Capítulo cuarto
EL CANON DE LOS LIBROS SAGRADOS
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La inspiración otorgada por Dios a los autores sagrados tuvo por fruto la composición de los libros a los que la tradición judía y luego la de los apóstoles y de la Iglesia dieron el nombre significativo de Escrituras. En cuanto a la palabra griega canon (o su equivalente latino regula), designa en el Nuevo Testamento 2 la regla de vida (Gál 6, 16), y en la Iglesia antigua la regla de conducta (1 Clem 1, 3) establecida por 'la tradición (1 Ciem 7, 2), la regla de una función sagrada (1 Clem 41, 3), la regla de la fe o de la verdad 3, la disciplina eclesiástica 4... Estos empleos dan a entender en qué sentido se habló primeramente del canon de las Escrituras : era la regla (de fe y de vida) prescrita por las Escrituras; a éstas se las llamaba canónicas en el sentido activo de la palabra. Pero a partir

  1. J. RuwET, en Institutiones biblicae°, p. 109-232 (con bibliografía hasta 1951). E. M.NGENOT, Canon des livres saints, DTC, t. 2, col. 1550-1605. H. Hotel, Canonicité, DBS, t. 1, col. 1022-1045. A. TRICOT, Le Canon des Écritures, en Initation bibliques, p. 46-87. H. H&PFt - L. LELOIR, Introductio generalis, p. 119-179. A. BARUCg - H. CA-zECt..Es, en Introducción a la Biblia, t I, p. 60-90.

  2. H. W. BEVaR, art. Kavw, TWNT, t. 3, p. 600.606.

  3. Por ejemplo, san IasNEo, Adversus haereses, 4, 35, 4 (PG, 7, 1089); el mismo empleo en Polícrates de Éfeso, Clemente de Alejandría, Hipólito, Tertuliano (cf. DBS, art. cit., col. 1022.1024). -

  4. Particularmente en Clemente de Alejandría y Orígenes (ibid. 1024 s).

del siglo Iu comenzó a darse también el nombre de canon a su lista normativa 5. Consiguientemente éstas fueron calificadas de canónicas en el sentido pasivo de la palabra, y el verbo canonizar recibió el sentido de inscribir en el canon de las Escrituras. Este significado pasó a'l lenguaje corriente del occidente latino, particularmente en los decretos conciliares del Tridentino y del Vaticano L Estudiando en forma concreta la historia de la colección canónica de las Escrituras veremos cómo se precisan los problemas teológicos que se plantean acerca de ella. Luego podremos abordarlos en sí mismos.

 

§ I. HISTORIA DEL PROBLEMA

I. DESDE LOS ORÍGENES DE LA REVELACIÓN HASTA SU CLAUSURA6

Aquí no se trata de buscar en los dos Testamentos la huella de' una lista de libros semejante a lo que es hoy el canon de las Escrituras, sino de ver cómo en Israel y en la Iglesia primitiva se fue constituyendo progresivamente una colección de escritos que proporcionaban una regla de fe y de vida por el hecho de ser palabra de Dios. Lo esencial es, por tanto, analizar una práctica tratando de discernir todas sus implicaciones.

I. DESDE LOS ORÍGENES HASTA JESUCRISTO

1. Los libros sagrados en la tradición de Israel

Al tratar de la inspiración vimos que el desarrollo de la tradición israelita, estrechamente ligado con el de la revelación, había

5. ORÍGENES, Homélies sur Josué, «Sources chrétiennes», 71, tra. fr. de A. Jauhert, p. 118 s. Es cierto que se trata de la tradición latina de Rufino, que puede reflejar el uso de la palabra en el siglo v. En todo caso, este mismo uso está atestiguado formalmente en el siglo Iv (cf. los textos citados por H. HÓPFL, DBS, art. cit., col. 1026-1029).

6. Aparte las obras citadas en la nota 1 de la p. 187, cf. J. P. VAN KASTEREN, Le Canon juif ver: fe commencement de notre ére, RB, 1896, p. 408-415, 575-594. H. STRACE - P. BILLERBECE, Kommentar zum Neuen Testement aus Talmud und Midrasch, t. 4, p. 415-451 (con traducción de los textos relativos a la cuestión). Para un punto de vista protestante, cf. F. MICHAÉLI, A propon du Canon de 1'Ancien Testament, en Etudes théologiques et religieuses, 1961, p. 61-81.

sido constantemente estructurado por el ejercicio de ciertas funciones carismáticas relativas a la palabra de Dios 7. A grandes rasgos hemos reconocido entre ellas dos categorías: 1) la función profética, por la que el hombre se convierte en órgano directo de esta palabra, sea cual fuere la naturaleza y la extensión del mensaje transmitido; 2) las diversas funciones trad'icional'es relativas a los diferentes aspectos de la vida comunitaria: sacerdotes, levitas y cantores, aplica-dos al culto; sacerdotes y juristas, responsables de la ley; escribas, consagrados a la administración civil y también al servicio de la palabra de Dios... Con esto basta para comprender de qué manera se constituyó poco a poco una colección de 'libros normativos (canónicos, en el sentido activo del término).

La palabra del supe-profeta Moisés implicaba, juntamente con un mensaje propiamente religioso, toda una regla de vida destinada a la comunidad israelita: mandamientos morales, derecho, prescripciones cultuales. Este legado conoció con el tiempo un desarrollo cierto, gracias a los medios sacerdotales que tenían la misión de guardar intacta y viva la tradición de Moisés. Simultáneamente, esta tradición adoptó una forma escrita a través de diferentes etapas que no nos toca describir aquí 8: la primera databa del tiempo del mismo Moisés, con el Decálogo 9 grabado sobre planchas de piedra (Éx 34, 28; cf. 32, 15-16); 'la última estuvo probablemente en relación con la actividad de Esdras (Esdr 7, 10. 14. 25-26). Por tanto, en Israel siempre hubo una tradición reguladora cuya autoridad dimanaba de la palabra de Dios, y 1su formulación por escrito por fragmentos o en grandes bloques tuvo el efecto de dotar al pueblo de libros normativos, reunidos bajo el nombre de Toirah. La Biblia, sin dar ningún detalle sobre el contenido exacto de estos 'libros, encierra suficiente número de alusiones que muestran su importancia (Éx 24, 7; Dt 31, 9-13. 24-27; Jas 8, 32-35; 2 Re 22, 8-10; 23, 2). Si bien todos ellos estuvieron respaldados por la autoridad del único legislador, Moisés, es cierto que escribas de condición levítica y sacerdotal colaboraron activamente en su composición, ya en sus partes legislativas,

7. Supra, p. 82-91.
8. Sobre este punto se podrá consultar a H. CAZE¡.LES, en Introducción a la Biblia, t. I, p. 317.360; art. Pentateuque, DBS, t. 6, col. 729-858.
9. Sobre el decálogo primitivo y sus desarrollos literarios más tardíos, cf. supra, p. 37-40.

ya en sus elementos narrativos. Sin embargo, no por ello dejaban de ser tenidos por sagrados, en cuanto palabra de Dios transmitida por Moisés. Esto se ve particularmente por el hecho de que los compiladores finales no vacilaron en conservar unas al lado de otras legislaciones paralelas, cuyos detalles se contradicen a veces. A partir de Esdras quedó la colección completa y definitivamente fijada. Aceptada por los judías y los samaritanos, bajo la presión providencial de las autoridades persas 10, fue incluso conservado por los samaritanos después de 'su cisma (sin duda por los tiempos de Alejandro). Éste fue el primer conjunto canónica que poseyera la literatura de Israel.

La palabra y la actividad de' los profetas, aun insertándose en una tradición a la que se mantenía subordinada, representaba también un mensaje venido directamente de Dios. Por lo demás, el Deuteronomio sitúa claramente a los profetas en la línea de Moisés, subrayando' la fuente divina de su autoridad (Dt 18, 15-22). Por esta razón la tradición se esforzó en conservar el recuerdo de la palabra de Dios que ellos habían transmitido a su pueblo. Lo hizo de diversas maneras: con relatos biográficos que referían episodios de su vida, con minutas de predicación más o menos próximas a la letra de sus discursos, y finalmente con la transcripción de los mismos discursos (a partir de Amas). Los discípulos de los profetas, y luego los medios adictos a su mensaje, cooperaron en esta tarea en una medida sumamente variable. En todo caso su resulta-do gozó también de la misma autoridad que se atribuía a la predicación oral de los enviados divinos. Tal fue el caso sobre todo de las colecciones proféticas, cuya complejidad interna refleja a veces un largo desarrollo literario. En la época griega se leían así los libros canónicos (en sentido activo) de Jeremías, de Ezequiel, de Isaías y de los doce profetas; sin embargo, su texto o el orden de los capítulos no estaban fijados todavía definitivamente. Además, la personalidad de los profetas dominaba de tal manera las síntesis de historia que abarcaban el período desde la conquista hasta la cautividad (de Josué al libro 2.° de los Reyes) que también por esta razón se los tuvo por libros proféticos. Aquí, sin embargo, la

10. H. CAZEf.LES, La mission d'Esdras, VT, 1954, p. 113-140.

elaboración de los materiales tradicionales era enteramente obra de escribas, sacerdotes o laicos, que habían puesto su ciencia al servicio de la auténtica tradición religiosa.

Finalmente, después de la cautividad, otras' colecciones vinieron a completar las de la ley y de los profetas. Primeramente la de los Salmos, regla de la oración comunitaria fijada por la corporación de los cantores; pero es sabido que el Cronista no vacilaba en atribuir a estos cantores una especie de carisma profético (1 Par 25, 1-3). Luego libros sapienciales, herederos de una tradición ya larga, editados por escribas, a quienes la sabiduría divina daba una autoridad de nuevo género 11. En este último punto quedó largo tiempo' abierta la colección de escritos que gozaban de autoridad. Por lo demás, su gran diversidad impedía recurrir, para acoger en ella nuevos libros, a criterios tan marcados como en el caso de la ley o de los profetas. En algunos casos la autoridad del supuesto autor podía facilitar la operación (Salomón en el caso del Cantar de los cantares; Daniel, nombre prestado de un apocalipsis de época macabea). Pero la obra del cronista no entró aquí sino a costa de una desmembración (Esdras y Nehemías por un lado, las Crónicas por otro). Finalmente, a comienzos del siglo ii, la Escritura se presenta al Sirácida como una colección compleja en la que se hallan la ley, profecías, relatos, parábolas (Eclo 39, 1-2)... Cuando su nieto traduzca su libro, la colección se compondrá de tres partes : La ley, los profetas y otros escritos (Eclo, prol. 1, 7-9. 24-25).

2. Los libros sagrados en el judaísmo

Diversos factores entraron en juego hasta llegar a la formación de esta colección. En primer lugar la autoridad personal de Moisés y de los profetas; luego también 'la autoridad de la tradición que conservaba sus enseñanzas bajo' una forma auténtica, puesto que los escribas que 'los transmitían gozaban de una asistencia divina que los asimilaba a los inspirados. Los escritos recomendados por alguna de estas razones podían desempeñar en la comunidad el papel de regla de fe y de conducta. Así no sólo se conservaban y

11. Sobre el carisma propio de los escribas, cf. supra, p. 86 s.

utilizaban en los estrechos círculos de los escribas profesionales; la liturgia sinagogal, organizada poco a poco después de la cautividad, tenía también sus necesidades prácticas. La lectura de la ley debió de introducirse en ella la primera (cf. Neh 8, 8), acompañada sin duda de textos proféticos y de salmos. Por lo demás, es difícil asignar una fecha a la entrada de cada libro en el uso sinagogal, que equivalía prácticamente a una «canonización» oficial 12.

Lo, que se puede decir, en cambio, es que el uso variaba según los lugares y los medios. Es sabido, por ejemplo, que la tradición de los saduceos, semejante en esto a la de los samaritanos, sólo admitía como libros sagrados los del Pentateuco. En la secta de Qumrán eran conocidos ciertos libros tardíos, como Daniel, Tobías y el Elesiástico 13, pero no es posible decir qué autoridad tenían. Además, la secta utilizaba también a Henoc, los Jubileos y otros apócrifos, sin contar sus libros particulares (reglas, himnos, etc.). ¿Es seguro que algunos de éstos no gozaban de un crédito igual al de las Escrituras? ¿No se ha encontrado un rollo de salmos, al parecer hecho para uso litúrgico, en el que varias piezas apócrifas estaban mezcladas con piezas canónicas? 14. A falta de indicios seguros sería, por tanto, imprudente especular sobre el canon de Qumrán 15

Por el contrario, la documentación atestigua una diferencia real entre el uso del judaísmo palestinés y el del judaísmo alejandrino. En cuanto al primero, los testimonios concordes de Jo-

12. Esta entrada en el uso sinagogal incluía normalmente una tradición interpretativa, puesto que la Escritura debía ser actualizada por los encargados de las homilías, para el bien espiritual de la comunidad. Por ejemplo, en el caso del Cantar de los canta-res, es dificil disociar la canonización del libro, su uso en la liturgia sinagogal y su interpretación alegórica, claramente atestiguada a principios del siglo II por R. Aqiba (H. STRACK - P. BILLERBECK, op. Cit., t. 4, p. 432) y seguramente anterior a él (A. Ro-BERT - R. TOURNAY, Le Cantique des cantiques, París 1963, p. 211 s; P. GRELOT, Le seas du Cantique des cantiques, RB, 1964, p. 53).

13. Cf. el repertorio de la bibliografía qumraniana en J. T. MILIS, Dix ans de découvertes dans le Désert de luda, París 1957, p. 2339 (trad. igl., Londres 1959, p. 20-43). F. M. CROSS Jr., The Ancient Library of Qumran and Modere Studies, Londres 1958, p. 23-36.

14. Mientras aguardamos su publicación, cf. J. A. SANDERS, The Scroll of Psalms (11QPss) from Cave 11: A Preliminary Report, BASOR, 165 (1962), p. 11-15; Ps. 151 in 11QPss, ZAW; 1963, p. 73.85; nao Non-Canonical Psalms of 11QPs•, ZAW, 1964, p. 57-75.

15. I. H. EYBERS, Some Light on the Canon of the Qumran Sect, en New Light on Soma O. T. Problems, Pretoria 1962, p. 1-14.

sefo (en 97/98)16, del 4.° libro de Esdras (14, 37-48)17 y de una sentencia de R. Judá el Santo conservada por el Talmud de Babilonia 18 dan a conocer una lista oficial de 24 libros (sólo 22 si se añade Rut a los Jueces y las Lamentaciones a Jeremías). Esta misma lista la sanciona el sínodo de Jamnia (hacia el año 90), no sin largas discusiones a propósito de Ezequiel, de los Proverbios, del Eclesiastés, de Ester y del Cantar de los Cantares 19. Por el contrario, el judaísmo helenístico se muestra más acogedor para con ciertos libros recientes, algunos de los cuales ni siquiera se habían traducido del hebreo, sino que se habían compuesto directamente en griego (por lo menos la Sabiduría y el 2.° libro de los Macabeos). Sin embargo, también aquí es difícil fijar limites exactos; se ignora, en efecto, en qué medida todas estas obras se leían en la sinagoga o se utilizaban como Escritura 20, y en qué medida se daba también crédito a ciertos libros apócrifos igualmente traducidos al griego 21 (Henoc, los Jubileos, el Testamento de los doce Patriarcas, la Asunción de Moisés...) 22. En una palabra, si bien el principio de una lista fija era común a todo el judaísmo, si bien los libros que figuraban en ella tenían valor canónico en cuanto palabra

16. Josefo, Contra Apión, 1, 8, fija la lista en la cifra de 22, número de las letras del alfabeto hebreo. Atribuye los salmos a David, y a Salmón los Proverbios, el Eclesiastés y el Cantar de los cantares. Nota que desde el tiempo de Artajerjes (cf. libro de Nehemías) se escribieron otros libros, pero que no gozan de la misma autoridad por razón de la ausencia de profeta. Sin embargo, en la práctica utiliza Josefa estos libros como documentación histórica.

17. Esdras habría dictado 24 libros que se habían de publicar para ser leídos por todos, y 70 que «se habían de reservar para ser confiados a los sabios». El apocalipsis de Esdras sería naturalmente uno de estos libros esotéricos.

18. Cf. bT, Baba batre, 14 b (STRACK - BILLERBECK, op. Cit., p. 424 s). Esta baraita dataría de hacia el año 150. Enumera los autores que, según la opinión rabínica, escribieron los 24 libros canónicos.

19. Los textos se dan ibid., p. 426-433.

20. El mismo judaísmo rabínico utilizó algunas de estas obras, como Baruc, el Eclesiástico, Tobías, Judit, aun sin reconocerles el carácter de cosas santas «que mancillan las manos». Es quizás el resultado de una aplicación rigurosa del criterio enunciado por Josefo (supra, nota 16), criterio que a su vez está estrechamente ligado a una teoría de la autenticidad literaria de los libros canónicos.

21. En todo caso, parece que la compilación griega del 3er libro de Esdras, que con-tiene extractos de 2 Par, de Esd y de Neh, a los que añade capítulos legendarios que tienen por héroe a Zorobabel, precedió a la traducción del libro canónico de Esdras. Véase sobre este punto la introducción de S. A. COOK, en R. H. CHARLES, The Apocrypha of the O. T., t. 1, p. 1-19, y sobre todo el estudio de E. BAYER, Das dritte Buch Esdras und sein Verhiiltnis su den Biichern Esra-Nehemie, Friburgo de Brisgovia 1911.

22. El repudio completo de estos libros es debido sin duda a la reacción de los círculos oficiales contra el esenismo y contra los cristianos que hacían uso de algunos de ellos.

de Dios, sus límites permanecían flotantes. Esto no tiene nada de extraño si se piensa que, no estando todavía cerrada la revelación, la inspiración podía siempre sobrevenir a un autor sin que el criterio profético permitiera discernir inmediatamente su presencia.


II. CRISTO Y LA IGLESIA APOSTÓLICA
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1. El uso de las antiguas Escrituras

Por lo que concierne al uso de las Escrituras, el paso del judaísmo a la, Iglesia se hizo por una transición insensible: nada de discusiones sobre la existencia de los libros inspirados o sobre la extensión de su lista; nada de decisiones tomadas a este propósito ni por Jesús ni por las autoridades apostólicas. Sin embargo, fueron Jesús y sus apóstoles quienes fijaron definitivamente para la fe cristiana el canon dei Antiguo Testamento, al mismo tiempo que determinaban su interpretación auténtica 24. Mas para conocer su pensamiento sobre este punto hay que examinar su acritud, evitando deducciones demasiado rápidas o injustificadas.

Hallamos en boca de Jesús o en los escritos apostólicos cierto número de textos citados, explícita o equivalentemente, como Escritura 25. Los libros de donde provienen abarcan ya la mayor parte del Antiguo Testamento: ley, profetas, historiadores y profetas escritores, Daniel (Mt 24, 15), Salmos, Proverbios, Job. La ausencia de ciertas obras admitidas en el judaísmo palestinés (Esdr, Neh, Ec1, Cant, Est) es un hecho accidental que no tiene consecuencias; nos advierte que no debemos recurrir al argumento del silencio para establecer los límites del canon de los tiempos apostólicos. En efecto, independientemente de las citas, se dan también casos en que los autores sagrados utilizan otros escritos del Antiguo Testamento,

23. A las obras generales citadas en la nota 1 de la p. 187 añádase M. J. LAGRANGE, Histoire ancienne du Canon du N. T., París 1933; L. M. DEWAILLY, Canon du N. T. et histoire des dogmes, en Vivre et Penser, I (= RB, 1941), p. 78.93.

24. Esta comprobación conduce a N. LoaslNx, Ueber die Irrtumlosigkeit und die Einheit der Schrift, en <Stimmen der Zeit», 1964, p. 168-173, a ver en la Iglesia apostólica el último <autor inspirado» del Antiguo Testamento. Ya hemos dicho por qué no nos parecía conveniente este modo de ver (supra, p. 79 s).

25. L. VÉNARD, art. Citations de 1'A. T. dans le N. T., DBS, t. 2, col. 23-51. C. H. Doon, According to the Scriptures, Londres 1952, p. 61-110.

cuyas fórmulas emplean o cuyo' contenido conocen. Ahora bien, aparte de las Crónicas 26 o el Cantar de los cantares 27, se trata de obras que el judaísmo palestinés no retuvo en su canon, pero que estaban en vigor en los medios de lengua griega: la Sabiduría (Rom 1, 19s; Heb 8, 14), Tobías (Ap 8, 2; cf. Tob 12, 15), 2.° Macabeos (Heb 11, 34 ss), el Eclesiástico (Sant 1, 19), quizá Judit (1 Car 2, 10; cf. Jdt 8, 14). Lo que complica la situación es que se encuentran también alusiones o utilizaciones que remiten a ciertos apócrifos: Heb 11, 37 hace alusión al martirio de Isaías 28, la epístola de Judas a la Asunción de Moisés (Jds 9) y al libro de Henoc (Jds 14-16)...

El uso de la Iglesia primitiva es, por tanto, difícil de determinar con precisión y de interpretar en forma rigurosa con la sola base del Nuevo Testamento. Debió seguir el de las comunidades judías en que se anunciaba el evangelio: uso palestinés en Judea y en Galilea, uso helenístico en la diáspora. Para fijar los límites exactos habrá que interrogar a la Iglesia del siglo ti, heredera de una tradición apostólica que ella no tenía que criticar ni que extender 29.

2. El nacimiento del Nuevo Testamento

Cuando se habla de la Escritura en tiempo de los apóstoles se piensa exclusivamente en el Antiguo Testamento. Pero al mismo tiempo que la tradición apostólica fija la interpretación en función del evangelio, ella misma tiende a adoptar forma escrita, gracias a documentos de carácter práctico, que responden a las necesidades

26. La alusión a la muerte de Zacarías (Mt 23, 35 par.) remite verosímilmente a 2 Par 24, 20 ss.

27. La cuestión de las alusiones al Cantar de los cantares en el Nuevo Testamento no es absolutamente clara. En favor de una solución positiva, cf. A. FauILLEr, Le Cantique des cantiques et l'Apocalypse, RSR, 1961, p. 321-353; M. CAMBE, L'influence du Cantique des cantiques sur le Nouveau Testament, RTh, 1962, p. 5-26; A. RoBERT - R. TOUBNAY, op. cit., p. 25 s. En cambio, por una solución negativa, J. WINANDY, Le Cantique des cantiques et le Nouveau Testament, RB, 1964, p. 161-190.

28. Ascensión de Isaías, 5 (cf. E. TISSERANT, Ascension d'Isáie, París 1909, p. 128-132). Sin embargo, el episodio pudo tomarse de un targum palestinés de los profetas, pues figura en la glosa marginal del códice Reuchlin sobre Is 66, 1 (cf. A. SPERSER, The Bible in Aramaic, t. 3, p. 129 s).

29. Aplicamos aquí al problema del canon el principio establecido más arriba sobre la relación entre la tradición eclesiástica y la tradición apostólica (cf. supra, cap. 1 p. 53-56.

vitales de la Iglesia 30. Consiguientemente, el mismo proceso que en otro tiempo había dado por resultado la constitución de las colecciones canónicas vuelve a ponerse en marcha para producir el mismo resultado. En primer lugar, todo lo que viene avalado directamente por la autoridad de los apóstoles tiene valor de regla para la fe y para la vida práctica 31. Las cartas de san Pablo se leen frecuentemente a los hermanos (1 Tes 5, 27) y se comunican de una iglesia a otra (2 Cor 1, 1; Col 4, 16); nadie duda de que una vez pasadas las circunstancias que motivaron su envío se conservaran, guardando toda su autoridad. En cuanto a las colecciones evangélicas, cualesquiera que sean los que colaboran en su redacción dentro del ejercicio de sus funciones, no tienen otra intención que la de fijar el contenido del testimonio y de la enseñanza dada por los apóstoles para asegurar una base sólida a la fe de los fieles (cf. Le 1, 1-4).

Únicamente hay que notar que el criterio del origen apostólico no se entiende en esta época con la estrechez que le da la crítica literaria moderna cuando estudia las cuestiones de autenticidad: la apostolicidad de la doctrina y de la tradición conservadas cuenta mucho más que la intervención directa de los apóstoles en la composición de las obras. Los padres del siglo ii tendrán conciencia de poseer el testimonio de Pedro en el evangelio según san Marcos, y la primera de Pedro da a conocer el nombre de su redactor, Silas (1 Pe 5, 12). La prueba de que wcistía entonces un principio de discernimiento crítico la suministra quizá el número restringido de obras conserva-das a título canónico. Así, existió seguramente desde época muy remota un lirismo cultual específicamente cristiano al que hacen alusión las epístolas (Col 3, 16; Ef 5, 19), o del que toman préstamos (Ef 5, 14, etc.; cf. Le 1, 46-55; 1, 68-79; 2, 29-32; Ap 5, 9-10, etc.); ahora bien, aparte algunos fragmentos citados ocasionalmente, no parece habérseles reconocido el carácter de escrito canónico, de modo que acabaron por desaparecer. Así también las epístolas paulinas de-jan entrever una actividad bastante importante del profetismo, pero sólo el Apocalipsis de Juan gozó de una autoridad incontestable.

30. Cf. supra, p. 127-132: La Escritura como literatura funcional.

31. Supra, p. 91 s. El criterio apostólico exige, pues, que se reconozca la inspiración y la «canonicidad» de las cartas que se han perdido (1 Cor 5, 9). El canon reconocido por la Iglesia del siglo tt a base de los textos subsistentes no coincide por tanto necesariamente con la literatura «canónica» primitiva.

Ciertos críticos estiman que la Didakhé pudo haber sido compilada ya en el siglo i 32; ahora bien, nunca entró en el canon de las Escrituras. Inversamente, el análisis de la segunda de Pedro 33 muestra que su redactor miraba la época de los apóstoles desde cierta distancia; conocía incluso una colección de las epístolas paulinas (3, 16). Pero no por ello dejó de entrar en el canon. Si el uso de la pseudoepigrafía hubiera sido el único responsable de esto, ¿por qué no, sucedió lo mismo con la epístola de Bernabé, por ejemplo, que no es cierta-mente más tardía? 34.

Pese a un gran número de puntos oscuros, parece, pues, que el criterio de la apostolicidad, fundado en la relación directa o mediata de los libros con la persona de los apóstoles, o por lo menos en una conservación exacta de su tradición, y controlado por las autoridades en ejercicio en las iglesias, sirvió de base para constituir la colección. Los primeros vestigios formales de asimilación de los escritos apostólicos a las Escrituras nos los proporciona por lo demás el mismo Nuevo Testamento: 1 Tim 5, 18 cita uno al lado del otro a Dt 25, 4 y a Mt 10, 10, mientras que 2 Pe 3, 16 reivindica para las autoridades en funciones la interpretación auténtica de las epístolas paulinas «como de las otras Escrituras». No se podría pedir más en una época en que la tradición de los apóstoles fundadores está todavía tan próxima que las iglesias pueden descubrirla sin tener necesidad de recurrir a sus escritos 35. Por lo menos se comprueba que éstos son cuidadosamente colacionados, sea cual fuere su relación literaria exacta con la persona de los apóstoles. Lo que de ellos se espera no es quizá que suministren materiales a una tradición eclesiástica que se nutre todavía directamente de la tradición apostólica, si bien la circulación de los textos permite a los diversos testimonios enriquecerse mutuamente. Pero la adhesión misma a esta tradición apostólica, única mediadora del único evangelio, impone un respeto religioso a los libros que permiten tocarla en su fuente.

32. Es la posición de J. P. AunEr, La Didaché, Instruction des apótres, París 1958.

33. Sobre el problema de autenticidad literaria planteado por la segunda de Pedro, cf. cap. tr, p. 66, nota 4.

34. Cf. el estado de la cuestión en J. QUASTEN, Patrologia t, BAC, Madrid 1961, p. 94; conclusión reservada de P. PEIGENT, L'épitre de Barnabé I-XVI, et ses sources, París 1961, p. 219 s.

35. Cf. 1 Clem 42; 44, 1-3; san IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Romanos, 4, 3. Cf. R. M. GRANT, Scripture and Tradition in St. Ignatius of Antioch, CBQ, 1963, p. 322-335.

 

II. LOS LIBROS SAGRADOS EN LA TRADICIÓN ECLESIÁSTICA

I. EL PRINCIPIO DEL CANON DE LAS ESCRITURAS

1. El contexto histórico del siglo II

De todo lo que acabamos de decir resulta que la adhesión a la regla apostólica de la fe y de la vida no dejó nunca de manifestarse en las iglesias 36, en vida de los apóstoles y después de su muerte, cualquiera que fuera el medio por el que se podía tocar esta regla: escritos que la atestiguaban directamente, práctica sacramental celosamente conservada gracias a la sucesión apostólica de los ministerios locales, tradiciones particulares transmitidas por vía oral. Cuan-do, a fines del siglo II, san Ireneo invoca la regla de la verdad, piensa en todo este conjunto, pues ni siquiera le viene a las mientes separar tradición viva y Escritura 37. Ahora bien, la adhesión a esta tradición apostólica es en la época un problema crucial. En efecto, movimientos de pensamiento extraños a la regla apostólica se esfuerzan entonces por incorporar algunos de sus elementos a síntesis radical-mente diferentes, y su literatura gusta de cubrirse con el nombre de los apóstoles. Así la gnosis naciente utiliza evangelios 38 que atribuye a Tomás, a Felipe, etc... Circulan también cartas y Hechos apócrifos 39 que pertenecen a la misma literatura de propaganda. Mar-

36. Es el «depósito> de que hablan las epístolas pastorales: 1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 12. 14; 2, 2; 3, 14; Tit 2, 1. Cf. el excursus de C. Seicg, Les épitres pastorales, p. 327 ss.

37. Supra, cap. 1, p. 53 s, 60.

38. Los descubrimientos de Nag-Hamadi han restituido recientemente algunos de estos textos. El Evangelio de verdad, testimonio de la gnosis valentiniana, no tiene nombre de autor (cf. J. E. MÉNARD, L'Évangile de vérité, París 1962). Sobre el Evangelio según Tomás, cf. los comentarios de J. DORESSE, París 1959; R. KASSER, Neuchátel-París 1961. Sobre el Evangelio de Felipe, cf. R. Mc L. WILSON, The Gospel of Philip, Londres 1962; C. J. DE CATANZARO, The Gospel according to Philip, JTS, 1962, p. 35-71; J. E. MÉNARD, L'évangile :elan Philippe, Montreal-París 1964. Traducción alemana de los dos libros en J. LaleocDT - H. M. SCHENKE, Koptisch - gnostische Schrif ten aus den Papyrus-Codices von Nag-Hamadi, Hamburgo 1960. Hay probablemente que incluir en la misma categoría varias obras de las que los padres citaron algunos fragmentos: El Evangelio de los Egipcios, las Tradiciones de Matías, etc. (cf. E. AMANN, art. Apocryphes du N. T., DBS, t. 1, col. 478-480).

39. Notemos especialmente los Hechos de Judas-Tomás (ibid., col 501-504).

ción 40 por su parte utiliza para su sistema una lista restringida de escritos apostólicos: el Evangelio de Lucas expurgado y algunas epístolas de san Pablo. Algunas corrientes menos radicales, como el docetismo y el judeocristianismo tienen también sus evangelios particulares 41. Allí mismo donde la especulación herética no se afirma francamente, una literatura popular no tiene escrúpulos en desarrollar bajo una forma legendaria la historia de la infancia de Cristo o la de su pasión y su resurrección 42

Hay que añadir que las tradiciones orales transmitidas en las iglesias, incluso bajo el nombre de los presbíteros que habían conocido a los apóstoles, no constituyen siempre un material seguro: Papías de Hierápolis cita algunas que son francamente aberrantes 43, y san Ireneo les debe sus tendencias milenaristas 44. Además ¿cómo podría comprobarse su origen en cada caso particular? Ahora bien, importa tener en la mano una regla indiscutible de fe. A los ojos de los grandes obispos que defienden entonces la ortodoxia, por ejemplo, san Ireneo, la sucesión apostólica es ciertamente el signo de una tradición continua que goza de la asistencia del Espíritu Santo 45. Pero se añade también otro criterio concreto: el de las Escrituras.

Esto no quiere decir que desde esta época la Iglesia fije su lista limitativa con un acto de autoridad. Más bien, conformándose

40. Ibid., col. 481 (que remite a A. HARNACK, Das Evangelium von fremden Gott, Leipzig 21924).

41. Se trata de evangelios de tipo parecido al de los sinópticos, de los que se poseen algunas citas: Evangelio según los Hebreos, Evangelio de los Ebionitas (o de los Doce), Evangelio llamado de los Nazareos. Sobre su nombre y su estructura, cf. E. AMANN, art. cit., col. 471-475. Notemos todavía la abundante literatura pseudoclementina (ibid., col. 514-518).

42. Ibid., col. 481-488. Sobre el Evangelio de Pedro, anterior a san Justino, ibid., col. 476 s; cf. L. VAGANAY, L'Évangile de Pierre, París 1930. La documentación se ha aumentado recientemente con el texto griego del Protoevangelio de Santiago (M. TESTUZ, Papyrus Bodmer V, Nativité de Marie, Colonia-Ginebra 1958) y con el Evangelio de Gamaliel (M. A. vals OUDENRIJN, Gamaliel, Aethiopische Texte aur Pilatusiiteratur, Friburgo 1959). La mayoría de los Hechos, de las epístolas y de los apocalipsis apócrifos pertenecen a esta literatura edificante de ficción (DBS, art. cit., col. 488 ss). Una bibliografía sumaria más reciente que la de Amann la ofrece J. BoxsiavEN - C. BIGARÉ, en Introducción a la Biblia, t. it, p. 664; J. QUASTEN, Patrología t, p. 110-154.

43. Cf. EUSEBIO DE CESÁREA, Historia eclesiástica, 3, 39, 7-14.

44. Ibid., 3, 39, 13; cf. J. QUASTEN, Patrología I, p. 300-301.

45. J. QUASTEN, op. Cit., p. 288-290. Cf. M. J. CONGAR, La Tradition et les traditions, t. Essai hist'arique, p. 44-50. H. HOLSTEIN, La Tradition dans l'Église, p. 61-88.

a los usos dejados por las generaciones apostólica y subapostólica, se preocupa por no dejar que ninguna obra herética o sospechosa se introduzca entre las que representan auténticamente la tradición de los apóstoles. En este sentido sienta entonces el principio del canon de las Escrituras; no como una novedad ignorada por la era precedente, sino como conservación cuidadosa de su legado.

2. La fijación del canon y su alcance

O. Cullmann se ha esforzado recientemente por precisar el sentido de este hecho 46. A su parecer, «la Iglesia, estableciendo el principio del canon, reconoció con ello mismo que a partir de aquel momento la tradición no era ya un criterio de verdad. Trazó una línea bajo la tradición apostólica... Cierto que con ello no quiso poner fin a la continuación de la evolución de la tradición. Pero con un acto de humildad, por así decirlo, sometió esta tradición ulterior elaborada por ella misma al criterio superior de la tradición apostólica codificada en las Sagradas Escrituras» 47. Por lo que concierne al valor de criterio reconocido a las Escrituras, en cuanto testigos autorizados (e inspirados) de la tradición apostólica, esta posición es justa. En efecto, la tradición eclesiástica buscará en ellas sin cesar el medio esencial de asegurar su propia fidelidad. Pero en lo que concierne a la desvalorización de la tradición misma, que no es ya «un criterio de verdad», hay aquí a todas luces un equívoco 48.

Si nos referimos a las diversas tradiciones eclesiásticas que nacerán en el transcurso de los siglos, particularmente las que son de orden disciplinario o práctico, es evidente que tendrán efectivamente muy diversos valores; así la Iglesia no habrá nunca de canonizarlas como si se tratara de datos revelados. Pero si pensamos en la tradición en cuanto vehículo esencial de la revelación divina, entonces lo que en definitiva se pone en tela de juicio es la asistencia misma del

46. O. Cullmann, La tradition, eCahiers théologiquess, 33, Neuchátel-París 1953 (reproducido en parte en: Catholiques et protestante, Confrontations théolopiques, París 1963, p. 1545). Entre los teólogos protestantes ocupa Cullmann en este punto una posición particular. Una exposición de las otras posiciones actuales, de K. Barth a G. Ebeling, se hallará en P. LS2ia9FELD, Tradition, Écriture et Agilite, p. 85-99.

47. La tradition, p. 44.

48. Cf. la crítica de M. J. CONGAS, op. cit., t. I, p. 53-57.

Espíritu Santo, que actúa por medio de los carismas funcionales de la Iglesia 49. Así se acaba por establecer una especie de oposición entre esta tradición, que por su propio peso tendería a toda clase de desviaciones, y la Escritura, que se destacaría de ella para regularla. Al mismo tiempo la herencia apostólica queda reducida a sólo los datos notados explícitamente en el Nuevo Testamento. La idea de que la tradición eclesiástica podría conservar íntegramente esta herencia bajo una forma más rica y más plena, ya en sus tradiciones orales, ya más bien en su práctica sacramentaria, teológica, exegética, etcc..., esta idea pierde toda consistencia. Se traza una línea entre la tradición de los apóstoles y la de la Iglesia; pero quien la traza es Cullmann. Porque no parece que los escritores eclesiásticos de los siglos II y nI pensaran jamás en cosa parecida. Rectificando los puntos flacos de esta teoría diremos que la Iglesia, al sentar el principio del canon, se preocupó no de descartar de su tradición viva la parte de la tradición apostólica que las Escrituras no atestiguaban explicitamente, sino de poner una valla protectora en torno a los libros que le permitían tocar directamente la tradición apostólica, a fin de hacer fructificar su contenido según los usos de su tradición viva. La Escritura proporcionaba una norma, pero la tradición viva proporcionaba un principio de inteligencia de la Escritura. Imposible disociar los dos; imposible separar el principio del canon de la interpretación tradicional, única que era capaz de sacar verdadero partido de los textos.


II. LOS LÍMITES DEL CANON

Si bien el principio del canon de las Escrituras es un elemento constante y universal de la tradición eclesiástica, sin embargo, su aplicación práctica ha conocido variantes. Sin querer describir aquí en detalle esta historia compleja 50, debemos notar sus rasgos más importantes que rigen en parte las futuras decisiones conciliares.

49. Supra, cap. 1, p. 53 ss; cap. ir, p. 93 s.

50. Sobre este punto se pueden consultar las exposiciones citadas en la p. 187, nota 1. Buen resumen de la cuestión (a veces un poco parcial) en R. CORNELY - A. MEAR, Manuel d'introduction aux saintes Écritures, París =1930, p. 27-85.

1. El canon del Antiguo Testamento

La canonicidad de los libros admitidos por los doctores judíos en el sínodo de Jamnia (90/100) no creó nunca ningún problema; no es, por tanto, necesario insistir en ello. En cuanto a las libros admitidos en el judaísmo alejandrino, la cuestión es. más complicada. Hemos visto que algunos de ellos se utilizaban ya en el Nuevo Testamento. Ahora bien, aquí intervendrá útilmente la tradición de la Iglesia antigua para dar indirectamente testimonio del uso apostólico que 'ella conservó. Ya a fines del siglo i Clemente Romano menciona a Judit y las partes de Ester transmitidas solamente por la Biblia griega 51, y toma algunos pasajes del libro de la Sabiduría 52. En el siglo II san Policarpo ofrece la cita más antigua de Tobías 53. Poco hay que sacar del Pseudo-Bernabé 54, que cita como Escritura el libro de Henoc (16, 5) y el apocalipsis de Esdras (12, 1). San Justino, en su Diálogo con Trifón 55, protesta contra los doctores judíos que, sustituyendo a los Setenta por nuevas versiones griegas, han suprimido de las Escrituras algunos testimonios mesiánicos (71, 1-2); desgraciadamente, los ejemplos que da (72, 1.4; 73, 1; 120, 3) son poco demostrativos, pues. no se hallan en las libros canónicos 56

El testimonio de Hermas en favor del Eclesiástico tendría más valor si este autor no citara también como Escritura el libro

51. San CLEMENTE DE RODIA. Epístola a los Corin!ios, 55, 4-6, en HEMMER-LEJAY, Les Péres apostoliques, t. ii p. 110-113.

52. Ibid., 3, 4 y 27 (p. 10 s y 60 s). La alusión de 7, 5 es más dudosa. Es cierto que fuera de los textos canónicos cita también Clemente fragmentos que no se hallan en ninguna parte (cf. 8, 3 y la nota de H. HEMMER, op. cit., p. 22 s), y hace alusión a tradiciones judías no recogidas en la Escritura (Noé, predicador de penitencia, 7, 6, y anunciador de la regeneración, 9, 4).

53. A. LELONG, Épiitre de Polycarpe, 10, 2, que cita Tob 4, 10; 12, 9 (en Hr.0 e a-LEJAY, Les Péres apos'talliques, t. 3, p. 122).

54. Sobre el problema de las citas en la Epístola de Bernabé, cf. P. PRicasr, L'épitre de Barnabé 1-XVI et ses sources (con un estudio sistemático de los Testimonia y de las tradiciones midrásicas utilizadas en el escrito).

55. San JUSTINO, Diálogo con Tritón, col. HEMMER et LEJAY, París 1909.

56. El Pseudo-Esdras citado en 72, 1 reaparece en Lactancio (4, 18, 22). El texto atribuido en 72, 4 a Jeremías habla del descenso del Señor a los infiernos; san Ireneo lo cita bajo el nombre de Jeremías (Adv. Haer., 4, 22, 1; Demonstratio, 78) o de Isaías (Adv. Haer., 3, 20, 4). La amplificación del Salmo 95 citada en 73, 1 no tiene ningún apoyo antes de Justino. En cuanto a la leyenda del martirio de Isaías, citado en 120, 5, pertenece a la tradición judía, y la epístola a los Hebreos la mencionaba ya ocasionalmente (supra, p. 195, nota 28).

apócrifo de Eldad y Modad 57. En resumen, hacia el año 150 los autores tienden. más bien a extender el canon del judaísmo de lengua griega, debido a sus errores sobre el origen de ciertos libros; en particular, no se ha producido todavía la reacción contra las obras pseudoepigráficas que se escudan bajo grandes nombres.

La situación se esclarece más en los autores que se ven comprometidos en la lucha contra la herejía. Por ejemplo, el canon de Muratori, esencialmente consagrado al Nuevo Testamento, cita en este marco la Sabiduría de Salomón 58. San Ireneo 59 utiliza la Sabiduría 60, Baruc (bajo el nombre de Jeremías) 61 y los fragmentos griegos de Daniel62. Éstos reaparecen en el comentario de este libro escrito por Hipólito 63, así como Tobías 64 y los Macabeos 65; en otra parte Hipólito cita la Sabiduría 66 y Baruc 67. Tertuliano 68 añade el Eclesiástico, pero cita también a Henoc 69. Clemente de Alejandría utiliza todos los libros de la Biblia griega, y Orígenes se aplica

57. HERMAS, Le Pasteur, trad. de R. JoLY, «Sources chrétiennes», 53, p. 95 (7, 4 = Vis 2, 3, 4) (versión castellana de D. Ruiz BuENo, en Padres apostólicos, BAC, Madrid 1950). Sobre este libro apócrifo, cf. M. R. JAMES, Lost Apocrypha of the Old Testament, Londres 1920, p. 38 ss.

58. G. BAR»Y, Muratori (Canon de) DBS, t. 5, col. 1399-1408. Esta mención de la Sabiduría «escrita por los amigos de Salomón en su honor» desentona, por lo demás, en el contexto (líneas 69-71).

59. Sobre el Canon escriturario de san Ireneo, cf. la disertación reproducida por MIGNE, PG, 7, 245-249 (Antiguo Testamento).

60. Cf. EusEBIO, Historia eclesiástica, 5, 26. Texto de la Carta en PG, 16, 47-86.

61. Ber 3, 28: Adv. Haer. 4, 20, 4; 3, 29.4; 1: Démonstration de la prédication apostolique, 97 (ed. L. M. FROIDEVAUX, «Sources chrétiennes», 62, p. 166); Ber 4, 36-5; Adv. Haer. 5, 35, 1.

62. Fragmentos griegos de Daniel en Adv. Haer. 4, 5, 2 y 4, 26, 3. Pero hay que añadir que Ireneo utiliza también el 4.° libro de Esdras en Adv. Haer. 3, 21, 2 (cf. 4 Esd 4, 14).

63. HIPÓLITO, Comentario sobre Daniel, «Sources chrétiennes», 14.

64. Tob 3, 24, en el Comentario sobre Daniel, 1, 28 (op. cit. p. 121).

65. Una decena de citas de los Maaabeos en la misma obra.

66. Citas de la Sabiduría en la Demostración contra los judíos, 9-10. Cf. la traducción de P. NAUTIN, Notes sur le catalogue des oeuvres d'Hippalyte, RSR, 1947, p. 350-351.

67. Citas de Baruc en Contra Noétum, 2 y 5 (PG, 10, 805 s y 809 s).

68. Sobre las citas bíblicas en la obra de Tertuliano, cf. el balance de las referencias en CCL, 2, p. 457 ss.

69. Cf. las referencias en F. MARTIN, Le livre d'Hénoch, París 1906, p. cxxv s. Tertuliano dice explícitamente: «Cum Enoch eadem scriptura etiam de Domino praedicavit, a nobis quidem nihil omnino reiiciendum est, quod pertineat ad nos. Et legimus omnem scripturam aedificationi habilem divinitus inspiran. A iudaeis potest iam videri propterea reiecta, sicut et coetera quae Christum sonant» (De cultu feminarum, 1, 3, CCL, t. 1, 341 s). El testimonio dado de Cristo se considera por tanto como el criterio de la canonicidad, que supone siempre la inspiración. Pero el error sobre la autenticidad literaria del libro influye seguramente algo en el favor de que goza.

incluso a disipar las dudas de Julio Africano a propósito de los que no figuran en el canon de los judías palestinos 70. Las variaciones de detalle no pueden sobreponerse a esta convergencia sustancial de Asia Menor (representada por Ireneo, oriundo de esta región), de Roma (Clemente e Hipólito), de África (Tertuliano, al que seguirá san Cipriano) y de Alejandría (Clemente y Orígenes). La principal dificultad con que se tropieza afecta a los pseudoepígrafos, a los que la pseudonimia granjea más de una vez un crédito inmerecido 71.

El occidente se atendrá siempre a estas posiciones fundamentales. Si vemos nacer un problema en oriente, es por razón del con-tacto de las iglesias con el judaísmo palestinés, que fijó una lista limitativa de libros canónicos en el sínodo de Jamnia. Melitón de Sardes (hacia el año 170) 72 depende de él explícitamente en sus Extractos para Onésimo (sólo falta el libro de Ester). Orígenes conocía este canon judío de 22 libros 73, aun cuando no se siente ligado por él 74. Pero a partir del siglo iv comienza a distinguirse entre los libros que figuran en él y los «que no están inscritos en el canon, pero que los padres han transmitido para los que han venido a nosotros recientemente)), según la expresión de san Atanasio 75. Tal es el origen de la distinción entre protocanánica y deuterocanónico. Esta distinción parece coincidir con la que hace

70. Cf. PG, 11: 49, 52 s, 60 s, 80.

71. Parece en particular que el 3 er libro de Esdras (supra, p. 193, nota 21) fue utilizado universalmente como canónico en el oriente griego, e incluso en occidente hasta san Jerónimo (que formula reservas). No es por tanto impertinente plantear el problema de su canonicidad; cf. T. Das-roa, Die Stellung der Bücher Esdras im Kanon des Alten Testaments, Marienstatt 1962.

72. Eusaato, Historia eclesiástica, 4, 26, 13. En esta lista se nombra aparte a Esdras, que cuenta sin duda por los dos libros de Esdras y Nehemías. En cambio, la frase relativa a Salomón cita aparentemente dos libros, que considera como equivalentes (Eoaoµ6tvot napotµ(at 11 xal EapLa).

73. Cf. su prólogo sobre el Salmo 1 (PG, 12, 1084) y EusEalo, Historia eclesiástica, 6, 25, 1-2.

74. Hasta el canon dado por Eusebio, que reproduce los títulos hebreos al lado de los títulos griegos, vincula a Jeremías la Carta de Jeremías (= Bar 6) y nombra aparte a los Macabeos. Cf. J. P. VAN CASTEREN, L'Ancien Testament d'Origéne, RB, 1901, p. 413-423.

75. San ATANASIO, Carta festal 39 (367), PG, 26, 1176 s, cf. 1436 s. Baruc figura en la primera categoría; la segunda comprende Sab, Eclo, Jdt, Tob y Est, disociados así del canon judío. Pese a esta posición de principio, Atanasio utiliza los deuterocanónicos y cita explícitamente a Tobías como Escritura (Apol. adv. Arianos, PG, 25, 268).

san Cirilo dé Jerusalén entre los libros admitidos por todos y los libros «dudosos» 76. En la práctica, los escritores alejandrinos y los palestinos utilizan sin embargo las deuterocanónicos, como otros muchos escritores orientales. Pero en Siria y en Capadocia se marca más netamente la influencia del canon hebreo; de ésta depende, a lo que parece, la lista sancionada por el concilio de Laodicea de Frigia (363?) 77. En función de este mismo canon, Rufina de Aquilea separa de los libros canónicos los libros «eclesiásticos», impropios para confirmar la autoridad de la fe 78, mientras que san Jerónimo los rechaza en apéndice a su traducción latina 79 en nombre de la Ventas hebraica. Es cierto que en la misma época Inocencio i cita el canon completo en su carta a Exuperio de Tolosa (405)80 y los concilios africanos lo sancionan oficialmente 81.

La fijación de la tradición auténtica resulta, pues, algo difícil. Pero las diferencias se explican por un influjo lateral del judaísmo, que acabó por hacer sospechoso a los deuterocanórúcos, y no por un uso constante de la Iglesia, que les sería más bien favorable.

76. Catequesis, 4, 35-36 (PG, 33, 497 ss; reproducido en Ench. B., 8-9) se atiene al canon hebreo, cuyo orden invierte, mientras que Baruc y la carta de Jeremías se añaden al libro del profeta. Sin embargo, en otra parte atribuye Cirilo la Sabiduría a Salomón, y cita el Eclesiástico y los fragmentos griegos de Daniel.

77. Se discute la fecha del concilio. Cf. E. AMANN, art. Laodicée (Concile de), DTC, t. 8/2, col. 2613-2619. El canon del Antiguo Testamento podría haberse constituido mediante la supresión de ciertos libros (Jdt, Tob, Eclo, Sab) a partir de la Biblia griega, pues Baruc y la Carta de Jeremías se vinculan en ella al libro del profeta al mismo tiempo que las Lamentaciones; por esta razón queda en suspenso la cuestión de los fragmentos griegos de Ester y de Daniel. Por lo demás, los cánones 59.60 del concilio (que contienen esta lista de los libros sagrados) son ignorados por las más antiguas colecciones canónicas de oriente (por ejemplo, los cánones apostólicos de Juan el escolástico, en el siglo vl). Por consiguiente, se discuten su autenticidad y su origen (cf. E. AMANN, art. cit., col. 2616-17).

78. RUPINO DE AQUILEA, Comentario sobre el símbolo de los apóstoles, PL, 21, 373 s. Se ha reconocido la posición de san Atanasio, que contradice a la de las iglesias de occidente. Por otra parte, esto no impide a Rufino defender contra san Jerónimo los fragmentos griegos de Daniel (Apología, 2, 32. 37; PL, 21, 611 y 615 s) y citar en otro lugar a Baruc y la Sabiduría entre los escritos <proféticos».

79. Hasta 390 cita san jerónimo indistintamente todos los libros de la Biblia griega. Pero a partir del momento en que emprende la retraducción de todo el Antiguo Testamento a partir del hebreo, adopta la manera de ver de los judíos de su tiempo, como lo explica en el Prologus galeatos (PL 28, 547-558): Sab, Eclo, Jdt, Tob quedan clasificados entre los apócrifos (;así como el Pastor de Hernias!); 1 Mac existe en hebreo, pero 2 Mac es griego. No se menciona a Baruc (v. también los prólogos sobre Tob y Jdt: PL, 29, 23.26 y 37-40). Al final del comentario sobre Daniel, se anotan rápidamente los fragmentos griegos, pero se los trata de fabulae (PL, 25, 580-584).

80. Texto del pasaje en Ench. B., 21.

81. Texto de los cánones de Hipona (393) y Cartago (397 y 419) en Ench. B., 16.

Ahora bien, durante los siglos siguientes algunas de las posiciones tomadas en el siglo iv siguen pesando en cierta medida sobre la opinión de los teólogos. En occidente, a pesar de la autoridad de un decreto atribuido al papa Gelasio 82, el prestigio de san Jerónimo inducirá a algunos a reconocer a los deuterocanónicos un valor inferior 83, o a poner en duda su canonicidad 84. En oriente se verán rechazados por san Juan Damasceno 85 y algunos otros, pese a la decisión del concilio In Trullo (692), que ratificaba el canon completo de los concilios africanos 86. Pero éstas no, son, notémoslo, sino opiniones privadas, que no serán apoyadas por ninguna decisión procedente de concilios generales y que no impedirán que gocen de gran crédito los libros discutidos.

2. El canon del Nuevo Testamento 87

A partir de la época subapostólica uno de los arduos problemas que se plantearon a la Iglesia fue el de operar una discriminación entre los libros auténticamente apostólicos y los que no lo

82. Ench. B., 26.

83. HuGo DE SAN VfcTOR, De scripturis et scriptoribus sacris, 6 (PL, 175, 15. 16. 20); Eruditio didascalica, 6, 2 (PL, 176, 784). Sobre el problema del canon en el siglo xrr, cf. C. SrrcQ, Esquisse d'une histoire de 1'exégése latine au moyen-áge, p. 105-107.

84. Es la posición de Nicolás de Lira (C. SPICQ, op. cit., p. 152 s), explicada en los prefacios del comentario sobre Tobías y Ester. Esto no impide que los deuterocanónicos se expliquen como los otros libros (salvo los fragmentos griegos de Ester). Nótese la posición completamente diferente de santo Tomás de Aquino, que distingue formalmente la cuestión de la autenticidad literaria y la de la canonicidad, estimando que la Iglesia sancionó con su autoridad la canonicidad de ciertos «apócrifos» (en el sentido literario de la palabra). Cf. C. SPtc9, op. cit., p. 149-152, y P. SYNAVE, Le Canon scripturaire de sannt nomas, RB, 1925, p. 522-533.

85. San JUAN DAMASCENO, De fide orthodoxa, 4, 17, reconoce una utilidad real a Sab y Eclo, pero los excluye del canon (PG, 94, 1179.80); pero se da el caso de que utilice a Baruc como Escritura (De imaginibus, 1, 16; PG, 94, 1245), como también reproduce un texto de Leoncio de Bizancio, que cita la Sabiduría bajo el nombre de Salmón (ibid., 1273).

86. G. FRITZ, art. Quinisexte (Concile), DTC, t. 13/2, col. 1583. Es cierto que el canon 2 de este concilio aprueba globalmente toda una serie de cánones conciliares antiguos, entre los cuales figuran los de Laodicea de Frigia (supra, p. 205, nota 77) y los de Cartago. Ahora bien, los cánones escriturarios de estos concilios son contradictorios por lo que atañe a los deuterocanónicos. Nótese que Focio, Nomocanon, 3, 2 (PG, 104, 589-592) reproduce uno al lado de otro tres cánones escriturarios: el de los apóstoles, que declara útiles Sab y Eclo, pero los excluye, el de Laodicea y el de Cartago. Esto muestra las vacilaciones de la tradición oriental.

87. Cf. las obras citadas supra, p. 193, nota 23. P. BATTIFOL, L'Église naissante: Le canon du Nouveau Testament, RB, 1903, p. 10-26.

eran, a fin de reunir los primeros en una colección lo' más completa posible. Acerca de los evangelios la operación se hizo rápidamente. A fines del siglo u san Ireneo conocía' ya el evangelio, tetramorfo 88, posición que prácticamente no ese pondrá nunca en duda. Existen, sí, otros evangelios, unos de origen herético, otros correctos en cuanto a la doctrina. Pero los mismos que citan fragmentos de ellos (Orígenes, san Jerónimo) no los miran como Escritura. No se puede decir lo mismo de los otros escritos apostólicos. Cuando su autenticidad literaria está asegurada en forma incontestable, su autoridad se halla sólidamente fundada. Pero cuando aquélla aparece dudosa, se hace difícil distinguirlos de obras edificantes, útiles, ortodoxas, como la carta de Clemente Romano o la correspondencia de Ignacio de Antioquía. Los unos, demasiado crédulos en materia de crítica, conceden un crédito indebido a ciertas obras pseudoepigráficas, como la carta del Pseudo-Bernabé, el apocalipsis de Pedro e incluso el Pastor de Hermas 89. Los otros, por el contrario, ponen en duda la canonicidad de obras admitidas en otras partes. En occidente, el canon de Muratori (hacia el año 180) 90 no dice nada de la epístola a los Hebreos ni de las cartas de Santiago y de Pedro. Pero estos tres libros' están ciertamente citados en la obra de san Ireneo 91. Hipólito Romano utiliza seguramente todas las epístolas católicas; pero si bien recurre a la epístola a los Hebreos, no la atribuye a san Pablo 92, lo cual crea una dificultad para su autoridad canónica. Por la misma razón es excluida en esta época del canon africano 93, y es probable que la segunda de Pedro se halle

88. San IRENEO, Adv. Haer., 3, 11, 8. El canon de Muratori, aunque mutilado al comienzo, mencionaba seguramente también los cuatro evangelios, y es sabido que por la misma época componía Taciano su Diatessaron basado en ellos.

89. San IRENEO cita el Pastor de Hermas como Escritura (Adv. Haer. 4, 20, 2), posición contra la que reacciona vivamente el canon de Muratori. Pero este último documento comprueba que algunos admiten el Apocalipsis de Pedro. Clemente de Alejandría admite el Apocalipsis de Pedro y la epístola de Bemabé; en cuanto a su aceptación de la epístola a los Hebreos, está ligada con una teoría de la autenticidad paulina, que no favorecerá Orígenes ni compartirá el occidente (EusEBIO, Historia eclesiástica, 6, 14, 1).

90. Supra, p. 203, nota 58.

91. Supra, p. 203, nota 59 (sobre el canon de san Ireneo).

92. Esta opinión de Hipólito sobre la epístola a los Hebreos la refiere Focio en su Biblioteca. A propósito del códice 121 (PG, 103, 463; cf. Facto, Bibliotheca, t. 2, París 1960, p. 96), así como en una alusión ulterior (PG, 103, 1104). Cf. la introducción a las obras de Hipólito (PG, 10, 349).

93. Tertuliano atribuye la epístola a Bernabé (De pudicitia, 20, 2; en CCL, t. 2, p. 1324). Por otra parte, san Cipriano dice que san Pablo escribió a siete iglesias (Exhort. ad mart., 11, PL, 4, 668), lo cual excluye la epístola a los Hebreos. Ni Tertuliano ni Cipriano citan las dos pequeñas epístolas joánicas, pero dada su brevedad, no se puede concluir nada de aquí; tanto más que 2 Jn era citada por el obispo Aurelio en el concilio de Cartago de 256 (PL, 3, 1072).

en el mismo caso. Se necesitará tiempo para que, bajo el influjo probable de Alejandría, se admitan estos libros en Roma y en Cartago. Esto será ya un hecho consumado a fines del siglo iv, como lo muestran las decisiones de los concilios africanos 94 y la carta de Inocencio i a Exuperio de Tolosa 95. El origen no paulino, con frecuencia profesado, de la epístola a los Hebreas 96 o la atribución ocasional de 2 Jn y 3 Jn a otro Juan 97 no prevalecerán contra esta admisión, pese a las reservas de san Jerónimo 98, influido por las opiniones que reinan en oriente.

Allí, en efecto, se admite la epístola a los Hebreos, no obstante las dificultades literarias señaladas ya por Orígenes 99. Pero el problema de las epístolas católicas y del Apocalipsis no se resuelve tan fácilmente. A excepción de Alejandría, donde la carta festal de san Atanasio (367) enumera 27 libros, todos apostólicos y canónicos 100, las diversas iglesias conocen fluctuaciones. Eusebio de Cesares 101 no cuenta entre los libros «admitidos por todos» sino los evangelios, las 14 epístolas paulinas, la primera de Pedro, la primera de Juan y, «si así place», el Apocalipsis; las otras epístolas

94. Concilios de Hipona (393) y de Cartago (397 y 419); cf. Ench. B., 16-18.

95. Ench. B., 21-22.

96. San Agustín se hace eco de las dudas emitidas sobre este punto en su época (De civitate Dei, 16, 22), pero estima que esta cuestión literaria no prejuzga sobre la canonicidad (De peccetorum remissione et meritis, 1, 27, 50; PL, 44, 137). Nótese que la lista del concilio de Cartago (389) menciona las 13 epístolas de san Pablo y luego añade: «eiusdem ad Hebraeos una» (lo que parece indicar su entrada reciente en el corpus paulino). Sobre el conjunto de las posiciones en occidente, cf. C. SPtcQ, L'épitre aux Hébreux, t. 1, p. 177-189.

97. El catálogo de san Dámaso (documento romano de hacia el 382) consigna: «Iohannis apostoli epistula una, alterius Iohannis epistulae duae.» ¿Hay que ver aquí la influencia de san Jerónimo, eco de las posiciones orientales? Cf. M. J. LAGRANGE, Histoire ancienne du Canon du N. 7'., p. 150.

98. Reservas sobre la autenticidad de la epístola a los Hebreos: De viris illustribus, 5 (PL, 23, 617 s); Carta a Dárdano, 129, 3 (PL, 22, 1103 s). Sobre las pequeñas epístolas de Juan: De vir. ill., 9 y 18 (PL, 23, 623 s). Sobre la primera de Pedro: ibid., 1 (col. 609); Carta 120, 11 (PL, 22, 1202). Sobre Santiago y Judas: ibid. 2 y 4 (PL, 23, 609, 615).

99. Cf. Eusaato, Historia, 6, 25, 11. Sobre la cuestión de la canonicidad de la epístola en las iglesias de oriente, cf. los testimonios reunidos por C. SPtcq, L'épitre aus Hébreux, p. 169.176.

100. San ATANASIO, Carta festal 39 (PG, 26, 1437-38); cf. Ench. B., 14-15.

101. Eusebio, Historia, 3, 25. 

católicas 102 son libros. «controvertidos»; en cuanto al Apocalipsis, Eusebio se inclina más bien a clasificarlo entre los libros «ilegítimos» 103. Esta duda relativa al Apocalipsis tiene su origen en la opinión de Dionisio de Alejandría, que atribuía el libro a un autor distinto del apóstol Juan 104. Ahora bien, tal duda es bastante general en Siria y en Asia menor, desde san Cirilo de Jerusalén 150 a san Gregorio de Nacianzo 106, y desde el codex Sinaiticus a los escritores antioquenos (san Juan Crisóstomo, Teodoreto)107. Igual-mente el grupo de las epístolas católicas se reduce con frecuencia a la primera de Pedro y la primera de Juan, a las que algunos añaden la epístola de Santiago. Aquí también es probable que los problemas de autenticidad literaria planteadas por la epístola de Judas, la segunda de Pedro y las pequeñas epístolas de Juan desempeñaran un papel en la contestación de su autenticidad. Habrá que aguardar cierto tiempo para que la opción oriental triunfe de sus dudas, aunque subsistiendo, cierto ,número de contradictores 108. Así también el Nuevo Testamento implica, deuterocanónicos, que por lo demás no son los mismos en occidente y en oriente. Como la autoridad apostólica de los libros parecía estar ligada a su origen literario, toda apreciación crítica en que se pone en duda su composición por un apóstol pone también en duda su canonicidad.

102. Se ve por las fórmulas empleadas que Eusebio no cree en la autenticidad literaria de las epístolas contestadas, quizá ni siquiera en la de la primera de Juan (r)v tpeposivgv 'Issávvou nporspav). En cuanto a las pequeñas epístolas joánicas, dice textual-mente: «Ya sean del evangelista o de un homónimo» (Historia eccles., 3, 25, 3).

103. En esta categoría el Apocalipsis de Juan está junto a los Hechos de Pablo, el Pastor de Hermas, el Apocalipsis de Pedro, la epístola de Bernabé y la Didakhé (compar. 3, 3). Nótese que se trata de obras ortodoxas, que Eusebio distingue formalmente de los escritos que se han de proscribir.

104. Dionisio sólo atribuye al apóstol Juan el evangelio y la 1.• epístola (Eusaato, Historia, 7, 25, 7).

105. Cf. el catálogo de san Cirilo de Jerusalén en Ench. B., 10. Pero en esta lista están admitidas las 7 epístolas católicas, así como las 14 epístolas paulinas.

106. Es cierto que el canon métrico atribuido a san Gregorio Nacianceno (texto en M. J. LAGRANGE, Histoire ancienne du Canon, p. 116) es de dudosa autenticidad. Pero se halla también una alusión a la controversia sobre el Apocalipsis en la Epistula iambica ad Seleucum, de Anfloquio de Iconio (PG, 37, 1593); cf. M. J. LAGRANGE, op. Cit., p. 118.120.

107. Ibid., p. 156.158.

108. Así el Apocalipsis, admitido por Andrés de Cesares, Leoncio de Bizancio, san Juan Damasceno (De fide orthodoxa, 4, 17, en PG, 94, 1179 s, con el canon completo), es puesto en duda por la Esticometría de Nicéforo. Focto, Nomocanon 3, 2 (PG, 104, 589), reproduce listas contradictorias: el canon de los apóstoles y el de Laodicea, que excluyen el libro, y el canon de Cartago, que lo recibe (cf. supra p. 206, nota 84. Ea el siglo xtv Nicéforo Calisto tendrá un canon completo idéntico al de los latinos.


III. LAS DECISIONES DE LA IGLESIA

En el punto de partida de la formación del canon escriturario no hubo ninguna decisión formal de la Iglesia. Todo se basó en el reconocimiento, adquirido más o menos rápidamente, de un uso normativo, que la tradición eclesiástica debía en último análisis a la misma tradición apostólica. Es cierto que en el curso de los tiempos, concilios provinciales o autoridades dictaron reglas precisas a este propósito. Pero hay que aguardar hasta el Decreto para los Jacobitas promulgado por el concilio de Florencia (1441) para ver a un concilio general tomar posición sobre la cuestión 109. Por lo demás, esto no había de impedir que continuaran las controversias.

En pleno siglo xvi, Erasmo ll0 sólo concedía una autoridad menor a los deuterocanónicos del Nuevo Testamento (Heb, Sant, 2 Pe, 2-3 Jn, Jds, Ap), y Cayetano 111 aplicaba a los dos Testamentos las reglas fijadas por san Jerónimo, lo que equivalía a hacer sospechosa la canonicidad de los textos excluidos por los judíos palestinos y las epístolas de cuyo autor no se estaba seguro (Heb, Sant, 2-3 Jn y Jds).

La controversia tomó otro sesgo con los reformadores protestantes. Las dudas suscitadas por los humanistas sobre la autenticidad literaria de algunos libros del Nuevo Testamento tuvieron quizá en ello algún papel. Pero sobre todo el hecho de que se rechazara toda autoridad normativa fuera de la Escritura misma, hizo muy difícil la solución del problema. Si no se puede pedir a la tradición eclesiástica ni a un magisterio cualquiera que establezcan este punto de dogma que constituye el canon de las Escrituras, ¿a qué criterio habrá que recurrir? Y si bien es cierto que los libros admitidos en todas partes desde la antigüedad cristiana tienen en su favor el cánsensus público de que habla Calvino 112, ¿qué decir de los deuterocanónicos? En cuanto a los del Antiguo Testamento, Lucero adopta, pues, una solución de transacción: los relega a un

109. Texto en Ench. B., 47.

110. Cf. la edición del Nuevo Testamento (Basilea 1516).

111. Tomás DE VIO, cardenal CAYETANO, Epistulae Pauli et aliorum apostolorum... iuxta sensum litteralem enarratae, Prooemium in epistulam ad Hebraeos.

112. Cf. S. DE DIETRICH, Le renouveau biblique, Neuchátel-París 1947, p. 37.

apéndice de la Biblia bajo el nombre de apócrifosll3. Es la posición de las diferentes confesiones de fe del siglo xvi: «Si no se puede recurrir a estos libros para establecer los dogmas, se lbs puede leer para hallar en ellos ejemplos y para formar las costumbres» ll4. Igualmente en el Nuevo Testamento se pone aparte una lista variable de deuterocanónicos, a la que se reconoce una autoridad menor (Heb, Sant, Jds, Ap, según Lutero, y además 2Pe y 2-3 Jn según los otros reformadores). Sin embargo, con el tiempo, debido en parte al clima de oposición al catolicismo, se acentúa la oposición contra estos libros. La Sociedad Bíblica de Londres, siguiendo a los calvinistas y a los presbiterianos, excluirá los apócrifos de sus ediciones de la Biblia en 1826, con desagrado de las iglesias luteranas 115. Por parte católica se tomarán como norma las decisiones de Trenta 116, que serán renovadas en el concilio Vaticano II 117, para acabar con toda distinción entre protocanónicos y deuterocanónicos 118. Hay que notar que en el protestantismo actual los deuterocanónicos del Nuevo Testamento se tratan frecuentemente al igual que los otros libros, pero no los del Antiguo Testamento (llamados todavía «apócrifos», mientras que a los apócrifas de los católicos se los llama «pseudoepígrafos»).

113. Cf. Institutiones biblicae, p. 144.

114. Confesión galicana de 1559, art. 6.

115. En la iglesia griega, el patriarca Cirilo Lukaris tratará de introducir este canon abreviado, bajo la influencia del protestantismo; pero tropezará con una fuerte resistencia. Por el contrario, en el siglo xix, el Santo Sínodo de la Iglesia rusa excluirá los denterocanónicos del Antiguo Testamento. Sobre esta cuestión, cf. M. Juro; Histoire du Cenan de 1'Ancien Testament dans 1'$glise grecque et russe, París 1909.

116. Ench. B., 57-60.

117. Ibid., 77.

118. Esta distinción, bastante desdichada, entró en uso desde Sixto de Siena, que la empleó en su Bibriotheca sancta. Notemos que el mismo autor puso en duda la canonicidad de los fragmentos griegos de Ester, siguiendo a san Jerónimo, aun cuando el con-cilio de Trento había definido los límites del canon según el contenido de ja Vulgata. Pero es sabido que en la Vulgata san Jerónimo había relegado a un apéndice estos fraq mentos traducidos del griego.

 

§ II. CUESTIONES RELATIVAS AL CANON DE LOS LIBROS SAGRADOS

I. EL DISCERNIMIENTO DE LA CANONICIDAD

El problema aquí planteado es doble: 1) ¿Cómo reconocer los libros a los que la inspiración divina da un valor canónico (en el sentido activo de esta palabra)? 2) ¿A quién corresponde operar este discernimiento? La historia del canon de las Escrituras nos ha suministrado los elementos esenciales de Ia respuesta. Ahora se trata de reunirlos, enlazándolos por una parte con la doctrina de la inspiración (cap. II), y por otra con la que precisa las relaciones entre la Escritura y la tradición en la Iglesia (cap. 1).

Ni la antigüedad cristiana ni la edad media mantuvieron nunca la menor discusión sobre este asunto. Sólo a partir del siglo xvl la corriente protestante, negando toda autoridad dogmática fuera de la Escritura misma y considerando la tradición eclesiástica como un simple testimonio humano, útil en la medida de su sumisión a la Escritura, pero despojado de valor normativo, volvió a ponerlo todo en tela de juicio: ¿cómo hacer estribar en la Escritura el principio de la canonicidad que la acredita? Los criterios externos, ligados a la autoridad de la Iglesia y a su tradición, debían sustituirse por criterios internos capaces de imponerse a todo creyente y a la Iglesia misma.

De hecho la teología protestante se lanzó por direcciones muy diversas. Lutero 119 'invocó el testimonio prestado por las Escrituras sobre Cristo y su obra redentora, lo que le indujo a distinguir diferentes grados de autoridad entre los libros sagrados. Además hizo probablemente intervenir el criterio de la inautenticidad apostólica para descartar del Nuevo Testamento a los deuterocanónicos.

119. Exposición sumaria por S. DE DIETRICH, Le renouveau biblique, Neuchátel-París 1945, p. 36-38. De hecho Lutero, para rechazar los deuterocanónicos recurre más bien al criterio de la inautenticidad apostólica, pues si hay epístola cuyo tema sea cristológico, tal es ciertamente la epístola a los Hebreos. Cf. también E. MANGENOT, art. Canon des Ecritures, DTC, t. 2/2, col. 1556 s. La posición de Lutero vuelve a adoptarla actualmente P. ALTHAUS, Die christliche Wahrheit: Lehrbuch der Dogmatik4, Gütersloh, p. 158 ss (cf. P. LENGSsELD, Tradition, Écriture et Église, p. 92.95).

Calvino 120 habló de una soberana decisión de Dios que provocó un consentimiento público de la Iglesia primitiva. Tras ellos, las diferentes confesiones de fe 121, sin renunciar a estos criterios relativamente objetivos, acentuaron cada vez más el papel del Espíritu Santo, que da testimonio de sí mismo en el corazón de los creyentes y les comunica una persuasión interior sobre el carácter divino de las Escrituras. Esta manera de ver se afirma hoy día con fuerza en la teología de Karl Barth 122, en la que ocupa un puesto fundamental el carácter absoluto de la palabra de Dios. Sin embargo, desde el siglo xIx se va abriendo paso una nueva búsqueda de criterios objetivos. Diversos historiadores, renunciando a aventurarse en la región de los principios, han intentado, establecer por qué camino vinieron a ser canónicas las Escrituras a comienzos de la Iglesia. Zahn 123 pensó en el papel de edificación que desde muy temprano habían desempeñado, en las iglesias los escritos apostólicos leídos en las asambleas cristianas. Harnack 124 invoca los carismas eclesiásticos, que habrían hecho que se miraran como inspirados los libros escritos bajo su influjo. No se deben dejar de lado todos estos estudios, pues generalmente ponen el dedo en algún dato, exacto, que la teología católica debe integrar en su síntesis. Mucho más cerca de la doctrina tradicional se hallan las concepciones de O. Cullmann 125 , que en la fijación del canon ve un acto de la Iglesia, que con este reconocimiento de las Escrituras traduce su sumisión a la palabra de Dios. Muy recientemente M. Lods ha hablado de una especie de intuición religiosa otorgada

  1. S. DE DIETRICHI, Op. CH., p. 39 s. E. MANGENOT, art . cit., col. 1557 s (cf. A. BAUDRILLART, art. Calvin, ibid., col. 1399-1400).

  2. Cf. las citas hechas por S. DE DIETRICH, op. Cit., p. 35 s.

  3. La palabra de Dios no puede ser reconocida por quienquiera que sea sin el testimonio que el Espíritu Santo da de sí mismo; cf. H. BOUILLARD, KARL BARTH, Genése et évolution de la théologie dialectique, París 1957, p. 122-126. Por lo demás, este principio es rigurosamente verdadero si se aplica a la fe personal del cristiano, en cuanto adhesión a la palabra de Dios; pero no se lo puede extrapolar para aplicarlo al discernimiento de las Escrituras canónicas. No se resuelve la cuestión contentándose con afirmar con energía: «La Biblia misma se da como el canon. Lo es porque se ha impuesto y todavía se impone a la Iglesia como siendo tal» (citado por P. LENGSFELD, Tradition, Écriture et Église, p. 85).

  4. T. ZAHN, Geschichte des neutestamentlichen Canoas, t. 1, Erlangen, 1888; cf. H. HÓPPL, art. Canonicité, DBS, t. 2, col. 1038 s.

  5. H. HOPPL, art. cit., col. 1040 s.

  6. O. CULLMANN, La tradition, Neuchátel-París 1953, p. 41-52 (en Catholiques et prolestants, Confrontations théologiques, París 1963, p. 30-41).

a la Iglesia del siglo II para discernir los escritos portadores de una auténtica revelación divina 126. Para proceder con orden examina-remos primero la cuestión de los criterios de la canonicidad y luego la del sujeto capaz de operar este discernimiento.


I. LOS CRITERIOS DE LA CANONICIDAD

Puesto que se trata de reconocer los libros a los que la inspiración da un valor de palabra de Dios, dos elementos pueden entrar en juego: por una parte la personalidad de sus autores; por otra, el contenido o la forma de su testimonio. Veremos que, efectivamente, estos elementos desempeñaron cierto papel en el pro-ceso de canonización de las Escrituras. Pero las condiciones diferentes en que se presentan bajo este respecto los libros de los dos Testamentos obligan a tratar de ellos separadamente.

1. Los libros del Antiguo Testamento

Al examinar el problema de la inspiración hemos llegado a concluir que el carisma profético confería la autoridad de una palabra divina a todo mensaje transmitido por un enviado de Dios en el ejercicio de su misión, ya oralmente, ya por escrito 127. De aquí se sigue que todo escrito que proviniera directamente de algún profeta tenía valor canónico (en el sentido activo de la palabra), razón por la cual los escritos de este género se hallaron en los orígenes de la colección de las Escrituras: la autoridad de Moisés garantizó la ley dada por él (ya fuera escrita o conservada por vía oral), y la autoridad de los profetas avaló sus colecciones.

Pero esto sólo era el punto de partida de las Escrituras; en efecto, independientemente de los textos fijados ne varietur, el mensaje comunicado por los enviados divinos se conservaba también en una tradición viva estructurada por las funciones carismáticas 128. En ella fructificaba, se desarrollaba y daba finalmente

126. M. Loras, Tradition et Canon des Ecritures, en Études théologiques et rehgieuses, 1961, p. 58. Por lo demás Lods, situándose en el punto de vista del historiador, admite que ciertos criterios subjetivos desempeñaron su papel en el proceso de la formación del canon.
127. Supra, p. 84 s, 88.
128. Supra, p. 85-88.

lugar a colecciones de formas variadas: desde colecciones legislativas que reunían los elementos de la jurisprudencia hasta colecciones de leyes cultuales, desde relatos que referían la historia del designio de Dios hasta biografías de los profetas, desde cantos que sostenían la oración colectiva hasta obras espirituales o teológicas. En todos estos casos no se empeñaba ya en el plano literario la responsabilidad de los profetas; sin embargo, la tradición nacida de ellos seguía representando un papel esencial tanto respecto al origen de sus obras como respecto a la fuente de su autoridad. Primero en forma negativa, pues toda obra que se separara de esta tradición se desgajaba por sí misma de la gran corriente de la revelación divina: este criterio de discernimiento ¿no se aplicaba a los profetas mismos? (Dt 13, 2-6). También en forma positiva, pues todo elemento auténtica de la tradición y todo desarrollo legítimo inserto en ella poseían por sí mismos un valor normativo para la fe y para la vida religiosa; y así los libros en que se fijaban tendían espontáneamente a adquirir autoridad, como testigos de la palabra de Dios transmitida por los profetas.

Aquí, sin embargo, se planteaba un problema nuevo. En efecto, aun cuando los autores de las obras en cuestión ejercieran en el pueblo de Dios funciones carismáticas (como sacerdotes, cantores, escribas, etc....), no por ello tenían sus escritos ipso facto el mismo valor de palabra de Dios que tenían por su parte los de los profetas. En la comunidad había lugar para una literatura religiosa plenamente fiel a la tradición, pero distinta de las Escrituras. De la época antigua no subsiste prácticamente ningún ejemplo. Pero después de la cautividad y sobre todo a partir de la época helenística, se multiplican las obras de este género 129. Ahora bien, ¿cómo saber si los autores gozaban o no del carisma de la inspiración? En cuanto a la forma y el contenido nada distingue las sentencias del Eclesiástico de las que ha conservado la colección de los Pirqe Aboth, ni los últimos salmos bíblicos de los Salmos de Salmón,

129. Un solo ejemplo. El papiro pascual de Elefantina, en estrecha relación oon el último estrato de la legislación sacerdotal recogido por el Pentateuco, fue ciertamente enviado a esta comunidad de la diáspora por un hombre que estaba investido de autoridad en el interior del judaísmo. Más aún, entiende sentar una jurisprudencia auténtica con respecto a la fiesta de los ázimos; cf. P. GRE oT, en VT, 1954, p. 349.384; 1955, P-250-265; 1956, p. 174-189.

o de los Himnos de Qumrán, ni la historia de Tobías de la de José y Aseneth, etc. El criterio' indirecto de la aprobación profética había podido intervenir en cuanto a las obras de esta clase legadas por la antigüedad israelita (por ejemplo, la literatura deuteronómica); pero ¿a quién recurrir, ahora que ya no hay profetas? Se comprende por qué el judaísmo palestinés, según el testimonio de Josefa, entendió cerrar su canon en la época en que había cesado el profetismo 130 Se comprende también que la última categoría de obras canónicas diera lugar a discusiones y conservara límites fluctuantes. El uso de los libros en la comunidad, particularmente en el culto, constituía un criterio poco preciso: no era el mismo en Palestina y en la diáspora de lengua griega, variaba incluso según los medios y las corrientes de pensamiento 131. Finalmente, si bien es cierto que la asistencia del Espíritu guiaba en cierto, modo a la comunidad en su reconocimiento' de la palabra de Dios, ninguna autoridad tenía sin embargo la competencia necesaria para zanjar los casos dudosos o discutidos 132. Las posiciones tomadas por la asamblea de Jamnia (90/100 de nuestra era) reflejan solamente la opinión de los doctores de su tiempo, fuertemente marcadas por su filiación farisaica, pero de ninguna manera podrían imponerse a la Iglesia. Ni siquiera se puede decir que representaran exacta-mente la tradición palestiniana del tiempo de Jesús, pues reaccionando contra el ,esenismo y el cristianismo pudieron excluir de las Escrituras ciertas obras que habían gozado hasta entonces de verdadero crédito.

130. FLAVIO JOSEFO, Contra Apión, 1, 8. Según este texto, el canon palestinés de los 22 libros había quedado cerrado bajo Artajerjes, es decir, con Esdras y Nehemías. «Desde Artajerjes hasta nuestros días se han narrado todos los acontecimientos; pero a estos escritos no se les concede el mismo crédito que a los precedentes, porque no ha habido ya sucesión seguida de los profetas.»

131. Bajo este respecto, la estrechez sectaria de ciertas corrientes de pensamiento pondría obstáculo al carisma de inspiración escrituraria, aun cuando estas corrientes sirvieran de vehículo a valores positivos, como sucede en el caso del esenismo y del fariseísmo. Pero no se excluye que un mensaje dirigido por Dios a todo Israel sea coloreado por las tendencias de su autor (1 Mac proviene de un partidario de los Asmoneos) o escrito en el marco de una comunidad particular (Ester en la diáspora oriental, la Sabiduría en la comunidad alejandrina).

132. La asistencia del Espíritu a la comunidad se efectúa por medio de los carismas funcionales (cf. supra, p. 85 ss). Ahora bien, en el caso presente, fuera de la profecía propiamente dicha, ningún carisma de este género aporta una certeza absoluta de inerrancia. Cf. H. H6rFL, en DBS, art. cit., col. 1032 s.

Para dirimir esta difícil cuestión no queda, pues, otro recurso que el de interrogar a la Iglesia apostólica acerca de su pensamiento y de sus usos: ¿qué libros se consideraban en ella, bajo la autoridad de los apóstoles, como Escritura inspirada? El testimonia explícito del Nuevo Testamento no basta desgraciadamente para saberlo, puesto que en él no se halla ninguna lista oficial. Sólo se puede presumir que la utilización habitual de la Biblia griega implicó el re-curso a las obras traducidas o compuestas en esta lengua. Hemos señalado algunos indicios de esto en el mismo Nuevo Testamento 133. Además, la herencia de la Iglesia apostólica conservada en las comunidades de la era siguiente atestigua un canon más amplio que el de Jamnia 134 Cierto que en esta época se utilizaron también para la edificación de los cristianos ciertos elementos de la tradición judía conservados en los targumes o en los midrasim, y obras apócrifas como Henoc o el Testamento de los doce Patriarcas. Pero esta extensión excesiva muestra al menos que no se observaban los criterios de canonicidad fijados por los doctores palestinos. El examen del contenido de los libros desempeñaba seguramente cierto papel, puesto que se les exigía que fueran conformes a la revelación divina y que dieran testimonio de Jesucristo 135 En cuanto al examen de su origen, constituía más bien un elemento perturbador, en la medida en que estas obras se cubrían abusivamente de gran-des nombres proféticos (Isaías, Esdras, Henoc, los patriarcas, Moisés, etc.). Debe concluirse que el examen de los criterios internos no bastaba para aportar la evidencia de la inspiración y del valor canónico.

2. Los libros del Nuevo Testamento

Un problema análogo se planteó, guardadas las debidas pro-porciones, respecto a los libros del Nuevo Testamento'. La autoridad de los apóstoles como depositarios de la revelación hacía de

133. Supra, p. 194.

134. Supra, p. 201 ss.

135. Cf. los motivos alegados por san Justillo (p. 202, notas 55-56) y Tertuliano (p. 194, nota 69).

136. Además de las obras del padre Lagrange y del padre Duwailly (p. 140, nota 23), cf. W. S. REILLY, Le Canon du Nouveau Testament et le critére de la canonicité, RB, 1921, p. 195-205. H. HorFL, art. cit., DBS, col. 1034-1037.

su testimonio y de los usos fijadas por ellos la regla de la fe y de la vida cristiana. Para ello era indiferente el medio por el que se hubieran conservado en las iglesias dicho testimonio y dichos usos: ya fuera una tradición viva de múltiples formas, ya escritas que atestiguaban su contenido. De todos modos, ta apostolicidad era el criterio de la canonicidad (en el sentido activo de la palabra). De aquí se seguía una consecuencia importante: todo escrito que emanara directamente de un apóstol y hubiera sido compuesto con vista a sus funciones eclesiásticas, estaba cubierto por el carisma apostólico; representaba auténticamente la palabra del Señor operante en su Iglesia 137. Por este hecho alcanzaba la categoría de Sagrada Escritura, de que gozaban los libros del Antiguo Testamento 138.

Pero no se podía decir lo mismo de la parte de literatura cristiana cuyos autores no pertenecían al grupo apostólico. Para que sus composiciones literarias fueran inspiradas en el pleno sentido del término no bastaba que dichos autores tuvieran un carisma funcional que los pusiera bajo la moción del Espíritu Santo (como profetas, didáscalos, pastores, evangelistas, etc.); en este punto Harnack no supo apreciar correctamente el papel de los carismas en la Iglesia primitiva. Cierto que había casos en que la redacción de un escrito, aun dejando al redactor gran margen de libertad, se había efectuado bajo el control o con la aprobación de una personalidad apostólica, como en el caso de la primera de Pedro compuesta por Silas. En este caso la autoridad del apóstol seguía avalando el libro, y proporcionaba un criterio suficiente de discernimiento. El principio podía extenderse en cierta medida al caso de los evangelios, en los que se recogía con cuidado el testimonio de un apóstol, eventualmente después de su muerte (caso de Marcos que recoge el testimonio de Pedro, o de los discípulos de Juan que dan forma definitiva a la edición de su obra). Pero quedaban todos los demás casos en los que la más auténtica tradición apostólica era puesta en forma por redactores que obraban en su propio nombre: así Lucas utilizando las obras anteriores e interrogando

137. Supra, p. 94 s.
138. Es ya el punto de vista del autor de la segunda de Pedro sobre las epístolas paulinas (2 Pe 3, 16).

a los testigos del pasado; o el autor de la epístola a los Hebreos componiendo en forma muy original su discurso de exhortación (13, 22); o el autor del Apocalipsis, si hay que distinguir a este profeta Juan del apóstol; sin contar las redacciones de ciertas epístolas, que pudieron poner en forma materiales apostólicos (caso de las epístolas pastorales o de Santiago y Judas), usando si a mano viene de la pseudonimmia (caso de la segunda de Pedro). ¿Cómo se podían distinguir estas obras de la literatura edificante, perfectamente ortodoxa, a la que sin embargo no se podía conceder el mismo crédito?

Es sin duda por esta razón por lo que la lista de las obras canónicas (en el sentido activo del término) tenía en los siglos u y Hl limites un tanto fluctuantes. Por una parte se utilizaron muy legítimamente para la edificación de los fieles escritos nacidos de la tradición eclesiástica, que conservaban el legado apostólico bajo formas muy semejantes a las del Nuevo Testamento, con reglas de composición muy próximas a las de los textos inspirados, comprendida la imitación literaria de éstos, el estilo antológico, y hasta el lenguaje de autoridad y la pseudoepigrafía: así el evangelio de los Hebreos, la carta de Bernabé, la Didakhé, etc.... Esto ofrecía el peligro de dejar que se introdujeran en las iglesias obras de propaganda, cubiertas con grandes nombres, pero sospechosas o francamente heréticas. Por otra parte, como reacción contra el peligro precedente, se tendió a asociar la apostolicidad de los escritos a la prueba de su autenticidad literaria. De ahí que se pusiera en tela de juicio su autoridad tan luego se veía contestada esta autenticidad por razones de crítica interna o de tradición externa: así en el caso de la epístola a los Hebreos o de la segunda de Pedro en occidente, del Apocalipsis o de ciertas epístolas católicas en oriente. Estos peligros opuestos muestran la insuficiencia de los criterios objetivos empleados exclusivamente. Siendo la inspiración de los autores un hecho incontrolable, el verdadero problema es saber qué obras las iglesias del siglo u recibieron como normativas, si no de la misma generación apostólica, por lo menos de la que había conocido a los apóstoles, puesto que pudo transcurrir cierto tiempo entre la transmisión oral del testimonio apostólico y su fijación por escrito (caso clásico del Evangelio de Marcos). Cuestión de hecho bastante difícil de zanjar, por lo cual recibió soluciones algo' diferentes, de un tiempo a otro y de una iglesia a otra.
 

II. ¿QUIÉN PUEDE OPERAR ESTE DISCERNIMIENTO?

Por consiguiente, la Escritura no suministra por sí sola los elementos necesarios para el establecimiento del canon. Ya se trate de los libros del Antiguo Testamento utilizados en las iglesias o de los del Nuevo compuestos para las iglesias, nos vemos en la necesidad de interrogar a la tradición eclesiástica antigua, en cuanto heredera de la tradición apostólica. En este punto fundamental la teología católica coincide con buen número de protestantes contemporáneos, como O. Cullmann y M. Lods. La divergencia comienza cuando' se trata de interpretar el acto de la Iglesia que sienta el principio del canon, y todavía más cuando' se trata de apreciar el valor propio de la tradición eclesiástica en este terreno y el papel que' compete a sus autoridades. La divergencia de posiciones refleja aquí las eclesiologías de que dependen. Más arriba, al tratar de la Escritura y de la tradición, hemos visto que ni la tradición eclesiástica ni el magisterio' que la estructura pueden considerarse como órganos de registro puramente humanos 139. No sólo porque la obediencia de la fe los somete a la palabra de Dios, cuyos transmisores fueron los apóstoles, sino porque el Espíritu Santo sigue obrando en la Iglesia por sus carismas, y particularmente por los que se asocian a las funciones de enseñanza y de autoridad 140 El Espíritu Santo, después de haber inspirado a los apóstoles para enunciar la revelación aportada por Cristo, e inspirado después a los autores sagrados para que fijaran por escrito todo lo que de ello conservan las Escrituras, ha asistida siempre y sigue asistiendo a la Iglesia para que conserve esta revelación en ,su integridad. En este punto preciso es donde se sitúa el reconocimiento de los libros inspirados y la fijación del canon.

Cuando la teología protestante recurre al testimonio del Espí-

139. Supra, p. 54 s; cf. M. J. CONGAR, La tradition et les traditions, I. Essai historique, p. 53-57; it. Essai théologique, p. 172-180.

140. Con esto completaríamos nosotras la sugerencia de M. Lods, art. cit., p. 214, nota 126, para precisar de qué manera esta intuición de la fe eclesial se ha afirmado y ha podido verificarse.

ritu Santo para explicar este hecho fundamental, no se le puede negar la razón. Pero hay que precisar cuál es el sujeto al que llega este testimonio. Ahora bien, no es ni el creyente individual ni la Iglesia de una época determinada (prácticamente la del siglo II). Es la Iglesia postapostólica durante todos los siglos de su historia, estructurada por funciones carismáticas y gobernada por un magisterio que en materia de fe goza de infalibilidad para conservar (no para modificar o' ampliar) el dato revelado 141. Es verdad que en el punto preciso del canon escriturario la tradición eclesiástica ha conocido variaciones de detalle. Pero antes de sacar de aquí un argumento hay que comenzar por comprender la razón de esto. Cuando entre ciertos autores o en ciertas iglesias escritos apócrifos fueron tratados abusivamente como Escritura, fue siempre debido a una confusión sobre 'su origen o su autenticidad literaria. Cuando por el contrario fueron rechazados los deuterocanónicos de los das Testamentos, no fue nunca para volver al uso antiguo, sino por razón de dificultades criticas que surgían acerca de ellos : exclusión del canon judío palestinés, autenticidad literaria con-testada, etc. En una palabra, el recurso a los criterios internos introducía un elemento perturbador en el uso común, mientras que la adhesión a este uso conducía a hombres como Orígenes, san Agustín o santo Tomás a disociar las cuestiones críticas del problema de la canonicidad 142 . Hay que tener en cuenta estos hechos si se quiere captar en lo vivo la auténtica tradición eclesiástica, tanto oriental como occidental, durante la época patrística y la edad media.

Dado que la Reforma protestante volvió a poner sobre el tapete estas dificultades con el fin de excluir de la Biblia los deuterocanónicos, se comprende que el concilio de Trento descartara sus objeciones para atenerse al uso común sancionado en otro tiempo por los concilios africanos y por los documentos romanos contemporáneos (carta de Inocencio i a Exuperio de Tolosa). El concilio no innovó en manera alguna. La autoridad de que usó no pretendió

141. LENGSFELD, Op. Cit., p. 117-123.
142. Posición
de san Agustín a propósito de la epístola a los Hebreos, De ¢eccatorum nuritis et remissione, 1, 50 PL, 44, 137. Sobre la posición de santo Tomás, cf. C. SPICQ, Esquisse..., p. 146.

en absoluto suplantar a la antigua tradición eclesiástica, y menos todavía a la autoridad apostólica. Únicamente desempeñó su papel normal, con la asistencia del Espíritu Santo, para fijar definitiva-mente un punto de tradición eclesiástica oscurecido y contestado. Su texto es por lo demás muy claro bajo este respecto: Si quis autem libros ipsos integras cum omnibus suis partibus, prout in ecclesia catholica legi consueverunt et in veten vulgata latina editiane habentúr, pro sacris et canonicis non susceperit, etc.143. El concilio Vaticano I se limitó más tarde a reproducir sus términos 144.


II. EXTENSIÓN DE LA CANONICIDAD

Aquí podemos partir de nuevo de la definición del concilio de Trento para precisar su alcance. Todos los libros sagrados que forman parte de la Vulgata latina son recibidos como canónicos cum ~tribus suis partibus. No hay que distinguir grados o modos diversos de canonicidad, pues ésta es independiente tanto de la personalidad de los autores sagrados como del carácter más o menos edificante de su testimonio. La canonicidad garantiza única y exclusivamente que la inspiración divina amparó la composición de todos los libros en cuestión. El concilio, al hablar de la Vulgata latina, no canonizó, evidentemente, esta versión en cuanto tal. La reconoció efectivamente como «auténtica» en todos los actos públicos del ministerio eclesiástico (en la Iglesia latina, se entiende) 145 Pero la encíclica Divino. af f !ante Spiritu precisó que se trataba de una autenticidad jurídica; la Vulgata latina no encierra errores doctrinales y se conforma con la interpretación normativa de la Escritura que pertenece a la tradición de la Iglesia 146. Todas las versiones de la Escritura posteriores a la era apostólica se hallan en. la misma situación desde el punto de vista de la canonicidad. En efecto, estando ésta ligada a la inspiración, sólo puede afectar a. los textos originales escritos por autores inspirados; de ahí la necesidad de remontarse a estos originales más allá de las versiones que dan testimonio de ellos secundariamente, y de establecer el.

143. Ench. B., 60.
144.
Ibid., 57.
145. Ibid., 61.
146. Ibid.,
549.

texto por vía crítica 147. Quedan, sin embargo, tres cuestiones por examinar: 1) la de las obras perdidas que fueron utilizadas por el judaísmo o en la era apostólica; 2) la de la versión griega del Antiguo Testamento; 3) la de los deuterocanónicos del Antiguo Testamento cuyo original semítico se ha perdido.


I. LAS OBRAS PERDIDAS

Ya dijimos algo sobre esta cuestión a propósito de la inspiración 148• Bastará con repetir aquí lo esencial. Por una parte, todo libro escrito por un profeta o por un apóstol en el ejercicio de su función debe ser considerado como inspirada y por tanto como canónico; por otra parte, todo libro considerado como palabra de Dios por un profeta, un apóstol o un autor inspirado debe también ser tenido por tal. En el primer caso la inspiración está pro-bada por la función carismática, del autor; en el segundo, por el testimonio (al menos implícito) de un autor inspirado. Más arriba hemos dado algunos ejemplos. Fuera de estos casos sería imposible la prueba de la inspiración, ya que ninguna función carismátira la supone como consecuencia necesaria, salvo la profecía en-tendida en el sentido de Heb 1, 1 y el apostolado entendido en sentido estricto. Por lo demás, la cuestión no pasa de ser teórica; su único interés consiste en recordar que nuestra Biblia actual es el remanente de una literatura inspirada que fue seguramente más considerable. Es superfluo imaginar que una disposición providencial habría hecho desaparecer justamente todas las obras que no debían entrar en el canon, y sólo ésas 149. De hecho, la literatura canónica del pueblo de Dios, pese a cuidados vigilantes, conoció también accidentes de transmisión debidos a toda clase de causas. Pero es inútil hacer cábalas acerca dé libros que no tenemos ya a nuestro alcance.

147. Ibid., 548.
148. Supra, p. 113 s.
149. Es el pensamiento de Calvino sobre los escritos del Nuevo Testamento; cf. S. DE DIETRICH,
Le renouveau biblique, p. 39.


II. LA VERSIÓN DE LOS SETENTA Y EL CANON DE LAS ESCRITURAS
150

1. Historia de la cuestión

a) La fe en la inspiración de los Setenta en la antigüedad cristiana. La creencia en una inspiración de los Setenta nació en el judaísmo alejandrino. La carta de Aristeas, que refería la leyenda de los 72 ancianas reunidos por Tolomeo para traducir el Pentateuco, se limitaba en este punto a una discreta sugerencia 151. Pero en la época misma en que se formaba el Nuevo Testamento, Filón de Alejandría la atestigua ya en forma explícita: «Los que leen los dos textos, tanto el hebreo como la traducción... no llaman simplemente traductores, sino hierofantes y profetas a aquellos hombres que pudieron seguir con expresiones transparentes el pensamiento tan puro de Moisés» 152. Ahora bien, el mismo judaísmo rabínico conservará parcialmente el eco de esta doctrina, como lo prueba una barayta de R. Judá el Príncipe, compilador de la Misna: «El santo puso su consejo en el corazón de cada uno de ellos, y se hallaran ser del mismo parecer; sin embargo escribieron: ...» (siguen trece páginas que habrían alterado los LXX) 153

Así se comprende que la Iglesia apostólica de lengua griega, aun conservando una real libertad en su manera de citar los textos, utilizara la Biblia griega de la misma manera que el judaísmo palestinés utilizaba el original hebreo, es decir, como un texto inspirado. Es probable que la reacción del sínodo de Jamnia (90/100) contra la versión de los Setenta y contra los deuterocanónicos que formaban parte de ella, fuera en parte motivada por el puesto que ocupaba en la teología y en la apologética cristiana: reduciendo el canon a los 22 libros reconocidos en Palestina, se decidió em-

150. Para el detalle de esta cuestión, cf. P. GRELOT, Sur I'inspiration et la canonicité de la Septante, en «Sciences ecclésiastiques», 1964, p. 386-418.

151. A. PELLETIER, Lettre d'Aristée a Philocrate, «Sources chrétiennes», 89, París 1962, p. 78. El desarrollo de esta leyenda a través de los tiempos lo presenta luego el padre Pelletier, que da la traducción de los principales textos de la documentación, op. cit., p. 78-81.

152. FILóu DE ALEJANDRIA, Vida de Moisés, 2, 37. Cf. los otros textos de Filón en la documentación de A. PELLETIER, op. Cit., p. 78-81.

153. En bT, Megillah, 9a. Texto en L. GOLDSCHMIDT, Der babylonische Talmud, t. 3, p. 564 s.

prender una nueva versión griega más estrictamente calcada sobre el original hebreo154. Un eco de esta controversia entre judíos y cristianos se halla en san Justino, cuando reprocha a su interlocutor Trifón haber falsificado el texto de la Escritura corrigiendo ciertos testimonia mesiánicos que él mismo cita según el griego155. Cierto que al referir la leyenda popularizada por la carta de Aristeas no menciona la inspiración de los traductores 156; pero en camibio extiende este origen maravilloso a los «libros que contienen las profecías» 157'. Después de él, la inspiración de los 70 (ó 72) ancianos está atestiguada positivamente por san Ireneo, la Cohortatio ad Graecos (que todavía recalca más la leyenda), Clemente de Alejandría, san Cirilo de Jerusalén y otros 158, lo que equivale a reconocer a la versión griega del Antiguo Testamento el valor de texto canónico. Los padres que se muestran menos explícitos destacan por lo menos su autoridad incontestable, indicio cierto de una disposición providencial que veló sobre su confección 159. El mismo san Jerónimo, que se aplica a desacreditar las amplificaciones tardías de la leyenda de los Setenta 160, que distingue neta-mente el carisma de los profetas y el de los traductores 161l y que trata de hacer volver a la Iglesia a la Veritas hebraica, no por ello deja de admitir que los traductores griegos, Spiritu Sancto pleni, ea quae vera fueran: transtulerunt 162. Su contemporánea san Agustín es todavía más categórico 163. El único problema suscitado a

154. B. J. ROBERTS, The Old Testament Text and Versians, Cardiff 1951, p. 122, nota este carácter de polémica anticristiana en la versión de Aquila. La dependencia de éste con respecto a Agiba la examina minuciosamente D. BARTHÉLEMY, Les devanciers d'Aquita, VT, Suppl. 10, Leiden 1963, p. 3-30.

155. San JUSTINO, Diálogo con Trifón, 71, 1-2 (ed. G. ARCHAMBAULT, col. «Textes et documents», t. 1, p. 345); cf. D. BARTHÉLEMY, op. Cit., p. 203 s.

156. San JUSTINO, Apología 1, 31, 1-2 (ed. L. PAUTIGNY, col. «Textes et documenta», p. 58-61).

157. Ibid., 31, 2 (ed. L. PAUTIGNY, 1oc. Cit.).

158. Cf. Sciences ecclésiastiques, 1964, p. 391 s; textos traducidos por A. PELLETIEx, Lettre d'Aristée d Philocrate, p. 81-86.

159. Así san HILARIO, Tract. in Psalm. II, 3 (PL, 9, 262-264; A. PFIT.ETIER, op. cit., p. 85). Igualmente san Juba CRISÓSTOMO, In Matthaeum, 5, 2 (PG, 57, 56 s).

160. San JERÓNIMO, Comm. in Ezechielem, 33. 23 (PL, 25, 323).

161. Praefatio in Pentateuchum (PL, 28, 152).

162. Praefatto in librum Paralipomenon iuxta LXX interpretes (PL, 29, 402). Es verdad que este texto es anterior a la empresa de su nueva versión latina sobre el hebreo.

163. San AGusTíN, Ciudad de Dios, 18, 42-43 (PL, 41, 602-604); De doctrina christiana, 2, 15 (PL, 34, 46). Los textos están citados en A. PELLETIER, Lettre d'Aristée, p. 91-93.

este propósito en la antigüedad cristiana es el de saber qué libros fueron traducidos por las ancianos de Tolomeo; san Jerónimo piensa que se trata sólo del Pentateuco 164. Pero esta misma discusión no pasa de ser teórica, pues en la práctica el conjunto de los padres de lengua griega se sirve de la versión de los Setenta como de un texto canónico en sí mismo. Orígenes precisa en su carta a Julio Africano: la Biblia de la Iglesia, es 'la Biblia griega 165. Por lo demás, en occidente la Vulgata latina de la época, es decir, la Vetus Latina en todas sus formas, está traducida sobre este texto, y el gusto de san Jerónimo por la Ventas hebraica aparece como una preocupación de letrado bastante aislada.

b) El retroceso de los LXX en el occidente latino. En el oriente griego la autoridad de los LXX se mantuvo intacta en el transcurso de los siglos. Una soda medida práctica se tomó a propósito del libro de Daniel: dado el carácter muy defectuoso de su traducción, fue sustituida en el uso corriente por la versión de Teodoción 166 En el occidente latino, por el contrario, se modificó profundamente la situación.

Desde la época de la latinidad decadente se asentó sólida-mente la autoridad de san Jerónimo como traductor, consiguientemente su versión suplantó a la Vetus Latina como Vulgata, y se recurrió a ella para descubrir a través de la misma una Ventas hebraicxa 167 a la que pocos autores tenían directamente acceso. Por esto mismo los LXX aparecieron únicamente como una traducción griega entre otras muchas reunidas por Orígenes en las columnas de las Hexaplas. Desde el siglo xli, Ruperto de Deutz 168 muestra cierta desconfianza para con ella; Hugo de San Víctor que, siguiendo a san Jerónimo, rechazaba las proliferaciones que originó

164. San JERÓNIMo, Comm. in Michaeam, 2, 9 (PL, 25, 1171). Nótese que acerca de este pasaje de Miqueas subraya san Jerónimo las divergencias entre la Ventas hebraica y los LXX; pero no por ello deja de comentar los dos textos para mostrar que se aplican a Cristo y a la Iglesia.

165. Oainznas, Carta a Julio Africano, 4 (PG, 11, 57-60).

166. Cf. la edición crítica de los textos en J. ZIaGLER, Susanna, Daniel, Bel et Draeo, Gatinga 1954. P. KAHLE, The Kairo Genisa, Oxford 1959, p. 252 s, hace notar que esta operación es debida a la influencia de Orígenes, por tanto a una preocupación crítica.

167. Tal es ya el caso en san Beda el Venerable; cf. C. Srtcg, Esquisse d'une histoire de l'exégese au nwyen-áge, Vrin 1944, p. 31.

168. RUPERTO DE Dauxz, De divinis officiis, 17 (PL, 170, 280 s).

la carta de Aristeas, cita al lado de los LXX las versiones de Áquila, Símmaco y de Teodoción 169. Esto es sólo un principio, pues en el siglo xvi un número creciente de eruditos rechaza como apócrifa la misma carta de Aristeas (Escalígero, Luis Vives) 170. Consiguientemente, los LXX no es ya sino una obra anónima ejecutada poco a poco por numerosos autores. ¿Cómo podrían los teólogos en estas condiciones mantener su inspiración cuando un Cayetano vacila acerca de la de los deuterocanónicos, cuya autenticidad literaria no le parece segura? 171

Este viraje de la opinión irá ganando terreno poco a poco. Cierto que Bossuet, en el siglo XVII 172, considera todavía como histórico el relato de Aristeas, dentro de los limites precisados por san Jerónimo, como reacción contra Richard Simon 173 que la tiene por leyenda. Pero en el siglo xviii el proceso llega a su término. No sólo Dom Calmet rechaza la leyenda de los Setenta, sino que hasta halla argumentos para negar la inspiración de la vieja versión griega: «Como el Espíritu Santo no puede contradecirse a sí mismo hablando de una manera en el hebreo y de otra en el griego, no puede caer en error como cayeron visiblemente estos traductores en diferentes pasajes de su traducción» 174. Por sofístico que sea el razonamiento fundado en una noción completamente inexacta de la inerrancia, arrastrará la convicción general: la opinión de Dom Calmet será común entre los teólogos de los siglos xix y xx, poco solicitas en interrogar sobre esta cuestión a la tradición antigua de la Iglesia griega 175, que muchos de ellos no parecen siquiera conocer.

169. Huno DE SAN VÍCTOR, De scripturis et scriptaribus inspiratis, 9 (PL, 175, 17). Sobre la aposición a los LXX durante el siglo xii, cf. C. Srlcg, op. cit., p. 107.

170. J. Escsdarao, Ad Chronicum Eusebii, citado en PL, 27, 483. L. Vivas, In Augustissi <De civitate Dei», 18, 42 (Basilea 1522).

171. Supra, p. 210.

172. J. B. BossuET, Praefatio in Proverbiis, en Oeuvres completes, ed. Vivés, t. 1, p. 449.

173. RICHARD SIMON, Histoire critique du Vieux Testament, Amsterdam 1685, p. 186 s.

174. Dom A. CALMET, Dissertation pour servir de prolegomenes de l'Acriture sainte, t. 1/2, París 1720, p. 81. Por lo demás, esta disertación sobre la versión de los Setenta intérpretes (p. 74-93) manifiesta un excelente conocimiento de la documentación judía y patrística.

175. La creencia en la inspiración de los Setenta <no ha sido nunca en la Iglesia más que una opinión particular... Nunca ha sido enseñada por la Iglesia. Ha sido admitida sólo par algunos padres, fiados en la leyenda de las celdas separadas... San Jerónimo la combatió vivamente, y san Juan Crisóstomo no habló de ella» (E. MANGENOT, art. Inspiraban, DBS, t. 5, col. 1629). Es inútil enumerar todos los autores que comparten este sentimiento. Su consensus está bien resumido en R. CORNEI:Y - A. MERE, Manuel d'introduction d toutes les saintes Écritures, París 1930, t. I, p. 185 s.

c) Hacia un retorno a la posición de los padres. Ahora bien, desde 1950 se ha modificado la situación en sentido inverso. Es que la exégesis moderna ha aprendido a disipar ciertos equívocos que entorpecían la problemática desde la edad media e incluso desde la antigüedad: ahora sabe distinguir las cuestiones de autenticidad literaria y de canonicidad; ve en la inspiración escrituraria un carisma compartido por gran número de personas, a veces completamente desconocidas; la inerrancia doctrinal de un texto y la exactitud de una traducción no las considera como nociones equivalentes o intrínsecamente ligadas entre sí. Así pues, el padre Benoit 176 en 1951 y el padre Auvray en 1952177, volviendo a los usos de la Iglesia antigua, invitaron a los teólogos a emprender un nuevo examen de toda la cuestión. No se les ha seguido unánimemente. Poco antes de ellos, J. Schildenberger 178 no se mostraba nada favorable a la hipótesis, que posteriormente ha sido excluida formal-mente por la nueva edición de la Introductio generalis de Hápfl-Leloir 179. A. Barucq y H. Cazelles, en la Introducción a la Biblia, exponen objetivamente los argumentos que se hacen valer en su favor, pero no se pronuncian acerca del fondo 180. Por lo demás, todo el mundo conviene en reconocer que si los LXX no se ad-hieren en todas partes al texto original, sin embargo, representan sustancialmente la palabra de Dios que estaba contenida en éste, y que es un testigo autorizado, fiel y hasta privilegiado de la tradición en que se conservó la revelación divina antes de los tiempos de Cristo, no sin una cierta asistencia del Espíritu Santo 181. ¿Hay

176. P. BENOIT, La Septante est-ell inspiréet En Vorn Wort des Lebens, Festchrift für Max Meinera, Munster en W. 1951 (reproducido en Exégése et théologie, t. 1, p. 3-12). Este artículo ha sido completado posteriormente por un examen más detallado del material patrístico: L'Inspiration des Septante d'aprés les Péres, en L'homme devant Dieu (Mélanges H. de Lubac), París 1964, t. 1, p. 169-187.

177. P. AUVRAY, Comment se pose le probléme de l'inspiration des Septante, RB, 1952, p. 321-336.

178. J. SCHILDENBERGER, Vom Geheimnis des Gotteswortes, p. 476 s.

179. H. HóéFL - L. LELOIR, Introductio generalis in sacram Scripturam, Roma-Nápoles '1958, p. 58: «Versiones... non sunt dicendae inspiratae, nisi aequivalenter seu mediate», lo cual se aplica también a los LXX.

180. A. ROBERT - A. FEUILLET, Introducción a la Biblia, 1, Herder, Barcelona 1965, p. 57-59.

181. «Negari nequit divinam Providentiam invigilasse, ne sacros libros tam perverse in linguam graecam verterent, ut eorum versio sincerus fons revelationis dici non posset» (A. VACCARI, en Institutiones biblicae' p. 351).

motivos valederos para conferirles una autoridad todavía mayor viendo en ellos la palabra de Dios en sentido estricta?

2. Examen de la cuestión

a) Las dificultades. Las principales dificultades suscitadas contra la inspiración y la canonicidad de los LXX son conocidas desde hace mucho tiempo. La primera es el carácter legendario del relato del Pseudo-Aristeas. San Jerónimo reaccionaba ya contra los rasgos suplementarios atestiguados por la Cohortatio ad Graecos; no cabe duda de que si hubiera conocido las conclusiones críticas de los modernos, habría rechazado igualmente la historia de los 72 ancianos, traductores del Pentateuco. Una vez desacreditado este relato fundamental, ¿no se derrumban todas las conclusiones teológicas que pudieron sacar de él Filón y los padres de la Iglesia? Hay en segundo, lugar el hecho puesto de relieve por Dom Calmet 182: los errores, contrasentidos, falsos sentidas y faltas de sentido en que incurrieron los traductores. Si bien no es dudosa su fidelidad global a la doctrina revelada, no se puede negar que en más de un caso se equivocaron al traducir al griego el sentido de tal o cual texto particular. Este defecto es tan patente que la Iglesia de oriente sustituyó los LXX por Teodoción en cuanto al libro de Daniel, en su versión oficial. ¿Cómo conciliar esto con la inerrancia de los autores inspirados? Cuando mucho se concederá a los LXX el mismo género de autenticidad jurídica que el concilio de Trenta reconoció a la Vulgata latina 183. Finalmente, si examinamos a fondo la cuestión, nos daremos cuenta de que la inspiración de los LXX es una hipótesis inútil. Se puede retener la idea de una cierta asistencia divina, que veló por la constitución de esta versión por razón de su importancia para la Iglesia primitiva. Pero aquí importa distinguir los diversos carismas del Espíritu. Como lo había hecho notar ya san Jerónimo: uno es el carisma del profeta, y otro el del traductor 184. Y san Juan Crisóstomo,

182. Supra, p. 227, nota 174.
183.
Supra, p. 222, nota
145.
184.
Supra, p. 225, nota 161.

más claramente todavía, decía que Dios inspiró a Moisés y a Esdras para la composición y la reconstitución del Pentateuco, envió a los profetas y dispuso (wxovól.tsasv) a lbs traductores 185. Tal carisma funcional basta en el caso presente, y es inútil añadirle el carisma escriturario.

b) Los argumentos positivos de la tesis. Estos argumentos sólo impresionan en apariencia, pues la tesis contraria puede hacer valer otros mucho más fuertes.

Hay que considerar en primer lugar el puesto eminente que ocupan los LXX en la historia de la revelación. Ésta, como ya hemos visto 186, se expresa en un lenguaje específico que, aunque utilizando las categorías de pensamiento del hebreo y del griego, las refundió en cierto modo para convertirlas en vehículo de la palabra de Dios. En cuanto al hebreo, la operación se hizo sin género de duda gracias a los depositarios mismos de esta palabra, los profetas en el sentido amplio del término. ¿Pero y en cuanto al griego?

En la época del Nuevo Testamento, la predicación apostólica halló a su disposición un instrumento lingüístico perfectamente preparado, que le permitió anunciar el evangelio en griego, recurriendo ampliamente a formulaciones escriturarias empleadas corrientemente en el judaísmo de la época. ¿De dónde venía aquel lenguaje sino de los traductores alejandrinos del Antiguo Testa-mento? 187. Ya en el primer siglo antes de nuestra era, el autor del libro de la Sabiduría podía apoyarse sobre el resultado de este trabajo. ¿Cómo no ver en ello el fruto de una intervención positiva del Espíritu Santo? Desde este solo punto de vista seria ya legítimo hablar de inspiración de los traductores y se podría admitir el dicho de Clemente de Alejandría, que veía en su obra una «profecía en griego» proferida para griegos 188.

En segundo lugar, hay que recordar que los LXX no son una

185. San JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre la epístola a los Hebreos, 8, 4 (PG, 63, 74 s).

186. Supra, p. 124 ss.

187. J. CosTE, La premiére expérience de traduction biblique, La Septante, LMD, 53 (1958), p. 56-88.

188. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Stromata, I, 22 (PG, 8, 894 s, ed. M. CASTER, ‹Sources chrétiennes», 30, p. 152).

mera traducción. En más de un caso adapta el texto original; lo interpreta a la luz de la tradición viva, suministra una exégesis carismática que profundiza los datos de la revelación. Ahora bien, cuando el Nuevo Testamento echa mano del texto bíblico para leer en él el esbozo del misterio de Cristo, lo capta al nivel de este testimonio en lengua griega, más ricos que el original hebreo 189. Así en el caso de Is 7, 14, donde figura ya el misterio de la concepción virginal; en el de la cita de Sal 16, 8-11 en Act 2, 25-31 y 13, 35-37, de la de Gén 12, 3 y 22 en Act 3, 25 y Gál 3, 8-9, de la de Am 9, 11-12 en Act 15, 16-17190 Los redactores de la Biblia griega aparecen aquí como instrumentos de Dios encargados de fijar por escrito el progreso de la revelación para preparar positivamente el evangelio. No hay razón de restringir este papel sólo a dos pasajes que los autores del Nuevo Testamento citaron explícitamente. Conviene más bien mirar a estos traductores como verdaderos autores que haciendo pasar la palabra de Dios del hebreo al griego la recrean en mayor o menor medida 191. Aquí también la inspiración escrituraria conviene en gran manera al ejercido de tal función.

Acabamos de hablar de textos recreados. En ciertos casos habría que hablar de creación a secas. En efecto, en los Setenta hay textos que el original hebraico no contiene (o no contiene ya). Los más importantes son evidentemente los libros o fragmentos de libros, a los que se ha dado el nombre de deuterocanónicos. ¿Habría que admitir que en cuanto a estos textos el original inspirado está definitivamente fuera del alcance de la Iglesia? 192. Aun fuera de estos largos fragmentos, existen añadiduras de menor importancia, diseminadas casi por todas partes (por ejemplo, en Prov 4, 27; 6, 8; 7, 1; 8, 21; 9, 10; 9, 18; 10, 4, etc.). Más bien que excluirlos a priori del canon de las Escrituras, ¿no habría que volver a la

189. P. BENolT, en el primer artículo citado en la p. 228, nota 176, da los tres ejemplos de Is 7, 14 de Sal 16, 8.11, y de Gén 12, 3.

190. E. HAENSCHEN, Die Apostelgeschichte, Gotinga 1956, p. 394. Habría ya un eco de los Setenta en Act 15, 14 según J. DUPONT, Laos ex ethndn (Act 15, 14), NTS, 3 (1956/57), p. 47-50.

191. J. CosxE, Le texte grec d'Isaie 25, 1-5, RB, 1954, p. 35-66. Cf. I. L. SEELIGMANN, The Septuagint Version of Isaiah: A Discussion of its Problems, Leiden 1948, p. 95-121.

192. Volveremos a tratar esta cuestión infra, p. 234 ss.

observación de san Ambrosio 193: no sin utilidad (non o'iose) hicieron los traductores añadiduras al texto hebreo? ¿O por el contrario tendrá la Iglesia necesidad, según la expresión irónica de Orígenes 194, de pedir a los judíos que le comuniquen textos puros para corregir su Biblia?

Este haz de indicios convergentes invita por lo menos a reconocer a la tesis de la inspiración y de la canonicidad de dos LXX una no pequeña probabilidad. Para pasar luego a la certeza es preciso, como en todas las cuestiones relativas al canon, interrogar a la tradición eclesiástica antigua, en cuanto heredera de la tradición apostólica, acerca de su actitud con respecto a los LXX. Ahora bien, da Iglesia antigua buscó en esta versión las bases de su lenguaje teológico; avaló los progresos doctrinales atestiguados en ella; utilizó como Escritura todos los libros, partes de libros y añadiduras menores que en ella figuran; habló unánimemente de ella como de un texto canónico, y con frecuencia como de un texto inspirado. La reacción de san Jerónimo en favor de la Veritas hebraica no puede hacer olvidar esta adhesión de toda la antigüedad cristiana a la Ventas graeca.

c) Conclusión. A despecho de un largo eclipse cuyas razones hemos visto, hay razón de volver a esta posición tradicional, que incorpora a los LXX como tales al corpus de los libros sagrados, sin perjuicio del valor propio que conservan los originales hebreos. Los autores de esta versión, operando por cuenta de la comunidad a que pertenecían, gozaron a este efecto de un carisma funcional apropiado: carisma de intérpretes, diferente de la profecía, como decían con toda razón san Juan Crisóstomo y san Jerónimo 195; carisma de escribas también, testigos autorizados de da tradición viva. Pero habiendo su trabajo tenido por fruto libros que la Iglesia, y ya los autores del Nuevo Testamento, utilizaron como palabra de Dios, hay que reconocer también que este carisma funcional

193. San AMBROSIO, Hexaemeron, 3, 5, 20 (PL, 14, 165).

194. ORÍGENES, Carta a Julio Africano, 4 (PG, 11, 57-60).

195. Esta distinción figuraba ya en san Ireneo: xUnus enim et idem Spiritus Dei, qui in prophetis quidem praeconavit, quis et qualis esset adventus Domini, in senioribus autem interpretatus est bene quae prophetata fuerant, ipse et in apostolis annuntiavit pienitudinem temporum adoptionis venisse...0 Adversus haereses, 3, 21, (PG, 7, 950; el original griego del pasaje se ha perdido).

recibió la prolongación del carisma escriturario, como en el caso de todos los escribas inspirados 196. La de los LXX no es, por tanto, una de tantas versiones del Antiguo Testamento. Hay que notar que la definición del concilio de Trento no se opone en modo alguno a esta manera de ver. Dirigida totalmente contra el canon restrictivo de los primeros reformadores, dejó fuera de discusión el problema propio de la Biblia griega. Sancionando el canon de los antiguos concilios africanos, convergía así con da posición de Orígenes, cuya firmeza hemos visto acerca del punto que nos ocupa. Nada impediría por tanto al magisterio de la Iglesia completar esta definición si lo juzgara conveniente, reconociendo que el Antiguo Testamento es inspirado y canónico bajo sus dos formas, la hebrea y la griega 197

d) Solución de las dificultades. Las dificultades mencionadas más arriba aparecen ahora de poco peso. El carácter legendario de la carta de Aristeas y las amplificaciones a que dio lugar dejan intacto el problema de fondo. En efecto, no fue esta leyenda la que hizo nacer la fe en da autoridad y en la inspiración de la versión griega, sino que fue esta fe la que creó la leyenda para hallar una traducción concreta y un soporte literario. Todo teólogo católico sabe que sucede lo mismo acerca de la fe en la asunción de la Virgen María: el relato legendario del transitas no es su fundamento, sino su resultado. Se puede sin dificultad abandonar la leyenda y conservar la fe. La operación crítica comenzada por san Jerónimo y acabada por los eruditos del siglo xvi a propósito de

196. Esta conclusión plantea un problema en cuanto al libro de Esdras, puesto que el Esdras griego recogido en los Setenta no corresponde al Esdras hebreo del canon judío, sino al texto heterogéneo de 3 Esd (supra, p. 193, nota 21); véase sobre este particular la bibliografía dada en p. 203, nota 71. La lista fijada en Trento iba dirigida contra el canon mutilado de los protestantes, no contra el antiguo canon de las iglesias de lengua griega; no permite por tanto zanjar el caso enfocado aquí.

197. Esta apreciación global deja entero el problema del texto primitivo de los Setenta. Es sabido que P. KAxLE, The Cairo Cenizal, p. 249-252, sacó un argumento de las divergencias entre el N.T. y los Setenta para negar la existencia de una versión griega uniformada antes del Nuevo Testamento. Pero allí se trata más bien de diversas recensiones sufridas por la traducción griega en medio judío. Sobre esta cuestión, cf. D. BARTxéLEMY, Les devanciers d'Aquila, Leiden 1963. Nótese que el mismo problema se plan-tea con respecto al texto hebreo del A. T., que conoció también recensiones diversas. Nuestra conclusión coincide con la del padre D. BARTHÉLEMY en las Journées Bibliques de Lavaina 1963, (cf. ETL, 1963, p. 892 s, en tanto aguardamos la publicación de esta conferencia).

los ancianos de Tolomeo constituye desde este punto de vista un útil pulimento que esclarece la cuestión; pero no hay razón para sacar de aquí conclusiones abusivas. En segundo lugar, la objeción sacada por Dom Calmet de los errores de traducción se basa en un sofisma, pues no examina la verdad del texto griego desde el punto de vista de la doctrina que sienta, sino que aprecia su exactitud en función del original hebraica que tiene detrás. Esto es olvidar que la inspiración escrituraria no tiene el fin de hacer a los escritores perfectos e infalibles desde todo punto de vista, sino de hacer de ellos testigos de la palabra de Dios por el mensaje mismo que ponen por escrita. Dicho esto, la verdad doctrinal de su texto es compatible con todas las imperfecciones que se quiera, comprendidas las interpretaciones erróneas del hebreo o las frases que lo calcan sin dar ningún sentido. En cuanto a la pretendida inutilidad de la hipótesis, ya hemos visto de paso lo que había que pensar de ella. El error de los teólogos del siglo xix consistió en tener una concepción demasiado crítica de la inspiración escrituraria, que se adaptaba mal a las diferentes situaciones de los autores sagrados. La que hemos estudiado más arriba cuadra sin dificultad con el trabajo propio de los adaptadores de la Biblia hebraica.


III. LOS DEUTEROCANÓNICOS CUYO ORIGINAL HEBREO SE HA PERDIDO

1. El problema

Es sabido que diferentes deuterocanónicos del Antiguo Testamento no subsisten sino en versiones primarias o secundarias, la más antigua de las cuales es la de los Setenta. En muchos casos se piensa que el original estaba escrita en hebreo: el primer libro de los Macabeos, Baruc y la Carta de Jeremías (salvo probablemente Bar 4, 5-5, 9) 198, el Eclesiástico, lbs suplementos de' Daniel 199 (pero no los del libra de Ester) 200. San Jerónimo, en cambio, hizo la tra-

198. O. C. WHITEHOUSE, The Book of Baruch, en R. H. CHARLES, The Apocrypha and Pseudoepigrapha of the O. T., t. 1, p. 572 ss.

199. W. H. BENNETT, en R. H. CHARLES, Op. Cit., p. 627 Ss, y T. WITTON DAVIES, ibid., p. 641 s, 655 s. No hay vacilaciones sino por lo que hace al empalme de Dan 3, 46-50, que colma un vacío real del texto arameo masorético.

200. A. LEPÉVRE, en A. ROBERT y A. FEUILLET, Introducción a la Biblia, t. I, escribe con toda razón: «No se trata, propiamente hablando, de suplementos, sino de dos ediciones distintas del libro de Ester» (p. 708). Por lo demás, poseemos dos recensiones bastante diferentes de esta edición griega, y, como lo hace notar J. A. F. GREGG, en R. H. CHARLES, op. cit., p. 669, en las piezas referidas puede haber vestigios de varias manos.

ducción latina de Judit y de Tobías sobre un texto arameo (¿el original o un targum?), y las cuevas de Qumrán han suministrado fragmentos de Tobías en hebreo y en arameo (¿de qué lado está el original?). La versión griega es generalmente bastante literal para representar sustancialmente el texto primitivo. Sin embargo, en el caso de Tobías 201 nos hallamos con dos versiones bastante diferentes: por un lado, el Sinalticus, la Vetus latina, los fragmentos de Qumrán (no publicados), la retroversión aramea tardía publicada por Neubauer 202; por otro, el Alexandrinus y el Vaticanus, sin contar las adiciones menores de la Vulgata, cuyo origen crea un problema. En cuanto al Eclesiástico203, la situación es todavía más complicada: el griego y el siríaco, traducidos paralelamente sobre el hebreo, presentan ya divergencias; los fragmentos hebreos restituidos por la Gueniza de El Cairo encierran otro tipo de texto; la Vetus latina, traducida a lo que parece sobre el griego, ofrece todavía variantes y adiciones.

El problema que se plantea es el siguiente: de todos estos libros ¿dónde hay que buscar el texto inspirado y canónico? Tres hipótesis se ofrecen en teoría: 1) 0 bien el original 'semítico era el único inspirado; en este caso se ha perdido irremediablemente, a menos que se conserven fragmentos en la Gueniza de El Cairo o en Qumrán; y si no está representado directamente, ¿cómo reconocerlo cuando las versiones representan recensiones sustancialmente divergentes? 2) 0 bien la versión griega es el único texto canónico, en cuanto adaptación inspirada de un libro originariamente profano; el caso

201. D. C. SIMPSON, en CHARLES, op. Cit., p. 174.182 (anterior a los descubrimientos de Qumrán).

202. A. NEUBAUER, The Book of Tobit: A. Chaldee Text, Oxford 1868 (reproduce la versión latina de la Itala).

203. W. O. E. OESTERLEY, Ecclesiasticus, Cambridge Bible, 1922; W. O. E. OEs-TERLEY - G. H. Box, en CHARLES, Apocrypha, p. 268-517. Este comentario tenía en cuenta los fragmentos hebreos descubiertos a comienzos del siglo. Desde entonces se han editado nuevos fragmentos: J. MARCUS, en JQR, 1930/31, p. 223.240; E. VOGT, en «Biblica», 1959, p. 1060.1062; 1960, p. 184-190 (según la publicación en hebreo de J. Scllirman); edición más cuidada por A. DI LELLA, The Recently Identified Leaves of Sirach in Hebreos, en «Biblica», 1964, p. 153-167. Los fragmentos descubiertos en la gruta II de Qumrán son insuficientes para permitir una comparación fructuosa (publicados por M. BAILLET, Les petites grottes de Qumran, Oxford 1962, p. 75 ss).

del segundo libro de los Macabeos, compendio de la obra de Jasón de Cirene, podría sugerir algo en este sentido 204; el único problema que entonces se plantearía sería el de la crítica textual del texto griego. 3) 0 bien el original semítico y su versión griega son igual-mente inspirados y canónicos.

2. Examen de las soluciones

a) El original semítico es el único inspirado. Esta hipótesis está en contradicción con todas las observaciones que hemos podido hacer examinando, el problema de la inspiración de los Setenta. Con-duce además a situaciones inextricables cuando son contradictorias las recensiones que poseemos. Admitamos, si se quiere, que en el caso de Tobías las indicaciones suministradas por los fragmentos de Qumrán llevan a mirar como secundaria 205 la recensión del Alexandrinus; ésta sería todavía una situación clara. Pero ¿qué decir del Eclesiástico? Sus traducciones, tomándose tantas libertades con el original, ¿son verdaderamente testigos fieles de la palabra de Dios? Y si se llega a demostrar que los fragmentos de la Gueniza de El Cairo, lejos de ser una retroversión, conservan una recensión del texto sustancialmente auténtica 206, ¿deberá la Iglesia sustituir por ello lo que fue tanto tiempo su Biblia, para volver al razonamiento que criticaba ya Orígenes? Decididamente, vale más adoptar otro punto de vista.

b) La versión de las Setenta es la única inspirada. La dificultad precedente desaparece si se adopta la tesis establecida anteriormente sobre la inspiración y la canonicidad de los Setenta. Ya no queda por resolver, a lo que parece, sino problemas de crítica textual; por

204. Sobre el problema del segundo libro de los Macabeos, cf. J. STARCKY, Les livres des Maccabées, BJ, París 21961, p. 17 ss. No está muy seguro de que el carácter religioso de la obra se haya de imputar sólo al abreviador, ya que éste parece decir explícitamente lo contrario (2 Mac 2, 19-23). Más vale por tanto dejar la cuestión en suspenso.

205. Pero ¿es seguro que dos recensiones diferentes de una misma obra no puedan ser igualmente inspiradas y canónicas? Éx 20, 1-17 y Dt 5, 6-22 nos conservan cierta-mente dos recensiones diferentes del decálogo, que poseen la misma autoridad.

206. No hay que sacar conclusiones precipitadas, puesto que el problema es complejo. Cf. las conclusiones de A. ni LEMA, Qumran and the Ceniza Fragments of Sirach, CBQ, 1962, p. 266 s; Authenticity of the Ceniza Fragments of Sirach, en «Bíblica», 1963, p. 171-200.

ejemplo, escoger entre las dos recensiones de Tobías. En cuanto al Eclesiástico, la cuestión parece clara: «El texto hebreo del Eclesiástico no fue nunca canónico, ni en la Iglesia cristiana ni en la comunidad judía... No fue nunca canónico más que el texto griego y la versión latina» 207. Por lo que concierne a esta última, se trata seguramente de una canonicidad equivalente, que en realidad se refiera al original griego representado por ella. Pero ¿podemos contentamos con esta solución restrictiva? El prólogo que el traductor del Eclesiástico añadió a la obra de su abuelo insiste singularmente en la utilidad de ésta para los hombres «que en el extranjero desean instruirse, reformar sus costumbres y vivir conforme a la ley» (34 s); la asimila, según parece, «a la ley, a los profetas y a los otros escritos» (1 s), y si la traduce, es para añadirla a su corpus (27 s). Todo esto no nos orienta ciertamente hacia la hipótesis de un original no inspirado. Ésta es todavía menos verosímil por lo que hace a las adiciones a Daniel, aun cuando éstas no pertenezcan al canon judío palestinés. Los traductores, al poner la palabra de Dios al alcance del público de lengua griega, ¿habrían añadido para su edificación materiales profanos, convertidos en sagrados por el uso que hacían de ellos? Con mayor razón hay que descartar la 'hipótesis mixta que tendría por únicos canónicos, por una parte los originales hebreos de la Biblia rabínica, y por otra la forma griega de los suplementos que no figuran en ellos : la inspiración ¿sería un fenómeno caprichoso, que una vez alcanza a los traductores cuando se separan del original canónico y otra vez los abandona cuando vuelven a él?

e) El doble texto inspirado. Finalmente vale más adoptar para con les deuterocanónicas traducidos del hebreo o del arameo la misma solución que para todo el resto de los Setenta. Los traductores entendían adaptar a su público textos que ellos mismos consideraban, más o menos claramente, como sagrados, y que lo eran de hecho. Su trabajo mismo se efectuó bajo el influjo de ala inspiración. El texto de estos libros es así inspirado y canónico en los dos estadios sucesivos de su edición 208. Hay, pues, razón de comentar como pala-

207. H. DUESBERG - P. AUVRAY, L'Ecdésiastique, BJ, 1953, p. 21 s.
208. Anteriormente hemos suscitado el problema del tercer libro de Esdras. Salta a la vista que las fuentes hebraicas utilizadas por él pertenecen con pleno derecho al canon, puesto que se hallan en 2 Par, Esd y Neh. Queda todavía el caso de la leyenda de Zorobabel (Neh 3, 1-4, 6), traducida de un original semítico (cf. E. BAYER, Das dritte Buch Esdras, p. 137). Pero es sabido que el texto admitido como canónico por el judaísmo palestinés fue el de Esdras-Nehemías, no el de 3 Esdras.

bra de Dios el Eclesiástico griego y todos los demás libros. Y ni si-quiera hay razón para no considerar, en tales condiciones, el prólogo del traductor del Eclesiástico como un texto inspirado 209. Mas por otra parte no pueden descuidarse los originales semíticos, corno si concernieran a las fuentes de los libros sagradas sin ser parte integrante de ellos. Así, en la medida en que los descubrimientos modernos de manuscritos no fueran restituyendo fragmentos más o menos largos, éstos entrarían con pleno derecho en nuestra Biblia. La Iglesia podría muy bien, tras el debido examen, pronunciar un juicio declarativo que reconociera su origen, su valor y su autoridad, sin perjuicio de la canonicidad propia que afecta a los Setenta. Esto no sería una innovación, sino una recuperación, eventualidad que no tenemos el derecho de excluir a priori.
 

IV. CONCLUSIÓN

Las tres últimas cuestiones tratadas (Setenta, libros perdidos, denterocanónicos) nos han conducido a adoptar una noción del libro inspirado que es a la vez simple y compleja. Pero en el estadio de los originales hebraicos ¿no discierne ya la crítica literaria las aportaciones sucesivas de autores, de refundidores, de glosadores igual-mente inspirados? Ahora hay que añadir a ellos los traductores y adaptadores griegos. La inspiración escrituraria es a todos estos niveles, notémoslo, un carisma personal, ordenado positivamente a la producción del libro que ha de fijar por escrito la pallabra de Dios. Sólo que esta producción no es la acción particular de un individuo aislado. Se inserta en una tradición viva en la que la palabra de Dios se conserva, se transmite, se wlplica, en la que su' sentido y su contenido conocen incrementos sustanciales. La verdadera fidelidad

209. Es el punto de vista de C. Srtcq, L'Ecelésiartique, BPC, París 1946, p. 150. P. AUVRAY, Notes sur le Prologue de 1'Ecclésiastique, en Mélanpes A. Roben, París 1958, p. 281-287, es mucho más reservado por lo que hace al prólogo, no obstante su aceptación de la canonicidad del libro bajo su forma griega. Puede estimarse que hay aquí un ilogismo, pues el prólogo testimonia en favor de la autoridad normativa del original, al mismo tiempo que precisa el fin de su adaptación griega (no sin subrayar la importancia y la dificultad del paso de una lengua a otra, Pról. 15-26).

de la tradición a la palabra que la funda no consiste en la transmisión material de un texto muerto. Implica una inteligencia constantemente profundizada de la palabra, una adaptación de su mensaje a las necesidades de nuevos tiempos y de nuevos medios, gracias a los carismas que ponen a ciertos hombres al servicio de la comunidad entera. Ahora bien, en este marco sucede que la inspiración propia-mente escrituraria prolonga los diversos carismas funcionales cuando Dios quiere que los materiales elaborados en la tradición viva entren a su vez en el libro que sirve de norma de fe. Las relaciones entre la Escritura y la tradición 210, entre el carisma escriturario y los carismas funcionales 211, están así en estrecha dependencia de la formación de la colección canónica, tal como el judaísmo la legó a la Iglesia, baja dos formas y en dos lenguas.

  1. Cf. cap. 1, p. 56-64.

  2. Cf. cap. 2, p. 95-98, 103.