Sexta Semana de Pascua

RESURRECCIÓN

Y ASCENSIÓN

 

Domingo


Despedida y consuelo (
Jn 14,18-20)

En la sexta semana de Pascua se celebra la festividad de la Ascensión de Cristo. Los evangelios se escogen todos los días del discurso de despedida. En él Jesús consuela a sus discípulos, diciéndoles que no los dejará solos cuando muera o, tal y como la Liturgia lo entiende, cuando suba al cielo: «No os dejaré abandonados; volveré a estar con vosotros» (Jn 14,18). Aunque Jesús suba al Padre, no nos dejará abandonados. A decir verdad, ya no está entre nosotros tal y como estaba con los discípulos: palpable, audible, visible. Sin embargo, está con nosotros de otra forma. Se necesitan los ojos de la fe para reconocer su presencia entre nosotros: «Dentro de poco el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis, porque yo vivo y vosotros también viviréis. Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,19-20). El mundo está ciego para ver al Resucitado. El creyente, sin embargo, ve a Jesús. Lo reconoce en aquello que vive. Este es, para mí, un importante criterio para la experiencia de Dios. Allí donde vivo y donde florece la vida en mí, allí veo al Resucitado y allí experimento a Dios. En nuestra vida que sale del estupor, que florece desde el vacío, reconocemos al Resucitado.

Y en la vida que también vence a la muerte en nosotros, reconocemos que Cristo está en el Padre y que nosotros estamos en Cristo y Cristo en nosotros. Es un mensaje consolador el que nos deja en su despedida. Ya no caminará junto a nosotros, sino que estará en nosotros, y nosotros estaremos en él. La Ascensión nos concede una nueva aproximación a Cristo. A decir verdad, ya no podemos verle ni oírle exteriormente, pero está en nosotros mismos, se ha convertido en nuestro yo más profundo. Allí podemos escucharlo totalmente en el suave pulso de nuestro corazón. Allí podemos verlo si miramos en nuestro interior y percibimos en lo más profundo de nuestra alma una profunda paz interior. Evagrio Póntico, el autor monacal más importante del siglo IV, nombra el ámbito de nuestro interior en el que Cristo habita en nosotros: «Contempla la paz». No vemos a Cristo en su forma externa, pero lo contemplamos con los ojos de la fe en forma de paz, como armonía con nosotros mismos, como unidad. Esta paz se puede ver. Se reconoce en el carisma de una persona, en la concordancia de sus movimientos, en la luz que irradia de su rostro, en la armonía de sus palabras con su ser.

Jesús entiende que los discípulos estén llenos de tristeza. Pero nos promete que nuestra preocupación se transformará en dicha. Nos compara con la mujer que se preocupa cuando debe dar a luz: «Pero cuando ya ha dado a luz al niño, no se acuerda más de la angustia por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo. Así también vosotros estáis ahora tristes; pero yo os veré otra vez, y vuestro corazón se alegrará y nadie os quitará ya vuestra alegría» (Jn 16,21). Cuando Jesús va al Padre en su muerte y Ascensión, se produce una especie de nacimiento para nosotros. Al mismo tiempo nacemos como nuevos hombres. ¿Cómo debemos entender esto? Descartamos nuestra antigua identidad, aquella en la que estamos definidos por el mundo, por el éxito y el fracaso, por el reconocimiento y la donación. Lo que importa ahora en nuestra existencia es que Cristo está en nosotros. Y Cristo es la verdadera dicha que hay en nosotros, una dicha que nadie nos puede arrebatar. Cristo no sólo se identifica a sí mismo con el amor, sino también con la dicha (cf Jn 15,10-11) . En él entramos en contacto con el verdadero amor y con la verdadera felicidad que están esperando en el fondo de nuestra alma, pero que muy a menudo no tienen ningún contacto con nuestra conciencia.

La despedida que Jesús tiene con los discípulos quiere recordarte todas las despedidas que tuviste que llevar a cabo en tu vida. Tuviste que despedirte de tu niñez, de tu juventud, de los tiempos de éxito, de los tiempos en los que se te necesitaba, en los que estabas en el centro, en los que estabas lleno de fuerza. Tuviste que despedirte del amor de las personas, de los lugares en los que te gustaba vivir. Cada despedida duele. Pero en cada despedida reside también la oportunidad de algo nuevo. Reflexiona sobre de qué tuviste que despedirte hoy. ¿Qué tenías que dejar tras de ti para que la nueva vida pueda florecer en ti? Cuando pasees, imagínate que con cada paso dejas tras de ti a personas, lugares, costumbres, heridas, decepciones, para entrar conscientemente en una nueva tierra. Sólo puedes despedirte porque sabes del consuelo del que no camina solo, porque el Resucitado camina contigo y está en ti.

 

Lunes

El cielo se abre sobre tus profundidades (Lc 24,50-51)

Lucas retrata la ascensión de Jesús con pocas palabras, pero pragmáticas: «Levantó las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y subió al cielo» (Lc 24,50). En la ascensión de Cristo se abre el cielo sobre nosotros. Los cristianos primitivos elevaban sus manos a Dios al rezar. Rezaban en la posición del orante. Cuando rezo con las manos elevadas, puedo imaginarme que al rezar el cielo se abre sobre mi vida. Estoy profundamente arraigado a la tierra y alzo mis manos al cielo. El cielo alcanza entonces la oscuridad de mi miedo, lo telúrico y lo instintivo de mi vida. Pero al rezar no sólo abro el cielo sobre mí, sino también sobre las personas que están en mi corazón, sobre la ciudad en la que estoy y sobre todo el país. Cuando muchas personas rezan en un lugar elevando las manos, uno puede imaginarse bien que el cielo se abre para todos aquellos cuyo cielo está gris y cerrado, para los que Dios ya no tiene ningún sentido, para los que ya no dirigen su mirada hacia arriba sino que sólo miran hacia aquí, hacia la tierra que conocen medianamente. Al rezar se abre el cielo sobre nosotros y sobre nuestro mundo. Esto me quedó claro una vez en el monte Athos, mientras celebrábamos durante toda la noche un servicio religioso con motivo de la festividad de la Transfiguración. Se abrió entonces en la oscuridad de la noche una ventana que hizo posible que se viera el cielo. Cuando se cantan salmos y cantos durante horas, se ve todo el mundo con una luz diferente. Entonces el mundo ya no está encerrado en sí mismo, sino abierto para el cielo, entonces se reúnen cielo y tierra allí donde rezamos.

En el evangelio de Juan dice Jesús: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3,13). La consumación de la ascensión de Cristo no significa que huimos de esta tierra hacia el cielo, que como tormentas celestes pasamos por encima de la tierra. Ese es el peligro de las personas devotas que tan fascinadas están por Dios, que prefieren dejar todo lo terrenal atrás. Pero ya el mito de Icaro, la tormenta celeste, que cae precipitadamente, muestra que ese es un camino equivocado. No podemos saltar por encima de nuestras dificultades terrenales, de nuestros instintos, de nuestras oscuridades. Sólo cuando tenemos el valor de descender a nuestra humanidad se abrirá el cielo sobre nosotros. San Benito lo mostró en su capítulo sobre la humildad, en el que ve la escalera de Jacob como una metáfora de nuestro camino espiritual: sólo el que baja a la tierra, al humus (humilitas: «humildad»), será capaz también de subir hasta el cielo. Lucas escribe en su evangelio que el cielo ya se abre sobre Jesús cuando desciende sobre el agua del Jordán, sobre las mareas que se habían enturbiado por culpa de toda la humanidad, sobre el agua de la inconsciencia, sobre el reino de las sombras, sobre los demonios, los poderes de este mundo, sus prácticas abusivas. Allí donde Jesús entra en contacto con los riesgos externos de la humanidad, allí se abre el cielo sobre él (Lc 3,21-22). Y cuando Jesús rezaba lleno de miedo en el monte de los Olivos para que se apartara de él el cáliz de una muerte violenta, cuando el sudor fruto de su miedo caía al suelo como gotas de sangre, cuando se sintió abandonado por sus discípulos, entonces volvió a abrirse el cielo sobre él y un ángel descendió y lo fortaleció (Lc 22,43-44). Allí donde llegamos al fin, cuando ya no sabemos, cuando, a pesar de nuestra fe, estamos llenos de miedo y de dudas, allí se abre el cielo sobre nosotros. Entonces nos envía Dios a su ángel para fortalecernos. El ángel une el cielo con la tierra. Trae el cielo a la tierra en medio de nuestro miedo y de nuestra miseria.

¿Cuándo quieres escapar de la tierra y sus angosturas? ¿Utilizas el cielo como una huida de las dificultades que te hostigan? ¿has sentido ya que el cielo se ha abierto sobre tu miedo? ¿Qué significa para ti ascender a través del descenso? ¿Cuándo rehúsas a descender al más profundo de tus abismos? Reflexiona sobre la escena del bautismo de Jesús (Lc 3,21-22) y sobre la oración de Jesús en el monte de los Olivos (Lc 22,43-44). Quizá entonces se abra el cielo sobre tu miedo y sobre las mareas de tu vida.

 

Martes

El cielo está en ti (He 1,10-11)

No sólo debemos buscar el cielo arriba. En los Hechos de los apóstoles, Lucas nos cuenta que los discípulos miran al cielo fijamente para ver cómo ascendía Jesús. Entonces «se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: "Galileos, iqué hacéis ahí mirando al cielo?"» (He 1,10-11). Los dos ángeles les advierten a los discípulos que Jesús regresará. No deben seguirlo con la mirada, sino que deben mirarlo allí donde regrese. Y ese lugar es el propio corazón. Así lo plasmó Ángel Silesio en sus famosos versos de El peregrino querúico de una forma clásica:

«iDetente! iAdénde vas? El cielo está en ti.
Si buscas a Dios en otra parte, lo perderás para siempre».

El cielo no se busca en cualquier lugar, sino en nosotros. Esto se ajusta a la visión que Lucas tiene del mundo. Lucas es griego. Retrata a Jesús como el peregrino divino que ha descendido del cielo para recordarnos nuestra esencia divina, para hacer posible que el reino de Dios esté en nosotros, para que el cielo esté en nosotros. No sólo somos personas de este mundo, sino que también somos personas del cielo. Dios nos visita a través de Jesús. Lucas tiene aquí la imagen de los sabios griegos en la cabeza, en la que los dioses se dirigen a los hombres en forma humana. El cántico de alabanza de Zacarías dice así: «Porque ha intervenido para liberar a su pueblo (...) gracias a la bondad misericordiosa de nuestro Dios, por la que nos visitará como el sol que nace de lo alto» (Lc 1,68.78). A través de Jesús, es el propio Dios el que baja a la tierra y nos visita. Se hospeda como un caminante en nuestro hogar, en el de nuestras comunidades, pero también en la casa interna de nuestros corazones, para dispensarnos la misericordia y la amistad de Dios hacia los hombres.

Orígenes, el gran teólogo griego, lo plasmó así: «Coelum es et in coelum ibis» («Eres cielo y vas al cielo»). Somos las dos cosas, hombres que llevan el cielo en su interior y hombres de camino hacia el cielo. Los dos mensajes son centrales para el evangelio de Lucas. Como Jesús, somos peregrinos entre el cielo y la tierra. Como Jesús, nos dirigimos hacia el cielo. San Agustín adornó la experiencia con estas palabras: «Portando Deum coeli, coelum sumus» («Como llevamos al Dios del cielo, somos cielo»). El cielo ya está en nosotros, porque Cristo está en nosotros. Pero al mismo tiempo estamos de camino al cielo, en el que veremos a Cristo en su gloria. Una historia jasídica responde a la pregunta sobre dónde se esconde Dios: «En el corazón de los hombres». Dios vive en el corazón de los hombres. Y allá donde Dios habita, está el cielo.

Para los monjes, sobre todo para Evagrio Pöntico, que continuamente hablaba de las habitaciones interiores, está en cada hombre. Para él es el ámbito del amor y el habitáculo que está libre del enturbiamiento de las pasiones. Evagrio describe este habitáculo interior con diversas imágenes. Es el lugar de Dios. En él vemos una luz que brilla como un zafiro. Es Jerusalén, exhibición de paz. Allí estamos en armonía con nosotros mismos. Los monjes de la Edad media establecían esta comparación: «Cella est coelum» («La celda es el cielo»). No se refieren con ello solamente a la celda de los monjes, en la que el monje está solo con su Dios, en la que mantiene amistosos diálogos con su Dios. La celda también es un lugar interior, una habitación de silencio puro, en la que el monje vive junto a Dios. Los monjes también hablan de este lugar como valentonarium, cuarto de los enfermos, cuarto de la salud. Cuando al rezar nos sumergimos continuamente en este habitáculo interior, podemos sanar todas nuestras ofensas y heridas y obtener nuevas fuerzas. En esta celda interior, la presencia de Dios nos envuelve sanadora y cariñosa.

Cuando medites, hazlo con una de las imágenes nombradas anteriormente. Imagínate que el cielo está en ti y que llevas a Dios en tu cielo. O siéntate pacíficamente en tu habitación. Observa qué percibes en tu habitación, en la que diariamente pasas tantas horas. Y entonces imagínate que tu habitación es el lugar en el que Dios vive contigo, en el que Dios quiere dialogar contigo, en el que Dios sana tus heridas.

 

Miércoles

El Maestro interior (Lc 24,51)

Jesús se despide de los discípulos y los abandona. Ya no pueden seguirlo externamente. Jesús no es un gurú al que seguir. Se ha ido al cielo para estar cerca de nosotros de una nueva forma. Se ha convertido en nuestro Maestro interior. Hay que advertir cuándo se nos acerca realmente una persona. Se nos acerca cuando entramos en contacto con ella, cuando hablamos con ella, cuando la besamos. Pero en esta cercanía también hay siempre extrañeza. A veces no sentimos al otro. En el encuentro nos quedamos a menudo en la superficie y no llegamos a alcanzar el corazón del otro. Jesús ahora no está a nuestro lado para que lo toquemos y lo palpemos o para que podamos abrazarlo. Debemos soltarlo para que pueda subir al cielo. Debemos despedirnos de las ilusiones que nos hemos hecho sobre esta vida. Hay que despedirse de todas las dependencias y apegos, pero también de la carga del pasado, de las ofensas y las heridas de la historia de nuestra vida. No podemos arrastrarlas siempre con nosotros. De lo contrario, estaremos anclados en el suelo. De lo contrario, no podremos ascender con Jesús al cielo.

Hoy en día existe el afán de seguir a un gurú. Muchos se convierten en gurús ellos mismos, a otros los convierten sus seguidores. Jesús no es ningún gurú. Ha ido al cielo para que no lo imitemos exteriormente, sino para que nos parezcamos a él interiormente. Pablo dice que llevamos a Cristo como si fuera una túnica. No sólo podemos ser uno con su credo, sino también con su ser interior, con su Espíritu, con todo lo que lo compone. Seguir a Jesús no significa ocultar nuestros propios pensamientos y sentimientos. Seguimos a Jesús cuando estamos en armonía con nuestro yo interior, cuando seguimos al Maestro interior. El Maestro interior habla a través de nuestros pensamientos y sentimientos, a través de nuestros sueños, de nuestro cuerpo, de los impulsos que nos da diariamente si escuchamos con la suficiente atención.

Jesús como Maestro interior no significa que se convierte en nuestro súper yo, que hemos interiorizado sus principios como los mensajes de nuestros padres. El Maestro interior exige disputas continuas. Debemos enfrentar a Jesús todo aquello que surge en nosotros y dejar que lo cuestione. Algunos dicen que me tengo que preguntar en todo lo que hago: ¿qué diría Jesús de eso? Esto puede servir a menudo de ayuda. Pero debemos tener cuidado de no meter en Jesús la voz de nuestro propio súper yo. Para reconocer qué es lo que Jesús diría, debemos escucharnos a nosotros mismos y atender a nuestra voz interior. Pero entonces volvemos a correr el peligro de confundir nuestras propias ideas con las de Jesús. Hay que enfrentar continuamente nuestras ideas y pensamientos con las palabras que Jesús nos ha dicho. Para eso no debemos ver en las palabras de Jesús sólo las letras, sino que debemos meditarlas para descubrir al Espíritu de Jesús en ellas: «El Señor es Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2Cor 3,17).

¿Conoces al Maestro interior en tu interior? ¿O prefieres seguir a los maestros externos y te diriges hacia ellos porque el camino parece seguro? Confía en que Jesús, como Maestro interior, te mostrará también el camino que debes seguir en lo más profundo de tu corazón. En tu corazón está todo lo que necesitas para que tu vida tenga éxito. No dependas de las opiniones de otros. No busques continuamente en los demás el camino correcto para vivir. Tu Maestro interior te conduce por el camino por el que te vas acercando cada vez más a la única y extraordinaria imagen que Dios se ha hecho de ti. Cuando te escuchas a ti mismo sabes a ciencia cierta en tu interior qué es lo que haces bien, qué es lo que te hace avanzar en tu camino interior. Pero es necesario confiar en ese Maestro. Queremos estar continuamente seguros, buscar en los demás la aprobación de la rectitud de nuestro camino. Debes renunciar a esta aprobación y confiar en el Maestro interior. Te conduce hacia un camino mejor que el de cualquier guía espiritual o terapéutico.

 

Jueves

Elevarse sobre nosotros mismos (Sal 68,19)

Cuando Jesús sube al cielo se lleva su naturaleza humana con él hacia el Padre. Pero, al mismo tiempo, con su humanidad también nos ha llevado al cielo a nosotros, a nuestra vitalidad y sexualidad, a nuestros miedos, nuestros deseos, nuestros defectos y pasiones, nuestra fuerza y nuestra debilidad. La Liturgia plasma este misterio en los extraordinarios versos del salmo que se cantan como Aleluya en la actual celebración: «El Señor vino en ellos del Sinaí al santuario. Tú subiste a la altura llevando prisioneros [ascendens captivam duxit captivitatem]» (Sal 68,19) . El verso del salmo es difícil de traducir. San Jerónimo lo explica diciendo que Jesús, en su Ascensión al cielo, llevó consigo a los presos capturados. ¿O pueden interpretarse las palabras de san Jerónimo como que Cristo también ha aceptado el cautiverio de los cautivos, que también ha ascendido con nuestro cautiverio? La Liturgia ha comprendido a veces estas enigmáticas palabras como una descripción de la Ascensión.

La Liturgia suele interpretar la ascensión de Cristo como que Cristo también nos conduce al cielo a nosotros los hombres, que estamos cautivos en nosotros mismos o encadenados por Satán. A menudo vivimos aquí en la tierra en una cárcel, la cárcel de nuestro miedo y de nuestra tristeza. Estamos atados a nosotros mismos, trabados en un tira y afloja con nuestras emociones, defectos y pasiones, en nuestra culpa y nuestro sentimiento de culpa. Nos implicamos en relaciones turbias, en intrigas y juegos de rol. Nos aferramos a nosotros mismos, a nuestro orgullo, que nos impide reconocer la propia verdad. Nos encadenamos a nuestro cuerpo, que con mucha frecuencia nos tiene atrapados. En su Ascensión, Jesús nos ha tendido la mano, nos ha cautivado con su amor. Y así ha transformado nuestra prisión. Con su amor nos ha llevado con él al cielo. Karl Rahner lo plasma así: «Se ha llevado consigo lo que había cogido. La caduca carne, el espíritu humano, que se oscurece durante el martirio y que ya no tiene respuestas, el trémulo corazón. Aquello que soy: ese estrecho orificio lleno de oscuridad, en el que las preguntas y la incomprensión avanzan como ratas sibilantes y en el que no encontramos ninguna salida» (RAHNER 95). Jesús ha conducido nuestra prisión, nuestra oscuridad, nuestra frialdad, nuestra soledad, nuestro desencuentro en su Ascensión hacia el ámbito de Dios, hacia el cielo, hacia el lugar del amor divino. Allí estamos elevados, elevados sobre nosotros mismos, allí estamos en casa.

Es una nueva concepción del hombre la que se nos muestra en la festividad de la ascensión de Cristo. Mientras Cristo ha ascendido nuestra naturaleza humana al cielo, nos ha otorgado un carácter divino. Y con ello nos muestra que sólo podemos ser verdaderos hombres si nuestra naturaleza se atreve a caminar sobre sí misma, hacia el cielo, al que Jesús ha subido en cuerpo y alma. Nuestra existencia humana no está completa. Si sólo nos aferramos a nuestra humanidad, nos preparamos ya aquí para el infierno. Sólo podemos vivir humanamente cuando nos elevamos sobre nosotros mismos hacia el ámbito divino. Sólo en Dios está también nuestra existencia humana completa.

Para mí es propio de la festividad de la ascensión de Cristo recorrer nuestra arboleda junto al arroyo con los versos del Aleluya («Captivam duxit captivitatem» , «llevando prisioneros»). Me imagino que yo, así, tal y como soy, camino por el sendero con mis dependencias, en la prisión de mi ser, atado, sin libertad, pero que al mismo tiempo me elevo sobre mí a través de Cristo, que me lleva con él al cielo. Quizá puedes meditar hoy también el verso del Aleluya a lo largo de tu camino. Podría revelarte el misterio de tu existencia humana, que tu cautiverio asciende, que a pesar de estar fijado al suelo eres conducido al cielo.

Otro ritual que corresponde para mí a la festividad de la ascensión de Cristo es caminar con las palabras de san Pablo: «Nuestra patria está en los cielos» (Flp 3,20). O con la pregunta de Novalis: «iAdónde nos dirigimos? Siempre a casa». Entonces se despierta en mí la idea de que siempre estoy de camino hacia un hogar último, hacia el cielo. Ese es el objetivo de mi peregrinaje.

 

Viernes

La celebración de la Pascua en el día a día (Lc 24,52-53)

«Y se volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24,52-53). Con estas palabras finaliza el evangelio de Lucas. Los discípulos no se quedan fascinados en el sitio en el que Jesús se ha despedido de ellos. Van a casa, pero en un estado diferente: llenos de alegría. Con esta alegría pueden ahora vivir y actuar de otra forma. La experiencia de la Ascensión nos envía al día a día, donde vivimos y trabajamos. Tenemos que llevar el cielo allí donde esté nuestro día a día, donde esté el infierno, donde gobiernen el vacío y la insensatez. La alegría ensancha el corazón y nos abre al encuentro con las personas. Y nos da alas, para que vayamos a trabajar con ganas e imaginación. Allí donde las personas viven el día a día con esta felicidad se abre el cielo sobre todos aquellos con los que se encuentran.

Se dice de los discípulos que estaban siempre en el templo y alababan a Dios. Los discípulos experimentaban el cielo en el servicio religioso, en la alabanza conjunta a Dios. Entonces se abría una ventana al cielo para ellos. La experiencia de la Ascensión tenía lugar continuamente en el templo. Para nosotros también puede ser la misa el lugar en el que vemos el cielo abierto. Naturalmente hay misas que sólo arrastran al cansancio y al aburrimiento. Pero en ocasiones sucede, sin embargo, que sentimos de repente al cantar, al escuchar, en la comida comunitaria, que se crea una atmósfera totalmente densa, que el cielo se abre. En la misa, nos dice la Iglesia, tomamos parte en la Liturgia celestial que los ángeles y los santos celebran ante el rostro de Dios. Cuando soy consciente en la oración de nuestro coro de que «frente a los dioses cantaré para ti» (Sal 138,1; RB 19,5), todo lo demás se vuelve relativo para mí. No huyo de los problemas de mi día a día, pero siento que estos pierden ímpetu. Ya no son una carga para mí. Están ahí, pero no los siento importantes. Me siento libre. Entonces se abre realmente el cielo. Y el cielo abierto abre también mi corazón y lo ensancha. Es capaz de ser feliz. Un corazón estrecho no puede experimentar la felicidad. La felicidad tiene lugar solamente allí donde se ensancha el corazón.

No puedes obligarte a ser feliz. Y cuando te llamo a la felicidad difícilmente te pondré contento. Pero si te pones las imágenes de la Pascua y de la Ascensión ante los ojos y meditas sobre ellas, puede abrirse entonces tu corazón y llenarse de felicidad. La felicidad ya está en ti. No debes conseguirla artificialmente. Solamente con mucha frecuencia te ves privado de ella porque te preocupas en exceso de lo que no es bueno en ti y a tu alrededor. Deja que la Pascua y la Ascensión vuelvan a ponerte en contacto con tu felicidad. E intenta mirar bajo el amplio horizonte del cielo a tu vida con un corazón abierto. Entonces descubrirás la dicha que reside en el fondo de tu corazón. La dicha de la Pascua transformará tu día a día. Te resultará más sencillo completar tus tareas.

 

Sábado

Somos linaje de Dios (He 17,29)

Cuando busco en los Hechos de los apóstoles un relato que describa la ascensión de Cristo de la forma más convincente, me viene a la cabeza un sermón que Pablo dio en el areópago en Atenas. Se trata del discurso más discutido de la literatura mundial. A los atenienses les gustaba discutir en el areópago sobre las numerosas vertientes filosóficas que había entonces. Pablo comienza su discurso describiendo a los atenienses como especialmente religiosos. En sus monumentos sagrados había encontrado un altar con la inscripción: «Al Dios desconocido» (He 17,23). Entonces predica sobre ese Dios desconocido, que ha creado cielo y tierra y que ha invitado al hombre a buscarlo «y a ver si buscando a tientas lo podían encontrar; aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en Él vivimos, nos movemos y existimos, como alguno de vuestros poetas ha dicho también: "Porque somos de su linaje"» (He 17,27-28).

A través de su Ascensión, Cristo nos ha elevado a Dios. Ahora podemos decir realmente de nosotros que nos movemos en Dios y que vivimos en Dios y estamos en Él. Pablo aplica aquí las enseñanzas de los estoicos y de los epicúreos, que por aquel entonces predicaban su filosofía en Atenas. Pero no interpreta esta afirmación desde el panteísmo, sino según su mensaje de Resurrección. Como Dios ha alzado a Jesús de entre los muertos y lo ha elevado al cielo, por eso vivimos nosotros aquí en la tierra ya en el cielo, por eso ya estamos en Dios. Y Pablo cita al poeta Arato, que provenía de su patria, Cilicia. La cita está sacada del poema didáctico Los fenómenos, que Arato había compuesto en el 270 a.C.: «Somos linaje de Dios». En estas palabras está la dignidad del hombre, tal y como se hace visible en la Ascensión, plasmada ya escientos años antes de la obra de Jesús. Pablo enlaza aquí con la sabiduría de los griegos para anunciarles un mensaje que cumpla el deseo de sus filósofos. Los exégetas discuten sobre si somos del linaje de Dios por naturaleza o si sólo lo somos a través de Cristo. Lucas deja la cuestión abierta. Para él es determinante que el pensamiento de los griegos se cumple en Jesucristo. Como cristianos, podemos decir verdaderamente al contemplar la ascensión de Jesús: «Somos del linaje de Dios». Allí donde vayamos estamos inmersos en Dios, envueltos en su salvadora y amorosa presencia. Respiramos en Dios, lloramos en Dios, nos alegramos en Dios, estamos tristes en Dios. Sólo vivimos realmente cuando estamos en Dios. Lucas utiliza aquí el término zomen para la única y verdadera vida. La verdadera vida es solamente la vida en Dios. Los filósofos griegos han enseñado que Dios es el verdadero Ser. Nuestro ser ya es un ser que participa de la existencia eterna de Dios. Sin Dios caemos en la nada. Lucas muestra en el discurso de Pablo en el areópago que contemplar la resurrección y la ascensión de Jesús imprime nuestra imagen de Dios y nuestra imagen del hombre. Dios y el hombre se ven como uno solo, no a Dios sin el hombre ni al hombre sin Dios. Es esta la afirmación más bella que una persona ha hecho sobre la relación entre Dios y el hombre. No sólo estamos relacionados con Dios, sino que vivimos, nos movemos y estamos en Dios porque somos del linaje de Dios, porque en nuestro corazón tenemos una esencia divina, porque interiormente somos semejantes a Dios, creados a su imagen y semejanza.

Si recorres el día con estas palabras, reconocerás quién eres realmente. Tu vida obtendrá un nuevo sabor. Te vivirás a ti mismo de una forma distinta. Imagínate que en cada instante estás en Dios y que te mueves en Dios. Cuando caminas, caminas en Dios. Cuando respiras, respiras en Dios. Cuando haces un gesto, no sólo lo haces ante Dios, sino en Dios. La fe en que esta idea no sólo es una imaginación, sino que es real, te introduce en el misterio de tu vida y te muestra tu verdadero carácter.