Descripción de la miseria humana y origen de su fragilidad
En
ninguna cosa se conoce más claramente la miseria humana, muy ilustre Señor,
que en la facilidad con que pecan los hombres y en la muchedumbre de los que
pecan, apeteciendo todos el bien naturalmente, y siendo los males del pecado
tantos y tan manifiestos.
Y
si los que antiguamente filosofaron, argumentando por los efectos descubiertos
las causas ocultas de ellos, hincaran los ojos en esta consideración, ella
misma les descubriera que en nuestra naturaleza había alguna enfermedad y daño
encubierto; y entendieran por ella que no estaba pura y como salió de las manos
del que la hizo, sino dañada y corrompida, o por desastre o por voluntad.
Porque,
si miraran en ello, ¿cómo pudieran creer que la naturaleza, madre y diligente
proveedora de todo lo que toca al bien de lo que produce, había de formar al
hombre, por una parte, tan mal inclinado, y, por otra, tan flaco y desarmado
para resistir y vencer a su perversa inclinación? O ¿cómo les pareciera que
se compadecía, o que era posible, que la naturaleza (que guía, como vemos, los
animales brutos y las plantas, y hasta las cosas más viles, tan derecha y
eficazmente a sus fines, que los alcanzan todas o casi todas), criase a la más
principal de sus obras tan inclinada al pecado, que por la mayor parte, no
alcanzando su fin, viniese a extrema miseria?
Y
si sería notorio desatino entregar las riendas de dos caballos desbocados y
furiosos a un niño flaco y sin arte, para que los gobernase por lugares
pedregosos y ásperos; y si cometerle a este mismo en tempestad una nave, para
que contrastase los vientos, sería error conocido, por el mismo caso pudieran
ver no caber en razón que la Providencia sumamente sabia de Dios, en un cuerpo
tan indomable y de tan malos siniestros, y en tanta tempestad de olas de
viciosos deseos como en nosotros sentimos, pusiese para su gobierno una razón
tan flaca y tan desnuda de toda buena doctrina como es la nuestra cuando
nacemos. Ni pudieran decir que, en esperanza de la doctrina venidera y de las
fuerzas que con los años podía cobrar la razón, le encomendó Dios aqueste
gobierno, y la colocó en medio de sus enemigos sola contra tantos, y desarmada
contra tan poderosos y fieros.
Porque
sabida cosa es que, primero que despierte la razón en nosotros, viven en
nosotros y se encienden los deseos bestiales de la vida sensible que se apoderan
del alma, y haciéndola a sus mañas, la inclinan mal antes que comience a
conocerse. Y cierto es que, en abriendo la razón los ojos, están como a la
puerta, y como aguardando para engañarla, el vulgo ciego, y las compañías
malas, y el estilo de la vida lleno de errores perversos, y el deleite y la
ambición, y el oro y las riquezas, que resplandecen. Lo cual cada uno por sí
es poderoso a oscurecer y a vestir de tinieblas a su centella recién nacida,
cuanto más todo junto, y como conjurado y hecho a una para hacer mal; y así de
hecho la engañan, y, quitándole las riendas de las manos, la sujetan a los
deseos del cuerpo y la inducen a que ame y procure lo mismo que la destruye.
Así
que este desconcierto e inclinación para el mal que los hombres generalmente
tenemos, él solo por sí, bien considerado, nos puede traer en conocimiento de
la corrupción antigua de nuestra naturaleza. En la cual naturaleza, como en el
libro pasado se dijo, habiendo sido hecho el hombre por Dios enteramente señor
de sí mismo, y del todo cabal y perfecto, en pena de que él por su grado sacó
su alma de la obediencia de Dios, los apetitos del cuerpo y sus sentidos se
salieron del servicio de la razón; y, rebelando contra ella, la sujetaron,
oscureciendo su luz y enflaqueciendo su libertad, y encendiéndola en el deseo
de sus bienes de ellos, y engendrando en ella apetito de lo que le es ajeno y le
daña, esto es, del desconcierto y pecado.
En
lo cual es extrañamente maravilloso que, como en las otras cosas que son
tenidas por malas, la experiencia de ellas haga escarmiento para huir de ellas
después; y el que cayó en un mal paso rodea otra vez el camino por no tornar a
caer en él: en esta desventura que llamamos pecado, el probarla es abrir la
puerta para meterse en ella más, y con el pecado primero se hace escalón para
venir al segundo; y cuanto el alma en este género de mal se destruye más,
tanto parece que gusta más de destruirse: que es, de los daños que en ella el
pecado hace, si no el mayor, sin duda uno de los mayores y más lamentables.
Porque
por esta causa, como por los ojos se ve, de pecados pequeños nacen,
eslabonándose unos con otros, pecados gravísimos; y se endurecen y crían
callos, y hacen como incurables los corazones humanos en este mal del pecar,
añadiendo siempre a un pecado otro pecado, y a un pecado menor sucediéndole
otro mayor de continuo, por haber comenzado a pecar. Y vienen así,
continuamente pecando, a tener por hacedero y dulce y gentil lo que no sólo en
sí y en los ojos de los que bien juzgan es aborrecible y feísimo, sino lo que
esos mismos que lo hacen, cuando de principio entraron en el mal obrar, huyeran
el pensamiento de ello, no sólo el hecho, más que la muerte, como se ve por
infinitos ejemplos, de que así la vida común como la Historia está llena.
Mas
entre todos es claro y muy señalado ejemplo el del pueblo hebreo antiguo y
presente; el cual, por haber desde su primer principio comenzado a apartarse de
Dios, prosiguiendo después en esta su primera dureza, y casi por años
volviéndose a Él y tornándole luego a ofender, y amontonando a pecados,
mereció ser autor de la mayor ofensa que se hizo jamás, que fue la muerte de
Jesucristo. Y porque la culpa siempre ella misma se es pena, por haber llegado a
esta ofensa, fue causa en sí misma de un extremo de calamidad.
Porque,
dejando aparte el perdimiento del reino, y la ruina del templo, y el asolamiento
de su ciudad, y la gloria de la religión y verdadero culto de Dios traspasada a
las gentes; y dejados aparte los robos y males y muertes innumerables que
padecieron los judíos entonces, y el eterno cautiverio en que viven ahora en
estado vilísimo entre sus enemigos, hechos como un ejemplo común de la ira de
Dios; así que, dejando esto aparte, ¿puédese imaginar más desventurado
suceso, que habiéndoles prometido Dios que nacería el Mesías de su sangre y
linaje, y habiéndole ellos tan largamente esperado, y esperando en Él y por
Él la suma riqueza, y, en durísimos males y trabajos que padecieron,
habiéndose sustentado siempre con esta esperanza, cuando le tuvieron entre sí
no le querer conocer; y, cegándose, hacerse homicidas y destruidores de su
gloria y de su esperanza y de su sumo bien de ellos mismos?
A
mí, verdaderamente, cuando lo pienso, el corazón se me enternece en dolor. Y
si contamos bien toda la suma de este exceso tan grave, hallaremos que se vino a
hacer de otros excesos; y que del abrir la puerta al pecar y del entrarse
continuamente más adelante por ella, alejándose siempre de Dios, vinieron a
quedar ciegos en mitad de la luz. Porque tal se puede llamar la claridad que
hizo Cristo de sí, así por la grandeza de sus obras maravillosas como por el
testimonio de las Letras sagradas que le demuestran. Las cuales le demuestran
así claramente, que no pudiéramos creer que ningunos hombres eran tan ciegos,
si no supiéramos haber sido tan grandes pecadores primero. Y ciertamente, lo
uno y lo otro, esto es, la ceguedad y maldad de ellos y la severidad y rigor de
la justicia de Dios contra ellos, son cosas maravillosamente espantables.
Yo
siempre que las pienso me admiro; y trájomelas a la memoria ahora lo restante
de la plática de Marcelo que me queda por referir, y es ya tiempo que lo
refiera.
Descríbese
el soto donde se reanuda el sabroso platicar de los Nombres de Cristo
Porque
fue así, que los tres, después de haber comido, y habiendo tomado algún
pequeño reposo, ya que la fuerza del calor comenzaba a caer, saliendo de la
granja, y llegados al río que cerca de ella corría, en un barco,
conformándose con el parecer de Sabino, se pasaron al soto que se hacía en
medio de él, en una como isleta pequeña que apegada a la presa de unas aceñas
se descubría.
Era
el soto, aunque pequeño, espeso y muy apacible, y en aquella sazón estaba muy
lleno de hoja; y entre las ramas que la tierra de suyo criaba, tenía también
algunos árboles puestos por industria; y dividíale como en dos partes un no
pequeño arroyo que hacía el agua que por entre las piedras de la presa se
hurtaba del río, y corría casi toda junta.
Pues
entrados en él Marcelo y sus compañeros, y metidos en lo más espeso de él y
más guardado de los rayos de sol, junto a un álamo alto que estaba casi en el
medio, teniéndole a las espaldas, y delante los ojos la otra parte del soto, en
la sombra y sobre la yerba verde, y casi juntando al agua los pies, se sentaron.
Adonde diciendo entre sí del sol de aquel día, que aún se hacía sentir, y de
la frescura de aquel lugar, que era mucha, y alabando a Sabino su buen consejo,
Sabino dijo así:
-Mucho
me huelgo de haber acertado tan bien, y principalmente por vuestra causa,
Marcelo; que por satisfacer a mi deseo tomáis hoy tan grande trabajo, que,
según lo mucho que esta mañana dijisteis, temiendo vuestra salud, no quisiera
que ahora dijerais más, si no me asegurara, en parte, la calidad y frescura de
este lugar. Aunque quien suele leer en medio de los caniculares tres lecciones
en las escuelas muchos días arreo, bien podrá platicar entre estas ramas la
mañana y la tarde de un día, o, por mejor decir, no habrá maldad que no haga.
-Razón
tiene Sabino -respondió Marcelo, mirando hacia Juliano- que es género de
maldad ocuparse uno tanto y en tal tiempo en la escuela; y de aquí veréis
cuán malvada es la vida que así nos obliga. Así que bien podéis proseguir,
Sabino, sin miedo; que, demás de que este lugar es mejor que la cátedra, lo
que aquí tratamos ahora es sin comparación muy más dulce que lo que leemos
allí; y así, con ello mismo se alivia el trabajo.
Entonces
Sabino, desplegando el papel y prosiguiendo su lectura, dijo de esta manera:
De
cómo se llama Cristo Brazo de Dios, y a cuánto se extiende su fuerza
-Otro
nombre de Cristo es Brazo de Dios. Isaías, en el capítulo cincuenta y
tres: «¿Quién dará crédito a lo que hemos oído? Y su brazo, Dios,
¿a quién lo descubrirá?» Y en el capítulo cincuenta y dos: «Aparejó el
Señor su brazo santo ante los ojos de todas las gentes, y verán la
salud de nuestro Dios todos los términos de la tierra.» Y en el cántico de la
Virgen: «Hizo poderío en su brazo, y derramó los soberbios.» Y
abiertamente en el Salmo setenta, adonde en persona de la Iglesia, dice David:
«En la vejez mía, ni menos en mi senectud, no me desampares, Señor, hasta que
publique tu brazo a toda la generación que vendrá.» Y en otros muchos
lugares.
Cesó
aquí Sabino, y disponíase ya Marcelo para comenzar a decir; mas Juliano,
tomando la mano, dijo:
-No
sé yo, Marcelo, si los hebreos nos darán que Isaías, en el lugar que el papel
dice, hable de Cristo.
-No
lo darán ellos -respondió Marcelo-, porque están ciegos; pero dánoslo la
misma verdad. Y como hacen los malos enfermos, que huyen más de lo que les da
más salud, así éstos, perdidos en este lugar, el cual sólo bastaba para
traerlos a luz, derraman con más estudio las tinieblas de su error para
oscurecerle. Pero primero perderá su claridad este Sol; porque si no habla de
Cristo Isaías allí, pregunto, ¿de quién habla?
-Ya
sabéis lo que dicen -respondió Juliano.
-Ya
sé -dijo Marcelo- que lo declaran de sí mismos y de su pueblo en el estado de
ahora; pero ¿paréceos a vos que hay necesidad de razones para convencer un
desatino tan claro?
-Sin
duda clarísimo -respondió Juliano-, y, cuando no hubiera otra cosa, hace
evidencia de que no es así lo que dicen, ver que la persona de quien Isaías
habla allí, el mismo Isaías dice que es inocentísima y ajena de todo pecado,
y limpieza y satisfacción de los pecados de todos; y el pueblo hebreo que ahora
vive, por ciego y arrogante que sea, no se osará atribuir a sí esta inocencia
y limpieza. Y cuando osase él, la palabra de Dios le condena en Oseas cuando
dice que, en el fin y después de este largo cautiverio, en que ahora están,
los judíos se convertirán al Señor. Porque, si se convertirán a Dios
entonces, manifiesto es que ahora están apartados de Él, y fuera de su
servicio. Mas, aunque este pleito esté fuera de duda, todavía, si no me
engaño, os queda pleito con ellos en la declaración de este nombre, el cual
ellos también confiesan que es nombre de Cristo; y confiesan, como es verdad,
que ser brazo es ser fortaleza de Dios y victoria de sus enemigos. Mas
dicen que los enemigos que por el Mesías (como por su brazo y fortaleza) vence
y vencerá Dios, son los enemigos de su pueblo; esto es, los enemigos visibles
de los hebreos, y los que los han destruido y puesto en cautividad, como fueron
los caldeos y los griegos y los romanos, y las demás gentes sus enemigas, de
las cuales esperan verse vengados por mano del Mesías, que, engañados,
aguardan; y le llaman brazo de Dios por razón de esta victoria y
venganza.
-Así
lo sueñan -respondió Marcelo- y, pues habéis movido el pleito, comencemos por
él. Y como en la cultura del campo, primero arranca el labrador las yerbas
dañosas y después planta las buenas, así nosotros ahora desarraiguemos
primero ese error, para dejar después su campo libre y desembarazado a la
verdad.
Mas
decidme, Juliano: ¿prometió Dios alguna vez a su pueblo que les enviaría su
brazo y fortaleza para darles victoria de algún enemigo suyo y para ponerlos,
no sólo en libertad, sino también en mando y señorío glorioso? Y ¿díjoles
en alguna parte que había de ser su Mesías un fortísimo y belicosísimo
capitán, que vencería por fuerza de armas sus enemigos y extendería por todas
las tierras sus esclarecidas victorias, y sujetaría a su imperio las gentes?
-Sin
duda así se lo dijo y prometió -respondió Juliano.
-Y
¿prometióselo por ventura -siguió luego Marcelo- en un solo lugar o una vez
sola, y esa acaso y hablando de otro propósito?
-No,
sino en muchos lugares -respondió Juliano-, y de principal intento y con
palabras muy encarecidas y hermosas.
-¿Qué
palabras -añadió Marcelo- o qué lugares son esos? Referid algunos, si los
tenéis en la memoria.
-Largos
son de contar -dijo Juliano- y, aunque preguntáis lo que sabéis, y no sé para
qué fin, diré los que se me ofrecen:
David
en el Salmo, hablando propiamente con Cristo, le dice: «Ciñe tu espada sobre
tu muslo, poderosísimo, tu hermosura y tu gentileza. Sube en el caballo y reina
prósperamente por tu verdad y mansedumbre y por tu justicia. Tu derecha te
mostrará maravillas. Tus saetas agudas (los pueblos caerán a tus pies), en los
corazones de los enemigos del Rey.» Y en otro Salmo dice él mismo: «El Señor
reina; haga fiesta la tierra; alégrense las islas todas; nube y tiniebla en su
derredor, justicia y juicio en el trono de su asiento. Fuego va delante de Él,
que abrasará a todos sus enemigos.» E Isaías, en el capítulo once: «Y en
aquel día extenderá el Señor segunda vez su mano para poseer lo que de su
pueblo ha escapado de los Asirios y de los Egipcios y de las demás gentes; y
levantará su bandera entre las naciones, y allegará a los fugitivos de Israel
y los esparcidos de Judá de las cuatro partes del mundo; y los enemigos de
Judá perecerán, y volará contra los filisteos por la mar; cautivará a los
hijos de Oriente; Edón le servirá y Moab le será sujeto; y los hijos de
Amón, sus obedientes.»
Y
en el capítulo cuarenta y uno por otra manera: «Pondrá ante sí en huida a
las gentes, perseguirá los reyes; como polvo los hará su cuchillo; como
astilla arrojada su arco; perseguirlos ha y pasará en paz; no entrará ni polvo
en sus pies.» Y, poco después, Él mismo: «Yo, dice, te pondré como carro, y
como nueva trilladera con dentales de hierro, trillarás los montes y
desmenuzarlos has, y a los collados dejarás hechos polvo; ablentaráslos y
llevarlos ha el viento, y el torbellino los esparcerá.»
Y
cuando el mismo profeta introduce al Mesías, teñida la vestidura con sangre, y
a ojos que se maravillan de ello y le preguntan la causa, dice que Él les
responde: «Yo sólo he pisado un lagar; en mi ayuda no se halló gente;
pisélos en mi ira y pateélos en mi indignación; y su sangre salpicó mis
vestidos, y he ensuciado mis vestiduras todas.» Y en el capítulo cuarenta y
dos: «El Señor, como valiente, saldrá, y, como hombre de guerra, despertará
su coraje; guerreará y levantará alarido; y esforzarse ha sobre sus
enemigos.» Mas es nunca acabar.
Lo
mismo, aunque por diferentes maneras, dice en el capítulo sesenta y tres y
sesenta y seis; y Joel dice lo mismo en el capítulo último; y Amós, profeta,
también en el mismo capítulo; y en los capítulos cuatro y cinco y último lo
repite Miqueas. Y ¿qué profeta hay que no celebre, cantando, en diversos
lugares este capitán y victoria?
-Así
es verdad -dijo Marcelo-, mas también me decid: ¿los Asirios y los Babilonios
fueron hombres señalados en armas, y hubo reyes belicosos y victoriosos entre
ellos, y sujetaron a su imperio a todo, o a la mayor parte del mundo?
-Así
fue -respondió Juliano.
-Y
los Medos y Persas que vinieron después -añadió luego Marcelo-, ¿no menearon
también las armas asaz valerosamente y enseñorearon la tierra, y floreció
entre ellos el esclarecido Ciro y el poderosísimo Jerjes?
Concedió
Juliano que era verdad.
-Pues
no menos verdad es -dijo, prosiguiendo, Marcelo que las victorias de los griegos
sobraron a éstos; y que el no vencido Alejandro con la espada en la mano y como
un rayo, en brevísimo espacio, corrió todo el mundo, dejándole no menos
espantado de sí que vencido; y, muerto él, sabemos que el trono de sus
sucesores tuvo el cetro por largos años de toda Asia, y de mucha parte del
África y de Europa. Y, por la misma manera, los romanos, que le sucedieron en
el imperio y en la gloria de las armas, también vemos que, venciéndolo todo,
crecieron hasta hacer que la tierra y su señorío tuviesen un mismo término.
El cual señorío, aunque disminuido, y compuesto de partes (unas flacas y otras
muy fuertes, como lo vio Daniel en los pies de la estatua), hasta hoy día
persevera por tantas vueltas de siglos. Y ya que callemos los príncipes
guerreadores y victoriosos que florecieron en él, en los tiempos más vecinos
al nuestro, notorios son los Scipiones, los Marcelos, los Marios, los Pompeyos,
los Césares de los siglos antepasados, a cuyo valor y esfuerzo y felicidad fue
muy pequeña la redondez de la tierra.
-Espero
-dijo Juliano- dónde vais a parar.
-Presto
lo veréis -dijo Marcelo-, pero decidme: esta grandeza de victorias e imperio
que he dicho, ¿diósela Dios a los que he dicho, o ellos por sí y por sus
fuerzas puras, sin orden ni ayuda de Él, la alcanzaron?
-Fuera
está eso de toda duda -respondió Juliano- acerca de los que conocen y
confiesan la Providencia de Dios. Y en la Sabiduría dice Él mismo de sí
mismo: «Por Mí reinan los príncipes.»
-Decís
la verdad -dijo Marcelo-, mas todavía os pregunto si conocían y adoraban a
Dios aquellas gentes.
-No
le conocían -dijo Juliano- ni le adoraban.
-Decidme
más -prosiguió diciendo Marcelo-: antes que Dios les hiciese esta merced,
¿prometió de hacérsela, o vendióles muchas palabras acerca de ello, o
envióles muchos mensajeros, encareciéndoles la promesa por largos días y por
diversas maneras?
-Ninguna
de esas cosas hizo Dios con ellos -respondió Juliano-, y si de alguna de estas
cosas, antes que fuesen, se hace mención en las Letras sagradas, como a la
verdad se hace de algunas, hácese de paso y como de camino, y a fin de otro
propósito.
-Pues
¿en qué juicio de hombres cabe o pudo caber -añadió Marcelo encontinente-
pensar que lo que daba Dios y cada día lo da a gentes ajenas de sí y que viven
sin ley, bárbaras y fieras y llenas de infidelidad y de vicios feísimos (digo
el mando terreno y la victoria en la guerra, y la gloria y la nobleza del
triunfo sobre todos o casi todos los hombres); pues quién pudo persuadirse que
lo que da Dios a éstos, que son como sus esclavos, y que se lo da sin
prometérselo y sin vendérselo con encarecimientos, y como si no les diese nada
o les diese cosas de breve y de poco momento (como a la verdad lo son todas
ellas en sí), eso mismo o su semejante a su pueblo escogido, y al que sólo
(adorando ídolos todas las otras gentes), le conocía y servía, para dárselo,
si se lo quería dar como los ciegos pensaron, se lo prometía tan
encarecidamente y tan de atrás, enviándole casi cada siglo nueva promesa de
ello por sus profetas, y se lo vendía tan caro y hacía tanto esperar, que el
día de hoy, que es más de tres mil años después de la primera promesa, aún
no está cumplido, ni vendrá a cumplimiento jamás, porque no es eso lo que
Dios prometía?
Gran
donaire, o por mejor decir, ceguera lastimera es creer que los encarecimientos y
amores de Dios habían de parar en armas y en banderas y en el estruendo de los
tambores, y en castillos cercados y en muros batidos por tierra, y en el
cuchillo, y en la sangre, y en el asalto y cautiverio de mil inocentes. ¡Y
creer que el brazo de Dios, extendido y cercado de fortaleza invencible, que
Dios promete en sus Letras, y de quien Él tanto en ellas se precia, era un
descendiente de David, capitán esforzado, que rodeado de hierro y esgrimiendo
la espada, y llevando consigo innumerables soldados, había de meter a cuchillo
las gentes, y desplegar por todas las tierras sus victoriosas banderas!
Mesías
fue de esa manera Ciro y Nabucodonosor y Artajerjes; o ¿qué le faltó para
serlo? Mesías fue, si ser Mesías es eso, César el dictador y el grande
Pompeyo; y Alejandro en esa manera fue, más que todos, Mesías. ¿Tan grande
valentía es dar muerte a los mortales y derrocar los alcázares, que ellos de
suyo se caen, que lo sea a Dios o conveniente o glorioso hacer para ello brazo
tan fuerte, que por este hecho le llame su fortaleza? ¡Oh! Cómo es verdad
aquello que en persona de Dios les dijo Isaías: «Cuanto se encumbra el cielo
sobre la tierra, tanto mis pensamientos se diferencian y levantan sobre los
vuestros.» Que son palabras que se me vienen luego a los ojos todas las veces
que en este desatino pongo atención.
Otros
vencimientos, gente ciega y miserable, y otros triunfos y libertad, y otros
señoríos mayores y mejores son los que Dios os promete. Otro es su brazo
y otra su fortaleza, muy diferente y muy más aventajada de lo que pensáis.
Vosotros esperáis tierra que se consume y perece; y la escritura de Dios es
promesa del cielo. Vosotros amáis y pedís libertad del cuerpo, y en vida
abundante y pacífica, con la cual libertad se compadece servir el alma al
pecado y al vicio; y de estos males, que son mortales, os prometía Dios
libertad. Vosotros esperabais ser señores de otros; Dios no prometía sino
haceros señores de vosotros mismos. Vosotros os tenéis por satisfechos con un
sucesor de David, que os reduzca a vuestra primera tierra y os mantenga en
justicia, y defienda y ampare de vuestros contrarios; mas Dios, que es sin
comparación muy más liberal y más largo, os prometía, no hijo de David
sólo, sino Hijo suyo y de David Hijo también, que, enriquecido de todo el bien
que Dios tiene, os sacase el poder del demonio y de las manos de la muerte sin
fin, y que os sujetase debajo de vuestros pies todo lo que de veras os daña, y
os llevase santos, inmortales, gloriosos a la tierra de vida y de paz, que nunca
fallece. Estos son bienes dignos de Dios; y semejantes dádivas, y no otras,
hinchen el encarecimiento y muchedumbre de aquellas promesas.
Y
a la verdad, Juliano, entre los demás inconvenientes que tiene este error, es
uno grandísimo que, los que se persuaden de él, forzosamente juzgan de Dios
muy baja y vilmente. No tiene Dios tan angosto corazón como los hombres
tenemos; y estos bienes y gloria terrena que nosotros estimamos en tanto, aunque
es Él sólo el que los distribuye y reparte, pero conoce que son bienes caducos
y que están fuera del hombre, y que no solamente no le hacen bueno, mas muchas
veces le empeoran y dañan. Y así, ni hace alarde de estos bienes Dios, ni se
precia del repartimiento de ellos, y las más veces los envía a quien no los
merece, por los fines que Él se sabe; y a los que tiene por desechados de sí,
y que son delante de sus ojos como viles cautivos y esclavos, a ésos les da
este breve consuelo; y al revés, con sus escogidos y con los que como a hijos
ama, en éstos comúnmente es escaso, porque sabe nuestra flaqueza y la
facilidad con que nuestro corazón se derrama en el amor de estas prendas
exteriores teniéndolas; y sabe que, casi siempre, o cortan o enflaquecen los
nervios de la virtud verdadera.
Mas
dirán: Esperamos lo que las sagradas Letras nos dicen, y con lo que Dios
promete nos contentamos, y eso tenemos por mucho. Leemos capitán, oímos
guerras y caballos y saetas y espadas, vemos victorias
y triunfos, prométennos libertad y venganza, dícennos que
nuestra ciudad y nuestro templo será reparado, que las gentes nos
servirán y que seremos señores de todos. Lo que oímos, eso
esperamos; y con la esperanza de ello vivimos contentos.
Siempre
fue flaca defensa asirse a la letra, cuando la razón evidente descubre el
verdadero sentido; mas, aunque flaca, tuviera aquí y en este propósito algún
color, si las mismas divinas Letras no descubrieran en otros lugares su
verdadera intención. ¿Por qué, pues, Isaías, cuando habla sin rodeos y sin
figuras de Cristo, le pinta en persona de Dios de esta manera: «Veis, dice, a
mi siervo en quien descanso, aquel en quien se contenta y satisface mi alma;
puse sobre Él mi espíritu, Él hará justicia a las gentes; no voceará ni
será aceptador de personas, ni será oída en las plazas su voz; la caña
quebrantada no quebrará, y la estopa que humea no la apagará, no será áspero
ni bullicioso»? Manifiestamente se muestra que este brazo y fortaleza de
Dios, que es Jesucristo, no es fortaleza militar ni coraje de soldado; y que los
hechos hazañosos de un Cordero tan humilde y tan manso, como es el que en este
lugar Isaías pinta, no son hechos de esta guerra que vemos, adonde la soberbia
se enseñorea, y la crueldad se despierta, y el bullicio y la cólera y la rabia
y el furor menean las manos. No tendrá, dice, cólera para hacer mal ni a una
caña quebrada. ¡Y antójasele al error vano de estos mezquinos, que tiene de
trastornar el mundo con guerras!
Y
no es menos claro lo que el mismo profeta dice en otro capítulo: «Herirá la
tierra con la vara de su boca, y con el aliento de sus labios quitará la vida
al malvado.» Porque, si las armas con que hiere la tierra y con que quita la
vida al malo son vivas y ardientes palabras, claro es que su obra de este brazo
no es pelear con armas carnales contra los cuerpos, sino contra los vicios con
armas de espíritu.
Y
así, conforme a esto, le arma de punta en blanco con todas sus piezas en otro
lugar, diciendo: «Vistióse por loriga justicia, y salud por yelmo de su
cabeza; vistióse por vestiduras venganza, y el celo le cubijó como capa.» Por
manera que las saetas que antes decía, que, enviadas con el vigor del brazo
traspasan los cuerpos, son palabras agudas y enherboladas con gracia, que pasan
el corazón de claro en claro. Y su espada famosa no se templó con acero en las
fraguas de Vulcano para derramar la sangre cortando; ni es hierro visible, sino
rayo de virtud invisible que pone a cuchillo todo lo que en nuestras almas es
enemigo de Dios. Y sus lorigas y sus petos y sus arneses por el consiguiente,
son virtudes heroicas del cielo, en quien todos los golpes enemigos se embotan.
Piden a Dios la palabra, y no despiertan la vista para conocer la palabra que
Dios les dio.
¿Cómo
piden cosas de esta vida mortal, y que cada día las vemos en otros, y que
comprendemos lo que valen y son, pues dice Dios por su profeta que el bien de su
promesa y la calidad y grandeza de ella, ni el ojo la vio ni llegó jamás a los
oídos, ni cayó nunca en el pensamiento del hombre? Vencer unas gentes a otras,
bien sabemos qué es; el valor de las armas cada día lo vemos; no hay cosa que
más se entienda ni más desee la carne que las riquezas y que el señorío. No
promete Dios esto, pues lo que promete excede a todo nuestro deseo y sentido.
Hacerse Dios hombre, eso no lo alcanza la carne; morir Dios en la humanidad que
tomó, para dar vida a los suyos, eso vence el sentido; muriendo un hombre, al
demonio, que tiranizaba los hombres, hacerlo sujeto y esclavo de ellos, ¿quién
nunca lo oyó? Los que servían al infierno, convertirlos en ciudadanos del
cielo y en hijos de Dios; y finalmente, hermosear con justicia las almas,
desarraigando de ellas mil malos siniestros, y, hechas todas luz y justicia, a
ellas y a los cuerpos vestirlos de gloria y de inmortalidad, ¿en qué deseo
cupo jamás, por más que alargase la rienda al deseo?
Mas
¿en qué me detengo? El mismo profeta, ¿no pone abiertamente, y sin ningún
rodeo ni velo, el oficio de Cristo, y su valentía y la calidad de sus guerras,
en el capítulo sesenta y uno del profeta Isaías, adonde introduce a Cristo,
que dice: «El espíritu del Señor está sobre Mí, a dar buena nueva a los
mansos me envió?.» ¿No veis lo que dice? ¿Qué? Buena nueva a los mansos, no
asalto a los muros. Más: «A curar los de corazón quebrantado.» ¡Y dice el
error que a pasar por los filos de su espada a las gentes! «A predicar a los
cautivos perdón.» A predicar; que no a guerrear. No a dar rienda a la saña,
sino a publicar su indulgencia, y predicar el año en que se aplaca el Señor, y
el día en que, como si se viese vengado, queda mansa su ira. A consolar a los
que lloran, y a dar fortaleza a los que se lamentan. A darles guirnalda en lugar
de la ceniza, y unción de gozo en lugar del duelo, y manto de loor en vez de la
tristeza de espíritu.
Y
para que no quedase duda ninguna, concluye: «Y serán llamados fuertes en
justicia.» ¿Dónde están ahora los que, engañándose a sí mismos, se
prometen fortaleza de armas, prometiendo declaradamente Dios fortaleza de virtud
y de justicia?
Aquí
Juliano, mirando alegremente a Marcelo:
-Paréceme
-dijo-, Marcelo, que os he metido en calor, y bastaba el del día. Mas no me
pesa de la ocasión que os he dado, porque me satisface mucho lo que habéis
dicho; y porque no quede nada por decir, quiéroos también preguntar: ¿qué es
la causa por donde Dios, ya que hacía promesa de este tan grande bien a su
pueblo, se la encubrió debajo de palabras y bienes carnales y visibles,
sabiendo que para ojos tan flacos como los de aquel pueblo era velo que los
podía cegar; y sabiendo que para corazones tan aficionados al bien de la carne,
como son los de aquéllos, era cebo que los había de engañar y enredar?
-No
era cebo ni velo -respondió al punto Marcelo, pues juntamente con ello estaba
luego la voz y la mano de Dios, que alzaba el velo y avisaba del cebo,
descubriendo por mil maneras lo cierto de su promesa. Ellos mismos se cegaron y
se enredaron de su voluntad.
-Por
ventura yo no me he declarado -dijo entonces Juliano-, porque eso mismo es lo
que pregunto. Que pues Dios sabía que se habían de cegar tomando de aquel
lenguaje ocasión, ¿por qué no cortó la ocasión del todo? Y pues les
descubría su voluntad y determinación, y se la descubría para que la
entendiesen, ¿por qué no se la descubrió sin dejar escondrijo donde se
pudiese encubrir el error? Porque no diréis que no quiso ser entendido, porque,
si eso quisiera, callara; ni menos que no pudo darse a entender.
-Los
secretos de Dios -respondió Marcelo encogiéndose en sí- son abismos
profundos; por donde en ellos es ligero el dificultar, y el penetrar muy
dificultoso. Y el ánimo fiel y cristiano más se ha de mostrar sabio en conocer
que sería poco el saber de Dios si lo comprendiese nuestro saber, que ingenioso
en remontar dificultades sobre lo que Dios hace y ordena. Y como sea esto así
en todos los hechos de Dios, en este particular que toca a la ceguedad de aquel
pueblo, el mismo San Pablo se encoge y parece que se retira; y aunque caminaba
con el soplo del Espíritu Santo, coge las velas del entendimiento y las inclina
diciendo: «¡Oh honduras de las riquezas y sabiduría y conocimiento de Dios,
cuán no penetrables son sus juicios y cuán dificultosos de rastrear sus
caminos!» Mas, por mucho que se esconda la verdad, como es luz, siempre echa
algunos rayos de sí que dan bastante lumbre al alma humilde.
Y
así digo ahora que, no porque algunos toman ocasión de pecar, conviene a la
sabiduría de Dios mudar (o en el lenguaje con que nos habla, o en el orden con
que nos gobierna, o en la disposición de las cosas que cría), lo que es en sí
conveniente y bueno para la naturaleza en común. Bien sabéis que unos salen a
hacer mal con la luz y que a otros la noche con sus tinieblas los convida a
pecar; porque, ni el corsario correría a la presa si el sol no amaneciese, ni
si no se pusiese, el adúltero macularía el lecho de su vecino. El mismo
entendimiento y agudeza de ingenio de que Dios nos dotó, si atendemos a los
muchos que usan mal de él, no nos lo diera, y dejara al hombre no hombre.
¿No
dice San Pablo de la doctrina del Evangelio, que a unos es olor de vida para que
vivan, y a otros de muerte para que mueran? ¿Qué fuera el mundo si, porque no
se acrescentara la culpa de algunos, quedáramos todos en culpa? Esta manera de
hablar, Juliano, adonde, con semejanzas y figuras de cosas que conocemos y vemos
y amamos, nos da Dios noticia de sus bienes, y nos lo promete para la calidad y
gusto de nuestro ingenio y condición, es muy útil y muy conveniente. Lo uno,
porque todo nuestro conocimiento, así como comienza de los sentidos, así no
conoce bien lo espiritual, sino es por semejanza de lo sensible que conoce
primero. Lo otro, porque la semejanza que hay de lo uno a lo otro, advertida y
conocida, aviva el gusto de nuestro entendimiento naturalmente, que es inclinado
a cotejar unas cosas con otras, discurriendo por ellas; y así, cuando descubre
alguna gran consonancia de propiedades entre cosas que son en naturaleza
diversas, alégrase mucho y como saboréase en ello e imprímelo con más
firmeza en las mentes. Y lo tercero, porque, de las cosas que sentimos, sabemos
por experiencia lo gustoso y agradable que tienen; mas de las cosas del cielo no
sabemos cuál sea ni cuánto su sabor y dulzura.
Pues
para que cobremos afición y concibamos deseo de lo que nunca hemos gustado,
preséntanoslo Dios debajo de lo que gustamos y amamos, para que, entendiendo
que es aquello más y mejor que lo conocido, amemos en lo no conocido el deleite
y contento que ya conocemos. Y como Dios se hizo hombre dulcísimo y
amorosísimo, para que lo que no entendíamos de la dulzura y amor de su natural
condición, que no veíamos, lo experimentásemos en el hombre que vemos, y de
quien se vistió para comenzar allí a encender nuestra voluntad en su amor,
así en el lenguaje de sus Escrituras nos habla como hombre a otros hombres, y
nos dice sus bienes espirituales y altos, con palabras y figuras de cosas
corporales que les son semejantes; y, para que los amemos, los enmiela con esta
miel nuestra, digo, con lo que Él sabe que tenemos por miel.
Y
si en todos es esto, en la gente de aquel pueblo de quien hablamos tiene más
fuerza y razón por su natural y no creíble flaqueza, y, como divinamente dijo
San Pablo por su infinita niñez. La cual demandaba que, como el ayo al muchacho
pequeño le induce con golosinas a que aprenda el saber, así Dios a aquellos
los levantase a la creencia y al deseo del cielo, ofreciéndoles y
prometiéndoles, al parecer, bienes de la tierra.
Porque
si en acabando de ver el infinito poder de Dios, y la grandeza de su amor para
con ellos en las plagas de Egipto, y en el mar Bermejo dividido por medio; y si
teniendo casi presente en los ojos el fuego y la nube del Siná, y el habla
misma de Dios que les decía la ley sonando en sus oídos entonces; y si
teniendo en la boca el maná que Dios les llovía; y si mirando ante sí la nube
que los guiaba de día y les lucía de noche, venidos a la entrada de la tierra
de Canaán, adonde Dios los llevaba, en oyendo que la moraban hombres valientes,
temieron y desconfiaron, y volvieron atrás, llorando fea y vilmente; y no
creyeron que, quien pudo romper el mar en sus ojos, podría derrocar unos muros
de tierra; y ni la riqueza y abundancia de la tierra que veían y amaban, ni la
experiencia de la fortaleza de Dios los pudo mover adelante; si luego y de
primera instancia, y por sus palabras sencillas y claras, les prometiera Dios la
encarnación de su Hijo y lo espiritual de sus bienes, y lo que ni sentían ni
podían sentir, ni se les podía dar luego, sino en otra vida y después de
haber dado largas vueltas los siglos; ¿cuándo, me decid, o cómo, o en qué
manera, aquellos o lo creyeran o lo estimaran? Sin duda fuera cosa sin fruto.
Y
así, todo lo grande y apartado de nuestra vida que Dios les promete, se lo pone
tratable y deseable, saboreándoselo de esta manera que he dicho. Y
particularmente en este misterio y promesa de Cristo, para asentársela en la
memoria y en la afición, se la ofrece en los Libros divinos casi siempre
vestida con una de dos figuras. Porque lo que toca a la gracia que desciende de
Cristo en las almas, y a lo que en ella fructifica esta gracia, díceselo debajo
de semejanzas tomadas de la cultura del campo y de la naturaleza de él. Y, como
vimos esta mañana, para figurar este negocio hace sus cielos y tierra, y sus
nubes y lluvia, y sus montes y valles, y nombra trigo, y vides, y olivas, con
grande propiedad y hermosura. Mas lo que pertenece a lo que antes de esto hizo
Cristo, venciendo al demonio en la cruz, y despojando el infierno y triunfando
de él y de la muerte, y subiéndose al cielo para juntar después a sí mismo
todo su cuerpo, represéntaselo con nombres de guerras y victorias visibles, y
alza luego la bandera y suena la trompa y relumbra la espada; y píntalo a las
veces con tanta demostración, que casi se oye el ruido de las armas y el
alarido de los que huyen; y la victoria alegre de los que vencen casi se ve.
Y
demás de esto (si va a decir lo que siento), la dureza, Juliano, de aquella
gente, y la poca confianza que siempre tuvieron en Dios, y los pecados grandes
contra Él que de ella nacieron en aquel pueblo luego en su primer principio, y
se fueron después siempre con él continuando y creciendo (feos, ingratos,
enormes pecados), dieron a Dios causa justísima para que tuviese por bueno el
hablarles así figurada y revueltamente.
Porque
de la manera que en la luz de la profecía da Dios mayor o menor luz, según la
disposición y capacidad y calidad del profeta, y una misma verdad a unos se la
descubre por sueños y a otros despiertos, pero por imágenes corporales y
oscuras que se le figuran en la fantasía, y a otros por palabras puras y
sencillas; y como un mismo rostro, en muchos espejos más y menos claros y
verdaderos, se muestra por diferente manera; así Dios, esta verdad de su Hijo,
y la historia y calidad de sus hechos, conforme a los pecados y mala
disposición de aquella gente, así se la dijo algo encubierta y oscura. Y quiso
hablarles así, porque entendió que, para los que entre ellos eran y habían de
ser buenos y fieles, aquello bastaba; y que a los otros contumaces perdidos no
se les debía más luz.
Por
manera que vio que a los unos aquella medianamente encubierta verdad les
serviría de honesto ejercicio buscándola, y de santo deleite hallándola, y
que eso mismo sería tropiezo y lazo para los otros, pero merecido tropiezo por
sus muchos y graves pecados. Por los cuales, caminando sin rienda y
aventajándose siempre a sí mismo, como por grados que ellos perdidamente se
edificaron, llegaron a merecer este mal que fue el sumo de todos: que teniendo
delante de los ojos su vida, abrazasen la muerte; y que aborreciesen a su único
suspiro y deseo cuando le tuvieron presente; o, por mejor decir, que viéndole
no le viesen, ni le oyesen oyéndole, y que palpasen en las tinieblas estando
rodeados de luz; y merecieron, pecando, pecar más, y llegar a cegarse hasta
poner las manos en Cristo, y darle muerte, y negarle y blasfemar de Él, que fue
llegar al fin del pecado.
¿Levántoselo
ahora yo, o no se lo dijo por Isaías Dios mucho antes? «Cegaré el corazón de
este pueblo y ensordecerles he los oídos, para que viendo no vean, y oyendo no
entiendan, y no se conviertan a Mí ni los sane Yo.» Y que sirviese para esta
ceguedad y sordez el hablarles Dios en figuras y en parábolas, manifiéstalo
Cristo, diciendo: «A vosotros es dado conocer el misterio del reino; pero a los
demás en parábolas, para que viéndolo no lo vean, y oyéndolo no lo oigan.»
Mas
pues éstos son ciegos y sordos, y porfían en serlo, dejémoslos en su ceguedad
y pasemos a declarar la fuerza de este brazo invencible. Y diciendo esto
Marcelo, y mirando hacia Sabino, añadió:
-Si
a Sabino no le parece que queda alguna otra cosa por declarar.
Y
dijo esto Marcelo porque Sabino, en cuanto él hablaba, ya por dos veces había
hecho significación de quererle preguntar algo, inclinándose a él con el
cuerpo y enderezando el rostro y los ojos en él.
Mas
Sabino le respondió:
-Cosa
era lo que se me ofrecía de poca importancia, y ya me parecía dejarla; mas,
pues me convidáis a que la diga, decidme, Marcelo: si fue pena de sus pecados
en los judíos el hablarles Dios por figuras, y se cegaron en el entendimiento
de ellas por ser pecadores; y si, por haberse cegado, desconocieron y trajeron a
Jesucristo a la muerte, ¿podréisme por ventura mostrar en ellos algún pecado
primero tan malo y tan grande que mereciese ser causa de este último y
gravísimo pecado que hicieron después?
-Excusado
es buscar uno -respondió Marcelo- adonde hubo tan enormes pecados y tantos.
Mas, aunque esto es así, no carece de razón vuestra pregunta, Sabino; porque,
si atendemos bien a lo que por Moisés está escrito, podremos decir que en el
pecado de la adoración del becerro merecieron (como en culpa principal) que,
permitiéndolo Dios, desconociesen y negasen a Cristo después. Y podremos decir
que de aquella fuente manó esta mala corriente, que, creciendo con otras
avenidas menores, vino a ser un abismo de mal.
Porque
si alguno quisiere pesar, con peso justo y fiel, todas las cualidades de mal que
en aquel pecado juntas concurren, conocerá luego que fue justamente merecedor
de un castigo tan señalado como es la ceguedad en que están, no conociendo a
Jesús por Mesías, y como son los males y miserias en que han incurrido por
causa de ella.
No
quiero decir ahora que los había Dios sacado de la servidumbre de Egipto, y que
les había abierto con nueva maravilla el mar, y que la memoria de estos
beneficios la tenían reciente; lo que digo para verdadero conocimiento de su
grave maldad es esto: que en este tiempo y punto volvieron las espaldas a Dios
cuando le tenían delante de los ojos presente encima de la cumbre del monte,
cuando ellos estaban alojados a la falda del Siná, cuando veían la nube y el
fuego, testigos manifiestos de su presencia; cuando sabían que Moisés estaba
hablando con Él; cuando acababan de recibir la ley, la cual ellos comenzaron a
oír de su misma boca de Dios, y, movidos de un temor religioso, no se tuvieron
por dignos para oírla del todo, y pidieron que Moisés por todos la oyese.
Así
que, viendo a Dios, se olvidaron de Dios; y mirándole, le negaron; y,
teniéndole en los ojos, le borraron de la memoria.
Mas
¿por qué le borraron? No se puede decir más breve ni más encarecidamente que
la Escritura lo dice: ¡Por un becerro que comía heno! Y aun no por becerro
vivo que comía, sino por imagen de becerro que parecía comer, hecha por sus
mismas manos en aquel punto. A aquél los desatinados dijeron: Éste, éste
es tu Dios, Israel, el que te sacó de la servidumbre de Egipto.
¿Qué
flaqueza, pregunto, o qué desamor habían hallado en Dios hasta entonces? O
¿qué mayor fortaleza esperaban de un poco de oro mal figurado? O ¿qué
palabras encarecen debidamente tan grande ceguedad y maldad? Pues los que tan de
balde y tan por su sola malicia y liviandad increíble se cegaron allí,
justísimo fue, y Dios derechamente lo permitió, que se cegasen aquí en el
conocimiento de su único bien.
Y
porque no parezca que lo adivinamos ahora nosotros, Moisés en su cántico y en
persona de Dios, y hablando de este mismo becerro de que hablamos, tan mal
adorado, se lo profetiza y dice de esta manera: «Estos me provocaron a Mí en
lo que no era Dios; pues Yo los provocaré a ellos, conviene a saber, a envidia
y dolor, llamando a mi gracia y a la rica posesión de mis bienes a una gente
vil, y que en su estima de ellos no es gente.» Como diciéndoles que, por
cuanto ellos le habían dejado por adorar un metal, Él los dejaría a ellos y
abrazaría a la gentilidad, gente muy pecadora y muy despreciada. Porque sabida
cosa es, así como lo enseña San Pablo, que el haber desconocido a Cristo aquel
pueblo fue el medio por donde se hizo este trueque y traspaso, en que él quedó
desechado y despojado de la Religión verdadera, y se pasó la posesión de ella
a las gentes.
Mas
traigamos a la memoria y pongamos delante de ella lo que entonces pasó y lo que
por orden de Dios hizo Moisés; que el mismo hecho será pintura viva y
testimonio expreso de esto que digo. ¿No dice la Escritura en aquel lugar que,
abajando Moisés del monte, habiendo visto y conocido el mal recaudo del pueblo,
quebró, dando en el suelo con ellas, las tablas de la ley que traía en las
manos y que el tabernáculo adonde descendía Dios y hablaba con Moisés le
sacó Moisés luego del real y de entre las tiendas de los hebreos, y lo asentó
en otro lugar muy apartado de aquél? Pues ¿qué fue esto sino decir y
profetizar figuradamente lo que, en castigo y pena de aquel exceso, había de
suceder a los judíos después? Que el tabernáculo donde mora perpetuamente
Dios, que es la naturaleza humana de Jesucristo, que había nacido de ellos y
estaba residiendo entre ellos, se había de alejar, por su desconocimiento, de
entre los mismos, y que la ley que les había dado, y que ellos con tanto
cuidado guardan ahora, les había de ser, como es, cosa perdida y sin fruto, y
que habían de mirar, como ven ahora, sin menearse de sus lugares y errores, las
espaldas de Moisés, esto es, la sombra y la corteza de su Escritura. La cual,
siendo de ellos, no vive con ellos, antes los deja y se pasa a otra parte
delante de sus ojos, y mirándolo con grave dolor. Así que por sus pecados
todos, y, entre todos, por este del becerro que digo, fueron merecedores de que
ni Dios les hablase a la clara, ni ellos tuviesen vista para entender lo que se
les hablaba.
Mas,
pues hemos dicho acerca de esto todo lo que convenía decir, digamos ya la
calidad de este brazo, y aquello a que se extiende su fuerza.
Y
como se callase Marcelo aquí un poco, tornó luego a decir:
-De
Lactancio Firmiano se escribe, como sabéis, que tuvo más vigor escribiendo
contra los errores gentiles que eficacia confirmando nuestras verdades, y que
convenció mejor el error ajeno que probó su propósito. Mas yo, aunque no le
conviene a ninguno prometer nada de sí, confiado de la naturaleza de las mismas
cosas, oso esperar que si acertare a decir con palabras sencillas las hazañas
que hizo Dios por medio de Cristo, y las obras de fortaleza; por cuya causa se
llama su brazo, que por Él acabó, ello mismo hará prueba de sí tan eficaz,
que sin otro argumento se esforzará a sí mismo y se demostrará que es
verdadero, y convencerá de falso a lo contrario. Y para que yo pueda ahora,
refiriendo estas obras, mostrar la fuerza de ellas mejor, antes que las refiera,
me conviene presuponer que a Dios, que es infinitamente fuerte y poderoso, y que
para el hacer le basta sólo el querer, ninguna cosa que hiciese le sería
contada a gran valentía, si la hiciese usando de su poder absoluto y de la
ventaja que hace a todas las demás cosas en fuerzas.
Por
donde lo grande y lo que más espanto nos pone, y lo que más nos demuestra lo
inmenso de su no comprensible poder y saber, es cuando hace sus cosas sin
parecer que las hace, y cuando trae a debido fin lo que ordena, sin romper
alguna ley ordenada y sin hacer violencia; y cuando sin poner Él en ello, a lo
que parece, su particular cuidado o sus manos, ello de sí mismo se hace; antes
con las manos mismas y con los hechos de los que lo desean impedir y se trabajan
en impedirlo, no sabréis cómo ni de qué manera viene ello casi de suyo a
hacerse. Y es propia manera ésta de la fortaleza a quien la prudencia
acompaña. Y en la prudencia, lo más fino de ella y en lo que más se señala,
es el dar orden cómo se venga a fines extremados y altos y dificultosos por
medios comunes y llanos, sin que en ellos se turbe en los demás el buen orden.
Y Dios se precia de hacerlo así siempre, porque es en lo que más se descubre y
resplandece su mucho saber. Y entre los hombres, los que gobernaron bien,
siempre procuraron, cuanto pudieron, avecinar a esta imagen de gobierno sus
ordenanzas. La cual imagen apenas la imitan ni conocen los que el día de hoy
gobiernan. Y con otras muchas cosas divinas, de las cuales ahora tenemos
solamente la sombra, también se ha perdido la fineza de esta virtud en los que
nos rigen, que, atentos muchas veces a un fin particular que pretenden, usan de
medios y ponen leyes que estorban otros fines mayores, y hacen violencia a la
buena gobernación en cien cosas, por salir con una cosa sola que les agrada.
Y
aun están algunos tan ciegos en esto, que entonces presumen de sí, cuando con
leyes, que cada una de ellas quebranta otras leyes mejores, estrechan el negocio
de tal manera, que reducen a lance forzoso lo que pretenden. Y cuando suben,
como dicen, el agua por una torre, entonces se tienen por la misma prudencia y
por el dechado de toda la buena gobernación, como, si sirviera para nuestro
propósito, lo pudiera yo ahora mostrar por muchos ejemplos.
Pues
quedando esto así, para conocer claramente las grandezas que hizo Dios por este
brazo suyo, convendrá poner delante los ojos la dificultad y la muchedumbre de
las cosas que convenía y era necesario que fuesen hechas por Dios para la salud
de los hombres. Porque, conocido lo mucho y lo dificultoso que se había de
hacer, y la contrariedad que ello entre sí mismo tenía, y conocido cómo las
unas partes de ello impedían la ejecución de las otras, y vista la forma y
facilidad, y, si conviene decirlo así, la destreza con que Dios por Cristo
proveyó a todo y lo hizo como de un golpe, quedará manifiesta la grandeza del
poder de Dios y la razón justísima que tiene para llamar a Cristo brazo suyo y
valentía suya.
Decíamos,
pues, hoy, que Lucifer, enamorado vanamente de sí, apeteció para sí lo que
Dios ordenaba para honra del hombre en Jesucristo. Y decíamos que saliendo de
la obediencia y de la gracia de Dios por esta soberbia, y cayendo de felicidad
en miseria, concibió enojo contra Dios y mortal envidia contra los hombres. Y
decíamos que, movido y aguzado de estas pasiones, procuró poner todas sus
mañas e ingenio en que el hombre, quebrantando la ley de Dios, se apartase de
Dios; para que, apartado de Él, ni el hombre viniese a la felicidad que se le
aparejaba, ni Dios trajese a fin próspero su determinación y consejo. Y que
así persuadió al hombre que traspasase el mandamiento de Dios, y que el hombre
lo traspasó; y que, hecho esto, el demonio se tuvo por vencedor, porque sabía
que Dios no podía no cumplir su palabra, y que su palabra era que muriese el
hombre el día que traspasase su ley.
Pues
digo ahora (añadiendo sobre esto lo que para esto de que vamos hablando
conviene) que, destruido el hombre, y puesto por esta manera en desorden y en
confusión el consejo de Dios, y quedando contento de sí y de su buen suceso el
demonio, pertenecía al honor y a la grandeza de Dios que volviese por sí y que
pusiese en todo conveniente remedio; y ofrecíase juntamente grande muchedumbre
de cosas diferentes y casi contrarias entre sí, que pedían remedio.
Porque,
lo primero, el hombre había de ser castigado y había de morir, porque de otra
manera no cumplía Dios ni con su palabra ni con su justicia. Lo segundo, para
que no careciese de efecto el consejo primero, había de vivir el hombre y
había de ser remediado. Lo tercero, convenía también que Lucifer fuese
tratado conforme a lo que merecía su hecho y osadía, en la cual había mucho
que considerar: porque, lo uno, fue soberbio contra Dios; lo otro, fue envidioso
del hombre. Y en lo que con el hombre hizo, no sólo pretendió apartarle de
Dios, sino sujetarle a su tiranía, haciéndose él señor y cabeza por razón
del pecado. Y demás de esto, procedió en ello con maña y engaño, y quiso,
como en cierta manera, competir con Dios en sabiduría y consejo, y procuró
como atarle con sus mismas palabras y con sus mismas armas vencerle.
Por
lo cual, para que fuese conveniente el castigo de estos excesos, y para que
fuesen respondiendo bien la pena y la culpa, la pena justa de la soberbia que
Lucifer tuvo era que, al que quiso ser uno con Dios, le hiciese Dios siervo y
esclavo del hombre. Y, asimismo, porque el dolor de la envidia es la felicidad
de aquello que envidia, la pena propia del demonio, envidioso del hombre, era
hacer al hombre bienaventurado y glorioso. Y la osadía de haber cutido con Dios
en el saber y en el aviso no recibía su debido castigo sino haciendo Dios que
su aviso y su astucia del demonio fuese su mismo lazo, y que perdiese a sí y a
su hecho por aquello mismo por donde lo pensaba alcanzar, y que se destruyese
pensando valerse.
Y
en consecuencia de esto, si se podía hacer, convenía mucho a Dios hacerlo: que
el pecado y la muerte que puso el demonio en el hombre para quitarle su bien,
fuesen, lo uno, ocasión y, lo otro, causa de su mayor bienandanza; y que
viviese verdaderamente el hombre por haber habido muerte, y por haber habido
miseria y pena y dolor, viniese a ser verdaderamente dichoso; y que la muerte y
la pena, por donde a los hombres les viniese este bien, la ordenase y la trajese
a debida ejecución el demonio, poniendo en ella todas sus fuerzas, como en cosa
que, según su imaginación, le importaba. Y, sobre todo, cumplía que, en la
ejecución y obra de todo esto que he dicho, no usase Dios de su absoluto poder
ni quebrantase el suave orden y trabazón de sus leyes; sino que, yéndose el
mundo como se va y sin sacarle de madre, se viniese haciendo ello mismo. Esto,
pues, había en la maldad del demonio y en la miseria y caída del hombre, y en
el respeto de la honra de Dios; y cada una de estas cosas, para ser debidamente
o castigada o remediada, pedía el orden que he dicho, y no cumplía consigo
misma y con su reputación y honor la potencia divina si en algo de eso faltaba,
o si usaba en la ejecución de ello de su poder absoluto.
Mas,
pregunto: ¿qué hizo? ¿Enfadóse, por ventura, de un negocio tan enredado, y
apartó su cuidado de él enfadándose? De ninguna manera. ¿Dio, por caso,
salida y remedio a lo uno, y dejó sin medicina a lo otro, impedido de la
dificultad de las cosas? Antes puso recaudo en todas. ¿Usó de su absoluto
poder? No, sino de suma igualdad y justicia. ¿Fueron, por dicha, grandes
ejércitos de ángeles los que juntó para ello? ¿Movió guerra al demonio a la
descubierta, y, en batalla campal y partida, le venció y le quitó la presa?
Con sólo un hombre venció. ¿Qué digo un hombre? Con sólo permitir que el
demonio pusiese a un hombre en la cruz, y le diese allí muerte trujo a
felicísimo efecto todas las cosas que arriba dije juntas y enteras.
Porque
verdaderamente fue así: que sólo el morir Cristo en la cruz, adonde subió por
su permisión, y por las manos del demonio y de sus ministros, por ser persona
divina la que murió, y por ser la naturaleza humana en que murió inocente y de
todo pecado libre, y santísima y perfectísima naturaleza, y por ser naturaleza
de nuestro metal y linaje, y naturaleza dotada de virtud general y de fecundidad
para engendrar nuevo ser y nacimiento en nosotros, y por estar nosotros en ella
por esta causa como encerrados; así que aquella muerte, por todas estas razones
y títulos, conforme a todo rigor de justicia, bastó por toda la muerte a que
estaba el linaje humano obligado por justa sentencia de Dios, y satisfizo,
cuanto es de su parte, por todo el pecado; y puso al hombre, no sólo en
libertad del demonio, sino también en la inmortalidad y gloria y posesión de
los bienes de Dios.
Y
porque puso el demonio las manos en el inocente y en aquel que por ninguna
razón de pecado le estaba sujeto, y pasó ciego la ley de su orden, perdió
justísimamente el vasallaje que sobre los hombres por su culpa de ellos tenía;
y le fueron quitados, como de entre las uñas, mil queridos despojos; y él
mereció quedar por esclavo sujeto de aquel que mató; y el que murió, por
haber nacido sin deber nada a la muerte, no sólo en su persona, sino también
en las de sus miembros, acocea, como a siervo rebelde y fugitivo, al demonio.
Y
quedó de esta manera, por pura ley, aquel soberbio, y aquel orgulloso, y aquel
enemigo y sangriento tirano, abatido y vencido. Y el que mala y engañosamente
al sencillo y flaco hombre, prometiéndole bien, había hecho su esclavo, es
ahora pisado y hollado del hombre, que es ya su señor por el merecimiento de la
muerte de Cristo. Y para que el malo reviente de envidia, aquellos mismos a
quienes envidió y quitó el paraíso en la tierra, en Cristo lo ve hechos una
misma cosa con Dios en el cielo. Y porque presumía mucho de su saber, ordenó
Dios que él por sus mismas manos se hiciese a sí mismo este gran mal, y con la
muerte que él había introducido en el mundo, dándola a Cristo, dio muerte a
sí y dio vida al mundo. Y cuando más el desventurado rabiare y despechare, y,
ansioso, se volviere a mil partes, no podrá formar queja si no es de sí sólo
que, buscando la muerte a Cristo, a sí se derrocó a la miseria extrema; y al
hombre, que aborrecía, sacándole de esta miseria, le levantó a gloria
soberana, y esclareció y engrandeció por extremo el poder y saber de Dios, que
es lo que más al enemigo le duele.
¡Oh
grandeza de Dios nunca oída! ¡Oh sola verdadera muestra de su fuerza infinita
y de su no medido saber! ¿Qué puede calumniar aquí ahora el judío, o qué
armas le quedan con que pueda defender más su error? ¿Puede negar que pecó el
primer hombre? ¿No estaban todos los hombres sujetos a muerte y a miseria, y
como cautivos de sus pecados? ¿Negará que los demonios tiranizaban al mundo? O
¿dirá, por ventura, que no le tocaba al honor y bondad de Dios poner remedio
en este mal, y volver por su causa, y derrocar al demonio, y redimir al hombre,
y sacarle de una cárcel tan fiera? O ¿será menor hazaña y grandeza vencer
este león, o menos digna de Dios, que poner en huida los escuadrones humanos, y
vencer los ejércitos de los hombres mortales? O ¿hallará, aunque más se
desvele, manera más eficaz, más cabal, más breve, más sabia, más honrosa, o
en quien más resplandezca toda la sabiduría de Dios, que ésta de que, como
decimos, usó, y de que usó en realidad de verdad, por medio del esfuerzo y de
la sangre y de la obediencia de Cristo? O, si son famosos entre los hombres, y
de claro nombre, los capitanes que vencen a otros, ¿podrán negar a Cristo
infinito y esclarecidísimo nombre de virtud y valor, que acometió por sí solo
una tan alta empresa, y al fin le dio cima?
Pues
todo esto que hemos dicho obró y mereció Cristo muriendo. Y después de
muerto, poniéndolo en ejecución, despojó luego el infierno, bajando a él, y
pisó la soberbia de Lucifer y encadenóle; y, volviendo el tercer día a la
vida para no morir más, rodeado de sus despojos subió triunfando al cielo, de
donde el soberbio cayera; y colocó nuestra sangre y nuestra carne en el lugar
que el malvado apeteció, a la diestra de Dios. Y hecho señor, en cuanto
hombre, de todas las criaturas, y juez y salud de ellas, para poner en efecto en
ellas y en nosotros mismos la eficacia de su remedio, y para llevar a sí y
subir a su mismo asiento a sus miembros y para, al fuerte tirano (que encadenó
y despojó en el infierno), quitarle de la posesión malvada y de la adoración
injusta que se usurpaba en la tierra, envió desde el cielo al suelo su
Espíritu sobre sus humildes y pequeños discípulos; y, armándolos con él,
les mandó mover guerra contra los tiranos y adoradores de ídolos, y contra los
sabios vanos y presuntuosos que tenía por ministros suyos el demonio en el
mundo.
Y
como hacen los grandes maestros, que lo más dificultoso y más principal de las
obras lo hacen ellos por sí, y dejan a sus obreros lo de menos trabajo, así
Cristo, vencido que hubo por sí y por su persona al espíritu de la maldad, dio
a los suyos que moviesen guerra a sus miembros. Los cuales discípulos la
movieron osadamente, y la vencieron más esforzadamente; y quitaron la posesión
de la tierra al príncipe de las tinieblas, derrocando por el suelo su
adoración y su silla.
Mas
¡cuántas proezas comprende en sí esta proeza! Y esta nueva maravilla,
¡cuántas maravillas encierra! Pongamos delante de los ojos del entendimiento
lo que ya vieron los ojos del cuerpo; y lo que pasó en hecho de verdad en el
tiempo pasado, figurémoslo ahora.
Pongamos
de una parte doce hombres desnudos de todo lo que el mundo llama valor, bajos de
suelo, humildes de condición, simples en las palabras, sin letras, sin amigos y
sin valedores; y, luego, de la otra parte, pongamos toda la monarquía del
mundo, y las religiones o persuasiones de religión que en él estaban fundadas
por mil siglos pasados, y los sacerdotes de ellas, y los templos, y los demonios
que en ellos eran servidos, y las leyes de los príncipes, y las ordenanzas de
las repúblicas y comunidades, y los mismos príncipes y repúblicas: que es
poner aquí doce hombres humildes y allí todo el mundo y todos los hombres y
todos los demonios con todo su saber y poder.
Pues
una maravilla es, y maravilla que, si no se viera por vista de ojos, jamás se
creyera, que tan pocos osasen mover contra tantos. Y ya que movieron, otra
maravilla es que, en viendo el fuego que contra ellos el enemigo encendía en
los corazones contrarios, y en viendo el coraje y fiereza y amenaza de ellos, no
desistiesen de su pretensión. Y maravilla es que tuviese ánimo un hombre
pobrecillo y extraño de entrar en Roma (digamos ahora que entonces tenía el
cetro del mundo, y era la casa y morada donde se asentaba el imperio), así que
osase entrar en la majestad de Roma un pobre hombre, y decir a voces en sus
plazas de ella que eran demonios sus ídolos, y que la religión y manera de
vida que recibieron de sus antepasados era vanidad y maldad. Y maravilla es que
una tal osadía tuviese suceso; y que el suceso fuese tan feliz como fue, es
maravilla que vence el sentido.
Y
si estuvieran las gentes obligadas por sus religiones a algunas leyes
dificultosas y ásperas, y si los Apóstoles los convidaran con deleite y
soltura, aunque era dificultoso mudarse todos los hombres de aquello en que
habían nacido, y aunque el respeto de los antepasados de quien lo heredaron, y
la autoridad y dichos de muchos excelentes en elocuencia y en letras que lo
aprobaron, y toda la costumbre antigua e inmemorial, y, sobre todo, el común
consentimiento de las naciones todas, que convenían en ello, les hacía tenerlo
por firme y verdadero; pero, aunque romper con tantos respetos y obligaciones
era extrañamente difícil, todavía se pudiera creer que el amor demasiado con
que la naturaleza lleva a cada uno a su propia libertad y contento, había sido
causa de una semejante mudanza.
Mas
fue todo al revés: que ellos vivían en vida y religión libre, y que alargaba
la rienda a todo lo que pide el deseo; y los Apóstoles, en lo que toca a la
vida, los llamaban a una suma aspereza, a la continencia, al ayuno, a la
pobreza, al desprecio de todo cuanto se ve. Y en lo que toca a las creencias,
les anunciaban lo que a la razón humana parece increíble, y decíanles que no
tuviesen por dioses a los que les dieron por dioses sus padres, y que tuviesen
por Dios y por Hijo de Dios a un hombre a quien los judíos dieron muerte de
cruz. Y el muerto en la cruz dio vigor no creíble a esta palabra.
Por
manera que este hecho, por dondequiera que le miremos, es hecho maravilloso.
Maravilloso en el poco aparato con que se principió, maravilloso en la presteza
con que vino a crecimiento, y más maravilloso en el grandísimo crecimiento a
que vino; y, sobre todo, maravilloso en la forma y manera como vino. Porque si
sucediera así, que algunos persuadidos al principio por los Apóstoles, y por
aquellos persuadiéndose otros, y todos juntos y hechos un cuerpo y con las
armas en la mano se hicieran señores de una ciudad, y de allí, peleando,
sujetaran sí la comarca, y, poco a poco, cobrando más fuerzas, ocuparan un
reino, y como a Roma le aconteció, que, hecha señora de Italia, movió guerra
a toda la tierra, así ellos, hechos poderosos y guerreando vencieran el mundo y
le mudaran sus leyes; si así fuera, menos fuera de maravillar. Así subió Roma
a su imperio: así también la ciudad de Cartago vino a alcanzar grande poder
muchos poderosos reinos crecieron de semejantes principios: la secta de Mahoma,
falsísima, por este camino ha cundido; y la potencia del Turco, de quien ahora
tiembla la tierra, principio tuvo de ocasiones más flacas; y, finalmente, de
esta manera se esfuerzan y crecen y sobrepujan los hombres unos a otros.
Mas
nuestro hecho, porque era hecho verdaderamente de Dios, fue por muy diferente
camino. Nunca se juntaron los Apóstoles y los que creyeron a los Apóstoles
para acometer, sino para padecer y sufrir; sus armas no fueron hierro, sino
paciencia jamás oída. Morían, y muriendo vencían. Cuando caían en el suelo
degollados nuestros maestros, se levantaban nuevos discípulos; y la tierra,
cobrando virtud de su sangre, producía nuevos frutos de fe; y el temor y la
muerte, que espanta naturalmente y aparta, atraía y acodiciaba a las gentes a
la fe de la Iglesia. Y, como Cristo muriendo venció, así, para mostrarse brazo
y valentía verdadera de Dios, ordenó que hiciese alarde el demonio de todos
sus miembros, y que los encendiese en crueldad cuanto quisiese, armándolos con
hierro y con fuego. Y no les embotó las espadas, como pudiera, ni se las quitó
de las manos, ni hizo a los suyos con cuerpos no penetrables al hierro, como
dicen de Aquiles, sino antes se los puso, como suelen decir, en las uñas, y les
permitió que ejecutasen en ellos toda su crueza y fiereza; y, lo que vence a
toda razón, muriendo los fieles, y los infieles dándoles muerte, diciendo los
infieles «matemos», y los fieles diciendo «muramos», pereció totalmente la
infidelidad y creció la fe y se extendió cuanto es grande la tierra.
Y
venciendo siempre, a lo que parecía, nuestros enemigos, quedaron, no sólo
vencidos, sino consumidos del todo y deshechos, como lo dice por hermosa manera
Zacarías, profeta: «Y será éste el azote con que herirá el Señor a todas
las gentes que tomaren armas contra Jerusalén; la carne de cada uno, estando
él levantado y sobre sus pies, deshecha se consumirá; y también sus ojos,
dentro de sus cuencas sumidos, serán hechos marchitos, y secaráseles la lengua
dentro de la boca.»
Adonde,
como veis, no se dice que había de poner otro alguno las manos en ellos para
darles la muerte, sino que ellos de suyo se habían de consumir y secar y venir
a menos, como acontece a los éticos; y que habían de venir a caerse de suyo, y
esto, al parecer, no derrocados por otros, sino estando levantados y sobre sus
pies. Porque siempre los enemigos de la Iglesia ejecutaron su crueldad contra
ella, y quitaron a los fieles, cuantas veces quisieron, las vidas, y pisaron
victoriosos sobre la sangre cristiana; mas también aconteció siempre que,
cayendo los mártires, venían al suelo los ídolos y se consumían los
martirizadores gentiles; y, multiplicándose con la muerte de los unos la fe de
los otros, se levantaban y acrecentaban los fieles, hasta que vino a reinar en
todos la fe.
Vengan
ahora, pues, los que se ceban de sólo aquello que el sentido aprende, y los
que, esclavos de la letra muerta, esperan batallas y triunfos y señoríos de la
tierra, porque algunas palabras lo suenan así. Y si no quieren creer la
victoria secreta y espiritual y la redención de las almas (que servían a la
maldad y al demonio), que obró Cristo en la cruz, porque no se ve con los ojos
y porque ni ellos para verlo tienen los ojos de fe que son menester; esto, a lo
menos, que pasó y pasa públicamente y que lo vio todo el mundo: la caída de
los ídolos y la sujeción de todas las gentes a Cristo, y la manera como las
sujetó y las venció.
Pues
vengan, y dígannos si les parece este hecho pequeño o usado o visto otra vez,
o siquiera imaginado como posible el poder de este hecho antes que por el hecho
se viese. Dígannos si responde mejor con las promesas divinas, y si las hinche
más este vencimiento, y si es más digno de Dios que las armas que fantasea su
desatino. ¿Qué victoria, aunque junten en uno todo lo próspero en armas y lo
victorioso y valeroso que ha habido, traída con esta victoria a comparación,
tiene ser? ¿Qué triunfo o qué carro vio el sol que iguale con éste? ¿Qué
color les queda ya a los miserables, o qué apariencia para perseverar en su
error?
Yo
persuadido estoy para mí (y téngolo por cosa evidente), que sola esta
conversión del mundo, considerada como se debe, pone la verdad de nuestra
Religión fuera de toda duda y cuestión, y hace argumento por ella tan
necesario, que no deja respuesta a ninguna infidelidad, por aguda y maliciosa
que sea, sino que, por más que se aguce y esfuerce, la doma y la ata y la
convence, y es argumento breve y clarísimo, y que se compone todo él de lo que
toca al sentido.
Porque
ruégoos, Juliano y Sabino, que me digáis (y si mi ingenio por su flaqueza no
pasa adelante, tended vosotros la vista aguda de los vuestros, quizá veréis
más); así que decidme: hablando ahora de Cristo y de las cosas y obras suyas
que a todas las gentes, así fieles como infieles, fueron notorias, así las que
hizo Él por sí en su vida, como las que hicieron sus discípulos de Él
después de su muerte, decidme: ¿No es evidente a todo entendimiento, por más
ciego que sea, que aquello se hizo por virtud de Dios, o por virtud del demonio,
y que ninguna fuerza de hombre, no siendo favorecido de alguna otra mayor, no
era poderosa para hacer lo que, viéndolo todos, hicieron Cristo y los suyos?
Evidente es esto, sin duda; porque aquellas obras maravillosas que las historias
de los mismos infieles publican, y la conversión de toda la gentilidad, que es
notoria a todos ellos y fue la más milagrosa obra de todas, así que, estas
maravillas y milagros tan grandes necesaria cosa es decir que fueron, o falsos,
o verdaderos milagros; y, si falsos, que los hizo el demonio, y, si verdaderos,
que los obró Dios.
Pues
siendo esto así, como es, si fuere evidente que no los hizo el poder del
demonio, quedará convencido que Dios los obró. Y es evidente que no los hizo
el demonio; porque por ellos, como todas las gentes lo vieron, fue destruido el
demonio, y su poder, y el señorío que tenía en el mundo, derrocándole los
hombres sus templos y negándole el culto y servicio que le daban antes, y
blasfemando de él.
Y
lo que pasó entonces en toda la redondez del orbe romano pasó en la edad de
nuestros padres y pasa ahora en la nuestra, y por vista de ojos lo vemos en el
mundo nuevamente hallado; en el cual, desplegando por él su victoriosa bandera,
la palabra del Evangelio destierra por doquiera que pasa la adoración de los
ídolos.
Por
manera que Cristo, o es brazo de Dios, o es poder del demonio; y no es
poder del demonio, como es evidente, porque deshace y arruina el poder del
demonio; luego, evidentemente, es brazo de Dios.
¡Oh,
cómo es la luz de la verdad, y cómo ella misma se dice y defiende, y sube en
alto y resplandece, y se pone en lugar seguro y libre de contradicción! ¿No
veis con cuán simples y breves palabras la pura verdad se concluye? Que torno a
decirlo otra y tercera vez. Si Cristo no fue error del demonio, de necesidad se
concluye que fue luz y verdad de Dios, porque entre ello no hay medio. Y si
Cristo destruyó el ser y saber y poder del demonio, como de hecho le destruyó,
evidente es que no fue ministro ni fautor del demonio.
Humíllese,
pues, a la verdad la infidelidad; y, convencida, confiese que Cristo, nuestro
bien, no es invención del demonio, sino verdad de Dios y fuerza suya, y su
justicia, y su valentía, y su nombrado y poderoso brazo. El cual, si tan
valeroso nos parece en esto que ha hecho, en lo que le resta por hacer y nos
tiene prometido de hacerlo, ¿que nos parecerá cuando lo hiciere, y cuando,
como escribe San Pablo, dejare vacías, esto es, depusiere de su ser y valor a
todas las potestades y principados, sujetando a sí y a su poder enteramente
todas las cosas para que reine Dios en todas ellas cuando diere fin al pecado, y
acabare la muerte, y sepultare en el infierno para nunca salir de allí la
cabeza y el cuerpo del mal?
Mucho
más es lo que se pudiera decir acerca de este propósito; mas, para dar lugar a
lo que nos resta, basta lo dicho y aun sobra, a lo que parece, según es grande
la prisa que se da el sol en llevarnos el día.
Aquí
Juliano, levantando los ojos, miró hacia el sol que ya se iba a poner, y dijo:
-Huyen
las horas, y casi no las hemos sentido pasar, detenidos, Marcelo, con vuestras
razones; mas para decir lo demás que os placiere, no será menos conveniente la
noche templada que ha sido el día caluroso.
-Y
más -dijo encontinente Sabino- que como el sol se fuere a su oficio, vendrá
luego en su lugar la luna, y el coro resplandeciente de las estrellas con ella,
que, Marcelo, os harán mayor auditorio; y, callando con la noche todo, y
hablando solo vos, os escucharán atentísimas. Vos mirad no os halle
desapercibido un auditorio tan grande.
Y diciendo esto y desplegando el papel, sin atender más respuesta, leyó: