Capítulo primero
PALABRA DE DIOS Y SAGRADA ESCRITURA

 

El Antiguo Testamento, que fue conjuntamente historia de la salvación, ley y promesa 1, sólo subsiste para nosotros, después de su consumación por Cristo, bajo la forma concreta de los libros que en él vieron la luz. Lo mismo podemos decir del Nuevo Testamento, en cuanto fue cumplimiento del misterio de la salvación por Cristo, e inauguración del tiempo de la Iglesia por el ministerio de los apóstoles. Sin embargo, la colección en que se han situado los libros de los dos Testamentos no es para nosotros el mero testimonio de algo ya pasado, como lo son las documentaciones que reúnen los historiadores para fundamentar sus estudios. Esto lo muestran con toda evidencia los títulos que recibe en la teología cristiana la Biblia, el Libro por excelencia. Son «las letras sagradas» (2 Tim 3, 15), «las Sagradas Escrituras» (Rom 1, 2), «las «Sagradas Escrituras debidas al Espíritu Santo» (I Clem 45, 2), o sencillamente «la Escritura» (Rom 4, 3; Sant 2, 8.23, etc.). En cuanto al contenido, son «los oráculos de Dios» (Rom 3, 2), o sencillamente «la palabra de Dios» (Me 7, 13; Jn 10, 35, etc.). Ni siquiera es necesario nombrar a los autores humanos a quienes se

1. Sobre estos aspectos generales del Antiguo Testamento, cf. Sentido cristiano del AT, cap. iv-vi.

deben sus diferentes partes, para asentar su autoridad : el valor de «lo que está escrito» deriva de que en todas partes habla el mismo Dios y de que, más allá de los primeros destinatarios de cada libro, este mensaje venido de Él concierne directamente a los hombres de todos los tiempos.

Sería, no obstante, peligroso afirmar esta equivalencia fundamental entre palabra de Dios y Sagrada Escritura sin calibrar exactamente su alcance, pues tal equivalencia no se verifica en el mismo grado en los dos sentidos : la Sagrada Escritura es siempre palabra de Dios; pero ¿significa esto que la palabra de Dios sólo se nos hace accesible por la Sagrada Escritura y que el contenido de la palabra de Dios se reduce a las afirmaciones explícitas encerradas en aquélla? El problema no carece de importancia, puesto que pone sobre el tapete la manera como nosotros podemos tener acceso actualmente a la palabra de Dios. Para esclarecerlo examinaremos sucesivamente tres cuestiones: 1) La noción de Palabra de Dios en sus relaciones con él pueblo de Dios. 2) Los canales de transmisión de la palabra de Dios en los dos Testamentos. 3) La recepción y conservación de la palabra de Dios en la Iglesia.

 

§ I. LA PALABRA DE DIOS Y EL PUEBLO DE DIOS

Nos enfrentamos aquí con una verdad muy general, que se hallará expuesta en detalle en todo tratado Del conocimiento de fe 2. Contentémonos con recordar lo que interesa para nuestro tema, a saber: 1. El papel de la palabra de Dios como medio de la revelación. 2. El vínculo intrínseco que existe entre la palabra de Dios y el pueblo de Dios.

2. Y. CONGAR, La fe y la teología, col. «El misterio cristiano», Herder, Barcelona, en preparación (p. 3-40 de la ed. francesa).

 

1. REVELACIÓN Y PALABRA DE DIOS

1. EL CONOCIMIENTO DE LOS MISTERIOS DIVINOS Y LA REVELACIÓN

Reducidos a nuestros recursos naturales, sólo podríamos conocer de Dios lo que es perceptible a través de las criaturas en las que se refleja su ser 3. Bajo este respecto se nos ofrecen dos puntos de partida. Por un lado la experiencia del mundo y de los demás, donde «lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad son conocidos desde la creación del mundo mediante las criaturas» (Rom 1, 20). Por otra parte, la experiencia interior, en la que nuestra conciencia moral 4 nos muestra la ley divina inscrita en nuestro ser (Rom 2, 15), mientras que el dinamismo de nuestro yo 5 en búsqueda de absoluto aparece como el signo grabado en hueco de nuestra ordenación a Dios (Fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te, según el dicho de san Agustín). Este esquema general no constituye, sin embargo, sino una visión teórica del problema. Porque de hecho el lenguaje natural de Dios está expuesto a ser oído muy débilmente por muchos hombres y hasta a ser literalmente pervertido 6, tan grande es la miseria espiritual de nuestra condición nativa: Dios, aun siendo cognoscible, será mal conocido, desconocido, desfigurado (Rom 1, 21-23). Para el género humano la redención de la inteligencia es tan necesaria como la de la libertad. Pero todavía hay más. Independientemente de esta dificultad de alcanzar a Dios, el conoci-

  1. Ibíd., p. 9-12 (con bibliografía sobre la cuestión). Cf. las exposiciones más detalladas de F. M. GExuYT, El misterio de Dios, col. «El misterio cristiano», Herder, Barcelona 1968.

  2. Es sabido el puesto que J. H. Newman asigna a la conciencia moral en el conocimiento de Dios. Cf. El asentimiento religioso, cap. 5, i y cap. 10, 1, 1, Herder, Barcelona 1960.

  3. El mejor análisis de este dinamismo es sin duda el que está en la base de la tesis de M. BLONDEL, L'action, 1893. Entre las exposiciones que se han ocupado de ella notemos B. ROMEYER, La philosophie religicuse de Maurice Blondel, París 1943, p. 43-110; Y. DE MoNTCHEUIL, Pages religieases de Maurice Blondel, París 1941.

  4. Blondel habla aquí de la superstición como sucedáneo necesario de la religión en el hombre que no ha hallado al verdadero Dios. Son conocidas las perversiones de los cultos antiguos y de sus mitologías. Las perversiones modernas adoptan más bien la forma de humanismos ateos, en los que el barniz de ateísmo recubre un culto supersticioso del hombre bajo una forma u otra (cf. H. DE LUBAC, Recherche de 1'Homme nouveau, París 1949, p. 15-92).

miento de su misterio íntimo sería para nosotros imposible para siempre, puesto que ni su lenguaje natural ni el ejercicio espontáneo de nuestras facultades se sitúan a este nivel.

Aquí es donde interviene la revelación 7. Por ella realiza Dios conjuntamente dos operaciones complementarias. En primer lugar descubre a los hombres el misterio profundo de su ser al mismo tiempo que los introduce en él dándoles participación en el mismo por gracia in Christo Iesu. Al mismo tiempo remedia flaquezas de su naturaleza lesionada dándoles por gracia un conocimiento justo de lo que en principio sería accesible a sus facultades naturales, pero no lo es de hecho. Por esta acción medicinal de la gracia 8 el funcionamiento de la inteligencia humana en el orden del conocimiento religioso es, por decirlo así, normalizado; por la acción elevante de la gracia, la inteligencia se hace capaz de un nuevo modo de conocimiento, que implica una participación en el conocimiento mismo de Dios. En cuanto a la revelación del ser del hombre y del sentido de su existencia, es cosa que cae conjuntamente dentro de las dos esferas. Así las dos acciones de la gracia que distinguimos aquí se hallan estrechamente imbricadas : en la elevación y por la elevación del hombre al conocimiento de fe se normaliza su conocimiento natural de Dios; en su acceso, y por su acceso, a la intimidad del Dios vivo aprende el hombre a descubrir su imagen integral en sí mismo y en toda criatura. La revelación, como lenguaje sobrenatural de Dios, asume así a su manera todos los datos de su lenguaje natural, no sólo para iluminarlos donde los había oscurecido la sombra del pecado, sino para integrarlos en este nuevo orden de cosas, en el que el hombre es introducido por un don gratuito 9. La revelación aparece así

  1. Y. CONGAR, op. Cit., p. 3-4 (con bibliografía). R. LATOURELLE, Théologie de la révélatian, Brujas-París 1963. En VTB, art. Révélation, col. 925-935. G. MORAN, What is Revelation f en «Theological Studies», 1964, p. 217-231.

  2. En el lenguaje escolástico, gratia sanan. Es curioso notar que este aspecto de la gracia medicinal está totalmente ausente de la exposición de Cn. BAUntcARTNER, La gracia de Cristo, col. «El misterio cristiano», Herder, Barcelona 1968. La separación del problema de la fe y del problema de la vida moral en las discusiones teológicas de los últimos siglos explica seguramente esta ausencia.

  3. Al hablar aquí de naturaleza y de sobrenatural dejamos de lado la discusión sobre el problema de la naturaleza pura. En concreto, la naturaleza del hombre ha estado siempre ordenada a lo sobrenatural. Se puede, sin embargo, distinguir legítimamente en la realidad de nuestro ser dos órdenes que no deben confundirse: nuestra participación en la naturaleza de Dios es siempre don gratuito.

como un aspecto esencial del misterio de la salvación que se despliega en la historia sagrada y que tiene por centro la cruz y la resurrección de Cristo. Y así como la historia sagrada no es un mero marco externo dentro del cual se desarrolla el misterio de la salvación, sino que forma integralmente parte de él, así también está ligada a la revelación en la forma más estrecha, puesta que constituye su medio 10. En efecto, realizándose en el tiempo es como se reveló la salvación a los hombres. Los acontecimientos en que se cumple tienen dos caras : hechos de historia para quien los observa desde fuera, y a la vez actos del Dios vino. Así pues, a partir de ellos se abre una perspectiva ilimitada sobre el ser íntimo del que los produce. Dios se deja atisbar a través de sus intervenciones en el tiempo. Por esto mismo la historia sagrada en cuanto tal desempeña una función reveladora que nada podría suplir.

 

II. PALABRA DE DIOS11

Sin embargo, nuestro análisis será incompleto en tanto no hagamos entrar en juego la palabra de Dios, verdadera mediadora de la revelación. Pero importa mucho formarnos una idea justa de esta palabra. Una tradición filosófica que tiene sus remotas raíces en Grecia nos llevaría a no ver en ella más que una realidad de orden inteligible: un mensaje, una enseñanza, por la que Dios entra en contacto con el espíritu del hombre 12. No es ésta la concepción bíblica de la palabra. Ésta es en primer lugar una realidad dinámica, por la que Dios actúa en el mundo, crea las cosas, suscita los acontecimientos: salida de la boca de Dios, «no vuelve a Él sin resultado, sin haber hecho lo que Él quería y haber cumplido su misión» (Is 55, 11). Reconocer en ciertos hechos de la historia humana los actos de Dibs acá abajo, es discernir en ellos el efecto de esta palabra operante, que realiza el designio de la creación y el plan de la salvación; es al mismo tiempo descubrir en ellos la expresión visible de un pensamiento soberano

10. R. LATOURELLE, Révélation, histoire et incarnation, en «Gregorianum», 1963, p. 225-262.

11. TWNT, art. Xtycs/aóyoc, t. 4, p. 69-140. Volumen colectivo: La Parole de Dieu en Jésus-Christ, «Cahiers de 1'actualité religieuse», 15, Tournai-París 1961 (con bibliografía más detallada). VTB, art. Parole de Dieu, col. 750-758.

12. Sobre esta concepción demasiado restringida, cf. J. DUPONT, Écriture et Tradition, NRT, 1963, p. 459 s, que da varios ejemplos de ella en teólogos modernos.

— el Antiguo Testamento lo diría mejor: de un consejo divino — que dirigiendo el curso de las cosas se manifiesta concretamente en actos significativos. Los acontecimientos en cuestión, considerados bajo sus aspectos externos, son evidentemente accesibles a la percepción natural de cualquier hombre. Pero no se puede decir lo mismo de su interioridad : en cuanto palabra de Dios en acto, están cargados de una inteligibilidad religiosa que como tal no es accesible sino al conocimiento de fe. Entre los aspectos externos y este significado profundo que les da todo su valor, hay, por supuesto, una relación intrínseca cuyas modalidades habrá que precisar. Pero desde ahora aparece ya una consecuencia importante: puesto que Dios revela su designio de salvación — y hasta su íntimo ser — por medio de los acontecimientos de la historia sagrada, el contenido inteligible de estos acontecimientos encierra en forma virtual la totalidad de la revelación.

Sin embargo, para que este contenido inteligible se haga accesible a nuestro espíritu debe explicitarse y concretarse en una palabra humana. Así la realización del designio de salvación incluye el envío de algún portavoz de Dios, cuyo mensaje descubra el sentido de los acontecimientos haciendo reconocer en ellos los actos de Dios. En su boca la palabra de Dios adopta la forma de lenguaje claro. No ya que su mensaje, traducción necesariamente analítica de los misterios divinos, encierre la riqueza de éstos en una formulación conceptual que les dé definición adecuada. Estos misterios, ofrecidos por la palabra a la contemplación humana, conservan en todo caso una riqueza inagotable. Pero, con todo, algunos de sus aspectos quedan positivamente descubiertos en forma más o menos perfecta, y expresados en palabras que nos son accesibles. De esta manera entran en el campo de nuestro conocimiento intelectual. Los actos de Dios en el tiempo y el mensaje de sus portavoces aparecen así como realidades correlativas; por su mediación conjunta nos alcanza la palabra reveladora. En cuanto a la economía de esta palabra, eco terreno del Verbo de Dios, que es su palabra increada 13, implica varias etapas sucesivas: el An-

13. Sobre esta presencia del Verbo de Dios en toda palabra divina dirigida a los hombres, cf. Sentido cristiano del AT, p. 143 ss (con bibliografía sucinta). L. t.HARLIER, Le Christ, Parole de Dieu, en La Parole de Dieu en Jésus-Christ, p. 121.139. L. M. DEWAILLY, Jésus-Christ, Parole de Dieu, col. «Témoins de Dieu», París 1945.

tiguo Testamento, en el que el Verbo hablaba por mediación de los profetas (en el sentido más amplio de esta palabra); el Nuevo Testamento, en el que asumió carne en la raza humana para manifestarse personalmente en la tierra llevando a cabo nuestra salvación, y luego envió a sus apóstoles a fin de anunciar su evangelio a todos los hombres.

 

II. LA PALABRA DE DIOS Y EL PUEBLO DE DIOS

Nuestro enfoque de la palabra de Dios sería incompleto si en último término no consideráramos las condiciones concretas en que se comunica al género humano. Aunque fue pronunciada en provecho de todos los hombres, no pudo alcanzarlos a todos de golpe en el transcurso de su dispensación histórica, que por lo demás no ha terminado, puesto que se continúa en la evangelización del mundo. Dios, por una disposición de su providencia, separó del resto del género humano a una comunidad particular de la que hizo su pueblo 14: en el Antiguo Testamento era Israel; en el Nuevo, la Iglesia, nuevo Israel abierto a todas las naciones. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo, esta comunidad es la depositaria exclusiva de la palabra divina, a la que ella debe responder con su fe, de modo que a ningún hombre es posible tener acceso a la palabra sin participar en su vida 15. En efecto, en la historia de esta comunidad es donde la palabra, como principio operante, manifiesta su presencia eficaz a través de los acontecimientos-signos; como mensaje profética va dirigida en primer lugar a esta comunidad por medio de los profetas, luego del Verbo hecho carne, y finalmente de los apóstoles sus enviados. O mejor dicho: esta palabra, por el mensaje que aporta y por los efectos que produce, crea la comunidad de la salvación, que no existe fuera de ella. Esta palabra es el principio secreto de su vida; por ello la comunidad misma constituye, en medio del mundo pecador, el signo vivo de su presencia y de su acción.

14. TWNT, art, Ae6S, t. 4, p. 29-57. Cf. Sentido cristiano del AT, p. 146 ss.

15. Esta fórmula general deja de lado el caso particular de los hombres que, de buena fe, no tienen conocimiento de la palabra de Dios comunicada a su pueblo en los dos Testamentos. Por lo demás, estos hombres no carecen de vínculo con el pueblo de Dios, al que están ordenados (cf. concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, n.° 16).

Esta estrecha correlación entre la palabra de Dios y el pueblo de Dios tiene naturalmente consecuencias sobre la manera como es dispensada la palabra a los hombres. Para serles accesible se proporciona por lo pronto a la comunidad limitada que la recibe en depósito. Asume formas y adopta un lenguaje que la enraízan profundamente en su cultura. Viene a insertarse en etapas precisas de su experiencia histórica: en cuanto acto de Dios, para conferir significado a los diversos. aspectos de esta experiencia; en cuanto mensaje, para revelar claramente este significado oculto. A cualquier nivel que se considere la revelación divina, siempre habrá que tener en cuenta esta relación de la palabra con el pueblo a que va dirigida si se quieren comprender sus modos de expresión y de contenido.

 

§ II. LA PALABRA DE DIOS
Y SUS CANALES DE TRANSMISIÓN

El problema que se plantea ahora es el de saber por qué caminos el mensaje de Dios, notificado a los hombres por su palabra, se conservó en su pueblo y se transmitió hasta nosotros. Las analogías suministradas por la historia de las religiones y de las culturas muestran ya que hay dos canales posibles: el de la tradición' y el de la Escritura 16. En las civilizaciones no escritas, las ideas religiosas y las prácticas culturales se transmiten exclusivamente por vía de tradición; bajo este nombre hay que entender no sólo la comunicación de las enseñanzas transmitidas de la boca al oído, en forma exotérica (predicación, etc.) o esotérica (iniciación secreta), sino también la permanencia de una práctica religiosa (ritos, gestos, entredichos, etc...) que implica un cierto contenido ideológico y con frecuencia lo traduce en formularios apropiados. En las civilizaciones escritas, por el contrario, hay casos en que la actividad o la enseñanza de un fundador, recogidos muy pronto en un libro sagrado, rigen todo el desarrollo ulterior de la tradición religiosa; el mejor ejemplo nos lo da el Islam, en el que la tradición desempeña un papel muy restringido al lado del Corán. Entre estas dos formas extremas existen mu-

16. J. LEIPOLDT - S. MORENZ, Heilige Schriften, Leipzig 1953.

chas formas intermedias. La mayoría de las veces, la tradición, aun transmitiéndose en forma viva por mil medios, tiende a cristalizarse en escritos destinados a servirle de norma. El papel de éstos es tanto mayor cuanto más pretende la religión en cuestión vincularse con la revelación o la iluminación recibida por un fundador, real o legendario, que represente frente a los otros hombres el papel de mediador o de iniciador. Podemos mencionar aquí el caso del budismo 17, en el que toda enseñanza fundamental 'se busca en la tradición original (sánscrito Ágama), idéntica al Canon escrito (en páli Nttkáya) de la escuela de los antiguos (Theraváda, o Knayána).

Nada tiene, pues, de extraño que encontremos también este problema «Escritura-Tradición» en la revelación judeocristiana. En ninguna etapa se presenta ésta como una «religión del libro» en el sentido estricto del término. Aquí parece siempre la Escritura 18 en conexión con una cierta tradición, por la razón misma del marco en que se recibe y transmite la revelación: el pueblo de Dios. Por consiguiente, será importante precisar su situación respectiva, en su común relación con la palabra de Dios. Para hacerlo, distinguiremos dos etapas: la que atravesando todo el Antiguo Testamento culmina en Cristo, y la que partiendo de Cristo alcanza a la Iglesia por los apóstoles.

 

I. DE LOS PROFETAS A CRISTO19

I. TRADICIÓN Y ESCRITURA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

1. De la tradición a la Escritura

En los orígenes de la religión de Israel y en cada etapa de su desarrollo hay siempre un mensaje transmitido por un enviado divino, ligado a una experiencia vivida del pueblo mismo de Dios. Así, al constituirse Israel en las estepas del Sinaí, hallamos el mensaje

17. W. RAHULA, L'enseignement du Bouddha d'aprés les textes les plus anciens, París 1961 (con la presentación del libro por el P. DEMIÉVILLE, p. 10).

18. TWNT, art. Ppdopo, etc., t. I, p. 742-773; art. B(p),oS, ibíd., p. 613-620. VTB, art. Écriture, col. 241-244; Livre, col. 538-540.

19. P. AUVRAY, Écriture et tradition dans la communauté d'Israél, BVC, n.' 12 (1955), p. 19-34. [Para el conjunto de la cuestión, véase nuestro artículo La tradición, fuente y medio vital de la Escritura, en «Concilium» 20 (1966) p. 359-383.]

de Moisés vinculado a la experiencia del Éxodo. Ahora bien, el primer modo de conservación de estos dos elementos no es la Escritura; es la continuidad de una práctica comunitaria, en la que los gestos y los ritos tradicionales van acompañados de formularios que los explican. El ejemplo tipo lo proporciona aquí la celebración de la pascua 20, cuyo rito contiene un recuerdo de las altas gestas divinas que conmemora (Éx 12, 25-27).

Sería útil analizar aquí en detalle todos los aspectos de esta tradición viva 21, que concierne tanto a las creencias y sabiduría de la vida como a las costumbres y a los ritos, y poner de relieve todas las técnicas de transmisión que utiliza; así se vería cómo abarca toda la vida de la comunidad de Israel. Sin embargo, para responder a las necesidades prácticas de esta comunidad, algunos de sus elementos acaban siempre por cristalizarse en forma escrita. El texto que entonces se produce no fija tanto la palabra de Dios en su tenor original como bajo la forma con que la ha revestido la tradición que la recibió, se nutrió de ella, la conservó fielmente y por último desarrolló algunas de sus virtualidades. Como ejemplo tipo podemos tomar aquí el Decálogo 22, norma escrita de la moral, que la tradición de Israel enlaza con el testimonio de Moisés y con la conclusión de la alianza sinaítica, pero en la que la crítica literaria descubre desarrollos posteriores 23. Es cierto que en otros casos el texto escrito puede relacionarse mucho más de cerca con el testimonio del enviado divino hasta captarlo en su fuente; así, por ejemplo, cuando un profeta pone por escrito sus propios oráculos o los dicta a un secretario. Pero aun entonces este

  1. En cuanto a los detalles, cf. H. HAAG, art. P@que, DBS, t. 6, col. 1120-49. J. DE DÉAUT, La nuit pascale, Roma 1963.

  2. En J. J. vox ALLMEN, Vocabulaire biblique, P. H. MENOVD, art. Traditian, p. 293, escribe: «La palabra y la idea son desconocidas por el Antiguo Testamento.» Esta apreciación depende probablemente de TWNT, art. Hapa8í8wµt/naph800tq, 7. 2, p. 172-175. Compárese VTB, art. Tradition, col. 1064-67. El estudio positivo de la tradición en el A. T. debe mucho a los exegetas escandinavos, desde J. PEDERSEN, Israel, Its Life and Culture, Londres-Copenhague 1926-1940. Pero este estudio se restringe con demasiada frecuencia al único problema de la transmisión de los textos; cf. J. VAN DER PLOEG, Le róle de la Tradition orale du texte de l'Ancien Testament, RB, 1947, p. 5-41. Cf. los breves estudios de E. NIELSEN, Oral Tradition, Londres 1954; B. S. CHILDS, Memory and Tradition in Israel, Londres 1962.

  3. Bibliografía en J. J. STAMM, Le Décalogue a la lumiére des recherches contemporaines, «Cahiers théologiques», 43, Neuchátel-París 1959; cf. «Theologische Rundschau», 1961, p. 189, 239, 281-305.

  4. H. GRAF REVENTLOW, Gebot und Predigt im Dekelog, Gütersloh 1952, criticado por H. LouFINx, Zur Dekalogfassung von Dt 5, BZ, 1965, p. 17-32.

testimonio, proclamado de viva voz y fijado luego en un libro, no constituye nunca una realidad desligada de la tradición que lo rodea. Heredero de la que le precede, viene a ser un elemento constitutivo de la misma; la que le sigue se asimila su aportación y de rechazo reacciona sobre su interpretación.


2. Interdependencia de la tradición y de la Escritura

Se echa de ver cuán falso sería estudiar la Escritura independientemente de la tradición en que se sitúa. Ambas conservan el recuerdo de los actos de Dios en la historia y el mensaje de sus enviados. Así se ve dibujarse entre ellas un juego constante de interdependencias. Por una parte, la tradición viva no conserva el mensaje sino adaptándolo a las circunstancias cambiantes o desarrollando sus virtualidades a fin de que continúe desempeñando su papel normativo en la fe y en la vida del pueblo de Dios. Por otra parte, el mensaje mismo o la tradición nacida de él tienden a fijarse en forma escrita para que su conservación esté más al abrigo de los accidentes de la transmisión oral o práctica. La Escritura nacida en estas circunstancias sirve luego de piedra de toque para la tradición viva, a fin de permitirle verificar su propia fidelidad a la palabra de Dios; en cambio, la Escritura misma no se conserva sino con el apoyo de una interpretación tradicional que proporciona su inteligencia a sus lectores, explicando el contenido de los antiguos textos para mostrar su valor de actualidad.

A todo lo largo del Antiguo Testamento, el desarrollo de la revelación es así el fruto de un proceso complejo, en el que intervienen por una parte los profetas, depositarios personales de un mensaje original, y por otra parte los órganos institucionales de la tradición viva: sacerdotes encargados del derecho y del culto, cantores consagrados al lirismo sacro, escribas especializados en la enseñanza sapiencial. El corpus de las Escrituras se acrecienta de siglo en siglo; sin embargo, nunca reemplaza a la tradición multiforme, que recibe de él una norma fija, pero que tiene el encargo de interpretarlo y actualizarlo. De esta manera la palabra de Dios se conserva conjuntamente en los libros sagrados y en la tradición que vive de ellos. Los libros desempeñan aquí un papel irreemplazable; sin embargo, no fijan necesariamente todos sus valores de una manera explícita. Un simple ejemplo: el sentido de pentecostés 24 como memorial de la alianza sinaítica no está atestiguado en ninguno de los escritos canónicos del Antiguo Testamento; pero este elemento importante de la tradición judía tardía no dejaría por ello de desempeñar un papel en la revelación, puesto que vuelve a hallarse en el trasfondo del pentecostés cristiano (Act 2).

Por tanto, si en el Antiguo Testamento .se quiere hallar la palabra de Dios en su totalidad, no hay que separar la Escritura de la tradición viva en que está enraizada, donde se conserva, y que se continúa sin interrupción hasta el Nuevo Testamento. Pero al mismo tiempo debemos notar que en la época de Cristo esta tradición no está fijada en todos sus puntos: tiene cuestiones disputadas, se ramifica en corrientes varias 25, no está unificada su comprensión de los textos escriturarios. Todo sucede como si a las múltiples palabras de Dios aportadas por los profetas «repetidas veces y de muchas maneras» (Heb 1, 1) faltara todavía un principio absoluto de unidad, un criterio absoluto de interpretación.


II. CRISTO, PALABRA DE DIOS 26

Este principio de unidad y este criterio de interpretación es aportado por Cristo. Éste no es solamente un depositario de la palabra, entre otros muchos; no expresa solamente un mensaje parcial, en el que los misterios de Dios y de la salvación sólo se revelaran imperfectamente. Él es la Palabra en persona, presente en su totalidad en un hombre que la expresa plenamente. Cierto que en alguna manera la humanidad de Jesús constituye también un velo bajo el que la gloria divina se oculta a los ojos humanos: pero al mismo tiempo que velo, esta humanidad es un signo, a través del cual se puede percibir auténticamente esta gloria 27.

24. TWNT, art. Hevrrxoasí), t. 6, p. 45-49. G. F. MOORE, Judaism in the First Gen. turies of the Christian Era, t. 2, p. 48. K. HRUBY, Shabu'ót ou la Pentecóte, OS, 1963, p. 395-412. R. LE DÉAUT, Pentecóte et tradstion juive, en Féte de la Pentecóte, Assemblées du Seigneur, 51, p. 22-38.

25. Es un anacronismo hacer remontar al tiempo de Cristo la concepción de una ortodoxia judía que no se impuso hasta después del 70, cuando la corriente farisea tomó en su mano los destinos de la comunidad en peligro (cf. D. S. RussELL, The Method and Message of Jewish Apocalyptic, Londres 1964, p. 20-23). Las tentativas hechas en nuestros días para hacer depender a Jesús y el cristianismo primitivo, ya del fariseísmo, ya del esenismo, dejan de lado lo que constituye su verdadera originalidad.

26. Cf. la bibliografía supra, p. 34, nota 13.

27. R. THIBAULT, Le sens de l'Homme-Dieu, Bruselas-París 1942.


1. Los dos aspectos de la palabra de Dios

Aquí, como en el Antiguo Testamento, la palabra de Dios se hace todavía perceptible bajo dos formas conjuntas: la de actos significativos que se integran en el desarrollo de la historia, y la de palabras humanas que explicitan el sentido de los actos. Pero entre los acontecimientos-signos, en los que la fe de Israel reconocía los actos de Dios, y los actos realizados por el Verbo encarnado, hay una diferencia considerable. Dios no interviene en ellos únicamente por el poder soberano que dirige el juego de las causas segundas subordinándolas a la realización de un designio trascendente, de modo que éste sea a la vez cumplido y significado por ellas. Ahora el Verbo de Dios ha entrado en persona en el juego mismo de las causas segundas; se ha hecho directamente accesible a los hombres. Así los hechos y gestos de Jesucristo, sus actitudes sociales, sus experiencias de hombre que culminan en el drama final de su muerte y de su tránsito de este mundo al Padre, significan en forma absoluta el misterio del Dios vivo, tanto en sus relaciones con el género humano, al que viene a salvar, como en su inexpresable intimidad.

Naturalmente, el sentido de estos gestos y de estos acontecimientos, en cuanto son actos de Dios, no aparece por sí mismo a los ojos de todos. Para ello es preciso que Dios lo descubra. Tal es precisamente el papel de las palabras de Jesús, que no traducen una enseñanza intemporal, sino que manifiestan el rico contenido de una revelación por los hechos. Ahora bien, estos gestos y estas palabras del Verbo hecho carne obedecen también a las exigencias de nuestra temporalidad 26. Se insertan, cada uno a su hora, en una pedagogía que se va desarrollando. La relación concreta de Cristo con la comunidad en que nació conoce así fases sucesivas. Mientras que los que creen en Él progresan en su intimidad y en la inteligencia de su misterio, los responsables de su pueblo se encastillan en una negativa que prepara, sin que ellos se hagan cargo, el sacrificio final. Jesús adapta a esta situación su dispensación de la palabra divina. Finalmente, ésta no será entregada en su totalidad sino cuando se haya cumplido por la cruz y la resurrección el misterio de la salud 29. Entonces todos los gestos

28. J. Mouxoux, Le mystére du temps, París 1962, p. 79-167 (trad. cast.: El misterio del tiempo, Estela, Barcelona 1966),

29. X. LÉOx-DuFOUR, Les évangiles et 1'histoire de Jésus, París 1963, p. 451 ss.

anteriores, todas las palabras pronunciadas en el transcurso del ministerio, adquirirán su alcance pleno: gracias a su contacto con Cristo glorificado, percibirán los apóstoles su significado definitivo, parcialmente oculto a sus ojos hasta esta hora suprema.


2. Carácter normativo de Cristo, Palabra de Dios

Cristo, expresando así en forma total la palabra de Dios, da cumplimiento 30 a la revelación preparatoria que le había precedido. Ya se trate de los actos de Dios ocurridos en la historia de su pueblo, o de los mensajes distribuidos por los profetas en el transcurso del tiempo; ya se trate de la tradición viva nacida de la palabra divina y desarrollada a partir de ella, o de las Escrituras que habían fijado algunos de sus elementos: todo adquiere ahora su sentido completo, en función del misterio de la salvación que Cristo consuma y de la revelación que aporta en plenitud. Los actos pasados de Dios se limitaban a prepararlo y prefigurarlo; las palabras proféticas no hablaban sino de Él, esbozando diversamente sus rasgos; la ley misma era una pedagogía que preparaba los corazones para oir su evangelio. En Él aparecen, pues, a la vez, la convergencia y el verdadero alcance de los actos y palabras anteriores de Dios. Él proporciona la única norma que permite entender correctamente la historia sagrada pasada, la ley de Israel, las promesas proféticas. Esta norma absoluta reemplaza a la de la tradición viva cuyos representantes eran hasta entonces los doctores judíos 31. No ya que Jesús se oponga en todos los puntos a los datos de la tradición; pero sólo Él proporciona el criterio decisivo para discernir lo que hay que mantener de ella y lo que se debe abandonar (o, mejor dicho, perfeccionar). En medio de una comunidad a la que esta tradición liga de todas las maneras, Él obra con autoridad y enseña con autoridad (Mc 1, 22). Así Él será en adelante el funda-

30. TWNT, art. IIX11p6w (para una visión completa de la noción de cumplimiento, realización o consumación hay que aguardar los artículos 'reaéo y Te?.etóo ), t. 6, p. 285-296. Sobre Teaetóul v. C. Sricq, Épitre aux Hébreux, t. 2, p. 214-225.

31. LENGSFELD, Ueberlieferung, Tradition und Schrift in der evangelischen und katholischen Theologie der Gegenwart, Paderborn 1960; trad. fr. Tradition, Écriture et Église dans le dialogue oecuménique, París 1964 (citaremos el libro según esta traducción).

mento único de la fe; la Escritura y la tradición de antaño, cada una en su plano, sólo deberán tomarse en cuenta por cuanto daban testimonio de Él o tendían hacia Él. En Él se realiza lo que Orígenes llamó la mutación de las Escrituras 32.

 

II. DE CRISTO A LOS APÓSTOLES

I. LA TRADICIÓN APOSTÓLICA 33

1. Tradición apostólica y evangelio

Cristo no escribió nada. Durante su vida terrena obró, habló, compartió la condición de los hombres hasta el sufrimiento y la muerte. Un número relativamente elevado de judíos entró en relación con Él; de esta manera en las décadas siguientes pudo nacer una tradición humana, en la que se conservaba el recuerdo de sus palabras, de sus actos, de su muerte, etc. Dicha tradición humana no bastaría, sin embargo, para constituir la tradición evangélica. Ésta se vincula al ministerio de los hombres llamados por Jesús al apostolado 34 y constituidos por Él testigos de su resurrección (Act 1, 8.21-22). Le es por tanto esencial un contacto inmediato con Cristo resucitado. Pero aun entre aquellos mismos que gozaron de este privilegio (bastante numerosos según 1 Cor 15, 6), que por consiguiente podrían referir los gestos y las palabras de Jesús «desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue tomado» (de entre nosotros) (Act 1, 21-22), a los que

32. In Iohannem, 1, 7; cf. Sentido cristiano del AT, p. 406.

33. El problema de la tradición ha sido objeto de numerosos estudios durante los diez últimos años. Se hallará una orientación general en H. HoLSTEIN, La tradition dans l'Église, París 1960. M. J. CONGAR, La Tradition et les traditions, I. Essai Historique; u. Essai Théologique, París 1960-1963; La tradition et la vie de 1'Église, col. «Je sais, je croisa, París 1963. J. R. GEISELMÁNN, La tradition, en 'Questions théologiques aujourd'huiz, t. I, Brujas-París 1964, p. 95-148. Desde el punto de vista de la teología protestante, v. el art. Tradition, RGG,, t. 6, col. 966.984. Citaremos repetidas veces artículos contenidos en el volumen colectivo: De Scripture et Traditione, Pontificia Academia Mariana Internationalis, Roma 1963 (amplia bibliografía de la cuestión en las pp. 85-112).

34. Sobre el apostolado y el título de apóstol, cf. J. DUPONT, Le nona d'apótres a-t-ü été donné aux Douse par Jésusl OS, 1956, p. 267-290, 425-444. L. CERFAUX, Pour 1'histoire du titre Apostolos dans le Nouveau Testament, RSR, 1960, p. 76-92 (= Recueil L. Cerfaux, t. 3, p. 185.200). P. LENGSFELD, op. Cit., p. 38, acepta los criterios del apostolado propuestos por K. H. Rengstorf, en TWNT, t. 1, p. 431 ss.

interrogará san Lucas «para informarse de todo desde los orígenes» (c 1, 3), no todos recibieron una misión propiamente apostólica. Ésta es esencialmente asunto de los doce, gracias a los cuales la Iglesia primitiva aparece como un organismo sólidamente estructurado (Act 1, 13.21-26; 2, 14; 5, 9). Pablo, en cambio, llamado directamente por Cristo resucitado sin haberle conocido durante su vida terrena, es por este título apóstol (Gál 1, 2.12; Rom 1, 4's) y ministro del evangelio al igual que los doce.

Para este grupo apostólico, solidariamente responsable del testimonio evangélico, Jesús no es objeto de libre especulación, sino el punto de partida de una santa tradición 35 que está encargado de dar a conocer al mundo. Si bien no escribió nada, quedan de Él dos cosas: sus palabras, retenidas bajo una forma más o menos literal, asimiladas y convertidas en principio y regla de la fe; el recuerdo de sus actos, conservados con más o menos detalle, comprendidos en la perspectiva de su misterio total como revelaciones visibles de aquel que obra actualmente en su Iglesia en calidad de Señor. Todo esto constituye el evangelio 36, y éste forma todo el contenido real de la tradición apostólica', norma permanente de la fe de la Iglesia y de su vida práctica.

Naturalmente, esta tradición es, por esencia, multiforme 38. Se adapta a todos los aspectos de la vida eclesial: proclamación del evangelio para conducir a los hombres a la fe, instrucción espiritual de los bautizados, liturgia bajo todas sus formas (desde las reuniones de oración imitadas de la sinagoga hasta los ritos propiamente cris-

35. X. LéON-DUFOUR, Les évangiles et l'histoire de Jésus, p. 291 ss.

36. RL. J. CONGAR, La Tradition et les traditions, 11. Essai théologique, p. 47-53, se fija en esta palabra evangelio (siguiendo al concilio de Trento), para definir el depósito de la fe. Igualmente J. Duroxr, Écriture et Tradition, NRT, 1963, p. 344 ss.

37. Sobre esta tradición apostólica se carga el acento en el libro de H. HOLSTEIN, p. 169 ss. Cf. también J. R. GEISELMANN, en Questions théologiques aujourd'hui, p. 113-136; R. BANDAS, Biblia et Traditio iuxta Scripturam, en De Scriptura et Traditione, p. 171-180; P. LENGSFELD, Tradition, Écriture et Église, p. 37-72.

38. P. LENGSFELD, op. Cit., p. 41-44, 54-72, analiza estas diversas formas de la parádosis apostólica. Pero acaba por subrayar (p. 65-72) que no consiste únicamente en una transmisión de palabra (tradición verbal); implica la transmisión de una res (tradición real), que no es otra cosa que el don mismo del Espíritu Santo y de la gracia. La tradición verbal no hace sino enunciar (en forma siempre más o menos inadecuada) el contenido de la tradición real, significado por el obrar de la Iglesia. En este mismo sentido hablamos aquí de la práctica de la Iglesia, que perpetuándose encierra siempre un contenido de pensamiento (tradición verbal implicada en la tradición real). El hecho comienza ya al nivel de la tradición apostólica.

tianos, como la fracción del pan), apologética, organización jurídica rudimentaria de las comunidades, estructura jerarquizada del ministerio, etc. Al lado de las formulaciones detalladas de la fe hay una práctica compleja que incluye todo un contenido de pensamiento. Por supuesto, actos y palabras de Jesús desempeñan aquí un papel determinante, puesto que forman su misma fuente, pero están explicados y comentados para que aparezca su valor práctico en la vida actual de la Iglesia. En cuanto' a las antiguas Escrituras y a la tradición judía que hasta entonces enunciaba su sentido, son miradas ahora con nuevos ojos, en la perspectiva exclusiva del evangelio y para dar testimonio de Cristo. Por esta razón, si bien las Escrituras se conservan íntegramente debido a su carácter sagrado, en cambio la tradición es objeto de una rigurosa selección 39; y en todo caso la interpretación dada al legado' recibido del judaísmo manifiesta su profunda mutación, a la luz de la novedad evangélica.


2. Diversidad y desarrollo de la tradición apostólica

La tradición apostólica se diversifica según la calidad de los que la transmiten. Por ejemplo, Pedro no hace revivir la persona de Cristo de la misma manera que Juan, como lo da a entender una comparación entre el Evangelio de Marcos («Memorias de Pedro», según san Justino) 40 y el cuarto evangelio. En cuanto a Pablo, por lo que se refiere a todo el tiempo de la vida terrena de Jesús y hasta sus apariciones después de resucitado, no puede sino remitirse a la tradición 41 que él mismo recibió, como reconoce explícitamente (1 Cor 11, 23; 15, 3);

39. La distinción operada por los doctores judíos, entre halaka y haggada, tiene aquí importancia real. La oposición de Jesús a la tradición de los antiguos (Mc 7, 5) se aplica esencialmente a la halaka rabínica. La teología cristiana primitiva se mostró mucho más acogedora con la haggada, que le suministró elementos positivos y formulaciones.

40. San JUSTINO, Diálogo can Trifón, 106, 3 (la alusión a Mc 3, 16 s. es atribuida a las Memorias de Pedro).

41. L. CERFAUX, La Tradition selon saint Paul, en Recueil..., t. 2, p. 253-264; Les deux points de départ de la tradition chrétienne, ibid., p. 265.282. B. RIGAUx, De traditione apud. S. Paulum, en De Scriptura et Traditione, p. 137-169 (con bibliografía). Habría que formular reservas en cuanto a la exposición de K. WEGENART, Das Verstiindnis der Tradition bei Paulus und Deuteropaulinen, Neukirchen 1962. En los pasajes aquí citados recurre Pablo al vocabulario específico de la tradición rabínica. Hay, pues, que tomar en consideración las técnicas de ésta para comprender la formación de la tradición apostólica, cuando ésta versa sobre palabras de Jesús o sobre relatos (cf. B. GERHARDSSON, Memory and Manuscript: Oral Tradition and Written Transmission in Rabbinic Judaism asid Early Christianity, Upsala 1961; MORTON SMITIs, A Comparison of Early Christian and Early Rabbinic Tradition, JBL, 1963, p. 169-176).

pero esto no le impide construir sobre esta base un evangelio particularmente original. Ahora bien, el mismo Pablo es profundamente consciente de la unidad absoluta del evangelio (2 Cor 11, 4; Gál 1, 6-9). Sólo que esta unidad debe comprenderse correctamente: la unanimidad de los testigos, su participación en la misma fe, su acuerdo en la inteligencia del misterio de Jesús, no significan su uniformidad. La revelación divina, dada en totalidad en Cristo, halla ahora su formulación adecuada en esta enseñanza diversificada, que saca a la luz su contenido bajo la dirección del Espíritu Santo 42. Para tener la plenitud del testimonio hay, por tanto, que recoger lo que dicen todos los testigos, puesto que se completan unos a otros, y la variedad de sus puntos de vista constituye la riqueza del evangelio, cuyos servidores son.

De la misma manera, la tradición que ellos representan no debe concebirse como una realidad estática, cristalizada desde el primer día en un sistema teológico completo y definitivo. Por el contrario, esta tradición progresa con el tiempo, a medida que la Iglesia apostólica afronta problemas inéditos o enriquece su lenguaje para anunciar el evangelio en nuevos ambientes. El paso del ambiente judío al ambiente pagano, la crisis judaizante, el contacto con la cultura alejandrina (Act 18, 24 y carta a los Hebreos), el progresivo endurecimiento del judaísmo que acabará por excluir a los cristianos de su seno, la necesidad de defender el auténtico evangelio contra las herejías nacientes, etc., son otras tantas experiencias decisivas que contribuyen a enriquecer la tradición apostólica. Es cierto que los apóstales propiamente dichos (los doce y Pablo) no son los únicos artífices del trabajo que de esta manera se lleva a cabo: todos los que tienen en la Iglesia alguna responsabilidad práctica participan en ello según su categoría. Sin embargo, el testimonio y la autoridad de los apóstoles siguen siendo la norma suprema y hasta exclusiva. En cuanto es posible ,se recurre directamente a ellos, puesto que vigilan y dirigen la vida de las iglesias; las iniciativas de los ministros locales, una vez aprobadas por ellos, se ven incorporadas a la tradición apostólica: el caso de la evangelización de los paganos en Antioquía ofrece un

42. A. FEUILLET, De munere doctrinan a Paradito in Ecclesia expleto iuxta evangelium sancti lohannis, en De Scriptura et traditione, p. 115-136.

buen ejemplo de esto (Act 11, 20-24), y más todavía el esclarecimiento del problema planteado por la comunidad de mesa entre circuncisos e incircuncisos (Gál 2, 1-10; Act 15, 1-29). Sin embargo, en no pocos casos la manera como se ejerce esta autoridad colegial 43, en materia doctrinal o disciplinaria, es cosa que prácticamente se nos escapa. Pudo tratarse de un simple acuerdo tácito (el mismo que actualmente permite que la costumbre prevalezca por prescripción contra el derecho escrito), o incluso de una conformidad general sin aprobación formal; sólo bajo estas formas simples se puede comprender la apostolicidad de ciertos escritos neotestamentarios.


II. LAS ESCRITURAS APOSTÓLICAS

La tradición apostólica tiende, en efecto, a fijarse en textos: esquemas generales, ampliados según las necesidades en la predicación y en la liturgia, o formularios precisos, cuyos vestigios se hallan ya en las cartas de san Pablo (1 Cor 11, 23-26; 15, 2 ss). No es éste el lugar de examinar este punto en detalle 44. Retengamos de ello que una literatura funcional 45 va viendo la luz en las iglesias en plena época apostólica. Ésta tiene evidentemente por centro lo que en primer lugar constituye el evangelio o, en otros términos, la puesta en forma de las palabras de Jesús, utilizadas según las necesidades de las comunidades, y la de los recuerdos relativos a Jesús, que sirven de alimento a la fe cristiana permitiéndole contemplar a su Señor 46. En torno al evangelio. así definido en sus límites más estrictos se ven proliferar otros textos, más directamente determinados por las necesidades cotidianas de la vida eclesiástica. En este mareo ven la luz los libros del Nuevo Testamento. Algunos se vinculan inmediatamente a un apóstol, como las cartas de san Pablo. En cuanto a otros, un discípulo recoge el testimonio apostólico, como lo hace Marcos con el Evangelio de Pedro 47. Por lo demás, es claramente perceptible la

43. Sobre esta solidaridad en la responsabilidad apostólica, cf. J. CoLSON, L'épiscopat catholique, Collégialité et primauté dans les trois premiers siécles de l'Église, col. aUnam sanctam», París 1963, p. 15-29. Concilio Vaticano u, Constitución dogmática Lumen gentium, n.° 19.

44. P. LENGSFELD, Tradition, Écriture et Église, p. 55-62.

45. Más adelante desarrollaremos este punto (infra, p. 118).

46. X. LÉON-DUFOUR, op. Cit., p. 256.280.

47. Sobre las relaciones de Marcos con el Evangelio de Pedro, cf. M. J. LAGRANGE, Évangile selon saint Marc, p. xvi-xxxlt; L. VAGANAY, Le probléme synoptique, Tournai-París 1954, p. 152 ss. De las dos tradiciones de Clemente de Alejandría y de Ireneo, hay que preferir seguramente la segunda, que sitúa la edición del evangelio después de la muerte de san Pedro.

colaboración de redactores pertenecientes al contorno de los apóstoles como la de Silas en la primera de Pedro (1 Pe 5, 12). Hay finalmente casos en que un autor obra bajo su propia responsabilidad, poniendo la marca de su personalidad o de su teología en la presentación del evangelio o en su reflexión sobre la vida cristiana; así, por ejemplo, en el caso de Lucas o en el de la carta a los Hebreos, sin hablar de un escrito seudónimo, como la segunda de Pedro 48. Esto es secundario, puesto que todas estas obras tienen un punto común: enraizadas en el medio en que los apóstoles ejercen su autoridad normativa, o por lo menos en la vida de las Iglesias dominada aún directamente por la tradición apostólica, no tienen otra finalidad que la de fijar esta misma tradición 49, si es preciso para defenderla contra los doctores heréticos que la desvían de su propio sentido, (caso de 2 Pe 3, 16).

Hay que notar, sin embargo, que sólo son su cristalización ocasional y por tanto necesariamente parcial. No existe ninguna colección completa de los hechos y dichos de Jesús, ningún evangelio que reúna en este punto la totalidad de los testimonios (cf. Jn 20, 30; 21, 25); ninguna exposición sistemática de la fe, ningún tratado general de teología, ni siquiera en la óptica particular de un solo apóstol o de un solo doctor; ninguna colección litúrgica y sacramentaria, que reproduzca íntegramente los textos empleados en una sola iglesia y ofrezca un cuadro global de su vida cultual, ninguna colección jurídica, ninguna síntesis especulativa sobre la estructura de la Iglesia y del ministerio... Todas estas realidades existían muy concretamente en la vida de las comunidades, y nos seria muy útil conocerlas a través de testimonios directos; pero debemos resignarnos a nuestras ignorancias, que la Formgeschichte de los escritos apostólicos sólo colma en puntos mínimos 50. Hay que tomar evidentemente en consideración

48. Sobre el problema de autenticidad planteado por este libro, cf. infra, p. 66, nota 4.

49. P. LENGSFELD, op. Cit., p. 74-75. Igualmente, R. GEISELMANN, en Questions théologiques aujourd'hui, t. 1, p. 133-136, que muestra después de Moehler la importancia de esta fijación de la tradición apostólica para la Iglesia de todos los siglos (cf. J. A. MoEx-LER, L'unité dans rÉglise, trad. fr., París 1938, p. 49-53).

50. Sobre la Formgeschichte de las epístolas paulinas, cf. B. RIGAUx, Saint Paul et ses lettres, «Studia neotestamentica», Subsidia 2, Brujas-París 1962, p. 163-199. Ahí se verá hasta qué punto los textos paulinos dejan entrever la tradición anterior a él. Otro ejemplo en M. E. BoisssaRo, Quatre hymnes baptismales dares la premiére épétre de Pierre, «Lectio Divina» 30, París 1961.

este carácter fragmentario de los libros del Nuevo Testamento si se quiere hacer de ellos un uso correcto 51. Representan auténticamente la tradición apostólica, de la que nacieron directamente y a la que su texto pertenece con todo derecho. Es incluso poco verosímil que dejaran escapar completamente algún elemento esencial en el orden doctrinal. Pero seguramente no dan a conocer explícitamente todas sus riquezas, como tampoco coordinan los elementos indicando su importancia respectiva. Por tanto, si se la quisiera reconstituir recurriendo exclusivamente a ellos, sólo se obtendría una imagen truncada de la misma, con no pocos puntos oscuros, ya en materia de doctrina, ya, y todavía más, en materia de práctica. La teología cristiana debe tener clara conciencia de esta dificultad, contra la que tropieza necesariamente el principio de la sola Scriptura entendido en forma rigurosa.

 

§ III. LA IGLESIA ANTE LA PALABRA DE DIOS

De lo que aquí se trata no es de la actitud que debe adoptar la Iglesia frente a la palabra de Dios, sino de la forma práctica como puede conocerla actualmente en su integridad para trasladarla a su fe y a su vida. Aquí tocamos un punto neurálgico sobre el que no se enfrentan únicamente la teología católica y la teología protestante 52.

51. A propósito de este «carácter contingente y ocasional de la Escritura», el cardenal Journet hace notar que «también la predicación oral de los apóstoles fue provocada por una parte por acontecimientos contingentes. Lo que importa es saber que Dios es el dueño de la contingencia y que la hace entrar como Él quiere en la realización de su designio» (Le message révélé: Se transmission, son développement, ses dépendances, Brujas-París 1964, p. 38). Desde luego; pero de lo que aquí se trata es de descubrir la tradición apostólica en su totalidad a partir de esta documentación seguramente parcial: ¿qué medio práctico pone Dios en nuestras manos?

52. Sobre la historia de este problema teológico, cf. la obra de M. J. CONGAR, La Tradition et les traditions, t. Essai historique. La presentación de A. MtCHEn, art. Tradition, DTC, t. 15, col. 1252-1350, está más en función de la controversia antiprotestante (sobre el siglo xvi, cf. col. 1306-1317), pero la documentación patrística es bastante amplia (col. 1256-1300). Sobre la crisis del siglo xvi, v. G. H. TAVARD, Écriture ou Église? La crise de la Réforme, col. «Unam Sanctam», París 1963. Sobre la época moderna: P. LENGSFErD, Tradition, Écriture et Église dan: le dialogue oecuménique, París 1964.

En el interior del protestantismo una cierta corriente fundamentalista sigue ateniéndose a la sola Scriptura en forma intransigente, mientras que otros teólogos tratan de revalorizar positivamente por diversos caminos la tradición eclesiástica 53. Esto se observó sobre todo con ocasión de la 4.a conferencia mundial de Fe y constitución (Montreal, 1963) 54. Por otra parte, los mismos teólogos católicos están divididos a propósito de lo que se ha llamado la «problemática de las dos fuentes», como lo mostró en forma clarísima la primera sesión del Vaticano II. Es sabido que en este punto el concilio de Trento había usado una formulación prudente, que no prejuzgaba las relaciones reales entre Escritura y tradición 55. Pero luego los teólogos volvieron rápidamente a la formulación contenida en el proyecto de decreto sometido a la aprobación de los padres conciliares, que veía la verdad revelada partim contineri in libris scriptis, partim in traditionibus non scriptis, no sin remachar el sentido de partim... partim 56 Este enfoque

53. Cf. la exposición del problema dogmático y la bibliografía reciente en el artículo de G. EBELING, RGG', t. 6, col. 976-984. Entre los estudios consagrados a la cuestión citaremos: O. CULLMANN, La tradition, Neuchatel-París 1953; A. C. OUTLER, The Christian Tradition and the Unity we Seek, Nueva York 1957; E. SCHLINK, Der kommende Christus und die kirchliche Tradition, Gotinga 1961; A. BENOIT, L'actualité des Péres de l'Église, Neuchátel-París 1961; F. LEENHARDT, «Sola scriptura» ote «Écriture et Tradition»P, en «Études théologiques et religieuses», 1961, p. 5-46; M. THURIAN, L'unité visible des chrétiens et la Tradition, Taizé 1961. Cf. las exposiciones generales de M. J. CONGAR, op. cit., u. Essai théologique, p. 215-243; R. BEAUP7!RE, en De Scriptura et traditione, p. 527-541.

54. Cf. especialmente la posición de J. L. LEUBA, en Tradition et traditions, p. 67 ss (= ePublication des travaux de la commision préparatoire du Congrés»). Después de la conferencia, cf. las prolongaciones propuestas por J. P. GABUS, Comment repensen dans une perspective protestante le rapport Écriture-Tradition, en «Istina», 1963, p. 305-318; J. J. LEUBA, La Tradition et les traditions: Essai de systématique chrétienne, VC, 1964, p. 75-92.

55. Es compleja la historia de la redacción del decreto de Trento. Cf. G. H. TAVARD, op. Cit., p. 294-303. M. J. CONGAR, op. Cit., I. Essai historique, p. 214-217. Sobre este punto fue desencadenada una discusión por J. R. GEISELMANN, Das Konzil von Trient über das Verhdltnis der Heiligen Schrift und der nicht geschriebenen Tradition, en Die mündliche Ueberlieferung, ed. M. Schmaus, Munich 1957, p. 123-206. Observaciones de J. BEUMER, Die Frage nach Schrift und Tradition bei Robert Bellarmin, en «Scholastik», 1959, p. 1-22. Impugnación más radical de H. LENNERZ, en «Gregorianum», 1959, p. 38.53, 624-635; 1961, p. 517-521; H. SCHAUF, Schrift und Tradition, en «Antonianum», 1964, p. 200-209.

56. J. DUPONT, Écriture et Tradition, NRT, 1963, p. 337-346, 449-468. J. BEUMER, Die mündliche Ueberlieferung als Glaubensquelle, Friburgo 1962. A. TRAPE, De Traditionis relatione ad S. Scripturam iuxta concilium Tridentinum, en «Augustinianum», 1963, p. 253-289. P. DE V00GHT, Remarques sur 1'évolution du probléme Écriture-Tradition che: les théologiens de Salamanque, en «Istina», 1963, p. 279-304. En realidad hay que notar que la estilística latina da a la expresión partim...partim un valor menos tajante que el que ha alcanzado en la teología de la escuela de la época pos-tridentina, como lo ha mostrado A. M. DUBARI.E, Quelques notes sur Écriture et Tradition, RSPT, 1964, p. 274-280 (De Cicerón al siglo xvt pasando por santo Tomás se halla partim...partim empleado en el sentido muy vago: «por una parte... por otra»).

de las cosas es rechazado hoy por cierto número de teólogos, que lo' estiman extraño al pensamiento de los padres e incluso al medieval 57; siguiendo este pensamiento prefieren volver a la idea de la «suficiencia de la Escritura» 58, aunque en un sentido que evidentemente no coincide con el de la sola Scriptura de los reformadores protestantes.

No podemos discutir aquí en detalle esta cuestión tan compleja. Pero por lo menos debemos plantar algunos jalones en función del problema particular que nos ocupa: el de la Escritura, de su puesto en la Iglesia y de su interpretación. Lo que acabamos de decir de la tradición apostólica nos suministra el mejor punto de partida. La tradición apostólica constituye en efecto la única fuente 59 de la fe y de la teología, sea como expresión de la palabra de Dios dirigida a los hombres en Cristo, sea como criterio de interpretación de todas sus palabras anteriores. Nos quedan por tanto dos puntos por examinar:

  1. ¿En qué situación se halla frente a ella la tradición eclesiástica?

  2. ¿Cuál es consiguientemente la relación entre la tradición eclesiástica y la Escritura?

57. J. R. GEIsEtalsxN, La Sagrada Escritura y la tradición. Historia y alcances de una controversia, Herder, Barcelona 1968.

58. M. J. CONGAR, op. Cit., 1. Essai historique, p. 139-150. A. LANC, Sacrae Script,erae sufficientiat en De Scriptura et traditione, p. 62-65. G. Batutas, Quaenam Sacrae Scripturae sufficientia in Ecclesia catholica teneaturt, ibid., p. 73-84.

59. Nótese que en el empleo de la palabra (fuente» es equívoco el lenguaje de la teología. La teología corriente del siglo xtx, situándose en la perspectiva propia de su trabajo, que consistía en establecer los dogmas fundándose en los textos, distinguió como dos fuentes la Escritura y la tradición: .Scripturam et traditiones fintes esse divinae revelationis», dice Pío Ix en la carta Inter gravissimas (1870). El esquema rechazado en la 1.• sesión del concilio Vaticano It recurría al mismo lenguaje. Pero si nos situamos en la perspectiva de la historia de la salvación, en la que se trajo la revelación a los hombres por la palabra de Dios, no puede tratarse ya sino de una sola fuente: el anuncio del evangelio por los apóstoles, o si se prefiere, la tradición apostólica (texto del concilio de Trento citado infra, p. 63, nota 97). Esta manera de abordar la cuestión deja intacto el problema de las relaciones entre la Escritura y la tradición eclesiástica. [Actualmente habría que tener en cuenta la constitución Dei verbum, que, a su manera, supera la problemática de las dos fuentes, insistiendo en la necesidad de unirlas para acercarse a la plenitud de la revelación (cap. 1).]

 

I. TRADICIÓN APOSTÓLICA Y TRADICIÓN
ECLESIÁSTICA

I. EL PROBLEMA DEL PASO DE UNA A OTRA

En relación con la palabra de Dios, regla suprema de la fe, la tradición apostólica y la tradición eclesiástica se hallan en dos situaciones muy diferentes: la primera es el medio por él que esta palabra llega hasta los hombres y adopta la forma de palabra humana; la segunda es el ambiente vivo que la recibe, la conserva y la hace fructificar. El paso de la una a la otra no se opera en un momento cronológico determinado, por ejemplo, en la transición del siglo I al II, o a la muerte del último apóstol. Se verifica durante la vida misma de los apóstoles, por el hecho de que éstos confían el cuidado del evangelio y la dirección de las iglesias a mandatarios que no son ya como ellos testigos directos de Cristo. Así las iglesias de Tesalónica y de Corinto tienen el deber de conservar fielmente la tradición (o las tradiciones) 60 del apóstol fundador (2 Tes 2, 15; 3, 6; 1 Cor 11, 2), y es sabido que esta responsabilidad incumbe en primer lugar a los «presidentes» (1 Tes 5, 12) que Pablo ha puesto a su cabeza (cf. 1 Cor 16, 16). La cosa resulta más clara todavía en las cartas pastorales (61): los enviados del apóstol deben «guardar el depósito» (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 12-14; Tit 2, 1) y confiarlo luego a hombres seguros que instruyan en él a los demás (2 Tim 2, 2) 61.

Tal es exactamente la definición de la tradición eclesiástica, cuyo contenido engloba a la vez enseñanzas y una práctica, que es igual-mente importante conservar intactas. Esto no prejuzga la existencia de escritos apostólicos ni el papel que hayan de desempeñar en esta tradición; esto quiere decir sencillamente que es en sí misma un

60. Para un estudio más detallado, cf. la exposición de B. RIGAUx, en De Scriptura et traditione, p. 137 ss.

61. Este punto lo taca H. SCHLIER, La hiérarchie de 1'Eglise, d'aprés les épitres pastorales, en Le temps de l'Église, trad. fr., Tournai-París 1961, p. 140-156. Sobre la noción de depósito en las epístolas pastorales, cf. el excursus de C. SPICQ, Les épitres pastorales, eÉtudes bibliques», París 1947, p. 327-335; S. CIPRIANI, La dottrina del depositum nene lettere pastorali, en «Studiorum paulinorum congressus intemationalis catholicus», 1961, t. 2, Roma, 1963, p. 129-142.

modo sui generis de transmisión del legado de los apóstoles 62. La actitud que se exige a Tito y a Timoteo define la que deberá adoptar en lo sucesivo toda la Iglesia en su estructura jerárquica establecida por los apóstoles: el ejercicio de los ministerios, tanto en el plano de la enseñanza como en el de la práctica, queda para siempre ligado por el depósito original que es su única norma. Se ve hasta qué punto sería mezquino y en definitiva falso reducir esta tradición a la mera transmisión oral de ciertas palabras venidas de Cristo o de ciertos recuerdos relativos al mismo, al margen de los escritos del Nuevo Testamento 63. Esta manera de concebirla no puede menos de falsear enteramente el planteamiento del problema y dar vueltas indefinidameste a la cuestión, sin la menor esperanza de llegar jamás a una solución positiva.


II. EL PROBLEMA DE LA CONTINUIDAD Y DE LA FIDELIDAD

La diferencia radical de situación de la tradición apostólica y de la tradición eclesiástica con respecto a la palabra de Dios deja intactas su perfecta continuidad y su identidad sustancial, habida cuenta de las observaciones que vamos a hacer. Este punto resulta en primer lugar de un hecho históricamente comprobable. No cabe la menor duda de que las iglesias del siglo u se preocuparon por conservar íntegramente el legado recibido de los apóstoles, cualesquiera que fueran sus formas: mensaje evangélico, propiamente dicho e interpretación de las Escrituras a la luz del mismo; organización eclesiástica, creencias, costumbres y ritos; enseñanzas orales y textos escritos... La permanencia de las concepciones religiosas y de la práctica, asegurada por la permanencia de las estructuras comunitarias y de los ministerios, vedaba en las iglesias la libre fermentación de los espíritus de la que ofrecen tantos ejemplos las sectas de todos los tiempos. Las ideas y las prácticas, como también los escritos, circulaban de una iglesia a otra; pero era tal el conservadurismo, que

62. M. J. CONGAR, op. cit., II, Essai théologique, p. 111-136, subraya la fecundidad de las concepciones de Blondel sobre este punto, como lo hace por su parte H. HOLSTEIN, op. cit., p. 134-140.

63. La confusión es clásica. Se la halla en el libro de R.P.C. HANSON, Tradition in the Early Church, Londres 1962; cf. la crítica acertada de J. DANIii.ou, Écriture et tradition, RSR, 1963, p. 550-557.

podía provocar conflictos cuando había divergencias en las tradiciones locales, como se ve a propósito de la querella pascual 64. Más bien, la lucha contra los falsos doctores, iniciada desde fines de la era apostólica (cartas pastorales, Judas, primera de Juan y segunda de Pedro), se ampliaba con el tiempo hasta llegar a su punto culminante en la época de san Ireneo. Ahora bien, los defensores de la ortodoxia tenían por criterio esencial la apostolicidad de la doctrina y de las prácticas observadas en las iglesias 65. Estas preocupaciones fundamentales se mantuvieron en todos los siglos siguientes. Así cuando se vino a interrogar a la antigua tradición eclesiástica sobre el contenido del evangelio o sobre la manera de vivir según sus normas, no fue nunca para reconocerle una autoridad que se bastara a sí misma, sino únicamente para hallar en ella la atestación de un elemento que ella misma consideraba como apostólico.

Podríamos interrogamos sobre la posibilidad de tal fidelidad al dato original, cuando durante veinte siglos han pesado sobre la tradición eclesiástica tantos condicionamientos históricos. Desde el siglo xvt la teología protestante la ha desvalorizado sistemáticamente, no viendo en ella más que una simple tradición humana, sujeta a todos los albures por que pasan las cosas de este género 66. Pero esta manera de ver descuida un elemento esencial de la vida de la Iglesia como cuerpo de Cristo, que Moehler puso muy bien de relieve en su presentación de la tradición viva 67: la presencia y la acción del Espíritu Santo. La promesa de asistencia espiritual hecha por Cristo resucitado a sus apóstoles (Mt 28, 20) es mantenida gracias a la misión del Paráclito (cf. Jn 15, 26 s; 16, 7-11). Si la palabra dirigida por Dios a los hombres en Cristo es en la Iglesia otra cosa que un documento del pasado, si cada hombre puede recibirla como una realidad viva y actual, esto se debe a la acción del Espíritu. Tal era ya el caso en el anuncio apostólico del evangelio: el testimonio del

64. J. LEERETON, en FLICHE y MARTIN, Histoire de l'Église, t. 2, p. 87.93. Las dos prácticas, la romana y la de Asia, invocaban su origen apostólico.

65. Ibid., p. 54-56. I. ORTIZ DE URSINA. Traditio et Scriptura apud primaevos Patres orientales, en De Scriptura et Traditione, p. 185.203. M. J. CONGAR, op. Cit., t. II, Essai théologique, p. 44 s.

66. V. los textos citados por E. STAREMEIER, en De Scriptura et traditione, p. 505.526.

67. A. MOEHLER, L'unité dans l'Église, trad. fr., París, 1938, p. 10-12. Cf. M. J. CONGAR, Op. Cit., t. 1, p. 247 ss.

Espíritu penetraba el testimonio de los doces (Jn 15, 26 s; Act 1, 8) al mismo tiempo que se manifestaba en el secreto de los corazones creyentes (Rom 8, 16). La proclamación por la Iglesia del evangelio que ella tiene recibido de los apóstoles se halla en la misma situación 68; ahora bien, ahí radica el elemento fundamental de la tradición en todos los siglos de la historia. Si nos preguntamos en qué consiste esta acción del Espíritu, debemos guardarnos de reducirla a la iluminación interior de los corazones creyentes 69; en realidad esta acción acompaña, anima, asiste con carismas al ejercicio de los ministerios que dan una estructura definida a'la tradición 70. Tal es el conjunto de los medios concretos con que el Espíritu asegura a la Iglesia la indefectibilidad en la fe 71.

Se comprende que en estas condiciones la tradición de la Iglesia no pueda asimilarse a ninguna clase de tradición humana. La tradición apostólica !se conserva en ella auténtica y fielmente en su integridad. Hay que observar, sin embargo, que no se conserva a la manera de un capital muerto. En el doble pan de la doctrina y de la práctica la tradición conoce un desarrollo legítimo. Si las experiencias sucesivas de la Iglesia apostólica contribuyeron positivamente a la formulación misma de la revelación 72, las de los siglos sucesivos tuvieron como fruto normal la explicación de las riquezas encerradas en este depósito primitivo. Tal es el sentido del progreso del dogma:

68. Este punto es reconocido hasta cierto grado por teólogos protestantes: «No hay cesura entre los tiempos apostólicos y el tiempo de la Iglesia, en el sentido de que la presencia real de Cristo continúa de los primeros al segundo. No hay que vaciar el tiempo de la Iglesia de toda su densidad cristológica. Jesucristo quiso estar presente entre los suyos hasta el fin del mundo..., y esta presencia es el apostolado, que es su instrumento instituido por Jesucristo» (F. J. LEENHARDT, Sola Scriptura ea Écriture et tradition? en «Études théologiques et religieuses», 1961, p. 31). «Con la desaparición de la persona de los primeros apóstoles no desapareció el apostolado en su aspecto formal; el apostolado como función constitutiva de la Iglesia se perpetúa, porque Jesucristo sigue queriendo actualizar su persona presente a todas las naciones hasta el fin del mundo» (ibid., p. 34). Poniendo el autor el acento sobre la acción de Jesucristo, deja abierta la cuestión del modo de acción del Espíritu Santo en la Iglesia.

69. Sólo a este nivel establece Calvino una relación entre la palabra de Dios y la acción del Espíritu Santo; cf. G. H. TAVARD, Écriture ou Église?, p. 145 ss.

70. Aquí es donde hay que situar el papel propio del magisterio eclesiástico en la tradición; cf. H. HoLSTEIx, La Tradition dans l'Église, p. 207-229; M. J. CONGAR, op. cit., II. Essai théologique, p. 93 ss.

71. Aquí no nos toca tratar en detalle el problema de la infalibilidad de la Iglesia. Ésta, en cuanto propiedad de la tradición viva conducida por el Espíritu Santo, se halla a todos los niveles del cuerpo eclesial jerarquizado, según el papel propio de cada uno.

72.Supra, p. 45 s.

éste no añade nada al legado apostólico; no hace sino sacar a la luz algunas de sus virtualidades que en los orígenes pudieron eventualmente no estar atestadas sino bajo la forma de una práctica 73. Importa por consiguiente no confundir la tradición de la Iglesia con las múltiples formas que pudo revestir el desarrollo del dato apostólico en tal o cual tiempo, en tal o cual Iglesia particular: las tradiciones eclesiásticas no representan todas por igual, todas con igual título ni en el mismo grado, la tradición 74, así como las presentaciones del dogma propuestas por los teólogos no representan tampoco' la doctrina como tal 75.

Estas observaciones muestran que la conservación fiel de la tradición no es una cosa sencilla. Exige constantemente de los que son responsables de ella un esfuerzo aplicado a dos puntos: por una parte hay que tratar de alcanzar la tradición apostólica en su contenido integral para hacerla fructificar conforme a las necesidades de los tiempos; por otra parte, hay que verificar la calidad de las tradiciones (doctrinales o prácticas) transmitidas por la edad precedente para evitar que el peso de la historia las haga desviar del depósito apostólico. ¿Por qué medios puede hacerse esto? Aquí es donde se plantea el problema de las relaciones entre la tradición eclesiástica y la Escritura.

 

II. TRADICIÓN ECLESIÁSTICA Y ESCRITURA

I. SOLUCIONES INSUFICIENTES

La cuestión se ilumina cuando se abarca con la mirada la acción del Espíritu Santo en su totalidad y bajo sus diferentes modos. El

73. Sobre este «progreso de la Iglesia en la inteligencia de la fe», cf. M. J. CONGAS, La fe y la teología, Herder, Barcelona (en preparación), p. 93.120 de la edición francesa.

74. La confusión entre tradición y tradiciones ha introducido ciertamente un equívoco muy nocivo en la controversia entre católicos y protestantes. La determinación histórica dada por la Iglesia (o una fracción de la Iglesia) a los diversos elementos que constituyen la tradición, no puede invocar en cuanto tal un origen apostólico; es por tanto revisable y reformable.

75. Ni siquiera las definiciones conciliares se sustraen a las relatividades de la historia: se refieren a una problemática particular; el lenguaje que sirve para formularlas es el de una lengua concreta y de un tiempo concreto. Hay que tener en cuenta estos elementos que las determinan para comprender su intencionalidad y por tanto su contenido real.

Espíritu, para operar efectivamente la salvación de los hombres, hace la Iglesia y la anima desde el interior 76. Pero aquí su acción reviste también las formas más particulares: inspira a los apóstoles como a testigos de Cristo y formuladores de la revelación; inspira a los escritores sagrados que fijan por escrito esta tradición apostólica, por muy ocasionales e incompletas que sean sus obras; produce luego en el cuerpo eclesial el sensus fidei que le da una inteligencia correcta del depósito original; asiste al magisterio en sus quehaceres propios; da a los pastores, a los profetas y a los doctores (para servirnos del vocabulario paulino de los ministerios) la inteligencia de la fe con el fin de promover el progreso dogmático 77... En este marco de conjunto, la Escritura y la tradición eclesiástica ocupan puestos determinados que rigen sus relaciones.

Dios quiso la Escritura para permitir a la Iglesia un contacto inmediato con la tradición apostólica, norma suprema de su fe y de su vida 78. Esta situación da ya al Nuevo Testamento un puesto' sin segundo. Mas para utilizarlo correctamente conviene no olvidar sus límites. Es cierto' que los libros que lo componen — como ya hemos visto 79— no fijaron explícitamente toda la riqueza de la tradición apostólica, no enunciaron claramente la totalidad de la doctrina que sostenía entonces la vida, de fe, ni describieron en detalle todo lo que se encerraba en la práctica de las iglesias cristianas. Y menos todavía precisaron bajo todos los respectos la interpretación auténtica de las antiguas Escrituras en cuanto palabra de Dios realizada en Cristo. Sería incluso un error estimar a priori que fijaron necesariamente todo lo esencial dándole un puesto proporcionado a su importancia : en la vida de una sociedad los puntos controvertidos tienen más probabilidad de ser consignados que los que son obvios y se admiten comúnmente. Así el silencio del Nuevo Testamento sobre

76. La idea es común en teología; cf. las bellas páginas de Dom A. VONSER, L'Esprit et 1'Épouse, trad. fr., París 1947, p. 22-46, 77-78.

77. Esta acción multiforme del Espíritu Santo en la economía de la salvación es utilizada por K. RAHNES, Ueber die Sclsrift-Inspiration, Friburgo de Brisgovia 1958, para iluminar el problema de la inspiración escrituraria: sólo la Iglesia asistida por el Espíritu posee la inteligencia de la Escritura inspirada por el Espíritu.

78. «La Sagrada Escritura es la objetivación normativa de la fe normativa de la Iglesia apostólica», escribe K. RSNNEE, Écriture et tradition, en L'homme devast Die,,, Mélanges H. de Lubac, París 1964, t. 3, p. 219.

79. Supra, p. 48 s.

tal o cual punto de doctrina o dei práctica no puede por sí solo considerarse como indicio de inexistencia. Por tanto, si se lo utilizara como una regla mecánica descartando de la fe cristiana y de la fe eclesial todo' lo que no está mencionado claramente en el Nuevo Testamento, se acabaría con toda seguridad por mutilar la palabra de Dios, cercenando o minimizando una parte de su contenido auténtico; se reconstruiría artificialmente la fe y la vida cristianas sobre la base de una documentación fragmentaria y hasta se ignoraría en qué medida la operación conserva el tenor del dato' primitivo y qué es lo que deja de lado. El principio de la Scriptura sola aplicado con todo rigor —supuesto que esto' sea posible — lleva necesariamente a esta consecuencia desastrosa 80. Pero ¿quién admitirá que Cristo dejara a su Iglesia abandonada a esta infortunada necesidad?

Contrariamente a esta posición, una exaltación intempestiva de la tradición acarrearía inconvenientes no menos graves. Situémonos ahora en esta nueva óptica 81. Estando asegurada la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia, se produce normalmente la conformidad de la tradición eclesiástica con la tradición apostólica; así también el desarrollo dogmático y la infalibilidad del magisterio'. La Escritura permite generalmente comprobarlo en cada caso. Pero cuando falta su testimonio, es que se puede prescindir de él: la presencia de una creencia común en la tradición eclesiástica de una determinada época suple en cierto modo los silencios y basta para probar una tesis de teología o para establecer un dogma. La revelación se conserva partim in Scriptura, partim in Traditione: el acento puede ponerse sobre partim... partim, puesto que precisamente la ausencia de ciertos datos en la Escritura muestra la independencia de la fuente tradicional con respecto a la fuente escriturística 82. En esta perspectiva, la palabra de Dios en cuanto conservada en la Iglesia bajo una forma viva tiene

80. Esta posición, que fue la de la ortodoxia luterana, no corresponde exactamente al pensamiento del propio Lutero. Éste busca la norma de la fe más allá del texto mismo de la Biblia, en lo que constituye su medula: su testimonio sobre la salvación dada por gracia; cf. F. REFOULÉ, L'Église et le Saint-Esprit chez Luther, RSPT, 1964, p. 451-453.

81. Aquí no resumimos una tesis concreta atribuible a un teólogo determinado. Nos contentamos con llevar al extremo la tendencia de cierta teología escolar, cuyos esquemas rigen desgraciadamente más de una exposición de la cuestión.

82. Sobre esta restricción del sentido apartado a partim... partim, cf. las observaciones de A. M. DUBARLE, Quelques notes sur Écriture et Tradition, RSPT 1964, p. 274-280. Cf. nuestra nota 56, donde citamos este artículo.

primacía en la práctica frente a la palabra de Dios en su fijación escrita, aun cuando la excelencia de esta última sea reconocida en principio' en todos los puntos que atestigua.

De hecho, estas dos tesis antitéticas parecen hacer uso de una análoga concepción jurídica de la prueba en teología, heredada remotamente de la escolástica medieval. Parece que' en ella se reduce la prueba a un razonamiento silogístico fundado sobre las aserciones de un texto normativo. Así, por una parte, asentando en principio la equivalencia «palabra de Dios = Escritura», se elimina todo lo que no se encuentra en ella explícitamente, como extraño al dato apostólica; por otra parte, asentando en principio que la tradición eclesiástica es seguramente fiel a la tradición apostólica, !se prescinde del medio establecido por el Espíritu Santo para permitir a la Iglesia alcanzarla inmediatamente: la Escritura. Por una parte hay peligro de mutilar la tradición apostólica; por otra, hay peligro de canonizar como palabra de Dios simples tradiciones eclesiásticas 83.

 

II. EL EJEMPLO PATRÍSTICO Y MEDIEVAL 84

I. La teología del siglo II

En lugar de discutir abstractamente sobre la cuestión, es mucho más provechoso interrogar a la antigua tradición de la Iglesia sobre su actitud en este particular. La del siglo II ofrece particular interés por razón de su proximidad a la era apostólica. Como ya hemos visto 85, para luchar contra las herejías nacientes y verificar la solidez de toda doctrina, los autores de la época se referían al criterio del origen apostólico; pero lo hacían sin establecer diferencia alguna entre la Escritura y las tradiciones que ésta no autoriza 86. Es cierto

83. El riesgo no es quimérico, pues las expresiones empleadas por algunos padres del concilio de Trento o por ciertos teólogos de entonces, van directamente en este sentido. Cf. la declaración de TOMASO CASELLA citada por G. H. TAVARD, Écriture oit Églisef, p. 293 s.

84. Aparte las obras generales ya citadas, cf. D. VAN DER EYNDE, Les normes de l'enseignement chrétien dans la Iittérature patristique des trois premiers siécles, Gembloux-París 1933. J. DANtÉLOU, Message évangélique et culture hellénistique aux IIe et III esiécles, Tournai-París 1961, p. 131-145.

85. Supra, p. 53.

86. El hecho, por lo que hace a san Ignacio de Antioquía, es señalado por R. M. GRANT, Scripture and Tradition in St. Ignatius of Antioch, CBQ, 1963, p. 322-335.

que en la misma época, frente' a la proliferación de la literatura apócifra y sobre todo herética, que se escudaba bajo nombres prestigiosos, se puso empeño en fijar prácticamente la lista de los libros en los que la tradición apostólica auténtica se había conservado con la garantía del Espíritu Santo. Hubo ciertamente vacilaciones en cuanto a tal o cual obra particular, pero no por ello dejó de sentarse netamente el principio de un canon 87. Sólo que no procedió así para hacer de dichos libros una regla automática, cuya aplicación habría mutilado además la tradición contemporánea eliminando elementos que la Escritura no atestiguaba explícitamente, pero que eran objeto de posesión pacífica e indiscutida.

Las tradiciones orales relativas a las palabras de Cristo o a los recuerdos de su vida entran aquí mucho menos en juego que la práctica eclesial y la inteligencia de' las Escrituras. En efecto, si sólo se tratara de aquéllas, habría que reconocer que el legado de los presbíteros conservado, por Papías o por Ireneo era con frecuencia de calidad muy mediocre, por ejemplo en la cuestión del milenarismo 88 (que, a decir verdad, es un problema de interpretación del Nuevo Testamento sobre el que aparece dividida la tradición eclesiástica 89). Pero el mismo Ireneo, !siempre tan atento a la apostolicidad de las doctrinas, le vemos presentar en María a la nueva Eva 90, a lo que la Escritura no autoriza explícitamente en ninguna parte, aun cuando el tema posea en ella algunos puntos de apoyo 91. Para los autores del siglo II no es, por tanto, la Escritura una fuente limitativa en el sentido, en que lo entiende la teología protestante. Es a la vez una palabra misteriosa cuyas profundidades hay que escudriñar y una piedra de toque que

87. Sobre este punto hay acuerdo fundamental entre O. CULLMANN, La tradition, p. 41 ss, y M. J. CONGAR, op. Cit., u. Essai théologique, p. 172-175. El desacuerdo surge en cuanto a la interpretación del hecho (M. J. CONGAR, ibid., 1. Essai historique, p. 53-57). Cf. también 1'. LENGSFELD, Tradition, Écriture et Église, p. 78-83.

88. Cf. J. LEBRETON, en 1'LICHE y MARTIN, Histoire de t'Église, t. 2, p. 61 s.

89. SAN JUSTINO, Diálogo con Trifón, 80-81, lo muestra hasta la evidencia, puesto que cita explícitamente las fuentes de su creencia en el milenio y dice que «cristianos de doctrina pura y piadosa no (la) reconocen» (ed. G. ARCHAMBAULT, col. «Textes et documents», t. 2, p. 33).

90. El tema figura ya en san JUSTINO, Diálogo con Trifón, 100. Sobre la doctrina mariana de san Ireneo, cf. la bibliografía dada por J. QUASTEN, Patrología 1 BAC, Madrid 1961, p. 287-288.

91. La exégesis contemporánea se ha aplicado a descubrir estos primeros esbozos del tema, particularmente en los escritos joánicos. Cf. sobre este punto la bibliografía aducida infra, p. 373 y 481.

permite contrastar el valor de las doctrinas y de las prácticas; se recurre a ella parra mantener la tradición eclesiástica fiel a su regla apostólica, pero al mismo tiempo se hacen valer sus riquezas ocultas. No se puede negar que tradiciones no escritas, vinculadas a la práctica cristiana en formas muy variadas, se conservaran entonces como auténtico legado de los apóstoles 92; pero siempre se pone empeño en relacionarlas con la Escritura a fin de descubrir en ella ;sus raíces, al modo como los doctores judíos se aplicaban a fundar en los textos sagrados tanto la halaka como la haggada.

2. Los siglos siguientes

Esa manera de proceder prevaleció durante toda la era patrística, habida cuenta del hecho de que la era apostólica se iba alejando en el pasado. En esta época la Escritura fue para la tradición viva la referencia esencial y la norma constantemente invocada, por razón de su carácter de palabra de Dios. Pero en cambio la misma Escritura se leía en esta tradición, sistemáticamente relacionada con sus datos y comprendida a su luz. En esta operación la práctica eclesial y sacramental, rica de un contenido de pensamiento percibido con mayor o menor claridad, desempeñaba un papel esencial en cuanto fiel prolongación de la práctica legada por los tiempos apostólicos. 'Las luchas doctrinales, los problemas pastorales, daban poco a poco la ocasión de sacar a la luz su contenido latente, con lo cual se esclarecían los mismos textos sagrados: se descubría en ellos en filigrana tal dato del que desde siempre había vivido la tradición sin que se pudiera decir por qué camino concreto o bajo qué forma la había recibido de los apóstoles. A partir de los ejemplos proporcionados por el Nuevo Testamento todo el Antiguo iba adquiriendo poco a poco su significado cristiano, ampliamente explotado en la liturgia y en la predicación.

En una palabra, las verdades de la fe no se deducían de los textos escriturísticos por razonamiento silogístico. En ellos se contemplaba más bien el misterio de Cristo en su totalidad, aplicándoles, un método de interpretación muy flexible, atento a la coherencia interna

92. Se hallará cierto número de ejemplos en M. J. CONGAR, op. Cit., 1. Essai historique, p. 64 ss.

de la fe, con la constante preocupación de hacer brotar las virtualidades de la palabra de Dios. La Escritura era por tanto el punto de partida de toda la reflexión teológica y no se pensaba en buscar una segunda fuente de la fe 93. Pero su comprensión era recibida de la tradición viva, en el interior de la cual ponía empeño en situarse todo pastor y todo fiel. Todo lo que podía contradecir a sus indicaciones explícitas se descartaba sin más. Pero se tenía por cierto que sus más menudas palabras encerraban en su profundidad todos los secretos divinos; refiriéndose a la fe tranquilamente poseída o a la práctica constante de la Iglesia, se ponía en evidencia este contenido virtual que pertenecía de pleno a la palabra de Dios. Así el respeto absoluto profesado a los textos sagrados no confinaba a su intérprete en los límites de lo que hoy llamamos el sentido literal.

La edad media no pensó ni procedió de otra manera. Cierto que en la transición del siglo mi al XIII el método teológico, experimentó una profunda mutación. El razonamiento deductivo y la dialéctica aristotélica fueron introducidos en él como instrumentos de reflexión y de expresión. Pero la Escritura conservó su puesto como fuente de la sacra doctrina, y su lectura se mantuvo formalmente idéntica a lo que había sido en la época patrístita 94. Si se puso el acento sobre el sensus litteralis, único capaz de suministrar a la teología auctoritates incontestables, este sensus litteralis no se buscó con los únicos recursos de la razón humana, de la gramática y de la retórica, sino que fue recogido en la tradición de la Iglesia 95. Los comentarios bíblicos de santo Tomás, trasfondo de sus síntesis teológicas, lo prueban abundantemente.

93. J. PLAGNEUx, Saint Grégaire de Na.ianae théologien, París 1951, p. 37-59, se ve visiblemente atado por el esquema de las «dos fuentes», que se esfuerza por descubrir en el gran teólogo griego. A pesar de este handicap, muestra claramente que para san Gregorio, «si la Escritura no va sin la tradición, es que ésta tiene como quehacer primario el de interpretar auténticamente aquélla»... «Las más de las veces nuestro doctor evoca (la tradición) como método exegético, no como fuente distinta» (p. 49).

94. P. DE VooniT, Le rapport Écriture-Tradition d'aprés saint Thomas d'Aquin et les théologiens de XIII' siécle, en <Istina», 1962, p. 71-85. M. J. CANGAR, Tradition et «Sacra doctrina» ches saint Thomas d'Aquin, en J. BErz - H. FRIES, Église et Tradition, París 1963, p. 157.194; La Tradition et les traditions, t. Essai historique, p. 143 ss. E. MÉNARD, La Tradition: Révélation, Écriture et Église retan saint Thomas d'Aquin, Brujas-París 1964, estudia en detalle este aspecto de la doctrina de santo Tomás.

95. Más abajo volveremos sobre esta concepción tomista del sensus litteralis (infra, p. 262 s); cf. C. SPIcq, Esquisse d'une histoire de l'exégese !atine du moyen áge, París 1944, p. 273-281.


III. CONCLUSIÓN
96

Tal es, pues, la situación respectiva de la Escritura y de la tradición. De aquí resulta que en teología el argumento de Escritura y el de tradición no se pueden yuxtaponer en un pie de igualdad, ya que no son del mismo orden ni' se les puede pedir la misma cosa. Cierto que por un camino como por el otro se trata siempre de descubrir la tradición apostólica. Pero la tradición eclesiástica, en cuanto medio en que ésta se conserva y fructifica, .sólo' da testimonio de ella indirectamente, e incluso a beneficio de inventario, en los variados elementos que la componen. Por el contrario, la Escritura permite entrar en contacto directo con ella; la muestra en su brote primitivo, en el momento en que la palabra de Dios tomó forma escrita. No decimos que el argumento de Escritura posea una dignidad eminente al lado de un argumento de tradición, que a veces podría bastarse por sí mismo. Esta posición, que proviene de la teología de la contrarreforma, depende demasiado de la teología reformada, a la que trata de refutar. El concilio de Trento era más matizado, poniendo en primera línea el evangelio y la tradición apostólica, ya a propósito de la Escritura, ya a propósito de las tradiciones no escritas 97.

Diremos más bien que la Escritura y la tradición — volviendo a una perspectiva común a los padres y a los teólogos medievales — deben intervenir juntas en toda búsqueda teológica, pero con funciones diferentes. Buscar en la Escritura el punto en que está enraizada toda verdad de fe para exponerla a partir de ella, es, situarse de golpe en el interior de la misma tradición apostólica, con una viva

96. Llegamos en sustancia a las posiciones de J. R. GEtsxcaWAtrx, Écriture, Tradition, Église: Un problema oecuménique, en Catholiques et protestants, Confrontations théologiques, Paris 1961, p. 48-79. M. J. CONGAR, La Tradition et les traditions, ti. Essai théologique, p. 137-180; Bible et Parole de Dieu, en Les vais,: du Dieu vivant, París 1962, p. 25-43; Le débat sur la question du rapport entre Écriture et Tradition au point de vue de leur contenu matériel, RSPT, 1964, p. 645-657. K. RAHNER, Écriture et tradition, en L'homme devant Dieu, t. 3, p. 209-221. C. JOURNET, Le message révélé, p. 32-39, 43-45. P. LENGSFELD, Tradition, Écriture et Église, p. 200-228.

97. Cf. el texto de la sesión iv, DENZ-SCHÓNM., 1501: «...Ut puritas ipsa Evangelii in Ecclesia conservetur, quod promissum ante per prophetas in Scripturis Sanctis Dominus noster Iesus Christus, Dei Filius, proprio ore primum promulgavit, deinde per suos apostolos, tamquam fontem omnis salutaris veritatis et morum disciplinae, omni creaturae praedicari iussit.» Nótese en este texto el empleo de la palabra fuente en singular. El único problema que se plantea a la teología es el de alcanzar en su pureza y en su integridad la fuente apostólica que trae el evangelio a los hombres.

conciencia de que todo tiene conexión mutua, que los textos que forman una parte integrante de aquélla y las realidades de que hablan estos textos ocultan profundidades misteriosas. Ahora bien, para descubrir estas profundidades, hay que seguir el movimiento mismo de la tradición viva y escuchar a partir de ella las resonancias de la Escritura. La tesis patrística y medieval de la suficiencia de la Escritura no se disociaba jamás de una cierta interpretación que sabía franquear los límites de la letra para alcanzar el espíritu que encierra. Se pueden hacer todas las reservas que se quiera sobre los procedimientos de exégesis empleados a este objeto. Su principio y su espíritu constituyen un aspecto esencial del legado apostólico, formalmente atestiguado en el Nuevo Testamento 98. Si nos atenemos a él, podemos seguir profesando la suficiencia de la Escritura, puesto que ésta no descubre sus riquezas sino a condición de 'ser leída en la tradición 99. El problema más difícil de resolver es entonces el de la hermenéutica, pues ésta debe permitir alcanzar la totalidad de la revelación apostólica a partir de textos ocasionales y fragmentarios, a menos que sean textos relativos a una economía superada. Si los procedimientos exegéticos de la alegoría alejandrina o de la theoria alejandrina han caducado ya irremediablemente, ¿queda siquiera algún medio de rebasar la letra de las Escrituras sin traicionar su intención profunda? Desde el comienzo de este tratado hemos comprobado que en él todo es correlativo. El problema Escritura-tradición aparece desde ahora solidario del método de interpretación que estudiaremos en el capítulo final.

98. Volveremos sobre estos problemas en el cap. V.

99. Nótese que este enfoque de la cuestión no se aleja mucho del que se halla en algunos teólogos de las Iglesias orientales separadas. Cf. los textos analizados por B. SCHULTZE, Traditio et Scriptura iuxta theologos orientales disiunctos, en De Scriptura et traditione, p. 543-572. La problemática de la Reforma y de la contrarreforma se ha introducido hasta cierto grado en ellos; pero se atienen más bien a las posiciones de la era patrística, no sin cierta imprecisión en la exposición de la doctrina.