INTRODUCCIÓN


El historiador que explora una época tan alejada como el siglo II cristiano tiene la impresión de penetrar en una cueva, deja la luz para meterse en la oscuridad. Nada destaca, todo está rodeado de sombras. Hay que dejar que los ojos se acostumbren, antes de explorar y de descubrir. El descubrimiento llega a base de larga paciencia y la paciencia se convierte en un descubrimiento fascinante: ver y hacer que vuelva a la vida lo que parecía definitivamente enterrado.

Es como un extraordinario rompecabezas cuyas piezas —dispersas, incompletas, mutiladas— hay que encajar, si queremos ver cómo vuelve a la vida la Iglesia de los comienzos.

Además, se trata del período en el que se acaba lo que Renan llama «la embriogénesis del cristianismo»1. En esa fecha, «el niño tiene todos sus órganos; está desprendido de su madre; ahora ya vive su propia vida». La muerte de Marco Aurelio, en el 180, señala en cierto modo el fin de la Antigüedad que, todavía durante el siglo II, ha brillado con resplandor incomparable, y el adormecimiento de un mundo nuevo.

En el siglo III la situación cambiará tanto para la Iglesia como para el Imperio. Las comunidades cristianas, que ya son florecientes, dejarán impresionantes vestigios. Es una época de grandes obras cristianas, de grandes figuras cristianas, incluso de genios: Cartago, Alejandría son los lugares privilegiados en esta floración.

Nada semejante encontramos en el siglo II. Los apóstoles han desaparecido uno tras otro; Juan ha sido el último. Quienes toman el relevo cristiano, impregnados de recuerdos apostólicos, entrelazan la fidelidad con la audacia, hacen fructificar el patrimonio y abren amplios horizontes en provecho de nuevas generaciones. A finales del siglo, Ireneo de Lyon recordaba todavía palabras del apóstol Juan, recogidas de boca de un discípulo directo, Policarpo. Lejos de recluirse en un ghetto, la Iglesia se manifiesta a pleno día, se coloca cara a la ciudad y a los filósofos, se siente como estremecida por su juventud y su vitalidad. No teme enfrentarse con nada, más bien al contrario, ya que, victoria o derrota, ella sale siempre ganando.

Geográficamente, la Iglesia es mediterránea; prácticamente no llega más allá de las fronteras del Imperio. Aprovecha los medios de comunicación —carreteras y navegación— saneados por la pax romana. Industria y comercio prosperan, favoreciendo viajes e intercambios. Los primeros mensajeros del Evangelio son oscuros ambulantes, llegados de Asia Menor, que venden tapices y especias, en Marsella y en Lyon, en Alejandría y Cartago.

Tanto para la Iglesia como para el Imperio, el Mediterráneo es el gran regulador de las comunicaciones y de los intercambios, ya sean comerciales, culturales o religiosos. No se trata tanto de un mar como de una «sucesión de llanuras líquidas, que se comunican entre sí por medio de puertas más o menos anchas»2. La evangelización se amolda a las estaciones de la navegación y a los ritmos de las paradas en los puertos, en los que los barcos fondean, reponen vituallas y venden sus cargamentos, avazando de área en área, «de promontorios a islas y de islas a promontorios» 3.

Los cristianos llevan la misma vida cotidiana que las demás gentes de su tiempo. Habitan las mismas ciudades, se pasean por los mismos jardines, frecuentan los mismos lugares públicos —aunque se les encuentra menos en las termas y en el teatro—, utilizan las mismas carreteras, son pasajeros en los mismos navíos. Multiplican sus relaciones, siempre dispuestos a prestar un servicio, ejerciendo todos los trabajos salvo los que no se armonizan con su fe. Se casan como los demás, preferentemente con correligionarios, a fin de poder compartir unas mismas preocupaciones de vida moral y de fidelidad recíproca.

Esta vida de todos los días, que compone la trama de la existencia cristiana, apenas aflora en los historiadores, pues éstos están más atentos a los grandes acontecimientos y a los grandes personajes.

Para los seguidores de Cristo, no existe dificultad en armonizar el Cielo y la Tierra, pues hasta el gesto más banal está a sus ojos cargado de sentido. Unión entrelazada con el mundo visible, pero al mismo tiempo ruptura con él; de ahí una situación en cierto modo incómoda de presencia y distancia, de participación y soledad, de simpatía y enfrentamiento.

No podremos dejar de tener en cuenta en todo momento esta ambivalencia, para reconstruir la vida de los primeros cristianos; igual que no podremos perder de vista el entorno humano y social que les tocó en suerte. Poseemos indicios, alusiones abundantes, pero no se pueden explicar si no es acudiendo a las fuentes comunes, a los historiadores, a los geógrafos, a los escritores contemporáneos, que nos permiten reconstruir el contexto social y político de la Iglesia ya en marcha.

Esta confrontación entre la antigüedad pagana y la antigüedad cristiana —confrontación que rara vez se ha analizado desde este punto de vista de lo cotidiano— nos mostrará a los cristianos en medio de sus contemporáneos, al mismo tiempo cercanos a ellos y diferentes, simpáticos para algunos, vistos con recelo por otros, pasando cada vez menos inadvertidos, a lo largo de un período decisivo para el desarrollo y la autonomía de su comunidad. Nos han quedado un cierto número de documentos de esta época: libros, cartas, inscripciones —funerarias, entre otras— actas de los mártires, a todo lo cual se añaden los testimonios de los no cristianos, funcionarios, filósofos, escritores, con frecuencia hostiles o escépticos: todos éstos han visto a la Iglesia desde fuera, a través de sus propios prejuicios de casta o de profesión, poniéndonos así ante la vista el ambiente general en el que el cristianismo creció.

Con respecto a las fuentes se planteó una cuestión: ¿Podemos utilizar los escritos de Tertuliano y de Clemente de Alejandría, al menos los que corresponden a los primeros años de la producción literaria de ambos? Estas obras reflejan con frecuencia una situación más antigua, la que los autores encontraron en el momento de su conversión. Los utilizaremos con discreción, en la medida en que corroboran o precisan las informaciones que nos proporcionan quienes les precedieron.

La lectura atenta de los autores del siglo II requiere tanta imaginación como discernimiento para descubrir la vida de entonces y percibir los temblores de esa vida, a la vez exaltante y frágil, que fue la del cristiano de aquel tiempo: mostrar, ciertamente, pero no mostrar más que lo que hubo.

Procederemos como por estratos, desde el exterior de la circunferencia hacia el centro, es decir, que arrancaremos del entorno para alcanzar hasta la organización interior de la Iglesia; de camino, esbozaremos los retratos de los miembros más caracterizados de la familia cristiana4.

Y la vida diaria, tachonada por las fiestas o los ritos, permitirá percibir el transcurso del tiempo. La conclusión surgirá sola: la fe ilumina y transfigura la existencia cotidiana, como la lámpara de la que habla la carta de Pedro, «que brilla en un lugar oscuro, hasta que apunte el día y que la Estrella de la mañana, Cristo, se levante en los corazones» (2 Pdr., 1, 19).
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1. E. RENÁN, Marc Auréle et la fin du monde antique, París 1882, p. 11.

2. F. BRAUDEL, La Méditerranée et le monde méditerranéen á l'époque de Philippe II, París 1966, t. I, p. 99.

3. Pierre Martyr, en F. BRAUDEL, op. Cit., p. 94.

4. La obra básica es A. HARNACK, Die Mission und Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhunderten, Leipzig 1924, reedición anastástica, 1965.