PRIMERA PARTE

 

DE LA VOCACIÓN PARA EL OFICIO PASTORAL

 

 

CAPÍTULO I

 

Que no deben los incapaces pretender llegar al magisterio de las almas.

 

            No debe tenerse la pretensión de enseñar un arte sin antes haberlo aprendido con esmerado estudio. ¿Cuál no será, pues, la temeridad de aquellos ignorantes que aspiran al magisterio pastoral, siendo el gobierno de las almas el arte de las artes?  ¿Quién habrá que ignore que las llagas del alma son aún más ocultas que las mismas llagas de las entrañas? Y sin embargo, cuántos hay que, sin haber aprendido las reglas y preceptos del espíritu, no titubean en darse por médicos del corazón; mientras se avergonzaría de llamarse médico del cuerpo quien no conociera las virtudes de los medicamentos.

 

            Pero como ya, por la gracia de Dios, han doblado la cerviz todas las eminencias del mundo actual ante la augusta grandeza de la religión, hay muchos que, so pretexto de gobernar las almas, se introducen en la Iglesia para conquistar honores, pretenden pasar por maestros, pugnan por colocarse por encima de los demás, en una palabra, como afirma la eterna Verdad, aman ser saludados en las plazas, los primeros asientos en los banquetes y las sillas principales en las sinagogas (Mt 23,7): estos tales son tanto menos dignos de desempeñar dignamente el ministerio pastoral que han recibido, en cuanto, sólo movidos por su soberbia, han alcanzado este magisterio de humildad.  Pues es natural que, en el cumplimiento del ministerio de la enseñanza, la misma lengua se confunda cuando se enseña una cosa distinta de lo que se ha aprendido. Y el Señor se querella contra ellos, por medio del Profeta, cuando dice: “Ellos reinaron, pero no por mí; fueron príncipes, pero yo no los reconocí”(Os 8, 4).  Gobiernan, pues, por su propia cuenta y no por disposición del Supremo Gobernador de todas las cosas, los que, sin tener virtud alguna en su abono, sin vocación divina, sino sólo llevados por su propia codicia, han escalado más bien que conseguido la cumbre del gobierno espiritual.  A esos tales, el que es Juez de las conciencias, al mismo tiempo que los exalta, los desconoce; pues al paso que tolerándolos los soporta, seguramente los desconoce, reprobándolos en sus divinos juicios.  Por lo cual a algunos que sólo le seguían para presenciar sus milagros, llegó a decir: “Apartaos de mí, artífices de la maldad, no os conozco” (Lc 13, 27).  Y es la voz de la eterna Verdad la que fustiga la ignorancia de los Pastores, cuando dice por medio del Profeta: “Los pastores mismos están faltos de toda inteligencia”  (Is 54, 11); y de nuevo abomina el Señor de ellos, cuando dice: “Los depositarios de la Ley me desconocieron” (Jr 2,8). Todo lo cual viene a demostrar que la suma Verdad se queja de ser desconocida por ellos y declara al mismo tiempo que desconoce la dignidad de los que le desconocen, pues es muy justo que el Señor no conozca a aquellos que ignoran las cosas del Señor, según confesión de san Pablo, que afirma: “El que lo desconoce será desconocido” (1 Co 14, 38).

 

            Esta misma ignorancia de los Pastores corre pareja a veces con el merecimiento de los fieles que les están sometidos; pues, por más que carezcan aquellos de la luz de la ciencia por su propia culpa, es, sin embargo, disposición de rigurosa justicia que los que los siguen tropiecen a causa de la ignorancia de aquellos.  Pues como declara la suprema Verdad en el Evangelio: “Cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caen juntos en el hoyo”            (Mt 15, 14).  Y afirma el Salmista, no movido por su propia inspiración, sino en fuerza de su misión de Profeta: “Oscurézcanse sus ojos para que no vean, y tráelos con las espaldas siempre agobiadas” (Sal 68, 24).  Son los ojos los que, colocados en la parte más noble del rostro, desempeñan el oficio de guiar nuestros pasos; y con respecto a los ojos, todos los que vienen caminando detrás bien pueden llamarse espaldas. Cuando se nublan u oscurecen los ojos, dóblanse las espaldas; que es decir, cuando los que gobiernan pierden la luz de la ciencia, aquellos que como súbditos los siguen se ven agobiados para llevar el fardo de sus pecados.

 

CAPÍTULO II

 

Que no han de asumir el gobierno de las almas aquellos que no reproducen perfectamente en su conducta lo que han aprendido con el estudio.

 

Muchos hay que escudriñan con ahínco las reglas de la vida espiritual, pero al mismo tiempo conculcan en sus costumbres lo que con su inteligencia han aprendido; enseñan sin más ni más lo que han adquirido con su estudio, no con su conducta; y lo que predican de palabra lo destruyen con su método de vida.  De donde resulta que, caminando el Pastor por caminos escarpados, viene a dar en el abismo con el rebaño que le sigue.  Quéjase por eso el Señor por boca del Profeta contra esa despreciable ciencia de los Pastores, diciendo: “Habiendo sido abrevados en aguas clarísimas, enturbiasteis con vuestros pies las que sobraban; y mis ovejas tenían que apacentarse de lo que vosotros habíais hollado con vuestros pies y beber del agua que con vuestros pies habíais enturbiado”  (Ez 34, 18-19). Beben agua cristalina los pastores que van a buscarla y estudiarla en los raudales de la eterna Verdad; pero, cuando corrompen con su mala vida el fruto de sus santas meditaciones, enturbian esa misma agua con sus pies.  Y esa agua turbia la beben sus ovejas, cuando los fieles no siguen las enseñanzas que oyen, sino sólo imitan los depravados ejemplos que contemplan.  Pues sedientos de verdad por una parte, y pervertidos por el espectáculo de las malas obras, por otra, es como si bebieran lodo en fuentes corrompidas.  Por lo cual escrito está en el Profeta:  “Los malos sacerdotes son lazos de perdición para mi pueblo”  (Os 5, 1). Y de nuevo habla el Señor de los sacerdotes por medio del mismo Oseas: “Se han convertido en piedra de escándalo para la casa de Israel”  (Os 9, 8).  Pues ninguno es tan pernicioso para la Iglesia como aquél que, revestido del nombre y de la orden de santidad, obra como un perverso.  Nadie se atreve a reprender a un pecador semejante, y sus pecados mismos se convierten pronto en materia de ejemplo, cuando para guardar reverencia a la dignidad sacerdotal, hay que tratar con respeto al mismo pecador. Evitarían esos indignos pastores hacerse reos de tan grave delito si ponderaran en su corazón las palabras de la suprema Verdad, que dice “Quien escandalizare a unos de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen del cuello una rueda de molino y así lo sumergieran en lo profundo del, mar”  (Mt 18, 6).  La rueda de molino significa aquí los afanes y enredos de la vida mundanal; y con lo profundo del mar se alude a la condenación eterna.  Aquellos, pues, que, llevando la librea de la santidad, pierden a los demás con su palabra o con sus ejemplos, más les valiera que los arrastraran a la muerte eterna sus propios pecados bajo el hábito secular, que presentarse a los demás en su carácter sagrado, como dignos de ser imitados en sus desórdenes; pues si sólo cayeran ellos en el infierno, tendrían que sufrir al menos penas más soportables.

 

CAPÍTULO III

 

            Del grave peso del gobierno, y de que en él hay que despreciar los sucesos adversos y temer los prósperos.

 

            Lo que acabamos de exponer tiene por objeto demostrar cuán grave sea el peso del gobierno de las almas, con el fin de que los que no son aptos para desempeñarlo no sean osados a aspirar al régimen espiritual, con peligro de que se convierta en causa de su perdición lo que han asumido llevados sólo por la avidez de dignidades.

 

            Con razón manda amorosamente el Apóstol Santiago:  “No queráis muchos de vosotros hacer de maestros, hermanos míos”  (St 3, 1).  Y el mismo Mediador entre Dios y los hombres no quiso poseer un reino en la tierra, Él que, sobrepasando en ciencia y en inteligencia a las jerarquías angélicas más elevadas, es rey de los cielos desde antes del principio de todos los siglos. Consta en la Sagrada Escritura que “conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza y levantarlo por rey, huyóse Él solo otra vez al monte”  (Jn 6,15). ¿Quién hubiera podido con más razón aspirar al gobierno de los hombres que Aquel que podía gobernar a los mismos que había creado?  Pero Él, que se había encarnado, no sólo para redimirnos con su Pasión, sino también para amaestrarnos con los ejemplos de su vida, quiso ofrecérsenos por modelo, desdeñando ser rey, subiendo en cambio voluntariamente al patíbulo de la Cruz, rehuyendo los esplendores del poder que le ofrecían, y abrazando los dolores de una muerte afrentosa, para que sus seguidores aprendieran a despreciar las glorias del mundo y no amedrentarse por humanos terrores, aceptar las contrariedades en defensa de la verdad y renunciar con temor a los halagos de la suerte; pues estos últimos corrompen a menudo el corazón con la soberbia, mientras aquéllas lo purifican por el dolor; aquéllas elevan el alma, mientras que estos, aunque al parecer la eleven, en realidad la abaten; estos obligan al hombre a olvidarse de sí mismo, al paso que aquéllas lo hacen por fuerza volver sobre sí; estos casi siempre destruyen las buenas obras ya hechas, mientras aquéllas ayudan a desarraigar defectos inveterados. No es raro ver cómo el corazón se amolda a la disciplina en la escuela de la adversidad, mientras, si se encumbra a las alturas del gobierno, bien pronto se deja llevar al orgullo entre los del honor.

 

            Así vemos que Saúl, que al principio rehuyó la gloria reputándose indigno de ella, se engrió apenas hubo empuñado las riendas del gobierno, pues, ambicionando los aplausos del pueblo y desechando la represión pública, se separó de aquel mismo que lo había ungido rey  (Cfr. 1 S 10, 22, 15, 30). Así también David, que se había sometido a la voluntad de su Creador en todos sus actos, apenas se vio libre del peso de la adversidad, reventaron los tumores de la llaga, hízose cruelmente riguroso para matar al marido de Betsabé, mientras había sido muellemente débil en codiciar a la mujer; y él, que al principio había sabido ser clemente hasta con los culpables, luego llegó a ensañarse sin remordimientos en la muerte de los inocentes  (Cfr. 2 S 11, 3, 15). Antes había renunciado a tomar venganza de su perseguidor que había caído en sus manos, y después, aun al más leal de sus soldados mandó matar, con detrimento de su ejército rendido por las fatigas de la guerra.  Y de seguro sus culpas le hubieran borrado del número de los elegidos a no ser porque lo redujeron al arrepentimiento sus propias desgracias.

 

CAPÍTULO IV

 

Que a menudo los negocios del gobierno disipan la vida interior.

 

            No es raro ver cómo los cuidados del gobierno distraen el corazón y lo hacen incapaz de tratar por menudo los negocios por estar repartida la atención en una muchedumbre de cosas.  Con razón prescribe el Eclesiástico: “Hijo mío, no quieras abarcar muchos negocios”  (Si 11, 10), pues no es fácil que la atención se aplique de lleno a un asunto cuando está dividida en muchos otros; y cuando son excesivos los cuidados que la distraen por de fuerza, se pierde el ánimo del recogimiento interior, se derrama el alma en preocupaciones extrañas, mientras que, olvidada sólo de sí misma, piensa en todo menos en sí; ocupada más de lo debido en cosas exteriores, en medio de las agitaciones del camino, descuida mirar al término de su viaje; de suerte que, ajena el alma al examen y conocimiento de sí misma, ni se da cuenta de los daños que padece, ni de las faltas que comete.  No creía el rey Ezequías haber pecado mostrando a los extranjeros que venían a visitarlo la casa de los perfumes  (Cfr. 2 R 20, 13; Is 39, 4), y, sin embargo, tuvo que sufrir por ello el enojo del Supremo Juez, que condenó a castigo a los futuros hijos del rey por una acción que éste había creído permitida.

 

            Ofrécense a veces muchas obras que realizar, obras que los súbditos han de admirar una vez realizadas, y entonces engríese el ánimo del superior al recuerdo de estas empresas, atrayendo de este modo sobre sí la cólera divina, por más que no aparezca por de fuera la mala calidad de tales obras; pero dentro está el árbitro de las acciones, y dentro está la culpa que merece ser juzgada.  Pues cuando nuestras faltas se cometen sólo en el corazón quedan ocultas a los ojos de los hombres, pero no a los ojos del divino Juez en cuya presencia hemos pecado.  No se hizo reo de soberbia el rey de Babilonia sólo cuando llegó a pronunciar sus orgullosas expresiones  (Cfr. Dn 4, 16), pues aun antes de haber proferido palabras de engreimiento tuvo que oír la sentencia de condenación de boca del Profeta; las faltas de su pasado orgullo las había borrado ya, cuando reconoció haber ofendido al Dios todopoderosos, y por tal le proclamó en presencia de todos sus súbditos.  Sino que después, engreído por los triunfos de su poderío, jactándose de haber hecho cosas grandes, empezó por creerse superior a todos los demás y acabó diciendo orgullosamente: ¿No es ésta la gran Babilonia que yo he edificado para capital de mi reino con la fuerza de mi poderío y el esplendor de mi gloria?  (Dn 4, 27)  Estas palabras le acarrearon inmediatamente la venganza manifiesta de Aquél a quien había provocado en oculto con su jactancia.  Pues el Juez inexorable ve antes en secreto lo que castigan después sus iras en público.  Por lo cual cambió el Señor al rey babilónico en animal irracional, le desterró de la compañía de los hombres y, después de haberle privado de razón, lo equiparó a las fieras del desierto, condenando en sus justos y tremendos juicios a ser menos que hombre al que se había creído estar por encima de los demás hombres.

 

            Al expresarnos de este modo, no entendemos condenar los cargos y dignidades, sino sólo queremos poner en evidencia la debilidad  de los que se sienten tentados de sus halagos, a fin de que los que se tienen por imperfectos no osen ambicionar las alturas del gobierno, y los que aun en terreno llano sienten flaquear sus pies, no se expongan al riesgo de los precipicios.

 

CAPÍTULO V

 

De aquellos que, colocados en las alturas del gobierno, podrían aprovechar a los demás con el ejemplo de sus virtudes, pero que, procurando sólo su descanso personal, viven en retraimiento.

 

            Los hay que están dotados de relevantes dotes de virtud, cuentan con buenas cualidades para la enseñanza de los demás, son limpios en el ejercicio de la castidad, esforzados en las luchas de la abstinencia, dotados de nutrida doctrina, humildes y longánimes en la paciencia, constantes en la fortaleza, amables en la benignidad, rectos e inflexibles en la justicia.  Si estos tales se niegan a aceptar la dignidad de superiores, cuando se sienten llamados a ella, se privan a sí mismos de estas cualidades que han recibido de Dios, no sólo para su bien, sino también en beneficio de los demás; pues al pretender sólo su propio provecho y no el del prójimo, ellos mismos se despojan de los beneficios que ambicionaban sólo para sí. Por eso la soberana Verdad dijo a sus discípulos: “No puede permanecer oculta una ciudad edificada sobre el monte; ni se enciende la luz para ponerla bajo el celemín, sino sobre el candelabro, a fin de que alumbre a todos los de la casa”  (Mt 5, 14, 15).  Y así preguntó a San Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”  (Jn 21, 18).  Y habiendo contestado que sí lo amaba, le dirigió estas palabras: Si me amas, apacienta mis ovejas.  De lo que se deduce que si el cuidado de apacentar las almas es una muestra de amor a Jesucristo, aquél que, dotado de las cualidades requeridas, se niega a apacentar el rebaño de Dios, claro está que no ama al Supremo Pastor.  En este sentido escribe San Pablo: “Si Cristo murió por todos, luego es consiguiente que todos murieron.  Y si murió por todos, no queda sino que los que viven no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos”  (2 Co 5, 15).  Por eso manda Moisés que, si un hermano muere sin dejar hijos, el hermano sobreviviente tome por esposa a la viuda de su hermano y le dé sucesión en nombre de su hermano difunto; y si acaso se negara a tomarla por esposa, ella le escupa en la cara, uno de los parientes le quitará el calzado de un pie y su casa será llamada en Israel casa del descalzado  (Dt 25, 5).  Pues bien, el Hermano difunto es Aquél que, después del triunfo de su resurrección, dijo al aparecerse: Idy anunciad a mis hermanos.  (Mt 28, 10).  Él murió, como quien dice, sin dejar hijos, pues a su muerte no estaba aún completo el número de sus elegidos.  Su Esposa –que es la Iglesia– debe desposarse con el hermano sobreviviente, y esto se hace, como es justo, tomando a su cargo el gobierno de la Santa Iglesia quien está capacitado para gobernar bien.  Al que se negare a ello puede la Esposa escupirle a la cara, pues aquél que no quiere poner a disposición de los demás las dotes que ha recibido, la Santa Iglesia, echándole en cara sus propios beneficios, es como si le arrojara al rostro su saliva. Y le quitara el calzado de un pie, para que su casa se llame casa del Descalzado.  Pues escrito está:  Calzadoslos pies prontos a predicar el Evangelio de la Paz  (Ef 6, 15).  Cuando nos tomamos interés, tanto por nosotros mismos como por el prójimo, llevamos calzados ambos pies; pero aquellos que procuran sólo su propio provecho, descuidando el del prójimo, han perdido indecorosamente el calzado de los pies.

 

Como dejamos dicho, hay algunos que, dotados de sobresalientes cualidades, se consagran con todo entusiasmo a la sola contemplación y al estudio, se niegan a cooperar a la instrucción de los fieles en la predicación, prefieren el retiro y el descanso, entregados a las delicias de la especulación.  Si ha de juzgarse rigurosamente su proceder, deduciremos que son, sin lugar a duda, reos de la perdición de tantas almas como son las que hubieran podido salvar saliendo a predicar en público.  ¿Con qué animo prefiere su propio retiro a la salvación de los prójimos quien podría aprovechar en el ministerio de las almas, cuando el mismo Unigénito del Eterno abandonó el seno del Padre y emprendió su vida pública para provecho y salvación de muchos hombres?

 

CAPÍTULO VI

 

Que aquellos que rehúsan las tareas del gobierno de las almas por humildad, sólo son humildes cuando no se oponen a las disposiciones de Dios.

 

Los hay también que se sustraen al gobierno sólo por sentimientos de humildad, al verse preferidos a otros que ellos consideran superiores.  Esta clase de humildad, siempre que se halle adornada de las demás dotes requeridas, sólo es verdadera a los ojos de Dios cuando no se obstina en rechazar el cargo que se le impone para el bien general.  Pues no es verdaderamente humilde aquel que, reconociendo la voluntad divina que le llama a asumir el gobierno, se desentiende de la divina voluntad. Sino que su deber es, sometiéndose a las disposiciones de Dios, libre de culpable obstinación cuando se le impone el cargo de gobernar, aunque rehuyendo de corazón el honor, someterse a la obediencia, siempre que esté adornado de las dotes que redunden en beneficio de los demás.

 

CAPÍTULO VII

 

Que a veces algunos pueden, con razón, ambicionar el oficio de predicadores, y otros pueden, también con razón, ser obligados a tomarlo aunque no lo quieran.

 

            Claramente se desprende de la conducta de los dos Profetas, de los cuales el uno se ofreció para ir a predicar, mientras el otro se resistió a ir con espanto, que en el oficio de predicador puede haber razones a veces para ambicionarlo y puede haberlas otras para imponerlo, aun rechazado.  Isaías se ofreció espontáneamente a Dios, que buscaba a quien enviar, con estas palabras: “Aquí estoy, envíame a mí” (Is 6, 8), mientras que Jeremías recibe la orden de ir a predicar y se resiste a ir con toda humildad, diciendo: “Ah, ah, Señor, ah, bien veis vos que no sé hablar porque soy aún muy joven  (Jr 1, 6). Estas dos respuestas, por muy contrarias que a primera vista parezcan nacen las dos, por diversos conductos, de un mismo amor.  Pues dos son los mandamientos de la caridad, a saber: amar a Dios y amar al prójimo. Isaías, deseando consagrarse con una vida activa al bien del prójimo, ambicionaba el oficio de predicador; mientras que Jeremías, con el ansia de unirse al Dios del amor en la vida contemplativa, se excusa de cumplir la orden de predicar.  Lo que el uno laudablemente apetecía, temíalo el otro también con razón.  No quería éste, predicando, privarse de las ventajas de una recogida contemplación; ni quería aquél, callando, perder las ventajas de una celosa operosidad. 

Pero es digno de notarse en ambos que, ni Jeremías se negó completamente a obedecer, aunque se resistió a ello, ni Isaías se dispuso a ir a predicar sin antes haberse purificado los labios con las brasas del altar; para enseñarnos que nadie ha de atreverse a asumir el ministerio sagrado sin haberse antes purificado, y que aquel a quien ha elegido la gracia divina, no sea soberbio, resistiendo al llamamiento so color de humildad.

 

            Pero siendo harto difícil saber con seguridad si uno está ya purificado, es más prudente no aceptar de primeras el cargo de predicador, sin resistir tampoco obstinadamente, como dejamos dicho, una vez conocida la voluntad divina.  Cosas ambas que cumplió perfectamente Moisés, quien, llamado a dirigir las muchedumbres, primero resistió, y obedeció después.  Hubiera sido soberbia aceptar sin reparos el gobierno de la muchedumbre, y soberbia igualmente, negarse a obedecer los divinos designios; mientras que en ambos casos se manifestó humilde y sumiso, tanto cuando, por desconfianza de sí mismo, se resistió a capitanear al pueblo, como cuando, confiado en el auxilio de Dios que lo mandaba, consintió en hacerlo.

 

            Aprendan, aprendan aquí cuánta es la responsabilidad con que cargan los que, apresuradamente y movidos de su propia ambición, son fáciles en aceptar prelaturas, considerando que hasta los más santos varones aceptaron con temor el gobierno de los pueblos que Dios mismo les imponía.  Un Moisés tiembla ante el mandato divino, y un pobre cualquiera arde en deseos de cargos honrosos: vacilante bajo el peso de sus propios cuidados, pone el hombre para cargar con los ajenos; no puede soportar la que lleva, y desea todavía doblar la carga.

 

CAPÍTULO VIII

 

De aquellos que, deseosos del mando, emplean las palabras del Apóstol como instrumento de sus propias ambiciones.

            No es raro oír a los que ambicionan el gobierno de las almas cómo emplean las palabras del Apóstol como argumento a favor de sus propias ambiciones, cuando repiten: “Quien desea obispado buen ministerio desea”  (1 Tm 3,1).  Pues el mismo San Pablo, que aprueba tal deseo, a renglón seguido infunde temor de lo mismo que ha aprobado, añadiendo: “Por consiguiente es preciso que un obispo sea irreprochable”  (I Tim, 3, 2).  Y en las virtudes que va enumerando a continuación como indispensables, da bien a entender lo que significa ser irreprochable.  Anima por una parte a desear, pero aterra por otra con las condiciones que exige; que es como si quisiera decir: Apruebo lo que deseáis, pero antes entended bien lo que queréis, no sea que, no cuidándoos de ponderar quien sois, aparezcan tanto más afrentosos vuestros defectos cuanta más prisa os dais en exponerlos a la vista de todos en la cumbre de las dignidades. Aquél que fue maestro insuperable en el arte de gobernar, anima con su aprobación y retrae con el temor a sus discípulos, con el fin de apartarlos de la soberbia, señalándoles la cima sagrada en que han de aparecer irreprochables, y de alentarlos a la santidad de la vida, aprobando lo que desean.  Pero es de notar que, en el tiempo en que tales palabras escribía el Apóstol, los que eran los primeros en el gobierno de los fieles eran también los primeros en ser conducidos al martirio; de suerte que entonces era cosa laudable aspirar al episcopado, cuando era cosa segura llegar por el episcopado a los mayores suplicios por la fe.  Esta es la razón por la cual llama el Apóstol buen ministerio o trabajo el cargo del episcopado, cuando dice: Quien desea obispado buen ministerio desea.

 

            En su mismo deseo tienen, pues, testimonio de que no buscan el episcopado de que habla San Pablo los que lo desean no para desempeñar el ministerio del bien sino para procurar su propia gloria; no sólo no aprecian el sagrado ministerio, sino que ni siquiera lo conocen, los que, mirando a la anhelada cumbre, se deleitan en el secreto de sus pensamientos por la obediencia y subordinación que han de prestarles los demás, se complacen en verse alabados, ambicionan en su corazón los honores y se gozan de antemano en la abundancia de bienes que les espera; apetecen los intereses terrenales, so pretexto de buscar la gloria de Aquél ante el cual debieran desaparecer los intereses del mundo.  Cuando el alma sueña en conquistar la cima de la humildad con propósitos de soberbia, trastorna y desfigura en su interior el ministerio que exteriormente desea.

 

CAPÍTULO IX

 

Que ordinariamente los que aspiran al gobierno se ilusionan con sus propósitos de buenas obras.

 

           

Cierto es que por lo común aquellos que apetecen el ministerio pastoral abrigan propósitos de bien obrar, y por más que estos propósitos nazcan de sus orgullosas ambiciones, se ilusionan sin embargo con las grandes obras que proyectan: de lo que resulta que las íntimas pretensiones que ocultan son muy diversas y aun opuestas a las apariencias que se manifiestan.  Pues con frecuencia el hombre se engaña a sí mismo, creyendo buscar y amar el bien que en realidad no ama, y, por otra parte, desdeñar la gloria mundana que no desdeña; y al ambicionar las dignidades, aparece medroso para procurarlas, y se manifiesta descarado apenas las ha conseguido.  Al principio de sus ambiciones, teme no llegar; pero, apenas ha llegado, cree ya disponer, como de cosa propia y debida, del cargo a que se ha llegado.  Y cuando ya desde los comienzos se trata de desempeñar mundanamente el ministerio, fácilmente se llegan a olvidar las piadosas intenciones con que se lo deseó. De donde se infiere que, cuando brotan esos pensamientos de soberbia ambición, es preciso volver los ojos a las obras pasadas y recapacitar lo que uno ha hecho siendo súbdito, y así cerciorarse de si, como prelado, llegaría a realizar el bien que se propone, pues mal podrá aprenden el ejercicio de la humildad en las altas dignidades quien, estando en baja posición, nunca dejó de ser soberbio.  No sabrá esquivar las adulaciones, cuando se ofrezca, quien las anhelaba cuando no se le ofrecían; ni conseguirá vencer las tentaciones de avaricia cuando se trate de socorrer a gran número de indigentes, aquel a quien, cuando estaba solo, no le bastaban siquiera sus propios bienes.  Examínese, pues, en su conducta pasada, con el fin de que no le engañen sus ilusiones en el deseo de las dignidades.

 

            Aquellos mismos que se mantenían serenos en la tranquilidad del retiro, pierden de vista la costumbre de bien obrar cuando se ven envueltos en las tareas del gobierno, pues en un mar tranquilo hasta los menos peritos son capaces de gobernar una nave, mientras que, en medio de una deshecha borrasca, hasta el piloto más diestro desatina. Y, ¿a qué otra cosa nos exponen las dignidades sino a las borrascas del alma?  En ellas siempre está expuesta la navecilla del corazón a los embates del pensamiento, que la llevan y la traen: sí, la llevan a estrellarse contra sus desaciertos en el hablar y en el obrar, que vienen a ser sus escollos.

 

            ¿Qué otra norma puede seguirse en tales ocasiones, sino que los virtuosos sólo consientan en aceptar el gobierno cuando se ven obligados a ello, y los imperfectos no consientan jamás ni aunque se les obligue?  No deben los primeros resistirse obstinadamente, no sea que, enterrando sus talentos, deban dar cuenta a su sueño de haberlos escondido; y en realidad entierra sus talentos aquel que oculta sus dotes bajo el ocio de una perezosa inacción.  Por lo contrario, los segundos, antes de aspirar al gobierno de los demás, reparen en que pueden convertirse, como los fariseos, con sus malos ejemplos, en obstáculo para los que desean entrar en el reino de los cielos, pues de ellos dice el Divino Maestro que ni entran ni dejan entrar a los demás  (Mt 23, 13). Consideren además que, al tomar a su cargo la causa del pueblo, el prelado elegido ha de ser para él como un médico que se llega a la cabecera de un enfermo, y si aun están vivas en su cuerpo las pasiones o dolencias, ¿qué atrevimiento no es meterse a curar llagas ajenas quien lleva a la vista sus propias heridas?

 

CAPÍTULO X

 

De las cualidades que debe revestir quien es promovido al gobierno

de las almas.

 

            Aquél y sólo aquél ha de ser propuesto a toda costa para ejemplar de vida, que muerto a todas las pasiones de la carne, vive únicamente para el espíritu: que desdeña la fortuna temporal; que no se arredra ante las contradicciones y sólo anhela los bienes interiores; que para la realización de sus propósitos no halle obstáculo en la debilidad de su cuerpo, ni grande en la obstinación de su espíritu; que no está inclinado a ambicionar ajenos bienes, sino que da abundantemente de los propios; que, revestido de entrañas de misericordia, se inclina fácilmente a personar, sin que por eso, condescendiendo más de lo justo, se aparte de la línea de la rectitud; que no comete acciones ilícitas, pero sabe deplorar como propias las que cometen los demás; que por blandura de corazón compadece ajenas debilidades, regocijándose en la prosperidad del prójimo como de su propio bien; que se puede ofrecer a los demás como digno de imitación en todo lo que hace, sin que tenga nada de qué avergonzarse de su conducta pasada delante de ellos: que procure vivir de tal suerte, que con los raudales de su doctrina pueda regar aún los corazones más estériles; que haya aprendido en la práctica y experiencia de la oración que es lo que puede conseguir del Señor y que, por la eficacia de sus ruegos, puedan aplicársele las palabras de Isaías: Aun sin que acabes de clamar, te diré:  Aquí estoy  (Is 58, 9).  Si alguien viniera a pedirnos que intercediéramos por él ante un poderoso señor a quien tiene ofendido, pero a quien no conocemos, luego le contestaríamos: No nos es posible ir a interceder por ti porque no tenemos privanza alguna con él.  Pues si uno no se atreve a presentarse como intercesor ante una persona con quien no tiene trato ni valimiento, ¿cómo ha de presentarse ante Dios, cual intercesor por el pueblo, quien no ha sabido ser confidente de sus gracias por medio de la santidad de su vida? ¿Cómo ha de pedir perdón para los demás quien ignora si acaso ha obtenido perdón para sí?  Y en este particular puede haber aún otro peligro más digno de temer, y es éste: que quien pretende aplacar la ira divina puede hacerse digno de ella por sus propios pecados, pues, es cosa sabida que, cuando se manda como intercesora a una persona que desagrada, se encona aún más por ello el ánimo del ofendido. Teman, pues, aquellos que todavía están encadenados por terrenales ambiciones que, enconándose aún más la cólera del Juez justiciero, al par que ellos se gozan en su elevada posición, se conviertan para sus fieles en autores de su ruina.

 

CAPÍTULO XI

 

Quiénes no debe ser promovidos al gobierno

de las almas.

 

Examínese cada cual detenidamente a sí mismo, y no se atreva a asumir la dignidad de pastor si aún dominan en él los vicios con todos sus estragos; pues aquél que se ve agobiado con sus propios crímenes, no ha de pretender hacerse intercesor por las culpas ajenas.  Por esto Dios mismo ordenó a Moisés: “Dile a Aarón: Ninguno en las familias de tu prosapia que tuviera algún defecto, ofrecerá los panes a su Dios, ni ejercerá su ministerio”. Y añade inmediatamente: “Si fuere ciego, si cojo, si de nariz chica, o enorme, o torcida, si de pie quebrado o mano manca, si corcovado, si legañoso, si tiene nube en el ojo, o sarna incurable, si algún empeine en el cuerpo, o fuere potroso”  (Lv 21, 17, 18).

 

–Es ciego aquél que no conoce las luces de la alta contemplación; que rodeado de las tinieblas de esta vida terrenal, no sabe a dónde dirigir los pasos de sus obras, porque no alcanza a percibir la luz de la vida futura.  Y por eso exclama Ana en su profecía: “El Señor dirigirá los pasos de sus santos; mas los impíos serán por él reducidos a silencio en medio de las tinieblas”  (1 S 2, 9).

 

–Es cojo aquel que, si bien sabe a dónde ha de caminar, no es capaz de seguir derecho el camino de la vida a causa de la debilidad de su espíritu, pues mientras el inconstante no se decida resueltamente a abrazar el estado de la virtud a que debe aspirar con sus buenos propósitos, no puede haber firmeza en sus pasos para llegar a él.  Y así exhorta San Pablo: “Levantad vuestras manos lánguidas y caídas, fortificad vuestras rodillas debilitadas y marchad con paso firme por el recto camino, no sea que alguno, por andar claudicando en la fe, se descamine de ella, sino antes bien se corrija”  (Hb 12, 12-13).

 

–Tiene chica la nariz aquel que no es capaz de guardar medida en la discreción.  Con la nariz distinguimos los buenos olores y los malos; y así con razón significamos por la nariz la discreción, virtud con la cual abrazamos el bien y desechamos el mal.  La Escritura canta en loor de la esposa: “Tu nariz es graciosa como la torre del Líbano”  (Ct 7, 4), pues la Iglesia de Dios, con alta discreción y sabiduría, conoce el origen de las tentaciones con sus causas particulares y desde la altura en que está colocada, presiente los combates que el mal ha de desencadenar.  Pero hay algunos que, para no ser tenidos por necios, se dejan llevar por una curiosidad extremada en sus indagaciones y se engañan a sí mismos a fuerza de sutilezas. Y por esto añade el Señor: Si tienen la nariz enorme o torcida.  Tener demasiado grande o torcida la nariz es ser extremoso y sutil en la discreción, la cual, al excederse más de lo que permiten las conveniencias, extravía la rectitud de las acciones.

 

–Es de pie cojo o mano manca aquel que no es capaz de emprender los caminos del Señor y está completamente privado de hacer buenas obras; y esto, no a manera de los cojos, que al menos caminan aunque con dificultad, sino como quien está absolutamente ajeno a todo bien.

 

–Es corcovado el que anda agobiado bajo el peso de los cuidados terrenales, de suerte que, desentendiéndose de los intereses del cielo, pone únicamente su atención en los intereses rastreros que caen bajo sus plantas; y si alguna vez llega a sus oídos algo de la felicidad de la patria celestial, no consigue levantar a ella los ojos del corazón, por hallarse encorvado bajo el peso de sus malas costumbres: pues aquel quien tiene abrumado la práctica de los cuidados mundanales no consigue elevar el vuelo de sus pensamientos.  Y teniendo en vista a estos tales, dice el Salmista:  “Me he visto agobiado y abatido en gran manera” (Sal 38, 8), cuyos defectos condena la eterna Verdad con estas palabras: “La semilla caída entre espinas son aquellos que escucharon la palabra, pero con los cuidados y riquezas y delicias de la vida, al cabo la sofocan y nunca llegan a dar fruto”  (Lc 8, 14).

 

–Es legañoso aquel cuyo talento sobresale en el conocimiento de la verdad, pero que al mismo tiempo la deshonra con sus obras carnales.  En sus ojos, las pupilas están sanas, pero sus débiles párpados se hinchan por el humor que destilan, y por esta continua pérdida de humor la misma intensidad de la vista disminuye.  Hay algunos que tienen lastimados sus ojos con las obras de su vida carnal; podrían ellos muy bien descubrir con su talento el recto camino, pero con la práctica continua del mal viven rodeados de tinieblas; la naturaleza les ha dotado de una vista aguda, pero su mala conducta se la ha ofuscado.  A ellos les podría repetir el ángel del Apocalipsis: “Unge tus ojos con colirio para que veas”  (Ap 3, 18). Ungir los ojos con colirio para ver, equivale a aplicar a nuestros entendimientos la medicina de las buenas obras.

 

–Padece nube en la vista aquel que no puede percibir bien la luz de la verdad por impedírselo la jactancia de sus propias perfecciones y de su saber.  El que conserva oscuras las niñas de sus ojos, ve; pero el que padece nube en ellos no ve nada; así también aquél que, por virtud de su natural raciocinio, comprende que es un ignorante y pecador, llega a conseguir la gracia de la luz interior; pero aquél que blasona de inocente, sabio y justo se ve privado de todo conocimiento sobrenatural, y se halla tanto más lejos de percibir la claridad de la luz verdadera cuanto más se engríe con su propia jactancia, como de algunos afirmaba el Apóstol: Y mientras se jactaban de sabios pararon en ser unos necios  (Rm 1,22).

 

–Padece sarna incurable el que está dominado por las rebeldías de la carne.  La irritación de las entrañas revienta en sarna en la piel, y con razón se la toma como símbolo de la lujuria: pues a la manera que las tentaciones del corazón se traducen en malas acciones, la irritación interior brota en sarna por la piel, manchando el cuerpo mismo por de fuera; así también desde el momento en que no se reprime la lascivia en el pensamiento, se hace dueña de las acciones.  Quería en cierto modo San Pablo curar la comezón de la piel, cuando decía: No os asalten sino tentaciones humanas  (1 Co 10, 13); como si dijera: Cosa humana es padecer tentaciones en el corazón, pero es cosa diabólica verse vencidos en el combate y en las obras.

 

–Tiene empeines en el cuerpo aquél que en su espíritu está dominado por la avaricia, defecto que, si no se le combate en sus comienzos, pronto se propaga y arraiga sin medida.  El empeine llega a cubrir el cuerpo sin producir dolor y, propagándose sin ocasionar gran molestia, desfigura y afea la hermosura corporal; del mismo modo la avaricia, al par que entretiene el ánimo en que ella domina, lo exacerba; ofrece a la imaginación grandes bienes que adquirir, pero enciende los odios, y parece no sentir el escozor de sus llagas, porque en la misma culpa, presenta caudales de riquezas al alma entusiasmada.  Piérdese además la belleza corporal en cuanto la avaricia apaga el brillo de las demás virtudes e indispone el organismo entero, en cuanto abate el ánimo con el peso de todos los vicios, según afirma San Pablo, que la raíz de todos los males es la avaricia  (1 Tm 6,10).

 

–Potrosos son los que, aunque no se entreguen a torpes acciones, llevan el alma dominada de malos pensamientos sin freno ni medida; los que no llegan, es cierto, a consumar las obras de la carne, pero se deleitan en su interior en imaginaciones lascivas sin escrúpulo alguno.  Consiste este defecto en que, fluyendo los humores de las entrañas a las partes vergonzosas, estas se hinchan produciendo pesadez y fealdad.  De aquí que se designan con el nombre de potrosos a los que, concentrando todos sus pensamientos en la lujuria, llevan sobre su corazón el peso de sus torpezas, y aunque no realicen con obras sus malos propósitos, no saben apartar de ellos sus ideas: son incapaces de elevarse resueltamente a la práctica del bien, porque los dominan en secreto sus malas inclinaciones.

 

Todos los que viven sujetos a cualquiera de los vicios mencionados, están excluidos del honor de ofrecer sacrificios al Señor, pues no es apto para combatir delitos ajenos aquél que es esclavo de los suyos propios.

 

Hemos procurado demostrar en breves consideraciones quiénes son dignos de ejercer el magisterio pastoral, y quiénes deben ser rechazados como indignos; veamos ahora cómo debe portarse en su ministerio aquél que ha sido elegido como capaz para desempeñarlo.