crecía el calor de los descubrimientos de las ciencias naturales, adelantándose audazmente a ellas entre vislumbres, tanteos y experiencias; mezcla informe de cábala judaica, supersticiones orientales, resabios de [263] paganismo, pedanterías escolares, secretos alquímicos y embrollo y farándula de charlatanes de plazuela; la ciencia de los Paracelsos, Agripas y Cardanos apenas tuvo secuaces en España. Recórrase la dilatada y gloriosa serie de nuestros médicos, desde Valverde, uno de los padres de la anatomía, juntamente con Vesalio, hasta el Divino Vallés y Mercado y Laguna, y apenas se encontrará rastro de ese espíritu inquieto, aventurero y teósofo. El espíritu de observación predominaba siempre entre nuestros naturalistas, y a él deben su valor las obras de los Acostas, Hernández y García de Orta. Lejos de nosotros siempre esa interpretación simbólica de la naturaleza, esa especie de panteísmo naturalista que solía turbar la mente de los sabios del Norte, moviéndolos a escudriñar en la materia ocultos misterios y poderes y a ponerse en comunicación directa o mediata con los espíritus animadores de lo creado. Sólo de un hombre de ciencia español tengo noticia que pueda ser calificado plenamente de nigromante docto a la vez que de escéptico y cuasi materialista. Llamábase el Dr. Eugenio Torralba y era natural de Cuenca, como tantos otros personajes de esta historia. Su nombre, y la más singular de sus visiones de nadie son desconocidos gracias a aquellas palabras de Don Quijote subido en Clavileño: «Acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma y se apeó en Torre de Nona... y vio todo el fracaso, asalto y muerte de Borbón, y por la mañana estaba de vuelta en Madrid ya, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos y los abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la pudiera asir por la mano, y que no osó mirar a la tierra por no desvanecerse».

     Torralba había ido a Italia muy mozo, de paje del obispo Volterra, después cardenal Soderini, y en Roma había estudiado filosofía y medicina, contagiándose de las opiniones de Pomponazzi acerca de la mortalidad del alma, y cayendo, por fin, en un estado de absoluta incredulidad, a lo cual contribuyó su trato con un renegado judío, llamado Alfonso, como Uriel da Costa y otros de su raza, había parado en el deísmo y en la ley natural.

     Otro de los amigos de Torralba en Roma allá por los años de 1501 era un fraile dominico dado a las ciencias ocultas, que tenía a su servicio, pero sin pacto ni concierto alguno, a un espíritu bueno, dicho Zequiel gran sabedor de las cosas ocultas, que revelaba o no a sus amigos según le venía en talante. El fraile, que estaba agradecido a Torralba por sus servicios médicos, no encontró modo mejor de pagarle que poner a su disposición a Zequiel.

     Este se apareció al doctor, como Mefistófeles a Fausto, en forma de joven gallardo y blanco de color, vestido de rojo y negro, [264] y le dijo:»Yo seré tu servidor mientras viva». Desde entonces le visitaba con frecuencia y le hablaba en latín o en italiano, y como espíritu de bien, jamás le aconsejaba cosa contra la fe cristiana ni la moral (2097); antes le acompañaba a misa y le reprendía mucho todos sus pecados y su avaricia profesional. Le enseñaba los secretos de hierbas, plantas y animales, con los cuales alcanzó Torralba portentosas curaciones; le traía dinero cuando se encontraba apurado de recursos; le revelaba de antemano los secretos políticos y de Estado, y así supo nuestro doctor antes que aconteciera, y se los anunció al cardenal Cisneros, la muerte de D. García de Toledo en los Gelves y la de Fernando el Católico y el encumbramiento del mismo Cisneros a la Regencia y la guerra de las comunidades. El cardenal entró en deseos de conocer a Zequiel, que tales cosas predecía; pero como era espíritu tan libre y voluntarioso, Torralba no pudo conseguir de él que se presentase a Fr. Francisco.

     Prolijo y no muy entretenido fuera contar todos los servicios que hizo Zequiel a Torralba, sin desampararle aun despues de su vuelta a España en 1519. Para hacerle invulnerable le regaló un anillo con cabeza de etíope y un diamante labrado en Viernes Santo con sangre de macho cabrío. Los viajes le inquietaban poco, porque Zequiel había resuelto el problema de la navegación aérea en una caña y en una nube de fuego, y así llevó a Torralba en 1520 desde Valladolid a Roma, con grande estupor del cardenal Volterra y otros amigos, que se empeñaron en que el doctor les cediese aquel tesoro; pero en vano, porque Zequiel no consintió en dejar a su señor.

     En 1525, y a pesar de tan absurda y extravagante vida, Torralba llegó a ser médico de la reina viuda de Portugal, doña Leonor, y con ayuda de Zequiel hizo maravillas. Acortémoslas para llegar a la situación capital eternizada por Cervantes. Sabedor Torralba, por las revelaciones de su espíritu, de que el día 6 de mayo de 1572 iba a ser saqueada Roma por los imperiales, le pidió la noche antes que le llevase al sitio de la catástrofe para presenciarla a su gusto. Salieron de Valladolid en punto de las once, y cuando estaban a orillas del Pisuerga, Zequiel hizo montar a nuestro médico en un palo muy recio y ñudoso, le encargó que cerrase los ojos y que no tuviera miedo, le envolvió en una niebla oscurísima y, después de una caminata fatigosa, en que el doctor, más muerto que vivo, unas veces creyó que se ahogaba y otras que se quemaba, remanecieron en Torre de Nona y vieron la muerte de Borbón y todos los horrores del saco. A las dos o tres horas estaban de vuelta en Valladolid, donde Torralba, ya rematadamente loco, empezó a contar todo lo que había visto.

     Con esto se despertaron sospechas de brujería contra él, y le delató a la Inquisición su propio amigo D. Diego de Zúñiga, [265] que ni siquiera agradecía a Torralba el haberle sacado adelante en sus empresas de tahúr. Y como, por otra parte, el médico, lejos de ocultar sus nigromancias, hacía público alarde de ellas, no fue difícil encontrar testigos. La Inquisición de Cuenca mandó prenderle en 1528, y Torralba estuvo pertinacísimo en afirmar que tenía a Zequiel por familiar, pero que Zequiel era espíritu bueno y que jamás él le había empeñado su alma. Aún en las angustias del tormento, se empeñó en decir que todavía le visitaba en su prisión. El pacto lo negó siempre; pero la cuestión vino a complicarse con motivo de ciertas declaraciones acerca del materialismo y escepticismo del doctor. El cual, en suma, fue tratado con la benignidad que su manifiesta locura merecía, sentenciándosele en 6 de marzo de 1531 a sambenito y algunos años de cárcel, a arbitrio del inquisidor general, con promesa de no volver a llamar a Zequiel ni oírle. Don Alonso Manrique, cuya dulzura de condición es bien sabida, le indultó de la penitencia a los cuatro años, y Torralba volvió a ser médico del almirante de Castilla D. Fadrique Enríquez (2098).

     Una historia algo parecida, pero no confirmada, como ésta, por documentos judiciales y auténticos, cuentan en Navarra y la Rioja (tierras clásicas de la brujería española) del cura de Bargota, cerca de Viana, que hacía extraordinarios viajes por el aire, pero siempre con algún propósito benéfico o de curiosidad, v. gr., el de salvar la vida a Alejandro VI contra ciertos conspiradores, el de presenciar la batalla de Pavía, etc., todo con ayuda de su espíritu familiar, cuyo nombre no se dice.

     Este cura de Bargota nos lleva como por la mano a las brujas navarras, de que dan noticia Fr. Martín de Castañeda y fray Prudencio de Sandoval. Ya en 1507 la Inquisición de Calahorra castigó a veintinueve mujeres por delitos de hechicería semejantes a los de la Peña de Amboto; y en 1527 se descubrió en Navarra un foco mucho más considerable (2099) por espontánea confesión de dos niñas, de once y nueve años, respectivamente, que declararon ser xorguinas y conocer a todas las que lo eran con sólo verles cierta señal en el ojo. Los oidores del Consejo de Navarra mandaron hacer secreta información sobre el caso, y resultaron más de cincuenta cómplices, por cuyas declaraciones se supo que habían tenido trato con el diablo en forma de mozo gallardo y fornido, y otras veces en figura de macho cabrío negro, celebrando con él estupendos y nefandos aquelarres, en que bailaban al son de un cuerno; todo después de los vuelos y untos consiguientes. Ítem, que entraban en las casas y hacían en ellas muchos maleficios, y que en pago de su mala vida, y diabólicos pactos no veían en la misa la hostia consagrada. El juez pesquisidor quiso certificarse de la verdad del [266] caso, y ofreció el indulto a una bruja si a su presencia y a la de todo el pueblo se untaba y ascendía por los aires; lo cual hizo con maravillosa presteza, remaneciendo a los tres días en un campo inmediato. De resultas de toda esta baraúnda, las brujas fueron condenadas a azotes y cárcel. No así algunas de Zaragoza, que fueron relajadas al brazo seglar en 1536 tras larga discordia de pareceres entre los jueces.

     Desde el tiempo del cardenal Manrique comenzaron a añadirse en los edictos de gracia y delaciones, a los antiguos crímenes de judaizantes, moriscos, etc., los de tener espíritus familiares o pacto con el demonio; hacer invocaciones y círculos; formar horóscopos por la astrología judiciaria; profesar la geomancía, hidromancía, aeromancía, piromancia y necromancía, o los sortilegios con naipes, habas y granos de trigo; hacer sacrificios al demonio; tener espejos, redomas o anillos encantados, etcétera, etc. Y en las reglas generales del Índice expurgatorio totalmente se prohíben los libros, cédulas, memoriales, recetas o nóminas, ensalmos y supersticiones; los de judiciaria, «que llaman de nacimientos, de levantar figuras, interrogaciones y elecciones... para conocer por las estrellas y sus aspectos los futuros contingentes», sin que esta prohibición se extendiera en modo alguno a las observaciones útiles a la navegación, agricultura y medicina.

     La condición de hechiceros solía atribuirse a los moriscos. Citaré algunos casos. En el auto de fe de Murcia de 20 de mayo de 1563 salió con sambenito y condenado a reclusión por tres años un D. Felipe de Aragón, cristiano nuevo, que se decía hijo del emperador de Marruecos, y que, entre otras cosas, declaró tener un diablo familiar, dicho Xaguax, que, mediante ciertos sahumerios y estoraques, se le aparecía en figura de hombrecillo negro (2100). En 10 de diciembre de 1564, y por la misma Inquisición, fue castigado un morisco de Orihuela, grande artífice de ligaduras mágicas e infernador de matrimonios con ayuda de un libro de conjuros. Otros se dedicaban a la pesquisa de tesoros ocultos (2101), siendo muy notable a este propósito el caso del morisco aragonés que engañó a D. Diego de Heredia, señor de Bárboles, víctima de las turbulencias de Aragón y de su amistad con Antonio Pérez. Pedro Gonzalo de Castel, uno de los testigos contra Heredia en el proceso que le formó la Inquisición, le acusa de tener en su casa unos libros de nigromancía en lengua arábiga, por los cuales «el que los sabe leer puede hacer conjuros e invocar demonios para saber en dónde hay moneda y tesoros encantados; porque el padre del que los ha dado a don Diego era muy hábil deste oficio, y sabiendo dicho don Diego que este Marquina (el morisco de quien viene hablando) era hombre que entendía la arte mágica, lo ha recogido en su casa y tierra, para que le declare dichos libros... Por [267] persuasión de este morisco fue don Diego a media noche a buscar un tesoro escondido en el contorno de una hermita llamada Matamala... Y assentóse el dicho Marquina en un banco, y dixo que le asiesse uno de un brazo y otro de otro y otro le abrazase por detrás, y... abrió los libros y empezó a hablar en lengua arábiga, y luego sonaron tantos ruydos y estruendo a manera de truenos, con estar el cielo sereno, y a rodar grandes piedras y cantos de un montecillo que está a la hermita, que parece se hundía el mundo, y quedamos tan atemorizados, que pensamos caer muertos... Hecho esto salió fuera de la hermita dicho Marquina y subió en el montecillo, y no cessando el ruydo, oíase que hablaba con los diablos, estando a todo esto muy atento el dicho don Diego. De allí a poco bajó Marquina, y le dixo: «Señor, mandad ahondar aquí debaxo del coro, que allí hay señales del tesoro; y hallaréis ciertos vasos a manera de tinajas». Don Diego hizo ahondar y hallaron los vasos sin los dineros, y entonces dixo don Diego al Marquina: «Volved allá y decid a los diablos cómo no hay nada en los vasos que se han descubierto». Y luego a la hora volvió el dicho Marquina a hablarles, y oíase cómo se quejaba de que no habían hallado nada: dice que le respondieron los demonio que no era cumplido el tiempo del encanto». Volvieron a hacer el conjuro, cavaron otra vez allí, y en el camino de Velilla, y en las inmediaciones de Bárboles y en otras partes, porque D. Diego de Heredia tenía esperanza de allegar con sus libros mucho tesoro, pero nunca hallaron más que ceniza y carbones (2102).

     En esto paran siempre los tesoros del diablo, y bien lo experimentó, por su desgracia, otro nigromante morisco, Román Ramírez, de la villa de Deza, héroe de una comedia de don Juan Ruiz de Alarcón, Quien mal anda, mal acaba, y de quien hay, además, larga noticia en las Disquisiciones mágicas, del P. Martín del Río. El susodicho Ramírez había hecho pacto con el demonio, entregándole su alma a condición de que le ayudara y favoreciera en todas sus empresas, y le diese conocimiento de yerbas, piedras y ensalmos para curar todo linaje de enfermedades, y mucha erudición sagrada y profana, hasta el punto de recitar de memoria libros enteros. Viajaba a caballo por los aires. Restituyó a un marido, por medios sobrenaturales, su mujer, que los diablos habían arrebatado. Ejercitaba indistintamente su ciencia en maleficiar y en curar el maleficio, hasta que por sus jactancias imprudentes descubrieron el juego, y la Inquisición de Toledo le prendió y castigó en 1600 (2103).

     Para hechicerías con intento de amores igualó a la Camacha de Montilla, recordada por Cervantes, y de quien se lee en relaciones manuscritas del tiempo, que tengo a la vista (2104) que tan [268] poderosa como las antiguas hechiceras de Tesalia, llegó a convertir en caballo a D. Alonso de Aguilar, hijo de los marqueses de Priego, el cual, por este y otros extraños casos, estuvo dos veces preso en el Santo Oficio de Córdoba.

     Fuera empresa fácil, pero no sé hasta qué punto útil, reunir noticias de procesos de brujería. Hay en todos ellos una fatigosa monotonía de pormenores, que quita las ganas de proceder a más menuda investigación. En España su escasez los hace algo más estimables. Yo poseo tres o cuatro, y no de la Inquisición todos. El más curioso es contra ciertas brujas catalanas de la diócesis de Vich en 1618 y 1620. Arnaldo Febrer, procurador fiscal de la curia de la Veguería de Llusanés, denunció al veguer que «pocos años antes habían sido sentenciados a muerte muchos brujos y brujas en Urgel, Segarra y otros puntos del Principado, todos los cuales habían sido conocidos por una señal que tenían en el hombro, con la cual marcaba el demonio a sus secuaces», hábiles todos en hechizar y matar niños, transportarlos de unas a otras ciudades y villas, envenenar y matar bestias, dar y quitar bocios, sustituir el agua bendita de las pilas de las iglesias con agua sin bendecir. Y, sospechándose que en la dicha villa de San Felíu había otros malhechores semejantes, procedióse a examinar a tres mujeres: Marquesa Vila, de oficio partera; Felipa Gallifa y Monserrata Fábregas, alias Graciana, mojándoles la espalda con agua bendita, y encontrándoles la consabida señal. Esto bastó para que se les condujese a las cárceles reales de la villa y diera comienzo el proceso, que por no ser inquisitorial, sino del foro ordinario, abunda en refinamientos de ignorancia y barbarie, prodigándose, sobre todo, el tormento con lastimosa prodigalidad. Uno de los testigos dijo que las brujas tenían grano de falguera y que con pedriscos y tempestades destruían los frutos de la tierra. Otro declaró que con sus trazas diabólicas sustituían y secuestraban los niños, de tal suerte que «quien piensa tener hijos propios, los tiene de morería y otras partes». A consecuencia de esto y de las sabidas acusaciones de cohabitación con el demonio y demás impurezas y bailoteos del aquelarre, la justicia secular torturó a Juana Pons, a la Vigatana, a Juana Mateus, a Rafaela Puigcercós y a otras muchas, y, arrancándoles las confesiones [269] por aquel execrable sistema de procedimientos, acabó por decir «quod suspendantur laqueo per collum, in alta furca taliter quod naturaliter moriantur, et anima a corpore separetur» (2105).

     De tal modo de enjuiciar descansa el ánimo recordando los procesos de la Inquisición, tanto y tan indignamente calumniada, y que, sin embargo, fue sobria siempre en la aplicación del tormento y en la relajación al brazo seglar por causas de hechicería. Bien lo prueba el mismo auto de Logroño en 1610, que Moratín exornó con burlescas y sazonadas notas, volterianas hasta los tuétanos e hijas legítimas del Diccionario filosófico. Auto notable y digno de memoria además, por ser el único celebrado casi exclusivamente contra brujos, y el que más pormenores contiene acerca de la organización de la secta, tal como existió en Navarra y en las Vascongadas, su principal asiento por lo menos desde el siglo XV. Veintinueve reos salieron en él por cuestión de hechicería, todos de Vera y Zugarramurdi, en el Baztán, cerca de la raya de Francia, donde la secta tenía afiliados que concurrían puntualmente a aquella especie de aquelarre internacional (2106). Los conciliábulos se tenían en un prado, dicho Berroscoberro, tres días a la semana y en algunas fiestas solemnes. Presidía el diablo en forma de sátiro o semicapro negro y feo, a quien todos adoraban con diferentes besuqueos y genuflexiones. Venía después una sacrílega parodia de la confesión sacramental, de la eucaristía y de la misa, y acababa la sesión con extraños desenfados eróticos del presidente y de los demás en hórrida mescolanza. De allí salían, trocados en gatos, lobos, zorras y otras alimañas, a hacer todo el daño posible en las heredades y en los frutos de la tierra. El que pasara algún tiempo sin dedicarse a estos ejercicios era castigado en pleno aquelarre con una tanda de azotes.

     Las ceremonias de iniciación consistían en renegar de Dios, de su ley y de sus santos y tomar por dueño y monarca al diablo, que les prometía para esta vida todo género de placeres, y en señal de dominio les marcaba con sus garras en la espalda y les imprimía además, en la niña del ojo izquierdo, un sapo muy pequeño. Ni paraba aquí su afición a este asqueroso animalucho. Cada brujo tenía a su servicio un espíritu familiar en figura de sapo, con obligación de vestirle, calzarle y tratarle con todo amor y reverencia. Este sapo les suministraba el ungüento [270] para volar y les despertaba antes de la hora del aquelarre.

     Cerca de éste, pero con absoluta separación, había un plantel de niños brujos, que se divertían bailando juntos hasta que les llegase la edad de renegar y ser admitidos en los misterios.

     Las aficiones gastronómicas del demonio son tan abominables como todo lo demás: gustaba mucho de sesos y ternillas de ahorcados, y para procurárselas recorren sus familiares los cementerios y mutilan los cadáveres de los maleficiados.

     Descubrióse este foco de malas artes por declaración de una muchacha de Hendaya que había ido varias veces al aquelarre, pero que no quiso pasar de la categoría de las novicias. Ella dio el hilo para descubrir a todas las restantes, y así fueron encarcelados: María de Zuzaya, la principal maestra y dogmatizadora; María de Iurreteguia, a quien habían catequizado sus tías María y Juana Chipía; Miguel de Goiburu, rey de los brujos del aquelarre y famoso tempestario o movedor de tormentas en los mares de San Juan de Luz; su hermano Juan de Goiburu, que era el tamborilero de la reunión, salvaje, ebrio y feroz, que confesó haber matado a su propio hijo y dado a comer su carne a los demás brujos; su mujer, Graciana de Barrenechea, que por pendencia de amor y celos con el demonio envenenó a Mari-Juana de Oria; Juan de Sansin, que solía tañer la flauta mientras los demás tertulianos se entregaban a sus bestiales lujurias; Martín de Vizcay, ayo o mayoral de los novicios; las dos hermanas Estefanía y Juana de Tellechea, famosas infanticidas; el herrero Juan de Echaluz y María Juancho, de la villa de Vera, matadora de su propio hijo.

     El lector me perdonará que no insista más en este repugnantísimo proceso, extraño centón de asquerosos errores. Todos los acusados se confesaron no sólo brujos, sino sodomitas, sacrílegos, homicidas y atormentadores de niños, y todos ellos merecían mil muertes; a pesar de lo cual la Inquisición sólo entregó al brazo seglar a María de Zuzaya, que así y todo no murió en las llamas, sino en el garrote.

     La impresión de este auto con todas sus bestialidades contristó extraordinariamente el ánimo de uno de los más sabios varones de aquella edad y de España, el insigne filósofo, teólogo, helenista y hebraizante Pedro de Valencia, discípulo querido de Arias Montano. El cual dirigió entonces al cardenal inquisidor general, D. Bernardo de Sandoval y Rojas, su admirable Discurso sobre las brujas y cosas tocantes a magia, escrito con la mayor libertad de ánimo que puede imaginarse. En él mostró lo incierto y contradictorio de las confesiones de los reos, las más arrancadas por el tormento; y, dando por supuesta la posibilidad del pacto diabólico y de la traslación local, mostró mucha duda de que Dios lo permitiera, y aconsejó la mayor cautela en los casos particulares, como quiera que podían depender de causas naturales, v. gr., el poder de la fantasía, la [271] virtud del ungüento, etc. Ni le parecía necesario el pacto para explicar los crímenes de los brujos, sus homicidios y pecados contra natura, pues muchos otros los cometen sin tal auxilio. Por eso se inclinaba a creer que algunas operaciones de los brujos son ciertas y reales, pero no sobrenaturales; que otras pasan sólo en su imaginación, y que otras son embustes de los reos, torpemente interrogados por los jueces. En la segunda especie pone los viajes aéreos y todo lo concerniente al aquelarre, que mira como una visión semejante a las que disfrutaban los sectarios del Viejo de la Montaña, y nacida quizá de estar compuesto el unto que las brujas emplean «de yerbas frías como cicuta, solano, yerba mora, beleño, mandrágora, etc»., que, según Andrés Laguna en sus anotaciones a Dioscórides, no sólo producen efectos narcóticos, sino visiones agradables. De todo esto infería Pedro de Valencia que debía el Santo Oficio obrar con mucha cautela en cosas de hechicería, redactar una instrucción y formulario especial, no relajar a ningún mal confitente, ya que todas las pruebas eran falibles, y no imprimir las relaciones y extractos, por ser curiosidad malsana, perjudicial y escandalosa. Tal es, en sustancia, la doctrina de este discurso, todavía inédito por desgracia, exornado con peregrina erudición acerca de la magia de los antiguos y con la traducción en verso castellano de un largo trozo de Las bacantes, de Eurípides, en que se describe algo semejante a un aquelarre (2107).

     Nada contribuyó tanto como este discurso del autor de la Académica a la creciente benignidad con que procedió el Santo Oficio en causas de brujería. En adelante se formaron pocas y de ninguna importancia, no se relajó a casi nadie por este crimen, no hubo autos particulares contra él; se redactó una instrucción especial, como quería Pedro de Valencia, y la secta fue extinguiéndose en la oscuridad. A fines del siglo XVII no era más que un temeroso recuerdo (2108). [272]



 

     Con todo eso, la acusación de nigromantes siguió formulándose de tiempo en tiempo sobre todo como instrumento político, en causas de ministros y grandes señores. Así se acusó de hechicería a D. Rodrigo Calderón y al Conde-Duque de Olivares [273], y así lograron triste celebridad, a fines de aquel mismo siglo, los hechizos de Carlos II, en que por ser tan conocidos no quiero insistir. Y la acusación de nigromante docto, semejante al Dr. Torralba, recayó, v. gr., en el noble y piadoso caballero montañés D. Juan de Espina, de quien trazó Quevedo, al fin [274] de los Grandes anales de quince días, un tan magnífico retrato, diciendo de él, entre otras cosas, que «hizo tan delgada inquisición en las artes y ciencias, que averiguó aquel punto donde no puede arribar el seso humano». Personaje ciertamente digno de más honrada suerte que la de haber servido de protagonista a dos comedias de magia de Cañizares, Don Juan de Espina en su patria y Don Juan de Espina en Milán, donde aquel taciturno filósofo cristiano aparece convertido en redomado brujo y nigromante.



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- III -

La hechicería en la amena literatura.

     Estudiada ya la hechicería en los libros que de propósito la combaten y en los procesos que nos la muestran en la vida real, fáltanos sólo indicar cómo influyen estas creencias y prácticas supersticiosas en el arte literario. La materia es amena y pudiera dar motivo para un largo estudio; pero me limitaré a breves indicaciones, que pongan de manifiesto la absoluta conformidad de lo que describen poetas y novelistas con lo que arrojan las causas inquisitoriales y los libros de los teólogos. Siempre vendremos a parar a la misma conclusión: las artes mágicas tienen menos importancia y variedad en España, tierra católica por excelencia, que en parte ninguna de Europa y todavía influían menos y eran menos temibles en el siglo XVI que lo habían sido en la Edad Media.

     Hay con todo en nuestra literatura novelesca una rama bastante fecunda: la de celestinas o libros lupanarios, en que la heroína tiene invariablemente puntas y collares de bruja y encantadora. Pero su carácter principal no es ése, ni los autores insisten en él. La brujería de las celestinas no es más que pretexto y capa de las malas artes del lenocinio, y en los procedimientos mágicos hay tan poca variedad, ya por falta de inventiva de los autores, ya porque la vida real no diera más de sí, que después de recorridos escrupulosamente casi todos estos libros, desde La segunda Celestina, de Feliciano de Silva, hasta La tercera, de Gaspar Gómez de Toledo, y la Tragicomedia de Lisandro y Roselía, y la Policiana, y la Selvagia, y la Eufrosina, y la Florinea, ninguna novedad encuentro en ellas digna de registrarse en esta historia de las artes mágicas, puesto que los conjuros y las recetas y las operaciones mágicas están servilmente [275] calcadas en las de Fernando de Rojas, de que dimos larga cuenta y razón tratando del siglo XV.

     El Crotalón puede servir de comentario a lo que dejamos escrito de las brujas de Navarra, si bien se ve que el autor imita muchos rasgos de Luciano y mezcla reminiscencias clásicas con historias de su tiempo. Los cantos 5 y 7 contienen la historia de un noble y vicioso mancebo que, yendo al socorro de Fuenterrabía en 1522, tuerce el camino, como el héroe de Apuleyo, por haber sabido que «las mujeres de Navarra eran grandes hechiceras y encantadoras, y que tenían pacto y comunicación con el demonio... y eran poderosas en pervertir los hombres y aun convertirlos en bestias y piedras, si querían». El mancebo, movido de curiosidad, iba deseoso de topar con alguna, cuando su mala suerte le deparó un caminante, que comenzó a loarle la hermosura y el mágico poder de una vecina suya: «Llama ella al sol y obedece: a las estrellas fuerza su curso, y a la luna quita y pone su luz, conforme a su voluntad. Añubla los ayres y haze, si quiere, que se huellen y paseen como la tierra. Al fuego haze que enfríe y al agua que queme... De día y de noche va por caminos, valles y sierras a hazer sus encantos y a coger sus yerbas y piedras y hazer sus tratos y conciertos». Cae en el lazo el caballero, y se deja conducir a un palacio encantado, donde vive algunos meses en ocio torpe, olvidado de sí mismo y de su fama, como Rugiero en casa de Alcina o Reinaldo en los jardines de Armida.

     La primera comedia española que se adorna con encantamientos y entra plenamente en el género que después se llamó la magia es la Armelina, desatinadísima farsa de Lope de Rueda, en que un morisco granadino, Muley Búcar, grande hechicero, conjura a Medea y a Plutón, en híbrida mezcolanza de ritos clásicos y de otros contemporáneos del autor. Hay fórmulas curiosas de conjuro:

                              

   Que no le empezca el humo ni el zumo,

 

ni el redrojo ni el mal de ojo,

 

torobisco ni lentisco,

 

ni ñublando que trayga pedrisco.

 

Los bueyes se apacentaban

 

y los ánsares cantaban;

 

pasó el ciervo prieto por tu casa

 

de cabeza rasa;

 

y dixo: No tengas más mal

 

que tiene la corneja en su nidal.

 

Así se aplaque este dolor

 

como aquesto fue hallado

 

en barco de tundidor.

     Otras comedias del mismo autor y de sus discípulos y secuaces son meras imitaciones italianas, y no pueden tomarse por reflejo de las costumbres españolas del tiempo, a no ser en algunos incidentes del diálogo. Así, por ejemplo, la Cornelia, de [276] Juan de Timoneda, imitación de El nigromante, de Ariosto, y la Aurelia, obra también de Timoneda, que en ella se propuso

                    

...esquivar pasos de amores,

 

y tomar nueva invención;

reduciéndose todo el argumento al hallazgo de un tesoro con ayuda de un anillo mágico; cuento vulgarísirno.

     Juan de la Cueva, ejemplo insigne de facilidad desastrosa y abandonada, prodigó en todas sus informes comedias, y especialmente en La constancia de Arcelina y en El informador, los recursos mágicos, buenos para deslumbrar los ojos con tramoyas y apariencias y henchir los oídos con retumbantes conjuros en octavas reales y estancias líricas, que, a juzgar por las alusiones mitológicas, no eran, de seguro, los que usaban los brujos de entonces:

                              

   Agora es tiempo, ¡oh tú Plutón potente!,

 

que des lugar al fuerte encanto mío,

 

sin que impida ningún inconveniente

 

lo que demando y lo que ver confío,

 

y es que envíes con priesa diligente

 

un alma de tu estigio señorío

 

a ver la luz del mundo que aborrece

 

y a declarar un caso que se ofrece.

 

 

              

 

Por virtud que tiene

 

esta esponjosa piedra

 

desde el nevado Cáucaso traída

 

que en este vaso viene;

 

por esta blanda yedra,

 

que en la cumbre del Hemo fue cogida,

 

que al punto sea movida

 

tu voluntad al ruego,

 

etc., etc.

     Pero he aquí otra fórmula de conjuro menos clásica y más morisca, que no creemos invención de Cervantes (quien la pone en sus Tratados de Argel), sino oída por él a algún embaucador callejero:

                              

   Rápida, ronca, run, ras, parisforme,

 

grandura denclifax, pantasilonte.

     Necedad fuera buscar algún sentido en este género de ensalmos. El uso de palabras exóticas, campanudas y vacías de sentido era uno de los medios más eficaces para embobar al vulgo, sin que esto arguya tradición, ni etimología, ni misterio alguno.

     En ninguno de nuestros novelistas y dramaturgos del gran siglo puede estudiarse lo que fueron las artes mágicas tan bien como en la rica galería de las obras de Cervantes, hombre de ingenio tan vario y rico como la misma naturaleza humana, de que fue fidelísimo intérprete. Cierto que a veces idealizaba [277] de sobra, a despecho de su idiosincrasia realista; y tomó, por ejemplo, de la vida y de las costumbres de su siglo el tipo de Preciosa, la gitanilla aguda y discreta, decidora de la buena ventura, la transfiguró y hermoseó de tal suerte, que en vano hubiera sido buscar por las plazas de Sevilla o de Madrid el original del retrato. Como quiera que sea, y aparte de sus buenaventuras y adivinanzas, la gitanilla cervantesca usaba ensalmos para preservar del mal del corazón y de los vaguidos de cabeza, y Cervantes nos ha conservado los términos del conjuro, tomados probablemente de la tradición oral, y sujetos, como siempre, a forma rítmica:

                          

   Cabecita, cabecita,

 

tente en ti; no te resbales

 

y apareja los puntales

 

de la paciencia bendita...

 

Verás cosas

 

que toquen en milagrosas;

 

Dios delante

 

y San Cristóbal gigante.

     El Coloquio de los perros, obra maestra del diálogo lucianesco en castellano, es un tesoro para la historia de la nigromancía hasta por la novedad y audacia de las ideas del autor, que se acercan mucho a las de Pedro de Valencia. Cervantes nos da peregrinas noticias de la Camacha, de Montilla, «tan única en su oficio que las Eritos, las Circes, las Medeas, de que están las historias llenas, no la igualaron: ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo: traía los hombres en un instante de lejanas tierras: descasaba las casadas y casaba las que quería: por diciembre tenía rosas frescas en su jardín, y por enero segaba trigo: esto de hacer nacer berros en una artesa, era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo o en la uña de una criatura los vivos o los muertos que le pedían que mostrase: tuvo fama que convertía los hombres en animales, y que se había servido de un sacristán seis años en forma de asno, real y verdaderamente». Todo esto lo refiere la Cañizares, discípula querida de la Camacha, aunque inferior a ella en lo de «entrar en un cerco con una legión de demonios». «Vamos a ver al demonio -añade- muy lejos de aquí, a un gran campo, donde nos juntaremos infinidad de gente, brujos y brujas... y hay opinión que no vamos a estos convites sino con la fantasía, en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido: otros dicen que no, sino que verdaderamente vamos en cuerpo y en ánima, y entrambas opiniones tengo para mí que son verdaderas, puesto que nosotras no sabemos cuándo vamos de una o de otra manera, porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente, que no hay diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente... El ungüento [278] con que nos untamos es compuesto de jugos de yerbas, en todo extremo frías, y no es, como dice el vulgo, hecho con la sangre de los niños que ahogamos. Y son tan frías que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas; y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente». La descripción que sigue de los untos de la Camacha y de la espantable y horrenda figura que hacía tendida en el suelo es de un realismo que frisa en los límites de lo repugnante. Y el autor cierra su cuento declarando que tiene todas estas cosas por «embelecos, mentiras o apariencias del demonio», y que «la Camacha fue burladora falsa, la Cañizares embustera y la Montiela tonta, maliciosa o bellaca»; prudente y saludable escepticismo, hermano gemelo del de Pedro de Valencia, cuando sostuvo en su Discurso ya citado que, «aunque ciertos prodigios y transformaciones no sean imposibles a los ángeles malos, es lícito, prudente y debido examinar cada caso en particular, debiéndose presumir que ha sido por vía natural, humana y ordinaria, sin necesidad forzosa de acudir a milagro que exceda el curso natural de las cosas».

     El mismo espíritu positivo y práctico que llevó a Cervantes a enterrar bajo el peso de la parodia toda la literatura fantástica, sobrenatural y andantesca de los tiempos medios, respira en la aventura de la cabeza encantada de Barcelona, remedio evidente del mágico busto que la tradición suponía fabricado por Alberto el Magno. No hay encantamiento, ni transmigración, ni viaje aéreo que resista al poder de la cómica fantasía que creó la cueva de Montesinos, encantó a Dulcinea y montó a sus héroes en Clavileño, parodiando la nocturna expedición de Torralba a Roma. Decididamente, la Edad Media se iba con todo su cortejo de supersticiones, y quien la ahuyentaba del arte era un español, hijo predilecto de la raza menos supersticiosa de Europa. Y, sin embargo, cuando en su vejez hizo un libro de aventuras, especie de novela bizantina, imitación de Heliodoro, tejida de casos maravillosos, no dudó, sin duda por debilidad senil, en acudir a los prestigios algo pueriles de la magia, y colocó en las regiones del Norte, por él libremente fantaseadas, hechiceras y licántropos que mudan de forma mediante la efusión de sangre. «Cuéntase dellas que se convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Como esto pueda ser yo lo ignoro... lo que puedo alcanzar es, que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios, y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente». (Persiles, 1. 1 c. 8.)

     Quien atentamente siga el rastro de este linaje de costumbres en los dos géneros eminentemente populares, la novela y el teatro, no dejará de detenerse en los novelistas pastoriles, que desde la Diana, de Jorge de Montemayor, hasta la Arcadia, de [279] Lope de Vega, sacaron gran partido del agua encantada de la sabia Felicia y de la cueva de Anfriso, sirviéndose de sus agüeros y presagios como de Deus ex machina para desatar la mal hilada trama de sus fábulas. Y más se fijará en los novelistas picarescos y en los llamados ejemplares, que al fin y al cabo son espejo de un estado social, y reproducen, a veces con fotográfica exactitud más bien que con arte, las escenas que pasaban a su vista y lo que el vulgo de su tiempo creía. No falta entre ellos, por el extremo contrario, quien propenda a lo tétrico y melancólico, y aún se complazca en nebulosas visiones, que no parecen nacidas en nuestro clima. Así, D.ª María de Zayas, en algunas de sus novelas cortas, especialmente en La inocencia castigada, que se funda toda en los efectos sobrenaturales de la magia; y así, D. Gonzalo de Céspedes y Meneses, escritor culterano, pero de grande inventiva, en aquellos misterios de la mula encantada de D. Francisco de Silva y de la tempestad, que constituyen uno de los más extraños episodios de su Soldado Píndaro. Pero lo general es que nuestros noveladores tomen la magia por asunto de broma, y así reaparece, tras de los años mil, el espíritu cojo, inspirador de Virgilio Cordobés, en la redoma que quiebra el fugitivo escolar D. Cleofás Pérez Zambullo, héroe de Luis Vélez y de Le Sage.

     Entre nuestros dramáticos, Alarcón tuvo amor especial a la magia como recurso escénico y aun como nudo de la acción. La cueva de Salamanca, comedia de estudiante, ya analizada en nuestro primer tomo, hasta contiene una discusión en forma escolástica sobre las artes ilícitas. Quien mal anda no es otra cosa que el proceso del morisco Román Ramírez. La prueba de las promesas es el cuento de D. Illán y el deán de Santiago, convertido en drama. El anticristo obra sus maravillas con el poder de la nigromancía. En El dueño de las estrellas, la superstición sideral interviene mucho en el destino de Licurgo. Y aun pudieran citarse otros ejemplos, todos los cuales reunidos, quizá excedan en número a los que puedan sacarse de Lope, Tirso y Moreto (2109).

     La antigua leyenda de nigromante convertido y mártir, del San Cipriano de Antioquia, distinto del de Cartago, fue sublimada [280] hasta las más altas esferas de la concepción dramática por el autor de El mágico prodigioso. La relación entre este argumento y la leyenda germánica de Fausto es evidente e indisputable, no sólo por intervenir en ambas el pacto diabólico, sino por ser un sabio quien lo hace y por tratarse de la posesión de una mujer. Y aun pueden notarse muy estrechas semejanzas entre ambas historias y las Actas de los Santos Luciano y Marciano, de Nicomedia, que malamente se han atribuido a España.

     En sus comedias de intriga y de costumbres, o de capa y espada, por ejemplo, en El astrólogo fingido, y en La dama duende, obras una y otra de ingenio juvenil y ameno, Calderón se muestra muy sazonadamente incrédulo acerca de trasgos, aparecidos e influjo de los cuerpos celestes. De los duendes, que tanto dieron que especular al P. Fuente la Peña, opina nuestro gran dramático que

                         

El hurto de amor los finge

 

y los canoniza el miedo.

     Y no de otro modo, su discípulo D. Agustín de Salazar y Torres redujo a encanto sin encanto la hechicería en la discreta comedia que llamó La segunda Celestina, mostrando con bien trazada fábula que el hechizo mayor es la hermosura. Y no mucho después, en los últimos años del siglo XVII, si ya no en los primeros del XVIII, uno de los últimos imitadores felices de la escuela calderoniana, D. Antonio de Zamora, entregó a la befa del público en una comedia de figurón, recargada y caricaturesca, pero rica de chistes de buena ley, los hechizos de Carlos II trocados en los del fantasmón D. Claudio, y en la lámpara de Lucigüela, que lentamente le iba chupando el olio vital. [281]



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Epílogo

Resistencia ortodoxa.

I. La casa de Austria en sus relaciones con el luteranismo. Supuesta herejía de D.ª Juana la Loca, Carlos V y el príncipe D. Carlos. -II. Espíritu general de la España del siglo XVI. Reformas de órdenes religiosas. Compañía de Jesús. Concilio de Trento. Prelados sabios y santos. -III. La Inquisición. Supuesta persecución y opresión del saber. La lista de sabios perseguidos, de Llorente. -IV. Prohibición de libros. Historia externa del Índice expurgatorio. -V. El Índice expurgatorio internamente considerado. Desarrollo de la ciencia española bajo la Inquisición.



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- I -

La Casa de Austria en sus relaciones con el Luteranismo. -Supuesta herejía de D.ª Juana la Loca, Carlos V y el Príncipe D. Carlos.

     Llego al fin de mi exposición histórica de las disidencias religiosas del siglo XVI con el remordimiento y el escrúpulo de haber dedicado tan largas vigilias a tan ruin y mezquino asunto. Sólo la curiosidad erudita me ha sostenido en esta fatigosa labor, donde, fuera de los nombres de Juan de Valdés y de Miguel Servet, insignes el uno entre los lingüistas y el otro entre los fisiólogos, ni una figura simpática, ni una idea nueva y generosa, se han atravesado, en mi camino. ¡Pobre de España si España en el siglo XVI hubiera sido eso! Un grupo de disidentes, sectarios de reata los más, mirados con desdén y con odio, o ignorados en absoluto por el resto de los españoles, es lo que he encontrado. Originalidad nula; estilo seco y sin poder ni vida; lengua hermosa no por mérito de los escritores, sino porque todo el mundo escribía bien entonces. ¿Qué es lo que puede salvarse de toda esa literatura protestante? Los diálogos literarios y no teológicos de Valdés, la traducción de la Biblia de Casiodoro. Todo lo demás poco importaría que se perdiese. Confieso que comencé este estudio con entusiasmo e interés grande y que le termino con amargo desaliento. Yo quisiera que los españoles, aun en lo malo, nos hubiéramos aventajado al resto de los mortales; pero tengo que confesar que, fuera de las audacias de Servet y del misticismo de Molinos, ningún hereje español se levanta dos dedos de la medianía. Y, sin embargo, tiene su utilidad este trabajo, siquiera para mostrar que el genio español muere y se ahoga en las prisiones de la herejía y sólo tiene alas para volar al cielo de la verdad católica.

     ¡Cuánto mejor me hubiera estado describir la católica España del siglo XVI, que con todos sus lunares y sombras, que no hay período que no los tenga, resiste la comparación con las edades más gloriosas del mundo! Hubiéramos visto, en primer lugar, un pueblo de teólogos y de soldados, que echó sobre [282] sus hombros la titánica empresa de salvar, con el razonamiento y con la espada, la Europa latina de la nueva invasión de bárbaros septentrionales; y en nueva y portentosa cruzada, no por seguir a ciegas las insaciadas ambiciones de un conquistador, como las hordas de Ciro, de Alejandro y de Napoleón; no por inicua razón de Estado, ni por el tanto más cuanto de pimienta, canela o jengibre, como los héroes de nuestros días, sino por todo eso que llaman idealismos y visiones los positivistas, por el dogma de la libertad humana y de la responsabilidad moral, por su Dios y por su tradición, fue a sembrar huesos de caballeros y de mártires en las orillas del Albis, en las dunas de Flandes y en los escollos del mar de Inglaterra. ¡Sacrificio inútil, se dirá, empresa vana! Y no lo fue con todo eso, porque si los cincuenta primeros años del siglo XVI son de conquistas para la Reforma, los otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso; y ello es que el Mediodía se salvó de la inundación y que el protestantismo no ha ganado desde entonces una pulgada de tierra, y hoy, en los mismos países donde nació, languidece y muere. Que nunca fue estéril el sacrificio por una causa justa, y bien sabían los antiguos Decios, al ofrecer su cabeza a los dioses infernales antes de entrar en batalla, que su sangre iba a ser semilla de victoria para su pueblo. Yo bien entiendo que estas cosas harán sonreír de lástima a los políticos y hacendistas, que, viéndonos pobres, abatidos y humillados a fines del siglo XVII, no encuentran palabras de bastante menosprecio para una nación que batallaba contra media Europa conjurada, y esto no por redondear su territorio ni por obtener una indemnización de guerra, sino por ideas de teología..., la cosa más inútil del mundo. ¡Cuánto mejor nos hubiera estado tejer lienzo y dejar que Lutero entrara o saliera donde bien le pareciese! Pero nuestros abuelos lo entendían de otro modo, y nunca se les ocurrió juzgar de las grandes empresas históricas por el éxito inmediato. Nunca, desde el tiempo de Judas Macabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creerse el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de Dios; y todo, hasta sus sueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo referían y subordinaban a este objeto supremo: Fiet unum ovile, et unus pastor. Lo cual hermosamente parafraseó Hernando de Acuña, el poeta favorito de Carlos V:

                              

   Ya se acerca, Señor, o ya es llegada

 

la edad dichosa en que promete el cielo

 

una grey y un pastor solo en el suelo,

 

por suerte a nuestros tiempos reservada.

 

   Ya tan alto principio en tal jornada

 

nos muestra el fin de vuestro santo celo

 

y anuncia al mundo para más consuelo

 

un monarca, un imperio y una espada.

     En aquel duelo terrible entre Cristo y Belial, España bajó sola a la arena; y, si al fin cayó desangrada y vencida por el [283] número, no por el valor de sus émulos, menester fue que éstos vinieran en tropel y en cuadrilla a repartirse los despojos de la amazona del Mediodía, que así y todo quedó rendida y extenuada, pero no muerta, para levantarse más heroica que nunca cuando la revolución atea llamó a sus puertas y ardieron las benditas llamas de Zaragoza.

     Al frente de este pueblo se encontró colocada, por derecho de herencia, una dinastía extranjera de origen y en cierto modo poco simpática, guardadora no muy fiel de las costumbres y libertades de la tierra, aunque harto más que la dinastía francesa que le sucedió, sobrado atenta a intereses, pretensiones, guerras y derechos de familia, que andaban muy fuera del círculo de la nacionalidad española; pero dinastía que tuvo la habilidad o la fortuna de asimilarse la idea madre de nuestra cultura y seguirla en su pujante desarrollo y convertirse en gonfaloniera de la Iglesia como ninguna otra casa real de Europa.

     Y, sin embargo, se ha dudado del catolicismo de algunos de sus príncipes, y libros hay en que, con mengua de la crítica, se habla de las ideas reformistas de D.ª Juana la Loca, del emperador y del príncipe D. Carlos.

     ¡Protestante D.ª Juana la Loca! El que semejante dislate se haya tomado en serio y merecido discusión, da la medida de la crítica de estos tiempos. Confieso que siento hasta vergüenza de tocar este punto, y, si voy a decir dos palabras, es para que no se atribuya a ignorancia o a voluntaria omisión mi silencio. Por lo demás, la historia es cosa tan alta y sagrada, que parece profanación mancharla con semejantes puerilidades y cuentos de viejas, pasto de la necia y malsana curiosidad de los periodistas y ganapanes literarios de estos tiempos. Un Mr. Bergenroth, prusiano, comisionado por el Gobierno inglés para registrar los archivos de la Península que pudieran contener documentos sobre las relaciones entre Inglaterra y España, hábil copista y paleógrafo, pero ajeno de criterio histórico y no muy hábil entendedor de los documentos que copiaba (2110), halló en Simancas e imprimió triunfalmente en 1868 ciertos papeles que, a su parecer, demostraban que D.ª Juana no había sido loca, sino luterana, y perseguida y atormentada como tal por su padre Fernando el Católico y por su hijo Carlos V. Por lo mismo que la noticia era enteramente absurda y salía, además, de los labios de un extranjero, alemán por añadidura, y como tal infalible, hizo grande efecto entre cierta casta de eruditos españoles creyendo los infelices que era una grande arma contra la Iglesia el que D.ª Juana hubiera sido hereje. No quedó sin contestación tan absurda especie, y hoy, después de los folletos de D. Vicente de la Fuente, de Gachard y de Rodríguez Villa (2111), [284] es ya imposible consignar semejante aberración en ninguna historia formal. La locura de D.ª Juana fue locura de amor, fueron celos de su marido, y bien fundados y muy anteriores al nacimiento del Luteranismo, como que ya estaba monomaníaca en 1504. De su piedad antes de esta crisis no puede dudarse. En 15 de enero de 1499 escribía de ella el prior de los dominicos de Santa Cruz, de Segovia, que «tenía buenas partes de buena cristiana y que había en su casa tanta religión como en una estrecha observancia». (Página 55 de los documentos de Bergenroth.) ¿Y qué diremos del famoso trato de cuerda que mosén Ferrer, uno de los guardadores de D.ª Juana, mandó darle para obligarla a comer? (2112) Si D.ª Juana estaba loca, ¿no era necesario, para salvar su vida, tratarla como se trata a los locos y a los niños, sujetándole los brazos con cuerdas o de cualquiera otra manera, y haciéndola tomar el alimento por fuerza? ¿Qué tortura ni qué protestantismo puede ver en esto quien tenga la cabeza sana? Sabemos por cartas del marqués de Denia, otro de sus carceleros, que en 1517 la pobre reina oía misa con gran devoción (p. 177) y tenía un confesor de la Orden de San Francisco, dicho Fr. Juan de Ávila. Y, si luego no quiso en algún tiempo confesarse, fue porque estaba rematadamente loca e iban sus manías por ese camino, sobre todo después que el susodicho marqués, que siempre la trató inicuamente, le quitó el confesor y se empeñó en que escogiera a un dominico. Parece que en sus últimos años aquella infeliz demente manifestaba horror a todo lo que fuese acción de piedad (2113) y no recibía los santos sacramentos; pero ¿qué prueba esto, tratándose de una mujer tan fuera de sentido, que decía a fray Juan de la Cruz (2114) que «un gató de algalia había comido a su madre e iba a comerla a ella»? Afortunadamente, Dios le devolvió la razón en su última hora y la permitió hacer confesión general y solemne protesta de que moría en la fe católica, asistiéndola y consolándola San Francisco de Borja.

     ¿Y quién pudo nunca dudar del acendrado catolicismo del grande Emperador? Verdad es que tiene sobre su memoria el reo borrón del saco de Roma, y el acto cesarista y anticanónico del Interim, y las torpezas y vacilaciones que le impidieron atajar en los comienzos la sedición luterana, de lo cual bien amargamente se lamentaba él en sus últimos años. Pero ¿cómo poner [285] mácula en la pureza de sus sentimientos personales? Ni siquiera se atrevió a tanto el calumniador Gregorio Leti. ¡Protestante el hombre que aún antes de Yuste observaba las prácticas religiosas con la misma exactitud que un monje! ¡El que llamó desvergüenza y bellaquería a la intentona de los protestantes de Valladolid, y, sintiendo hervir la sangre como en sus juveniles días, hasta quiso salir de su retiro a castigarlos por su mano, como gente que estaba fuera del derecho común y con quien no debían seguirse los trámites legales! ¡El que en su testamento encarga estrechamente a su hijo que «favorezca y mande favorecer al Santo Oficio de la Inquisición por los muchos y grandes daños que por ella se quitan y castigan!» «Mucho erré en no matar a Lutero (decía Carlos V a los frailes de Yuste), y si bien le dejé por no quebrantar el salvoconducto y palabra que le tenía dada, pensando de remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo no era obligado a guardarle la palabra, por ser la culpa del hereje contra otro mayor Señor, que era Dios, y así yo no le había ni debía de guardar palabra, sino vengar la injuria hecha a Dios. Que si el delito fuera contra mí solo, entonces era obligado a guardarle la palabra, y por no le haber muerto yo, fue siempre aquel error de mal en peor: que creo que se atajara, si le matara» (2115). Al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático, pero nunca de hereje; y contra todos sus calumniadores protestará aquella sublime respuesta suya a los príncipes alemanes que le ofrecían su ayuda contra el turco a cambio de la libertad religiosa: «Yo no quiero reinos tan caros como ésos, ni con esa condición quiero Alemania, Francia, España e Italia, sino a Jesús crucificado».

     Al lado de tan terminantes declaraciones, poco significa el proceso que Paulo IV, enemigo jurado de los españoles, mandó formar al Emperador como cismático y fautor de herejes por los decretos de la Dieta de Ausburgo, puesto que tal proceso era exclusivamente político, y se enderezaba sólo a absolver a los súbditos del imperio del juramento de fidelidad y traer nuevas complicaciones a Carlos V. Así y todo, no llegó a formularse la sentencia ni pasó de amenaza la excomunión y el entredicho (2116).

     ¿Y qué diremos del príncipe D. Carlos, alimaña estúpida, aunque de perversos instintos, que viene ocupando en la historia mucho más lugar del que merece? Poco ganaría la Reforma con que un niño tontiloco se hubiera adherido a sus dogmas, si es que cabía algún género de dogmas o de ideas en aquella cabeza. Pero, así y todo, el protestantismo de D. Carlos es una fábula; y a quien haya leído el libro de Gachard, definitivo en este punto, no han de deslumbrarle las paradojas de D. Adolfo de Castro. Que el príncipe tuviera tratos con los rebeldes flamencos en odio a su padre, no puede dudarse; que pensó huir a los Países Bajos, es también verdad averiguada; [286] pero todo lo que pase de aquí son vanas conjeturas y cavilosidades. Ni D. Carlos formaba juicio claro de lo que querían los luteranos, ni en toda aquella desatinada intentona procedía sino como un muchacho mal criado, anheloso de romper las trabas domésticas, hacer su voluntad y campar por sus respetos. Todo es pueril e indigno de memoria en este príncipe. El no tenía pensamiento ni inclinación buena; pero, si en la prisión se resistió a confesarse, porque hervía en su alma el odio a muerte contra su padre, esto mismo demuestra que creía en la eficacia del sacramento y temía profanarle. Repito que este punto está definitivamente fallado después de Gachard y de Mouy, y hora es ya de dejar descansar a aquella víctima no de la tiranía de su padre, sino de sus propios excesos y locura que tan sin merecerlo, y por extraño capricho de la suerte, llegó a convertirse en héroe poético y legendario. Ni a la misma Reforma puede serle grato engalanarse con oropeles y lentejuelas de manicomio.



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- II -

Espíritu general de la España del siglo XVI. -Reformas de órdenes religiosas. -Compañía de Jesús. -Concilio de Trento. -Prelados sabios y santos.

     Nadie ha hecho aún la verdadera historia de España en los siglos XVI y XVII. Contentos con la parte externa, distraídos en la relación de guerras, conquistas, tratados de paz e intrigas palaciegas, no aciertan a salir los investigadores modernos de los fatigosos y monótonos temas de la rivalidad de Carlos V y Francisco I, de las guerras de Flandes, del príncipe D. Carlos, de Antonio Pérez y de la princesa de Éboli. Lo más íntimo y profundo de aquel glorioso período se les escapa. Necesario es mirar la Historia de otro modo; tomar por punto de partida las ideas, lo que da unidad a la época, la resistencia contra la herejía, y conceder más importancia a la reforma de una orden religiosa o a la aparición de un libro teológico que al cerco de Amberes o a la sorpresa de Amiens.

     Cuando esa historia llegue a ser escrita, veráse con claridad que la reforma de los regulares, vigorosamente iniciada por Cisneros, fue razón poderosísima de que el protestantismo no arraigara en España, por lo mismo que los abusos eran menores y que había una legión compacta y austera para resistir a toda tentativa de cisma. Dulce es apartar los ojos del miserable luteranismo español para fijarlos en aquella serie de venerables figuras de reformadores y fundadores: en San Pedro de Alcántara, luz de las soledades de la Arrabida, que parecía hecho de raíces de árboles, según la enérgica expresión de Santa Teresa; en el Venerable Tomás de Jesús, reformador de los Agustinos Descalzos; en la sublime doctora abulense y en su heroico compañero San Juan de la Cruz; en San Juan de Dios, portento de caridad, en el humilde clérigo aragonés fundador de las Escuelas [287] Pías y, finalmente, en aquel hidalgo vascongado herido por Dios como Israel, y a quien Dios suscitó para que levantara un ejército, más poderoso que todos los ejércitos de Carlos V, contra la Reforma. San Ignacio es la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro. Ningún caudillo, ningún sabio influyó tan portentosamente en el mundo. Si media Europa no es protestante, débelo en gran parte a la Compañía de Jesús (2117).

     España, que tales varones daba, fecundo plantel de santos de y de sabios, de teólogos y de fundadores, figuró al frente de todas las naciones católicas en otro de los grandes esfuerzos contra la Reforma, en el Concilio de Trento, que fue tan español como ecuménico, si vale la frase. No hay ignorancia ni olvido que baste a oscurecer la gloria que en las tres épocas de aquella memorable asamblea consiguieron los nuestros. Ellos instaron más que nadie por la primera convocatoria (1542) y trabajaron por allanar los obstáculos y las resistencias de Roma. Ellos, y principalmente el cardenal de Jaén, se opusieron en las sesiones sexta y octava a toda idea de traslación o suspensión. Tan fieles y adictos a la Santa Sede como independientes y austeros, sobre todo en las cuestiones de residencia y autoridad de los obispos, ni uno solo de nuestros prelados mostró tendencias cismáticas, ni siquiera el audaz y fogoso arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, atacado tan vivamente por algunos italianos. Ninguno confundió el verdadero espíritu de reforma con el falso y mentido de disidencia y revuelta. Inflexibles en cuestiones de disciplina y en clamar contra los abusos de la curia romana, jamás pusieron lengua en la autoridad del pontífice ni [288] trataron de renovar los funestos casos de Constanza y Basilea. Pedro de Soto opinaba a la vez que la autoridad de los obispos es inmediatamente de derecho divino, pero que el Papa es superior al Concilio, y en una misma carta defiende ambas proposiciones. Cuando la historia del Concilio de Trento se escriba por españoles y no por extranjeros, aunque sean tan veraces y concienzudos como el cardenal Pallavicini, ¡cuán hermoso papel harán en ella los Guerreros, Cuestas, Blancos y Gorrioneros; el maravilloso teólogo D. Martín Pérez de Ayala, obispo de Segorbe, que defendió invenciblemente contra los protestantes el valor de las tradiciones eclesiásticas; el rey de los canonistas españoles, Antonio Agustín, enmendador del Decreto de Graciano, corrector del texto de las Pandectas, filólogo clarísimo, editor de Festo y Varrón, numismático, arqueólogo y hombre de amenísimo ingenio en todo; el obispo de Salamanca, D. Pedro González de Mendoza, autor de unas curiosas memorias del concilio; los tres egregios jesuitas, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Francisco de Torres; Melchor Cano, el más culto y elegante de los escritores dominicos, autor de un nuevo método de enseñanza teológica basado en el estudio de las fuentes de conocimiento; Cosme Hortolá, comentador perspicuo del Cantar de los Cantares; el profesor complutense Cardillo de Villalpando, filósofo y helenista, comentador y defensor de Aristóteles y hombre de viva y elocuente palabra; Pedro Fontidueñas, que casi le arrebató la palma de la oratoria, y tantos y tantos otros teólogos, consultores, obispos y abades como allí concurrieron, entre los cuales, para gloria nuestra, apenas había uno que no se alzase de la raya de la medianía, ya por su sabiduría teológica o canónica, ya por la pureza y elegancia de su dicción latina, confesada, bien a despecho suyo, por los mismos italianos! Bien puede decirse que todo español era teólogo entonces. Y a tanto brillo de ciencia y a tan noble austeridad de costumbre juntábase una entereza de carácter, que resplandece hasta en nuestros embajadores Vargas y D. Diego de Mendoza. ¿Cuándo ha sido España tan española y tan grande como entonces?

     Una serie de concilios provinciales puso vigorosamente en práctica los cánones del Tridentino, a pesar de la resistencia de los mal avenidos con la Reforma. ¿Qué había de lograr el protestantismo cuando honraban nuestras mitras obispos al modo de Fr. Bartolomé de los Mártires, D. Alonso Velázquez, Fr. Lorenzo Suárez de Figueroa, Fr. Andrés Capilla, D. Pedro Cerbuna, D. Diego de Covarrubias, Fr. Guillermo Boil y el Venerable Lanuza; cuando recorrían campos y ciudades misioneros como el Venerable Apóstol de Andalucía, Juan de Ávila, orador de los más vehementes, inflamados y persuasivos que ha visto el mundo; cuando difundían el aroma de sus virtudes aquellas almas benditas y escogidas, en cuya serie, después de los grandes santos ya antes de ahora recordados, fuera injusto no hacer [289] memoria de los Beatos Alonso Rodríguez y Pedro Claver; de Bernardino de Obregón, portento de caridad; del venerable agustiniano Hórozco; del austero y penitente dominico San Luis Beltrán, del recoleto San Francisco Solano, apóstol del Perú; del Beato Simón de Rojas, reformador de las costumbres de la corte; del Beato Nicolás Factor, gran maestro de espíritus? Pero ¿a qué buscar tan altos ejemplos? El que quiera conocer lo que era la vida de los españoles del gran siglo dentro de su casa, lea la biografía que de su Padre escribió el jesuita La Palma; lea las incomparables vidas de D.ª Sancha Carrillo y de D.ª Ana Ponce de León, compuestas por el P. Roa, luz y espejo de lengua castellana, y dudará entre la admiración y la tristeza al comparar aquellos tiempos con éstos.

     Joya fue la virtud pura y ardiente, puede decirse de aquella época como de ninguna, mal que pese a los que rebuscan, para infamarla, los lodazales de la Historia y las heces de la literatura picaresca. Aun los que flaqueaban en punto a costumbres, eran firmísimos en materia de fe; ni los mismos apetitos carnales bastaban a entibiar el fervor; eran frecuentes y ruidosas las conversaciones, y no cruzaba por las conciencias la más leve sombra de duda. Una sólida y severa instrucción dogmática nos preservaba del contagio del espíritu aventurero, y España podía llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos.

     ¿Cuándo los hubo en tan gran número y tan ilustres? Desde el franciscano Luis de Carvajal y el dominico Francisco de Vitoria, que fueron los primeros en renovar el método y la forma y exornar a las ciencias eclesiásticas con los despojos de las letras humanas, empresa que llevó a feliz término Melchor Cano, apenas hay memoria de hombre que baste a recordar a todos, ni siquiera a los más preclaros de aquella invicta legión. Pero, por el enlace que con nuestro asunto tiene, no hemos de olvidar que Fr. Alonso de Castro recopiló en su grande obra De haeresibus cuantos argumentos se abían formulado hasta entonces contra todo linaje de errores y disputó, con tanta sabiduría jurídica como teológica, de iusta haereticorum punitione; que Domingo de Soto, cuyo nombre, gracias a Dios, suena todavía con elogio gracias a su tratado de filosofía del derecho (De iustitia et iure), trituró las doctrinas protestantes de la justificación en su obra De natura et gratia; que el cardenal Toledo impugnó más profundamente que ningún otro teólogo la interpretación que los luteranos dan a la Epístola a los Romanos; que Fr. Pedro de Soto, autor de un excelente catecismo, hizo increíbles esfuerzos con la pluma y con la enseñanza para volver al gremio de la Iglesia a los súbditos de la reina María; que el eximio Suárez redujo a polvo las doctrinas cesaristas del rey Jacobo y el torpe fundamento de la Iglesia Anglicana y que el obispo Caramuel, océano de erudición y de doctrina y verdadero milagro de la naturaleza, convirtió en Bohemia y Hungría tal número de herejes, que a no verlo confirmado en documentos [290] irrecusables parecería increíble y fabuloso. Pero bien puede decirse que, entre todos los libros compuestos aquí contra la Reforma, no hay uno que por la claridad del método y de la exposición, ni por la abrumadora copia de ciencia teológica y filosófica, ni por la argumentación sobria y potente iguale al del jesuita Gregorio de Valencia, De rebus fidei hoc tempore controversis. ¿Quién lee hoy este libro, uno de los más extraordinarios que ha producido la ciencia española? ¿Quién el elegante y doctísimo tratado de D. Martín Pérez de Ayala De divinis traditionibus? ¿Quién las obras del P. Diego Ruiz de Montoya, fundador de la teología positiva, y a quien siguieron y copiaron muchas veces Petavio y Tomasino?

     Pero digo mal; es en España donde no se leen, que fuera de aquí no hay teólogo que no se descubra con amor y veneración al oír los nombres de Molina y Báñez, de Medina, de Suárez y de Gabriel Vázquez. La sola historia de las controversias De auxiliis bastaría para mostrar la grandeza de la especulación teológica entre nosotros. No sólo nació en España la ciencia media y el congruismo, sino también el sistema de la gracia eficaz que llaman tomista por haberle defendido siempre los dominicos, pero que fue creación de Báñez en oposición a Molina. ¡Y qué ingeniosa doctrina la de éste tal como la atenuaron y desarrollaron otros jesuitas posteriores! ¡Qué oportunidad la de los teólogos de la Compañía en levantar, frente de la hórrida predestinación calvinista, una doctrina que tan altos pone los fueros de la libertad humana!



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- III -

La Inquisición. -Supuesta persecución y opresión del saber. -la lista de sabios perseguidos, de LLorente.

     Al lado de las virtudes de los santos, de la espada de los reyes y de la red de conventos y universidades que mantenía vivo el espíritu teológico, lidiaba contra la herejía otro poder formidable, de que ya es hora de hablar, y con valor y sin reticencias ni ambages.

     Ley forzosa del entendimiento humano en estado de salud es la intolerancia. Impónese la verdad con fuerza apodíctica a la inteligencia, y todo el que posee o cree poseer la verdad, trata de derramarla, de imponerla a los demás hombres y de apartar las nieblas del error que les ofuscan. Y sucede, por la oculta relación y armonía que Dios puso entre nuestras facultades, que a esta intolerancia fatal del entendimiento sigue la intolerancia de la voluntad, y cuando ésta es firme y entera y no se ha extinguido o marchitado el aliento viril en los pueblos, éstos combaten por una idea, a la vez que con las armas del razonamiento y de la lógica, con la espada y con la hoguera.

     La llamada tolerancia es virtud fácil; digámoslo más claro: es enfermedad de épocas de escepticismo o de fe nula. El que nada cree, ni espera en nada, ni se afana y acongoja por la salvación [291] o perdición de las almas, fácilmente puede ser tolerante. Pero tal mansedumbre de carácter no depende sino de una debilidad o eunuquismo de entendimiento.

     ¿Cuándo fue tolerante quien abrazó con firmeza y amor y convirtió en ideal de su vida, como ahora se dice, un sistema religioso, político, filosófico y hasta literario? Dicen que la tolerancia es virtud de ahora, respondan de lo contrario los horrores que cercan siempre a la revolución moderna. Hasta las turbas demagógicas tienen el fanatismo y la intolerancia de la impiedad, porque la duda y el espíritu escéptico pueden ser un estado patológico más o menos elegante, pero reducido a escaso número de personas; jamás entrarán en el ánimo de las muchedumbres.

     Si la naturaleza humana es y ha sido y eternamente será, por sus condiciones psicológicas intolerante, ¿a quién ha de sorprender y escandalizar la intolerancia española, aunque se mire la cuestión con el criterio más positivo y materialista? Enfrente de las matanzas de los anabaptistas, de las hogueras de Calvino, deEnrique VIII y de Isabel, ¿qué de extraño tiene que nosotros levantáramos las nuestras? En el siglo XVI, todo el mundo creía y todo el mundo era intolerante (2118). [292]

     Pero la cuestión para los católicos es más honda, aunque parece imposible que tal cuestión exista. El que admite que la herejía es crimen gravísimo y pecado que clama al cielo y que compromete la existencia de la sociedad civil; el que rechaza el principio de la tolerancia dogmática, es decir, de la indiferencia entre la verdad y el error, tiene que aceptar forzosamente la punición espiritual y temporal de los herejes, tiene que aceptar la Inquisición. Ante todo hay que ser lógicos, como a su modo lo son los incrédulos, que miden todas las doctrinas por el mismo rasero, e, inciertos de su verdad, a ninguna consideran digna de castigo. Pero es hoy frecuente defender la Inquisición con timidez y de soslayo, con atenuaciones doctrinales, explicándola por el carácter de los tiempos, es decir, como una barbarie ya pasada, confesando los bienes que produjo, es decir, bendiciendo los frutos y maldiciendo del árbol..., pero nada más. ¿Ni cómo habían de sufrirlo los oídos de estos tiempos, que, no obstante, oyen sin escándalo ni sorpresa las leyes de estado de sitio y de consejos de guerra? ¿Cómo persuadir a nadie de que es mayor delito desgarrar el cuerpo místico de la Iglesia y levantarse contra la primera y capital de las leyes de un país, su unidad religiosa, que alzar barricadas o partidas contra tal o cual gobierno constituido?

     Desengañémonos: si muchos no comprenden el fundamento jurídico de la Inquisición, no es porque él deje de ser bien claro y llano, sino por el olvido y menosprecio en que tenemos todas las obras del espíritu y el ruin y bajo modo de considerar al hombre y a la sociedad que entre nosotros prevalece. Para el economista ateo será siempre mayor criminal el contrabandista que el hereje.¿Cómo hacer entrar en tales cabezas el espíritu de vida y de fervor que animaba a la España inquisitorial? ¿Cómo hacerles entender aquella doctrina de Santo Tomás: «Es más grave corromper la fe, vida del alma, que alterar el valor de la moneda con que se provee al sustento del cuerpo»?

     Y admírese, sin embargo, la prudencia y misericordia de la Iglesia, que, conforme al consejo de San Pablo, no excluye al hereje de su gremio sino después de una y otra amonestación, y ni aún entonces tiñe sus manos en sangre, sino que le entrega al poder secular, que también ha de entender en el castigo de los herejes, so pena de poner en aventura el bien temporal de la república. Desde las leyes del Código teodosiano hasta ahora, a ningún, legislador se le ocurrió la absurda idea de considerar las herejías como meras disputas de teólogos ociosos, que podían dejarse sin represión ni castigo porque en nada alteraban la paz del Estado. Pues qué, ¿hay algún sistema religioso que en su organismo y en sus consecuencias no se enlace con cuestiones políticas y sociales? El matrimonio y la constitución de la familia, [293] el origen de la sociedad y del poder, ¿no son materias que interesan igualmente al teólogo, al moralista y al político? Nunc tua res agitur, paries cum proximus ardet. Nunca se ataca el edificio religioso sin que tiemble y se cuartee el edificio social. ¡Qué ajenos estaban de pensar los reyes del siglo XVIII, cuando favorecían el desarrollo de las ideas enciclopedistas, y expulsaban a los jesuitas, y atribulaban a la Iglesia, que la revolución, por ellos neciamente fomentada, había de hundir sus tronos en el polvo!

     Y haycon todo eso católicos que, aceptando el principio de represión de la herejía, maltratan a la Inquisición española. ¿Y por qué? ¿Por la pena de muerte impuesta a los herejes? Consignada estaba en todos nuestros códigos de la Edad Media, en que dicen que éramos más tolerantes. Ahí está el Fuero real mandando que quien se torne judío o moro, muera por ello e la muerte de este fecho atal sea de fuego. Ahí están las Partidas (ley 2, tít. 6, part. 7) diciéndonos que al hereje predicador débenlo quemar en fuego, de manera que muera; y no sólo al predicador, sino al creyente, es decir, al que oiga y reciba sus enseñanzas (2119).

     Imposible parece que nadie haya atacado a la Inquisición por lo que tenía de tribunal indagatorio y calificador; y, sin embargo, orador hubo en las Cortes de Cádiz que dijo muy cándidamente que hasta el nombre de Inquisición era anticonstitucional. Semejante salida haría enternecerse probablemente a aquellos patricios, que tenían su código por la obra más perfecta de la sabiduría humana; pero ¿quién no sabe, por ligera idea que tenga del Derecho Canónico, que la Iglesia, como toda [294] sociedad constituida, aunque no sea constitucional, ha usado y usa, y no puede menos de usar, los procedimientos indagatorios para descubrir y calificar el delito de herejía? Háganlo los obispos, háganlo delegados o tribunales especiales, la Inquisición, en ese sentido, ni ha dejado ni puede dejar de existir para los que viven en el gremio de la Iglesia. Se dirá que los tribunales especiales amenguaban la autoridad de los obispos. ¡Raro entusiasmo episcopal: venir a reclamar ahora lo que ellos nunca reclamaron!

     No soy jurista ni voy a entrar en la cuestión de procedimientos, que ya ha sido bien tratada en las diversas apologías que se han escrito en estos últimos años (2120). Ni disputaré si la Inquisición fue tribunal exclusivamente religioso o tuvo algo de político, como Hefele y los de su escuela sostienen. Eclesiástica era su esencia, e inquisidores apostólicos, y nunca reales, se titularon sus jueces; y en su fondo, ¿quién dudará que la Inquisición española era la misma cosa que la Inquisición romana por el género de causas en que entendía y hasta por el modo de sustanciarlas? Si, a vueltas de todo esto, tomó en los accidentes un color español muy marcado, es tesis secundaria y no para discutida en este libro.

     ¿Y qué diremos de la famosa opresión de la ciencia española por el Santo Tribunal? Lugar común ha sido éste de todos los declamadores liberales, y no me he de extender mucho en refutarle, pues ya lo he hecho con extensión en otros trabajos míos (2121). Llorente, un hombre de anchísima conciencia histórica y moral, formó un tremendo catálogo de sabios perseguidos por la Inquisición. Hasta ciento dieciocho nombres contiene, incluso los de jansenistas y enciclopedistas del siglo XVIII, que ahora no nos interesan. Los restantes son, por el orden en que él los trae y sin omitir ninguno:

     El Venerable Juan de Ávila, cuya inocencia se reconoció a los pocos días, saliendo en triunfo y a son de trompetas de las cárceles de la Inquisición sevillana.

     Un cierto Dr. Balboa, catedrático de leyes en Salamanca a principios del siglo XVII, grande enemigo de los jesuitas, y que estuvo a punto de ser procesado por ciertos memoriales contra ellos y contra el Colegio Imperial. Pero lo cierto es que no lo fue ni hay para qué citarle.

     El Dr. Barriovero, Fr. Hernando del Castillo, Fr. Mancio del Corpus Christi, Fr. Luis de la Cruz, Juan Fernández, el jesuita Gil González, Fr. Juan de Ledesma, Fr. Felipe de Meneses, Pedro de Mérida, Fr. Juan de la Peña, Fr. Ambrosio de Salazar, fray Fernando de San Ambrosio, Fr. Antonio de Santo Domingo, Fr. Pedro de Sotomayor, Fr. Francisco de Tordesillas, Fr. Juan de Villagarcía. ¡Tremenda lista! Pues bien, casi todos éstos, [295] con paz de Llorente, no son literatos (fuera de Fr. Hernando del Castillo), ni escribieron nada, ni están en el catálogo más que para abultarle y sorprender a los incautos. Son sencillamente personas de quienes se hace referencia en el proceso del arzobispo Carranza, ya por haber dado censuras favorables al Cathecismo, ya por haber tenido correspondencia con Fr. Bartolomé. A algunos de ellos (Fr. Hernando del Castillo) se le tuvo por sospechoso en la materia de justificación, pero pronto se reconoció su inocencia. Fr. Luis de la Cruz y Fr. Juan de Villagarcía abjuraron de levi, y pienso que sobraban motivos para mayor rigor (2122).

     Clemente Sánchez de Bercial, arcediano de Valderas. Su Sacramental se prohibió, pero él no fue procesado, diga lo que quiera Llorente, ni podía serlo, porque vivió muy a principios del siglo XV, en tiempo de D. Juan II, cuando no había Inquisición en Castilla. Et voilà comment on écrit l'Histoire.

     El Brocense (Francisco Sánchez). Aquí la cuestión varía de especie. Tenemos, afortunadamente, el proceso (cf. Documentos inéditos, t. 2), que no llegó a sentenciarse por muerte del procesado. Nadie admira más que yo al Brocense; le tengo por padre de la gramática general y de la filosofía del lenguaje. Como humanista es para mí hombre divino, como lo era para Gaspar Scioppio. Pero no vaya a creer el cándido lector que le llevó a las audiencias inquisitoriales su saber filológico, ni el haber escudriñado las causas de la lengua latina, sino su incurable manía de meterse a teólogo y de mortificar a sus compañeros, los teólogos de la Universidad, con pesadas zumbas, que les herían en lo vivo. Atrájole, además, no pocas enemistades su fervor antiaristotélico y ramista, manifiesto, sobre todo, en el tratado De los errores de Porfirio. Era hombre de espíritu vivo, arrojado e independiente, enemigo de la autoridad y de la tradición, hasta el punto de declarar en una ocasión solemne que sólo captivaba su entendimiento en las cosas que son de fe y que tenía por cosa mala el creer a los maestros si con evidencia matemática no probaban lo que decían. Entre los cargos acumulados contra el Brocense hay infinitas puerilidades de estudiantes ociosos o mal inclinados; hay verdaderos atrevimientos y caprichos del Maestro, y en el fondo de todo, una rivalidad filosófica y una cuestión de escuela. Yo creo que la Inquisición, que con tanta benignidad le había tratado siempre, hubiera acabado por absolverle, recomendándole más cautela y recato en hablar. Lo cierto es que sus libros no se pusieron en el Índice, ni había motivo, puesto que Francisco Sánchez, aunque poco amigo de la escolástica y acérrimo odiador de la barbarie literaria y algo erasmita en sus aficiones, limitó siempre sus audacias a materias opinables y fue buen católico e hijo sumiso de la Iglesia. [296]

     El cancelario de la Universidad de Alcalá, Luis de la Cadena, sobrino de Pedro de Lerma y erasmita como él. Dicen que fue delatado a la Inquisición de Toledo y dicen que por temor a la tormenta emigró a París, donde murió de catedrático de la Sorbona. Nadie lo prueba; y, aunque fuera todo verdad, la delación no es proceso.

     Martín Martínez de Cantalapiedra, catedrático de Escritura en Salamanca y envuelto con Fr. Luis de León y Arias Montano en la borrasca levantada contra los hebraizantes por el helenista León de Castro. Abjuró de levi por ciertas proposiciones en menosprecio de los antiguos expositores.

     Fray Bartolomé de las Casas. ¡Qué crítica la de Llorente! Si hubiera puesto entre los perseguidos y entre las víctimas de la independencia científica a los adversarios de Las Casas, y especialmente a Juan Ginés de Sepúlveda, cuyos libros se recogieron, tendría alguna apariencia de razón, aunque no para sacar a plaza al Santo Oficio, que poco intervino en tales cuestiones. ¿Pero a Fr. Bartolomé de las Casas, a quien siempre dimos aquí la razón en medio de sus hipérboles y arrebatos? El procedimiento de Llorente es en este caso tan sencillo como burdo; alguien delató ciertas proposiciones de Fr. Bartolomé a la Inquisición; luego el apóstol de las Indias es una de las víctimas del abominable Tribunal, porque, según los principios jurídicos de aquel famoso canonista, lo mismo es una delación a que no se da curso que un proceso.

     Pablo de Céspedes. También huelga aquí el nombre del autor del Poema de la pintura. ¿Y por qué hace el papel de víctima? Por una carta suya inserta en el proceso del arzobispo Carranza, de quien era agente en Roma.

     Un jesuita llamado Prudencio de Montemayor, a quien los dominicos acusaron en 1600 de pelagiano por ciertas conclusiones acerca de la gracia y libre albedrío.

     Fray Jerónimo Román, a quien se reprendió en el Santo Oficio de Valladolid por algunos lugares de sus Repúblicas del mundo, impresas en 1575.

     Fray Juan de Santa María, franciscano descalzo, autor del libro de República y policía cristiana (1616). Con perdón de Llorente, no se le procesó, sino que se expurgó una claúsula de su obra.

     Fray José de Sigüenza. El inmortal historiador jeronimiano fue delatado a la Inquisición de Toledo; compareció ante ella y fue absuelto.

     El Dr. Jerónimo de Ceballos, uno de los regalistas del siglo XVII, cuyas obras se prohibieron en Roma, pero no en España.

     Quien conozca nuestra literatura de los siglos XVI y XVII, no habrá dejado de reírse de ese sangriento martirologio formado por Llorente, en que no hay una sola relajación al brazo secular, ni pena alguna grave, ni aun cosa que pueda calificarse de proceso formal, [297] como no sea el del Brocense, ni tampoco nombres que algo signifiquen, fuera de éste y de los de Luis de la Cadena, Sigüenza, Las Casas y Céspedes, que está aquí no se sabe por qué.

     Hay otros cuatro eximios varones de quienes conviene hablar separadamente, si bien con brevedad. Sea el primero Antonio de Nebrija, padre o restaurador de las letras humanas en España. Sus enmiendas al texto latino de la Vulgata, algunas de las cuales pasaron a la Complutense, parecieron mal a los teólogos por ser gramático el autor, y no faltaron hablillas y delaciones, y aún fueron sometidas a calificación sus Quincuagenas; pero todo se estrelló en la rectitud y buena justicia de los inquisidores generales D. Diego de Deza y Cisneros, según el mismo Nebrija en su Apología rerum quae illi obiiciuntur. Y Alvar Gómez, el clásico biógrafo de nuestro cardenal, refiere que éste hizo los mayores esfuerzos por defender a Nebrija y a sus compañeros de la Políglota de las diatribas de sus émulos y de la ignorancia de los tiempos y por cubrirlos con su autoridad «et auctoritate honestare et a calumniatorum, criminationibus asserere». ¡Bendito modo de oprimir las letras tenían estos inquisidores generales! A mayor abundamiento, Nebrija publicó luego en Alcalá, y dedicadas al cardenal, las Quincuagenas.

     Del proceso de Fr. Luis de León fuera temeridad decir nada después del magistral y definitivo Ensayo histórico del mejicano D. Alejandro Arango y Escandón, modelo de sobriedad, templanza, buen juicio y buen estilo. Quien lo lea o quien recurra al proceso original, tan conocido desde que se estampó en los Documentos inéditos, formará idea clara de la terrible cuestión, filológica y universitaria al principio, suscitada (con ocasión de las juntas que en Salamanca se tuvieron sobre la Biblia de Vatablo) entre nuestros hebraizantes Fr. Luis de León, Martín Martínez de Cantalapiedra y el Dr. Grajal y el helenista León de Castro, partidario ciego de la versión de los Setenta y odiador de los códices hebreos, que suponía corrompidos por la malicia judaica. En estas juntas, y para decir toda la verdad, unos y otros se arrebataron hasta decirse duras palabras, amenazando Fr. Luis de León a Castro con hacer quemar su libro sobre Isaías. Era León de Castro hombre de genio iracundo y atrabiliario, muy pegado de su saber y muy despreciador de lo que no entendía. Hiriéronle las palabras de Fr. Luis en lo más vivo de su orgullo literario, y no entendió sino delatarle a la Inquisición. A sus delaciones se juntaron otras, especialmente las del célebre teólogo dominico Bartolomé de Medina. Y como la cuestión que yacía en el fondo del proceso era la de la autoridad y valor de la Vulgata, cuestión capitalísima, y más en aquel siglo, el Santo Oficio tuvo que proceder con pies de plomo y dejar que el reo explicara y defendiera largamente sus opiniones. Así lo hizo Fr. Luis en varios escritos admirables de erudición y sagacidad, sobre todo para compuestos en una [298] cárcel y con pocos libros. Y, aunque el proceso duró mucho y sus enemigos eran fuertes y numerosos, la virtud, sabiduría e inocencia del profesor salmantino triunfaron de todo, y acabó por ser absuelto, aunque se recogió, conforme a las reglas del Índice expurgatorio, la traducción que había hecho en lengua vulgar del Cántico de Salomón.

     León de Castro, pertinaz en sus odios contra los hebraístas, que él llamaba judaizantes, osó poner lengua en la Biblia Regia de Amberes, y acusó a Arias Montano (2123) de sospechoso de opiniones rabínicas. Defendiéronle en sendas cartas el cisterciense Fr. Luis de Estrada y Pedro Chacón, (2124) y, examinada la Biblia por diversos calificadores, y especialmente por el padre Mariana, varón de severísimo juicio e incapaz de torcer la justicia a pesar del poco amor de Arias Montano a la Compañía, la decisión fue favorable y no hubo proceso, y Felipe II prosiguió honrando al solitario de la Peña de Aracena como quizá ningún monarca ha acertado a honrar a un sabio.

     ¿Y con qué derecho se cuenta entre las víctimas de la Inquisición al P. Mariana, que fue tan favorecido por ella, que le confirió la redacción del Índice expurgatorio de 1583 y la censura de la Políglota antuerpiense? ¿Cómo se hace responsable al Santo Oficio de la tormenta política excitada contra el sabio jesuita por su tratado De la alteración de la moneda, que tan al vivo mostraba las llagas del reino y la corrupción y venalidad de los procuradores a Cortes y de los validos de Felipe III?

     Clamen, cuanto quieran ociosos retóricos y pinten al Santo Oficio como un conciliábulo de ignorantes y matacandelas; siempre nos dirá a gritos la verdad en libros mudos, que inquisidor general fue Fr. Diego de Deza, amparo y refugio de Cristóbal Colón; e inquisidor general Cisneros, restaurador de los estudios de Alcalá, editor de la primera Biblia políglota y de las obras de Raimundo Lulio, protector de Nebrija, de Demetrio el Cretense, de Juan de Vergara, del Comendador Griego y de todos los helenistas y latinistas del Renacimiento español; e inquisidores generales D. Alonso Manrique, el amigo de Erasmo; y D. Fernando Valdés, fundador de la Universidad de Oviedo; y D. Gaspar de Quiroga, a quien tanto debió la colección de concilios y tanta protección Ambrosio de Morales; e inquisidor D. Bernardo de Sandoval, que tanto honró al sapientísimo Pedro de Valencia y alivió la no merecida pobreza de Cervantes y de Vicente Espinel. Y aparte de estos grandes prelados, ¿quién no recuerda que Lope de Vega se honró con el título de familiar del Santo Oficio, y que inquisidor fue Rioja, el melancólico cantor de las flores, y consultor del Santo Oficio el insigne arqueólogo y poeta Rodrigo de Caro, cuyo nombre va unido inseparablemente al suyo por la antigua y falsa atribución [299] de las Ruinas? Hasta los ministros inferiores del Tribunal solían ser hombres doctos en divinas y humanas letras y hasta en ciencias exactas. Recuerdo a este propósito que José Vicente del Olmo, a quien muchos habrán oído mentar como autor de la relación oficial del auto de fe de 1682, lo es también de un no vulgar tratado de Geometría especulativa y práctica de planos y sólidos (Valencia 1671) y de una Trigonometría con la resolución de los triángulos planos y esféricos, y uso de los senos y logaritmos, que es, y dicho sea entre paréntesis, una de tantas pruebas como pueden alegarse de que no estaban muertos ni olvidados los estudios matemáticos, aun en la infelicísima época de Carlos II, cuando se publicaban libros como la Analysis geometrica, de Hugo de Omerique, ensalzada por el mismo Newton.

     Pero ¿cómo hemos de esperar justicia ni imparcialidad de los que, a trueque de defender sus vanos sistemas, no tienen reparo en llamar sombrío déspota, opresor de toda cultura, a Felipe II, que costeó la Políglota de Amberes, grandioso monumento de los estudios bíblicos, no igualada en esplendidez tipográfica por ninguna de la posteriores, ni por la de Walton, ni por la de Jay; a Felipe II, que reunió de todas partes exquisitos códices para su biblioteca de San Lorenzo y mandó hacer la descripción topográfica de España, y levantar el mapa geodésico, que trazó el maestro Esquivel, cuando ni sombra de tales trabajos poseía ninguna nación del orbe; y formó en su propio palacio una academia de matemáticas, dirigida por nuestro arquitecto montañés Juan de Herrera; y promovió y costeó los trabajos geográficos de Abraham Ortelio; y comisionó a Ambrosio de Morales para explorar los archivos eclesiásticos, y al botánico Francisco Hernández para estudiar la fauna y la flora mejicanas?



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- IV -

Prohibición de libros. -Historia externa del «Índice expurgatorio».

     No sólo se combate a la Inquisición con retóricas declamaciones contra la intolerancia, con cuadros de tormentos y con empalagosa sensiblería. Hay otra arma, al parecer de mejor temple; otro argumento más especioso para los amantes de la libertad de la ciencia y del pensamiento humano emancipado. No se trata ya de hogueras ni de potros, sino de haber extinguido y aherrojado la razón con prohibiciones y censuras; de haber matado en España las ciencias especulativas y las naturales y cortado las alas al arte. Todo lo cual se realizó, si hemos de creer a la incorregible descendencia de los legisladores de Cádiz, en ciertas listas de proscripción del entendimiento, llamadas Índices expurgatorios. Bien puede apostarse doble contra sencillo a que casi ninguno de los que execran y abominan estos libros los ha alcanzado a ver ni aun de lejos, porque casi [300] todos son raros, rarísimos, tanto por lo menos como cualquiera de las obras que en ellos se prohíben o mandan expurgar. Y, si no los han visto, menos han podido analizarlos, ni juzgar de su contenido, ni sentenciar si está o no proscrito en ellos el entendimiento humano. Por lo cual, y siendo mengua de escritores serios el declamar en pro ni en contra sobre lo que se sabe mal y a medias, es preciso, para entendemos sobre los Índices, declarar lisa y llanamente lo que eran, trazando primero su historia externa o bibliográfica, y luego la interna; clasificando y aun enumerando los principales libros que vedó o mandó tachar el Santo Oficio; tarea no tan larga y difícil como sin duda habrán pensado los críticos liberales y tarea indispensable si nuestras conclusiones sobre el decantado influjo del Santo Oficio en la decadencia de la cultura nacional han de ser cosa sólida y maciza.

     El prohibir a los fieles las lecturas malas o sospechosas ha sido derecho ejercido en todos tiempos, y sin contradicción, por la Iglesia. Así se explica la desaparición de casi todas las obras de los primeros heresiarcas y el decreto del Papa Gelasio sobre los libros apócrifos, primer documento legal en la materia. A través de las oscuridades de los tiempos medios, y con las interrupciones y lagunas dolorosas que su historia ofrece, vemos que papas, concilios y obispos seguían ejerciendo en diversos modos este derecho de prohibición, necesario al buen régimen de la sociedad eclesiástica y aun de la civil. En tiempo de Recaredo arden en Toledo las Biblias ulfilanas y los libros arrianos. El Concilio de París de 1209 veda los libros franceses de teología, los cuadernos de David de Dinant y las doctrinas seudoaristotélicas del maestro Amalrico y del español Mauricio. El Concilio de Tolosa de 1229, y a su ejemplo la junta congregada en Tarragona el año 1233 por D. Jaime el Conquistador, prohíbe las traducciones vulgares de la Biblia. Y, fundada ya y organizada la Inquisición en Provenza y Cataluña, se van añadiendo a las antiguas prohibiciones del Derecho canónico, inauguradas con el Decreto de Gelasio, las que los inquisidores, con autoridad apostólica, iban haciendo. Así se prohibieron los libros teológicos de Arnaldo de Vilanova. Así fue condenado a las llamas el Virginale, de Nicolás de Calabria. Así los libros de magia y de invocación de los demonios del catalán Raimundo de Tárrega, y todos los demás de que se habla en el Directorium, de Eymerich. Así, aunque temporalmente, algunos de Raimundo Lulio, gracias a la Extravagante, de Gregorio XI, que obtuvo o forjó el mismo Eymerich.

     De Castilla hay menos noticias, sin duda porque fueron rarísimos los casos de herejía manifestada en libros. Con todo eso, D. Fr. Lope Barrientos, obispo de Cuenca y confesor del príncipe D. Enrique, expurgó y condenó en parte a las llamas, no como inquisidor, sino por especial comisión de D. Juan II, y bien contra su propia voluntad, la biblioteca de D. Enrique de Villena. [301] Y en 1479 los teólogos complutenses que condenaron a Pedro de Osma mandaron arder su libro De confessione, lo cual se llevó a cabo pública y solemnemente en Alcalá y en el patio de las escuelas de Salamanca, quemándose juntamente con el libro la cátedra en que el Maestro había explicado.

     Sabemos por testimonios oscuros y nada detallados que el Santo Oficio, desde los primeros días de su establecimiento en Castilla, comenzó a perseguir los libros de prava y herética doctrina y que el primer inquisidor Fr. Tomás de Torquemada, quemó en el convento de Dominicos de San Esteban, de Salamanca, gran número de ellos. Y es sabido que Cisneros, en su fervor evangélico y propagandista, entregó a las llamas en Granada muchos ejemplares del Corán, algunos de ellos con vistosas encuadernaciones, y libros arábigos de toda especie, reservando los de medicina.

     Las primeras prohibiciones de libros no se hacían en forma de Índice, sino por provisiones y cartas acordadas, de las cuales parece ser la más antigua la que el cardenal Adriano, inquisidor general, dio en Tordesillas el 7 de abril de 1521, prohibiendo la introducción de los libros de Lutero. No eran éstos conocidos aún en España, pero la prohibición respondía a un breve de León X circulado a todas las iglesias de la cristiandad. El inquisidor D. Alonso Manrique la repitió en 11 de agosto de 1530 y él y otros se valieron imprudentemente de la autoridad inquisitoria para cerrar la boca a los impugnadores de Erasmo; que al fin los inquisidores eran hombres, y no todo acto suyo es justificable (2125).

     Nada de esto se parecía aún a sistema formal de Índices, ni los primeros se redactaron en España, ni se oyó tal nombre en la cristiandad hasta el año 1546, en que, asustado Carlos V por los estragos de la propaganda luterana, solicitó de los teólogos de la Universidad de Lovaina una lista o catálogo de los libros heréticos que en Alemania se imprimían. Nuestra Inquisición hizo suyo este catálogo, y le reimprimió varias veces (2126), con algunas adiciones de libros latinos y castellanos que no habían llegado a noticia de los doctores lovanienses. Intervinieron en este primer Índice los inquisidores Alonso Pérez y el licenciado Valtodano, el secretario Alonso de León y el fiscal Alonso Ortiz. Encabézase el libro con un breve de Julio III que prohíbe la lectura y conservación de libros prohibidos y revoca todas las licencias anteriores (2127) y (2128). [302]

     No fue bastante medicina este Índice, y como las Biblias de impresión extranjera que se introducían en España desde 1528 venían plagadas de errores y herejías en las notas, sumarios y glosas, determinó D. Fernando de Valdés que se hiciera un Índice y censura especial de Biblias en 1554 (2129); trabajo muy curioso y bien hecho, en que se expurgan más de cincuenta y cuatro ediciones.

     Conforme arreciaba la tormenta protestante y se multiplicaban los libros sospechosos aun en España y en lengua vulgar, iban pareciendo no suficientes, el Índice de Lovaina y la censura de Biblias. Así es que el infatigable Valdés dispuso la formación de un nuevo y copioso Índice, que salió de las prensas de Sebastián Martínez, de Valladolid, el año 1559, y forma un tomo en 4.º de primera rareza. Es piedra angular de todos los restantes.

     En pos de [303] este Índice viene el que por encargo de Felipe II formaron en Amberes varios teólogos, el principal de ellos Arias Montano, e imprimió elegantísimamente Plantino en 1570. De este Índice publicaron en 1609 (Estrasburgo) y 1611 (Hanau) los calvinistas franceses Francisco Junio y Juan Pappi una reimpresión, con prólogos y notas burlescas, adicionada con la censura de las glosas del Derecho canónico que, por encargo de San Pío V, había trabajado el maestro del Sacro Palacio, fray Tomás Manrique.

     Mucho más copioso e interesante que el de Valdés para nuestra historia literaria es el que mandó formar a Mariana y otros teólogos el inquisidor D. Gaspar de Quiroga, y se imprimió en Madrid por Alonso Gómez, 1583, dividido en dos partes o tomos; uno, de libros prohibidos, y otro, de expurgatorios, con ciertas reglas sobre la expurgación, que se repitieron en todas las ediciones subsiguientes. Esta segunda parte fue reimpresa en Saumur, 1601, por los protestantes.

     Don Bernardo de Sandoval y Rojas autorizó el quinto de estos Índices generales, estampado en Madrid por Luis Sánchez en 1612 y reimpreso por los protestantes ginebrinos en 1619, imprenta de Juan Crespín, con un prólogo de Horacio Turretino en burla y depresión del Santo Oficio. Este Índice tiene por separado dos apéndices; uno, que el mismo Quiroga dio en 1614 (por Luis Sánchez), y otro, publicado en 1628 por su sucesor el cardenal D. Antonio Zapata (imprenta de Juan Gómez).

     Al mismo Zapata se debe el sexto Índice, publicado en 1632 (Sevilla, imprenta de Francisco de Lira), con más reglas y advertencias y muchos más libros que en los anteriores.

     Su sucesor, D. Fr. Antonio Sotomayor, de la Orden de Predicadores, arzobispo de Damasco y confesor de Felipe IV, se mostró celosísimo en su oficio inquisitorio, y, no satisfecho con haber quemado más de 2.000 libros en el convento de doña María de Aragón, de Madrid, mandó publicar un nuevo Índice en 1640, en la imprenta del maldito Diego Díez de la Carrera, que decía Quevedo. El cual Índice fue reimpreso y parodiado por los protestantes, según su costumbre, en Ginebra, 1667, aunque con la fecha y lugar supuestos de la primera edición.

     Finalmente, y para llevar esta historia hasta lo último, en el siglo XVIII se imprimieron hasta tres Índices expurgatorios. El primero, más voluminoso que todos los pasados, como que consta de dos tomos en folio, fue comenzado por D. Diego Sarmiento y Valladares y acabado por D. Vidal Marín, obispo de Ceuta e inquisidor general, en 1700. Con no muchas adiciones le reprodujo en 1748 D. Francisco Pérez Cuesta, obispo de Teruel, siendo la más importante y acomodada a las necesidades del tiempo un catálogo de autores jansenistas.

     De este Índice es un compendio el publicado en 1790, en un solo volumen, por el inquisidor general Don Agustín Rubín de Ceballos, que incluyó ya en él gran número de libros impíos [304] y enciclopedistas. Lo mismo se observa en un suplemento publicado en la imprenta Real en 1805, último acto literario de la Inquisición (2130) y (2131). [305]



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- V -

El «Índice expurgatorio» internamente considerado. Desarrollo de la ciencia española bajo la Inquisición.

     Los Índices expurgatorios, que fueron al principio en cuarto y luego en folio, contienen reglas generales y prohibiciones o expurgaciones particulares. Natural es que comencemos por las primeras.

     Y, ante todo, por las Biblias en lengua vulgar, que severamente estuvieron vedadas en España por la regla quinta de los antiguos Índices, hasta que se levantó la prohibición en 1782, pero sólo para las versiones aprobadas por la Silla Apostólica o dadas a la luz por autores católicos con anotaciones de los Santos Padres y Doctores de la Iglesia, que remuevan todo peligro [306] de mala inteligencia. En lo cual sabiamente se ajustó el Santo Oficio a la doctrina del breve de Pío VI, en elogio y recomendación de la Biblia toscana del arzobispo Martini.

     A nadie escandalice la sabia cautela de los inquisidores del siglo XVI. Puestas las Sagradas Escrituras en romance, sin nota ni aclaración alguna, entregadas al capricho y a la interpretación individual de legos y de indoctos, de mujeres y niños, son como espada en manos de un furioso, y sólo sirven para alimentar el ciego e irreflexivo fanatismo, de que dieron tan amarga muestra los anabaptistas, los puritanos y todo el enjambre de sectas bíblicas nacidas al calor de la Reforma. ¿Cómo entregar sin comentarios al vulgo libros antiquísimos, en lengua y estilo semíticos o griegos, henchidos de frases, modismos y locuciones hebreas y preñados de altísimo sentido místico y profético? ¿Cómo ha de distinguir el ignorante lo que es Historia y lo que es ley, lo que es ley antigua y ley nueva, lo que se propone para la imitación o para el escarmiento, lo que es símbolo o figura? ¿Cómo ha de penetrar los diversos sentidos del sagrado texto? ¿A qué demencias no ha arrastrado la irreflexiva lectura del Apocalipsis?

     Para evitar, pues, que cundieran los videntes y profetas, y tornasen los días del Evangelio eterno y aquellos otros en que los mineros de Turingia deshacían con sus martillos las cabezas de los filisteos, vedó sabiamente la Iglesia el uso de las Biblias en romances, reservándose el concederlo en casos especiales. Y no eran nuevas estas prohibiciones, que ya en tiempo de los valdenses las habían formulado un concilio de Tolosa y reproducido D. Jaime el Conquistador en 1233. Claro que entonces existían ya Biblias catalanas; pero este decreto contribuyó a hacerlas, desaparecer. Pasado el peligro, la prohibición cayó en olvido, y hoy poseemos, aunque manuscritas y en un solo códice, una Biblia catalana completa, que parece traducida en el siglo XV (2132), y varios fragmentos, algunos muy considerables, [307] de otras versiones diferentes. Y consta que en 1478 se imprimió en Valencia, por Alfonso Fernández de Córdoba y maestre Larbert Palmart, a expensas de un mercader alemán, dicho Felipe Vizlant, una traducción catalana de las Sagradas Escrituras, en que intervinieron Fr. Bonifacio Ferrer, hermano de San Vicente, y otros teólogos. Pero esta versión fue tan rigurosamente destruida, que sólo han llegado a nosotros las últimas hojas, guardadas con veneración en la cartuja de Portaceli.

     En Castilla, donde el peligro de herejía era menor, no hubo nunca tal prohibición, así vemos que D. Alfonso el Sabio, en su Grande y general historia, escrita a imitación de la Historia escolástica, de Pedro Coméstor, intercaló buena parte de los sagrados Libros traducidos o extractados en vulgar. Y en 1430, a ruegos y persuasión del maestre de Calatrava, D. Luis de Guzmán, hizo rabí Moseh Arragel una traducción completa, notabilísima como lengua, que todavía yace inédita en la biblioteca de los duques de Alba. Esto sin contar otras muchas versiones, anónimas y parciales, que se conservan en El Escorial y la que hizo de los Evangelios y de las Epístolas de San Pablo el converso Martín de Lucena, a quien decían el Macabeo, a ruegos del marqués de Santillana.

     La imprenta comenzó a difundir las Escrituras en lengua vulgar desde muy temprano. Y quizá la primera muestra entre nosotros fue el Psalterio, de la Biblioteca Nacional de París, al que siguió un Pentateuco impreso por los judíos, y luego la Biblia ferrariense, que era casi la única que en España circulaba cuando los edictos de prohibición vinieron. La cual fue tan rigurosa en el Índice de Valdés, que hasta se mandó recoger y entregar al Santo Oficio los libros de devoción en que anduviesen traducidos pedazos de los Evangelios y Epístolas canónicas, etc. Más adelante este rigor amansó, y aún en España vino a quedar en vigor la regla cuarta del Índice tridentino, que deja al buen juicio del obispo o del inquisidor, previo consejo del párroco o confesor del interesado, conceder o no la lectura de la Biblia en lengua vulgar por licencia in scriptis. Y, a decir verdad, la privación no era grande; porque ¿quién no sabía latín en el siglo XVI? Pues todo el que lo supiese, aunque fuera un muchacho estudiante de gramática, estaba autorizado para leer la Vulgata sin notas. Y el pueblo y las mujeres tenían a su disposición las traducciones en verso de los libros poéticos, que jamás se prohibieron; ciertos comentarios y paráfrasis y muchos libros de devoción, en que se les daba, primorosamente engastada, una buena parte del divino texto. Fácil sería hacer una hermosa Biblia reuniendo y concordando los lugares que [308] traducen nuestros ascéticos. ¿A qué se reducen, pues, las declamaciones de los protestantes? Lejos de estar privados los españoles del siglo XVI del manjar de las Sagradas Escrituras, penetraba en todas las almas así el espíritu como la letra de ellas y nuestros doctores no se hartaban de encarecer y recomendar su estudio, como puede verse en los muchos pasajes recopilados por Villanueva.

     Prohíbe, en general, nuestro Índice los libros de heresiarcas y cabezas de secta, como Lutero, Zuinglio y Calvino, mas no las obras de sus impugnadores, en que andan impresos tratados o fragmentos de ellos; ni las traducciones que esos herejes hicieron, aun de autores eclesiásticos, sin mezclar errores de su secta; los libros abiertamente hostiles a la religión cristiana, como el Talmud, el Corán y ciertos comentarios rabínicos; los de adivinaciones, supersticiones y nigromancías; los que tratan de propósito cosas lascivas, exceptuando los antiguos gentiles, que se permiten propter elegantiam sermonis, con tal que no se lean a la juventud los pasajes obscenos.

     Vamos a ver a qué estaban reducidas las trabas del pensamiento, y para esto procederemos, aunque con brevedad suma, por ciencias y géneros. El teólogo español podía leer libremente todos los Padres y Doctores eclesiásticos anteriores a 1515, puesto que dice expresamente el Índice que «en ellos no se mude, altere ni expurge nada», como no sean las variantes y corruptelas introducidas de mala fe por los protestantes. Ni los libros de Tertuliano después de su caída ni ningún otro hereje antiguo le estaban vedados. También se le permitían todos los escolásticos de la Edad Media, incluso Pedro Abelardo, salvo algunos pasajes, y Guillermo Occam, exceptuando sus libros contra Juan XXII. Y tenía a su alcance toda la inmensa copia de teólogos ortodoxos posteriores, sobre todo los que daban sin cesar alimento a nuestras prensas, sin que haya ejemplo de que ninguno de nuestros grandes teólogos fuera molestado en cosa grave por el Santo Oficio, pues en el libro de Melchor Cano se expugnaron sólo dos o tres frases insignificantes; en Suárez y otros, lo que decían de la confesión in scriptis, y esto a consecuencia de un decreto de Clemente VIII de 1602; y en el tratado De morte et immortalitate, de Mariana, algunas expresiones que a los dominicos les parecieron demasiado molinistas, o, como ellos decían, semipelagianas. No era raro que las cuestiones de escuela trascendiesen a la formación del Índice, y las disputas de la gracia y de la Inmaculada solían dar motivo a prohibiciones opuestas, según que unos y otros entendían en el Índice.

     En cuanto a los libros de religión en lengua vulgar, prohibíanse en el Índice de Valdés los de Taulero, Dionisio Rickel, Henrico Herph y otros alemanes, sospechosos de inducir al panteísmo y al quietismo. Se mandaban recoger las primeras ediciones del Audi, filia, del Maestro Ávila; de la Guía de pecadores y [309] De la oración y meditación, de Fr. Luis de Granada, y de la Obra del cristiano, de San Francisco de Borja, no porque contuviesen error alguno, sino por el universal terror que inspiraban, en tiempo de los alumbrados, los libros místicos y «por encerrar cosas que, aunque los autores píos y doctos las dixeron sencillamente, creyendo que tenían sano y católico sentido, la malicia de los tiempos las hace ocasionadas para que los enemigos de la fe las puedan torcer al propósito de su dañada intención». ¡Y cuánto ganaron algunas de estas obras con ser luego enmendadas por sus autores! Compárese el desorden, las repeticiones y el desaliño de las primeras y rarísimas ediciones de la Guía de pecadores con el hermoso texto que hoy leemos, y de seguro se agradecerá a la Inquisición este servicio literario. Sin diferir en nada sustancial, es más culto, más lleno y metódico el tratado que han leído siempre los católicos españoles, y que ojalá leyesen mucho los que a tontas y a locas acusan al Santo Oficio de haberle prohibido.

     Más adelante desapareció este recelo contra la mística, y ni San Pedro de Alcántara, ni Fr. Juan de los Ángeles, ni fray Luis de León, ni Malón de Chaide, ni Santa Teresa, ni San Juan de la Cruz suenan para nada en los Índices; Fr. Jerónimo Gracián sólo por sus Conceptos del amor divino y por sus Lamentaciones del miserable estado de los ateístas, materia que se consideró peligrosa porque en España no los había. Los demás libros de religión vedados en el Índice son, ya formalmente heréticos, como los de Valdés, Pérez, Valera, etc., y la traducción de las Prédicas, de Fr. Bernardo de Ochino; ya sospechoso en grado vehemente, como el Catecismo de Carranza; ya relativos a controversias pasadas, cuyo recuerdo convenía borrar, v. gr., la Cathólica impugnación del herético libelo que en el año passado de 1480 fue divulgado en Sevilla, obra de Fr. Hemando de Talavera contra ciertos judaizantes.

     Cien veces lo he leído por mis ojos, y, sin embargo, no me acabo de convencer de que se acuse a la Inquisición de haber puesto trabas al movimiento filosófico y habernos aislado de la cultura europea. Abro los Índices, y no encuentro en ellos ningún filósofo de la antigüedad, ninguno de la Edad Media, ni cristiano ni árabe, ni judío; veo permitida en términos expresos la Guía de los que dudan, de Maimónides (regla 14 de las generales), y en vano busco los nombres de Averroes, de Avempace y de Tofail; llegó al siglo XVI, y hallo que los españoles podían leer todos los tratados de Pomponanzzi, incluso el que escribió contra la inmortalidad del alma, pues sólo se les prohíbe el De incantationibus, y podían leer íntegros a casi todos los filósofos del Renacimiento italiano: a Marsilio Ficino, a Nizolio, a Campanella, a Telesio (estos dos con algunas expurgaciones). ¿Qué más? Aunque parezca increíble, el nombre de Giordano Bruno no está en ninguno de nuestros Índices, como no está en el de Galileo, aunque sí en el Índice romano; ni el [310] de Descartes, ni el de Leibnitz, ni, lo que es más peregrino, el de Tomás Hobbes, ni el de Benito Espinosa; y sólo para insignificantes enmiendas el de Bacon. ¿No nos autoriza todo esto para decir que es una calumnia y una falsedad indigna lo de haber cerrado las puertas a las ideas filosóficas que nacían en Europa, cuando, si de algo puede acusarse al Santo Oficio, es de descuido en no haber atajado la circulación de libros que bien merecían sus rigores? Se dirá que no pasaban nuestros puertos; pero ¿no están ahí todos los biógrafos de Espinosa para decirnos que la Ética y el Tratado teológico-político se introducían en la España de Carlos II disfrazados con otros títulos? En vano se nos quiere considerar como una Beocia o como una postrera Thule; siempre será cierto que tarde o temprano entraba aquí todo lo que en el mundo tenía alguna resonancia, y mucho más si eran libros escritos en latín y para sabios, con los cuales fue siempre tolerantísimo el Santo Oficio.

     Afirmo, pues, sin temor de ser desmentido, que en toda su larga existencia, y fuese por una causa o por otra, no condenó nuestro Tribunal de la Fe una sola obra filosófica de mérito o de notoriedad verdadera ni de extranjeros ni de españoles. En vano se buscarán en el Índice los nombres de nuestros grandes filósofos; brillan, como se dice, por su ausencia. Raimundo Lulio se permite íntegro; de Sabunde sólo se tacha una frase; de Vives, en sus obras originales, nada, y sólo ciertos pedazos del comentario a la Ciudad de Dios, de San Agustín, en que dejó imprudentemente poner mano a Erasmo; el Examen de ingenios, de Huarte, y la Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, de D.ª Oliva, que no escasean de proposiciones empíricas y sensualistas, sufrieron muy benigna expurgación; y los Diálogos de amor, de León Hebreo, mezcla de cábala y neoplatonismo, se vedaron en lengua vulgar, pero nunca en latín. ¡Y ésta es toda la persecución contra nuestra filosofía!

     Pues aún es mayor falsedad y calumnia más notoria lo que se dice de las ciencias exactas, físicas y naturales. Ni la Inquisición persiguió a ninguno de sus cultivadores ni prohibió jamás una sola línea de Copérnico, Galileo y Newton. A los Índices me remito. ¿Y qué mucho que así fuera, cuando en 1594 todo un consejero de la Inquisición que luego llegó a inquisidor general D. Juan de Zúñiga, visitó, por comisión regia y apostólica, los Estudios de Salamanca, y planteó en ellos toda una facultad de ciencias matemáticas como no la poseía entonces ninguna otra universidad de Europa, ordenando que en astronomía se leyese como texto el libro de Copérnico?

     En letras humanas aún fue mayor la tolerancia. Cierto que constan en el Índice los nombres de muchos filólogos alemanes y franceses, unos protestantes y otros sospechosos de herejía, verbigracia, Erasmo, Joaquín Camerario, Scalígero, Henrico Stéphano, Gaspar Barthio, Meursio y Vossio; pero, bien examinado todo, redúcese a prohibir algún tratado o a expurgaciones o a [311] que se ponga la nota de auctor damnatus al comienzo de los ejemplares.

     ¿Y qué influjo maléfico pudo ejercer el Índice en nuestra literatura nacional? ¡Cuán pocas de nuestras obras clásicas figuran en él! Del Cancionero general se quitaron las escandalosísimas obras de burlas y algunas de devoción tratadas muy profanamente y con poco seso. De novelas se vedó la Cárcel de amor, que su mismo autor, Diego de San Pedro, había reprobado, principalmente por terminar con el suicidio del héroe. La Celestina no se prohibió hasta 1793; los antiguos inquisidores eran más tolerantes, y la trataron como a un clásico, mandando borrar algunas frases y dejando correr lo demás propter elegantuam sermonis. Apenas se mandó recoger ningún libro de caballerías (2133) fuera de los celestiales y a lo divino, los más necios y soporíferos de todos, v. gr., la Caballería celestial del pie de la rosa fragante. Con el teatro ninguna censura moderna ha sido tan tolerante como aquel execrado Índice. Baste decir que, fuera de las «comedias, tragedias, farsas o autos donde se reprende y dize mal de las personas que frecuentan los Sacramentos, o se haze injuria a alguna orden o estado aprobado por la Iglesia», lo dejaba correr todo. Así es que la lista de las producciones anteriores a Lope de Vega prohibidas por el Santo Oficio se reduce, salvo error, que enmendará el Sr. Cañete cuando publique su deseada historia de ese teatro, a las siguientes:

     Auto de Amadís de Gaula, de Gil Vicente.

     Égloga de Plácida y Victoriano, de Juan del Enzina.

     Las primeras ediciones de la Propaladia, de Torres Naharro; no la de 1573, en que se quitaron algunas diatribas contra Roma.

     Comedia Josephina, distinta de la hermosa Tragedia Josephina, de Micael de Carvajal, como ha demostrado el señor Cañete.

     Comedia Orfea (hoy perdida).

     Comedia La Sancta, ¿quizá La Lozana?, impresa en Venecia.

     Comedia Tesorina, de Jaime de Huete, imitación torpe y ruda de Torres Naharro.

     Comedia Tidea, de Francisco de las Natas.

     Auto de la resurrección de Cristo.

     Farsa de dos enamorados.

     Farsa custodia.

     Compárese esto con la riqueza total, y se verá cuán poco monta. Más adelante, y a excepción de algunos autos sacramentales y comedias devotas, en que lo delicado de la materia exigía más rigor, dejóse a nuestros ingenios lozanear libremente y a sus anchas por el campo de la inspiración dramática. Y lo mismo a los líricos, con la única excepción importante de Cristóbal de Castillejo, en cuyo Diálogo de las condiciones de las mujeres se mandó borrar el trozo de las monjas. ¿Y quién encadenó la fantasía de nuestros noveladores y satíricos? ¿Hubo [312] nunca ingenio más audaz y aventurero que el de don Francisco de Quevedo? Pues bien: el Santo Tribunal despreció todas las denuncias de sus émulos y dio el pase a sus rasgos festivos cuando él los pulió, aderezó e imprimió por sí mismo, reprobando las ediciones incompletas y mendosas que mercaderes rapaces habían hecho fuera de estos reinos (2134).

     Es caso no sólo de amor patrio, sino de conciencia histórica, el deshacer esa leyenda progresista, brutalmente iniciada por los legisladores de Cádiz, que nos pintan como un pueblo de bárbaros, en que ni ciencia ni arte pudo surgir, porque todo lo ahogaba el humo de las hogueras inquisitoriales. Necesaria era toda la crasa ignorancia de las cosas españolas en que satisfechos vivían los torpes remedadores de las muecas de Voltaire para que en un documento oficial, en el dictamen de abolición del Santo Oficio, redactado, según es fama, por Muñoz Torrero, se estampasen estas palabras, padrón eterno de vergüenza para sus autores y para la grey liberal, que las hizo suyas, y todavía las repite en coro: «Cesó de escribirse en España desde que se estableció la Inquisición».

     ¡Desde que se estableció la Inquisición, es decir, desde los últimos años del siglo XV! ¿Y no sabían esos menguados retóricos, de cuyas desdichadas manos iba a salir la España nueva, que en el siglo XVI, inquisitorial por excelencia, España dominó a Europa aún más por el pensamiento que por la acción y no hubo ciencia ni disciplina en que no marcase su garra?

     Entonces, Vives, el filósofo del sentido común y de la experiencia psicológica, escudriñó las causas de la corrupción de los estudios y señaló sus remedios con espíritu crítico más amplio que el de Bacon y formulando antes que él los cánones de la inducción. El valenciano Pedro Dolese combatió el primero la cosmología peripatética, pasándose a los reales de Leucipo y de Demócrito. Siguiéronle, entre otros muchos, Francisco Vallés en su Philosophia Sacra, donde es muy de notar una extraña teoría del fuego como unidad dinámica, y Gómez Pereyra, que en su Antoniana Margarita redujo a polvo la antigua teoría del conocimiento mediante las especies inteligibles y propugnó, siglos antes que Reid, la doctrina del conocimiento directo, así como se adelantó a Descartes en el entimema famoso y en el automatismo de las bestias. Fox Morcillo y Benito Pererio llevaron muy adelante la conciliación platónico-aristotélica, afirmando que la idea de Platón es la forma de Aristóteles cuando se concreta y traduce en las cosas creadas. Juan Ginés de Sepúlveda, [313] Pedro Juan Núñez Monzó, Monllor, Cardillo de Villalpando y otros muchos, helenistas al par que filósofos, adelantaron grandemente la crítica y correccion del texto de Aristóteles y de Alejandro de Afrodisia. Surgieron partidarios de las diversas escuelas griegas en lo que no parecían hostiles al dogma, y hubo muchos estoicos, y Quevedo intentó la defensa de Epicuro, y el ingenioso médico Francisco Sánchez, en su extraño libro De multum nobili, prima et universali scientia, quod nihil scitur, enseñó el escepticismo aún más radicalmente que Montaigne y Charron; y también con vislumbres escépticas desarrolló Pedro de Valencia las enseñanzas de los antiguos sobre el criterio de la verdad en el precioso opúsculo que tituló Académica. No faltaron averroístas, al modo de los de la escuela de Padua donde con tanto crédito explicó, al mismo tiempo que Pomponazzi, el sevillano Montes de Oca. La rebelión antiaristotélica comenzó en España mucho antes que en Francia: las Ocho levadas, del salmantino Herrera, anteceden a Pedro Ramus, discípulo infiel de Vives. Y también Ramus tuvo aquí secuaces, especialmente el Brocense, que tanto se encarniza con la dialéctica aristotélica en su tratado De los errores de Porfirio.

     Al lado de estos pensadores independientes, que libremente disputaban de todo lo opinable, se presentaban unidas y compactas las vigorosas falanges escolásticas de tomistas y escotistas y la nueva y brillantísima de filósofos jesuitas, que más adelante se llamaron suaristas. Porque, en efecto, no hay en toda la escolástica española nombre más glorioso que el de Suárez, ni más admirable libro que sus Disputationes Metaphysicae, en que la profundidad del análisis ontológico llega casi al último límite que puede alcanzar entendimiento humano. Y Suárez, insigne psicólogo en el De anima, es, con su trato De legibus, uno de los organizadores de la filosofía del derecho, ciencia casi española en sus orígenes, que a él y a Vitoria (De indis et iure belli), a Domingo de Soto (De iusticia et iure), a Molina (De legibus) y a Baltasar de Ayala (De iure belli) debe la Europa antes que a Grott ni a Puffendor.

     ¿Quién enumerará todos los jesuitas que con criterio sereno y desembarazado trataron todo género de cuestiones filosóficas, apartándose, en puntos de no leve entidad, de lo que pasaba por doctrina tomística pura? ¿Cómo olvidar la Metafísica y la Dialéctica de Fonseca, el tratado De anima del cardenal Toledo, el De principiis, de Benito Pererio, los cursos de Maldonado, Rubio, Bernaldo de Quirós, Hurtado de Mendoza y el atrevidísimo de Rodrigo de Arriaga (hombre de ingenio agudo, sutil y paradójico, que no tuvo reparo en impugnar a Santo Tomás y a Suárez), y, sobre todo, las Disputationes Metaphysicae, pocas en número pero magistrales, que se han entresacado de los libros de Gabriel Vázquez? Además, casi todas las obras de los teólogos lo son a la vez de profundísima filosofía. ¡Cuántas luces ontológicas pueden sacarse del tratado De ente supernaturali, [314]de Ripalda! Y las obras místicas de Álvarez de Paz, ¿no constituyen una verdadera suma teológica y filosófica de la voluntad?

     Bacon contaba todavía entre los desiderata de las ciencias particulares el estudio de sus respectivos tópicos, lugares o fuentes, cuando ya este anhelo estaba cumplido en España, por lo que hace a la teología, en el áureo libro de Melchor Cano, al cual rodean como minora sidera el de Fr. Luis de Carvajal. De restituta theologia, y el de Fr. Lorenzo de Villavicencio, De formando theologiae studio. Y, descendiendo a otras ciencias más del agrado de los racionalistas modernos, ciencia española es la gramática general y la filosofía del lenguaje, a cuyos principios se remontó, antes que nadie, el Brocense en su Minerva, si bien con aplicación a la lengua latina. Simultáneamente, Arias Montano, luz de los estudios bíblicos entre nosotros, concebía altos pensamientos de comparación y clasificación de las lenguas, que anunciaban la aurora de otra ciencia, la cual sólo llegó a granazón en el siglo XVIII, y también, por fortuna nuestra, en manos de un español: la filología comparada.

     Y al mismo tiempo, Antonio Agustín, aplicando al Derecho la luz de la arqueología y de las humanidades, daba nueva luz al texto de las Pandectas y enmendaba el Decreto de Graciano; Antonio Gouvea rivalizaba con Cuyacio, hasta despertar los celos de éste, y D. Diego de Covarrubias y otra serie innumerable de romanistas y canonistas daban fehaciente y glorioso testimonio de la transformación que por influjo de los estudios clásicos venía realizándose en el Derecho.

     La Inquisición no ponía obstáculos; ¿qué digo?, daba alas a todo esto, y hasta consentía que se publicasen libros de política llenos de las más audaces doctrinas, no sólo la de la soberanía popular, sino hasta la del tiranicidio, aquí nada peligroso, porque no entraba en la cabeza de ningún español de entonces que el poder real fuese tiránico, y siempre entendía que se trataba de los tiranos populares de la Grecia antigua.

     Como a nadie se le ocurría entonces tampoco que los estudios clásicos fueran semilla de perversidad moral, brillaban éstos con inusitado esplendor, como nunca han vuelto a florecer en nuestro suelo. Abierto el camino por Antonio de Nebrija, maestro y caudillo de todos; por Arias Barbosa, que fue para el griego lo que Nebrija para el latín, pronto cada universidad española se convirtió en un foco de cultura helénica y latina. En Alcalá, Demetrio el Cretense; Lorenzo Balbo, editor de Quinto Curcio y de Valerio Flaco; Juan de Vergara, traductor de Aristóteles, y su hermano, que lo fue de Heliodoro; Luis de la Cadena, elegantísimo poeta latino; Alvar Gómez de Castro, el clásico biógrafo del Cardenal; Alonso García Matamoros, apologista de la ciencia patria y autor de uno de los mejores tratados de retórica que se escribieron en el siglo XVI; Alfonso [315] Sánchez, a quien no impidieron sus aficiones clásicas hacer plena justicia a Lope de Vega, y esto por altas razones de naturalismo estético, a pocos más que a él reveladas entonces. En Salamanca, el Comendador Griego, corrector de Plinio, de Pomponio Mela y de Séneca, seguido por sus innumerables discípulos, sin olvidar, por de contado, al iracundo León de Castro, tan rico de letras griegas como ayuno de letras orientales; ni mucho menos al Brocense, que basta por sí a dar inmortalidad a una escuela; ni a su yerno Baltasar de Céspedes, ni a su poco fiel discípulo Gonzalo Correas. En Sevilla, los Malaras, Medinas y Gironés, que alimentan o despiertan el entusiasmo artístico en los pechos de la juventud hispalense e infunden la savia latina en el tronco de la poesía colorista y sonora que allí espontáneamente nace. En Valencia, la austera enseñanza aristotélica de Pedro Juan Núñez, cuyos trabajos sobre el glosario de voces áticas de Frinico no han envejecido y conservan todavía interés; ¡rara cosa es un libro de filología! En Zaragoza, Pedro Simón Abril, incansable en su generosa empresa de poner al alcance del vulgo la literatura y la ciencia de los antiguos, desde las comedias de Terencio hasta la lógica y la política de Aristóteles. Y en los colegios de la Compañía, hombres como el P. Manuel Álvarez, cuya gramática por tanto tiempo dominó en las escuelas; como el P. Perpiñán, sin igual entre los oradores latinos, y como el P. Juan Luis de la Cerda, rey de los comentadores de Virgilio. ¿Qué mucho, si hasta en tiempos de relativa decadencia, en reinado de Felipe IV, tuvimos un Vicente Mariner, que interpretó y comentó cuanto hay que comentar de la literatura griega, desde Homero hasta los más farragosos escoliastas y hasta los más sutiles, tenebrosos e inútiles poemas bizantinos; y un D. José Antonio González de Salas, que, en medio de las culteranas nebulosidades de su estilo tanto se adelantó, en fuerza de sagaces intuiciones a la crítica de su tiempo cuando hizo el análisis de la Poética, de Aristóteles, y buscó la idea de la tragedia antigua aún con más acierto que el Pinciano? ¿Y qué mucho, si en los ominosos días de Carlos II se educó el deán Martí, en quien todas las musas y las gracias derramaron sus tesoros, hombre que parecía nacido en la Alejandría de los primeros Ptolomeos o en la Roma de Augusto? ¿Quién ha escrito con más elegancia y donaire que él las cartas latinas? ¡Qué sazonada y copiosa vena de chistes en una lengua muerta!

     Cerremos los oídos al encanto para no hacer interminables esta reseña, y no olvidemos que al mismo paso que los estudios de humanidades, y por recíproco influjo, medraron los de historia y ciencias auxiliares. Y a la vez que Antonio Agustín fundaba, puede decirse, la ciencia de las medallas, y Lucena, Fernández Franco, Ambrosio de Morales y muchos más comenzaban a recoger antigüedades, estudiar piedras e inscripciones y explorar vías romanas, nacía la crítica histórica con Vergara, escribía Zurita sus Anales, que «una sola nación posee para envidia [316] de las demás», y Ocampo, Morales, Garibay, Mariana, Sandoval, Yepes, Sigüenza e infinitos más daban luz a la historia general, a la de provincias y reinos particulares, a las de monasterios y órdenes religiosas. Aún la ficción de los falsos cronicones fue, en definitiva, aunque indirectamente, beneficiosa, por haber suscitado una poderosa reacción de la crítica histórica, que nos dio en tiempo de Carlos II los hermosos trabajos de Nicolás Antonio, D. Juan Lucas Cortés y el marqués de Mondéjar.

     Más pobre fuimos en ciencias exactas y naturales, pero no ciertamente por culpa de la Inquisición, que nunca se metió con ellas; ni tanto, que no podamos citar con orgullo nombres de cosmógrafos, como Pedro de Medina, autor quizá del primer Arte de navegar, traducido e imitado por los ingleses aún a principios del siglo XVII; como Martín Cortés, que imaginó la teoría del polo magnético, distinto del polo del mundo, para explicar las variaciones de la brújula; como Alfonso de Santa Cruz, inventor de las cartas esféricas o reducidas; de geómetras, como Pedro Juan Núñez que inventó el nonius y resolvió el problema de la menor duración del crepúsculo; de astrónomos, como don Juan de Rojas, inventor de un nuevo planisferio; de botánicos, como Acosta, García de Orta y Francisco Hernández, que tanto ilustraron la flora del Nuevo Mundo y de la India Oriental; de metalurgistas, como Bernal Pérez de Vargas, Álvaro Alonso Barba y Bustamante; de escritores de arte militar, como Collado, Alava, Rojas y Firrufino, norma y guía de los mejores de su tiempo en Europa.

     Y, sin embargo, ¡cesó de escribirse desde que se estableció la Inquisición! ¿Cesó de escribirse, cuando llegaba a su apogeo nuestra literatura clásica, que posee un teatro superior en fecundidad y en riquezas de invención a todos los del mundo; un lírico a quien nadie iguala en sencillez, sobriedad y grandeza de inspiración entre los líricos modernos, único poeta del Renacimiento que alcanzó la unión de la forma antigua y del espíritu nuevo; un novelista que será ejemplar y dechado eterno de naturalismo sano y potente; una escuela mística, en quien la lengua castellana parece lengua de ángeles? ¿Qué más, si hasta los desperdicios de los gigantes de la decadencia, de Góngora, de Quevedo o de Baltasar Gracián, valen más que todo ese siglo XVIII, que tan neciamente los menospreciaba?

     Nunca se escribió más y mejor en España que en esos dos siglos de oro de la Inquisición. Que esto no lo supieran los constituyentes de Cádiz, ni lo sepan sus hijos y sus nietos, tampoco es de admirar, porque unos y otros han hecho vanagloria de no pensar, ni sentir, ni hablar en castellano. ¿Para qué han de leer nuestros libros? Más cómodo es negar su existencia.

     En el volumen siguiente veremos cómo se desmoronó piedra a piedra este hermoso edificio de la España antigua y cómo fue olvidando su religión y su lengua y su ciencia y su arte, y [317] cuanto la había hecho sabia, poderosa y temida en el mundo, a la vez que conservaba todo lo malo de la España antigua: y cómo, a fuerza de oírse llamar bárbara, acabó por creerlo. ¡Y entonces sí que fue de veras el ludibrio de las gentes, como pueblo sin tradición y sin asiento, esclavo de vanidades personales y torpe remedador de lo que no entendía más que a medias!
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NOTAS

2086.        Relectiones Theologicae R. P. Fr. Francisci Victoriae, Ordinis Praedicatorum, Sacrae Theologiae Professoris Eximii, atque in Salmanticensi Academia quondam Cathedrae Primariae Moderatoris, Praelectorisque incomparabilis... Matriti. Anno 1765. En la oficina de Manuel Martín (607 páginas, en 4.º). Hay ediciones de Salamanca 1565, Lyon 1587, Venecia 1640, Colonia y Francfort 1696, etc.

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2087.        Logroño 1529. (En 4.º gótico.) Dedicado a D. Antonio de Castilla, obispo de Calahorra.

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2088.       Reprobación de las supersticiones y hechizerías. Libro muy útil y necesario a todos los buenos Christianos. El qual compuso el Reverendo Maestro Ciruelo, Canónigo que fue en la sancta yglesia catedral de Salamanca. Ahora nuevamente corregido y emendado, con algunos apuntamientos desta señal . En Salamanca. En casa de Juan de Canova, 1556. (En 4.º gótico; 85 folio.) Hay otras ediciones, pero ésta es la que tengo. En el folio segundo dice: «Doctrina muy verdadera y cathólica, sacada de las entrañas de la más sana philosophia y theologia, que por muy ciertas y claras razones arguye reprobando muchas maneras de vanas supersticiones y hechizerías, que en estos tiempos andan muy públicas en nuestra España, por la negligencia y descuido de los señores prelados y de los jueces ansí eclesiásticos como seglares, a los quales va dirigida esta obrezilla».

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2089.        Aquí se intercala un capítulo muy curioso Del saber que tiene el diablo: «Sabe los movimientos de los cielos y de los elementos, y sabe las virtudes de las estrellas, los eclipses y las conjunciones y otras aspectos de los planetas. Sabe las propiedades de los metales y piedras, yerbas y de todas las medicinas, y las de los peces y aves y de las animalias de la tierra. Sabe la astrología, philosophía y medicina mejor y más perfectamente que todos los philósofos y sabios del mundo... De las cosas ya passadas en el mundo, aunque los hombres las tengan olvidadas, el diablo tiene memoria y las sabe casi todas, cómo y en qué manera acaescieron, y las puede contar como un grande coronista, porque todas las tiene en su memoria, y puede luego recontar las historias de los sanctos Patriarcas de las primeras edades del Mundo, y las de los Hebreos, Griegos y Latinos y de todas las otras naciones bárbaras, porque él se halló en todas ellas donde quiera que acontecieron... Y todas estas cosas el diablo las puede revelar a los malos hombres siervos suyos.»

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2090.        En oposición a las vanidades de los saludadores trae Ciruelo varios remedios naturales contra la rabia, algunos de ellos bien absurdos.

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2091.        «Otros hazen maleficios y hechizos contra los que mal quieren, con pedazos del ara consagrada del altar, y con otras reliquias santas y con candelas o yerbas bendecidas... o ponen en la missa las ropas de los niños o de otros enfermos debaxo de los pies del sacerdote... Otra manera es de las mujeres casadas para haber hijos de sus maridos, y la de las doncellas para casar con quien ellas desean», etc. (folio 73).

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2092.        Benedicti Pererii Valentini, e Societate Iesu. Adversus fallaces et superstitiosas artes, etc. Libri tres... Lugduni, apud Horatium Carlon, 1603 (253 páginas).

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2093.        «Non est dubium quin eorum quae de Magis aut dicuntur aut scribuntur, quam plurima sint ficta et falsa: nam plerique hominum nimis sunt creduli et superstitiosi... Porro quae de Strigibus vulgo circumferuntur non sunt in totum falsa...» (Y se refiere al testimonio de Alfonso de Castro y de Silvestre, como queriendo declinar en ellos su responsabilidad.) «Ceterum plurima Magorum opera esse simulata, fallentia oculos spectantium» (folios 1, 2 y 12). Cf. todo el capítulo sobre la Necromancía p. 57 a 71

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2094.        Nació casualmente en los Países Bajos, pero su padre era oriundo de la Torre de Proaño, cerca de Reinosa, donde aún persiste la noble familia montañesa de su apellido.

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2095.        Aquelarre es palabra vascongada, que equivale a prado del cabrón.

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2096.        Disquisitionum Magicarum libri sex, quibus continentur accurata curiosarum artium et vanarum superstitionum confutatio utilis Theologis, Iurisconsultis, Medicis, Philologis, auctore Martino del Rio, Societatis Iesu Presbytero, LL. Licenciato, et Theologiae Doctore, olim Academia Graetzensi, nunc in Salmanticensi publica SS. Scripturae Professore..., Maguntiae, apud Ioannem Albinum. Anno M.DC,XII. (Tres tomos, en 4.º)

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2097.        Sin embargo, consintió en dar a Camilo Rufini, amigo de Torralba, cierta cédula con palabras mágicas: para que ganase en el juego, y una cédula, escrita con sangre de murciélago, para que la usase al mismo propósito don Diego de Zúñiga.

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2098.        Torralba es personaje importante en el Carlo Famoso, indigesto poema o crónica rimada del buen D. Luis ZAPATA. (Cf. los cantos 28, 30, 31 y 32.) Hay muchas relaciones manuscritas de las audiencias y de la sentencia de Torralba en volúmenes de papeles varios. Yo poseo una, de letra del siglo XVII, conforme en lo sustancial a otra de la Biblioteca Nacional. Cf., además LLORENTE, c. 15 a. 2.

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2099.        Cf. SANDOVAL, Historia del Emperador, 1.16 §15.

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2100.        LLORENTE, c. 23 a. 1

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2101.        Hoy mismo lo practica el vulgo de Andalucía y Extremadura, valiéndose de ciertos libros supersticiosos, que suelen salir de los presidios de África.

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2102.        Manuscrito 85 de la Biblioteca Nacional de París, fondo español, colección Llorente: Proceso de D. Diego de Heredia.

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2103.        Martín del Río traduce al latín la acusación fiscal (libro II, q. 24).

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2104.        Biblioteca Colombina, SS-251-10. (Varios sucesos acaecidos a don Alonso de Aguilar, caballero de Córdoba.)

     Como muestra de lo que eran los conjuros en el siglo XVII, y para que sc comparen [268] con los de épocas anteriores, copio el siguiente de otra bruja cordobesa, Catalina Salazar, en 1625:

        Yo te conjuro

     por Tizón

     y por Carbón

     y por cuantos diablos con ellos son,

     y por el diablo cojuelo,

     para que con pronto vuelo

     me traigas a... (Aquí el nombre.)

     Venga, venga y no se detenga

     por el aire como torbellino,

     sin que encuentre tropiezo en su camino.

     (Colección de autos generales y particulares de fe celebrados por la Inquisición de Córdoba. Publícalos el licenciado Gaspar Matute y Luquín, seudónimo de D. Luis María Ramírez de las Casas Deza.)

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2105.        Me regaló los autos de esta causa mi amigo D. Ramón Vinader.

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2106.        Cf. Carta del Inquisidor de Calahorra al Condestable de Navarra sobre el suceso de las Brujas, año 1590 (Biblioteca Nacional, ms. O, 150, p. 103).

     En el libro titulado Castellanos y vascongadas (Madrid 1876) hay un apéndice sobre Brujerías vascongadas (página 267).

     En las Leyendas vascongadas, por D. JOSÉ MARÍA DE GOIZUETA (Madrid, imprenta de F. García Padrós, 1851), hay una leyenda con el título de Aquelarre.

     Lo que se hizo por los inquisidores de Calahorra para averiguar el mal trato y vivienda de las brujas (Biblioteca, ms. V. 99, p. 259).

     Relación de la visita que hizo en Vizcaya el Dr. D. Lope de Isasti, Beneficiado de Lezo, sobre las brujas de Cantabria: noticia de las que castigó Don Fr. Prudencio de Sandoval en Navarra la Baxa (Biblioteca Nacional, ms, G. 115, p. 129).

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2107.        Hay varias copias del Discurso, una de ellas en los manuscritos de la Biblioteca Nacional.

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2108.        Artes Mágicas.-Siglo XVII.-Astrología judiciaria.

     «Contra el licenciado Gonçalez, catedrático de mathematicas en Salamanca y contra Luis Rosicler, bordador y pintor, vecino de Madrid.

     En la villa de Almorox en tres días del mes de mayo de mil y seysçientos y çinco a os aviendo tenido el señor Inquisidor licenciado don Gaspar de Quiroga relaçión de qe es necesario ver y visitaros los sanbenitos que ay en las iglesias de la villa de Ecalona...

     Y asimismo por quanto Gaspar de Montemayor, contador mayor del marqués de Vilena, que reside en la dicha villa de Escalona, vino a comunicar ciertas cosas de qe un Rosicler bordador, vecino de la villa de Madrid, so color de astrología alça figuras, y diçe algunas cosas de los sucesos por venir de que el dicho Gaspar de Montemayor dijo averle pedido en su nombre y de otras personas lo hiciese y alçase juyço sobrello, y porque al tiempo y quando lo comunicó con el señor Inquisidor era en el campo y adonde no se pudo escriuir y ser tarde y estar de camino el dicho Montemayor, y por ser lo susodicho de las cosas prohibidas por el Santo Oficio y de las que e han leydo y publicado en el edicto general, y aviendome hallado presente a lo dicho con el señor Inquisidor cometió a mi el dicho secretario examine en forma al dicho Gaspar de Montemayor cerca de lo susodicho... y para lo susodicho y sobre lo mismo de un licenciado Gonçalez, catedrático en Salamanca... El licenciado don Gaspar de Quiroga.-Ante mí Mathias Barrantes de Aguilera, Secretario.»

     «En la villa de Escalona en quatro dias del mes de marzo de mil y seyscientos y quatro años ante mi el presente secretario y ante Juan Romo de Aguero, comissario del Sato Oficio de la Inquisición, en virtud de la comission del Santo Oficio paresció [272] llamado y juró en forma de derecho y prometió decir verdad un hombre que siendo preguntado dijo llamarse Gaspar de Montemayor, contador mayor del marqués de Villena y vecino de Escalona, de edad que dijo ser de quarenta y cinco años, y siendole dicho diga y declare lo que de su boluntad fue a decir y declarar ante el señor Inquisidor licenciado don Gaspar de Quiroga en la villa de Almorox el lunes último de febrero cerca de ciertos juicios y figuras que dijo haber levantado un vecino de Madrid y el licenciado Gonçalez, catedrático de mathematicas en Salamanca:

     Dijo que aviendo leydo el edicto de la fee que se publicó en la iglesia parroquial de San Martín desta villa a beynte de febrero deste presente año entendió por él estava prohibido la judiçiara, respecto de lo qual le pareció tenía obligación de dar noticia de algunas cosas cerca de lo dicho al su Inquisidor don Gaspar de Quiroga, y éste fue a la villa de Almorox a ello y trató con el dicho señor Inquisidor y ante el presente secretario todo lo que se le ofrecía en raçón de la dicha judiçiaria, que son las cosas siguientes:

     Lo primero que había diez o doce años que el licenciado Gonçalez susodicho le alço figura a este testigo sobre su nacimiento y se la dio por escrito, al qual no vido como la avia alçado, y aunque este testigo la tomó no dio crédito a lo que allí decía tenía efecto como despues lo vido por lo que sucedió en los años siguientes, que aunque en algunas acertó en otras muchas erró -el qual residia a la saçon en Madrid y aora entiende reside en Salamanca- y que tambien oyo decir alço figura el Marqués de Villena, que hoy es, sobre su nacimiento, y vio el papel de las cosas que iba juzgando en él, y que ha entendido y oydo que el dicho licenciado Gonçalez es persona que lo saue hacer y lo hacía en aquel tiempo -y que este es un hombre que ha oido decir que el Consejo Real de Castilla le llamó quando se mudava la corte sobre cierto juycio que había hecho y que lo (que) toca al papel cerca destos juycios, así el que fue del suyo y el del Marqués, no sabe hoy dellos- y asi mismo dijo al Señor Inquisidor que Luys Rosicler, bordador y pintor, vecino de Madrid, es tambien mathematico y que usa de judiciaria, y este declarante le ha pedido ale figura de su nacimiento y del marqués de Villena dicho y de otras personas, y asi mismo que la alçó del suceso de algunos caminos que han de tener del marqués y pleytos de otras personas y lugares, y otras cosas, y él lo ha hecho algunas veces delante deste testigo en la forma y como suele juzgarse por la ciencia de matemática y los juycios que ha hecho algunos han salido verdaderos y otros no; y que este declarante nunca creyó que había certeza en esto, asi porque en lo que tocava al libre albedrio save y tiene por fee que no tienen fuerça las estrellas sino que el sabio predomina sobre ellas y puede librarse de cualquiera ynclinación mala que ellos le ynfluyen, y tambien porque los secretos juycios de Dios pueden mudar y encaminar las cosas diferentemente de como los astros y planetas ynfluyen demás de que entiende de que son pocos los que saben bien la ciencia de la mathematica y que con ella no alcanza muchos secretos de la fuerça que más estrellas y otras tienen como se ve por los juycios que andan de los temporales, que las más veces salen mentirosos con ser en lo que mas podian acertar: y que por no saber estava prohibido por el santo oficio esta ciencia habia tenido curiosidad de preguntar lo que aquí ha declarado y que como ha dicho no le dio crédito ni aora se le da tampoco, antes ha dicho muchas veces lo tiene por burlería, aunque ha tenido, como ha dicho, curiosidad de preguntar.

     Preguntado que en qué forma alzaba las figuras el dicho Rosicler, pues de tantas veces alguna lo veria o entenderia como era.

     Digo que en un papel hazia con la pluma un quadrado y en él dos triángulos encontrados con que quedaban doce casas divididas dentro del quadrado, y en ellos conforme el día del nacimiento y la hora o en lo que se preguntaba lo que se queria saver, mirava el signo o planeta que reynaba y los ponia en alguna de aquellas casas, y todos los demás, por la orden que están en los cielos, los yva poniendo or los caracteres que son conoscidos y luego yva juzgando conforme hablaba las posura en ellos dando raçon en lo que yva diciendo de que por estar en aquella forma oda planeta significaba lo uno u lo otro y que este testigo oyo decir que cuando qería verificar -lo más se ayudaba de algunas reglillas que él sabía- y que esto es quanto de Rosicler, y que en cuanto al licenciado Gonçalez nunca le vio en la frma que lo hacia...

     Escalona (recibida en 16 de marzo de 1605 en Almorox). Gaspar de Montemyor, contador del Marqués de Villena. En 1.º de Set. de 1605. Suspenso.

            

 

     «Cuando declaré por escrito lo que savia del lycenciado Gonçalez y Luis Rosicler en razon de la judiciaria me acuerdo se me preguntó si sabia que se havien hecho los papeles que havia juzgado el licenciado Gonçalez y dije que no, y es asi; y aunque en lo que tocaba a lo que havie juzgado Rosicler no se me preguntó por sus ppeles, despues aca reparé en esto y con cuydado miré un escritorio y he allado alguos papeles [273] de los que Rosicler juzgó, que son sobre mi nacimiento y el de mis hijos en la forma que el que va con este, y por él berá V. m. de la manera que el ombre alça las figuras y las juzga, y si V. m. le pareciere que conviene se lleven los demás, que son en esa forma, los ymbiaré... Escalona, 13 de março, 1605.-Gaspar de Montemayor

     (Un cuadrángulo en el centro, a su izquierda varios signos, y a la derecha, el nombre Antonio, que era el hijo del contador para quien se alzaba esta figura.)

     «Sagitario por acsendens (sic) tendrá el mirar honesto, la cabeza no muy gruesa, el rostro lleno, hermosa nariz, los dientes bueras (sic) y cortos, tendrá una herida en la parte siniestra de la cabeça y en la parte alta, será muy ligero, tendrá una señal en las partes bajas, pelo negro, el rostro tirante a cetrino, será de engenio agudo y constante y firme y por tanto querá mucho a los sabios y prudentes y amigo de converçar con ellos. En que sea cupido y enclinado, a la abaricia será estudioso, amigo de las cosas buenas, liberal, no será amigo de tener los bienes ajenos, será poderoso, vendrá a grande honor, será un poco arogante, será facil a engañar, será vengativo, tratará mal de palabras a sus enemigos, será adquirido a adquerir riquezas y guardallas, ynclinado a Venus, en que algunas veces no podrá cumplir su deseo por alguna ingurança (sic) de Saturno que tiene en este lugar: tendrá l'alma mas luxuriosa quel cuerpo, entre las viandas será inclinado a las jervas y cosas de ençaladas, tendrá una enfermedad larga, tendrá dolor en el coraçón, tendrá tres grandes enfermedades la primera a 20, la segunda 47, la tercia a 80 años, se berá en grande honra, tendrá algunos trabajos y parece que morirá de muerte súbita, por tener el Señor de la oposición preudenta (sic) en el açedente, será mordido por algún animal, y guardase (sic) de alguna mujer que le causara moncho (sic) mal y en quiça destiero, será benturoso en cosas de la iglesia romana, tendrá fiebres éticas y enfermedad en el pulmón, tendrá siempre seis meses buenos y luego otros seis meses malos, pasará mucho trabajo en los caminos largos...»

     Siguen otros desatinos semejantes en pésimo castellano, que revela a las claras el origen francés del astrólogo.

     «En la audiencia de la mañana de la Inquisición de Toledo en primero día del mes de Setiembre de mil y seis çientos y çinco años, estando en ella los señores inquisidores licenciados don Pedro de Girón y don Gaspar de Quiroga y don Francisco de Muxica, vieron la testificación recluida contra el licenciado Gonçalez y contra Luys Rosicler... y conformes dixeron que esta causa se suspenda, y lo señalaran.»

     (Archivo Histórico Nacional.-Inquisición de Toledo, leg. 87 n. 105.)

     Publicado por D. Cristóbal Pérez-Pastor (Proceso de Lope de Vega... [Madrid, Fortanet, 1901], p. 270-278).

     Este mismo Luis Rosicler o un hijo suyo del mismo nombre, íntimo amigo de Lope de Vega, es autor del horóscopo de este gran poeta publicado en la Expostulatio Spongiae, Troyes (Tricassibus), 1618, que por su curiosidad reproduzco a la letra, como ya lo hizo el Sr. Pérez Pastor:

     «Ex iudicio astronomico Ludouici a Rosicler, natione galli.»

     «Erit (Lupus a Vega Carpio) modesto vultu, imaginativo, licet alacri, fideli, pudibundo et liberali; procerae staturae; plerisque gratus, comis, ingeniosus, prudens, peritus, poeta; in magni ingenii homines affectus. Loquetur magna cordis vehementia, suavissima tamen linguae pronuntiatione; illum invidia insectabitur, sed temporis sucessu se hostium victorem sentiet, (Et paulo inferius.) Ingenio erit admodum subtili nec subtili tantum sed etiam firmo et constanti; licet aliquid crassi ob aliquos improvisae iracundiae impetus admissuro; illum magni facient potentiores, et eum unusquisque ad virtutis et liberalitatis famam mutua commendatione protrudet.»

     Este Rosicler amigo de Lope, ¿será, por ventura, el César de la Dorotea, que había estudiado astrología con el portugués Bautista Lavaña (maestro de matemáticas y astrología de Lope de Vega por los años de 1582 a 1584)?

     César.-«Yo soy amigo vuestro hasta las aras: en qué os sirvo?»

     Fernando.-«Alzad una figura para que veamos qué fin prometen estos sucesos».

     César.-«Interrogaciones no se pueden hacer, y es muy justo prohibirlas, pero yo tengo hecha una figura de nuestro nacimiento y sólo me faltaba juzgarla».

     (La Dorotea acto 5 esc. 3.)

     En la misma escena se cita a Livinio Lemno de la verdadera y falsa Astrología, pero Lope, a pesar de las salvedades cuerdas y ortodoxas que hace acerca de la pretendida ciencia que procura adivinar los futuros contingentes, parece ya que no imbuido, algo preocupado por la astrología judiciaria.

     Más claramente se ve esto en la escena octava del mismo acto, en que César declara su pronóstico (autobiografía de Lope, compendio), a la cual preceden estas saludables advertencias de sus amigos.

     -«Miradlo en aquel lugar de Jeremías: «No seáis como los gentiles, ni aprendáis [274] sus caminos, ni temáis las señales del cielo, porque las leyes de los pueblos son vanidades.»

     -«Lo mismo dice Isaías por los que se daban a la curiosa observación de las estrellas: «Sálvente los adivinos del cielo, que contemplan las estrellas, para anunciar las cosas futuras, porque ya, como si fueran aristas, los ha consumido el fuego.»

     César.-«Bien lo veo, Julio, bien conozco y sé que la misma verdad dixo, que no fuessemos solícitos en inquirir la observación de las cosas futuras; y os aseguro, que siempre me desagradaron, y parecieron temerarias las predicaciones de lo que Dios inescrutable tiene prescrito en su mente eterna. Esto estudié en mi tierna edad del doctissimo portugués Juan Bautista de Labaña, y solo tal vez juzgo por curiosidad, y no de otra suerte, algún nacimiento; pero no respondo a las interrogaciones por ningún caso. El hombre no se hizo por las estrellas, ni el libre albedrío les puede estar sujeto.»

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2109.        En el acto 1 esc. 2 de la Tragicomedia de Lisandro y Roselia (compuesta por SANCHO DE MUÑOZ, que llegó a ser rector de la Universidad de Salamanca) se enumera, entre los objetos de que la hechicera se valía para sus encantamientos: «Hieles de perro negro macho y de cuervo, tripas de alacrán y cangrejo, meollos de raposa del pie izquierdo, pelos del cabrón, sangre de murciélago, estiércol de lagartijas, huevos de hormigas, pellejos de culebras, pestañas de lobo, tuétanos de garza, entrañuelas de torcecuello, raturas de ara, ciertas gotas de ólio y crisma, zumos de poenía, de celidonia, de sarcoloca, de tryaca, de hypericón, de recimillos... la oración del cerco, que es ésta: Avis gravis, seps sipa, unus, infans, virgo, coronat.»

     Se alude también a la superstición de encender candelillas de cera después de las doce de la noche.

     La Gerarda de Lope (en la Dorotea), celestina algo adecentada y morigerada para un público más culto, si no más honesto, conserva todavía rastros de los hechicerías y prácticas supersticiosas.

     Acto 1 esc. 2.

     «¿Qué niño no ha curado de ojos?... ¿Qué hierba no conoce?...» Añade a las hierbas [280] que conoce, «las havas que exercita, y en vez de las bendiciones los conjuros que sabe...»

     Acto 2 esc. 4. Dice la misma GERARDA:

     «¡Bueno va esto, no me engañaron el chapín y las tixeras: diferente está Dorotea de lo que solía!»

     Acto 2 esc. 6. GERARDA:

     «La noche de San Juan vi grandes cosas en un orinal de vidrio... Toribio dixo: montañés será tu marido».

     Acto 5 esc.6. GERARDA:

     «Por curiosidad supo algo (de hechicería); pero ya ni por el pensamiento y te puedo jurar con verdad que ha más de seis días que no he tomado las tabas en las manos...»

     «Mira, niña, bien se puede Atraher la voluntad con hierbas y piedras naturalmente».

     DOROTEA:

     «¡Ay tía, qué grande engaño querer que la virtud de las cosas que tienen cuerpo se impriman en las potencias del alma!»

     Acto 5 esc. 10. GERARDA:

     «Fuime desde allí, en casa de la Marina... Hallé la que estaba sembrando unas valerianas para unas amigas, atando en la raíz un hilo de oro con unas perlas». En la misma escena se alude a la superstición de tener en casa gatos negros.

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2110.        Cf. Calendar of letters, despatches and State papers, relating to the negotiations between England and Spain, preserved in the archives at Simancas, and elsewhere. (Dos lomos, 1852 y 1868. Comprende documentos de los años 1485-1525.)

     -Supplement to volume I and volume II of letters, despatcbes, and State papers, relating tho negotiations between England and Spain, etc., etc. (1868; LXXX + 467 páginas.)

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2111.        Doña Juana la Loca, vindicada de la nota de herejía, por D. VICENTE DE LA FUENTE; Madrid, Dubrull, 1870. (43 páginas, en 8.º)

     -Sur Jeanne la Folle et les documents concernant cette princesse..., par Mr. Gachard; Bruxelles, C. Muquardt, 1869. (36 páginas, en 8.º) (Extrait des Bulletins de l'Academie Royale de Belgique, 2.ª ser. t. 37.)

     RODRÍGUEZ VILLA, Bosquejo histórico de la Reina Doña Juana, formado con los principales documentos relativos a su persona. (Madrid 1874, imprenta de Aribáu.)

     Hay un folleto de Altmeyer y otro de R. Roesler, que no he visto, sobre el mismísimo enojoso asunto.

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2112.        Página 143 del Suplemento de BERGENROTH: Le tuvo de mandar dar cuerda, por conservarle la vida. (Carta de Mosén Ferrer.)

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2113.        CIENFUEGOS, Vida de San Francisco de Borja.

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2114.        Lo cuenta éste en carta publicada por Gachard y copiada de Simancas. (Estado, leg. 109)

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2115.        SANDOVAL, t. 2, c. 9 y 10.

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2116.        LLORENTE, c. 9, a. 1

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2117.        San Ignacio y Laínez. «Lleno Ignacio de un entusiasmo noble y puro que a veces hasta podía parecer exagerado, se abrasaba en celo por Jesucristo y la Iglesia y no conocía más que la Iglesia y Jesucristo. Laínez, hombre de fría y penetrante razón y de un talento positivo y organizador, parecía haber nacido para gobernar grandes imperios. Al celo lleno de fe del primero juntaba el segundo la ciencia de las cosas de la misma fe. Ignacio puso el principio de la vida interior sobre el cual se fundó la Sociedad, y Laínez le dio la forma y organización necesarias para que pudiera manifestarse y conseguir su objeto. Las cualidades de estos dos personajes, que desde el principio se identificaron entre sí se han conservado siempre de una manera notable en la Sociedad que fundaron...» (ALZOG, IV 127.)

     Doellinger sobre las «Provinciales». «Basta que un jesuita aventure un error sobre una materia cualquiera en una obra por otra parte muy voluminosa, para que Pascal lo acuse de inmoralidad; jamás tiene en cuenta que al lado de la opinión errónea de tal o cual jesuita están diez o veinte teólogos de la misma Orden que sostienen lo contrario, y olvida que, en general, no son los jesuitas los autores de los falsos principios, los cuales algunos de ellos no han adoptado hasta después de haberlos estado chupando la mayor parte del tiempo en los teólogos de la escuela de Santo Tomás.» ¿No hubiera sido fácil el rebuscar en los teólogos y casuistas dominicos una colección de errores del mismo género relativamente mucho mayor? (ALZOG, IV 257).

     Iglesia de Abisinia. «El apoyo que obtuvieron de los portugueses contra los mahometanos (1525) produjo la primera aproximación. El celo del P. Bermúdez y de los jesuitas consiguió hacer renunciar a la dependencia del patriarca copto de Alejandría al emperador Seltam Seghed desde (1607) que abrazó solemnemente el catolicismo con su cuñado y los grandes de la Corte (1626). Reconoció como patriarca al jesuita Alfonso Méndez y al pontífice de Roma, como jefe de toda la Iglesia. Pero los monjes. Pero los monjes y los ermitaños sublevaron al pueblo contra el rito romano, y el patriarca y los misioneros se vieron obligados a abandonar el país bajo el sucesor del emperador Seghet Basilides (desde 1632), quedando severamente prohibida toda relación con la Iglesia romana (1634).» (ALZOG, IV 191.)

     San Francisco Javier. «Hay que estudiar atentamente la vida de este padre y dedicar un buen párrafo a su admirable acción evangélica en Oriente.»

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2118.        Intolerancia religiosa de la Reforma. El anabaptista Félix Manz, ahogado a instancia de Zuinglio (qui mergunt mergantur), Servet, quemado por Calvino por su doctrina sobre la Trinidad; Gentilis, condenado a muerte; el canciller Crell, al que se dio tormento y fue luego decapitado por haber adoptado el Calvinismo; Henning Brabant, horrorosamente mutilado y muerto por un pretendido comercio con el diablo; la persecución sufrida por Carlostadio, Hesshusio y el célebre astrónomo Keplero por su enseñanza científica; finalmente, la cámara estrellada en Inglaterra. De 1577-1617 en el pequeño territorio de Nuremberg fueron ejecutadas trescientas cincuenta y seis personas sospechosas de herejía o sortilegio y otras trescientas cuarenta y cinco fueron condenadas a la mutilación o a ser azotadas. (ALZOG, III 288.)

     Intolerancia calvinista. Además de las ejecuciones decretadas por Calvino, se quemó vivo en Ginebra al predicante Nicolás Antonio, acusado de Judaísmo; se ejecutó al osiandrista Funck (1601); se decapitó en Dresde al canciller Crell, convencido de seudocalvinismo (1632). (ALZOG, IV 80.)

     Cuando Crell, canciller del elector de Sajonia, Cristián I, deseando un acomodamiento entre las opiniones extremadas de luteranos y calvinistas, quiso abolir los exorcismos, el clero luterano de Zeiz y de Dresde promovió contra él una sedición popular. El conciliábulo aliado de teólogos y juristas encerró, con una alegría diabólica, a Crell en un calabozo mezquino, lóbrego e infecto, del cual lo sacaron al fin, extenuado, descarnado y medio muerto, para decapitarlo en Dresde. El verdugo exclamó: «¡He aquí un verdadero cuello calvinista!» (ALZOG, IV 85.)

     Intolerancia calvinista. Las comunidades de París, Orleans, Ruán, Lyón y Angers, reunidas en sínodo general celebrado en París (1559), hicieron una ley que condenaba a muerte a los herejes. (ALZOG, IV.)

     Intolerancia en Francia. Edicto de Nantes (revocación en el 22 de octubre de 1685). De él resultó la emigración inmediata de setenta mil calvinistas, que se retiraron a Inglaterra, Holanda y Dinamarca, y sobre todo al Brandeburgo. (ALZOG, IV 69.)

     Enrique VIII. En el espacio de treinta y ocho años había hecho morir a dos reinas, dos cardenales, dos arzobispos, dieciocho obispos, trece abades, quinientos priores y monjes, treinta y ocho doctores, doce duques y condes, ciento sesenta y cuatro caballeros, ciento veinticuatro ciudadanos y ciento diez mujeres. (ALZOG, IV 40.)

     Juan Knox. El célebre dicho de quemar los nidos para acabar los buhos es suyo. (ALZOG, IV 5l.)

     Brujas de Alemania. Siglo XVII. «Mientras algunos sacerdotes católicos, especialmente Fr. Spee, se pronunciaban con energía y buen resultado contra lo absurdo y bárbaro de los procesos de brujería, Benito Carpzov, de Leipzig ( 1666), a quien llamaban el legislador de Sajonia, y cuyas opiniones eran de gran peso en materias de derecho canónico o criminal, sostenía que debían castigarse con severas penas, no sólo la hechicería, sino aun los que negasen la posibilidad de los pactos diabólicos; y un célebre profesor de la Universidad de Jena, Juan Enrique Pott, imprimía en esta [291] ciudad (1689) un escrito relativo a estas materias. (De nefando lamiarum cum diabolo coitu.) Tomasio consiguió, al fin, apoderarse de la opinión pública y sostenerla contra esos odiosos y ridículos procesos.» (LUDEN, Tomasio, su vida y escritos. Berlín 1803.) (ALZOG, IV 269)

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2119.        Inquisición. (Especies sueltas.) (ALZOG, III 284.)

     Aunque generalmente se tiene a Inocencio III por fundador de la Inquisición, es cierto que ya el tercer Concilio de Letrán, habido en 1179, había declarado que, «aunque la Iglesia tenga horror a la sangre, es a menudo útil al alma del hombre hacerle temer castigos corporales; y, por lo tanto, se excomulgará a los herejes y a sus fautores, mientras que será concedida una indulgencia de dos años a los que les harán la guerra». Para conformarse con este canon, el Concilio de Verona, habido en 1184, presidido por el Papa Lucio III, y al que asistía el emperador Federico I, mandó que los obispos enjuiciasen a las personas que la fama pública o indicios particulares acusasen de herejes y que se hiciese distinción entre los sospechosos, convictos, arrepentidos y relapsos y se les aplicasen penas proporcionadas. Al haber pronunciado las penas espirituales, la Iglesia había de entregar los culpables al brazo secular (Ecclesia non sitit sanguinem). Tales son los primeros y verdaderos orígenes de la Inquisición... En el Concilio IV de Letrán (1215) se dijo: «Se dirá al acusado sobre qué se le acusa, para que pueda defenderse; se le citarán sus acusadores y tendrá que ser oído por los jueces. Dos veces, o al menos una por año, los obispos o sus delegados tendrán que recorrer su diócesis. Al propio tiempo encargarán a dos o tres legos experimentados que averigüen los herejes. Podrán igualmente encargar bajo juramento esta averiguación (inquisitio) a todos los habitantes de una comarca y obligarles a entregar a los culpables.» En 1229, bajo el pontificado de Gregorio IX, en el Concilio de Tolosa fue organizada la Inquisición episcopal de una manera más precisa, en quince capítulos, especialmente consagrados a este objeto y por los cuales fue elevada al rango de los tribunales regulares. Para evitar que los obispos guardasen alguna consideración a sus propios subordinados, Gregorio escogió frailes extraños, y sobre todo, los dominicos, para inquisidores pontificios (1232).

     Páramo (Ludovicus de): De Origine officio et progressu officii Sanctae Inquisitionis libri III. Madrid 1598, Anvers 1619. Fol.

     Linberch (Felipe de): Historia Inquisitionis, Amsterdam 1692. Fol.

     Llorente. Su biografía en la Revue Encyclopedique. (Abril de 1823.) Observaciones del barón de Eckstein sobre su historia en el Católico de 1827, t. 24, p. 200 a 210.

     De Maistre: Cartas a un caballero ruso sobre la Inquisición española.

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2120.        Entre ellas se distingue La Inquisición, por D. JUAN MANUEL ORTÍ Y LARA (Madrid 1877)

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2121.        Cf. La Ciencia Española, 2.ª ed.

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2122.        Cf. el capítulo del arzobispo Carranza.

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2123.        Cf. su Elogio, escrito por D. Tomás J. González Carvajal, en el t. 7 de las Memorias de la Academia de la Historia.

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2124.        La carta del primero puede verse en la Biblioteca Rabínica, de RODRÍGUEZ DE CASTRO, con notas muy curiosas de D. Juan Antonio Pellicer.

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2125.        Con todo eso, en 1535, Manrique se había visto obligado a prohibir los Coloquios, y en 1538, el Elogio de la locura.

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2126.        Valladolid 1551, por Francisco Fernández de Córdoba, Toledo 1551.

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2127.        La Universidad de Lovaina hizo segunda edición, muy aumentada, de su Índice en 1556.

     La Universidad de París había publicado otro en 1551.

     De los Índices Romanos no ocurre tratar aquí por ser generales a toda la Iglesia. El primero fue el de Paulo IV. Pío IV confió la redacción de otro Índice a los teólogos de Trento y le autorizó por bula de 24 de marzo de 1564.

     Anterior a los decretos inquisitorios es también la pragmática de los Reyes Católicos, [302] fecha en Toledo a 8 de julio de 1502, sobre el examen y prohibición de libros, de que formó la ley 23 I.1 tít. 7 de la Recopilación. Empieza así:

     «Sepades, que porque Nos habemos seido informados, que vos los dichos Libreros y Impresores de los dichos moldes, y Mercaderes y factores de ellos, habéis acostumbrado y acostumbráis de imprimir y traher a vender a estos nuestros Reynos muchos Libros de molde de muchas materias, así en Latín, como en Romance, y que muchos dellos vienen faltos en las lecturas de que tratan, y otros viciosos, y otros apócrifos y reprovados, y otros nuevamente hechos de cosas vanas y supersticiosas, y que a causa de ellos han nacido algunos daños en nuestros Reynos: Y porque a Nos en lo tal pertenece proveer e remediar, mandamos platicar sobre ello con los del nuestro Consejo y por ellos visto y consultado, fue acordado que debíamos mandar», etc.

     Esta pragmática está entre las recopiladas e impresas en Toledo, año 1550 fol.159

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2128.        Censura de libros.

     Generalmente hablando, no se ejerció en España la censura previa durante el siglo XVI, ni aquí tuvo cumplimiento nunca el breve de León X de 4 de mayo de 1515, que prohíbe la impresión de libros que no hayan sido examinados por la Inquisición o el ordinario cumulative. A ello se oponían terminantemente varias disposiciones legales.

     Carta de los Reyes Católicos de 8 de junio de 1502, en Toledo, mandando que no se pueda imprimir ningún libro sin licencia del rey o de los que para ello tuvieran sus poderes, que son: «en Valladolid y Ciudad Real, los presidentes de las Audiencias; en Toledo, Sevilla y Granada, los arzobispos; en Burgos, el obispo; en Salamanca y Zamora, el obispo de Salamanca», sin citar para nada a la Inquisición.

     Felipe II, en 7 de septiembre de 1558 (La orden que se ha de tener en imprimir los libros, Valladolid, Sebastián Martínez, 1558), manda (art. 3.º) que no se imprima ningún libro en España sin licencia del Consejo Real, y en el art.º5, que la licencia del Inquisidor general sea necesaria sólo para las obras del Santo Oficio.

     El mismo rey, en la Nueva Recopilación de 1592 (1.2 t.4 ley 48): «que las licencias que se dieren para imprimir de nuevo algunos libros de cualquier condición que sean, se den por el presidente y los de nuestro Consejo, y no en otra partes».

     Ninguno de los libros impresos en Madrid durante el siglo XVI (1566 a 1600) tiene examen ni aprobación previa del Santo Oficio.

     Cf. PÉREZ PASTOR, Bibliografía madrileña (siglo XVI, Madrid 1891) p. xv.

     Según el mismo bibliógrafo, son muy pocos los libros impresos en otras ciudades de España que tengan este requisito, y éstos suelen ser, o libros impresos en Sevilla cuando el arzobispo era también inquisidor general, o libros pertenecientes a América, o cuyos autores querían autorizarse más y más con aquella censura y aprobación previa (Constantino, Támara, Pero Mexía), o impresos en Valencia durante la primera mitad del siglo XVI, porque allí la Inquisición ejercía la censura previa de libros, autorizaba su impresión, hasta que terminantemente lo prohibió el Consejo por carta acordada de 1571.

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2129.        «Censura Generalis contra errores, quibus recentes haeretici Sacram Scriptura asperserunt, edita a supremo Senatu Inquisitionis adversus haereticortim pravitatem et apostasiam in Hispania, et aliis regnis et dominiis Caesareae Maiestatis constituo. Valladolid, Francisco Fernández de Córdoba, 1554. (En 4.º)

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2130.        Para esta noticia he tenido a la vista una colección de papeles del siglo pasado acerca de prohibiciones de libros, recogidos (creo) por Llaguno; un manuscrito de don Juan Antonio Pellicer, titulado Noticia histórica de la prohibición de libros en España para bien de la Iglesia y del Estado, y la lista de Official editions and reprints of the «Index librorum prohibitorum», impresa y circulada privadamente por el bibliófilo americano Knapp (W. I.) (Nueva York 1880), que prepara un Bibliographical Thesaurus ot Prohibited Literature.

     En la sucinta noticia que doy en el texto, omito todos los que son meras reimpresiones.

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2131.        El Sr. D. José Sancho Rayón posee, y me ha facilitado, un manuscrito que se rotula Noticias dadas en el año de 1633 por un Secretario de la Inquisición, de orden del Inquisidor General D. Fr. Antonio de Sotomayor.

     Algunas de sus noticias quedan utilizadas en lugar oportuno. Añado las siguientes:

     En 2 de enero de 1588 se mandó quemar en Valladolid buen número de libros heréticos.

     En consulta del Consejo de 9 de septiembre de 1595, se lee el párrafo siguiente: «Por los Inquisidores, en cuyo districto caen los puertos de mar, por donde entran los dichos libros, están hechas las prevenciones necesarias, y se visitan los navíos que a ellos llegan, y se reconocen y examinan los libros que traen.»

     Paulo IV, en un motu proprio de 21 de diciembre de 1558, y otro de 1.º de enero de 1559, revoca todas las licencias de libros prohibidos, aun las concedidas a obispos y arzobispos.

     Pero Urbano VIII, en motu propio de 6 de diciembre de 1627, concede a los que escriban contra los herejes el uso de sus libros por tiempo limitado, a juicio del inquisidor general.

     Consulta del Consejo, en 18 de enero de 1627, quejándose de que algunos conseguían en Roma licencias, mandando al embajador que se oponga a esto y ordenando que se recojan todas las que hubiere, a no ser dadas por la Inquisición.

     Carta del Rey al Papa sobre este punto: «He entendido que algunos vasallos de los mis Reynos tienen licencia de V. S. o de la Congregación General de Inquisición para tener y leer libros prohibidos de dañada doctrina, y compuestos por heresiarcas, y como extranjeros de su corte, no se tiene en ella noticia de la calidad y letras de sus personas, ni la satisfacción que es menester para confiarles cosa tan peligrosa... Me ha parecido suplicar a V. B. mande que en esto se tenga la mano, y que las licencias que allá se despacharen, no usen dellas hasta que las presenten y passen por el Inquisidor General y Consejo de la Santa Inquisición» (Madrid, 20 de abril de 1627).

     Aprovecho esta ocasión para ampliar las noticias bibliográficas de los principales Índices:

     Index expurgatorius librorum qui hoc saeculo prodierunt, de Philippi II Regis Catholici iussu et authoritate, atque Albani Ducis consilio ac ministerio in regia concinnatus... Anno 1571. Impressum Antuerpiae, ex officina Chr. Plantini Prototypographi Regis, 1571.

     -Index et Catalogus librorum prohibitorum, mandato Illustriss, ac Reverendiss. D. D. Gasparis a Quiroga, Cardenalis Archiepiscopi Toletani, ac in regnis Hispaniarum Generalis Inquisitoriis, denuo editus. Cum Consilio Supremi Senatus Sanctae Generalis Inquisitionis, et Matriti, Apud Alphonsum Gomezitim Regium Typographum, Anno M.D.LXXXIII.

     El catálogo se dice hecho «con acuerdo y deliberación de las universidades de los Reynos»; Mateo Vázquez era el único que podía imprimir este catálogo.

     Al lector.-«Cuando se hallaren en este Catálogo prohibidos algunos libros de personas de grande Christiandad y muy conocidos en el mundo (quales son Juan Roffense, Thomás Moro, Gerónymo Ossorio, D. Francisco de Borja, duque de Gandía, Fr. Luis de Granada, el Maestro Juan de Ávila y otros semejantes), no es porque tales autores se hayan desviado de la Sancta Iglesia Romana ni de lo que ella nos ha enseñado siempre y enseña: que antes la han reconocido por su verdadera madre y maestra... sino porque, a son libros que falsamente se les han atribuido no siendo suyos, o por hallarse, en los que lo son, algunas palabras y sentencias agenas, que con el mucho descuydo de los impresores, o con el demasiado cuydado de los herejes, se les han impuesto; o por no consentir que anden en lengua vulgar, o por contener cosas, que aunque los tales autores píos y doctos las dixeron sencillamente y en el sano y cathólico sentido que reciben, la malicia destos tiempos las haze ocasionadas para que los enemigos de la Fe las puedan torcer al propósito de su dañada intención. Lo qual no es razón que obste en manera alguna al honor y buena recordación de aquéllos.»

     Reglas generales:

     «I.-Libros prohibidos por Papas o Concilios antes de 1515.

     II.-Libros de heresiarcas, pero no los libros de Cathólicos que los refuten, aunque [305] ande en ellos el texto de los herejes, ni menos los prólogos e ilustraciones de éstos a libros agenos.

     III.-Libros de herejes, que no han sido cabezas de secta, sobre religión, pero no sobre otras materias.

     IV.-Libros de Judíos y Moros contra la Fe, así como el Talmud y sus comentadores.

     V.-Traducciones de la Biblia hechas por herejes; pero pueden los Inquisidores conceder licencia in scriptis para usar las del Viejo Testamento, aun hechas por herejes.

     VI.-Biblias en lengua vulgar, pero no los capítulos que anden en libros de Cathólicos, ni las Epístolas y Evangelios de la Misa.

     VII.-Horas en lengua vulgar. Rúbricas supersticiosas.

     VIII.-Controversias contra herejes y refutaciones del Alcorán en lengua vulgar.

     IX.-Tratados de artes mágicas y supersticiones.

     X.-Pasquines y libelos infamatorios. Parodias y aplicaciones profanas de la Escritura.

     XI.-Libros anónimos y sin señas de impresión.

     XII.-Imágenes y figuras contra la Iglesia y el Clero.

     Nadie por su autoridad puede expurgar los libros sin permiso del Santo Oficio.»

     Regla IX. -«Otrosí se prohíben todos los libros, tractados, cédulas, memoriales, receptas y nóminas para invocar demonios, por cualquier vía y manera, ora sea por nigromancía, hydromancia, pyromancia, aeromancia, onomancia, chiromancia y geomancia; ora por escritos y papeles de arte mágica, hechizerías, bruxerías, agüeros, encantamientos, conjuros, cercos, characteres, sellos, sortijas y figuras. También se prohíben todos los libros, tractados y escriptos en la parte que tractan y dan reglas y hazen arte o sciencia para conocer por las estrellas y sus aspectos, o por las rayas de las manos, lo por venir que está en la libertad del hombre y los casos fortuytos que han de acontescer; o que enseñan a responder lo hecho a acontescido en las cosas passadas, libres y ocultas, o lo que sucederá en lo que depende de nuestra libertad, que son las partes de la judiciaría que llaman de nacimientos, interrogaciones y electiones. Y se manda y prohíbe que ninguna persona haga juizio cerca de las cosas susodichas. Pero no por esto se prohíben las partes de la Astrología que tocan al conocimiento de los tiempos y successos generales del mundo, ni las que enseñan por el nascimiento de cada uno a conoscer sus inclinaciones, condiciones y qualidades corporales, ni lo que pertenece a la agricultura y navegación y medicina, y a las electiones que cerca de estas cosas naturales se hazen. En los conjuros y exorcismos contra los demonios y tempestades, demás de lo que el Rezado Romano ordena, se permite solamente lo que en los Manuales Eclesiásticos está recebido por uso de las Iglesias, visto y aprobado por los ordinarios.»

     -Index librorum prohibitorum et expurgatorum, Illmi. D. D. Bernardi de Sandoval et Roxas, S. R. E. Cardinalis et Arch. Toletani et Inq. Generalis authoritate et iussu editum, de Consilio Supremi Senatus, Sanctae Generalis Inquisitionis Hispaniarum. Anno Domini 1612. (Por Luis Sánchez.)

     -Appendix prima ad Indicem librorum prohibitorum et expurgatorum Illmi. Dom. D. Bernardi de Sandoval et Roxas, S. R. E. Cardinalis et Arch. Toletani, Inquisitoris Generalis authoritate et iussu editum... 1614.

     -Appendix secunda ad Ind. lib. prohib. et exp. Illmi. D. D. Antonii Zapata, Cardinalis, Inquisitoris Generalis authoritate et iussu edita, de consilio supremi Senatus... (Madrid, Juan González, 1628).

     -Cathalogus lib. proh. et exp. editus authoritate et iussu eminentissimi D. D. Antonii Zapata, S. R. E. Cardinalis Inquisitoris Generalis, de consilio Supreini Senatus generalis Inquisitionis. Anno Domini 1632 (Sevilla, Francisco de Lyra).

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2132.        Biblioteca Nacional de París, códices 6.831 (Maz.), 6.832 y 6.833. En la misma Biblioteca existe un códice que en 362 folios abraza el Pentateuco, Josué, los Jueces, Rut, Reyes, Paralipómenos, Esdras, Nehemías, Judit, Ester, Tobías y Job. Este códice fue escrito, según una nota final, en 1407.

     En la misma Biblioteca hay tres Salterios manuscritos. El primero (fondo antiguo francés, 2.433), de 187 páginas, perteneció a un clérigo de Perpiñán, que lo compró en 23 de mayo de 1467, según nota puesta al principio; tiene la forma y el tamaño de un libro de horas. El segundo (fondo español, 376), que parece falto de tres hojas al principio, y tiene hoy 264, puede ser la traducción atribuida a Ruiz de Corella; perteneció a un comerciante valenciano del siglo XVI. El tercero (fondo español, 244) también del siglo XVI, con 100 hojas útiles, tiene al principio este rótulo (de diversa letra que lo demás): Llibre de orations per mi Domingo Alonso de Aragon.

     Todas estas traducciones son diferentes entre sí y diferentes de un Salterio catalán impreso, de estupenda rareza, que se guarda en la Biblioteca Mazarina (108 folios, con más nueve páginas en blanco al principio y al fin). No tiene señas de impresión ni más final que éste: «Acaba lo llibre de psalms: altrament dit Psaltiri. En lo qual ha cent e cinquanta psalms. E dos milia e sis cents e seis versos: Lo qual en lo hebreu se apella David. O altrament se diu soliloqui del Sanct Spirit». La edición parece de los primeros treinta o cuarenta años del siglo XVI, y al principio se dice «que fou tret de la Biblia de stampa, la qual es estada empremptada en la ciutat de Valencia: e fou corregida, vista e reconeguda per lo reverend mestre Jacme Borrell, del orde de predicadors».

     Sobre la Biblia catalana impresa y sobre otros fragmentos menudos se hallarán [307] buenas noticias en Villanueva (don J. Lorenzo), Lección vulgar de las Sagradas Escrituras (Valencia, Montfort, 1791).

     El mismo Villanueva presentó amplios extractos de la Biblia de Moseh Arragel (p. 137 a 228 de los apéndices).

     El Salterio de París, que está muy toscamente impreso en 106 hojas, con foliatura al pie, no tiene señas de impresión ni año.

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2133.        Por excepción el de Peregrino y Ginebra.

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2134.        Son muy pocas las traducciones de libros literarios que se vedan en el Índice: el Arte de amar, de OVIDIO, y El asno, de APULEYO (se permitió luego expurgado), por licenciosos; JUSTINO Y JOSEFO, por los errores que contiene el primero acerca de los cristianos, y por el sabor judaico del segundo; La Cristiada, de Jerónimo Vida, por la repugnancia que tenían los nuestros a ver exornado con circunstancias poéticas y de invención el relato evangélico; BOCACCIO, en castellano, pero no en italiano, siendo de los expurgados (también el Ariosto se permitía, aún en nuestro romance, previa expurgación); la Circe, de JUAN BAUTISTA GELLI; el Coloquio de damas (uno de los escandalosos ragionamenti del Aretino), etc.

 

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