Cincuenta días después

PENTECOSTÉS


El Espíritu Santo y la perfección del hombre

El nombre Pentecostés viene de Pentekoste, «cincuenta». Es el cincuentavo día después de Pascua. Pentecostés es la conclusión de Pascua. Ambas celebraciones tienen su origen en fiestas de la naturaleza. Pascua es la fiesta de la primavera. Pentecostés es el inicio de la recolección del maíz. Las dos festividades aluden, según los judíos, a acontecimientos de la historia sagrada. La Pascua es el recuerdo del éxodo de Egipto; Pascua es el recuerdo de la entrega de los diez mandamientos en el Sinaí. Para nosotros los cristianos, la Pascua es la fiesta de la resurrección de Jesús y Pentecostés la celebración del envío del Espíritu. Cada fiesta es también la celebración de la propia existencia humana. En Pentecostés celebramos la coronación de la existencia humana. Para comprender el papel de Pentecostés en el proceso de nuestra plenitud es bueno observar el origen concreto de esta festividad.

Por un lado está el número cincuenta. Con cincuenta años el hombre está en el umbral de la vejez. En Roma, con cincuenta años se estaba libre del servicio militar. San Agustín interpreta simbólicamente el número cincuenta: «El cincuentavo día tiene también otro misterioso significado. Siete veces siete es cuarenta y nueve, y si se regresa al principio y se cuenta el octavo día, que es también el primero, el número es cincuenta. Estos cincuenta días tras la resurrección del Señor ya no son una metáfora de la pena, sino de la paz y la alegría» (BETZ 152). El cincuenta es también una metáfora de la paz y la alegría. Con cincuenta años, opina el papa Gregorio Magno, el hombre se vuelve sabio, se convierte en un hombre de espíritu. Se refiere al mandato de Moisés sobre que los levitas se comprometan desde los veinticinco a servir en la Carpa del Encuentro. Con cincuenta años concluye este servicio. Entonces los levitas se convierten en guardianes del Recipiente Sagrado. Para el papa Gregorio, esta es una imagen de la labor directiva para la que san Benito estaba capacitado con cincuenta años (cf Lev 8,24ss). Tauler recoge esta interpretación de Gregorio. Para él, el hombre atraviesa en la mitad de su vida, con cuarenta años, una crisis espiritual. Hasta entonces su imagen de Dios se veía enturbiada con proyecciones. Entre los cuarenta y los cincuenta años el Espíritu Santo transforma su relación con Dios y lo hace capaz de comprender a Dios y de experimentarlo. Con cincuenta años se convierten, finalmente, en hombres del espíritu, en una fuente de sabiduría para los demás, se vuelven capaces de establecerse en la sabiduría y la experiencia de Dios.

En Israel el año cincuenta era un año jubilar: «No sembraréis, no segaréis las mieses crecidas espontáneamente ni vendimiaréis las viñas no cultivadas, pues es año jubilar, que será santo para vosotros» (Lev 25,11-12). Al mismo tiempo se perdonaban todas las culpas y los esclavos volvían a obtener la libertad. Es una bella imagen de la existencia humana. El año cincuenta debe ser un año de meditación, un año sabático en el que el hombre se detiene para reflexionar sobre lo que hasta entonces era injusto en su vida, lo que no se ha desarrollado conforme a la propia naturaleza y la voluntad de Dios. Debe perdonar todas las culpas, es decir, debe zanjar las desavenencias con los demás, pero también debe reconciliarse con su vida. Y debe conceder la libertad a los esclavos. Debe liberar todo aquello que hasta el momento ha mantenido como esclavo, aquello que ha mantenido dominado, para que pueda vivir realmente. Él mismo ya no debe vivir como esclavo ni tiene que demostrar su valor a través de su trabajo, sino como hijo o hija libre de Dios.

La fiesta de Pentecostés nos recuerda todas esas capacidades que resuenan inconscientemente. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre nosotros también debe concluir en nosotros los cincuenta. Entonces debemos alcanzar nuestro verdadero ser, la paz y la dicha, entonces debemos ser también capaces de convertirnos en guardianes del Recipiente Sagrado, es decir, de guiar a los demás y de acompañarlos. Los cincuenta días desde Pascua hasta Pentecostés quieren ejercitamos en la existencia humana. Los evangelios y las historias de Pascua, el relato de la ascensión de Cristo y del descenso del Espíritu en Pentecostés, describen el camino de la propia existencia humana, el camino de la resurrección de la tumba, de la resurrección en medio de nuestro día a día, del ascenso a nuestra propia humanidad, al cielo que hay en nuestro interior. Es un camino que nos conduce desde el Resucitado, que nos acompaña, hasta el Maestro interior que habla en nuestro interior. Nuestra propia existencia va desde la espera del Espíritu hasta el envío del Espíritu en la festividad de Pentecostés. Cuando el Espíritu viene es cuando nos convertimos realmente en nosotros mismos, cuando nuestras capacidades y posibilidades se agitan, entonces todo se transforma en nosotros. El capullo se abre y nace la flor de nuestra vida. Pentecostés es la festividad de la vida. Cuando el Espíritu de Dios, que al principio sopló sobre la creación, penetra en nosotros, volvemos a crearnos, entramos entonces en contacto con nuestros propios orígenes, con la imagen primitiva que Dios se ha hecho de nosotros.

Pero Pentecostés no sólo está relacionado con la propia existencia del individuo, sino también con la existencia y el crecimiento de la Iglesia. Pentecostés es el nacimiento de la Iglesia. Cuando el Espíritu Santo desciende sobre los hombres, los une, hace que sea posible una comunidad abierta a todos los que buscan y los que cuestionan. Se origina una comunidad que escapa de sus angosturas y que se convierte en levadura para el mundo. El hombre sólo culmina su propia existencia cuando se integra en la comunidad y trabaja con el resto en la obra que Dios nos ha encomendado a todos: hacer este mundo más humano, conformar y plasmar este mundo según la voluntad de Dios e imprimir en él el Espíritu de Dios. La Iglesia es la comunidad de aquellos que, junto con el resto, dan testimonio de la resurrección de Jesús. De ahí que deban ser testigo allá donde la oscuridad de la muerte parece derrotar a la vida, donde los hombres han perdido la esperanza, de la victoria de la vida sobre la muerte, de la victoria del amor sobre el odio, de la posibilidad de resucitar de entre los muertos.

 

Rituales de Pentecostés

Aunque Pentecostés tenga tal cantidad de significados para nuestro camino de la existencia humana y de la nueva comunidad, puede, sin embargo, decirnos más bien poco. Quizá se trata también de que la Iglesia no ha desarrollado ningún ritual específico para Pentecostés. La Navidad y la Pascua imbuyen el alma de los hombres profundamente, porque en Nochebuena y en la noche de Pascua se celebran rituales impresionantes. Para muchos, la misa de Pentecostés transcurre como el resto. Por eso sería importante retornar a los antiguos rituales de Pentecostés y trasladarlos nuevamente a nuestra época, para que el misterio de la festividad pueda impregnar profundamente el alma humana.

La misa de Pentecostés se distingue por las vestiduras litúrgicas rojas. Aluden al fuego que el Espíritu Santo quiere encender en nosotros. En Pentecostés debemos entrar en contacto con el fuego interior. En muchas regiones se realiza la procesión de Pentecostés o solemnes marchas del ganado. Ambas costumbres muestran que en Pentecostés los hombres se sienten atraídos a la libertad, que la belleza de la creación está integrada en la celebración litúrgica de esta festividad. De este modo, seguramente sería un buen ritual de Pentecostés caminar juntos y admirar la naturaleza floreciente. Pero también existen en Pentecostés costumbres especiales con el agua. El Espíritu Santo es la fuente que fluye en nosotros. La fuente es desde siempre un símbolo primitivo de la renovación de la vida que el Espíritu de Dios hace posible. Por lo tanto, en Pentecostés sería razonable ir en busca de fuentes, admirar la fuente, ver cómo fluye incesantemente. Es una metáfora de la fuente que fluye en nosotros, de nuestra fuente interior, que es inagotable porque es divina. También sería una buena costumbre sentarse junto a un arroyo o río y simplemente mirar cómo fluye el agua. Entonces podría vislumbrarse cómo la vida vuelve a fluir en nosotros cuando el Espíritu Santo hace que lo entumecido que hay en nosotros vuelva a fluir, y que lo marchito y seco vuelva a ser fructífero.

La Tierra se crea a través del Espíritu de Dios. El Espíritu Santo penetra en toda la creación. Cuando caminemos por la naturaleza podemos imaginarnos que el Espíritu que circula a través de cada árbol y cada flor también fluye en nosotros, que la fuerza de la vida que fluye por todas partes en Pentecostés también está en nosotros. O podemos ponernos conscientemente ante el viento y percibirlo. Entonces vislumbraremos que el Espíritu Santo nos acaricia suavemente o que también sopla sobre nosotros correctamente y puede borrar de un soplido lo polvoriento que hay en nosotros. O podemos ponernos bajo el sol y dejar que el calor del amor divino que fluye en nosotros a través del Espíritu Santo penetre en todo nuestro cuerpo. Así sentiremos que el amor de Dios nos conmueve realmente, que se extiende en nuestros corazones a través del Espíritu Santo, tal y como Pablo escribe en la Carta a los romanos (Rom 5,5).

Un buen ritual de Pentecostés sería preparar unas octavillas para la misa pentecostal en las que figurara, en cada caso, un don del Espíritu Santo. Después de la comunión, cada participante en la misa podría coger una hoja. Cada uno debería intentar vivir el don que le toque durante todo el año. Para ello no necesitamos limitarnos a los siete dones del Espíritu Santo ni a los carismas que san Pablo enumera en la primera Carta a los corintios. Cualquier capacidad que Dios nos otorgue es un don del Espíritu. Así está, por ejemplo, el don de la reconciliación, la esperanza, la sanación, la guía, la paz, la atención, la confianza, la apertura, el consuelo, la comprensión, la prudencia. En un curso pentecostal, dejamos que cada participante cogiera una tarjeta con un don del Espíritu y experimentamos todo lo que este provocaba en ellos. Algunos reflexionaban por qué habían cogido justo esa tarjeta. Otros no confiaban en poseer ese don. A otros también les daba miedo. Pero el don no es ninguna exigencia. Un hombre que había cogido el don de la sanación se preguntaba cómo debía interpretarlo. El don no significaba que tuviera que creer que podía sanar todas las heridas, sino que debía sensibilizarlo para la experiencia de que, en ocasiones, mana de nosotros un efecto sanador, de que podemos animar a los demás con una palabra, de que somos capaces de mitigar algunas heridas con nuestro humor. Los dones agudizan la conciencia que tiene lugar a través de nuestra salvación. Cada uno de nosotros tenemos más posibilidades de las que a menudo creemos. El don que elegimos nunca es casual. Siempre supone un desafío contar con la posibilidad de que efectivamente puede surgir en mí lo que el don describe. Una mujer que había cogido el don de la guía se asustó. No sabía cómo podía aplicarlo. Sin embargo, tras un pequeño diálogo, se animó a tomar la iniciativa en algunas situaciones y a interesarse por un problema en su familia que creía irresoluble. La fuerza de los dones de Pentecostés despierta en nosotros nuevas capacidades. Es un buen ritual trasladar a nuestra vida diaria aquello que celebramos en la Pascua.

 

Conclusión

Hemos recorrido los cincuenta días desde Pascua hasta Pentecostés. Hemos meditado sobre los evangelios de Pascua y sobre algunos relatos de los Hechos de los apóstoles. Espero que, en el camino de la Resurrección, hayas experimentado la nueva vida de la Resurrección; que hayas entrado en contacto con las posibilidades que Dios te ha concedido y con la felicidad que surge cuando algo nos sale bien, cuando la vida florece en nosotros. Cada época del Año Litúrgico supone un ejercicio en la propia existencia del hombre. Durante el Adviento y la Navidad se trata de un nuevo comienzo, que celebramos en el nacimiento de Jesús. Durante la Cuaresma se trata de ejercitar la paz interior y la reconciliación con el dolor, que también forma parte de nuestra vida. Durante la Pascua conviene experimentar una nueva vida que despunta con la resurrección de Jesús y que culmina con el envío del Espíritu en Pentecostés. Durante la Pascua debemos entrar en contacto con la felicidad que reside en el fondo de nuestro corazón, pero que con mucha frecuencia está recubierta de experiencias dolorosas o de infelicidad. La felicidad es una fuente de vida, que sana nuestras heridas y que nos otorga ganas de vivir. Sin la fuente de la felicidad, nuestra vida se volverá insípida.

Paradójicamente, en la literatura espiritual no se ha prestado la atención que merece al desarrollo de la nueva vida. Por eso me parece importante recorrer el camino de la Resurrección conscientemente como un camino con cada vez más vida, libertad, felicidad y amor. El que recorre el camino de la Resurrección de forma consciente experimenta el centro de la fe cristiana, el misterio de la muerte y resurrección de Jesús, de la ascensión de Cristo y del envío del Espíritu. Y al mismo tiempo conduce al misterio de la propia existencia humana. El camino hacia la existencia humana pasa siempre por ascensos, caídas, enterramientos, alzamientos, marchas, despedidas, por el cielo que está en nosotros, por la experiencia del Maestro interior y por el Espíritu Santo, que se vierte sobre nosotros y hace florecer la vida en nuestro interior, que desarrolla nuestras capacidades y posibilidades.

En las historias de la Resurrección se habla de personas que reaccionan de forma distinta ante esta experiencia. Dudan, rechazan el desafío de levantarse, se cierran contra el Espíritu que quiere transformarles. Sin embargo, muchos se ven finalmente desbordados por la fuerza de la Resurrección y alcanzados por la vida del Espíritu Santo. Así es como nos encontramos en estas personas. Quieren animarnos a que también nosotros encontremos el camino de la Resurrección y de la Perfección por encima de nuestras dudas y miedos, a que la Pascua y Pentecostés también tengan lugar en nuestro día a día para que transformen nuestra vida. Te deseo que el camino de la Resurrección te conduzca hacia la plenitud de la vida que Cristo ha prometido y que la Iglesia celebra en Pascua; que la dicha de la Pascua te alcance y te dé nuevas fuerzas y que no sólo experimentes esta dicha entre Pascua y Pentecostés, sino durante todo el año, sobre todo los domingos, cuando pensamos de forma especial en la resurrección de Jesús.

 

Bibliografía

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