Una espiritualidad desde abajo. 
El diálogo con Dios desde el fondo de la persona. 
Por: Anselm Grün y Meinrad Dufner. 
Introducción 
En la historia de la espiritualidad se pueden distinguir dos corrientes 
clasificatorias. Hay una espiritualidad desde arriba, que parte de los principios de arriba 
y desciende a las realidades de abajo. Y hay otra espiritualidad desde abajo, que parte de 
las realidades de abajo para elevarse a Dios. La espiritualidad desde abajo afirma que 
Dios habla en la Biblia y por la Iglesia pero también nos habla por nosotros mismos a 
través de nuestros pensamientos y sentimientos, por nuestro cuerpo, por nuestros 
sueños, hasta por nuestras mismas heridas y presuntas flaquezas. La espiritualidad desde 
abajo ha sido practicada principalmente dentro del monacato. Los monjes antiguos 
comenzaron a estudiar la posibilidad de llegar al conocimiento y trato con Dios 
partiendo del análisis de las propias pasiones y del autoconocimiento. Evagrio Póntico 
logró definir esta espiritualidad de abajo con una formulación ya clásica: si deseas 
conocer a Dios aprende primero a conocerte a ti mismo. El ascenso a Dios pasa por el 
descenso a la propia realidad, hasta lo más profundo del inconsciente. La espiritualidad 
de abajo contempla el camino hacia Dios no como una vía de dirección única que lleva 
directamente a Dios. El camino hacia Dios pasa generalmente por muchos cruces de 
errores, curvas y rodeos, pasa por fracasos y desengaños. Pero resulta que no son 
precisamente mis virtudes las que más me abren a Dios sino mis flaquezas, mi 
incapacidad, incluso mis pecados. 
La espiritualidad desde arriba parte de las cumbres de un ideal prefijado. 
Arranca del ideal bien perfilado de un fin que el sujeto debería alcanzar mediante la 
oración y las prácticas espirituales. El ideal se diseña partiendo del estudio de la 
Sagrada Escritura, del magisterio de la Iglesia en materia moral y del autoconcepto. Las 
preguntas funda mentales de la espiritualidad de arriba son éstas: 
— ¿Cómo tiene que ser un cristiano? 
— ¿Qué debe hacer? 
— ¿Qué tipo de conducta debería encarnar? 
La espiritualidad de arriba brota de la aspiración humana a ser mejor, a 
superarse, a acercarse cada vez más a Dios. Esta espiritualidad tuvo su representación 
principal en las corrientes de la teología moral de los tres últimos siglos y en la ascética 
más común enseñada desde la Ilustración. La psicología moderna se muestra muy 
escéptica frente a esta forma de espiritualidad por considerarla como un peligro de 
desintegración interior del sujeto. El que se identifica con su ideal prescinde 
frecuentemente de su propia realidad si ésta no se acopla a aquél. El resultado es un 
sujeto interiormente dividido y enfermo. La psicología en cambio apoya una 
espiritualidad de abajo tal como la practicaron los antiguos monjes. Para la psicología es 
incuestionablemente claro que el hombre no puede llegar a su propia verdad si no es por 
el propio conocimiento. 

En la espiritualidad desde abajo no se trata sólo de prestar atención a la voz de 
Dios que me habla por mis pensamientos, sentimientos, inclinaciones y enfermedades 
para llegar por su medio al descubrimiento de la imagen que Dios se ha formado de mí. 
Tampoco se trata sólo de la elevación a Dios por el descenso a mi realidad. En la 
espiritualidad desde abajo se trata sobre todo de conseguir abrirse a las relaciones 
personales con Dios en el punto preciso en que se agotan y cierran todas las 
posibilidades humanas. La auténtica oración, dicen los monjes, brota de las 
profundidades de nuestras miserias y no de las cumbres de nuestras virtudes. Jean 
Lafrance describe la auténtica oración cristiana como una oración que brota de lo pro 
fundo, pero necesitó él mismo largos años de fracasos para llegar a esta clase de 
oración. Escribe: 
Los esfuerzos que hacemos en la oración y ejercicios ascéticos para llegar a la posesión 
de Dios van en dirección equivocada. Nos parecemos a Prometeo en su vano intento de robar el 
fuego del cielo. Tiene suma importancia comprobar en qué medida induce este esquema de 
perfección a entrar por un camino contrario al enseñado por Jesús en el evangelio. Jesús no puso 
una escala de perfección por la que se sube peldaño tras peldaño hasta llegar a Dios. No, Jesús 
enseñó un camino de descenso a los fon dos de la humildad. Al encontrarnos en el cruce 
debemos, por tanto, elegir para ir a Dios entre el camino que sube y el que baja. Según mis 
experiencias desearía adelantar algo ya desde ahora: Si para ir a Dios elige usted el camino del 
heroísmo en la práctica de las virtudes, eso es cosa suya, tiene usted todo el derecho de hacerlo. 
Pero quisiera prevenirle del peligro de darse contra la pared. Si, por el contrario, prefiere usted el 
camino de la humildad, debe usted ser sincero en su deseo y no tiene por qué tener miedo de las 
profundidades de sus miserias. 1 
La espiritualidad desde abajo intenta responder a la pregunta sobre qué se debe 
hacer cuando parece que todo sale torcido y cómo se deben colocar los fragmentos de 
nuestra vida rota para formar con ellos una figura nueva. 
La espiritualidad desde abajo prefiere el camino’ de la humildad aunque esta 
palabra nos resulte hoy un tanto incómoda. La humildad descrita por san Benito en su 
regla como el camino espiritual del monje, es evaluada por Drewermann como un típico 
ejemplo de imposición desde fuera. Sin embargo, si damos un repaso a la literatura 
espiritual del cristianismo y de otras religiones, constatamos que en todas ellas se 
considera la humildad como la actitud fundamental de toda auténtica religiosidad. Pero 
la humildad no debe entenderse como una virtud que el hombre consigue por el mero 
hecho de humillarse y hacerse pequeño ante los demás. La humildad no es 
fundamentalmente una virtud social sino religiosa. La palabra latina de humildad, 
humilitas, se relaciona con la palabra humus, tierra. La humildad es reconciliación con 
nuestra terrenalidad, con el lastre de lo terrenal, con el mundo de nuestros impulsos, con 
todo cuanto de negativo existe en nosotros. Humildad es valor para aceptar la propia 
verdad. Los griegos distinguen entre tapeinosis, disminución, envilecimiento, pobreza y 
tapeinophrosyne, descripción de los comportamientos de los pobres, actitud de 
humildad y pobreza espiritual. La humildad designa nuestra conducta ante Dios y es 
virtud religiosa. Es en todas las religiones criterio de toda auténtica espiritualidad. Es el 
lugar profundo donde puedo encontrarme con el verdadero Dios y donde pueden 
comenzar a dejarse oír los gemidos de la verdadera oración. 
En este libro desearíamos describir los dos polos de la espiritualidad de abajo: 
por una par te, el camino hacia nuestro yo y hacia Dios descendiendo a nuestra propia 
verdad y, por otra, la experiencia de impotencia y fracaso considera dos como lugar de 
1 J. LAFRANCE: El poder de la oración. Narcea, Madrid, 6. ed, 2000, p. 17. 

oración auténtica y como oportunidad de crear un nuevo estilo de relaciones personales 
con Dios. La espiritualidad desde abajo describe los procedimientos terapéuticos que 
debe seguir el hombre hasta llegar al encuentro con la esencia de sí mismo. Es el 
camino religioso que lleva a la oración, al «grito des de lo profundo)) y a la experiencia 
íntima de Dios a través de las experiencias de fracaso. 
Espiritualidad desde arriba 
No pretendemos establecer una oposición total entre la espiritualidad de abajo y 
la de arriba. Los exclusivismos nunca son positivos, pero existe una positiva tensión 
entre estos dos enunciados espirituales. La espiritualidad desde arriba nos pone ante la 
vista los ideales con los que debemos entusiasmarnos para finalmente realizarlos. Todo 
ideal libera en el hombre una especial energía. Sobre todo los jóvenes necesitan ideales 
para su vida. Sin ideales se limitarían a girar en torno a sí mismos sin llegar nunca a des 
arrollar todas las posibilidades que llevan ocultas. Tampoco podrían ponerse en contacto 
con esa energía que debe ser liberada. Los ideales sacan a los jóvenes de sí mismos 
hasta hacerles superarse para identificarse con el modelo, a controlarse y a descubrir 
nuevas posibilidades. Sin la fuerza provocativa de esos ideales muchos vivirían al borde 
de las propias posibilidades sin percatarse de ellas. Para poder crecer necesito modelos. 
La propia imagen se desarrolla mejor junto a otra imagen. Los santos pueden servir de 
modelo para los jóvenes a los que provocan, estimulan a trabajar y a descubrir la 
vocación propia. Lo que no podemos hacer es copiar. La contemplación de los santos no 
se orienta a crear remordimientos de con ciencia al descubrir que no somos tan grandes 
como ellos; lo que pretende es estimular a no infravalorarnos, a descubrir la vocación 
personal y a reconocer en nosotros la imagen única que Dios se ha formado de cada 
uno. 
Nuestro abad ha dado a la comunidad esta con signa: “En ti hay muchas más 
posibilidades de lo que tú piensas, por no hablar de las posibilidades que tenéis Dios y 
tú juntos”. Los ideales ayudan precisamente a descubrir las posibilidades que existen en 
cada uno. La juventud ha tenido siempre una enorme capacidad de entusiasmo. Necesita 
elevados ideales para entusiasmarse. El entusiasmo es una fuerza que permite a uno 
superarse desarrollando y potenciando las aptitudes naturales. Cuando ya no existen 
ideales capaces de provocar entusiasmo, la juventud cae enferma y necesita otras cosas 
para sentir gusto por la vida; necesita destrozar violentamente algo para tener sensación 
de fuerza y crecimiento. Si se abusa de esa capacidad de entusiasmo en la juventud, 
como sucedió en el Tercer Reich alemán, todo puede terminar en catástrofe. En este 
campo, la Iglesia dispone de una inapreciable oportunidad de proponer de manera 
creíble los ideales del cristianismo, tal como han sido vividos por las grandes figuras de 
la Biblia y por los grandes santos de la Iglesia. Pero más importan te que proponer 
ideales es vivirlos. Cuando los jóvenes se entusiasman con modelos, logran poner orden 
en su caos interior y organizar todas sus energías en torno al ideal encarnado en un 
personaje histórico que es el santo. Los modelos facilitan a los jóvenes estabilidad y 
orientación. Además les ponen en contacto con las energías y recursos que Dios ha 
depositado en ellos. 
No podemos, por tanto, prescindir de la espiritualidad de arriba. Ejerce la 
función positiva de despertar vida en nosotros. Sólo actúa negativamente produciendo 

enfermedad cuando los idea les pierden contacto con nuestra realidad. Hay quienes se 
proponen unos ideales tan elevados que resultan inasequibles. Y para no renunciar a 
esos ideales prescinden de la propia realidad para poder identificarse con ellos. El 
resultado es una personalidad desdoblada. Cierran los ojos a la propia realidad, por 
ejemplo, a la agresividad que puede esconderse en sus devociones religiosas. La tensión 
producida por el desdoblamiento de la personalidad puede desembocar en una vida a 
dos niveles sin contacto de uno con otro y a la proyección sobre los demás de los 
instintos reprimidos. Para mantener erguido el ideal de perfección se desplazan los 
defectos propios proyectándolos sobre los demás contra los que se chilla y se maldice. 
El desplazamiento del mal del propio corazón lleva a inconsideración con los demás a 
los que se anatematiza y trata brutal mente en nombre de Dios. La espiritualidad de 
arriba se practica generalmente al comienzo del camino espiritual. Pero llega un 
momento en el que el individuo necesita poner en contacto la espiritualidad de arriba 
con la espiritualidad de abajo si desea subsistir en una vida normal. De no hacerlo así se 
originan tensiones internas y el sujeto enferma. Es entonces cuando debe tomar muy en 
serio la propia realidad y conectarla con el ideal. Es la única manera de lograr la 
trasformación. Más que de ideales bíblicos preferimos hablar de las promesas del Señor. 
Dios nos manifiesta en la Biblia de qué somos capaces si nos abrimos al Espíritu. Estas 
promesas son, por ejemplo, los ideales propuestos en el sermón del monte. La única 
manera de intentar hacer realidad esas promesas presupone una experiencia existencial 
de ser hijos e hijas de Dios. Si lo con seguimos, esas promesas nos introducen en un 
mundo libre y dilatado donde nos sentimos cómodos y esto nos hace mucho bien. Pero 
si en el sermón del monte vemos únicamente unos ideales que tenemos que realizar a 
toda costa, entonces nace la tensión interior al constatar que no siempre vamos a ser 
capaces de conseguirlo. El sermón del monte describe un modo de conducta a tono con 
la experiencia de la salvación en Jesucristo. Es, por lo tanto, un buen criterio para 
discernir si hemos comprendido o no la misericordia de Dios manifestada en Jesucristo. 
El peligro de la espiritualidad desde arriba consiste en hacerse a la idea de que se 
puede llegar a Dios por el propio esfuerzo. Lafrance define este falso concepto de 
perfección con estas palabras: 
Los hombres han imaginado en general la perfección como un continuo 
crecimiento o como un pro ceso de ascensión con más o menos dificultades, 
pero como un logro del esfuerzo humano. En consecuencia elaboran una 
determinada ascética o técnicas de oración que luego ofrecen a la magnanimidad 
espiritual de los otros como medio para ayudar los a escalar los peldaños de la 
perfección. Si un dirigido habla con su director espiritual de la imposibilidad de 
lograr ese objetivo recibe muchas veces esta respuesta: basta con intentarlo. En 
el último peldaño de esta subida se trasforma automáticamente este intento en 
flor de libertad. 2 
Pero no. No podemos llegar a Dios por el propio esfuerzo. Lo paradójico 
consiste en que todo esfuerzo nos lleva a constatar que con él, solo nadie puede ni 
hacerse mejor ni llegar a Dio No podemos lograr solos el ideal que amamos. En un 
momento dado llegamos a tocar techo en nuestras posibilidades y a comprobar allí que 
solos fracasaremos irremediablemente y que únicamente la gracia de Dios puede 
cambiarnos. 
2 2 Ibidem. 

Justificación de una espiritualidad desde abajo. 
Modelos bíblicos 
Los modelos de fe que nos ofrece la Biblia no son nunca tipos humanamente 
perfectos, sin defectos. Son, por el contrario, hombres con terribles taras de graves 
culpas a la espalda y que han tenido que clamar a Dios desde lo más profundo del 
corazón. Por ejemplo Abrahán. En Egipto niega que Sara sea su esposa y la hace pasar 
por hermana para librarse de conflictos. Entonces el Faraón la mete en su harén. Y tiene 
que intervenir Dios para librar al “padre de la fe” de las consecuencias de su mentira 
(Gn 12, 10-20). Así sucede también con Moisés, liberador de Israel de la cautividad de 
Egipto. Moisés es un asesino. Mató a un egipcio en un arrebato de cólera. Tiene que ser 
enfrentado a su ineptitud, reflejada en el signo de la zarza ardiendo, antes de ser 
aceptado como un fracasado al servicio de Dios. Luego viene David, el modélico rey de 
Israel y espejo de los reyes posteriores. David carga sobre su conciencia la grave culpa 
de acostarse con la mujer de Unas. Y cuando se entera de que está embarazada, da orden 
de dejar solo al hitita Urjas en lo más fragoroso de la batalla para que muera. Las 
grandes figuras del Antiguo Testamento han necesitado primero pasar por la vaguada de 
la humillación ante sus faltas e insuficiencia para aprender de una vez a poner la 
confianza sólo en Dios y dejarse trasformar por él en personas ejemplares, modelos de 
obediencia y fe. 
En el Nuevo Testamento elige Jesús a Simón como roca sólida para fundamento 
de su iglesia. 
Pedro no comprende a Jesús. Desearía evitarle su camino a Jerusalén hacia una 
muerte segura. Jesús le llama Satanás y le ordena severamente apartarse de él (Mt 16, 
23). Pedro termina por negar a Jesús en el prendimiento habiendo asegurado poco antes, 
camino del monte de los olivos: “Aunque fuera necesario morir por ti, nunca te negaré” 
(Mt 26, 35). Tiene que comprobar con amarga experiencia que no es capaz de cumplir 
nada de lo que tan fanfarronamente promete. Después de haber finalmente traicionado a 
Jesús se marchó a llorar amargamente a solas (Mt 26, 75). Los evangelistas no han 
disimulado la traición de Pedro. Evidentemente era muy importante para ellos dejar 
crudamente claro que Jesús no eligió para apóstoles a sujetos piadosos e impecables, 
sino a hombres con defectos y pecados. Fundó su iglesia exactamente sobre el 
fundamento de esos hombres. Con sus faltas eran sin duda testigos apropiados y 
argumentos concluyentes de la misericordia de Dios tal como la enseñó Jesús y la 
atestiguó con su muerte. La fragilidad de Pedro se convirtió en robustez de roca para los 
demás. Porque comprobó que la roca sólida no era él sino la fe a la que debía agarrarse 
para permanecer fiel a Cristo en medio de la adversidad. 
Pablo, el fariseo, es un típico representante de la espiritualidad desde arriba. 
Afirma de sí mismo: “Hacía carrera en el judaísmo más que muchos compañeros de mi 
generación, por ser mucho más fanático de mis tradiciones ancestrales” (Gal 1, 14). 
Valoraba mucho los ideales fariseos, había cumplido minuciosamente todos los 
preceptos y prescripciones de la ley pensando cumplir con ello la voluntad de Dios. Sin 
embargo, camino de Damasco cae a tierra y con la caída se derrumba al mismo tiempo 
todo el edificio de su vida. Es en esa postura yacente, caído en tierra, cuando se ve en 
confrontación con la espiritualidad de abajo. Yace en tierra solo e impotente. En esa 
situación cae en la cuenta de que es Cristo mismo el que está actuando sobre él y 
trasformándolo. Su posterior doctrina sobre la justificación como obra exclusiva de la fe 

es un testimonio de esta experiencia. Demuestra la incapacidad de llegar a Dios por la 
práctica de las virtudes y el entrenamiento de la ascética; sólo se llega por el sincero 
reconocimiento de la propia impotencia. En esa impotencia llega a la experiencia de la 
gracia. Incluso después de su conversión no es Pablo un hombre totalmente nuevo, 
completamente sanado y trasformado. Padece una enfermedad que evidentemente le 
humilla y de la que dice: «Para que no me engría por mis revelaciones, me han metido 
una espina en la carne, un emisario de Satanás que me abofetea» (2 Cor 12,7). Sin 
embargo, esta enfermedad no impide a Pablo anunciar el mensaje. El peso del dolor que 
tiene que soportar es, según la interpretación más común, una enfermedad que le 
humilla en su persona y le debilita en su dinamismo (Schókel). O tal vez se trate de una 
estructura neurótica que no desapareció con la conversión y de la cual Dios se sirvió 
para anunciar la doctrina de la liberación y salvación. Pablo, en efecto, se gloría en sus 
debilidades porque sabe que le basta la gracia de Dios. La humillación de su manifiesta 
y dolorosa enfermedad sirve para abrirse a la gracia de Dios, lo único de que se trata. El 
anuncia la salvación liberadora en Cristo como nadie lo ha hecho. Por eso no le libró 
Dios de esa enfermedad limitándose a responderle: «Te basta mi gracia; ella demuestra 
mejor su fuerza en la debilidad» (2 Cor 12, 9). 
Cuanto mayor sea la debilidad humana más que da de manifiesto la eficacia de 
la gracia. Nuestros deseos consisten y tienden a hacernos fuertes en Dios, ser más útiles 
a los hombres, crecer en perfección moral por el ejercicio de una vida según el Espíritu. 
Sin embargo y por extraña paradoja, es en medio de la desorientación de nuestras 
debilidades, en los momentos en que Satanás nos acosa y no sabemos qué 
determinación tomar, cuando más abiertos estamos a Dios y a los influjos de su gracia. 
Por eso acepta Pablo sus debilidades y flaqueza. Porque «cuando soy débil entonces soy 
fuerte». (2 Cor 12, 10). Cuando es consciente de su debilidad se siente más libre de 
orgullo y de pensar poder llegar a Dios por sus propias fuerzas. Entonces se pone en 
manos de Dios, seguro de ser sostenido y dirigido por su gracia. 
Si consideramos la manera de hablar y proceder de Jesús, descubrimos siempre 
una espiritualidad desde abajo. Jesús se dirige intencionadamente a los pecadores y 
publicanos porque los encuentra abiertos a! amor de Dios. Por el contrario, los que se 
tienen por justos, reducen frecuentemente sus intentos de perfección a un monorrítmico 
girar en torno a sí mismos. Vemos a un Jesús tierno y misericordioso con los débiles y 
pecadores pero aceradamente duro en su crítica contra los fariseos. Estos, 
efectivamente, encarnan típicamente la espiritualidad desde arriba. Tienen 
indudablemente aspectos buenos y quieren agradar a Dios en todo lo que hacen: Pero no 
caen en la cuenta de que en su intento por observar todos los preceptos se están 
buscando en realidad a sí mismos y no a Dios. Son voluntaristas, creen poder hacerlo 
todo y solos. Les importa mucho menos encontrarse con el amor de Dios que con el 
cumplimiento literal de la ley. Quieren hacerlo todo por Dios pero piensan que no 
necesitan de Dios. Lo único verdaderamente importante es el cumplimiento de los 
ideales y normas que se han prefijado. De tanto mirar a la letra de los preceptos se 
olvidan de la voluntad de Dios que en ellos se contiene. Dos veces se lo echa en cara 
Jesús en el evangelio de san Mateo: «Misericordia quiero y no sacrificios» (9, 13). 
Luego, en la parábola del fariseo y publicano, enseña Jesús que no quiere una 
espiritualidad de arriba sino de abajo porque ésta es la que abre los corazones de los 
hombres a Dios. El corazón contrito y roto es un corazón abierto. El publicano reconoce 
sus peca dos, es perfectamente consciente de que no puede poner en orden todo el 
desorden causado. Por eso se golpea contrito el pecho mientras, en su perplejidad, se 

acoge a la misericordia de Dios. El comportamiento de un pecador así es lo que le 
justifica ante Dios (Lc 18, 9-14). 
La espiritualidad desde abajo se pone de manifiesto principalmente en las 
parábolas de Jesús. Una vez habla Jesús, por ejemplo, de un tesoro escondido en un 
campo. Ese tesoro es nuestro propio yo, la imagen que Dios mismo se ha formado de 
nosotros y puede ser encontrada en el campo, bajo la suciedad de a tierra (Mt 13, 44 ss). 
Hay que cavar hondo y mancharse las manos si se quiere descubrir el tesoro bajo la 
tierra del corazón. 
Otro aspecto de la espiritualidad de abajo se descubre en la parábola de la perla 
preciosa. La perla es signo de la presencia de Cristo en nosotros. La perla se forma en 
las llagas del molusco. Imposible descubrir el tesoro sin poner los dedos en nuestras 
heridas. Pero la herida es mucho más que el punto de contacto con algo nuestro. La 
herida, límite de nuestras posibilidades y momento final en que ya no queda más 
remedio que rendirse, es el punto y momento en que puede nacer una nueva relación 
con Cristo y sentir nuestra total dependencia de él. En ese momento surge la nostalgia 
del Salvador, se da la posibilidad de acercarnos al que puede tocar y curar nuestras 
heridas. Cristo es la verdadera realidad, dracma perdida en el desorden interior de 
nuestra propia casa donde debemos poner los muebles patas arriba para buscar hasta 
encontrarla (Lc 15, 8ss). De nada sirve haberse instalado bien en el propio yo. Dios 
mismo provoca una crisis que revuelve todo nuestro interior para hacernos buscar la 
dracma perdida por falta de atención. 
Jesús justifica la espiritualidad de abajo también con la parábola de la cizaña 
entre el trigo (Mt 13, 24-30). La espiritualidad desde arriba se afana por alcanzar los 
ideales distinguiendo bien y separando la cizaña que crece entre el trigo en el campo del 
corazón humano. El ideal es aquí el hombre puro y santo, sin defectos ni debilidades. 
Esto mismo se puede aplicar a la Iglesia. Pero este punto de vista lleva directamente a 
un rigorismo tal que excluiría de la Iglesia a todos los débiles y pecadores. 
Probablemente escribió Mateo esta parábola contra los rigoristas de su comunidad, pero 
se la puede leer con aplicación espiritual a las sombras e imperfecciones en el campo 
espiritual del corazón. En ella se prohíbe el rigorismo violento y drástico de uno consigo 
mismo. Jesús compara nuestra vida con un campo en el que Dios ha sembrado buena 
semilla de trigo. Llega de noche astutamente el enemigo y siembra cizaña. Los criados 
que preguntan si deben arrancar inmediatamente la cizaña son os idealistas rigurosos 
que desearían arrancar pronto y de raíz toda clase de imperfecciones. Pero el dueño 
responde: «No, no sea que al arrancar la cizaña arranquéis también el trigo. Dejad que 
crezca todo junto hasta el tiempo de la siega» (Mt 12, 28). La cizaña tiene raíces y están 
tan entre cruzadas con las del trigo que no se podrían erradicar unas sin arrancar al 
mismo tiempo las otras. 
El que aspira a ser impecable arranca con sus pasiones todo su dinamismo, se 
vacía simultáneamente de su debilidad y de su fuerza. El que aspira a una corrección 
impecable y a cualquier precio no verá crecer en el campo de su corazón más que 
raquítico trigo. Muchos idealistas viven tan concentrados sobre la cizaña espiritual de 
sus faltas y sobre la manera y métodos de erradicar la que viven de hecho una vida 
incompleta. A fuerza de buscar perfección se vacían de dinamismo, de vitalidad, de 
cordialidad. La cizaña puede ser nuestras propias sombras, todo lo negativo con lo que 
hemos eliminado lo que nos resultaba incómodo y no rimaba con nuestros ideales 
prefijados. Así de sencillo. 

La cizaña se sembró “durante la noche”, es decir, en la oscuridad del 
inconsciente. Podemos estar en vela todo el día prevenidos contra lo negativo y 
defectuoso y venir el enemigo a hacer su siembra de cizaña en la noche. Si logramos 
reconciliarnos, con la cizaña podrá crecer el buen trigo en el campo de nuestra vida. Al 
tiempo de la siega, con la muerte, vendrá Dios a hacer la separación para arrojar la 
cizaña al fuego. A nosotros no nos está permitido quemarla antes de tiempo porque 
anularíamos también una parte de nuestra vida. 
En varios pasajes y con diversas comparaciones enseña Jesús que él ha preferido 
lo débil y pobre. A los ricos y poderosos les va bien en la vida y pueden permitírselo 
todo, pero serán excluidos del festín de bodas en el reino de los cielos. En cambio 
recibirán invitación los pobres, cojos, lisiados y ciegos (Lc 14, 12 ss). El rico Epulón, el 
yo todopoderoso, que dispone de todo lo que quiere, es víctima de su hybris, de su 
inmoderación y caprichos, de una desmesurada autoestíma que le lleva al infierno. El 
pobre Lázaro representa todo lo des preciado, herido, enfermizo, hambriento y sediento 
que hay en la persona. Lázaro va al cielo. Dios acepta lo perdido y marginado. Igual 
podríamos decir respecto a la parábola de la oveja y el hijo perdido. Porque cuando el 
hombre se encuentra sin nada, es cuando más necesidad siente de abrir se para llenarse 
de los dones de la gracia divina. 
Jesús llama bienaventurados a los pobres, a los hambrientos y sedientos de 
justicia, a los que lloran, a los que no pueden pensar en construir sobre sí mismos y 
sobre lo que tienen y, en consecuencia, se ponen confiadamente en manos de Dios. 
Estos reciben el reino como herencia, tienen un especial sexto sentido para las cosas del 
reino de Dios. 
Ya la encarnación del Hijo de Dios es un ejemplo de espiritualidad desde abajo. 
Jesús escoge para nacer un establo y no un palacio, en Belén y no en la capital del 
imperio. Es decir, quiere nacer en el corazón de los pobres y en la pobreza del corazón. 
C. G. Jung no se cansa de repetir que no somos más que el establo en el que Dios nace. 
Espiritualmente estamos tan sucios como un establo. Nada tenemos presentable al Señor 
pera él quiere habitar precisa mente en nuestra pobreza. 
Este mismo motivo se encuentra en el bautismo de Jesús. El cielo se abre sobre 
él mientras se encuentra metido en la corriente del Jordán. El agua está contaminada con 
los pecados de los hombres bautizados por Juan. Mientras está Jesús en medio de las 
culpas de los hombres se abre el cielo sobre él y se deja oír la voz del Padre: «Tú eres 
mi Hijo querido, en ti hallo mis complacencias» (Mc 1, 11). 
Esto mismo sucederá en nosotros. Sólo cuan do estemos dispuestos como Jesús a 
introducir nos en las aguas del Jordán y a hacer pie en medio de nuestras faltas, podrá 
abrirse el cielo y podrá pronunciar Dios sobre nosotros la palabra de su absoluta 
presencia habilitadora: tú eres mi hijo querido, mi hija querida; en ti tengo mis 
complacencias. 
Después de morir en cruz, desciende Jesús al reino de la muerte. La Iglesia 
primitiva vio en este descenso de Jesús a las regiones inferiores una especie de prototipo 
de la redención. La Iglesia celebra el sábado santo este descenso a las regiones 
inferiores de la tierra. El infierno es el lugar al que ha ido a parar la persona aislada de 
toda comunicación, solitaria sin poder hacer nada. Y sin embargo, allí tiene lugar la 
conversión. Jesús toma a esa gente de la mano y emerge nueva mente a la vida. Desde 
los tiempos de Orígenes, el descenso al mundo inferior es una imagen del descenso de 
Cristo a las sombrías profundidades del alma. Macario el Grande escribe: “El abismo 
está en tu corazón, el infierno es tu alma”. El des censo de Cristo al reino de las 

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profundidades del alma es para los Padres de la Iglesia un evento salvífico3. Con él 
quedan iluminadas las sombrías regiones del alma y todo lo desplazado queda tocado 
por Cristo y es devuelto a la vida. Descenso y ascenso son imágenes que se encuentran 
en todas las religiones y en todas describen la tras formación operada en el hombre por 
obra de Dios. 
Sirviéndose de estas dos palabras, «descenso» y “ascenso”, puede Juan describir 
bien en su evangelio el misterio de la salvación en Cristo: “Nadie ha ascendido al cielo 
excepto aquel que ha descendido del cielo, el Hijo del hombre” (3, 13). Si queremos 
ascender al Padre con Cristo, debemos descender primero con él a la tierra, a o terrenal, 
a nuestra propia terrenalidad. Así lo entiende también la carta a los efesios citada en este 
sentido por la liturgia en la fiesta de la Ascensión: 
Ese “subió” supone necesariamente que había baja do antes a lo profundo de la tierra; y 
fue el mismo que bajó quien subió por encima de los cielos para llenar el universo (4, 9). 
La clásica expresión de esta espiritualidad des de abajo es el antiquísimo himno 
citado por Pablo en la carta a los filipenses: 
Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se 
despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, haciéndose uno de tantos. Así, 
presentándose como simple hombre, se abajó, obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por 
eso Dios lo encumbró sobre todo (2, 6-9). 
En el descenso a nuestra condición humana y en el ascenso por encima de todos 
los cielos, vieron los primeros cristianos la esencia de la redención. Con expresiones de 
nuevos símbolos glorificaban la bajada de Dios a los hombres, su humillación en forma 
de esclavo. Y veían en ello la expresión del amor divino de manera irrepresentable en la 
imaginación humana en tiempos anteriores a Cristo. EJ descenso de Cristo, su kénosis o 
anonadamiento, alteró en nuestra mente todos los conceptos anteriores sobre Dios y 
sobre el hombre. Al mismo tiempo quedó fijado como prototipo ejemplar de nuestra 
vida. Pablo nos exhorta a llevar una vida tal como ejemplarmente se nos presenta en el 
descenso de Cristo: «Entre vosotros tened la misma actitud del Mesías Jesús» (Fil 2, 5). 
Tradición monástica 
El camino hacia Dios de los antiguos monjes pasaba por la propia realidad. 
Encontrar a Dios suponía haberse encontrado previamente a sí mismos. Antes de 
aprender el monje a orar sin dividirse y a identificarse con Dios en la contemplación, 
necesita familiarizarse con sus propios sentimientos. Tiene que bajar primero a su 
propia realidad para subir después a Dios. Así lo expresa un viejo aforismo del abad 
Pimen. 
Vino una vez un famoso ermitaño a visitar al viejo abad Pimen, uno de los más 
renombrados padres del desierto en el siglo cuarto. Un monje se encargó de presentarle al abad 
diciendo: 
— Es un hombre extraordinario, estimado y querido en todo este contorno. Yo le hablé 
una vez de ti y ahora ha venido personalmente a verte. 
El anciano le recibió muy amable, se saludaron, se sentaron y el visitante inició la 
conversación disertando sobre la Escritura, sobre temas espirituales y celestiales. El abad volvió 
bruscamente a otra par te la cabeza sin responder palabra. Cuando el anacoreta se percató de que 
3 
DAVID L. MILLER: The Two Sandais of Christ: Descent ¡nro History and into He!!, en A. Portmann y R. 
Ritsema: Ausfstieg und Abstieg, Frankfurt, 1982, p. 147-222. 

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el anciano no le hacía caso se levantó y se fue decepcionado y triste. Luego dijo al monje que le 
había presentado: 
— He hecho un largo viaje inútil. Vine a ver al ermitaño y, ya ves, no se ha dignado 
hablarme. 
Entonces volvió el monje intermediario al abad Pimen y le dijo: 
— Padre, ese hombre extraordinario y con enorme prestigio en toda esta comarca ha 
venido única y expresamente para verte. ¿Por qué no le has querido hablar? 
Él respondió: 
— Ese hombre vive sobre las nubes y habla de las nubes, yo en cambio vivo en la tierra 
y hablo de cosas de la tierra. Si hubiera hablado de las aspiraciones del alma le hubiera 
respondido con mucho gusto. Pero si habla de cosas intelectuales no lo entiendo. 
El monje salió y dijo al ermitaño: 
— Al padre no le gusta discutir sobre la Escritura, pero si alguien viene a hablar con él 
de las aspiraciones del alma responde y habla gustosamente cuanto sea necesario. 
El otro reflexionó, volvió y comenzó preguntando: 
— ¿Qué tengo que hacer cuando siento que me empiezan a dominar las pasiones? 
Él le escuchó con atención y dijo: 
— Ahora sí que empiezas bien. Abre la boca sobre estos temas y yo te la llenaré de 
bienes. 
El huésped aprendió mucho en aquella conversación y dijo: sí, ciertamente éste es el 
camino. 
Y regresó a su tierra dando gracias a Dios por el honor de haber tenido una entrevista 
con un santo.4 
Sólo en diálogo abierto consigo y con las aspiraciones del corazón se llega a 
Dios en cuyo espíritu se unifica todo. Un sincero diálogo sobre la propia realidad 
desemboca en Dios como experiencia inmediata. Las aspiraciones del alma ponen en 
contacto con Dios porque ponen primero en contacto con la realidad de uno mismo. 
Pimen es representante de una espiritualidad desde abajo. Parte de las aspiraciones, 
sentimientos y necesidades deben ser analizados previamente si se quiere llegar a la 
verdad de Dios. De no hacerlo así lo que se encuentra no es Dios sino una subjetiva 
proyección de Dios. La vía espiritual de la contemplación y unión con Dios pasa por el 
análisis de nuestros pensamientos y deseos. 
La conciencia de los pecados propios es un método para deducir la propia 
incapacidad de mejorarse a sí mismo. Las lágrimas por los pecados eran para los 
antiguos monjes expresión de una profunda experiencia de Dios. En este sentido escribe 
Isaac, el Sirio: 
El que es capaz de reconocer sus pecados es más grande que el que por su oración 
resucita a un muerto; el que durante una hora es capaz de lamentarse y llorar los errores de su 
vida es más grande que el que imparte sabias lecciones sobre el universo; el que reconoce sus 
debilidades es mayor que el que tiene visiones de ángeles; el que sigue a Jesús en soledad y 
compunción es más admirable que el que provoca incendios de entusiasmo con su palabra en las 
iglesias5 
4 APOTEGMAS I° 582. 
5 
J. LAFRANCE: ob, cit. p. 18. 

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El starez Silvano del monte Athos, donde vivió con fama de santo según la 
tradición del monacato antiguo y donde murió en 1938, cuenta que una noche, mientras 
luchaba en vano contra los demonios, oraba así a Dios: 
Los orgullosos sufren constante acoso de los demonios. Señor, tú eres misericordioso; 
dime qué debo hacer para conseguir la humildad del alma. Y el Señor respondió: piensa 
constantemente en el infierno sin desesperar6 
Con esta respuesta quedó Silvano purificado en el espíritu y con el alma en paz. 
¿Pero qué puede significar este pensar constantemente en el infierno sin desesperar? El 
infierno es la absoluta separación de Dios, significa desgarramiento interior, 
endurecimiento, vacío. Ese infierno existe en nuestro interior. Si no nos evadimos de él 
con el pensamiento, si no borramos del pensamiento la imagen de este abismo del alma 
y lo hacemos sin desesperar, podemos comprender que solamente Dios puede librarnos 
de ese infierno, que la conversión tiene lugar en las profundidades interiores y que la 
salvación de Cristo nos llega en los momentos que nos parece de mayor necesidad y 
abandono. Olivier Clément vivió en su propio cuerpo la experiencia de Silvano. Vio 
claro que la salvación de Cristo llega hasta el infierno, tal como lo celebra la liturgia 
pascual: “A partir de hoy todo se llena de luz, el cielo, la tierra y el mismo infierno”7. 
Tener conciencia de haber sido salvados del infierno, saber que la única elección posible 
consiste en identificarse con el mal ladrón o con el bueno, pero siempre ladrón, significa 
la entrada en una atmósfera de profunda humildad y de constante proceso de 
conversión, liberación de las cadenas que nos tienen cautivos en el mundo y abandono 
definitivo del culto al propio yo. 
El abad Antonio habla inequívocamente de la espiritualidad desde abajo: Si 
alguna vez observas que un monje joven intenta subir al cielo poniendo él mismo la 
escalera, agárrale fuerte de los pies y tírale abajo porque lo que intenta és una cosa 
inútil. Son los jóvenes los que más peligro tienen de entusiasmarse con elevados ideales 
y de dedicar tiempos interminables a la oración para adquirir rápido el estado y 
condición de hombres de espíritu. Contra esas ansias de volar protesta Antonio: Es 
precisamente el joven el que más necesita ponerse primero en contacto consigo y con su 
realidad para llegar a Dios tomando la propia realidad como punto de partida. Si no lo 
hace así será un objeto volador sobre las nubes, como Ícaro en la fábula, y caerá 
precipitadamente por que sus alas son de cera. Es necesario pisar tierra firme para dar el 
salto a Dios. 
John Wellwood8 americano maestro de meditación, habla del bypassing 
espiritual, es decir, de atajos en los recorridos del espíritu. Con este neologismo 
describe el intento de aplicar técnicas espirituales para eliminar o superar rápida mente 
las exigencias elementales de la naturaleza humana, sus sentimientos o naturales 
procesos de desarrollo. La espiritualidad desde abajo exige ante todo situarse en el 
propio camino espiritual partiendo siempre de la propia realidad; incluyendo 
necesariamente en ella la vitalidad y la sexualidad. Lo contrario significaría sal tar por 
encima de lo negativo en el sujeto, utilizando el bypassing espiritual para llegar más 
rápidamente a Dios. Pero lo que se encuentra entonces no es el verdadero Dios sino una 
proyección de Dios. 
6 
Ibidem, p. 73. 
7 
O. CLEMEN1-Das Meer in der Mischel. Friburgo, 1977. 
8 J. WELLW00D: Principles of inner work: Psychological and spiritual, en JTP n.° 1, 1984, p. 63-73 

Se atribuye a Isaac de Nínive este consejo: 
Esfuérzate por penetrar en la sala de los tesoros de tu interior y te encontrarás en los 
salones del cielo. Aquélla y éstos son una misma cosa. Una sola entrada permite ver la una y los 
otros. La escala del cielo está oculta en el interior de tu alma. Salta desde el pecado para bucear 
en lo más profundo de tu alma y encontrarás una escalera para ascender. El camino hacia Dios es 
aquí bajada a la propia realidad. El salto para bucear en las profundidades se da desde el 
trampolín del pecado. Es él precisa mente el que me puede lanzar al abandono de los ideales del 
espíritu forjados por mí mismo y lanzar me a las profundidades del alma. Allí están juntos mi 
corazón y Dios. Allí está también la escalera para ascender a él. 
La espiritualidad desde abajo se detecta también en unas palabras del abad 
Doroteo de Gaza: «Tu caída, dice el profeta, (Jer 2, 19) se convertirá en tu educador». 
Exactamente la caída, la falta, el pecado, puede convertirse en pedagogo que enseña el 
camino hacia Dios. Doroteo cree que todas las dificultades con que tropezamos e 
incluso las mismas faltas y fracasos están siempre llenos de sentido. Dios sabía que todo 
eso podía ser positivo para mi alma. Por eso sucedió así. Nada de lo que Dios permite 
carece de sentido. Al contrario, todo tiene necesariamente un sentido y está ordenado a 
un fin. Por lo tanto, no hay razón alguna para dejarse deprimir y hundirse ante los 
graves errores cometidos porque todo sucede bajo la mirada providente de Dios como 
elemento cooperante de sus santos proyectos. Todos los dichos de los antiguos monjes 
sobre la humildad prueban igualmente que su espiritualidad era una espiritualidad de 
abajo: la espiritualidad que señala el camino hacia Dios partiendo de la realidad de sí 
mismo e incluyen do en esa realidad las faltas y fracasos. 
La regla de san Benito 
San Benito describe la espiritualidad desde abajo en el capítulo más extenso de 
su regla. Es el capítulo siete en que trata de la humildad. Probablemente el número siete 
no es aquí puramente fortuito. Este número significa simbólicamente la trasformación 
del hombre por Dios. Así, por ejemplo, hay siete sacramentos y siete son los dones del 
Espíritu Santo: todos penetran en el hombre y lo trasforman. 
Muchas fricciones tuvieron los monjes al encontrarse frente a este capítulo 
porque la palabra humildad tiene connotaciones negativas en nuestros oídos. En la 
tradición bíblica lo mismo que en los santos padres, no se entiende nunca la humildad 
en sentido de virtud moral o social, sino como actitud religiosa. El capítulo sobre la 
humildad no describe, por tanto, el camino de las virtudes del monje sino sencillamente 
el camino espiritual, interior, el camino de la madurez humana, de la contemplación y 
de una creciente experiencia de Dios. Este camino de la humildad sube hasta Dios 
bajando hasta la terrenalidad y humanidad del hombre. Subida por la bajada, subir 
bajando, tal es la paradoja de la espiritualidad de abajo en la concepción benedictina. El 
pensamiento de Benito sobre la humildad se mueve dentro de la tradición de los Padres 
y del monacato primitivo. Basilio sintetiza el objetivo de la humildad en esta expresión 
lapidaria: conócete a ti mismo. Para Orígenes la humildad es la virtud por antonomasia, 
ella incluye en sí las demás virtudes y es en sí misma un don inapreciable hecho por 
Cristo a la humanidad y, por tanto, es también la auténtica fuente de energía de todos 
los cristianos. Sólo ella puede capacitar para la auténtica contemplación. Según 
Gregorio de Nisa el hombre sólo puede imitar a Dios en su humildad. Por lo tanto, es la 
humildad el único camino para asemejarse a Dios. Juan Crisóstomo contempla la 
humildad y la dignidad humana unidas y previene contra el peligro de una humildad 
mal entendida. 

13 
Agustín es el que ha desarrollado con más precisión la doctrina de la humildad. 
Según él, la humildad es valoración de la propia medida y conocimiento de uno mismo. 
En la humildad conoce la persona sus medidas, sus limitaciones inherentes a su esencia 
de criatura y no de Dios: “Dios se hizo hombre. Tú, hombre, reconoce que lo eres. Tu 
humildad consiste en aceptar lo que eres.” Pero nuestra humildad es también deseo de 
imitación de la humildad de Cristo, de su anonadamiento en su muerte que se convierte 
en vida nuestra. La humillación de Cristo (su humildad) es en primer lugar «acción 
salvífica de Dios». Por lo tanto, la humildad no es en primer lugar una virtud moral sino 
una actitud religiosa que une al hombre con Cristo. Agustín llega incluso a decir que el 
pecado con humildad es mejor que la virtud sin humildad. La humildad abre a Dios y es 
precisamente el pecado lo que puede obligarme a capitular. Yo no puedo dar garantías 
de nada sobre mí. No puedo dar garantías de no pecar más. Sé que dependo en todo de 
Dios. La virtud puede llevarnos a la falsa convicción de pensar que podemos llegar a 
Dios por el propio esfuerzo. El que quiere hacer solo el camino de la virtud para ir a 
Dios se dará de cabeza contra la pared. No será capaz de dar con la puerta de acceso 
porque esa puerta es la humildad o confesión de la incapacidad de llegar por propio 
esfuerzo a ser devoto y santo. 
El filósofo O. E Bollnow confirma la interpretación benedictina de la humildad 
como comporta miento religioso: 
La humildad no hace relación en absoluto a una persona ante la que otra se siente 
inferior o superior; se refiere exclusivamente a la relación de distinta naturaleza entre la persona 
y a divinidad ante la cual ésta reconoce su insuficiencia inevitable. 
La humildad se fundamenta en la conciencia de la limitación humana, no sólo en el 
sentido de la limitación de todas sus energías sino más profunda mente aún en el sentido de su 
total nulidad9 
La humildad, por lo tanto, brota de una experiencia de Dios, es inalcanzable por 
métodos humanos, viene como consecuencia de la experiencia de Dios en cuanto 
misterio infinito comparado con la experiencia que uno tiene de sí mismo como criatura 
limitada, creación humana del creador divino. En el capítulo sobre la humildad, por 
tanto, se hace una descripción de una experiencia creciente de Dios y de un 
conocimiento de sí mismo cada vez más claro. Benito señala la manera como puede el 
monje acercarse progresivamente a Dios y por el amoroso y curativo acercamiento a 
Dios trasformarse a sí mismo más y más. La humildad no es para Benito una virtud 
alcanzable por el hombre sino una progresiva experiencia, es condición para la 
experiencia de Dios, es la experiencia de sí mismo dentro de la experiencia de Dios. 
Cuanto más me acerco a Dios tanto más dura descubro mi propia verdad; cuanto más 
conozco mi verdad en el fracaso tanto más me abro a la verdad de Dios. Bernardo de 
Claraval define la humildad como el más auténtico conocimiento que de sí mismo 
pueda tenerse (PL, 182, 942). Ese conocimiento nos llega en el encuentro con el 
verdadero Dios. 
Para Benito la humildad es imitación de «Cristo que se vació de sí mismo y se 
hizo semejante a los hombres» (Fil 2, 6). En la humildad profundizamos en el 
pensamiento de Cristo. 
«Él no se aferró a sí y a su divinidad, al contrario se humilló y se hizo obediente 
hasta la muerte». La humildad es para los Padres de la Iglesia también una condición 
9 
O. F. BOLLNOW: Wesen und Wandel der Tugenden. Frankfurt, 1965, p. 131 

previa para la contemplación, para entrar en el camino espiritual. Benito ve en la 
práctica de la humildad una vía para llegar al amor perfecto y a la unión, en la 
contemplación. Este amor perfecto (caritas) va marcado por el amor a Cristo (amore 
Christi = el apasionado amor a Cristo, la íntima y personal relación con él) y por el 
gusto de las virtudes (delectatione virtutum), sin que deba entenderse la virtud en 
sentido moral sino como una fuerza dada por Dios al hombre. La humildad lleva por 
tanto al hombre a sentir gusto en su vitalidad, en su dinamismo, en su vida modelada 
según el espíritu divino. El término del camino de la humildad no es la humillación del 
hombre sino su exaltación, su trasformación por el espíritu de Dios que le impregna, y 
el gusto de la nueva calidad de su vida. 
Nunca cita Benito tantos textos de la Escritura como en el capítulo sobre la 
humildad. Con ello está aconsejando a los monjes que asimilen con humildad las 
actitudes fundamentales expresadas en la Biblia y contrasten en ella todo cuanto Dios ha 
revelado como camino hacia la vida. Comienza el capítulo sobre la humildad con estas 
palabras: «Hermanos, la Sagrada Escritura nos grita: El que se ensalza será humillado, y 
el que se humilla será enaltecido (Lc 12, 14)». Trata por tanto Benito en este capítulo 
del cumplimiento de la palabra de Jesús y de la asimilación creciente de su espíritu. No 
debemos entender la expresión «humillarse a sí mismo» en sentido moralizante como si 
tuviéramos que empequeñecernos y pensar bajamente de nosotros. La interpretación 
correcta tiene sentido psicológico, es decir, el que se identifica con ideales elevados o se 
eleva juntamente con ellos tendrá que verse confrontado inevitablemente con su propia 
pequeñez, se verá obligado a situarse ante la realidad de sus limitaciones, a su 
terrenalidad, a su humus. Se verá humillado, se caerá de bruces por elevarse demasiado. 
Los sueños con caídas nos hacer ver muchas veces hasta qué altura nos habíamos 
elevado. Un sueño en el que caigo y caigo me está exigiendo un descenso, una 
reconciliación con mi condición humana. El que se abaja, dice Jesús, será enaltecido. El 
que desciende hasta su propia realidad, al abismo de su inconsciente, a la oscuridad de 
sus sombras, hasta tocar la impotencia de sus propios esfuerzos, el que llega a ponerse 
en contacto con su humanidad y terrenalidad, se elevará y llegará hasta el verdadero 
Dios. La ascensión a Dios es el objetivo de toda espiritualidad y método espiritual. 
Desde los tiempos de Platón se expresa la primigenia aspiración de los humanos en 
conceptos y símbolos de ascensión a Dios. Lo paradójico de la espiritualidad de abajo, 
tal como la describe Benito en su capítulo sobre la humildad, consiste en que, por el 
descenso a nuestra realidad humana, ascendemos hasta Dios. 
El fariseo que pone toda la confianza en sí y en sus logros morales es humillado 
por Dios, no ha comprendido nada. El fariseo instrumentaliza a Dios para acrecentar el 
sentimiento de complacencia en la contemplación de su propia imagen. En lugar de 
servir a Dios da culto a los ídolos. Necesita confrontarse primero con su propia 
indigencia antes de capitular ante Dios. 
El publicano pone toda su confianza en Dios por que se conoce en humildad, se 
confía a la misericordia divina y queda ensalzado y justificado. Sabe bien que él ni 
puede mejorarse ni garantizar nada. Deposita toda su confianza en Dios, único capaz de 
infundirle ánimo y hacerle justo. 
Benito compara el camino de los doce grados de humildad con la escala que vio 
Jacob en sueños. Por la escala de Jacob subían y bajaban los ángeles y en ella vieron los 
Padres de la Iglesia un símbolo de la contemplación en la que el cielo se nos abre. Para 
Agustín, Jesucristo es scala nostra, nuestra escalera. Cristo bajó hasta nosotros para que 
nosotros subamos por él como por una escalera. Los dos largueros significan para los 
Padres los dos Testamentos o el doble precepto del amor a Dios y al prójimo. Para 

Benito significan el cuerpo y el alma. Con ellos ha formado Dios una escalera para subir 
hasta él bajando primero a lo más profundo de nuestra humildad. Según Benito, el 
camino hacia Dios pasa por la tensión de alma y cuerpo. No es espiritualidad pura. Es 
un camino en el que se toma tan en serio el cuerpo como el alma y en el ascenso por él a 
Dios no es lícito saltar por encima de nada, hay que subir peldaño tras peldaño. 
Jacob ve la escala por la que subían y bajaban los ángeles de Dios mientras 
dormía, es decir, en sueños (Gn 28, lOss). El sueño abre su mirada a la realidad de Dios 
presente en medio de la vida. Jacob va de huida, se encuentra en situación de depresión 
profunda, de fracaso, en la que todos sus planes han quedado rotos. En esa situación se 
le da Dios a conocer. En el sueño le dice que el lugar que pisa es santo y le garantiza su 
asistencia y acompañamiento a lo largo de todos sus caminos hasta que se hayan 
cumplido todas sus promesas. El sueño le señala la meta de un camino que tiene que 
pasar primero por la decepción en casa de Labán. Tiene sentido compensatorio. 
Mirando hacia fuera, todo es desesperación. Pero en el sueño trasforma Dios la 
situación y hace comprender a Jacob que el momento en que se encuentra agotado, al 
borde de sus fuerzas y posibilidades, es el momento de la intervención de Dios para 
hacerse él mismo cargo del asunto. Jacob, en lugar de huir delante de Dios, se vuelve 
directamente hacía él. La piedra, en su camino por el desierto, en la que podría tropezar 
se convierte en lápida de recuerdo de la fidelidad y misericordia de Dios. 
Si leemos la descripción de los doce grados de humildad de Benito a través del 
prisma de la escala de Jacob nos encontramos como en un callejón sin salida en el cual 
Dios se da necesariamente a conocer, o como en un embudo que nos abre por su salida 
necesariamente a Dios, o como ante piedras peligrosas del camino que se trasforman en 
piedras santas para formar un altar, signo de la presencia del Señor. Los doce grados de 
humildad son grados de contemplación, de maduración interior, de ascenso a Dios. El 
número doce es número de plenitud. Significa la llegada a la perfección individual lo 
mismo que podría significarla el número diez. Pero además es número de comunidad. 
Doce fueron las tribus de Israel y los apóstoles. Por los doce grados de la humildad llega 
el monje a su perfección dentro de la comunidad de sus hermanos. En esa comunidad se 
hace visible el reino de Dios. 
El análisis de los doce grados de humildad necesitaría un estudio amplio 
dedicado a cada uno como trabajo especial. Ahora nos basta simplemente constatar que 
la espiritualidad de Benito es una espiritualidad desde abajo, que ele va a Dios 
descendiendo a las profundidades del hombre. Los doce grados o peldaños describen la 
progresiva trasformación de todo el hombre: 
— la trasformación de su voluntad (peldaños 1-4); 
— de sus pensamientos y afectos (5-8); 
— del cuerpo (9-12). 
— El hombre entero y en su totalidad debe pasar por el embudo para abrirse a Dios. 
Todos los afectos, aspiraciones, energías y representaciones de la imaginación deben 
ofrecerse a Dios para que las trasforme. Trasformación quiere decir apertura de 
nuestros pensamientos y deseos ante Dios al que manifiestan siempre en sus últimas 
consecuencias. El medio curativo de nuestros pensamientos y deseos es la presencia 
de Dios. Todo cuanto pensamos o sentimos sucede en su presencia y él mira 
complaciente las raíces de donde brota. Ante Dios y en Dios reconocemos que, en 
definitiva, es él en quien pensamos y a quien deseamos porque él es el único capaz de 
colmar nuestras aspiraciones más profundas. 

En el primer grado de humildad nos remite Benito a nuestras relaciones con 
Dios. Los psicólogos diagnostican la carencia de relaciones como la enfermedad central 
de nuestro tiempo. La curación y la trasformación se dan solamente cuando 
relacionamos todo lo que nos pasa con Dios lleno de amor, que con su mirada amo rosa 
nos encamina a la verdad. La trasformación de la voluntad, de la que se habla en el 
segundo grado, no significa quebrantamiento de esa voluntad. Nuestra voluntad propia, 
nuestra terquedad se relaciona tal vez con nuestra estructura fundamental desarrollada 
desde niños como reacción a las primeras heridas. Esta estructura fundamental se 
convierte en recurso de supervivencia, es necesaria para sobrevivir. Pero reacciona 
negativamente ante otros impulsos vitales. Trasformación de la voluntad significa 
liberación de esta estrecha estructura funda mental para permitir el desarrollo de otros 
impulsos vitales. 
En el pensamiento de Benito la trasformación de la voluntad se orienta a su 
purificación por el fuego, como la de Cristo, para crecer cada vez más en la 
identificación con él hasta el perfecto cumplimiento de los ideales de perfección 
expresados en el sermón de la montaña (4.° grado). La trasformación de los afectos 
tiene lugar cuando se trata con el director espiritual de los pensamientos y afectos que 
nos mueven. En esa comunicación se ilumina nuestro pensar y sentir. La trasformación 
de los afectos no es represión ni evasión sino comunicación y análisis con un hermano 
experimentado. Si yo los comunico ya no me apartan de Dios. Lo único que hacen es 
des cubrir las más profundas aspiraciones de mi corazón (5.° grado). 
Otro método de trasformación pasa por la confrontación con la propia realidad. 
No puedo disimular mis debilidades e impotencias pero sí debo reconciliarme con mis 
apatías y vacíos presentándoselos a Dios en oración con el salmista: “Yo era un necio e 
ignorante, yo era un animal ante ti” (73, 23). Debo tener valor de mirar de frente a mi 
realidad renunciando a hacerme el interesante, a tenerme por un pequeño prodigio y a la 
inclinación de ocupar siempre el centro de las atenciones. No puedo negarme a mí 
mismo negando mi realidad. Por eso no pretende Benito en los grados 6.° y 8.° llegar a 
un buen acuerdo con mi realidad interior sino a una confrontación con ella. En el grado 
7.° me reconcilio con mis fracasos y hago este interesante descubrimiento: son los fallos 
vergonzantes y hasta las mismas faltas las que me ayudan a abrirme a Dios y a entrar 
por el buen camino. Entonces puedo confesar: «Me estuvo bien sufrir, así aprendí tus 
mandamientos» (Sal 119, 71). 
Los síntomas de la trasformación del cuerpo se advierten, según Benito, en los 
ademanes y compostura. Por el lenguaje del cuerpo se puede expresar si estamos 
abiertos a Dios o replegados sobre nosotros, si nos fiamos de nosotros o nos ponemos 
en sus manos; si nos hacemos permeables o permanecemos blindados a Dios y sólo 
aferrados a nosotros. La trasformación del cuerpo se relaciona mucho con nuestra 
manera de hablar, hasta con la propia voz (1O.° grado). La voz delata si la relación con 
Dios va bien, si ¡e somos permeables o si sólo pretendemos que se nos oiga. Se incluye 
también la risa (11.° grado). Hay risas liberadoras y alegres, risas sinceras de los que se 
sienten seguros. Hay también risas cínicas que acusan complejos de superioridad 
cuando la realidad es tratada sin respeto y cuando ya no existe ni se considera nada 
sagrado. A una actitud así opone Benito el sentido de la presencia de Dios como 
medicina liberadora. La atención a la presencia de Dios se manifiesta en la compostura 
del cuerpo, en los gestos, en ¡a moderación de los movimientos. La presencia de Dios 
debería dejarse sentir hasta en el interior del cuerpo (12.° grado). Con la trasformación 
del cuerpo y sus ademanes, de la voz y de la risa, llega a su fin el camino de la 

trasformación que obra la humildad. Con ello se demuestra que todo el hombre, alma y 
cuerpo, está impregnado del Espíritu de Dios y se ha hecho permeable a su amor. 
La meta de nuestro camino interior, tal como lo describe Benito en su capítulo 
sobre la humildad, es la plenitud del amor que expulsa todo temor. El camino de la 
pureza de corazón y de la plenitud del amor pasa por el descenso a las profundidades de 
a realidad en pensamientos y afectos, de las pasiones y energías, del cuerpo y del 
inconsciente. La espiritualidad benedictina arranca desde abajo, desde la verdad del 
hombre con sus aspiraciones, heridas y traumas, desde las adversidades de cada día y 
lleva en dirección ascensional a Dios, a la plenitud del amor. Con amor perfecto ya no 
se vive en espíritu de temor, ya no hay peligro de ser manipula dos desde fuera ni por 
las expectativas de los hombres ni por las imposiciones del superyo. Se llega a vivir en 
paz y armonía con lo más auténtico de lo que por naturaleza somos. El amor perfecto 
purifica el corazón para que vea a Dios. Benito describe el amor perfecto con tres 
expresiones: 
— Amor Christi, el amor de Cristo, y significa el amor a Cristo apasionado y tierno, la 
relación personal con él en la que el monje actual mente vive. 
— Consuetudo ipsa bona, la buena costumbre. Quiere decir que la observancia de los 
mandamientos ya no se considera como imposición desde fuera sino como exigencia 
interior del amor que hace crecer al monje identifica do con la voluntad de Dios y 
desde esa disposición interior vive y cumple lo que Dios quiere de él, lo que más se 
adapta a su verdadero ser. 
— Dilectio virtutum, el amor a las virtudes. Describe el placer interior experimentado 
ante la fortaleza que Dios comunica. La naturaleza trasformada es un reflejo de la 
imagen que Dios se ha formado de nosotros y esa trasformación es obra de la acción 
permanente del Espíritu. El Espíritu Santo nos con vierte en un escaparate del amor de 
Dios. El nos acompaña en el descenso a las profundidades de nuestra humanidad, de 
nuestra terrenalidad, para trasformarla toda desde sus cimientos y convertirla en 
exhibición suya. 
Aspectos psicológkos de la espiritualidad desde abajo 
C. G. Jung nos recuerda constantemente que el camino para una verdadera 
«hominización» pasa por las regiones inferiores del mundo interior y llega al 
inconsciente. En una ocasión llega a citar a Ef 4, 9: «Si subió, supone necesariamente 
que había bajado antes a lo profundo de la tierra». Cree que la psicología, contra la que 
tanto despotrican muchos cristianos, tiene exactamente los mismos objetivos que el 
texto aludido. Se pinta la psicología con colores tan intensamente negros porque, en 
consenso total con la afirmación del símbolo cristiano, enseña que nadie puede subir si 
no ha bajado antes (t. 18, I 733). Jung admite el hecho de que Cristo fue ejecutado entre 
dos malhechores por ser un renovador. Nosotros no podemos asimilar la novedad de su 
mensaje si no estamos dispuestos a ser contados alguna vez, como él, entre los 
malhechores, si no nos reconciliamos con los malhechores existentes en nuestro interior. 
El camino a Dios va, según Jung, por el descenso a las oscuridades del sujeto, al 
inconsciente, al reino de as sombras en el Hades. Desde allí puede emerger nuevamente 
el yo ampliamente enriquecido, de la misma manera que Rosamaría en la fábula de La 

señora Holle. Rosamaría se cae a un pozo y al bucear en el fondo encuentra allí unos 
tesoros que recoge y sube a la superficie. Para Jung se trata de una ley de vida: no 
podemos encontrarnos con nuestro yo y con Dios si no tenemos la osadía de bajar a la 
región sombría de nuestras faltas y a las oscuridades del inconsciente. 
Jung habla de la ampulosidad de los orgullosos hinchados de elevados ideales e 
identificados con modelos arquetípicos, por ejemplo con el modelo de un mártir, de un 
profeta o de un santo. La identificación con ese modelo arquetípico hace ciegos a la 
propia realidad. Humildad es para Jung el valor de mirar de frente a las propias 
sombras. El autoconocimiento exige amargas prácticas de humildad. Sin humildad se 
eliminan de la propia imagen los defectos y aspectos sombríos, pero sólo el 
reconocimiento de las debilidades propias puede proteger contra los mecanismos 
excluso nos de los que nos servimos para disimular nuestras sombras. Se necesita una 
gran dosis de humildad, según Jung, en relación con el inconsciente. El que pretende 
desentenderse del inconsciente queda ridículamente hinchado. El orgulloso identificado 
con símbolos arquetípicos, tiene como único medio de curación que el modelo le caiga 
en las narices, o sufrir un descalabro moral o sucumbir al pecado. 
La humildad es para Jung condición previa para desarrollar sentimientos de 
confianza y aceptación en los otros. El orgullo, por el contrario, actúa como aislante, 
nos desconecta de la comunicación humana y del contacto con los hombres: 
Parecen pecados contra la naturaleza tanto encubrir los defectos como vivir 
exclusivamente en un complejo de inferioridad. Parece existir algo así como una conciencia de 
humanidad, un saberse humano, que sanciona en sus sentimientos al que no renuncia alguna vez 
y en algún lugar al orgullo-virtud de la autoafirmación y del autoafianzamiento del propio yo y 
se niega a aceptar su condición humana defectuosa. Sin esta confesión de humildad queda el 
sujeto aislado, separado por un muro insuperable del sentimiento vivo de ser humano entre los 
humanos (Jung, t. 16, 63). 
Sólo me es posible vivir en comunidad con los demás humanos cuando estoy 
dispuesto a aso ciarme a ellos aceptándome como soy, con mis debilidades y 
limitaciones. Mientras persista en el intento de encubrir mis puntos débiles, mis 
sombras, lo negativo, jamás podré establecer con los otros más que contactos 
superficiales. El corazón quedará intacto. Por eso piensa Jung que la humildad es una 
condición previa e indispensable para las relaciones comunitarias humanas. A uno que 
le solícita una entrevista inaplazable escribe: 
Si usted se siente aislado se debe a que usted mismo se aísla. Tenga un poco de 
humildad y sencillez y verá cómo nunca tendrá que lamentar su soledad. No hay cosa que más 
nos aísle y distancie de los demás que presentarnos ante ellos con ostentación de poder y 
prestigio. Intente usted inclinarse un poco, aprender un poco de sencillez y nunca estará solo. 
(Jung, Cartas III, 93). 
Medard Boss, también psicólogo suizo, es de esta misma opinión: el camino 
ascensional a Dios se inicia con el descenso a las profundidades de uno mismo: 
Mi experiencia personal, apoyada por la de Otros psicoterapeutas, me demuestra que 
nuestros pacientes con deseos de legar a tener experiencias de Dios, necesitan primero 
experiencias sensoriales, corporalmente sensoriales. De hecho, compruebo en muchos de mis 
clientes enfermos y en alumnos que analizan conmigo sus métodos de aprendizaje, que si 
aceptan ensayar nuevos métodos en el ámbito de lo sensorial, de lo natural o de lo animal, y esto 
de manera concreta hasta llegar incluso hasta lo sucio y fangoso, tienen de súbito experiencias de 
algo totalmente nuevo y diferente. Es el antimundo del espíritu, el rever so de lo religioso, que se 
les abre espontánea mente sin ninguna intervención mía. Si se les pro pusiera lo espiritual, lo 

19 
celestial, lo religioso antes de establecer estos contactos nuevos con lo creatural y material, la 
resultante sería una especie de religiosidad artificial, etérea, sin contactos con el suelo10 
Y cuenta Boss casos de enfermos católicos terriblemente angustiados por 
representaciones fantásticas tenidas en sueños, angustia debida únicamente al hecho de 
una educación que metió la sexualidad entre paréntesis. El camino de la madurez lleva 
derecho a la autenticidad del yo y a Dios siempre que se esté en disposición de 
descender a los fondos de la sexualidad. 
Cuando vienen a mí católicos para someterse a un tratamiento advierto lo siguiente: 
cuando surgen en ellos representaciones del campo de lo sensorial, impuro, anal, sexual, lo 
mismo si esto sucede en el sueño que en representaciones imaginarias durante la vigilia, por el 
recuerdo o por imágenes, etc. experimentan sensaciones de angustia, se sienten culpables y me 
crean a mí y se crean a si mismos graves conflictos de conciencia. Si no tolero estas situaciones 
en mis pacientes sé bien que ni pueden resolver el problema por sí mismos ni llegar a la 
aceptación de su condición de seres humanos en su totalidad, incluidos los instintos naturales. 
No llegan por tanto a una auténtica humanización de esta esfera11 
Roberto Assagioli, fundador de la psicosíntesis, habla del esquema ascenso-
descenso como camino característico de la autorrealización humana. Cree poder 
descubrir ya este esquema magistral mente desarrollado en la Divina Comedia de 
Dante12. El significado simbólico central de la Divina Comedia es un maravilloso 
cuadro de una psicosíntesis completa. La primera parte, peregrinación por el infierno, es 
una exploración psicoanalítica del inconsciente profundo. La segunda, subida a la 
montaña del purgatorio, es una descripción del proceso de purificación moral y del 
paulatino ascenso al plano consciente mediante la aplicación de técnicas activas. La 
tercera parte, visita al paraíso o cielo, pinta de manera incomparable los diferentes 
estadios de la autorrealización super consciente hasta llegar a la visión conclusiva del 
espíritu universal, Dios mismo, en el que se funden la voluntad y el amor. 
El recorrido hasta Dios pasa por el descenso al infierno. Allí se encuentra 
frecuentemente el hombre con terroríficos aspectos de su inconsciente, con imágenes 
que pueden estar relacionadas con la figura de los padres. Assagioli invita a sus 
pacientes a seguir todos los pasos de la Divina Comedia con descenso al infierno y 
subida luego, por el purgatorio, hasta el paraíso. Según él, en este ejercicio puede 
realizarse la trasformación. 
El psicoanalista Alberto Górres da a las palabras de Tertuliano caro cardo 
salutís, la carne es quicio de la salvación, la siguiente interpretación: la carne nos está 
empujando constantemente a la aceptación en humildad de nuestra condición humana. 
La espiritualidad de abajo toma muy en serio la terrenalidad del hombre. No somos 
ángeles sino hombres, seres humanos nacidos de la carne; el mismo Jesucristo se hizo 
carne. Es exactamente la carne, puerta de entrada y salida de nuestros afectos y 
pasiones, la que se convierte en quicio de salvación. Sin ese quicio no es posible el giro 
de la conversión. El impaciente, el iracundo, el insatisfecho o ambicioso recibe en esos 
afectos como un recibo, una escala de valores donde pueden leer, como los enfermos la 
fiebre en el termómetro, hasta dónde llega su insuficiencia, su ingratitud, sus falsas 
10 
Cfr. W. BITTER: Meditation in Religion und Psychotherapie. Stuttgart, 1958, p. 189. 
11 
Ibidern. 
12 
R. ASSAGIOLI : Psychosynthese. AdIiswi, 1988, p. 238 sig. 

aspiraciones. Estos afectos son por una parte incurables pero por otra son medicinales 
porque en cada aparición ofrecen la oportunidad de una purificación y cambio de 
sentido en la marcha de la vida.13 
El cuerpo obliga a muchos a comprender que son unos pobres tipos y no los 
grandes personajes que se imaginan, protege contra la tentación de endiosamiento con 
pretensiones de ocupar el lugar de Dios. Nuestra total dependencia de los otros, que no 
tienen por qué estar a nuestra libre disposición, y nuestra radical carencia de autarquía 
nos protegen contra el regusto de creernos semejantes a Dios, contra el engañoso 
orgullo del endiosamiento que derribó en un instante a los ángeles pero en el que viven 
largos años algunos hombres: dictadores, fakires, profesores. Hambre y sed, 
aspiraciones y deseos insatisfechos nos dan en cada momento la prueba palmaria de no 
ser dioses. Por fortuna, la debilidad humana hace que también sus maldades sean 
débiles. La miseria corporal robustece nuestros deseos del cielo. 
La espiritualidad desde arriba pretende a veces llegar a Dios prescindiendo del 
cuerpo. Considera humillante ver al espíritu sometido y dependiente del cuerpo en 
trivialidades como pueden ser la sumisión a la materia y a la necesidad de trasformarla. 
Su ideal sería poder ser como los ángeles para elevarse por encima de toda materia. Pero 
la verdad es que nuestro itinerario hacia Dios pasa por la realidad de la carne: caro 
cardo salutis. 
El conde Dürckheim, deudor consciente de la psicología de Jung, habla del 
camino de la madura ción humana como de un camino de crecientes experiencias del 
sujeto sobre sí mismo. Ese camino pasa, según Dürckheim, por la audacia de arriesgarse 
a bajar a las regiones sombrías, solitarias y tristes en el fondo de uno mismo. El objetivo 
de este camino de la maduración consiste en hacer aparecer la imagen de Dios presente 
en primer plano y en lograr que el hombre se ponga en contacto con lo más auténtico de 
sí mismo. Es un camino de trasformación interior en el que la imagen interior del 
hombre va cobrando progresivo relieve. Dürckheim piensa que es en ciertas horas-
límite, horas de vacío humano casi absoluto, cuando el hombre puede hacer las más 
ricas y positivas experiencias de sí mismo. 
Hay horas en las que tocamos el borde de nuestros recursos, el límite de nuestras 
fuerzas, de nuestras posibilidades y de la sabiduría humana. Son momentos de fracaso. 
Pero luego reaccionamos, nos rehacemos y somos capaces de adaptarnos a la nueva 
situación. En el momento del abandono y muerte del viejo yo y de su viejo mundo, es 
cuando uno se percata de la aparición de una nueva realidad. Algunos han tenido esas 
experiencias al sentir cercana la muerte, en negras noches de ciegos bombardeos, en una 
enfermedad grave o ante una amenaza mortal de cualquier naturaleza que sea. Allí 
vieron cómo en el momento en que la angustia llegaba a su máximo de intensidad y las 
defensas interiores se derrumbaban, cuando ellos estaban ya rendidos y resignados a 
aceptar la nueva situación, nació de repente la calma, desapareció todo temor sin saber 
cómo y en la conciencia se hizo clara como la luz la existencia de algo vivo 
inalcanzable por las fuerzas destructoras de la muerte. Alguien reflexionó en esos 
momentos de esta manera: si logro salir de aquí, ya sé de una vez para siempre de dónde 
13 A. GORRES: Del Leib und das Heil: Caro cardo salutis en K. RAHNER: Der Leib und das Heil. Mainz. 1967. p. 
21 Ss. 

viene mi vida y en qué debo emplearla. El hombre no sabe lo que es, pero puede 
experimentar súbita mente en sí una fuerza nueva14. 
Parecidas experiencias puede hacer el hombre ante tantas situaciones absurdas 
en que vivimos: ante situaciones desesperadas, ante a injusticia irremediable. 
Algunos han hecho la experiencia de que en el momento en que se rendían, se 
entregaban y aceptaban lo inaceptable, se veían de repente iluminados por la comprensión de la 
vida en su significación más pro funda. El hombre se siente de golpe ante un nuevo orden 
incomprensible. La evidencia le invade. (Ib 20). 
Incluso cuando alguien busca su soledad y soporta la tristeza que le embarga, 
puede sentirse de repente sostenido, seguro y rodeado de amor sin que pueda decir a 
quién ama o de quién es amado. Se encuentra sencillamente rodeado de claridad, lleno 
de amor, testigo viviente de un Ser que supera y trasciende sus anteriores 
interpretaciones de la existencia (lb 21). Para Dürckheim el camino hacia Dios pasa 
frecuentemente por la experiencia de la propia limitación y miseria, de las amenazas por 
parte de fuerzas extrañas, de la desesperación, de la injusticia, de la soledad y la tristeza. 
Al atreverse el hombre a sumergirse en las profundidades oscuras de sí mismo se 
trasforman sus sentimientos y en el espacio negro de la necesidad aparece la luz de Dios 
como fuerza que sostiene, libera y ama. 
La espiritualidad desde abajo en las fábulas 
La fábula de tres idiomas es un bonito ejemplo para ilustrar la espiritualidad 
desde abajo. Su héroe, un muchacho ingenuo, es enviado por su padre a rodar por el 
mundo para que aprenda algo. Una tras otra regresa tres veces el héroe a casa de su 
padre y cuando éste le pregunta qué ha aprendido, responde la primera vez: he 
aprendido a entender qué dicen los perros cuando ladran. La segunda vez responde: he 
aprendido a entender qué se dicen los pajaritos cuando cantan. Y la tercera vez dice: he 
aprendido a entender qué dicen las ranas cuando croan. Ante estas respuestas, el padre 
se siente pro fundamente contrariado. Es un hombre que encarna perfectamente los 
puntos de vista de la racionalidad pura, incapacitado para entender los matices del arte. 
Y despide a su hijo15. El héroe sale de su casa sin rumbo fijo y llega a un castillo donde 
se le ocurre pernoctar. Pero al dueño no le quedan habitaciones libres, sólo tiene 
disponible la torre del castillo y en ella hay unos perros tan feroces que ya han devorado 
a más de un incauto. El héroe no se arredra. Recoge algo para cenar y entra sin temor en 
la torre. Los perros comienzan a ladrar furiosos pero él se pone a dialogar serena, 
amistosamente con ellos. Nace la calma y los perros le confían enseguida su secreto: 
ladran con tanta furia porque guardan un tesoro que hay allí escondido. Le guían por el 
camino del tesoro, le muestran el lugar y hasta le ayudan a desenterrarlo. 
El camino hacia mi tesoro pasa también por el diálogo con los perros furiosos, es 
decir, el diálogo con mis pasiones, mis problemas, miedos y heridas, con todo lo que 
ladra dentro de mí y amenaza con tragarse mis energías. 
14 K. G. DÜRCKHEIM: Überweltliches Leben in der Welt. Der Sinn der Mündigkeif. Weilheim. 1968. 
15 W. LAIBLIN: Symbolik der Wandlung in Märchen, en Die Wandlung des Measchen in Seelsorge und 
Psychorherapie. Göttingen, 1956. p. 295. 

Una espiritualidad desde arriba empezaría por encerrar los perros en la torre y se 
haría construir al lado un bonito chalet de ideas. Pero siempre habría que vivir allí 
preocupados ante la posibilidad de que un día los perros pudieran escaparse y devorar al 
primero que se encontraran por delante. Habría que vivir además en angustia 
permanente ante la posibilidad de emboscadas de las diversas concupiscencias, ante las 
tentaciones, constante espiritual en la vida de las personas piadosas. Y sobre todo, 
quedaría uno aislado de la vida. Todo lo que se reprime o se aparca queda restado de la 
vitalidad. Los furiosos perros ladradores están plenos de vitalidad. Si los encerramos 
quedamos privados de su energía, necesaria para llegar a Dios y al encuentro con nos 
otros mismos. La torre es un símbolo de maduración humana; la torre hunde sus 
cimientos en la tierra y se eleva al cielo. Es redonda, símbolo de totalidad. Si por un 
elevado idealismo encerramos y atamos los perros ladradores, nos condenamos a vivir 
en tensión permanente por miedo a que un día se suelten y salgan. Muchas veces 
huimos de nosotros mismos, nos da pánico mirarnos al interior por miedo de ver allí un 
peligroso perro. Pero cuanto más encadenemos los perros tanto más furiosos se vuelven. 
Se trata, por tanto, de armarse de valor y penetrar en la torre y allí, en paz, dialogar 
confiadamente con ellos. Pronto nos descubrirán el secreto del tesoro que guardan. Ese 
tesoro puede ser un nuevo impulso de vida, un nuevo estilo de autenticidad personal, la 
nueva manera de ser yo mismo hasta completar la imagen que Dios se ha formado de 
mí. 
Otra fábula que arroja luz sobre la espiritualidad de abajo es la conocida como 
Fábula de la señora Holle. La Blancanieves en esta fábula es Rosamaría, una niña 
pobre, maltratada sin pie dad por su madrastra. La desgraciada muchacha es obligada a 
sentarse a diario junto a una fuente en medio de la calle mayor y allí hilar sin des canso 
hasta sacar sangre de los dedos. Al intentar un día lavar en la fuente la bobina 
ensangrentada se le cae al agua. En su desesperación salta ella misma al pozo y allí se 
encuentra con el mundo maternal de la señora Holle. Por una vez tiene, al fin, la 
experiencia de una vida en plenitud. Laiblin interpreta esta fábula desde el punto de 
vista de la psicología profunda y cree ver en ella la confirmación de un proverbio chino: 
El que es atormentado arriba se siente más seguro abajo. 
Si alguna vez en nuestra vida nos encontramos en un callejón sin salida, la 
solución puede estar en desprenderse de todo y ponerse en manos de Dios. Si nuestros 
esfuerzos han chocado en vano con un tope insuperable o si, a pesar de nuestra buena 
voluntad, nos vamos metiendo cada vez más en una situación peor, la mejor solución no 
sería resignarse y aguantar así. El salto al fondo del pozo es, en la fábula, el medio de 
trasladarse a otra situación y lugar donde existen posibilidades de contacto con otras 
realidades, de conocer el mundo de las almas donde se nos obsequia con el ramo con 
flores de oro, que es nuestra dignidad divina. Es también el reino de Dios en su aspecto 
maternal. 
La señora Holle representa en la fábula a la divinidad germana Hulda, símbolo 
de un dios maternal, en cuyas manos caemos cuando sal tamos al pozo. Para 
Drewermann en Fran Holle, la madrastra cruel de Rosamaría es simplemente el mundo, 
mientras que la señora Holle representa el interior mundo de Dios en el que entramos 
cuando nos decidimos a dar el salto a las profundidades de nuestro yo. En el fondo del 
pozo descubre Rosamaría el aspecto interior de la realidad, tiene allí vivencias del 
mundo considerado como una pradera sembrada de flores de oro, conoce que todas las 
cosas son en sí mismas buenas y para ella un regalo enriquecedor. Son precisamente las 
situaciones-límite las que mejor pueden facilitarnos la oportunidad de penetrar 

profundamente en los misterios del mundo y del alma, de descubrir nuevos horizontes, 
la riqueza interior, y trasformarse con ella. 
El símbolo del pozo se encuentra también en un cuento de Hubertus Halbfas, 
interpretado como un importante camino hacia Dios. Un joven desea llevar a sus dos 
hermanos junto a un pozo: “Deseo llevaros a un sitio donde debéis llegar al 
descubrimiento de la verdad sobre vuestra vida. Cuando llegan al pozo dice al mayor de 
sus hermanos: Voy a atarte y descolgarte al pozo. ¡Fíjate bien qué hay allí! Pero al 
hermano mayor le da miedo bajar al pozo colgado de una cuerda. Lo mismo dice el 
segundo. Sólo el más joven se decide a que le descuelguen pozo abajo16”. Tiene valor 
para llegar hasta el fondo pasando por las oscuridades laterales. 
Una vez invité a los participantes en un cursillo a que se imaginaran cómo 
podrían ser descolgados con una soga por un amigo o amiga hasta el fondo del pozo y 
qué cosas pensaban que podrían encontrarse allí. Para muchos, lo más impresionante era 
el riesgo. Luego debían imaginarse qué tipo de experiencias podrían vivir abajo, en el 
fondo. Unos encontraban allí una fuente cristalina en la que se refrescaban. Otros 
descubrían un paisaje bellísimo o encontraban perlas exóticas... El camino hacia una 
nueva calidad de vida pasa por el descenso a las profundidades del propio yo. 
En la fábula de La llave de oro citada por Laiblin se cuenta un extraño hallazgo. 
Mientras un joven pobre limpia de nieve el suelo para dejar libre un espacio donde 
encender una hoguera, toca de repente con la pala una llave de oro. Sigue quitando 
nieve y descubre un cofrecito de hierro. La llave se adapta bien al cofre. La introduce, la 
hace girar y esperamos ansiosos a que levante la tapa para ver las maravillas encerradas 
dentro. También aquí hay un tesoro en el fondo. Previamente se da un problema que el 
muchacho intenta solucionar con los medios naturales conocidos y a su disposición. La 
fábula quiere decir que al fin de nuestros fatigosos rodeos (Plutarco), de nuestros 
agobiantes esfuerzos subjetivos en la oscuridad del error, en la angustia de la necesidad, 
en la renuncia, nos espera un experto guía oculto que nos lleva al descubrimiento de un 
nuevo tesoro: la solución del problema se presenta de manera inesperada. Laiblin llama 
a este tipo de fábulas “cuentos de dos mundos”. Una situación conflictiva y sin salida a 
la vista, una fatal incapacitación, un estancamiento en la vida, llevan al héroe a abrirse 
camino hacia otro mundo para encontrar en él una nueva, desconocida o perdida energía 
vital, una fuente de nueva vida. En lo más profundo hay un tesoro que el héroe puede 
llevarse a su mundo, puede servirle de ayuda en el camino y puede traerle la solución 
final. 
Todas las fábulas bajo el título de “cuentos de dos mundos” señalan el camino 
de una espiritualidad desde abajo. Hay que descender siempre al fondo para descubrir 
allí una nueva fuente de energía, para renovar la vida gastada y refrescar la vida reseca. 
La fuerza trasformadora no se encuentra en la superficie en que vivimos sino en las 
profundidades. El camino hasta esas profundidades pasa por la confianza y decisión, por 
el desprendimiento y receptividad. Yo no puedo seguir ese camino por decisión propia 
sino únicamente si soy llamado. Sólo el que escucha la llamada de la vida y la obedece 
puede encontrar la fuente de la vida en lo profundo. El que avanza en inmadurez, es 
decir, en caprichos egoístas, en curiosidades o intereses, será despreciado y sancionado 
por ¡os que se encuentran ya al otro lado, como en el caso de la fábula. Muchas veces es 
16 H. HALBFAS: Der Sprung in den Brunnen. Düsserldorf. 1981. 

un fracaso o ¡a misma desesperación la que me obliga a seguir el camino hacia abajo 
para descubrir allí la fuente de la vida. 
Desarrollo de una espiritualidad desde abajo 
La espiritualidad desde abajo, quiere afirmar que en todos nuestros movimientos 
afectivos, en nuestras enfermedades, heridas, traumas, en todo cuanto hacemos y 
buscamos, en nuestras decepciones cuando comprobamos que las posibilidades 
humanas tienen un tope, lo que estamos haciendo es buscar a Dios. Nos podría servir 
muy bien de guía y símbolo la fábula de los tres idiomas como paradigma de la 
espiritualidad desde abajo. Podríamos vivir según la moraleja que de ella se desprende 
empezando por establecer un diálogo con todas nuestras inclinaciones natura les, con 
nuestras enfermedades, heridas y traumas. En ese diálogo podríamos preguntar y 
discutir qué pretende Dios decirnos a través de cada una de esas situaciones anímicas y 
de qué manera quiere utilizarlas como guías para llevarnos a descubrir el tesoro 
enterrado en el fondo de la torre de nuestra existencia. Porque es cierto que jamás 
podremos descubrir ese tesoro sin descender al fondo de nuestra realidad. Hay quienes 
sobrevuelan la torre, intentan descubrir el tesoro allá arriba en a superficie pero caen 
precipitada mente sin haberlo encontrado. Otros buscan afanosamente ideales fuera de sí 
y nunca logran establecer contacto con la verdad de sí mismos. Explotan estos ideales 
para satisfacer sus ambiciones. A veces logran grandes resultados innegables en el 
exterior de sí, pero no llegan al descubrimiento de su verdadero yo, su propio interior 
sigue siendo misterio, viven de hecho al margen de su propia realidad y de la vocación a 
la que Dios les ha llamado. Deberíamos empezar por dejarnos orientar por los ladridos 
de los perros de la torre, seguirlos hasta el fondo y allí dejar que ellos mismos nos 
señalen el lugar exacto en que está enterrado el tesoro. Los salvajes perros, lejos de 
hacernos daño, dejarán de ladrar y ellos mismos nos ayudarán a desenterrarlo. Si 
preferimos el simbolismo de la fábula de la señora Holle entonces, en el momento de la 
desesperanza, nos lanzaremos decididamente al fondo del pozo puesta ¡a única 
confianza en Dios. Del fondo hará él surgir nuevas perspectivas y aparecer nuevas 
posibilidades. 
El camino hacia el tesoro, es decir, al auténtico yo, es un aspecto de la 
espiritualidad desde abajo. Otro aspecto es la experiencia de la propia impotencia en las 
profundidades del yo, que se convierte, por fortuna, en punto de apoyo para dar el salto 
hacia arriba de la gracia. Es en la profundidad de mí mismo donde puedo ser curado. La 
experiencia de mi nada me lanza a la totalidad de Dios. En el momento mismo en que 
capitulo ante Dios es cuando veo claro que no puedo yo solo liberarme de mi embota 
miento ni hacerme mejor, y es allí donde puedo hacer una nueva importantísima 
experiencia de Dios, único capaz de hacer todo lo que no puedo hacer yo. Allí empiezo 
a vislumbrar quién es de ver dad Dios y en qué consiste su gracia. 
En el proceso de acompañamiento espiritual se reciben muchas veces 
confidencias de personas altamente decepcionadas y tristes, atormentadas por complejos 
de insuficiencia o frustración por el hecho de no haber sido capaces de llenar las 
exigencias del programa espiritual que una vez se propusieron con grandes dosis de 
ilusión y buena voluntad. Pero han comprobado una vez tras otra sus fallos a pesar de 

sus buenos propósitos. En lugar de animarles a renovar esfuerzos para eliminar los 
fallos y no recaer en tas mismas faltas, intentemos hacerles caer en la, cuenta de que se 
trata en este hecho de una fundamental y decisiva experiencia espiritual. No poseemos 
en nosotros garantías de nada. No podemos lograr siempre lo que estaría en el fondo de 
nuestros deseos. Pero exactamente, en ese punto en que comprobamos que ya no 
podemos más, en el momento en que se desvanecen en irrealidad todos nuestros sueños 
de perfección que creíamos al alcance de nuestro esfuerzo y que siguiendo los criterios 
humanos habría que darlo todo por perdido, es ahí precisamente donde está el punto 
sensible en el que Dios puede tocarnos para hacernos sentir que todo es obra de su 
gracia. En la experiencia de las propias limitaciones e impotencias se hace más clara la 
vivencia, según Karl Rahner, de la acción del Espíritu. Rahner describe la experiencia 
de la acción del Espíritu Santo en situaciones límite, en horas de capitulación ante Dios: 
¿Hemos intentado alguna vez amar a Dios cuando no nos empuja a ello ningún viento 
favorable de entusiasmo, cuando no es posible confundir a Dios ni con nosotros ni con los 
impulsos de la vida, cuan do se piensa que ese amor significaría la muerte, donde tiene 
apariencias de muerte y de negación absoluta, allí donde nos parece estar gritando en un desierto 
en el que nadie oye, o cuando amar parece tan escalofriante aventura como la de dar un salto a 
un vacío en el que todo parece incomprensible y aparentemente absurdo? Cuando desaparece lo 
disponible, lo preciso, lo disfrutable, cuando sobre todas las cosas caen silencios de muerte o hay 
sabor de muerte y todo reviste tonalidades de ocaso o parece fundirse en una indefinible beatitud 
de blancura, entonces está operante en nosotros no sólo el espíritu sino el mismo Espíritu Santo. 
Es la hora de su gracia. Entonces experimentamos el aparente e inquietante vacío de la existencia 
y el abismo de Dios que se nos comunica sin caminos, y es saboreado como una nada porque es 
la infinitud17. 
La condición para experimentar la gracia de Dios es siempre el reconocimiento 
de la propia nada, del fracaso de todo voluntarismo en el trata miento de las 
enfermedades del espíritu. Cuando el alcohólico ha llegado a confesar que está des 
trozado y ya no tiene voluntad frente al alcohol, es cuando puede empezar a sentirse 
fuerte confiando en Dios. Sobre las ruinas de sus vanos esfuerzos nace vigorosa una 
nueva relación con Dios como medicina eficaz. Hermann Hesse experimentó en su 
propia carne estas contradicciones de los esfuerzos humanos. En una de sus cartas 
escribe que el camino de la lucha por el bien termina inevitablemente en desesperación 
y fracaso, es decir, termina en la comprensión de que no existe realización pura de las 
virtudes, ni obediencia perfecta, ni un servicio cumplido, que la justicia es un ideal 
inasequible y la bondad un bello deseo irrealizable. Este pesimismo lleva o al 
hundimiento espiritual o a instalarse en un tercer del espíritu, es decir, en una atmósfera 
y vida nueva más allá de la ley y la moral, en un anticipo de gracia y salvación, en un 
nuevo género de suprema irresponsabilidad, dicho en una palabra, a la fe18. Sólo cuando 
se ha llegado a la conclusión de la imposibilidad de vivir por una parte una vida según 
la voluntad de Dios y por otra, a la convicción de no ser posible trasformar nuestras 
deficiencias con el propio esfuerzo, se está en disposición de comprender el alcance del 
abandono total y confiado en las manos de Dios. Se trata por tanto en la espiritualidad 
desde abajo de un proceso de maduración humana y del descubrimiento del tesoro 
mediante un análisis de los pensamientos y deseos, de las heridas y enfermedades en la 
lucha por la vida; y se trata también de hacer una nueva experiencia de fe en el lugar y 
momento en que se ha comprobado que las posibilidades humanas han tocado techo y 
no llegan a más. A partir de esa constatación se trata de establecer un nuevo género de 
relación con Dios y sentirse completa mente a solas con él. 
17 K. RAHNER: Escritos de teología. t. II, p. 106-108. 
18 H. HESSE: Obras completas. Aguilar: Madrid. I p. 389. 

Diálogo con los pensamientos y sentimientos. 
Los principios de la espiritualidad desde abajo ponen al sujeto a la escucha de 
Dios, atento a su voz que se hace sentir y habla por nuestros pensamientos, 
sentimientos, inquietudes y deseos. Dios nos habla a través de todo. Sólo prestando 
mucha atención a los matices de su voz podremos descubrir la imagen que él se ha 
formado de cada uno de nosotros. No es lícito minusvalorar las emociones o pasiones 
porque todo está lleno de sentido. Lo importante es lograr captar y descifrar el mensaje 
que Dios nos manda por medio de ellas. Hay quienes se consideran culpables de 
sentimientos que podríamos llamar negativos como pueden ser la cólera, la 
irascibilidad, la envidia, la apatía. Y procuran «con la gracia de Dios» dominar esas 
pasiones y desentenderse de ellas. La espiritualidad desde abajo las contempla desde 
otra perspectiva, no intenta reprimirlas sino reconciliarse con ellas. Todas, en efecto, 
pueden contri buir a ayudarnos en el camino hacia Dios. La única condición 
indispensable es meterse en medio de ellas, dialogar y preguntar qué mensaje traen y 
quieren trasmitimos de parte de Dios. 
Naturalmente, la espiritualidad desde arriba considera un gran triunfo si ha 
logrado dominar las y someterlas. El ideal de la serenidad interior, del amor al prójimo, 
la afabilidad y otros objetivos de la espiritualidad, están exigiendo de mí un dominio lo 
más absoluto posible de la irascibilidad y mal humor. Pero por la ira, por ejemplo, 
puede estar Dios dándome gritos y llamando mi atención sobre el tesoro que hay 
enterrado dentro de mí. Si yo logro penetrar en mi interior y dialogar allí con mi ira, 
quizá pueda oír cómo ella me hace caer en la cuenta de que estoy viviendo una vida 
falsa, que vivo contra lo que soy y no dejo aparecer al exterior la imagen que Dios se ha 
formado de mí. La ira me acusa con frecuencia de haber dado excesivos poderes a otros. 
He vivido siempre procurando llenar las expectativas de otros sobre mí sin prestar 
apenas atención a las exigencias y necesidades de mi propia vida. No he vivido yo; he 
vivido al dictado de otros que han penetrado dentro de mi territorio causándome 
inmenso daño. En lugar de reprimir la cólera sería mucho más positivo dialogar con ella 
para descubrir en mí el tesoro de mi propia imagen. 
En sí misma, la cólera es una energía que me permite guardar una cierta y 
positiva distancia respecto de quienes me han hecho mal. Sólo así puedo perdonarlos y 
liberarme de su influjo negativo sobre mí. Esto se ve muy claro en el caso de mujeres de 
las que han abusado sexualmente en su infancia. Es muy importante que reflexionen 
sobre los sentimientos de indignación para tomar las correspondientes distancias 
respecto de los que las utilizaron. Es condición también para cicatrizar las heridas. Hay 
sin embargo quizá una clase de ira o indignación que me domina y con la que ya no 
logro establecer diálogo. No logro por más que lo intente adivinar su razón de ser, no 
puedo entender en ella el lenguaje de os perros. Eso quiere decir que tengo que cambiar 
de método porque de lo que aquí se trata es de la fuente y lo que tengo que hacer es 
lanzarme al fondo, como Rosamaría en el caso de la fábula cuando ya todo había 
perdido para ella su sentido. Quizá llegue a descubrir en el fondo de mi una pradera de 
flores que trasforma todo mi interior y mi entorno. Tal ven encuentre en el fondo de mi 
ira una nueva fuente de energía que se trasforma ella misma en gusto por la vida. Y 
cuando llego a sentirme impotente, completamente nada, quizá pueda actuar la ira como 
elemento equilibrante que me saque de esa depresión, me ayude a superar la fatiga y a 
ponerme en manos de Dios. La ira habría desempeñado el importante papel de 
ayudarme a mejorar mis relaciones con Dios. 
Estamos tratando siempre de tres caminos o métodos en que se expresa la 
espiritualidad desde abajo. En primer lugar está el diálogo con los pensamientos y 

sentimientos. En segundo, el descenso hasta el fondo de las emociones y sentimientos 
aguantando allí hasta verlos trasformados en faros luminosos que me hagan ver a Dios. 
En tercer lugar, la capitulación ante Dios, la confesión de la propia nada y 
consiguientemente la necesidad de ponerme en las manos de Dios o, utilizando la 
imagen de la fábula, la necesidad de saltar al fon do de la fuente. 
Hay quienes piensan que la irascibilidad es cualidad del carácter y por lo tanto 
imposible de cambiar. Pero si empiezo a dialogar con mi irascibilidad pronto me dará a 
entender que no es más que un grito por la vida. Y remite con frecuencia a situaciones 
de infancia en las que uno no se sintió valorado, no fue tomado en serio en su manera 
individual de ser y sentir. Y era entonces probable mente vital desplegar mecanismos de 
autodefensa contra esas faltas de consideración y reaccionar de manera irascible, con 
pataleos, para evitar mayo res indiferencias ante los propios sentimientos. La 
irascibilidad era un importante medio de supervivencia. Pero ahora ha dejado de ser una 
buena estrategia. Al contrario, muchos sufren a causa de su irascibilidad porque 
complica su vida y la de su entorno. Un diálogo con la irascibilidad podría muy bien 
poner al sujeto en contacto con un deseo oculto exteriorizado en ella: el deseo de un 
derecho a los propios sentimientos. Es cierto que hay personas a las que de nada sirve el 
diálogo con su irascibilidad. Lo único que les queda es tratar humildemente de 
reconciliarse con sus desórdenes incontrolados y por la irascibilidad llegar a la 
confesión de su impotencia y aceptar que lo único posible que queda es ponerse 
confiadamente en manos de Dios tal como uno es. 
Mucha gente padece algún tipo de angustia. La reacción más frecuente es 
intentar controlarla mediante una adecuada terapia o pedir incansablemente a Dios que 
les libere de ella. En ambas hipótesis permanece el individuo fijo en su angustia de la 
que desea verse libre. Pero entonces ya no puede interpretar su mensaje. Sin angustia 
nos veríamos todos un poco privados del sentido de moderación y estaríamos 
constantemente desbordados. Si una angustia tiene tonos de exceso nos está 
frecuentemente señalando un falso posicionamiento en un determinado estilo de vida. 
No pocas veces la causa de la angustia reside en una actitud de perfeccionismo. Si tengo 
que ser necesariamente y a toda costa el primero y el mejor en todo, si en una discusión 
tengo que aportar yo siempre los argumentos más tumbativos, si me creo con derecho a 
exigir de los demás la aprobación entusiasta de mis «geniales» ocurrencias, es entonces 
natural que sufra de angustia permanente ante cualquier posibilidad de ridículo. Lo 
desorbitado de mis expectativas es la causa de mi angustia. La terapia cognitiva de la 
conducta nos señalaría la existencia de falsos presupuestos fundamentales, por ejemplo: 
“Yo no puedo permitirme falta alguna porque se derrumbaría mi prestigio; no puedo 
exponerme a hacer el ridículo porque eso significaría mi rechazo”. 
El diálogo con la angustia podría ayudar a des arrollar en nosotros ciertos 
principios generales de humanismo. Por ejemplo: “Yo tengo derecho a ser como soy; 
tengo derecho a cometer errores, a equivocarme alguna vez; mi dignidad es cualidad 
personal que no desaparece por la incidencia en mi conducta de algunos errores o 
imperfecciones”. Y entiéndase bien que no estamos ofreciendo trucos o pequeños 
engaños para eliminar la angustia a toda costa. Puede suceder que la angustia nos esté 
haciendo continuas invitaciones a un autocontrol más metódico para mejorar 
objetivamente la imagen. Y puede suceder también que todo diálogo con mi angustia se 
quede en palabras vanas que se lleva el viento y seguiré sufriendo bajo los golpes y 
lesiones de la angustia. Si sucede así, quiere decir que la misma angustia me está 
empujando hacia Dios. Significaría que no queda más solución que la de reconocer 
honestamente mi incapacidad para liberarme de mi angustia, que significa mi punto bajo 

en el que debo hacer pie para ir a Dios. Deberé entonces someter mi angustia a terapias 
espirituales, ver a Dios en ella o repetir una oración de la Biblia: «Aunque camine por 
cañadas oscuras nada temo porque tú vas conmigo» (Sal 23). O también: “El Señor está 
conmigo, nada temo. ¿Qué podrá hacerme el hombre?” (Sal 118). La angustia dejaría de 
serlo para actuar como estímulo espiritual y como test para comprobar hasta qué punto 
tomo en serio a Dios y sus promesas. Aunque crea sinceramente que Dios está conmigo, 
esa fe no es magia ni desaparece por ello la angustia, pero sí que encontraré en medio de 
ella el agarradero firme de la fe para no dejarme arrastrar por nada. Me reconciliará con 
mi angustia y no permitirá la invasión del pánico ante la aparición de cualquiera sombra 
inquietante. Otro reme dio consiste en reconocer la angustia sabiendo que, al mismo 
tiempo, existe en cada uno un espacio acotado al que nadie, ni tampoco la angustia, 
tiene acceso libre sin mi consentimiento. Mis emociones están marcadas de angustia 
pero ésta no puede penetrar en mis profundidades. 
A veces llegamos a tener miedo hasta de nos otros mismos. Hemos reprimido los 
instintos agresivos y tenemos miedo de que un día exploten. Una señora padece la 
angustia irracional de que un día pueda llegar a matar a su hijo al que sin embargo ama 
con pasión de madre. El diálogo con su angustia podría hacer ver a esta mujer que 
existen juntos en ella los sentimientos de amor al hijo y de agresividad. Se comprende 
por otra par te que una madre, que ocupa sus veinticuatro horas del día en el cuidado de 
su hijo, pueda sentir brotes agresivos. Desearía poder estar sola y disponer de algún 
momento libre para la atención de sí misma. Los brotes agresivos están diciendo a esa 
mujer que necesita tomar mayor distancia de su hijo. Desde los principios de la 
espiritualidad desde arriba jamás pudo ni imaginarse la legitimación de la agresividad. 
Su ideal de la maternidad era demasiado elevado. Una madre debe ser en todo momento 
ternura para su hijo. Y cuando más elevaba este ideal con tanta mayor violencia 
protestaba el antipolo de la agresividad. El diálogo con su angustia podría orientar a la 
madre a un cambio que mejorara las atenciones a su propia persona sin descuidar las 
necesidades del hijo. La angustia tiene siempre un sentido. Basta descifrar su lenguaje 
para descubrir el tesoro cuya existencia nos está insinuando. 
Existen, por supuesto, angustias asociadas a la naturaleza como una cualidad 
natural, algo como innato, tales como el miedo a la soledad y a la muerte. Lo importante 
aquí es tolerar la angustia y seguirla en sus motivaciones. En lo más profundo de mí 
estoy siempre completamente solo. Hay zonas de mi ser humano a las que nadie puede 
acompañarme. Allí me siento necesariamente solo. Hermann Hesse contempla el ser 
humano como un estar solo: “Vivir es estar solo. Nadie conoce a nadie, todo el mundo 
está Solo”. Para Paul Tillich la religión es algo que cada uno inicia con su soledad. Si 
llego a reconciliarme con mi soledad y con la angustia que ella me produce, me 
encontraré en disposición de descifrar el misterio de mi existencia: «El que conoce la 
última soledad, conoce las últimas realidades» (E. Nietzsche). La soledad, el estar solo, 
podría también llevarme a la profunda experiencia de sentirme formando parte en la 
unidad de un todo. En última instancia, mi soledad me está hablando de Dios. El 
filósofo católico Peter Wust lo experimentó en su última enfermedad poco antes de la 
muerte: «Yo creo que la razón más profunda de toda soledad humana es la nostalgia de 
Dios». Todo el mundo está solo en el acto de morir. «Morir es la última soledad total. 
Morir crea soledad y obliga a sumergirse en la más extrema soledad»19. Por 
consiguiente, la soledad podría estar invitándome a gritos a ponerme sin reservas en 
manos de Dios. La soledad se tornaría entonces fecunda, sería fuente de espiritualidad. 
19 CH. SCHUTZ: Einsamkeit en Lex. der Spir., Friburgo, 1988, p. 277. 

En los creyentes, la fe en la resurrección no elimina la angustia ante a muerte. 
No queda otro remedio que aceptar en mí esa angustia pensando: «Sí, tengo que morir. 
Puedo morir en un accidente, de cáncer o de infarto. No puedo proteger me contra esa 
realidad». Si acepto esto me veo obligado a seguir reflexionando sobre la condición de 
mi ser humano. ¿En qué consiste mi vida, cuál es su sentido? La angustia ante la muerte 
me obliga a formular preguntas fundamentales sobre la existencia humana. Y a través de 
la angustia pueden hacer su aparición, renovadas, las verdades de la fe cristiana, por 
ejemplo, que por el bautismo estoy viviendo ya en a otra orilla; que he muerto ya con 
Cristo y la muerte no tiene más dominio sobre mí. Hay en mí algo indestructible por la 
muerte. La imagen que de mí se ha forma do Dios es indestructible y brillará en su más 
pura belleza a la hora de la muerte. 
La espiritualidad desde abajo tiene otro trata miento para los impulsos 
instintivos. No pretende reprimirlos sino trasformarlos. Se pregunta sobre ellos: 
¿adónde o a qué me lleva este impulso? En nuestra sociedad del bienestar hay mucha 
gente con problemas en el comer. Muchos luchan toda la vida para librarse de esa 
esclavitud sin conseguirlo. El ayuno o privación puede ser un buen remedio contra la 
gula. Pero si yo me impongo el ayuno como penitencia por excesos anteriores, sucederá 
que la comida y el ayuno vendrá a convertirse en tema central de mis conversaciones y 
preocupaciones. Mucho mejor sería preguntarme por qué me gusta comer hasta 
excederme, qué otras apetencias se ocultan detrás de mi gula. Si logro ponerme en 
contacto con esas apetencias cambiará seguramente todo mi desorden. En la comida se 
esconde un ansia de disfrutar. El reme dio contra el exceso consistirá en aprender a dis 
frutar y a permitirme el placer de comer. Según la mística medieval, el objetivo de la 
vida espiritual consiste en llegar al frui deo, a disfrutar de Dios. Si uno se yeta toda 
clase de placer, se incapacita para gozar de la experiencia íntima de Dios en el placer 
justificado. La verdadera ascética no es renuncia y mortificación sino aprendizaje en el 
arte de hacer se humano y en el arte de disfrutar. 
Lo mismo sucede con la sexualidad. Muchas veces la hemos encerrado en la 
torre por miedo a los perros salvajes. Pero entonces nos privamos de su energía para 
desarrollar debidamente nuestra vitalidad y nuestra espiritualidad. Una espiritualidad 
que encadena la sexualidad por miedo, necesariamente ha de estar en constante angustia 
ante las concupiscencias que nos acechan y asaltan. Entender la sexualidad sólo como 
una fuerza que hay que someter es una visión lamentablemente negativa. La sexualidad 
es la fuente principal de que disponemos para el desarrollo de nuestra espiritualidad. Si 
logramos hacernos sus amigos y dialogar en paz con ella, como el joven de la fábula 
dialogaba con los perros, podrá indicarnos dónde está enterrado en nuestras 
profundidades el tesoro de nuestra vitalidad y de nuestras aspiraciones espirituales. Y 
quizá podría también decirnos: intenta vivir y amar de verdad. La vida que llevas ahora 
es un vivir al margen de tu verdadera vida y de ti mismo. ¡No te contentes con una vida 
fríamente correcta! Hay en ti grandes aspiraciones a vivir y a amar; debes fiarte un poco 
de esas aspiraciones y deseos. Entrégate a la vida, entrégate a los demás, ama a todos y 
ama a Dios con toda tu alma, con tu cuerpo y tus instintos. ¡No te permitas descanso 
antes de haber llegado a Dios y haberte identificado con él! 
No se trata sólo de penetrar en la torre del tesoro y de dialogar con la sexualidad 
para descubrir el lugar exacto donde se encuentra. Muchas veces nos asalta la 
sexualidad, nos domina y no podemos dialogar con ella. Somos con excesiva frecuencia 
una presa fácil. Muchos ceden al placer solitario y los vanos intentos para superarse 
degeneran en frustración. 

En lugar de torturarse con sentimientos de culpabilidad sería mucho más 
positivo reconocer la incapacidad para controlar la propia sexualidad. Esta incapacidad 
puede resultar positiva y saludable en algunos casos porque obliga al sujeto a reconocer 
en humildad que es un ser humano de carne y hueso, incapaz por propio esfuerzo de 
llegar a ser persona espiritual. 
Los monjes suelen repetir que es necesario reconocerse primero incapaces para 
que Dios asuma nuestra lucha. Así lo expresa un viejo apotegma: “Un monje consultaba 
con su viejo director espiritual algunos problemas sobre la continencia. El viejo le 
explicó: ¡Animo! Pon tu incapacidad ante Dios y quedarás tranquilo”. Cuando el joven 
monje confiesa su incapacidad para controlar su sexualidad entra Dios en juego para 
darle una nueva libertad a través de la humilde confesión de su insuficiencia. En este 
campo son posibles dos experiencias: Por la incapacidad para dominar la sexualidad se 
logra la paz con la conciencia y con Dios; o también, trasformar la sexualidad tal como 
se practica en el tantrismo provocando conscientemente la excitación sexual para 
despertar energías espirituales. La sexualidad se considera aquí como una fuerza 
espiritual que nos arrastra hacia Dios. 
En la espiritualidad desde abajo se acepta la sexualidad con ánimo agradecido 
porque es la encargada de recordarnos constantemente que nuestra vida espiritual llega a 
su cumbre cuando ha logrado el gusto por la vida, que nadie puede contentarse con 
llevar una vida asépticamente correcta porque todos debemos tender a elevar nos sobre 
nosotros mismos hasta la plenitud del gozo en Dios. Tradicionalmente hemos exagerado 
la valoración de la sexualidad en su aspecto negativo considerándola como una fuerza 
que nos aparta de Dios. Es evidente que puede suceder así. Pero existe otra experiencia 
de signo contrario, es decir, comprobar que los impulsos sexuales con llevan siempre 
energía espiritual, que la sexualidad nos recuerda constantemente la suprema aspiración 
humana a llegar a unirnos y fundirnos en amor con Dios y vivir en él la plenitud de 
nuestros deseos. 
Profundamente enraizado en el corazón está el deseo de poner en orden nuestros 
sentimientos negativos como la tristeza y la sensibilidad. Con excesiva frecuencia 
comprobamos que no es posible alejar esos sentimientos con una mera apreciación 
positiva. Tampoco ayuda siempre la oración. Muchos acuden a Dios pidiéndole se digne 
liberarles de los sentimientos depresivos. Lo que sucede es que en su oración no hacen 
más que girar en torno a sí mismos. 
Una religiosa sufría permanentemente bajo el influjo de sentimientos profundos 
de tristeza. Una simple advertencia por parte de otra hermana, una insatisfacción en la 
realización del propio trabajo, el cansancio o cualquier otro pequeño detalle bastaban 
para trasformar de golpe su superficial alegría en amarga tristeza. Y acrecentaba su 
tortura con quejas contra ella misma porque a pesar del acompañamiento terapéutico y 
espiritual no experimentaba mejoría alguna. Vivía asqueada de sí misma sin confiar en 
nada. Ante casos así sería ingenuo pensar en recetas mágicas, espirituales o 
psicológicas, capaces de actuar mecánicamente y sacar definitivamente de esta 
situación. 
Pero la pregunta que se plantea es por qué ella desea verse libre a toda costa de 
su tristeza. ¿Es esa la voluntad de Dios o la suya propia? ¿No corresponde esa tristeza al 
ideal que de sí misma se ha formado de ser una religiosa que vive siempre en Dios y 
que por la oración piensa instalarse en una atmósfera serena por encima de toda 
contrariedad y por encima de cuanto suceda en las cosas que maneja o las personas con 
quienes trata? ¿Corresponde verdaderamente ese ideal a la imagen que Dios mismo se 

ha formado de ella? O es que pretende superponer el propio ideal al ideal de Dios 
pensando que es más a su gusto, más ideal y más perfecto? ¿Piensa instrumentalizar a 
Dios para que la ayude a llenar las exigencias del ideal que de sí misma se ha formado? 
Durante mucho tiempo pensó en poder liberarse de la hipersensibilidad por la oración y 
meditación. Pero el camino no es ése. Equivaldría a instrumentalizar a Dios para verse 
libre de sentimientos incómodos sin interés verdadero por Dios mismo. Si en su 
espiritualidad se tratara ante todo de buscar a Dios y no de arreglar detalles para estar en 
paz y sentirse satisfecha de la vida, entonces no prescindiría de Dios en su tristeza sino 
que le vería en medio de ella. La solución está en reconocer en su hipersensibilidad la 
causa de sus tristezas: «Sí, me siento herida y eso me duele». Si logro dialogar con mi 
tristeza y si además me sumerjo en ella e intento tocar sus raíces, puede suceder que se 
trasforme y me deje un sabor agridulce. Entonces llego a comprender, al fin, que mi 
tristeza es un sentimiento muy profundo que me permite barruntar algo de la dureza de 
la vida y del misterio de la existencia. En ese caso me hace bien dar entrada libre a la 
tristeza. Ella puede trasformarse en bello sentimiento o en presentimiento de las muchas 
ilusiones existentes en mí que deben caer hechas pedazos si quiero conocer y vivir la 
verdad de mi vida y la verdad de Dios. 
En el mundo de las relaciones humanas surgen frecuentemente problemas para 
los que no aporta solución alguna la interpretación del lenguaje de los ladridos de los 
perros furiosos. Si yo, por ejemplo, me siento incomprendido y marginado en la vida de 
mi comunidad podré preguntarme por qué sucede así e intentar dialogar conmigo 
mismo para aclarar posibles malentendidos. Pero frecuentemente permanece la 
sensación de vivir incomprendido y marginado. De nada sirve renovar los esfuerzos 
para lograr comprensión y aceptación. Hasta podrá parecer que cuanto más lo intento 
menos logro. Me queda como solución el plantearme el estatus den-tío de mi 
comunidad como un reto espiritual. Tanto en la vida religiosa como en la matrimonial 
se dan situaciones tan complicadas que no permiten entrever solución posible. Esta 
circunstancia me obliga de alguna manera a vivir más en Dios y buscar mi paz en él. 
Porque si no encuentro ayuda en mi comunidad tengo que preguntarme qué significa 
para mí la lectura del salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me puede faltar”. ¿Es Dios 
sólo el garante de mi bienestar y estoy en disposición de afirmar con Teresa de Ávila 
que «solo Dios basta»? 
Los problemas sin visible solución dentro de la comunidad podrían servir de test 
para poner en claro mi conducta ante Dios. Me pueden enseñar a edificar en el Señor, a 
orientar a él solo mis aspiraciones y deseos, a esperarlo todo de él. Sí no logro encontrar 
en la comunidad el calor de hogar que necesito, deberé buscarlo dentro de mí mismo. 
Existe efectivamente un espacio en mi interior al que no pueden llegar los pinchazos de 
mis compañeros, un remanso de paz en el que habita misteriosamente Dios dentro de mí 
y donde yo puedo sentirme cómodo viviendo con él en mi propia casa. De mí depende 
estar dando vueltas y lamentar mis problemas de incomprensión o aprovechar por el 
contrario esa situación para intensificar mi intimidad en el trato con Dios. 
Los ejemplos anteriores ponen énfasis y marcan con más relieve algunos 
aspectos de la espiritualidad nacida desde abajo, desde los bajos fondos de nuestras 
limitaciones y miserias. Consiste en encorvarse para ver lo que hay allí, en tomar muy 
en consideración los sentimientos que brotan del interior y en no ser excesivamente 
fáciles a la hora de condenar cualquier emoción o tendencia que brote desde dentro. 
Entendemos, por el contrario, que Dios habla a través de esos impulsos o sentimientos 
para atraer nuestra atención sobre el riesgo de estar viviendo al margen de la propia 
vida. El diálogo con los sentimientos y aspiraciones podría ayudarnos a observar más 

detalladamente las zonas olvidadas de nuestra personalidad sin las cuales la vida queda 
notablemente empobrecida. Las emociones que injustificadamente nos vetamos podrían 
proporcionarnos una inestimable ayuda para cotejar la imagen que Dios mismo tiene de 
nosotros con nuestro autoconcepto, frecuentemente superpuesto sobre aquélla. Muchas 
veces hacemos consistir nuestro ideal en ser personas que saben controlarse y 
permanecer serenas, pacíficas, amables. Pero quizá con esta imagen propia desplazamos 
la de Dios. Existe tal vez algo en mí que desea vivir de otra manera más personal, algo 
que sólo Dios puede hacer crecer y que yo me empeño en reprimir porque no coincide 
con mis ideales prefabricados. 
Pero, al mismo tiempo, me estoy dando cuenta de que en mi espiritualidad desde 
abajo se incluye la aspiración o deseo de trasformarme, de ser capaz de encontrar mi 
camino hacia Dios, el mismo de mi juventud pero con variaciones y matices nuevos. La 
espiritualidad desde abajo me convence de que nunca seré capaz de inventar un método 
para trasformarme y salvarme. Debo, por el contrario, repetirme sin cansancio: A pesar 
de todos tus esfuerzos espirituales y de los libros que escribes seguirás enfrentándote a 
los mismos problemas y nunca lograrás verte libre de tu sensibilidad y afectos 
desordenados. Esta sincera confesión me abre a la acción de la gracia. Entonces 
comprenderé que debo abrir también mis manos y presentarme con ellas abiertas ante 
Dios. En este sentido me impresionaron profunda mente las palabras con que termina la 
novela de Graham Greene El fin de la aventura. El autor, que se había enamorado de 
Sara, está tomando unas copas en compañía de su marido y reza así: 
Señor, tú has hecho ya demasiado, tú me has arrebatado demasiado. Yo me siento 
demasiado cansa do y viejo para empezar otra historia de amor. Por favor, déjame soto para 
siempre. 
Después de todas las aventuras pasionales con su amada, al fin de la aventura 
sólo puede confiar en Dios. Esta experiencia de Dios no fue el fruto de sus virtudes si 
no el fracaso de su amor prohibido. De manera parecida reza el cura rural en ¡a novela 
de G. Bernanos: 
Señor, me encuentro completamente al desnudo como sólo ante ti puedo estar, porque 
nada escapa a tu conmovedora providencia ni a tu conmovedor amor. 
Llegará un día en que me sienta cansado de tanto ensayo de trasformación. 
Tanto intento de sentirme libre en Dios no será entonces virtud mía de la que pueda 
enorgullecerme sino la expresión de este presentarme desnudo ante ti. Entonces me 
dejaré caer en Dios porque es la única posibilidad que me queda. Y me sentiré al fin 
libre de tanta absurda pretensión de atribuir los logros de mi espiritualidad a 
merecimientos propios. 
Diálogo con mis enfermedades 
La espiritualidad desde abajo enseña también una nueva manera de encarar las 
enfermedades. Late en cada uno un deseo inconsciente de vivir como si nunca fuéramos 
a caer enfermos. La enfermedad se suele considerar como un pequeño fallo, una derrota. 
No podemos extender tanto nuestro control como para inmunizamos contra toda 
eventualidad. Podemos padecer una infección y entonces el organismo reacciona ante la 

nueva situación conflictiva y sus problemas. Frecuentemente reaccionamos con enfado 
y desearíamos poner el cuerpo nuevamente en orden mediante la aplicación de 
medicinas, una dieta adecuada o ejercicios deportivos. Un régimen de vida sana es 
ciertamente un buen procedimiento para control de sí y de las carencias. Pero si se 
piensa que puede haber un estilo de vida capaz de garantizar la salud en toda 
circunstancia, estamos idealizando un nuevo falso modelo de perfección. La enfermedad 
puede brindar una excelente ocasión de hacer el descubrimiento de nuestro tesoro. Si 
nunca cayéramos enfermos viviríamos en la superficie falsificada de nuestra naturaleza 
humana. La naturaleza no nos mantiene por sí misma tan atentos a las llamadas de Dios 
como para vivir espontáneamente el ideal que él ha creado. La enfermedad viene a ser 
como un grito de Dios que nos introduce en la verdad y nos orienta en dirección al 
tesoro que hay oculto en nosotros. 
Vamos a citar algunos ejemplos para aclarar cómo se entablar un diálogo con las 
enfermedades y cómo puede Dios, a través de ellas ponernos en la pista del tesoro 
escondido. Toda enfermedad puede brindar una oportunidad de descubrir en nosotros 
nuevas posibilidades. Puede llevarnos también a una cierta depresión si nos encogemos 
por miedo a soportar los sufrimientos que van a pesar sobre nosotros como una carga. 
Frecuentemente no se ve sentido alguno a la enfermedad, ni se adivina a dónde puede 
llevarnos. Pero precisamente en el absurdo de la enfermedad, en la depresión por la 
salud perdida, en la noche oscura del dolor, puede obrarse la maravilla de la apertura del 
corazón a Dios, de tal manera que renunciemos a todo intento de confiar en nuestras 
posibilidades y decidamos entregar nos completamente a él. 
Hay sacerdotes que tienen miedo a sentir mareos durante la celebración de la 
misa. Suele suceder en los momentos inmediatamente posteriores a la consagración. 
Unos se mantienen en pie apoyándose en el altar, a otros les brota el sudor por todos los 
poros del cuerpo. Algunos piensan que todo se debe a que algo no funciona bien y se 
dedican a consultar médicos en busca de remedio. Sería mejor preguntar: ¿Dónde me 
sucede el mareo? La pregunta no tiene intencionalidad moral. Nadie se marea 
conscientemente. Pero el mareo es un chivato de alarma que señala un desacuerdo o 
división interior entre el ideal y la realidad. 
En la mayor parte de los casos es la espiritualidad desde arriba la responsable de 
estos mareos. Puede uno haberse propuesto un ideal tan elevado que le produzca 
vértigo. En muchos sacerdotes está latente en el momento de la consagración el viejo 
ideal del sacerdote como un ser con poderes para trasformar lo terreno en celestial, que 
penetra durante las celebraciones litúrgicas en el santuario y entra en contacto con la 
divinidad, etc. Al mismo tiempo se está dando cuenta de que es un ser humano de carne 
y hueso, con debilidades y pecados, con representaciones sexuales e impulsos agresivos. 
Y no es capaz de hacer la síntesis o composición de estas dos imágenes dispares. 
Entonces es cuando reacciona el cuerpo. Los impulsos reprimidos se anuncian con tanta 
fuerza que es imposible no percatarse de ello. Intentar dominarse pero apretar los 
dientes no sirve de nada. El sacerdote necesita situarse abiertamente ante su propia 
realidad. Si lograra establecer diálogo con sus mareos podría recibir información sobre 
esta duplicidad y ayuda adecuada para coordinarla, para asumir la realidad de ser huma 
no con limitaciones y faltas, y dejarse confiada mente aceptar tal como es por Dios en 
su servicio. 
Esto le ayudaría a no sentirse superior a nadie y a no sucumbir a una 
determinada ideología o concepción del sacerdocio. Podría purificar el concepto del 
sacerdocio de influjos paganos e introducir al sacerdote cristiano en su verdadero 
concepto tal como se describe en la carta a los hebreos: 

No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino 
uno probado en todo igual que nosotros, excluido el pecado... Todo sumo sacerdote se escoge 
siempre entre los hombres y se establece para que los represente ante Dios (4,15; 5,1). 
Naturalmente, el diálogo con los mareos no es garantía en modo alguno su 
desaparición total, pero probablemente ayuda a interpretar mejor la situación real. 
El dolor de cabeza imita el rendimiento en el trabajo. Lo más normal es tomar un 
remedio para hacerlo desaparecer lo antes posible. Pero entonces no tenemos tiempo de 
enterarnos de lo que nos quería decir. Los dolores de cabeza suelen ser expresión de 
desbordamiento, de estar trabajando a presión. A veces es señal de no encontrarnos a 
gusto dentro de nuestro entorno social. Si eliminamos el dolor de cabeza a base de 
ingerir tabletas, desperdiciamos una buena ocasión de escuchar el mensaje que se hace 
inevitable voz en nosotros en forma de dolor. Nuestro cuerpo nos obliga a tomarnos un 
descanso que sin el dolor no nos tomaríamos. Y protesta por medio de su único lenguaje 
posible cuando nos hemos excedido. 
Deberíamos estar muy agradecidos al cuerpo cuando reacciona con energía. Es 
nuestro compañero fiel que ladra furiosamente cuando taponamos con desmesurado 
activismo exterior el acceso a la cámara de nuestro tesoro. No debemos reaccionar 
precipitadamente desde arriba a las indicaciones hechas por el cuerpo desde abajo 
obligándole con medicamentos a obedecernos inmediatamente. Al contrario, se le debe 
prestar mucha atención para ver qué quiere decirnos. Es Dios mismo el que me está 
ayudando a reflexionar sobre mi realidad por medio de la enfermedad y yo no puedo 
soslayarla en mi camino hacia él. Muy al contrario, debo dejar que la enfermedad me 
tense hacia Dios, verdadera salud del cuerpo y del alma. Mi tesoro se esconde en la zona 
doliente de mi yo. En lugar de tratar de controlar la enfermedad con medicamentos sería 
más positivo entrar en diálogo con ella. Quizá pudiera hacernos útiles advertencias 
sobre algo que no está funcionando bien, o demostrarnos que estamos viviendo contra 
nuestra vocación y contra el proyecto de Dios sobre nosotros. Si logramos 
reconciliarnos con la enfermedad nos pondrá muy pronto en contacto con aspectos y 
posibilidades hasta ahora desconocidas. La enfermedad es el perro que ladra furioso en 
el interior de nuestra torre y no cesará de ladrar hasta que le hagamos caso y nos 
vayamos con él en busca del tesoro. 
No se pretende con ello vernos libres de toda enfermedad. A veces necesitamos 
un monitor permanente para vivir conforme a nuestra verdad. Puede serlo una pertinaz 
alergia que no desaparece ni con tratamientos psicológicos y que está aconsejando 
autocontrol, orden en la propia casa y moderación en nuestros deseos. La alergia podría 
obligarme a poner en mí más orden y a vivir mi propia vida sin sometimiento a las 
imposiciones de patrones ajenos. Para otros, un simple catarro puede convertirse en 
llamada a vivir en autenticidad, a dar más credibilidad a los propios sentimientos y 
exteriorizarlos sin temor en lugar de comportarse según las expectativas de los demás. 
Por eso deberíamos familiarizarnos con los síntomas de la enfermedad porque son ellos 
generalmente los que nos señalan el camino de la terapia, los que nos dicen en qué 
debemos fijarnos. 
Pero nadie debe pensar que siempre es posible trasformar las enfermedades 
mediante el diálogo mientras se va de camino hacia el tesoro. Con demasiada frecuencia 
queda en el misterio el sentido profundo de la enfermedad y lo único cierto que trae son 
sus insoportables dolores. Por más que se insista en preguntar no revela su secreto, no 
desvela el fin al que quiere llevarnos. Existen enfermedades que son expresión del alma; 
existen otras que son expresión del destino y nos vienen enviadas desde fuera sin que 
sea posible conocer nuestra realidad psicológica a través de ellas y sus síntomas. 

Cuando esto sucede no que da más remedio que aceptar la enfermedad y ofrecerse a 
Dios juntamente con ella. La enfermedad entonces, nos obliga a deponer todas las armas 
humanas y capitular ante Dios, si bien no es tarea fácil ponerse confiadamente en sus 
manos mientras persiste la enfermedad. Frecuentemente estamos pagando tributo a una 
espiritualidad desde arriba según la cual nadie caería enfermo si viviera santamente. 
Nuestro desorden es demasiado grave como para poder controlar la enfermedad 
nuevamente. Y surgen sentimientos de culpabilidad pensando que la enfermedad es 
castigo de errores pasados. ¿Qué hacer? Renunciar a toda investigación sobre las causas, 
alejar de la mente todo sentimiento de culpabilidad y ponernos sencilla y confiadamente 
en manos de Dios. Los caminos de Dios no son nuestros caminos. La enfermedad es un 
encuentro con Dios que nos excede y desborda. Hay que romper todas las falsas 
representaciones humanas de Dios y de nosotros para aceptar y entregarnos al verdadero 
Dios, el que trastorna todos nuestros planes y representaciones para introducirnos 
totalmente en su verdad. 
Tratamiento de nuestras heridas y traumas. 
La espiritualidad desde abajo me enseña un nuevo comportamiento ante la 
realidad de mis heridas. No hay nadie sin cicatrices y marcas de los golpes de la vida. 
Uno, por ejemplo, recibió malos tratos en su infancia sin poder hacer nada para 
protegerse. A otro le tomaron por objeto de burlas y nunca fue considerado en serio. 
Quizá otro fue objeto de abusos sexuales. Todas estas historias dejan heridas profundas. 
Para John Bradshaw las heridas más graves son las del espíritu, cuando uno no se siente 
respetado en su unicidad, en sus características como individuo: 
Las heridas del espíritu son las principales responsables de que haya niños que llegan a 
adultos inseguros, tímidos, incapaces de iniciativas. La historia de muchos hombres y mujeres 
moralmente hundidos se debe a que un niño en sí maravilloso, bien dotado, tal vez 
excepcionalmente valioso, ha llegado a perder el sentimiento de ser lo que es20. 
Muchos se protegen contra las heridas de su infancia con crispamientos 
interiores. Es una reacción que pudo ser necesaria para sobrevivir pero limita ahora las 
posibilidades que ofrece la vida. Otros se cuidan mucho de conservar bien ocultas sus 
heridas bajo una tapadera opaca. Ese cuidado, casi obsesión, tiene como consecuencia 
una vida en constante situación de miedo a que la tapadera no se sostenga y la presión 
interior produzca una tremenda explosión. Otros se dejan paralizar por sus heridas. No 
hacen más que darle vueltas al asunto y se niegan a vivir en paz y confianza por miedo a 
recibir nuevas lesiones. 
La espiritualidad desde abajo enseña que es exactamente el lugar de las heridas 
donde podemos descubrir el tesoro escondido en el fondo de nuestra alma. Henry 
Nouwen decía con ocasión de la inauguración de nuestra casa de ejercicios hace tres 
años: “En el lugar de nuestras heridas, en sus propios agujeros, está el lugar y la puerta 
para entrar hasta Dios”. 
Por esos agujeros se puede entrar también al encuentro con el verdadero yo. Mis 
heridas me llevan a descubrir quién soy. En esas heridas me pongo en contacto con mi 
corazón, me revitalizo, hago el descubrimiento de mí mismo. Las heridas rasgan todos 
20 J. BRADSHAW : Das Kind in uns. Wie finde ich zu mfr selbst? Munich. 1992, p. 66. 

los velos de las máscaras que me he puesto encima y dejan al descubierto mi verdadera 
realidad. Ciertamente, el camino de la espiritualidad desde abajo puede resultar 
incómodo. Presupone una reconciliación con mis heridas hasta el punto de considerarlas 
como mis mejores amigas que me indican el camino del tesoro. En el lugar exacto de mi 
lesión me encuentro con mi verdad, conmigo mismo. Allí sale a superficie mi verdadero 
yo y se hace oír su voz. Por ejemplo, la señora que a la edad de tres años recibía de su 
madre tremendas palizas con golpes de bastón sobre la espalda desnuda sin que supiera 
nunca exactamente por qué. Por una especie de automatismo se ponía estoicamente 
rígida como único medio de defensa en medio de su impotencia y rabia. Ahora, a los 
cincuenta años, padece constantes dolores de espalda. En el tratamiento de psicoterapia 
ha caído en la cuenta de que con su actitud rígida pretendía defenderse contra los golpes 
de la vida. Pero el conocimiento de la causa no elimina sus dolores. Sólo tras el contacto 
con sus traumas por medio del diálogo por una parte y los masajes por otra, ha logrado 
liberarse de todas sus crispaciones. Comenzó a recuperar la sensibilidad normal en la 
espalda y a irradiar corrientes de energía. Es como si hubiera florecido en una nueva 
primavera y es muy feliz con su nueva vitalidad recuperada. Reconoce que entonces era 
necesario adoptar esa rigidez pero no sería bueno ahora porque no serviría más que para 
intensificar los dolores. Ahora se siente fuerte, puede enfrentarse con el dolor de su 
infancia, puede renunciar a sus impulsos de rabia idealizada contra las agresiones de su 
madre. El diálogo con el dolor de la espalda y la contemplación serena de las heridas de 
la vida han hecho renacer en ella ¡a vida. Está en disposición de reconciliarse con su 
pasado, visto ahora con sentido realista, con sus heridas, con sus experiencias positivas. 
Y nota cómo las cosas de la vida fluyen sin dificultad, cómo recupera el gusto de vivir. 
Su vida espiritual sufrió también durante largas temporadas la tentación de 
distanciamiento de su herida; ahora la contempla de frente sin temor, puede considerarla 
como una fuente de espiritualidad y aprendizaje del amor. La herida la mantiene en 
permanente estado de vigilancia para no permitir que cierre o cicatrice en falso porque 
debe permanecer abierta como una puerta de entrada para Dios. 
Otra señora suele reaccionar hipersensiblemente ante cualquier asomo de crítica. 
En todo ve actitudes de rechazo a su persona. Siendo niña la encomendó su madre a una 
tía y desde entonces siempre se consideró como una incómoda carga para su madre. 
Ahora la más mínima crítica reabre la herida del rechazo, del complejo de ser una carga. 
No hay consideración capaz de sacarla de este estado de hipersensibilidad, ni siquiera 
los ensayos a través de la oración y meditación. A pesar de sus constantes oraciones 
reacciona siempre igual y además se irrita de que suceda así. La espiritualidad desde 
abajo le aconsejaría descender a su sensibilidad, a la herida del rechazo, al no sentirse 
querida. Pero para cambiar necesita primero sentir de nuevo el dolor de verse rechazada 
por su propia madre. En medio del dolor podrá adivinar la existencia de otro posible 
bienestar, de otro amor sin condiciones que la sostiene. De nada sirve refugiarse en la 
oración para escapar del dolor. Hay que convertir el dolor en oración y llegar por el 
dolor al contacto con su tesoro de niña desprecia da, que sin embargo es hija querida de 
Dios, revestida por él de dignidad divina. El dolor puede llevarla a ver a Dios en el 
fondo de su herida. Tal vez deba repetir la oración de las Lamentaciones antes de ver 
cómo su dolor se trasforma en alegría: 
Estoy confinado en as tinieblas, como a los muertos de antaño. Me ha tapiado sin salida 
cargándome de cadenas; por más que grito: “Socorro”, se hace sor do a mi súplica; me ha 
cerrado el paso con sillares, y ha retorcido mis sendas. Me está acechando como un oso o como 
un león escondido; me ha cerrado el camino para despedazarme y me ha dejado inerte (Jer3, 611). 

Cuando logre agotar todo su dolor ante Dios tomará las debidas distancias 
respecto a sus heridas y éstas podrán cicatrizar para siempre y tras formarse. 
La vida nos depara insospechadas decepciones cuando menos lo esperamos. Nos 
decepcionamos de nosotros mismos, nos decepcionan nuestros fallos y fracasos. Nos 
decepciona la profesión, la pareja, la familia, la vida en comunidad religiosa o en la 
parroquia. Hay quienes reaccionan con resignación ante estas decepciones. Y se 
acomodan a la vida como es. Pero sucede que reaccionando así están extinguiendo la 
vitalidad y matan la esperanza en su corazón. Quedan enterradas todas las ilusiones de 
la vida También las decepciones pueden llevarme al descubrimiento del tesoro interior. 
Quizá pretenden liberarme de mi condición de soñador, de los sueños dorados sobre mi 
persona y sobre el futuro de mi vida. Quizá lo miraba todo con gafas de color rosa y 
ahora viene la decepción; se rompen los cristales y aparece mi vida en su ver dad. La 
‘<desilusión» deja al descubierto la «ilusión» en que yo vivía y ésta se desvanece. 
Ahora veo que mi autoconcepto era notorio y ridículamente exagerado, sin ajuste a la 
realidad. La decepción es, por tanto, una gran oportunidad de descubrir mi verdad, lo 
que soy ante Dios. Naturalmente, toda decepción produce dolor inicialmente. En ese 
dolor puedo empezar a reconciliarme con la realidad y así vivir en ella, pisar tierra, vivir 
de acuerdo con lo que soy. 
Las ostras lesionadas logran formar una perla en sus llagas. Son capaces de 
trasformar el dolor en perlas. En ellas se desarrollan perlas pero no pueden llegar a 
formarse en mi si no me reconcilio con mis heridas. Si en lugar de hacerlo me limito a 
apretar los dientes para cerrar mis heridas con espasmos, no podrá desarrollarse ni llegar 
a perfección nada. El contacto con las heridas suele ser doloroso y esto revela 
impotencia para liberarse de ellas. Y quedarán siempre en mí aunque no sea más que en 
forma de cicatrices. Pero si consigo aceptar mis heridas, podrán tras formarse en fuentes 
de vida y de amor. Hay vida también en las heridas; allí vivo también yo, allí puedo 
hacer experiencias de mí y de los otros. Puedo dejar a los demás entrar en mí por mis 
heridas, y éstas pueden servir de medicina para curar a otros. Decían los griegos 
antiguos: «Sólo puede curar el médico que ha estado él mismo enfermo». Nadie puede 
entrar en mí por mis zonas amuralladas. Dios y los demás pueden entrar en mi interior 
por las brechas de mis heridas; yo puedo encontrarme allí con mi verdadero yo, tal 
como soy ante Dios. 
Frecuentemente vivimos en la ilusión de que todas nuestras heridas pueden 
cicatrizar. Y pretendemos instrumentalizar a Dios para coaccionarle a que las cure y a 
que lo haga de manera que no vuelvan jamás a molestar. Pero mientras no cicatrizan no 
podemos resistirnos a la tentación de tocarlas con lo cual agravamos más la situación. 
Luego nos quejamos a Dios que permite esa herida. Pero si queremos que se convierta 
en puerta de entrada de Dios a nuestro interior, al espacio sereno y sano en que él habita 
dentro de nosotros, tenemos que estar dispuestos a reconciliarnos con ella, porque nos 
fuerza a buscar su curación en nuestro interior, no en la actividad y fortaleza exterior. 
Por muy golpeados que estemos por la vida existe en el interior de cada uno un espacio 
sano, el sancta sanctorum o santuario sagrado al que sólo tiene acceso Dios. Allí, en 
medio de nuestro ser desgarrado, podemos sentir la presencia de un Dios que sana. 

Experiencia ante la propia nada y ante el fracaso 
Según André Louf el camino hacia Dios pasa siempre por la experiencia de la 
propia nada. En el momento en que ya no puedo más, cuando todo se me ha ido de las 
manos y lo único cierto que me queda es la constatación de mi fracaso, es precisamente 
entonces el momento en que ya no tengo otro remedio que el de rendirme y ponerme en 
manos de Dios, abrir bien mis manos y presentarlas bien abiertas ante él. La experiencia 
de Dios no llega nunca como recompensa a nuestro esfuerzo; es la respuesta de Dios al 
reconocimiento y confesión de la impotencia del hombre. La meta de todo camino 
espiritual es llegar a poner se en manos de Dios. Louf habla de una espiritualidad de la 
flaqueza. 
Toda práctica de ascética auténtica debe proponerse como objetivo llevar al monje hasta 
el punto cero donde se desintegran sus fuerzas y se ve confronta do con su debilidad pura y dura. 
Su corazón quedará quebrantado, deshecho, y lo mismo que con el corazón le sucederá con todos 
sus proyectos huma nos de perfección. En ese corazón contrito y quebrantado por la experiencia 
de su radical impotencia puede penetrar la fuerza de Dios y empezar su obra de nuevo. La 
ascética parecerá un prodigio, un nuevo prodigio permanente en un corazón contrito confrontado 
con su propia impotencia y al mismo tiempo con la omnipotencia de Dios21. 
Louf cita una opinión del abba Moisés: 
Los ayunos y vigilias tienen como finalidad llevar al monje a desconfiar de sí para 
introducirle en la práctica de la humildad. Una vez logrado ese objetivo ya está en disposición de 
intentar legar al corazón de Dios quien intervendrá obrando sus prodigios. 
La ascética no confronta con la fortaleza sino con la debilidad, con la 
experiencia de que no podemos mejorar sin la gracia de Dios de la que dependemos en 
todo. Debo, por tanto, desconfiar de mí y de mis posibilidades para contar sólo con las 
posibilidades de Dios en cuyas manos me pongo. 
A pesar de todos los fracasos, los monjes hablan y llaman a la práctica de la 
ascética. Porque sin el esfuerzo de la ascética o entrenamiento espiritual, la gracia 
vendría a ser entendida como «un tapa huecos muy cómodo», como la define 
Bonhoeffer. Cuando llego a la convicción de que, a pesar de mis esfuerzos, no logro 
mejorar en la vida espiritual, estoy en disposición de comprender mejor el significado 
de la gracia y lo que el cura rural escribía en su diario en la novela de Bernanos: «Todo 
es gracia». Louf explica con un ejemplo qué entiende él por ascética de la debilidad: 
Imagínate el caso de un joven monje que viene al abad y le pregunta: ¿Puedo 
levantarme mañana una hora antes? Puedo hacerlo muy bien, créame. Bien, responde el abad, si 
puedes hacerlo entonces no es necesario, carece de sentido. Porque si es así, te encuentras ya en 
el lado de los justos. Muy distinto sería el caso si el joven monje dijera: Este es mi punto débil y 
yo siento que Dios me pide eso para hacerme ver su fuerza en mi debilidad. Esto es ascética. Y 
evidentemente, no todos están llamados a practicarla22. 
La ascética no consiste en hacer pruebas de fortaleza sino en conocer los propios 
límites para fiarse del que es Infinito. Sigue diciendo Louf: 
Estoy convencido de que la ascética monástica no puede ser más que un gesto de seres 
pobres y débiles que se fían de la gracia, de lo contrario sería ascética pagana. 
21 A. LouF: Demuf und Gehorsam bei der Einführung ms Mónschsleben. Münsterschwarzach, 1979, p. 46. Cfr El 
Espíritu ora en nosotros. Narcea, Madrid, 2. ed. 2000. 
22 Idem. p. 47. 

A veces no le queda a Dios otro remedio para llevar al hombre al conocimiento 
de su debilidad que permitir su pecado. Dice Isaac de Nínive: 
Cuando a Dios ya no le queda otro remedio, permite el pecado, y lo permite para llevar 
al hombre al conocimiento profundo de su debilidad y flaqueza. Es el último remedio, y a veces 
se sirve Dios de él porque su fuerza se manifiesta mejor en la debilidad. 
En mi pecado se desvanecen todas las vanas ilusiones que me había formado 
sobre mí y sobre mi camino espiritual. En él compruebo que toda mi ascética no me ha 
servido de nada para evitar el pecado y llego a la conclusión de que no puedo dar me a 
mí mismo garantías de no pecar más. Seguiré cayendo si Dios no me sostiene. Puedo 
ensayar todos los métodos posibles, pero sin la ayuda de Dios seguiré siendo y 
sintiéndome siempre débil. Si soy capaz de llegar a esta sincera conclusión, ya no me 
queda otro remedio que el de entregarme a Dios. Esta entrega hace caer por tierra todos 
los muros de separación que yo había levantado entre mí y Dios. Me quedaré con las 
manos vacías pero es mejor así porque me ayudará a capitular ante Dios. La culpa será 
entonces una “feliz culpa” que me convencerá de mi propia nada. No puedo dar me 
garantías fiables. El pecado me remite con fuerza a Dios, único capaz de cambiarme. 
Todo depende de la manera de interpretar mis experiencias y de reaccionar ante 
ellas. Porque puedo interpretar mi experiencia de pecado como una traición y reaccionar 
con violentos autorreproches. Esta reacción me llevaría fácilmente a una situación de 
depresión interior y de resignación. Puedo reaccionar restando importancia al pecado y 
entonces mi vida espiritual quedará aburguesada. Puedo también desplazar el pecado y 
entonces me convierto en fariseo. La espiritualidad desde abajo me invita a intentar 
descubrir en el pecado la oportunidad ofrecida de abrirme totalmente a Dios. Por 
supuesto, con esto no se invita a nadie a pecar conscientemente. Debemos luchar sin 
descanso para ser trasformados por Dios y, a pesar de todo, nos volveremos a ver 
sorprendidos en pecado. Pero si nos reconciliamos con esta situación, si confesamos 
nuestra insuficiencia en la lucha por la perfección, en esa confesión encontraremos la 
gran oportunidad de entregarnos a Dios. Por el pecado hace Dios que caiga toda 
máscara de nuestro rostro y se derrumben los muros de esquematismos artificiales que 
habíamos levantado. Entonces podemos presentarnos sin máscaras y pobres ante Dios 
para que su bondad nos de forma y nos guíe. 
Louf cita frecuentemente las palabras de san Pablo: «Te basta mi gracia. Porque 
mi fuerza se manifiesta principalmente en la debilidad» ( 2 Cor 12, 9). Lo paradójico en 
la vida espiritual consiste en la posibilidad de experimentar la fuerza de Dios en nuestra 
flaqueza. En nuestra ascética tenemos a veces el sentimiento y auto- convicción de 
poder seguir solos adelante en la conquista de las virtudes. Llega el fracaso y entonces 
nos damos cuenta de la inutilidad de nuestros esfuerzos y de la absoluta necesidad de a 
gracia de Dios. La gracia se instala en nuestra flaqueza y se trasforma allí en fuerza del 
Espíritu. 
El Espíritu sólo puede trasformamos cuando le dejamos abrir brechas y penetrar por 
ellas. Antes tiene que derribar murallas, fortalezas y castillos. 
La gracia no es una especie de cobertor que se extiende y lo tapa todo. 
La gracia llega más al fondo que nuestro propio subconsciente, es lo más profundo en 
nuestro castillo interior y necesita desarrollarse a través de la psique y del cuerpo. Normalmente 
turbará toda la psique, la desarticulará y la ensamblará de nuevo, la herirá y la curará, la llevará 
por rectas y por curvas23. 
23 Ibidem. p. 30. 

La gracia no destruye la naturaleza sino que edifica sobre ella y la perfecciona. 
Puede ser también operativa sobre el yo llevándole al punto cero de sus profundidades. 
La decisiva prueba espiritual de su vida lleva al monje al borde de la desesperación, al 
límite de las posibilidades de perder el control mental de sí mismo. A tal extremo puede 
llegar si la gracia no le saca de los abismos de su debilidad. Nada hay de extraño. 
Cuando caen los muros de una falsa humildad y de una falsa perfección todo comienza 
a ser otra vez posible. Cuando se le vienen abajo al monje todos los idea les en los que 
había puesto su ilusión y confianza no le queda otra solución posible que la de 
entregarse totalmente a Dios. 
En el Diario de un cura rural insiste constantemente Bernanos en la idea de que 
todo cuanto puede sucedemos termina por desembocar en Dios, lo mismo la decepción 
que la propia maldad e incluso el mismo pecado. A las réplicas de la hija de conde: “Si 
la vida me decepciona, me da lo mismo. Me vengaré y pagaré mal por mal”, responde el 
cura: «A Dios se lo encontrará usted a cada instante. Láncese siempre adelante cuanto 
quiera. Llegará un día en que se resquebrajará el muro y por todas sus brechas se abrirán 
puertas hacia el cielo». También sus fracasos personales y los de su parroquia llevan al 
cura a un amor más depurado de Dios próximo a la muerte se tras- forma en amor toda 
la anterior desconfianza ante sí y ante sus fracasos. 
La peculiar desconfianza de mi persona comienza a esfumarse y esta vez para siempre. 
La lucha toca su fin. Ahora ya no puedo comprenderla. Me he reconciliado conmigo, con esta 
pobre envoltura mortal. Odiarse es mucho más fácil de o que se piensa. La gracia consiste en 
olvidarse. Pero si muriera toda clase de orgullo, la gracia de las gracias consistiría en aprender 
humildemente a amarse como parte que somos, aunque insignificante, del doliente cuerpo de 
Cristo. 
El fracaso personal suele generar desconfianza. Pero hasta esa misma 
desesperación puede abrir nos a la gracia de Dios que nos sostiene. Al final del capítulo 
IV hace san Benito una emotiva llamada «a no desconfiar jamás de la misericordia de 
Dios», al hacer inventarío de las obras que se pueden realizar preparando nuestro molde 
para recibir en él la gracia de Dios, el más imprescindible instrumento en la arquitectura 
del espíritu. Tenía sin duda experiencia de cómo las prácticas puras de la ascética 
pueden inducir a la desconfianza ante la ineficacia en el logro de nuestro deseos. Lo 
contrario nos sucede ante nuestras faltas y fracasos. Solemos condenarnos o cerrar los 
ojos. Mucho mejor sería tomar atentamente en la mano los fragmentos de nuestra vida 
porque todavía es posible con ellos formar una nueva figura. Muchos tienen la 
impresión de encontrarse sentados en medio de la vida como ante un montón de 
escombros y reaccionan de manera pasiva. Pero los fragmentos pueden unirse de nuevo. 
Tal vez la figura anterior tenía la piel demasiado estrecha y tuvo que reventar. El fracaso 
puede ofrecer una nueva oportunidad. Generalmente se aprende más de los fracasos que 
de los éxitos. Una vida de éxitos es, según C.G. Jung, el peor enemigo de la 
trasformación. Por lo fracasos e infidelidades se llega a la conclusión de que solamente 
Dios puede edificar su casa, la casa de su gloria, con los escombros de nuestra vida. Así 
lo experimentó en repetidas ocasiones el pueblo de Israel: 
El Señor consuela a Sión, consuela a sus ruinas: convertirá su desierto en un edén, su 
yermo en paraíso del Señor (Is 51, 3). 
Si a pesar de mis esfuerzos me sorprendo en las mismas faltas, o si recaigo en el 
mismo pecado a pesar de mis prácticas ascéticas, no puedo achacar mi fracaso al 
egoísmo. En lugar de denostarme será más saludable extender las manos abiertas a 
Dios. No miraré mis pecados; miraré la misericordia de Dios que me ama a pesar de mis 

pecados. Quizá entonces ya no necesite demostrarle a Dios que con mi ascética no 
pretendía presentarme como bueno ante su presencia. Si me presento a Dios con mi 
pecado, se viene abajo toda ambición por falta de base. Me siento libre de toda 
pretensión de éxito en mi camino espiritual. Abro mis manos, me entrego a Dios y me 
siento de manera insospechada en paz y libre. Nada me queda por conseguir. Es Dios 
quien me trasforma, el que me abre a él por mis fracasos y pecados, por mis errores y 
decepciones, para que cese al fin de mezclar a Dios con mis virtudes y me entregue 
definitivamente a él. Ahí encuentro al verdadero Dios, al Dios que me acoge para que 
viva, el Dios al que canté el día de mi profesión: «Recíbeme, Señor, según tu palabra y 
no permitas que se frustren mis ardientes deseos.» 
La espiritualidad desde abajo y la comunidad 
La espiritualidad desde abajo pide otra manera de ser y estar en la comunidad. 
En los conventos, en las comunidades religiosas, en las parroquias, es muy frecuente oír 
lamentos y quejas de que la comunidad no llena las exigencias del ideal, de que a pesar 
de las elevadas metas de perfección espiritual, lo que se vive en realidad se sitúa a otro 
nivel inferior de vulgares intrigas y rivalidades. Un frecuente intento de salida de esta 
situación es reflexionar sobre la manera de cumplir mejor con las exigencias del ideal. 
Lo que se consigue es fijar a la comunidad un modelo de ideal inasequible. Mucho más 
importante sería prestar un poco más de atención a los ladridos de los perros dentro de 
la torre de la comunidad. Si se oyen quejas y pro testas, si los miembros de la 
comunidad no viven satisfechos es porque allí se esconde un tesoro que no ha sido 
detectado. Los ladridos de los perros nos invitan a descender peldaños desde las cimas 
del ideal y situarnos en el plano inferior de la realidad. Allí se pueden descubrir 
mecanismos de bloqueo pero también fuentes de energía latentes en la comunidad. Es 
allí donde hay que situar- se para renovarla. 
En nuestra sociedad moderna es muy frecuente que todo el que ha cometido una 
equivocación se vea forzado a dimitir. Si un político comete un grave error, enseguida 
llegan gritos de todas partes pidiendo su cabeza. Y sucede que los políticos cogen 
miedo, se sienten bloqueados, coaccionados a renunciar a toda iniciativa por temor a 
equivocar se. La política pierde así espíritu de creatividad. El que busca eficazmente un 
objetivo debe asumir el riesgo de no acertar en todo. El espíritu de perfeccionismo que 
impera en nuestra sociedad frena a muchos políticos en sus sinceros deseos de 
comprometerse con la sociedad y buscar nuevas formas de convivencia. En la Iglesia no 
es muy distinto. Todos los que ocupan puestos de responsabilidad buscan maneras de 
conservar las manos limpias por temor a que sus desaciertos o faltas queden expuestos a 
la opinión pública. Esta mentalidad produce, también aquí, hombres acomodaticios y 
sin iniciativas. Richard Rohr ve representado este tipo de personas en el hombre de la 
mano seca del evangelio (Mc 3, 1-6). Este hombre retira su mano por miedo a quemarse 
los dedos. Y se le secó. Ahora ya no es capaz de nada, no es capaz de emprender nada 
nuevo. Jesús ordena al hombre: ¡Extiende tu mano! ¡Toma tu vida en la mano y 
arriésgate! 
El pueblo de Israel pudo comprobar dolorosa mente que su historia no era 
precisamente una historia de éxitos. En su hundimiento colectivo tuvo que aprender su 
inconsistencia como pueblo, pero también aprendió que Dios es capaz de levantar y 

dirigir al caído. Semejantes catástrofes colectivas se dan también en la Iglesia y en las 
familias religiosas. Lo que sucede es que de ordinario se silencian. Nadie quiere saber 
nada de ¡as lacras en la propia familia. Mateo, por el contrario, procede de otra manera 
al contar la historia de Jesús. En la genealogía de Jesús según Mateo, no aparece la 
historia de un árbol genealógico sano sino una historia que enlaza con Jesús a través de 
gravísimos escándalos. Ya el hecho de dividir la genealogía en tres etapas de catorce 
generaciones cada una está indicando a las claras que la providencia divina acepta las 
irregularidades y las incorpora a sus proyectos. No necesitamos, por tanto, presentar una 
historia familiar inmaculada y santa. Por las brechas abiertas introduce Dios elementos 
nuevos y reconstruye las ruinas de las generaciones pasadas (Is 51, 4). La confesión de 
los errores de la propia familia religiosa y de la Iglesia en general es un acto liberador. 
Ocultar los errores o buscar fáciles disculpas para todo nos ata al pasado y nos 
predispone para repetirlo. Sólo el franco reconocimiento de una historia no siempre 
limpia nos dispondría para un futuro más santo. Jean Vanier, fundador de El Arca, ha 
descrito maravillosamente en su libro La comunidad, lugar de perdón y fiesta cómo una 
comunidad no puede vivir de la espiritualidad desde arriba. La elevación de sus altos 
ideales la incapacitan para aceptar al individuo real con sus limitaciones y traumas. La 
manera de comportarse una comunidad con los enfermos y con los sujetos considera dos 
anónimos de segunda categoría —obreros inconsiderados—, es el mejor comprobante 
que existe de la autenticidad de una comunidad cristiana. Vanier describe el papel de 
estos sujetos: 
Los miembros de segunda categoría traen un mensaje profético en sus dificultades. Son 
ellos los que sacuden la comunidad exigiendo de ella credibilidad. Hay demasiadas comunidades 
edificadas sobre el terreno movedizo de los sueños dorados y de bonitas palabras. En ellas se 
repiten como un tópico común palabras como amor, justicia, autenticidad, paz. El individuo de 
segunda categoría propone metas de exigencias reales. Sus gritos claman por la verdad, 
desenmascaran la mentira oculta bajo bonitas palabras, y dejan al descubierto la distancia entre 
lo que se predica y lo que se hace24. 
Los enfermos cumplen a misión de poner a la comunidad ante un espejo. Si ésta no 
quiere con templarse en él, se condena a edificar en falso. Dentro de un organismo, el 
miembro enfermo es siempre el más débil, pero en su debilidad está diciendo algo del 
organismo entero en cuanto tal. Lo mismo sucede en las comunidades religiosas. De ahí 
la insoslayable necesidad de prestar mayor atención a los enfermos, a los sujetos 
anónimos insatisfechos, a los criticones. Eso sería una espiritualidad desde abajo. 
San Benito tiene muy presente esta espiritualidad al hacer la descripción de la 
comunidad. Del abad exige adaptación al carácter y mentalidad de cada uno y mostrarse 
tan lleno de comprensión con todos que no sufra por el deterioro de la comunidad a él 
confiada sino que pueda, por el contrario, alegrarse por su florecimiento. Hacerse todo a 
todos, ayudar a cada uno en su individualidad. Para esto se requiere por parte del abad 
conocimiento personal de cada uno, acompañamiento al lugar donde vive y nunca 
desbordarle con exigencias de irrealizables ideales. La curación entra por el interés, por 
el descenso, por la aproximación. Interesante es el hecho de que es el capítulo sobre las 
sanciones donde san Benito usa con más frecuencia la palabra “hermano”. 
Evidentemente, la situación de crisis y desaliento reclama con mayor urgencia el interés, 
el respeto y la fe en Cristo visto en el hermano. «Utilice el abad todos los medios 
posibles para atender a los hermanos que han faltado, porque “no necesitan de médico 
los sanos sino los enfermos”». Los detalles de atención con los hermanos enfermos y 
24 J. VANIER: La comunidad. lugar de perdón y fiesta. PPC, Madrid. 

con su situación de crisis dentro del convento es el distintivo de una auténtica 
comunidad imbuida del espíritu cristiano. 
En una empresa, los enfermos no tienen nada que hacer. Incluso los miembros 
directivos pasan a segundo plano en la consideración cuando enferman corporal o 
psíquicamente y quedan parcial mente incapacitados para el rendimiento en el trabajo. 
Con esta inconsiderada valoración se está programando en la empresa una creciente 
situación de enfermedad en sus miembros. Llegar a considerar a los enfermos como un 
espejo para la comunidad y para cada uno de sus miembros y tratarlos con extremada 
solicitud y tacto espiritual es signo de identificación en una comunidad y crea, a la 
larga, un estilo de vida comunitaria más humano y con mayor grado de salud espiritual. 
Humildad y humor, rasgos esenciales de la existencia humana 
La espiritualidad desde abajo es un concepto nuevo para hablar de la vía de la 
humildad tal como describieron esta virtud los antiguos monjes. Si logramos situar bien 
la humildad dentro del espíritu de san Benito y de la tradición que le inspira, y 
consideramos esta virtud ante todo como una actitud religiosa, no caeremos en el 
peligro de desfigurarla asociándola a otros conceptos negativos como los de encorvarse, 
arrastrarse, ceder ante las exigencias de la vida, humildad de garabato..., expresiones 
todas de un profundo egoísmo larvado. La virtud no es un producto elaborable por el 
hombre porque es ante todo expresión de la experiencia de Dios y de la realidad 
humana. 
La humildad es el camino de descenso a la tierra, humus, a nuestra terrenalidad. 
La familiaridad con este concepto de lo terrenal nos introduce también en el concepto de 
humor que nos da un aspecto esencial de a humildad: su serenidad, su sentido del humor 
en el tratamiento de la propia realidad y del mundo. Pero la humildad es también 
descripción del camino del fracaso, del camino hacia el punto cero en el que ¡a vida 
parece desarticularse cuando en realidad es allí donde adquiere cohesión en su apertura 
a Dios. Si lográramos llegar a aceptar que el camino de la humildad es el camino hacia 
Dios, ya no perderíamos el tiempo combatiendo contra nuestra naturaleza y 
renunciaríamos a los inútiles esfuerzos por reformarnos. 
Yo descubro constantemente en el acompaña miento espiritual cómo mucha 
gente piensa que necesita eliminar sus faltas, desarrollar más espíritu de autoconfianza, 
hacerse más fuerte. Pero luego sufren desoladoras decepciones cuando comprueban que 
siguen siendo sensibles y vulnerables. El fracaso en los intentos por conseguir una 
perfecta imperturbabilidad, por sentirse seguros y fuertes es lo que nos puede abrir a 
Dios. Puede quizá hacer nos también más humanos. Si reconocemos y aceptamos 
nuestro ser vulnerables, nuestro estar sometidos al influjo de los sentimientos, necesitados de amor, 
dependientes alternativamente de estímulos y de frenos, lograremos 
hacernos más humanos que si hubiéramos logrado la serenidad estoica y la autonomía 
personal. Nos haríamos también más aptos para relacionarnos con los demás que si 
hubiéramos logrado blindarnos contra toda lesión. Y estaremos más capacitados para 
entender las cosas de Dios que si hubiéramos logrado el ideal prefijado. 

Una espiritualidad inspirada en los motivos de humildad lleva a la madurez de 
una personalidad que no se complace en hacerse artificialmente pequeña ni se comporta 
como quien pide disculpas por haber venido al mundo. La humildad lleva al 
conocimiento de la realidad interior, al esta do de serenidad, a la interpretación de las 
cosas con sentido del humor. Y el humor hace presentir que todo es posible en nosotros 
porque estamos formados del barro de la tierra y, por lo tanto, nunca debemos hacer 
ascos de nada terrenal. El humor es reconciliación con nuestra condición’ humana, con 
nuestra terrenalidad y limitación.) En el humor reside la posibilidad de ponerse uno de 
acuerdo consigo mismo tal como es. El sociólogo P. L. Berger llama al humor «signo de 
la trascendencia». En el humor se supera y domina espiritualmente una situación 
adversa porque por una parte se reconcilia uno con ella y por otra la supera y relativiza 
desde el punto de vista de Dios. Ahora bien, si el humor se reconcilia con la realidad y 
la trasforma, puede por el contrario el idealismo equivaler a una huida de la realidad. 
Puesto que no somos como nos gustaría ser, huimos de la realidad buscando refugio en 
elevados ideales y elaboramos teorías sobre la vida espiritual sin punto de contacto con 
la pura realidad de cada día. 
Heinrich Lützeler piensa que el humor siempre está relacionado con el intento de 
despojar a la realidad de toda máscara: 
Los más significativos creadores de figuras cómicas, —Aristófanes, Shakespeare, 
Cervantes, Molière, por ejemplo— eran hombres profundamente humanos y realistas, nada 
humano les resultaba extraño. Sabían descubrir lo humano detrás de mil disfraces, de suntuosos 
bastidores y sonoras palabras, y expresarlo en primeros planos con todo realismo25. 
El humor arranca del conocimiento propio sin máscaras y protege contra a 
tentación de considerarse uno a sí mismo como un monumento histórico. En el humor 
se encuentra a medida exacta de lo que uno es. Ya no hay peligro de reventar en el 
intento de hincharse para aparentar más. 
La persona capaz de contemplar sus defectos con una sonrisa, y la que se sabe enredada 
en las ligaduras de la materia, está en el camino del humor. Ambas distinguen agudamente la 
imperfección del mundo pero no con amargura, desprecio, desesperación o protesta. Aman a 
pesar de todo la belleza de este mundo profundamente convencidos de que incluso en lo 
imperfecto reina de alguna manera el orden. 
El humor crece en la imperfección de lo creado y llega a su máximo esplendor en el 
amor del mundo. Conoce las cosas pequeñas y las grandes, tiene suficiente libertad para no 
irritarse por lo pequeño. Sería una falta incalificable contra la fe pensar que los errores y enredos 
de los hombres pueden perturbar el gran orden del mundo en su conjunto. No se pueden exagerar 
las cosas. Sólo así es posible responder a los dones del cielo de la manera que el mismo cielo 
quiere: con paz, con serenidad, con fe en el resultado final26. 
Porque, en definitiva, el humor no es cosa de carácter sino de fe. El humor sabe 
decir sí a su des tino consciente de que «la nada humana está sostenida por el todo de 
Dios e impregnada de su amor.» Los conceptos fundamentales del humor: libertad, 
mesura, totalidad, juego, son también “aspiraciones profundas del hombre religioso. 
Nadie puede vivir de Dios sin liberarse de las cosas en cuanto individualidades para 
vivir en la totalidad, sin reconocer la medida y orden de cada cosa, sin realizar su 
existencia concebida como un alegre fluir del Creador de todo”. 
No es casualidad ni pura coincidencia el hecho de que todos los maestros de la 
vida espiritual en oriente y en occidente inculquen igualmente la virtud de la humildad. 
25 H. LUTZELER: Überder, Humor. Zür 966. p. 12. 
26 26 Ibidem. p 23 y 41. 

El reconocimiento de nuestra condición de humanos no es sólo una condición previa 
para la perfecta hominización sino también un presupuesto indispensable para entrar en 
la experiencia de Dios. Sin humildad existe siempre el peligro de pretender 
instrumentalizar a Dios. Por eso insisten tanto los místicos en pedir humildad. Sin 
humildad tendería el místico a identificarse precipitadamente con Dios y ya no habría 
distancia entre nuestro yo y Dios en nosotros. La tensión entre nuestra condición 
humana, nuestra terrenalidad, por un lado y el don de la gracia divina por otro, que nos 
impregna y hace hijos de Dios, es un componente esencial de la vida espiritual. Sólo se 
puede recibir el don dé la gracia cuando se es plenamente consciente de la realidad de 
ser humanos. Por eso no resulta exagerado ni extraño que hombres muy adelantados en 
el camino espiritual insistan en la humildad porque saben muy bien que el acceso a Dios 
sólo es posible en humildad. La humildad es el polo-tierra en nuestro camino espiritual. 
Cuanto más intensa sea la experiencia de Dios, con tanta mayor intensidad hay que 
acentuar también el antipolo, la humildad, la terrenalidad. De no hacerlo así estaríamos 
siempre en peligro de identificamos con Dios mismo y de instrumentalizarle en 
beneficio propio. La humildad protege nuestros encuentros con Dios contra la inflación, 
contra el ostentoso pavonearse, contra la tentación de identificación con Dios. Y hay 
que recordar también que la identificación con el ideal arquetípico lleva a alejarse o 
hasta a perder de vista la realidad. Me sentiré dividido, interiormente roto, obligado a 
cerrar los ojos a mi verdad. La humildad nos protege también contra la tentación de 
eliminar la figura de Dios de nuestro camino y la de saltar por encima de nuestra 
humanidad; nos defiende contra el orgullo peor enemigo del hombre religioso. 
Para los antiguos monjes, la humildad no es sólo un sentimiento de bajeza y 
terrenalidad sino también una versión distinta de la mansedumbre y ternura. La palabra 
utilizada en griego para hablar de la humildad es muy afín a los conceptos de bondad, 
amabilidad, mansedumbre. Para Evagrio Póntico es la mansedumbre la mejor marca o 
característica del director espiritual. Si se trata de la comprensión con las debilidades y 
faltas del prójimo, entonces se habla de misericordia. La mansedumbre de una persona 
demuestra que el conocimiento de sí misma ha logrado trasformar su corazón. Evagrio 
aconseja no separar la continencia de la mansedumbre: 
La continencia somete sólo las tendencias del cuerpo, la mansedumbre trasforma el 
entendimiento y lo convierte en vidente (Carta 27). 
Por eso es la mansedumbre un condicionante de la contemplación. Evagrio 
remite a Moisés, el hombre más manso del mundo (Num 12, 3). Sólo podemos ver a 
Dios si imitamos a Moisés en su mansedumbre y sin ésta lo único que con sigue la 
ascética es oscurecer el espíritu. Por eso aconseja Evagrio a sus discípulos: 
Ante todo no olvides nunca la mansedumbre ni la prudencia porque estas dos virtudes 
purifican el alma e introducen en la intimidad de Cristo (Carta 34). 
El Nuevo Testamento entiende la humildad como una conducta no sólo ante 
Dios sino también frente a los hombres. Por lo tanto, la humildad se relaciona 
íntimamente con otras virtudes como la mansedumbre, la amabilidad, la magnanimidad. 
“Revestías de ternura entrañable, de agrado, humildad, sencillez y tolerancia” (Col 3, 
12). Con estos cinco conceptos describe Pablo la conducta de Dios con los hombres y la 
conducta del hombre nuevo redimido por Cristo. El humilde nunca desprecia a su 
hermano o hermana porque ve a Cristo en ellos. Por eso pertenece a la humildad el 
componente de respeto ante el misterio del prójimo y la magnanimidad o grandeza de 
corazón, en el que siempre hay espacio para el otro. El que se ha encontrado con su 

humanidad ya no encuentra nada humano que le resulte extraño. Está reconciliado con 
todo lo humano que pueda encontrar, por ejemplo, en los débiles y enfermos, en los 
imperfectos y resentidos. Todo lo contempla a través del prisma misericordioso de Dios 
y con la mirada compasiva de Jesús. No le queda otra opción que la de imitar los 
ejemplos divinos de compasión y misericordia en todo cuanto ve en su propia alma y en 
los demás. Pero la mansedumbre no es un comportamiento que brota espontáneamente 
del carácter, tampoco es un concepto negativo equivalente a falta de agresividad. Es, 
sencillamente, una expresión de fe en la misericordia de Dios que envió a su Hijo a la 
realidad de nuestra tierra. Jesús asumió todo lo humano y, al asumirlo, lo redimió. En su 
humanidad cargó con todas nuestras debilidades y humanidades y las llevó al cielo. Por 
haber descendido a las profundidades de la tierra pudo también ascender al cielo. De 
esta manera nos enseñó el camino. No es posible ascender al cielo sin descender a las 
profundidades de la tierra, al humus, a la terrenalidad, a las zonas en sombras del 
inconsciente, a nuestra debilidad humana. Lo paradójico en la ascensión espiritual 
descrita por Benito al comienzo del capítulo sobre la humildad, es la paradoja de todo 
método de espiritualidad. Para subir a Dios hay que bajar al fondo de sí mismo. Este es 
el camino de la libertad, del amor, de la humildad, de la mansedumbre y misericordia, el 
camino de Jesús y nuestro camino. 
El objetivo de la humildad es conseguir el amor que echa fuera todo temor. El 
hecho de haber descendido en humildad al infierno del corazón contrito nos libra del 
temor al infierno eterno. En las profundidades sombrías del alma hemos encontrado a 
Cristo. Él las ha llenado de su luz y al iluminarlas las ha trasformado. El miedo estrecha 
el corazón. La liberación del temor en el camino de la humildad lo ensancha. Por eso se 
puede aplicar al final del camino de la humildad lo que Benito afirma al final del 
prólogo al camino monacal: 
Al que progresa en la vida monacal y en la fe se le ensancha el corazón y corre hacia la 
dicha inefable del amor por el camino de los mandamientos (Pról. 49). 
El corazón, al que ya nada humano le resulta extraño, se ensancha, se llena del 
amor de Dios capaz de trasformar todo lo humano. El camino de la humildad es camino 
de trasformación. En la espiritualidad desde abajo se encuentra el hombre con su propia 
realidad y se queda en Dios para que sea él quien trasforme todo en amor y todo se haga 
permeable al Espíritu de Dios. 
Conclusión 
Los ejercitantes a los que en nuestra casa de ejercicios hemos expuesto nuestra 
teoría de la espiritualidad desde abajo, opinan que ha significado para ellos una 
experiencia liberadora y curativa. También han manifestado en público sus experiencias 
en el sentido de que la espiritualidad desde arriba, por cuyos principios se habían regido 
anteriormente, les había introducido frecuentemente y como por la fuerza dentro de un 
corsé exageradamente estrecho y en ocasiones les había puesto enfermos. Siempre 
hemos intentado convencerles de que el camino de la espiritualidad desde arriba, 
seguido anteriormente, es simplemente bueno porque les ha ayudado a ser exigentes 
consigo mismos y a trabajar duro. Para expresarlo con un ejemplo. La espiritualidad 
desde arriba se parece a la piedra que un hombre de malas intenciones sujetó a la rama 
superior de una joven palmera para frenar la en su orgullo de altura. Unos años más 
tarde volvió por allí y vio con sorpresa que la palmera maltratada era la más grande y 
hermosa de todo el contorno. El peso de la piedra la había obliga do a hundir más 
profundo sus raíces. Así nos obligan también nuestros ideales a profundizar en el humus 
de nuestra vida. 
Pero nuestros ejercitantes comprenden que sería perjudicial seguir de ahora en 
adelante por ese camino de arriba. En la mitad de la vida, a más tardar, es necesario 
orientarse por el antipolo y practicar la espiritualidad desde abajo. Ahora necesitan 
armarse de valor para oír serenamente y seguir con decisión la voz de Dios hecha len 
guaje en su corazón a manera de pasiones, sentimientos, sueños, lenguaje pluriforme del 
cuerpo. Ahora es cuando necesitan rasgar el corsé asfixiante en el que se habían 
encorsetado para permitir que aparezca en toda su belleza la imagen que de ellos quiere 
Dios. 
Intentamos demostrar a nuestros ejercitantes que su camino anterior era 
razonable, lleno de sentido; que Dios les ha llevado por ese camino y les ha empujado 
por el impulso de sus ideales hasta ponerlos en el cuello del embudo, al reconocimiento 
de su incapacidad de reformarse para hacer posible ahora una entrega a Dios sin 
reservas y ponerse definitivamente en sus manos. Sin la espiritualidad desde arriba no 
hubieran probablemente llegado a esta situación. Pero resultaría en cierta manera una 
situación trágica si ahora, el que ha entrado por el cuello del embudo, empezara a 
revolverse con violencia para salir de él. Quedarían magullados por los golpes hasta 
hacerse sangrar. En el momento en que han llegado allí y cuando se sienten incapaces 
de salir por sus propias fuerzas, no deben forcejear; lo único que deben hacer es clamar 
a Dios para que los saque de allí hacia adelante. El lugar de experiencia de nuestra 
insuficiencia se convierte en lugar de encuentro con Dios. En ese encuentro nos 
presentamos a Dios con las manos vacías, encallecidas por el esfuerzo, cubiertas de 
rasguños, para que sea Dios el que nos salve. Allí abrimos las manos y palpamos en el 
fondo de nuestra nada la fuerza de la gracia, el amor de Dios, comprensible sólo, o 
mejor, en el momento en que llegamos a captar que solos no podemos nada. Hemos 
llegado a comprender con Pablo la virtud de la gracia de Dios que convierte nuestra 
fragilidad en plenitud y perfección.