PARTE SEGUNDA
LA PRESENCIA EN EL MUNDO


Capítulo I

LA CONTAMINACIÓN DE LA FE


La rápida expansión del cristianismo, en contraste con la decadencia de las religiones paganas, sorprendió y a veces aterró a los paganos. El mundo greco-romano no se convirtió al culto de Mitra ni de Cibeles, no se convirtió al judaísmo, a pesar de la propaganda desplegada, pero se convirtió al Evangelio. Menos de dos siglos después de la muerte de Jesucristo, los cristianos ocupan en el Imperio una posición arraigada. Próxima ya la paz constantiniana, el número de cristianos se estima en un 5% e incluso en un 10% de la población del Imperio1.

El efecto sorpresa para el Estado romano explica la dificultad que tuvo para valorar el peligro y su lentitud en reaccionar. Cuando el Imperio se tambalea, el contagio ha alcanzado al universo. Las medidas jurídicas que se elaboran llegan con retraso respecto de los acontecimientos.

¿Cómo explicar el éxito donde todas las demás religiones venidas de Oriente habían fracasado? La rapidez y la profundidad, que va a la par con la universalidad a la vez social y geográfica de la progresión, merecen reflexionar sobre todo ello, si queremos descubrir cuáles fueron sus resortes y sus motivos.

La manera de ser occidental casi no puede concebir una evangelización si no es por medio de una estrategia bien planeada, de métodos de actuación debidamente controlados por los sociólogos de turno. La escuela, la prensa, las organizaciones, los movimientos, se nos han aparecido a lo largo de los siglos como el instrumento indispensable de la evangelización.

La penetración evangélica en el transcurso de los dos primeros siglos, en los que la Iglesia, lejos de tener el favor del Estado, se encuentra frente a la suspicacia y a la hostilidad de la población, se debe más a la vida misma que a la estrategia. La Iglesia es consciente de la juventud de su historia. «Abril está en sus ojos»2. Trompetea la buena nueva en las fronteras del mundo3 con el mismo entusiasmo con el que ella la ha acogido, con el fervor de un primer amor que el tiempo va haciendo más profundo, pero que no vuelve más. Para describir esta primavera que florece en el universo habría que emplear colores pastel.

Para convencerse de ello basta con comparar lo que sabemos, a veces lo que adivinamos, de la situación y de los hombres del siglo II con la generación siguiente, que nos es mejor conocida. El clima es muy diferente en tiempos de Tertuliano y de Orígenes. Algo del impulso primero se ha desvanecido. La Iglesia ha pasado por sus primeras experiencias, ha conocido defecciones; está magullada por las herejías y tiene el aliento cortado por las persecuciones. Está despertando a lo cotidiano.

Se alzan las llamadas de atención por parte de los obispos, la intransigencia agresiva de Tertuliano, la legislación que establece caballos de frisa.

La Iglesia se defiende, protege su retaguardia, lo cual se explica cuando medimos lo que hay en juego y el riesgo de tempestades, pero lo cierto es que no encontramos el impulso de los comienzos.

Con respecto a la Iglesia apostólica, el período que sigue a la desaparición de los Doce consuma la ruptura con la Sinagoga, que favoreció la primera etapa de la expansión cristiana, pero podía comprometer la siguiente.

La salvación viene de los judíos4.

En un primer tiempo, que puede abarcar el siglo I, el desarrollo del cristianismo aprovechó la organización de las juderías dispersas por el mundo entero, desde el Ebro hasta el Eufrates. Pablo y sus colaboradores, procedentes del judaísmo, tenían la seguridad de encontrar acogida entre sus correligionarios en las principales ciudades del Imperio. Sus huéspedes fueron quienes primero escucharon «la buena nueva» que llegaba desde el país de sus antepasados. ¿Cómo no vibrar al enterarse que el tiempo de los profetas no había pasado en Israel?

Hubo en el judeo-cristianismo una primera generación de misioneros, apóstoles y doctores itinerantes, de quienes habla la Didaché5 , que se pusieron espontáneamente al servicio del Evangelio, según la tradición del judaísmo. Judíos convertidos en Jerusalén o en el transcurso de sus viajes de negocios, pudieron llevar a casa, a Alejandría o a Cartago, la «buena nueva» y propagar la religión de Cristo. Los numerosos «fieles» —hombres y mujeres— que Pablo saluda al final de su Carta a los Romanos6, antes de ir a verlos, pudieron en parte haber sido convertidos de esa manera. Aquila y Priscila, cuando volvieron a Roma, no se quedaron de brazos cruzados. ¡Cómo no extender el mensaje después de haberlo escuchado de labios del Apóstol! De Junia y de Andrónico, de origen judío, la Carta a los Romanos afirma explícitamente que la han precedido y sobre todo que son «misioneros» activos7.

De los sucesores de Pedro en Roma, Evaristo es el único de quien se especifica que era de origen judío8. Los demás obispos de Roma parece que ya provienen de familias paganas. Igual sucede en Antioquía, donde todos los sucesores de Pedro tienen nombres griegos9. En Edesa, en Alejandría, en Africa del Norte, el mensaje evangélico, llevado allí por algún judío convertido en Jerusalén o por algún peregrino que había abrazado la fe nueva, se extiende en las juderías locales. Las primeras generaciones cristianas de Cartago duermen junto a sus hermanos judíos su último sueño10.

Durante el primer siglo, la vida cristiana estaba tan mezclada con el judaísmo que el Estado romano no distinguía una de otro todavía, sino que los confundía hasta tal punto que les reconocía los mismos privilegios: libre ejercicio del culto, dispensa del ejercicio militar, exención de todos los cargos, obligaciones y funciones incompatibles con el monoteísmo11. La dispensa de culto al emperador se suplía con una oración por él. Los cristianos permanecerán fieles a esta práctica12.

Dejando a parte la breve persecución estrictamente urbana de Nerón, la joven Iglesia se benefició del estatuto judío hasta el final del siglo I. Es posible que los judíos, conscientes de la novedad del cristianismo, procurasen eliminar toda ambigüedad cara a las autoridades romanas. Otros convertidos al cristianismo pero nostálgicos de su pasado se secesionan y se organizan en comunidades separadas.

Las cosas cambian a comienzos del siglo II, cuando la distinción se puede hacer con nitidez. El Estado reconoce, como lo muestra la carta de Plinio, la originalidad de la autonomía del movimiento cristiano13. Cuando la tempestad se desata sobre el judaísmo, en el año 135, los cristianos no son molestados en absoluto, viven en paz y prosperan14.

Los mismos cristianos procuran tomar sus distancias del judaísmo y afirman su independencia. En Jerusalén, el obispo Marcos, que en esa época dirige la Iglesia, es de origen pagano. La Iglesia, alimentada con la experiencia paulina, tomó conciencia de la ambigüedad de esa situación, que podía perjudicar mucho al Evangelio.

No obstante, el judaísmo de la Diáspora había jalonado la ruta para el cristianismo, afirmando al Dios único, Creador del cielo y de la tierra y observando la Ley15. En tierras paganas, Israel había tomado conciencia del sentido providencial de su dispersión y de la responsabilidad misionera de su presencia. El proselitismo judío había despertado la atención de las élites, había abierto el surco de una exigencia a la vez doctrinal y moral, a las que responde el mensaje evangélico, y éste se aprovecha de ello16.

La autonomía de la Iglesia con respecto de la Sinagoga no significa ruptura. El diálogo entre una y otra prosigue durante todo el siglo II. Los cristianos no rehúyen la conversación. Se entablan controversias sobre los libros santos y más particulamente sobre las profecías que se cumplen en Cristo. Los judíos son interlocutores privilegiados para los apologistas Aristón de Pela y Justino. El Diálogo con el judío Trifón es un modelo del género y un homenaje rendido a Israel. Durante los siglos siguientes el diálogo prosigue sobre nuevas bases.

Pero para entonces la discusión tiene ya algo de académica, pues las fuerzas vivas de los cristianos actúan a partir de entonces en medio de los paganos. Libre por fin de toda tutela, la Iglesia, que ya es adulta, se enfrenta con el mundo greco-romano.

El método de la evangelización

El Evangelio se beneficia de lo que es a la vez movimiento y cohesión del mundo mediterráneo. La facilidad de las comunicaciones, la importancia de los intercambios comerciales y culturales provocan la migración. El Orontes y también el Nilo y el Bagradas vierten sus aguas en el Tíber y en el Ródano. La Iglesia es mediterránea, habla el griego, la lengua de las relaciones literarias y de las transacciones comerciales. Esta lengua, que era comprendida en todas las ciudades del Imperio, favorece la progresión, permite los intercambios y mantiene la cohesión entre las comunidades evangelizadas. La lengua es siempre un poderoso factor de unidad: dejamos de entendernos cuando dejamos de comprendernos17.

El hecho de haber abandonado el arameo para sustituirlo por el griego fue una intuición genial y una inserción de la levadura evangélica en plena masa humana. Con eso la Iglesia tomó una opción misionera, escogió la lengua de todo el mundo, la que más posibilidades tenía de hacer repercutir su mensaje hasta las fronteras del Imperio. El griego jugaba el papel que hoy juega el inglés, permitía que se circulara y hacerse comprender en todas las metrópolis y centros urbanos del mundo. Lo peligroso habría sido limitarse sólo al griego, pues en las mismas puertas de Antioquía se hablaba el siríaco. Y para evangelizar a los galos Ireneo tuvo que usar «su dialecto bárbaro»18; la evangelización merecía que se renunciase a la bella lengua de los griegos.

El primer impulso a la expansión misionera fue dado por Pablo y los demás Apóstoles. Las comunidades de origen apostólico, como Corinto o Efeso, conservan vivo el recuerdo y el orgullo de su fundación. El genio misionero de Pablo sacudió los espíritus: su don innato de simpatía, su sentido de comunicarse con las personas más diversas. Como un río sabe rodear los obstáculos y baña todos los terrenos, fluyendo hacia su meta. ¡Cuántos nombres se acumulan en sus saludos, cuántos rostros de mujer afloran en sus cartas; él, a quien se ha querido hacer pasar por un misógino!

Cuando los Apóstoles desaparecieron, las comunidades en vez de llorarlos los imitan. El patrimonio está ahora confiado a sus manos. La responsabilidad descansa sobre la comunidad entera. Convertirse significa misión, fe significa compartir. Si bien el carisma del apostolado caracteriza a algunos, todos se sienten solidarios en la misión. El cristianismo cuenta con «tantos apóstoles como fieles. La predicación se extiende ella sola casi por todas partes, por la actividad de gentes desconocidas, sin misión instituida. Los gérmenes de la fe se contagian por las actuaciones libres de voluntades individuales»19.

Rara vez la iniciativa misionera procede de la jerarquía, cuya preocupación en aquellos momentos era establecer la autoridad episcopal y hacerla aceptar. No conocemos ningún caso de misionero enviado por un jefe de comunidad.

La actividad misionera, sin mandato particular, por el solo dinamismo de la fe bautismal, brota habitualmente de las mismas filas de los cristianos. Vemos que hay sacerdotes, pero los laicos son la gran mayoría. El cristianismo es como una mancha de aceite, se extiende por las mallas de la familia, del trabajo, de las relaciones. Es una predicación modesta, que «no se hacía bajo la luz de los focos, públicamente en plazas y mercados, sino sin ruido, a la oreja, por medio de palabras dichas en voz baja, al amparo del hogar doméstico »20.

Nada más exacto que la palabra «contagio» empleada por Tácito y Plinio para caracterizar la nueva religión y su propaganda, de boca a oreja, de esposa a marido, de esclavo a ama y de amo a esclavo, de zapatero remendón a cliente, en la intimidad del tienducho, como lo prueban los testimonios llegados hasta nosotros.

El concepto reciente de evangelización del medio por el medio es demasiado estrecho para tener en cuenta la paradoja del esclavo evangelizando al amo y el amo al esclavo, el médico al enfermo y el comerciante a su cliente. En el entorno de Justino el filósofo, encontramos los hombres más diversos: otro filósofo, Taciano, se codea con el esclavo Evelpisto, y vemos a Carito, una mujer, junto con los demás discípulos.

En Lyon, Atala y Vetio, personajes de la buena sociedad, son bien conocidos por las gentes modestas que abarrotan el anfiteatro, a quienes les han prestado servicios al mismo tiempo que les anunciaban la buena nueva. El médico Alejandro se ha mantenido activo mientras ejercía su profesión con los enfermos que acudían a él más que con sus colegas, de quienes no se hace mención alguna21.

Hay entre los cristianos quienes consagran su existencia a la evangelización, como lo habían hecho en el judaísmo quienes ya se llamaban «apóstoles» y son mencionados en la Didaché22. Son itinerantes como los profetas y los doctores; van de ciudad en ciudad. Unos viven de su trabajo, pero otros, sin duda más numerosos, son alimentados, cuando existe una comunidad, por los hermanos que los emplean, pues todo obrero tiene derecho a su salario23. A falta de organización hospitalaria, los misioneros mismos subvienen, con su oficio, a las necesidades cotidianas, como ya lo hizo el Apóstol Pablo. Su desprendimiento y su desinterés eran ya de por sí una predicación y la piedra de toque que permitía discernir a los verdaderos apóstoles24.

El historiador Eusebio25 nos enseña que los apóstoles itinerantes no desaparecieron con la primera generación.

Un número muy grande de discípulos de entonces sentían su alma tocada por el Verbo divino y como arrebatada por un violento amor por la filosofía (la doctrina cristiana). Empezaban por cumplir el consejo del Salvador. Distribuían sus bienes a los pobres y después, abandonando su patria, partían para cumplir con su misión de evangelistas. Iban a porfía a predicar y transmitir el libro de los divinos evangelios a quienes todavía no habían oído la enseñanza de la fe. Se limitaban a poner las bases de la fe en los pueblos extranjeros, establecían pastores y les confiaban el cuidado de quienes acababan de traer a la fe. Después volvían a partir hacia otras regiones y otras naciones.

Aquí Eusebio idealiza y esquematiza. Nos gustaría tener mayores concreciones acerca de las primeras generaciones de misioneros que toman el relevo de los Apóstoles. ¿Las poseía Eusebio? Lo ignoramos. ¿Cuáles eran los nombres de esos misioneros, que habían ido a anunciar el Evangelio dejando tras de sí comunidades organizadas con pastores encargados de cultivar donde ellos habían roturado? El historiador nos ha conservado al menos el nombre de uno de ellos: Panteno, heraldo del Evangelio de Cristo, que llevó el mensaje recibido a las naciones de Oriente y llegó incluso a las Indias26.

Verosímilmente él no fue el único, pues Eusebio añade: «Había también en esos tiempos un gran número de evangelizadores de la palabra, que se empeñaban, llenos de celo divino, en imitar a los Apóstoles para acrecentar y edificar la palabra divina. Panteno era uno de ellos» 27 . Fue misionero antes de ser catequista en Alejandría, sin duda para adaptarse a la tarea en el ambiente de la gran metrópoli.

Orígenes hace la misma afirmación: «los cristianos no desaprovechan nada de lo que está en su mano para extender su doctrina en el universo entero. Para conseguirlo los hay que se han dedicado a ir de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, para llevar a los demás al servicio de Dios»28. La expansión misionera se desarrolló —señala en otro lugar Orígenes —sin que el número de evangelizadores aumentara»29. Parece que tiene ante los ojos algunos de esos predicadores, pues habla de ellos en presente y los compara a quienes, todavía en su tiempo, circulan a través del mundo entero.

Entre la renuncia total y la vida cotidiana, todavía quedaba sitio para la acción espontánea de quienes, sin salir de su ambiente propio, siguiendo con su oficio o a lo largo de viajes no específicamente apostólicos, predicaban la buena nueva30. A Celso se le calienta la boca contra estos evangelizadores improvisados, porque no han frecuentado las escuelas y carecen de cultura.

Observamos en las casas particulares tejedores, zapateros, bataneros, gentes de extrema ignorancia y desprovistos de toda educación; en presencia de maestros, hombres de experiencia y de jutcio, se guardarían bien de abrir la boca. Pero como se encuentran con los niños de la casa o con mujeres, tan estúpidas como ellos, parlotean sus maravillas31.

Salta a la vista que Celso entra a la carga, sus ataques son brutales. Da golpes bajos para ganar con más facilidad. Su cultura «insolente» la emprende con la «quimera» nueva, que conmociona a la sociedad y a la civilización, a la que él está profundamente apegado.

De todas maneras, Celso, antes de escribir ha observado; ha tomado contacto con grupos cristianos para descubrir los métodos y la táctica de la expansión. Dejando aparte su insolencia y su prejuicio, la observación de Celso es acertada. Ha observado atentamente en qué medios y con qué procedimientos opera generalmente el proselitismo cristiano.

La regla general es la actuación individual, que está al alcance de cualquiera. Cada cristiano puede compartir su descubrimiento con las personas de su familia, sus compañeros de trabajo o sus amigos. Los primeros en maravillarse de la buena nueva son los humildes, los pobres, los cargadores del muelle y los artesanos, cercanos unos de otros, entrelazados por una comunidad de destino, solidarios en las mismas pruebas y. acogedores de quien les habla de salvación y de libertad32, de paz y de dignidad. También es cierto que entre estas pequeñas gentes es donde circulan las calumnias más ignominiosas. La acogida hecha al Evangelio es en definitiva cuestión de generosidad y ésta no se concede según la escala social.

Los primeros evangelizados son los miembros de la familia propia. No son raros los casos en que el Evangelio se extiende a todo el hogar, al cónyuge y a los hijos. Justino cita el ejemplo de cristianos que lo son «desde la infancia»33. Uno de los compañeros del mártir-filósofo afirma al prefecto Rústico de Roma: «Hemos recibido este mismo credo de nuestros padres» 34. Policarpo confiesa que sirve a Cristo desde hace ochenta años, lo cual permite suponer que fue bautizado a una edad muy temprana35. Igualmente, Papilos, de Pérgamo, responde al procónsul que «sirve a Dios desde su infancia» 36.

Polícrates, obispo de Efeso, contemporáneo de Ireneo, nos dice en la carta que envía al papa Víctor37, que nació en una familia típicamente cristiana; siete de sus parientes próximos fueron obispos y él es el octavo. Afirma tener setenta y cinco años, lo que significa que, nacido en una familia creyente, encontró la fe en la cuna, en un hogar que dirigía a la comunidad desde hacía generaciones, en una época en la que existía un solo obispo para la Galia y la Germania.

Desde San Pablo conocemos familias en las que los padres se convierten junto con sus hijos y con los domésticos; a este conjunto, judíos y paganos lo designaban con el nombre de «casa»38. Esta «contaminación» familiar es lo que explica la asombrosa difusión del Evangelio en Bitinia, que Plinio describe y que alcanza a jóvenes y adultos.

Ignacio de Antioquía, en su carta a los de Esmirna «saluda a las casas de los hermanos con sus mujeres y sus hijos»39. Así se llama en concreto la familia de Tavia y la de la viuda de Epitafos, cuyos hijos ya casados fundaron a su vez hogares cristianos40

Esta conversión está en el origen de esas familias cristianas que proporcionan a la Iglesia mártires y personalidades del temple de Orígenes, de Basilio, de Gregorio de Nisa. La fe del jefe de la familia tenía un papel decisivo y normalmente arrastraba a toda la familia con él.

En otros casos era la mujer la que se convertía ella sola; no necesariamente llevaba tras de sí a sus hijos a la nueva comunidad. Las inscripciones cristianas nos han conservado el nombre del joven Aproniano, de padre sin duda pagano, que fue bautizado a instancias de su abuela41. En bastantes hogares se debieron producir tiranteces entre la madre cristiana, los hijos y el padre42. En el siglo II hijos e hijas de hogares cristianos son bautizados al nacer, como fue el caso de los nietos de Epitafos, a quien saludaba Ignacio de Antioquía en Esmirna. Los epitafios conservan el nombre y el recuerdo de numerosos niños cristianos bautizados en el seno de familias creyentes43.

En una casa de nivel desahogado, servidores y esclavos son integrados normalmente en la familia y participan de la vida religiosa del hogar. Tenemos una prueba de ello en el relato de una esclava denunciada como cristiana. «¿Porqué, siendo esclavo, le pregunta el juez, no sigues la religión de tu amo?»44. Al juez le parece que seguirla sería lo natural.

Los amos cristianos evangelizan a los sirvientes y a los esclavos que tienen a su servicio, lo cual es una revolución para sus relaciones y echa por tierra las barreras. Un fragmento de la Apología de Arístides, recientemente descubierto en un papiro, afirma: «Los amos cristianos convencen a sus esclavos o a sus sirvientas y a los hijos, si los tienen, para que se hagan cristianos, y así se aseguran su amistad, y cuando se han hecho cristianos los llamas «hermanos», sin discriminación, pues ya están unidos en una misma comunidad»45.

Sin duda fue así como la joven Blandina encontró la fe. Igual debió ser para el esclavo Proxeno, liberto de Marco Aurelio y de Vero, ascendido a chambelán y tesorero. Cuando murió, los antiguos esclavos le construyeron un mausoleo que se conserva en Roma, en Villa Borghese. Uno de los esclavos, que estaba ausente en el momento en que murió, se empeñó, al volver, en añadir un testimonio personal de la fe de su amo. Escribió en el sarcófago estas palabras, que hoy se ven mutiladas: Proxeno fue acogido en el seno de Dios. Cuando volvió a Roma su liberto Ampelio, le rindió este homenaje46.

¿Fue Ampelio quien llevó la buena nueva a su amo, o fue el amo quien encontró en él un discípulo y después un hermano? Debieron darse ambos casos. Este proselitismo exigía tacto y discreción, para evitar las conversiones simuladas o las delaciones. El noble Apolonio, de Roma, fue denunciado por uno de sus esclavos47. Atenágoras, nos dice que, sin embargo, estas delaciones fueron raras48. Esto prueba que muchos esclavos de amos cristianos siguieron siendo paganos. La historia de los mártires de Lyon nos lo afirma así, puesto que los esclavos paganos fueron detenidos junto con sus amos cristianos sólo porque se presumía que también eran cristianos49

La gesta de los mártires nos relata la conversión de un alto funcionario romano, Hermes, debida a una anciana esclava ciega50. Aunque este dato no fuese histórico, no obstante simboliza lo que ocurrió más de una vez: un esclavo, conmovido por la bondad de su amo, le desvela los misterios de la nueva fe. ¿Cuál fue la influencia de la nodriza cristiana sobre el emperador Caracalla? No sin razón la historia ha conservado este detalle51.

Desde los orígenes cristianos la mujer desempeña un papel insubstituible en la difusión evangélica. Es una mujer, Priscila, quien evangeliza a Apolo52. San Lucas nos narra este detalle con todo cuidado. El mismo Pablo, a lo largo de sus viajes, es mantenido por mujeres solícitas, que sirven a las comunidades y las amplían. Los Hechos apócrifos encarecen a Tecla y la presentan como la evangelista del Apóstol. Las mujeres propagan el Evangelio con discreción en la Iglesia, con desmesura en las sectas.

Plinio, Celso y Porfirio, con tanta ironía como despecho, reconocen la rápida profusión de conversiones entre las mujeres. Más que en Roma, en Oriente, donde las esposas llevan una existencia bastante retirada, la mujer evangeliza a otras mujeres. Clemente de Alejandría describe el papel de estas cristianas, que ayudaban a los primeros apóstoles y que son las únicas que pueden entrar en los gineceos, servir de intermediarias y llevar a esas habitaciones estrechas, oscuras y sofocantes, la doctrina liberadora del Señor, «sin que la mala intención haya podido vituperarlas ni levantar sospechas injustas»53.

Desde muy pronto, la Iglesia instituye diaconisas, encargadas del servicio de las mujeres, que van a visitar a domicilio a las cristianas que viven en casas paganas54. La condición más bien reclusa de la mujer griega explica el hecho de que esta institución naciera en Oriente y casi no se implantara en el Occidente romano, donde la mujer es más libre.

La participación de las diaconisas en la evangelización del mundo femenino no origina ninguna dificultad en Oriente. No se reglamentará sino más tarde55, como veremos.

El ejército romano no es impermeable al Evangelio. Sin llegar al extremo de querer ver una connivencia entre el ejército del César y el de Cristo, los hechos prueban que hay soldados que, en el transcurso de su larga carrera militar se convierten al cristianismo. Se encuentran cristianos en las legiones romanas, al menos desde el siglo II. El milagro ya aludido, que se sitúa en tiempos de Marco Aurelio, es prueba suficiente de ello56.

Es posible que los primeros soldados hayan sido evangelizados, como insunúa Celso57, por misioneros itinerantes, que «recorrían las ciudades y los campamentos». Pablo ya predicó a las cohortes pretorianas58. Hay pretorianos cristianos en tiempo de Nerón59. Y el mismo Tertuliano reconoce que, en su época, los cristianos llenaban el ejército60.

La penetración cristiana debió de ser al mismo tiempo ocasional y fluida, casi sin dejar rastro y llevándose a cabo fuera de las comunidades organizadas. Un soldado cristiano, a la caída de la tarde, habló confidencialmente con un camarada de la «feliz nueva» recibida, que nada tenía que ver con el culto de Mitra o de Cibeles, extendido en el ejército61. Por otra parte, las virtudes militares: obediencia, disciplina, servicio, desprecio a la muerte, eran un punto de partida para las virtudes cristianas.

La vida de los campamentos, el trato de hombre a hombre y, bien pronto, el espectáculo de los mártires, favorecieron la expansión del Evangelio entre los soldados. El ejército proporciona mártires en Italia, en Africa, en Egipto y hasta en las orillas del Danubio. Incluso la última persecución comenzó por una depuración de las legiones62.

Paradójicamente, esta difusión del cristianismo entre los militares va a la par de un aumento en el pueblo de sentimientos anticristianos, lo cual es explicable teniendo en cuenta que el ejército está sustraído a las influencias civiles. Pero, al mismo tiempo, hay muchos soldados que viven alejados de sus unidades, en puestos de servicio en stationes y officii, como agentes de policía o empleados de las oficinas imperiales. El soldado, en sus contactos con la vida civil, ha oído habladurías, ha recogido informaciones, se ha encontrado con cristianos, ha detenido a sospechosos, ha juzgado a acusados y a acusadores. ¿Cuántos como Pudente, encargado de vigilar a Perpetua y sus compañeros, no sintieron la atracción de la fe?63.

Lo que choca en los cristianos del siglo II es su presencia en la vida de los hombres, en los bazares y en los talleres, en los campamentos y en las plazas públicas. Participan de la vida social y económica, se mezclan con la vida cotidiana y viven como todo el mundo. Los paganos conocen perfectamente a los cristianos de Lyon, se encuentran con ellos en las termas, en los dos foros, uno de ellos situado donde ahora está Notre Dame de Fourviére el otro sobre el altillo de la Sarra.

Policarpo, el obispo de Esmirna, cuenta que el mismo Apóstol Juan había frecuentado las termas de la ciudad, puesto que se encuentra con el heresiarca Corinto en el momento de salir de ellas64. Los cristianos de Lyon frecuentan los baños y las plazas públicas, lo cual explica su popularidad. No abandonan esos lugares sino porque son expulsados por el movimiento popular.

Las termas de la época imperial, parecidas a nuestros casinos, eran amplias construcciones con numerosas salas, con pórticos para los juegos y la conversación, una biblioteca65, galerías de arte. En Dougga (Africa del Norte) vemos que hay incluso un pequeño teatro adyacente.

En este compartir la vida cotidiana es donde se preparan las conversiones. ¿Cómo habrían podido los cristianos ser la sal de la tierra, si no hubieran estado en contacto con ella, sino hubieran sido el alma del mundo, sin mezclarse con él? La Carta a Diogneto lo afirmaba ya, con intención apologética, para defender a los cristianos contra las calumnias.

Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su país, ni por la lengua, ni por el vestido. No habitan ciudades que sean exclusivas de ellos, no se sirven de ningún dialecto extraordinario, su régimen de vida no tiene nada de particular. Están repartidos por las ciudades griegas y bárbaras, según le ha tocado en la vida a cada uno; se adaptan a las costumbres locales en cuanto a la forma de vestir, a los alimentos y al estilo de vida, al mismo tiempo que manifiestan las leyes extraordinarias y paradójicas de su manera de vivir66.

En su libro el Pedagogo, Clemente de Alejandría describe con cierta complacencia la forma de vestir del cristiano. No lleva telas bordadas en Mileto o en Italia, ni brocados de oro, sino ropas sencillas de colores naturales, ordinariamente blanco, iguales para los hombres y para las mujeres. Todo Io más, la mujer es más elegante en el corte del vestido y escoge una tela más suave67.

Los hombres no llevan calzado en absoluto, precisa Clemente; lo cual se refiere a Alejandría. A las mujeres les recomienda que lleven zapatos sencillos y condena los «coturnos persas y etruscos» 68, y con mayor razón las botitas con clavos que hacían sonar sobre el pavimento las mujeres ligeras de cascos y que repicaban en el suelo como si dijeran: sígueme, sígueme69. El moralista de Alejandría describe a los cristianos sentados en las tabernas, donde también hay paganos que acechan a las pelanduscas que pasan70.

Tertuliano, con su rigor de costumbre, prohibe hasta llevar anillo, y el uso de perfumes y de coronas71. En Cartago, no obstante, los cristianos llevan anillos que les sirven de sello. El mártir Saturio, compañero de Felicidad, entrega su sello al soldado Pudente como muestra de agradecimiento72. Las pinturas de las catacumbas nos muestran mujeres ricamente adornadas, lo cual nos da a entender que era limitada la audiencia que en esto tenían los moralistas tanto cristianos73 como paganos74.

Voluntad de estar presentes y compartir la condición común; pero estas afirmaciones están sin duda matizadas por un «sí, pero». Pues comienzan las reservas, que aumentarán en Tertuliano. Si es cierto que en la época en que escribió el Apologético está como en vanguardia eufórico, sin embargo, en sus obras posteriores se hace más rígido, condena al mundo y lo priva de los cristianos. Al final del siglo II se van poniendo las cosas en su sitio.

Podemos distinguir como dos tiempos en la evangelización de la cuenca mediterránea en la época de los Antoninos: el primero es un tiempo sin complejos, con el frescor del descubrimiento evangélico y la alegría de compartirlo; en el segundo momento, ante la resistencia que ofrece la ciudad antigua, los cristianos sienten hasta qué punto este mundo, contaminado por la idolatría, inclinando a la calumnia y al prejuicio, es impermeable al Evangelio. El optimismo inicial se modera y los cristianos se hacen más circunspectos.

Los más atrevidos se lanzan al diálogo e incluso provocan la discusión. Responden a las objeciones y refutan las calumnias. Es el método que emplea Justino en Roma, y también Panteno y Clemente, en Alejandría75. La afluencia de filósofos de oficio inicia una nueva etapa de la evangelización. La iniciativa de Justino parece ser puramente privada y no recibió nunca una investidura oficial. En cambio, en Alejandría, Panteno, y después Clemente, enseñan en la escuela de «ciencia sagrada» organizada por los jefes de la comunidad. Los apologistas toman el relevo de los primeros misioneros.

A mitad del siglo II, con la conversión de espíritus cultivados, la Iglesia conoce un florecimiento intelectual que explica la extraordinaria efervescencia de la gnosis, es decir, de la voluntad de saber; pretendido saber, por otra parte, y esencialmente intelectual. Enriquecimiento intelectual. Enriquecimiento y amenaza a la vez. La ciencia sin el fervor es estéril, pero el fervor sin la ciencia es más peligroso todavía, como lo demuestra el gnosticismo en hombres y mujeres exaltados.

En Roma, Justino se esfuerza en demostrar el carácter existencial de la sabiduría que él ha descubierto y que reparte. Se enfrenta con el filósofo cínico Crescente, que enseñaba revestido con su manto, con el zurrón al hombro, el cayado en la mano y los cabellos largos, más preocupado por tener clientes que por hacer discípulos.

El filósofo cristiano practica la mayéutica del pórtico. Tiene abierta escuela, como los demás filósofos que vivían de la enseñanza. La escuela es conocida del público y acoge a los más diversos espíritus, cristianos y paganos. Los unos encuentran en la doctrina cristiana la respuesta a su búsqueda interior; los otros se acercan para consolidar y profundizar su fe. De los compañeros de martirio de Justino, sus discípulos, sabemos que había quienes eran cristianos de nacimiento o desde hacía mucho tiempo, otros parece ser que se habían convertido en su escuela. Por lo demás, la iniciativa de Justino no fue la única; Taciano, discípulo suyo, ciertamente lo imitó.

Además, Justino no es el único que evangeliza en Roma, puesto que, según él mismo dice, en ese mismo tiempo otro laico, Ptolomeo, convirtió a una mujer casada que llevaba una vida disoluta76. La historia nos ha conservado el nombre del presbítero Jacinto, que ejercía una influencia buena en la corte imperial77.

Parece que la mayor parte de los maestros cristianos eran laicos. Un siglo más tarde, un cierto número de catequistas lo son también78. Prolongan sus enseñanzas con sus escritos, que habitualmente son «apologías» del cristianismo, dirigidas a las autoridades civiles, a los magistrados y hasta a los emperadores. Estas valientes dedicatorias, a veces presuntuosas, prueban al menos que los cristianos, lejos de estar confinados en ghettos, hacen frente sin complejos a la sociedad y a los filósofos.

 

Los motivos de la conversión79.

La evangelización cristiana procede más de la vida que de la táctica. ¿De dónde le viene su eficacia, en medio de tantas religiones y sectas que se abaten sobre el Imperio? ¿Por qué el mundo se hace cristiano?

Las numerosas conversiones de esa época no se deben a un motivo único. Sólo podemos explicarlas en la medida en que los mismos convertidos nos exponen las causas de su transformación. Los testimonios que poseemos son escasos y provienen principalmente de cristianos instruidos, de apologistas, que conceptualizan las razones intelectuales. ¿Pero qué ocurrió con las gentes corrientes, esclavos y comerciantes, artesanos y soldados?

Es difícil encontrar argumentos en las condiciones históricas, pues eran tales que igual podían facilitar que dificultar el desarrollo del cristianismo. Roma que por una parte acogía con facilidad los cultos nuevos que le llegaban desde orillas del Oronte, por otra parte estaba muy apegada a las tradiciones de la religión romana que sostenía a la ciudad. En esa época, el capricho admirativo por la filosofía y los filósofos iban de la mano con un escepticismo general cuyo típico representante era Marco Aurelio. Ese mismo capricho provoca una explosión de sectas que amenazan la integridad y la unidad de la fe cristiana.

Los observadores del fenómeno cristiano en el Imperio, de quienes nos podemos informar, dan fácil acogida a chismes y calumnias. No obstante, hay dos testimonios que parecen menos superficiales y merecen que nos detengamos en ellos.

Primero, Luciano de Samosata, poco posterior a Justino y a Taciano, una especie de «volteriano»; es originario de Siria y está instalado en Atenas, que es su puesto de observación. Reacio a lo sobrenatural, no corre el peligro de juzgar al cristianismo desde dentro. En su escrito la Muerte de Peregrino pone en escena a un personaje que debió de existir, que estuvo en contacto con los cristianos y que incluso se inscribió en sus filas.

De su trato con los cristianos, Luciano esboza un cuadro que da toda la impresión de ser caricaturesco, pero en el que algunos trazos son acertados. Señala la importancia que los cristianos dan a los libros sagrados, el respeto hacia los confesores de la fe por parte de una comunidad que trata de suavizarles su situación, los rodea y les ayuda; la fraternidad enseñada por su fundador que une a los miembros entre sí incluso por encima de los grupos locales; el poco caso que hacen del dinero, empleándolo en las necesidades de los que sufren; por último, su desprecio por la muerte ante la esperanza de vivir eternamente80.

Aunque superficial, la descripción de Luciano se fija en lo que ha llamado la atención a los espíritus y ha arrastrado a los más generosos hacia el cristianismo. Poseemos otra descripción de autenticidad reconocida, casi contemporánea de la de Luciano: la del célebre médico Galeno, a quien Justino pudo haber conocido en Roma. Nos proporciona un diagnóstico del hecho cristiano a la vez agudo y desapasionado, como hombre de ciencia que ha hecho su análisis antes de hablar, que ha estudiado antes de juzgar, sin fiarse como tantos otros de las habladurías que a su alrededor podían circular.

La mayor parte de la gente no puede seguir una demostración con una atención mantenida, por eso tienen necesidad de que se le sirvan parábolas. Así hemos visto en nuestros días a esos hombres llamados cristianos extraer su fe de parábolas. No obstante, de vez en cuando actúan como verdaderos filósofos. A decir verdad, tenemos ante nuestros ojos su desprecio a la muerte. Otro tanto podemos decir del hecho de que una especie de pudor les inspire el recato para el uso del matrimonio. Hay entre ellos, hombres y mujeres, que se abstienen de las relaciones sexuales durante toda su vida. Y también los hay que, por medio de una dirección, de una disciplina del alma y por una rigurosa aplicación moral, han adelantado hasta tal punto que no tienen nada que envidiar a los verdaderos filósofos81.

Es un análisis del hecho cristiano que vale su peso en oro. Lo que llama la atención de Galeno no es la doctrina, de la que no hace comentario, pues seguramente no ha tenido ocasión de profundizar en ella, sino la actitud existencial de los cristianos que él ha observado, que ha visto vivir «ante sus propios ojos», como él mismo dice. Ha querido ver cómo se conducen cotidianamente. De sus observaciones, lo que destaca es el desprecio a la muerte, la vida casta tanto en los hombres como en las mujeres —que, en algunos, llega a la continencia absoluta—, la disciplina y el rigor de las costumbres.

Estas observaciones de Galeno coinciden con los informes que han llegado hasta nosotros. Nos encontramos con tres motivaciones principales, que explican la rápida difusión del cristianismo bajo los Antoninos: el mensaje evangélico en sí mismo, la fraternidad vivida por todos, el testimonio de santidad que llega hasta el martirio. Son motivaciones que, lejos de yuxtaponerse, se coordinan y actúan multiplicando sus efectos.

El cristianismo aparece primero como la religión del Libro82 y la afirmación de una fe83 frente al escepticismo ambiental, lo cual la emparenta con el judaísmo. Mejor que en este último las promesas desembocan en realizaciones. La venida de Cristo, de la que se burló Celso, pone a los hombres en contacto con Dios y les ayuda a caminar por el buen camino. La fe cristiana se presenta al mismo tiempo como una proximidad de Dios, como una sabiduría de vida y como una fuerza del Espíritu que ilumina, sostiene y conduce.

La resurrección de Cristo, fundamento de la esperanza cristiana y de lo que Luciano y Celso llaman el «después de la muerte», templan la reciedumbre de una verdadera invulnerabilidad84, tanto más cuanto que ofrece una respuesta a la angustia de la muerte y de la vida del más allá, particularmente viva en esa época. Arrio Antonino no quiere ver en esa valentía más que una forma de suicidio: « ¡desgraciados, que queréis morir!, ¡como si no tuvierais bastantes cuerdas y precipicios! »85. Marco Aurelio se siente visiblemente molesto por el heroísmo cristiano que la resurrección inspira; trata de interpretarlo como un fanatismo y como un gusto por lo trágico86. El emperador filósofo, que todo lo refería a la razón universal en la que se iba a diluir en su última hora, parece que llegó a percibir bien que la valentía de los cristianos ante la muerte y el secreto de su vida moral se apoyaban en esta esperanza.

Lo que había impresionado a los paganos de Lyon en la doctrina cristiana era la espera de esa resurrección, punto crucial de la religión nueva. Por eso dispersan las cenizas de los mártires, para «triunfar sobre Dios y privar a los mártires de la inmortalidad». «Es necesario —decían—arrancar a estos hombres hasta la esperanza de la resurrección. Por causa de esta creencia, introducen entre nosotros una religión nueva y extranjera, desprecian los tormentos y corren gozosos a la muerte»87.

La dignidad de la vida cristiana llevada hasta la no transigencia y a la santidad impresionó a los paganos. La conversión exige un cambio de vida, pero también proporciona la fortaleza para concretar sus exigencias. Galieno señala el rigor de la vida sexual, no solamente entre las mujeres a quienes los maridos les exigen que sean puras y fieles, sinotambién entre los hombres, lo cual asombra visiblemente al clínico, que no estaba acostumbrado a ver eso en Roma.

La práctica de la ascesis abunda en la literatura apócrifa y caracteriza los excesos del montanismo. Si bien no todos los cristianos practican una ascética tremendista, como lo da a entender el Pastor de Hermas88, es cierto que la exigencia moral es la regla común.

Aunque es unos cincuenta años posterior al reinado de los Antoninos, la confesión de Cipriano de Cartago, es rica en información. De entre los relatos de conversión que poseemos es uno de los raros que expone las motivaciones. Este aristócrata rico, brillante, está cegado por pasiones invencibles. «¿Cómo, me decía a mí mismo, se puede hablar de convertirse?89. Sin embargo, es eso lo que le sucedió. Se hizo santo, comprensivo para los demás, intolerante consigo mismo.

Justino y Taciano, que se convirtieron ya en edad adulta, destacan en sus Apologías90 la pureza de costumbres solamente porque primero les había impresionado y luego la experiencia de la vida no les había defraudado acerca de esa «imagen característica» del cristianismo. El filósofo cristiano de Roma relata cómo una romana rica, de costumbres depravadas, se convirtió; cambió de vida y puso todo su empeño en arrastrar tras de sí a su marido. La integridad de vida de los cristianos, afirmada por todos los escritores cristianos91, provocó numerosas adhesiones.

El testimonio cristiano se muestra de manera espectacular y cotidiana en la fraternidad que aúna a los miembros de las comunidades y anuda lazos entre ciudad y ciudad, entre país y país. Aquellos que andaban buscando, Justino, Taciando, Panteno, pudieron observar esto en sus viajes. Y esto es lo que hizo que se decidieran a dar el paso. El «ved cómo se aman» es una apología viva a la que escritores e historiadores tuvieron que rendir homenaje.

Es una fraternidad que se expresa en la perfecta igualdad de todos y en la dignidad de cada uno, especialmente de aquellos a quienes la Antigüedad aplastaba: los niños, las mujeres, los esclavos. Fraternidad sin promiscuidad —aunque otra cosa digan los calumniadores—, que echa por tierra todas las barreras y aúna los corazones en grupos donde todo el mundo se conoce porque tienen una dimensión humana.

El nombre de «hermano» y de «hermana» que se dan92 expresa las nuevas relaciones entre ricos y pobres, entre amos y esclavos, hasta poner al servicio de todos los recursos y el mantenimiento de todos aquellos que, temporal o definitivamente, están necesitados. El espectáculo de esta fraternidad vivida es lo que, verosímilmente, convirtió a Tertuliano, según podemos deducir leyendo con atención la descripción que nos ofrece en su primer libro, el Apologético93

El brillante jurista de Cartago no tuvo que buscar y encontrar respuesta a una angustia metafísica. En el mundo desgarrado y decadente que lo rodea, ha visto florecer ante sus propios ojos, en la metrópoli africana, un grupo de hombres y de mujeres en quienes la fortuna de los unos no provoca la envidia de los otros, sino que da lugar a repartir y a distribuir equitativamente, según las necesidades, todos atentos a los más pequeños de entre ellos; en donde los pobres, lejos de ser despreciados o considerados como seres de segunda clase, son miembros privilegiados, «los niños de pecho de la fe», confiados a la ternura de los demás y llevados por la caridad de todos. A través de la descripción que nos hace Tertuliano circula una vibración, una admiración que no nos deja duda acerca del choque recibido y que decidió su conversión. ¿Cuántos fueron los que, en Roma, en Efeso, en Lyon o en los villorrios apartados encontraron en el resplandor de un amor compartido el camino de la Iglesia?

Fraternidad no cerrada, sino abierta; la fe hace que la fraternidad se comparta con todos, aunque sean paganos. «Decimos a los paganos —especifica Justino—: sois hermanos nuestros»94. Y Tertuliano concluye su descripción de la comunidad dirigiéndose al mundo pagano: «Somos hermanos incluso de vosotros»95, a pesar de las calumnias que circulan.

La epidemia de peste en Cartago y en Alejandría ofrece a los cristianos la ocasión de demostrar esa fraternidad a los apestados, tanto paganos como cristianos. Predicación más eficaz que las declaraciones más estrepitosas; esto permitirá que «las cuerdas de las tiendas» cristianas se alarguen96.

Pero de la vida de los cristianos lo que más profundamente impresionó al entorno en que vivían, hasta ganarlo para el Evangelio, fue la firmeza y el heroísmo de los mártires. La fórmula lapidaria de Tertuliano lo expresa de manera inolvidable: «Más nos multiplicamos cuanto más nos segáis. La sangre de los mártires es semilla de cristianos»97. Pascal se hace eco: «Creo con facilidad las historias cuyos testigos se dejan degollar»98.

El argumento no se apoya sobre el número de mártires, como una mala apologética ha repetido con frecuencia, sino sobre el significado del sacrificio. Tertuliano lo explica así en la conclusión de su Apologético:

¿Quién ante este espectáculo no se siente sacudido y no busca qué es lo que hay en el fondo de este misterio? ¿Quién ha habido que ha buscado y no se ha unido a nosotros? ¿Quién se ha unido a nosotros sin aspirar a sufrir para apoderarse de la plenitud de la gracia divina, para obtener de Dios su perdón completo al precio de su sangre ?99.

Los ejemplos abundan e ilustran las afirmaciones de Tertuliano. El que condujo al apóstol Santiago, hermano de Juan, ante el tribunal, se siente removido cuando le oye dar testimonio. Confiesa ser cristiano y muere con el Apóstol100. El martirio de Perpetua también provoca conversiones101. El soldado Basílides, de la escolta del prefecto, encargado de llevar a la joven Potamiana al suplicio, ante un valor tan grande confiesa que él también es cristiano y muere junto con la virgen mártir102. El filósofo Justino afirma que el hecho de haber visto a los cristianos intrépidos ante la muerte es lo que le ha convencido de las doctrinas cristianas103. El testimonio de Tertuliano104 es parecido. E Hipólito concluye105: «Quienes lo ven quedan admirados. Muchos encuentran la fe ante este espectáculo y a su vez se convierten en testigos de Dios».

La gesta de la sangre está plagada de hechos como éste106. Las exageraciones literarias no quitan nada a la fuerza impulsiva del testimonio, al menos para los hombres de buena fe. El ejemplo y el valor de los mártires, desde los más humildes hasta los más importantes, daban que pensar. En el alma, igual que en la Iglesia, hay que dejar tiempo a la semilla para que brote y acabe por dar fruto.

La eficacia del Evangelio procede de que viene a colmar el hambre espiritual de la época —y sin duda de todas las épocas—, cansada de tantos retores y de tantos filósofos, deprimida por el pesimismo del ambiente y dispuesta para acoger un ideal. La masa, semejante a la población de nuestras grandes aglomeraciones, aplastada por el trabajo, amontonada, mal alojada, vivía penosamente, no conocía más que una vida de sufrimiento. No hubo poeta ni hubo filósofo que percibiera ese sufrimiento ni expresara ese lamento silencioso. El cristianismo venía a devolverle, junto con la salvación y la esperanza, un remanso de paz en la conciencia de su dignidad.
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1 En E. MOLLAND, Opuscula Patristica, Oslo 1969, p. 105.

2 La expresión es de Shakespeare.

3 Ver ORIGENES, Contra Celso, III, 9.

4 Sobre esta cuestión se han sucedido los estudios: citemos J. JUSTER, Les Jui fs dans l'Empire romain, París 1914; J. PARKES, The con flict of the Church and the Synagogue, Londres 1934; y sobre todo M. SIMON, Ve rus Israel, París 1964.

5 Didaché, 11-12. Ver más arriba pp. 3941.

6 Rom 16, 1-16.

7 Rom 16, 7.

8 Liber Pontificalis, ed. Duchesne, p. 126.

9 EUSEBIO, Hist. ecl., III, 22; IV, 20.

10 Ver más arriba, p. 21.

11 M. SIMÓN, Verus Israel, pp. 125-126.

12 Ver por ejemplo 1 Clem., 61, 1.

13 M. SIMÓN, op. Cit., p. 128.

14 EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 6, 4.

15 Rom 2, 17-24.

16 Leer detenidamente A. HARNACK. Mission..., pp. 6-23.

17 Ver un buen estudio en G. BARDY, La question des langues dans 1'Eglise ancienne, París 1948, pp. 1-78 y passim.

18 IRENEO, Adv. haer., I, pret., 3.

19 B. AUBE, Les chrétiens dans 1'Empire de la fin des Antonins au milieu du III siécle, París 1881, p. 145.

20 B. AuBE, Histoire des persécutiones, París 1875, p. 378.

21 Ver EUSEBIO, Hist. ecl., V, 1.

22 Didaché, 11, 3-4.

23 Lc 10, 7.

24 Didaché, 11-13.

25EUSEBIO, Hist. ecl., III, 37.

26 Ibid., V, 10, 2.

27 Ibidem.

28 ORIGENES, Contra Celso, III, 9.

29 De princ., IV, 1, 2.

30 B. AuaE, Histoire des persécutions, p. 378.

31 ORIGENES, Contra Celso, III, 55.

32 Bien observado por G. BARDY, La conversión au christianisme durant les premiers siécles, París 1949, p. 263.

33 1 Apol., 15, 6.

34 Acta Justini, 4, 7; La geste du sang, p. 173.

35 Martyr. Poi, 9, 3.

36 Acta Papyli, 34. La geste du sang, p. 178.

37 En EUSEBIO, Hist. ecl., V, 24, 6.

38 Sobre esta cuestión, ver J. JEREMIAS, Le baptéme des enfants pendant les quatre premiers siécles, Le Puy-Lyon 1967, pp. 25-30; 52-55; 112-125.

39 Smirn., 13, 1.

40 Ad Polyc., 8, 2.

41 E. DIEHL, Inscriptiones christianae veteres, I, n. 1343.

42 ORIGENES, Contra Celso, III, 55.

43 Ver J. C. DIDIER, Le Baptéme des enfants dans la tradition de l'Eglise, París-Tournai 1960, pp. 45-53.

44 En P. ALLARD, Les esclaves chrétiens, París 1900, p. 253.

45 Apol., 15, 6. En J. JEREMIAS, op. Cit., pp. 139-140.

46 J. B. DE Ross1, Inscriptiones christianae urbis Romae, I p. 9. n. 5

47 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 21.

48 Supl., 35.

49 EusEBIO, Hist. ecl., V, 1.

50 Acta S. Alexandri, en Acta SS. Maii, 1, p. 375.

51 Tertuliano, Ad Scapulam, 4.

52 Hech 18, 26.

53 Stromata, III, 6, 53.

54 Ver nuestra Vie liturgique et vie sociale, p. 143.

55 Didasc., XVI, 12, 1-4.

56 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 5, 1-3.

57 ORIGENES, Contra Celso, VII, 9.

58 Filip 1, 13.

59 Art. Nérée, DACL, XII, 1111-1123.

b0 Apol., 37.

61 Ver F. CUMONT, Le mystéres de Mithra, pp. 13-34; H. GRAILLOT, Le culte de Cibéle mére des dieux, París 1912.

62 EUSEBIO, Hist. ecl., VIII, 4.

63 Mart. Perp., 9, 1; 21, 1-2; Geste, 85. Ver G. LOPUZANSKI, en Antiquités classiques, 20, 1951, p. 46.

64 IRENEO, Adv. haer., III, 3, 4.

65 En las termas de Caracalla había estadio, palestra, gimnasio, biblioteca, salas de conversación y audición literaria y musical, teatro. Cfr. L. Hollo, Rome impériale et 1'urbanisation de 1'Antiquité, 1951, p. 460.

66 Diogneto, 5, 1-4. Ver también Tertuliano, que se inspira en el anterior, Apol., 42.

67 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., II, 10, 111 y 11, 53.

68 Ibid., II, 11, 116. Cfr. Const. ap., I, 3.

69 Paed., II, 116, 1. La observación de Clemente ha sido confirmada por la arqueología. Ha sido encontrada una vasija con forma de zapato, que tiene escrito: «Acompañadme». Reproducción 4968, en el Dictionnaire des Antiquités, III, 1828. Un estudio de la prostitución en la Antigüedad se encuentra en H. HERTER, Jahrbuch für Antike und Christentum, 3, 1960, pp. 70-111.

70 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Paed., III, 11, 80.

71 De idolat., 16.

72 Pasión de S. Perpetua, 21.

73 NOVACIANO, De bono pud., 12; COMODIANO. InSt., II, 18; CIPRIANO. De lapsis, 5, 6.

74 LUCIANO, Epigr., 37, 38; FILOSTRATO, Vita Apollonii, I, 13.

75 EusEBlo, Hist. ecl., V. 10, 1. Sobre el método de Alejandría, ver G. BARDY, Aux de origines de l'école d'Alexandrie, en Recherches de science religieuse, 27, 1937, p. 65.

76 2 Apol., 2.

77 HIPOLITO, Philosoph., IX, 12.

78 Trad. apost., 19.

79 Hay muy pocos estudios sobre esta cuestión. Ver no obstante G. BARDY, La conversion au christianisme, pp. 117-161.

80 Texto y excelente análisis en P. DE LABRIOLLE, La réaction paiénne, pp. 97-108.

81 Traducción y análisis en P. DE LABRIOLLE, op. cit., 94-97.

82 TACIANO, Orat., 29; TEOFILO, Ad autol., I, 14.

83 Subrayado por FRIEDLAENDER, Darstellungen..., 3, p. 226.

84 JUSTINO, 1 Apol., 18-19.

85 TERTULIANO, Ad Scapulam.

86 Medit., XI, 3. Cfr. EPICTETO, en ARRIANO, Dissert., IV, 7, 6; ARISTIDES, Or., 46.

87 EusEBIO, Hist. ecl., V, 16, 3.

88 Mand., IV, 9.

89 Ad Donat., 3.

90 1 Apol., 15; 2 Apol., 2, 12; TACIANO, Orat., 29.

91 IRENEO, Adv. haer., III, 4, 1; TERTULIANO, Apol., 45-46; Ad Scap., 1; MINUCIO FÉLIX, Octavio, 38z, 6; CIPRIANO, De bono pat., 3; ORIGENES, Contra Celso, III, 44.

92 JUSTINO, 1 Apol., 65, 1; MINUcIo FÉLIX, Octavio, 9, 31; LACTANCIO, De divinis institutionibus, 5, 15; Cfr. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, paed., III, 12.

93 Apol., 39.

94 Dial., 96, 2.

95 Apol., 39, 8. Ver también IGNACIO, Ad Eph., 10, 3; CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Stromata, VII, 14; 5, 14.

96 PoNCio, Vita s. Cypriani, 9; EUSEBIO, Hist. ecl., VII, 22; IX, 8.

97 Apol., 50, 13.

98 Pensamientos.

99 Apol., 50, 15.

100 EUSEBIO, Hist. ecl., II, 9, 3.

101 Martyrium, 17. Ver también Hist. ecl., IV, 13, 3; TERTULIANO, Ad Scapulam, 5.

102 EUSEBIO, Hist. ecl., IV, 5, 7.

103 Dial., 18.

104 TERTULIANO, Ad Scapulam, 5.

105 In Dan., II, 38, 4.

106 EUSEBIO, Hist. ecl., V, 60.