Libro primero
FE Y CIENCIA DE LA FE

Parte primera
LA FE

 

Cuanto vamos a decir y exponer a continuación sobre el tema de la fe es un tema clave en el planteamiento de la teología fundamental y que reaparece en las distintas partes. Se encuentra en el tema de la revelación, porque la fe es el correlato subjetivo de la revelación. La fe equivale a la revelación que ha llegado a sus destinatarios y que, por lo mismo, ha alcanzado su meta. Sin fe la revelación deja de ser aquello que debe y quiere ser: una revelación para el hombre. Si la Iglesia es otro de los temas de la teología fundamental, habrá que preguntarse en qué sentido tiene que ver la Iglesia con los supuestos y condicionamientos de la posibilidad de la fe, y cuál es la función que asume como instancia para la transmisión de la fe.

En líneas generales cabe decir que cuanto tiene que ver con la fe, la revelación y la Iglesia, o sea, con el ser cristiano, puede reducirse a algunas estructuras fundamentales.

La variedad y multiplicidad, que también en la teología producen a veces una imagen de confusión, adquiere una conexión y una forma simple y transparente gracias al descubrimiento de unas estructuras fundamentales. Lo que en ocasiones parece una superposición o repetición constituye una prueba de la forma universal que por tal motivo encontramos siempre y necesariamente. La teología de un teólogo, cuando no es precisamente la recopilación de materiales tomados de otra parte, se caracteriza por esos modelos básicos, que le son típicos y específicos.

El que en los distintos apartados vuelva a aparecer este tema no es indicio de repeticiones vacías o inadvertidas, sino más bien una demostración de lo justo del planteamiento, que puede reconocerse en muchos campos de aplicación concreta.


I
Condicionamientos antropológicos de la fe

 

Hoy ya no podemos partir, como antaño, de la fe y de sus contenidos como de una realidad incontrovertida y aceptada como algo evidente en todas partes, sacando después algunos desarrollos o derivaciones.

Antes hay que dejar expedito el acceso a Dios, a su revelación y la fe que a Dios conduce, pues de lo contrario lo teológico corre el peligro de aparecer como una superestructura o una alienación sin relación alguna con la realidad, y sobre todo con la realidad del hombre, con sus obras y su conducta.

Por este motivo buscamos un posible punto de apoyo para la fe teológica en el campo de la antropología.

Si hablamos de la fe en sentido teológico y antropológico, es signo de que entre ambos campos hay algo en común. De lo contrario no se podría emplear la misma palabra, a no ser que supusiéramos que sólo se trata de la misma palabra en cuanto al sonido pero con un contenido diferente en ambos casos, es decir, de una palabra equívoca. Por ello nuestro primer esfuerzo tiende a encontrar ese camino.

Lo cual no puede significar que de ese modo queramos o podamos adentrarnos sin advertirlo en la fe cristiana, sino que hemos de centrar la atención en las conexiones explícitas que hoy se establecen. Pueden incluso servir de guía a la fe cristiana, que consta de conexiones internas.
 

§1

LA FE COMO ACTO PERSONAL

El concepto y la palabra «fe» son extraordinariamente imprecisos y polivalentes1. Cuando nos preguntamos qué connotaciones asigna cada uno a la palabra fe y al verbo creer, obtenemos sin duda las más variadas respuestas. En el lenguaje cotidiano encontramos estas concepciones:

1. La literatura sobre el tema de la fe es tan vasta, que ni siquiera es posible darla de una manera aproximativa. Remitimos a los artículos correspondientes de los diccionarios y manuales de teología. Para el planteamiento que hemos expuesto aquí, ver: J. Mouroux, Ich glaube an dich. Die personale Gestalt des Glaubens, Einsiedeln 1951; versión castellana, Creo en ti, Científico Médica, Barcelona 1964; A. Brunner, Glaube und Erkenntnis, Munich 1951; versión castellana: Conocer y creer, Razón y fe, Madrid 1954; G. Sóhngen, Einübung in die Theologie, Friburgo-Munich 1955; C. Cirne-Lima, Der personale Glaube, Innsbruck 1959; H. Fries, Glauben - Wissen, Berlín 1960; versión castellana: Creer y saber, Cristiandad, Madrid 1963; J. Pieper, Über den Glauben, Munich 1962; versión castellana: La fe, Rialp, Madrid 21971; H. Gollwitzer - W. Weischedel, Denken und Glauben, Stuttgart 1965; H. Bouillard, Logik des Glaubens, Friburgo-Basilea-Viena 1966; versión castellana: Lógica de la fe, Taurus, Madrid 1966; H. Fries, Herausgeforderter Glaube, Munich 1968; versión castellana: Reto a la fe, Sígueme, Salamanca 1971; Id., Was heisst glauben?, Düsseldorf 1969; W. Kasper, Einführung in den Glauben, Maguncia 1972; versión castellana: Introducción a la fe, Sígueme, Salamanca 1976; H. Beck, Anthropologischer Zugang zum Glauben, Salzburgo 1979; B. Welte, Was ist glauben?, Friburgo-Basilea-Viena 1982; versión castellana: ¿Qué es creer?, Herder, Barcelona 1984.


Los significados del «creer»

El «yo creo» puede significar lo mismo que no sé, pienso, podría ser; pero lo contrario es perfectamente posible. La fe en este sentido tiene un grado mínimo de fiabilidad y seguridad. En realidad creer en ese sentido es realmente no saber.

Ese grado de seguridad crece un tanto mediante ciertos giros como «Yo creo que fulano está equivocado». Quien así habla quiere decir que tiene motivos y fundamentos para hacer tal afirmación; pero que tales fundamentos no permiten formular una afirmación firme y segura. Este tipo de fe está ciertamente por encima de la vaga sospecha; pero la fe así entendida se encuentra por debajo del saber y conocimiento que se apoya en unas bases adecuadas y suficientes. En este uso lingüístico creer equivale a saber sólo de una manera aproximada.

Medida según estos criterios la fe no pasa de ser en principio un modo transitorio o deficiente de conocimiento. En el mejor de los casos la fe puede pasar por la figura intermedia entre la mera sospecha y el conocimiento exacto y fundado; pero sin que pueda librarse de su posición inferior, por lo que al saber y conocimiento se refiere. Cuando se parte de este planteamiento, la fe —de la que se habla en sentido teológico— entra de antemano en una perspectiva muy sospechosa y vulnerable. Se comprende que la vinculación de fe y ciencia de la fe aparezca como la conciliación de algo que no puede conciliarse.

Pero en el lenguaje de todos los días el creer adquiere aún otra forma, que se encuentra en frases como «yo creo en ti - te creo». En esos giros la fe se refiere a una persona. La fe es primordialmente un acto de encuentro y de confianza, que abarca inteligencia, voluntad y sentimiento en su unidad originaria. La forma «yo creo en ti» es radical y universal; se refiere a la totalidad de la persona, más que la fórmula «te creo», sujeta a una posible limitación. En todo caso la fe se mueve bajo esa forma primordialmente no en el campo del yo y de ello, del yo y del mundo objetivo, sino en el marco del encuentro entre yo y tú; es un acto personal.

En alemán y en inglés el verbo creer glauben tiene la misma raíz que geloben-lieben y believe-love, respectivamente. El verbo latino credere procede, según una de las posibles derivaciones, de cor-dare, dar su corazón (a alguien). La palabra hebrea creer —recogida en la exclamación «amén»— significa afianzar, afirmar o robustecer.

En la forma «yo creo en ti» y «te creo», el creer no es sólo un acto de encuentro, sino una eminente forma de conocimiento. Y esto vale sobre todo para el conocimiento de la persona. Hasta tal punto es así, que se impone decir que la fe, entendida como «yo creo en ti - te creo», es la forma en que yo tengo acceso por la vía del conocimiento a la persona del otro. Sin esa fe, la persona en tanto que persona queda cerrada para mí en su realidad genuina, en su hondura, en aquello que la mueve, en su mismidad.

Que las cosas sean así se desprende claramente de la siguiente reflexión: ¿Cómo puedo yo conocer a la persona en lo que le es propio? Ciertamente que se logra mucho por medio de la observación, el análisis, la descomposición, tratándola mientras me pongo «a su disposición», sometiéndola a la experimentación, el test, el control y sacando de ahí mis resultados, así como sacando de sus palabras, actuaciones, gestos o sueños algunas conclusiones sobre su misma persona.

Sin duda que con todo ello es posible un conocimiento ancho y profundo de la persona. Hoy sabemos más que antes sobre los muchos factores y condicionamientos que determinan y definen al hombre. Pero también hemos de preguntarnos si hoy no está difundida la idea de que el hombre no es más que el producto, el resultado de los condicionamientos de tipo psicológico, biológico, social y económico que lo definen, y que por lo mismo es la resultante de los factores que actúan sobre el propio hombre, hasta el punto de que se le conoce en tanto que conocemos los factores que lo determinan. Si las viejas concepciones antropológicas corrían el peligro de subestimar las condiciones externas que marcan al hombre, definiéndolo únicamente desde su propia esencia metafísica, como si dijéramos desde su elemento eterno, hoy prevalece la tendencia contraria, y no menos unilateral, a olvidar o reprimir esa mismidad del hombre como su verdadera grandeza, para reducirlo al plano de lo «extraterritorial» y explicar desde ahí al hombre como un ser gobernado desde fuera.

Y hay que observar además este dato: cuando para conocer al hombre como persona, me quedo en el análisis, el test y la observación externa, es decir, cuando procedo según los métodos exactos de las ciencias naturales, obtengo un conocimiento más o menos superficial de la persona, quizás un conocimiento corriente y típico de determinadas propiedades, pero nunca un conocimiento individual, que es precisamente lo importante y necesario para hablar de un conocimiento personal.

Si la psicología profunda intenta explicar las profundidades como lo inconsciente de la persona, lo inconsciente individual y colectivo, lo que en ello descansa y tal vez lo reprimido, ciertamente que con alguna frecuencia saca a luz lo sorprendente y aquello de lo que antes no se tenía conciencia. Pero, así las cosas, hay que preguntarse si el conocimiento de la persona no está precisamente en su mismidad individual, consciente y personal más que en lo impersonal e inconsciente.

Y aún más importante es el punto siguiente —y por ello el conocimiento de la persona se diferencia del conocimiento de la naturaleza o de una cosa—: la persona no es un objeto como otros objetos científicos. Un conocimiento que, a partir de lo externo y de las manifestaciones observables, termina en la persona, supone que esa persona se manifiesta, que no se encierra y recluye en sí misma. Porque ciertamente que podría resistirse y negarse a toda manifestación de sí misma, podría permanecer muda, cerrada a la defensiva, y hasta podría prohibir enérgicamente todos los intentos de observarla y testarla. Desde luego que eso constituiría una manifestación, que no dejaría de proporcionar un conocimiento interesante. Pero ¿cabría afirmar que tal conocimiento había captado lo más profundo de la persona en su mismidad?

Es posible además que la persona se manifieste y que, a partir de sus manifestaciones, se concluya la realidad de ella misma y de su esencia, pero puede suceder que dicha persona disimule hasta engañar e inducir a error al observador que pretende conocer, presentándose totalmente distinta de lo que es. Quizá puede reconocerse que la persona lo hace así, ¿pero se podrá también reconocer lo que la persona es en sí misma, en su realidad propia, en su hondura personal? Ese conocimiento sólo es posible cuando se puede creer a la persona en sí misma. Y cabe pensar que aquí no hablamos de conocimientos de la persona como los del psicólogo profesional, sino de conocer en el sentido corriente.

De todo lo cual se sigue que el conocimiento de la persona que procede de fuera y que quizá se agota ahí, se queda en la comprobación de lo externo y de las exterioridades, sin llegar justamente a la persona misma. Mas, si pretende entender y explicar lo auténtico y esencial de la persona, yendo más allá del conocimiento externo y entendiendo las manifestaciones justo como manifestaciones de una interioridad, entonces se supone que la persona se da a conocer con ello, que se revela en las múltiples formas de su posibilidad: en la expresión y en los ademanes, en los actos y obras, en los gestos y, sobre todo, en la palabra, en la conversación. Se da, además, por supuesto que hemos de otorgar fe a la persona, y que lo externo corresponde al interior del que deriva. Con otras palabras: la persona sólo puede ser conocida en su mismidad y en lo que le es propio, cuando ella se da a conocer, cuando se revela y manifiesta. Y eso puede hacerlo la persona porque se posee a sí misma, porque está en sí.

El que la persona se manifieste revelándose es decisión de su libre albedrío, porque también puede encerrarse en el silencio. Y es a la vez un acto de su buena disposición a abrirse y —hasta habría que decir—de su donación, ya que podría negarse, podría disimular y hasta engañar.

Hago mía esa revelación de la persona, en tanto que creo en ella, en tanto que la creo. A la revelación de la persona responde el acto de fe y la comprensión que se abre paso y que acompaña a esa fe. Pero también ese acto se encuentra bajo el signo de la libertad. No es que deba, es que puedo y quiero creer.


Las implicaciones de la fe

¿Qué ocurre en el acto de fe bajo la forma de «yo creo en ti - te creo»? ¿Qué es lo que implica? Ante todo y sobre todo: Te confirmo y estimo, te reconozco y afirmo, te amo. Creemos porque amamos, dice J.H. Newman. Pero también se dice con ello —cosa que resalta sobre todo en la frase «te creo»— que mediante el conocimiento tengo acceso a la persona, tengo comunión con ella, participo de ella, de su vida, pensamiento, saber y querer, en la forma y manera con que se ve a sí misma y el mundo de las cosas y de las personas. Asumo la persona que se me abre y a la que yo me abandono creyendo y por la fe.

Surge así en mí, mediante el «yo te creo - creo en ti», algo nuevo que yo antes no poseía, una capacidad nueva, una nueva visión y conocimiento. Veo ahora con los ojos de otro, y así en cierto modo acontece un nuevo existir: yo me fundamento en el otro. Por lo cual en el campo del conocimiento se deriva una coexistencia en forma de intersubjetividad; surge un conocimiento gracias a la comunicación.

Con la fe cual encuentro con la persona y cual modo de conocimiento de la persona se da y expresa otra realidad: cuanto más alta está una persona en la categoría humana, tanto más tiene que decir y que dar, y tanto más dependo yo, para conocerla y para encontrarme con ella, de la revelación con que se abre a mí y del «yo creo en ti - yo te creo». Y cabe decir asimismo que tanto mayor es el derecho y las exigencias de esa persona para que yo crea en ella de esa forma. Por eso también la fe de esa índole y su respectiva intensidad y elevación se convierten en signo de alta estima, en expresión del respeto, honra y veneración que profeso a la persona en la que creo y a la que creo. Cuando le digo a alguien que no creo en él, que no creo de él nada, ni una sola palabra, esa negativa mía es la expresión suprema de mi nula estima hacia él, de mi desprecio, insulto y ofensa. Finalmente, cuanto mayor es mi deseo de experimentar y conocer lo más íntimo y propio de una persona, a la que venero, estimo y quiero, tanto más me comprometo en el «yo creo en ti - yo te creo». En este contexto se puede entender lo que significa autoridad en tanto que fuente y origen. Y se puede entender la palabra de Gadamer: la autoridad no tiene nada que ver con la sumisión, sino con el conocimiento2.

De lo cual se deriva que nada más inadecuado y falso que ver en la fe, cuando se la considera y entiende tal como ella se muestra y reclama, una forma disminuida o insignificante de conocimiento según la consigna de que creer es no saber, o saber sólo de un modo aproximativo, opinar o sospechar. La fe, en la forma aquí descrita, es un conocimiento en el sentido eminente de la palabra. La fe, como el amor, no ciega sino que hace ver. El conocimiento, posibilitado por la fe, se realiza cuando se trata de conocer a la persona. Sin fe la persona y su mundo específico permanecen cerrados e inaccesibles. Pero también está claro que la fe como instrumento epistemológico no tiene sitio ni justificación alguna en el terreno de las ciencias naturales, la matemática y la lógica.

Los modos de conocimiento en el conjunto del hombre, en sus ámbitos y dimensiones, no quedan impedidos, trabados o limitados por la fe, sino que más bien desembocan en nuevas posibilidades que de otra manera quedarían cerradas. En ese sentido un rechazo de la fe no representa precisamente una liberación para el conocimiento, sino una pérdida del mismo o al menos una merma de las posibilidades cognitivas, y en concreto de aquellas que son de extraordinaria importancia para el hombre como persona, para su vida; más aún, que son de un alcance existencial. Ningún hombre, y menos aún una sociedad o comunidad, podría vivir humanamente sin fe.

2. H.G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tubinga'1965, 261-269; versión castellana: Verdad y método, Sígueme, Salamanca 1977.


La fe afirmativa

La fe bajo la forma del «yo creo en ti - yo te creo» sólo se consuma sin embargo, cuando está dispuesta a sacar la consecuencia que de ahí se desprende, cuando la fe personal en el tú, la fe de confianza, se desarrolla y configura en la denominada fe afirmativa. La fe en el tú no quedaría completa ni llegaría a su plenitud total si no la acompaña y garantiza la fe afirmativa. Esto significa que creer a alguien y creer algo forman un todo. El «yo creo en ti - yo te creo» incluye lo particular, concreto y determinado, en la forma, por ejemplo, de: creo lo que tú dices, lo que prometes, lo que me confías, lo que me das para que lo crea.

Vista así, la fe adquiere la forma en que por lo general viene presentada: se convierte en la acogida de unos contenidos de índole muy concreta y específica, se convierte en la fe afirmativa. Las afirmaciones o contenidos de la misma —lo cual es decisivo para la fe— no me son accesibles, o al menos no en primer término, por mi propia intuición y experiencia. Las acepto más bien de aquel, en quien creo y a quien creo, las acojo en virtud de su testimonio, de su conocimiento, de su visión, en virtud de la «autoridad» que subyace en sus palabras. Y mediante esa acogida ocurre algo, a lo que ya nos hemos referido: entro en comunión, comparto la visión, pensamientos, ideas y conocimientos de aquel al que creo, soy acogido en la comunión de su espíritu y de su corazón. El otro se convierte en el fiador, salvaguarda y testigo de verdad y conocimiento. De lo cual síguese que si no hubiera nadie que conociera, viese y supiera, y que lo diera a conocer, no habría fe alguna.

Mediante la ordenación de la fe afirmativa a la fe como confianza, la fe en algo, en unos principios, en unas verdades, ya no es un acto aislado, sin relaciones y flotante en el aire, sino un acto fundamentado, sostenido y enmarcado por algo más grande y más vasto: se fundamenta en la persona a la que creo.

Se hace así patente la forma fundamental de la fe: su núcleo es la confianza, la afirmación y reconocimiento de la persona y el conocimiento de lo que en ella se manifiesta. Con ella se afirma también lo que llega de esa persona como expresión y enunciado en concreto: ante todo y sobre todo como afirmación de la persona sobre sí misma, sobre sus sentimientos, sus propósitos y su mismidad. La fe afirmativa referida a la persona se fundamenta sobre la fe en el tú. La afirmación que afecta a la persona en su mismidad es aceptada, porque también se acepta a la persona en la que creo y a la que creo.

Incluso las afirmaciones que no se refieren al desvelamiento de la persona en sí sino a enunciados que esa persona hace, y que son por tanto enunciados de tipo objetivo, puedo aceptarlas en razón sobre todo de la persona, por su cualificación y competencia; es decir, por su autoridad. Así empieza el proceso del aprendizaje. Pero al mismo tiempo se muestra aquí la posibilidad, más aún, la necesidad de separar tales enunciados de la persona. Aceptar unas afirmaciones de índole objetiva en principio y siempre sólo por la persona en la que creo y a la que creo, sería tanto como reducir la fe, en tanto que fe afirmativa, a un estadio de minoría de edad y, por otra parte, reconocería a la persona, a la que creo, una cualificación o autoridad que ya no le correspondería.

El niño pequeño cree lo que su madre le dice por el único motivo de que lo dice ella. Que el niño no tenga otro fundamento para considerar algo como verdadero, es lo que constituye precisamente su minoría de edad. Pero la persona mayor puede y debe superar ese estadio. Muy pronto se impone el proceso de desvinculación, con las preguntas que el niño hace acerca del porqué. Las afirmaciones objetivas y el conocimiento de unos contenidos reales no debe el hombre aceptarlos basándose en la autoridad —en esos campos la prueba de autoridad es la peor de todas las pruebas y argumentaciones, dice Tomás de Aquino—, aunque el conocimiento de la realidad dentro del proceso de apropiación de los conocimientos haya podido tener ahí su origen. El hombre tiene que hacer suya una cosa porque, mediante un proceso de aprendizaje que aplica a la cosa en cuestión, obtiene y adquiere una visión y una inteligencia de su contenido real.

En este punto del fenómeno de la fe, del enlace de la fe en el tú y de la fe afirmativa, de la fe en el tú y la fe en el que, pueden reconocerse las fronteras que delimitan la fe en el terreno meramente humano.

Lo cual no excluye, sino que más bien exige el que intentemos subir mediante este modelo básico antropológico a la comprensión de la fe que quiere ser una fe en Dios y su revelación. Y esto vale sobre todo porque para el conocimiento de la persona como tal persona en su mismidad hay un acceso cognitivo por la fe, y porque ésta sigue siendo indispensable en tal sentido.

La fe en Dios no es primordialmente un acto que se da en la relación sujeto-objeto, yo-ello, sino un acto que se realiza en la relación de yo-tú. Dios, la realidad que todo lo determina, no puede estar por debajo del nivel de lo personal, en el que entran el ser uno mismo, el espíritu, la autoposesión, la libertad y el amor. La fe en Dios es ante todo un acto personal, que se sitúa en la relación del yo y del tú. Por todo ello es congruente y adecuado hacer hincapié en esa perspectiva de la fe. Además hay que suponer de antemano que el contenido de una posible revelación de Dios tiene que ver incomparablemente más con Dios mismo y su misterio y que es inseparable del mismo mucho más de lo que ocurre con las afirmaciones objetivas de tipo empírico, que el hombre comparte y que de momento son acogidas en la fe, pero que se liberan de la misma en el sentido de una visión y conocimiento autónomo que deriva del sujeto.

La vieja distinción teológica de credere in Deum (como fe personal), credere Deo (como fundamento de la fe) y credere Deum (como expresión del contenido de esa fe) esclarece de manera patente estos matices.

De cuanto llevamos dicho hasta ahora se desprende que el problema de Dios y el de la referencia del hombre a Dios no son sólo problemas del conocimiento racional, sino un asunto que afecta a todo el hombre.

Martin Buber, que en su libro Gottesfinsternis (La tiniebla divina) describe la «extinción de la luz celeste», la extinción de la realidad de Dios en nuestro tiempo, dice que el problema de la realidad de Dios se define como decisivo para cada hombre según que en su vida, al lado de la relación yo-ello, la relación yo-tú adopte el rango que le corresponde sin ahogarse en la relación yo-ello. El problema de Dios no es tanto una cuestión de capacidad cognitiva cuanto de capacidad de encuentro. El problema de Dios, el tú infinito vuelve a suscitarse, según Buber, cada vez que se logra el encuentro del yo y el tú en el ámbito intrahumano, en los actos de fe y confianza, diálogo y amor interhumanos3.

3. M. Buber, Werke I, Munich-Heidelberg 1962, 505-603.
 

La credibilidad

Hay una pregunta importante que todavía espera respuesta: la fe personal, en tanto que encuentro entre hombres ¿no debe a su vez apoyarse sobre algún otro fundamento? ¿Puedo y debo dar mi sí amplio e ilimitado sin más ni más al otro tal como él es? ¿No es como exigirme que dé mi asentimiento a sus fallos y limitaciones, a sus defectos y debilidades? ¿No equivale eso a entregarme ingenua y abiertamente al error y al engaño? ¿Se fundamenta la fe únicamente en la libertad del hombre, que no puede ser aprehendida racionalmente, en su simpatía y su amor al tú de la otra persona, menos racionales aún? ¿No se apoya con ello la fe sobre un fundamento vacilante en grado sumo? ¿No puede trocarse así la fe en una mera fe infantil, en la fe ciega e irresponsable del carbonero y en una decisión ciega?

Más aún: ¿se puede pronunciar el «yo creo en ti - te creo» en favor de cualquiera, incluso en favor de quien nada sabe y nada puede decir, incluso de quien me estafa y confunde, me engaña y ciega? ¿No amenaza aquí el final y hasta la deformación de todo conocimiento que se abre y puede abrirse en la fe, y por tanto el final de la confianza, el amor, el encuentro y la comunión? Y aunque exageremos un poco las preguntas, ¿no hay grados de fe, de fe personal?

Sin duda que a esta pregunta hemos de responder afirmativamente. Justo a partir de ella se impone espontáneamente la idea de que importa saber en quién y a quién creo. E importa si aquel en quien creo es digno de que yo pueda y deba creerle, merece mi fe, es digno de crédito. El «yo creo en ti» tiene como supuesto la credibilidad de aquel a quien creo y en quien creo.

Solamente que esa credibilidad no puede en principio ser creída a su vez; tiene que ser sabida y conocida: tengo que saber a quién creo, debo conocer a aquel al que le otorgo mi fe. En la expresión, «confía, pero mira en quien confías» se ve clara esa conexión y se expresa de forma gráfica.

Aquél, en quien creo y a quien creo, tiene que legitimarse. Tiene que hacerse creíble, y dejarse y darse a conocer como alguien que merece fe. La credibilidad entra, pues, en los supuestos de la fe, como la amabilidad, el merecer ser amado, entra en los supuestos del amor. La credibilidad no es una parte de lo que el creyente cree, sino que pertenece más bien a lo que sabe o, al menos, a lo que debe poder saber. Si todo ha de ser fe, no cabe fe alguna. La credibilidad de una persona pertenece a las condiciones y supuestos de la fe en ella.

No resulta fácil detallar la índole y naturaleza del conocimiento de la credibilidad, como ya lo señala la mentada expresión «confía, pero mira en quién confías». En todo caso no se trata de un conocimiento conceptual y abstracto, del conocimiento que culmina en una definición, sino de un conocimiento ordenado a lo concreto. Tampoco es una conclusión lógica sacada de unas premisas evidentes, sino un conocimiento en el sentido de una visión panorámica, que incluye muchas cosas, valora numerosos indicios, sopesa muchas pruebas y signos y contempla el conjunto.

J.H. Newman se ocupó repetidas veces de este problema, especialmente en su obra capital Grammar of assent, (vers. castellana: El asentimiento religioso, Herder, Barcelona 1960)4. Para él el asentimiento es una descripción de la fe. Newman ha hablado de una argumentación como argumentación convergente, y la ha atribuido a un sentido y facultad especial del espíritu, al denominado sentido ilativo, illative sense, que no se refiere a conceptos abstractos sino a experiencias, hechos y observaciones particulares y concretas, y que procede de su común impulso a los conocimientos que hacen posible un asentimiento responsable en el sentido de la fe.

La argumentación convergente5 se funda en el hecho de que el hombre tiene distintas formas de experiencias y de fuentes experimentales, pero no puede aprehenderlo todo de una vez. La argumentación convergente apunta a la acción común de varios elementos y factores; un solo fenómeno no basta para llegar a un conocimiento en este campo de lo «real». Sin embargo, ese procedimiento nos proporciona la seguridad, que es tan necesaria como suficiente para nuestra vida concreta y sus decisiones. Nosotros emprendemos esa operación, por ejemplo, en las decisiones que afectan a nuestra vocación o cuando nos atamos de por vida a una persona con el matrimonio, así como en las decisiones importantes acerca de problemas políticos, jurídicos y sobre todo éticos.

4. Cf. H. Fries, Die Religionsphilosophie Newmans, Stuttgart 1948.
5. H. Fries, Konvergenzargumentation, en LThK VI, 517s.

El médico, el juez, el político, el pastor de almas, todos manejan la «argumentación convergente» y sin la misma no pueden ejercer su profesión. Newman ilustra su pensamiento con esta imagen: «Lo que pienso puede aclararse muy bien con un cable, que está formado por cierto número de alambres, cada uno de los cuales resulta débil, pero que juntos son tan fuertes como una barra de hierro»6. Una barra de hierro representa según él la demostración matemática o estricta, mientras que el cable representa la demostración no matemática, la llamada demostración moral y la certeza que de ella deriva (una certeza moral necesaria y suficiente para obrar). Newman acompaña el ejemplo con una experiencia importante: si para todas las decisiones exigiéramos una demostración matemática o lógica evidente, jamás llegaríamos a la acción, jamás tomaríamos una decisión. Esta es la ley a la que hemos de acomodarnos, porque no tiene sentido pretender hacerlo todo more geometrico.

De ese reconocimiento de la credibilidad todavía hemos de concluir que, propiamente hablando, no se puede imponer. «Argumentos concluyentes en favor de la credibilidad de una persona puede haber muchos, pero ninguno puede obligarnos a aceptarlos. La credibilidad está en el horizonte de la libertad y de la voluntad: Nemo credit nisi volens»7.

El «yo creo en ti - yo te creo» supone, pues, la credibilidad y la demostración de esa credibilidad en la persona a la que creo; el confiar supone una visión y consideración previa. Cuando esa prueba viene dada con el conocimiento de la credibilidad habitual, que precede y condiciona la fe, entonces se abre el marco y se crea la condición para las posibilidades y la realización del «yo creo en ti - yo te creo».

En esa prueba de la credibilidad se fundamenta también la existencia de los diferentes estadios y grados de la fe personal, habida cuenta de la diversidad de personas y de su cualificación y competencia que la prueba de credibilidad aporta, habida cuenta de su dignidad y autoridad. Pero en ese conocimiento de la credibilidad se funda asimismo la delimitación del «yo creo en ti - yo te creo» incluso respecto de una persona particular y el que la fe no acoja y reconozca todo sino sólo, según los casos, aquel aspecto en que una persona es competente y se muestra digna de crédito. El conocimiento de la credibilidad, que precede a la fe, puede ser precisamente el motivo de que la fe no se dé o no pueda darse, que haya de denegarse, porque aquel al que conozco o he conocido no merece fe alguna.

6. J.H. Newman, Briefe und Tagebuchaufzeichnungen aus der katholischen Zeit seines Lebens, en la selección de sus escritos publicada por M. Laros y W. Becker, vols. II y III, Maguncia 1957, 378.
7. J. Pieper,
Über den Glauben, Munich 1962, 39; versión castellana: La fe, Rialp, Madrid 21971.


La dimensión trascendente

Del conocimiento de la persona, que precede a la fe como su condición y supuesto, se desprende algo extraordinariamente importante: la fe en sentido pleno e ilimitado, que nada puede impedir, no es posible ni lícita en el marco y campo de las relaciones interhumanas. Es precisamente el conocimiento de la credibilidad el que llama la atención sobre los límites, fallos y debilidades, imperfecciones y limitaciones, propias del hombre en general y en particular, y que impiden que incluso en el acto de fe lleve a cabo lo que desea y para lo que está dispuesto, el «yo creo en ti - yo te creo» en general y sin limitación alguna.

Cuando en las relaciones entre hombre y hombre se reclama o lleva a término una fe en sentido radical, total e ilimitado, se realiza algo inhumano, algo que no se condice ni con la capacidad ni con la dignidad del hombre. Porque no hay persona mayor de edad que por su misma naturaleza sea espiritualmente tan inferior o tan superior a otro ser humano, como para representar una autoridad simple y llanamente indiscutible.

Lo cual significa que la fe en sentido pleno e ilimitado sólo es posible con la condición de que «exista alguien, que esté incomparablemente por encima de la persona mayor de edad, como ésta se encuentra por encima del menor, y que ese alguien haya hablado de una manera que el hombre puede percibir»8.

8. Ibid. 37.

Con ello la fe, que tan decisivamente está referida al hombre y a la intersubjetividad, señala y apunta en su estructura básica y en la intención de su proceso más allá del hombre. Y ello no mediante la construcción de una superestructura artificial sino tomando en serio la fe en sí misma. Se alcanza así un punto de apoyo y una especie de mediación para reflexionar sobre la fe en sentido teológico.

Naturalmente que con estas reflexiones no se prueba y ni siquiera se muestra suficientemente que exista Dios como el tú infinito ni que Dios se revele y se haya revelado al hombre. Pero sí se dice —y eso es suficientemente importante— que en el hombre mismo, en el proceso básico de la fe como acto personal, como acto de encuentro y de confianza, se da un supuesto, una condición de posibilidad para la fe en Dios y su revelación posible, porque la fe señala más allá de cualquier tú finito, porque en su sentido radical no puede llevarse a término de una manera finita. Cierto que el supuesto para una realidad no es ella misma; lo que se aguarda o espera no es la consumación. Pero sin expectativa y esperanza no cabría imaginar consumación alguna, como sin pregunta no hay respuesta.

El «yo creo en ti - yo te creo», referido al tú de Dios y a una posible revelación divina, no sería en cualquier caso una alienación del hombre, sino que representaría una consumación suprema, por cuanto que el encuentro, la confianza, la fe y el amor pertenecen al hombre, a la vez que lo trascienden.

Esta referencia no constituye una demostración de lo fáctico, pero sí desmonta las limitaciones y barreras que, con bastante frecuencia, y especialmente hoy, se encuentran o se ponen en el camino de la fe y de su plena y genuina comprensión: prepara positivamente el horizonte de las cuestiones, entre las que hay que contar con una posible revelación por parte de Dios.

 

§2

LA FE EN EL HORIZONTE DE LA CUESTIÓN DEL SENTIDO

Con este tema se pretende abrir un nuevo acceso a la fe en sentido teológico. Ello ocurre en el convencimiento de que para la fe teológica no basta la fe personal, tan extraordinariamente importante y que posibilita tantas cosas. Y eso por la razón de que es básica en el campo intrapersonal e interhumano teniendo ahí por lo mismo una gran importancia; pero en el fondo sólo cuenta para quienes se ven afectados directamente. Con ello la fe así entendida está limitada y como privatizada en su campo de aplicación y en las relaciones del yo al tú, por más que también pueda ampliarse en el marco de las personas. Pero cuando la fe —supongámoslo así— en sentido teológico afecta a todos los hombres, cuando además tiene una pretensión pública, cuando ha de tener relación con el conjunto de la realidad y de la experiencia real, entonces la fe ha de poner en juego una dimensión distinta de la meramente personal-dialógica.

A esta reflexión hay que añadirle explícitamente otra: en el ámbito humano la marcha personal puede aparecer limitada como un encuentro del yo y del tú, aunque eso en modo alguno debe significar un cierre sino que bien puede ser una apertura a lo más amplio y al conjunto. Y ello porque la concreción personal incluye la posibilidad de una amplísima universalidad, lejos de excluirla. Esto afecta muy especialmente a las relaciones entre el hombre y Dios; porque el hombre, cada hombre, está referido sin más a Dios como la realidad que todo lo determina, incluido el hombre, está referido a Dios como el tú infinito. Dios es el tú infinito para cada uno de los hombres; y no lo sería, si sólo fuera mi Dios, el «Dios mío de cada uno» (K. Jaspers). Lo específico de la fe en Dios está en que, a diferencia de lo que ocurre en el ámbito humano, lo personal va ligado al todo y el todo va ligado a lo personal.

Sin embargo es oportuno y congruente poner explícitamente en juego y articular la otra determinación antropológica de la fe, aquella dimensión que va vinculada a la palabra «sentido»1. Con ello se expresa el conjunto de toda la realidad, y también el conjunto de la existencia humana. Sentido —como expondremos enseguida— tiene que ver con el todo. Dios, que en la fe sale al encuentro como un tú, y al que como un tú nos dirigimos en el lenguaje de la fe, en la plegaria, es a la vez la realidad que determina el conjunto, que da sentido a todo. De ese modo la cuestión del sentido representa un contexto importante para la inteligencia de la fe.

1. Acerca del tema, ver: R. Lauth, Die Frage nach dem Sinn des Daseins, Munich 1953; B. Welte, Auf der Spur des Ewigen, Friburgo-Basilea-Viena 1963; H. Gollwitzer, Krummes Holz - aufrechter Gang. Zur Frage nach dem Sinn des Lebens, Munich 1970; versión castellana: Pregunto por el sentido de la vida, Sociedad de Educación Atenas, Madrid 1977; W. Kasper, Móglichkeiten der Gotteserfahrung heute, en Glaube und Geschichte, Maguncia 1970, 120-143; versión castellana: Fe e historia, Sígueme, Salamanca 1974; P.L. Berger, Auf den Spuren der Engel. Die moderne Gesellschaft und die Wiederentdeckung der Transzendenz, Francfort 1971; versión castellana: Rumor de ángeles, Herder, Barcelona 1975; V. Frankl, Der Mensch auf der Suche nach dem Sinn, Friburgo-Basilea-Viena 1972; Id., Der Wille zum Sinn, Berna 1977; H. Fries, Gott und der Sinn des Lebens, en H. Fries (dir.), Gott - die Frage unserer Zeit, Munich 1973, 160-170; A. Paus (dir.), Suche nach Sinn — Suche nach Gott, Graz-Viena-Colonia 1978; H. Küng, Existiert Gott? Anwort auf die Gottesfrage der Neuzeit, Munich-Zurich 1978; versión castellana: ¿Existe Dios?, Cristiandad, Madrid 1979; R. Spaemann-R. Loew, Die Frage Wozu?, Munich 1981; Nichttheologische Texte zur Gottesfrage im 20. Jahrhundert. Mit einer Einleitung von L. Kolakowski, Berlín 1981; H. Dóring-F. X. Kaufmann, Kortingenzerfahrung und Sinnfrage, en Christlicher Glaube in moderner Gesellschaft, vol. 9, Friburgo 1982, 7-67; K. Rahner, Die Sinnfrage als Gottesfrage, en Schriften XV (1983), 195-205; W. Pannenberg, Anthropologie in theologischer Perspektive, Gotinga 1983.


Significación del sentido

Vaya por delante un intento de descripción del sentido. El sentido (Sinn) tiene que ver en distintas lenguas con el camino o viaje, y significa la dirección que se toma, la meta al final de una vía. Originariamente el sentido es la determinación de una dirección dentro de un amplio sistema de relaciones, subordinando así lo particular al conjunto, en y con una conexión que resulta patente. Hablamos de «sentido» cuando algo «concuerda», cuando comprobamos que está bien, que las cosas van como deben. El sentido, por tanto, es una coincidencia entre lo que es y lo que «realmente» debe ser. Descubro un sentido cuando algo se consigue y sale bien, cuando iluminan mi pensamiento y comprensión unos significados y relaciones que a la vez son satisfactorios para mi sentimiento vital. Descubro un sentido cuando en cierto modo puedo decir sí y amén a aquello que me sale al encuentro, aquello que hago, expresando así mi asentimiento y refrendo, mi paz, felicidad, realización y alegría.

El sentido va ligado a las experiencias de salvación y totalidad, con la peculiaridad del hombre en y con su mundo. El «mundo feliz» tantas veces descrito, a menudo censurado pero deseado secretamente, se imagina como el mundo lleno de sentido y que se manifiesta como tal.


Experiencias del sentido

El sentido se experimenta en los instantes de triunfo y de felicidad. Expresión de esa experiencia del sentido es la respuesta encontrada, la visión y el conocimiento obtenido, una esperanza colmada, una acción buena, una obra completa, la meta que se alcanza, un gran amor correspondido que se logra en la medida en que se da, el perdón otorgado, y también la vivencia de lo bello en la naturaleza y en el arte.

Distinta, pero más intensa aún, resulta la búsqueda del sentido, impulsada de un modo concreto y primario por experiencias negativas; es decir, allí donde el sentido aparece encubierto, distorsionado o roto: en las experiencias de infelicidad bajo sus distintas formas y aspectos: el dolor, el sufrimiento, la pérdida, el fracaso de unos planes, el no conseguir una meta, la destrucción de la obra de una vida, la desgracia de los inocentes que sufren. En todos esos casos experimentamos la ausencia de sentido, el absurdo, porque no entendemos lo que ocurre y no podemos establecer conexiones, porque se entrecruzan nuestro pensamiento y nuestras representaciones, nuestros esquemas de causalidad y correlación, que tenemos de nosotros mismos, del hombre y del mundo. Son los planteamientos que se articulan en preguntas como «¿por qué? ¿Por qué yo precisamente? ¿Por qué precisamente a mí?» El que no encontremos ni obtengamos respuesta a las mismas es lo que constituye la experiencia del absurdo.

El problema del sentido se plantea también de modo particular allí donde encontramos personas que, como suele decirse, «están acabadas», personas y destinos humanos que en cierto modo no justifican ni legitiman ningún mérito, ningún trabajo, ninguna utilidad. Tales son los inválidos totales, los enfermos incurables, los que han perdido el juicio, casos todos en los que la razón no puede formular un «para qué» lógico y con sentido.

Y hay todavía otra experiencia del absurdo como privación o vacío de sentido en la forma de saciedad, de aburrimiento y hastío, que puede ir unida a todos los signos del bienestar, de la civilización técnica, pero que deja insatisfecho, porque la existencia sigue sin felicidad ni tensión, sin hondura ni centro alguno. Es la situación del hombre que no sabe qué hacer consigo mismo, que realiza su profesión, su trabajo, sin participar, sin una relación interna con el todo ni consigo mismo, que, como suele decirse, vive simplemente al día, que gasta o mata el tiempo, que según una sentencia famosa de Pascal no aguanta el quedarse solo en su habitación; en lo que según dicho filósofo está la infelicidad del hombre2. Es la situación del hombre que se refleja en la pura superficialidad, la indiferencia o el puro funcionalismo, así como en la fuga constante de sí mismo hacia las actividades, las numerosas «maniobras de diversión» o hacia la droga que difumina la conciencia y crea un mundo ilusorio con la consecuencia de una desilusión más descorazonante aún. El símbolo de esta experiencia, de ese estado anímico, es el aburrimiento de bostezo y con bastante frecuencia el «acabar con todo» en forma de suicidio, porque a menudo se llega a la conclusión de que todo es absurdo. La experiencia de la falta de sentido como «vacío existencial» es una de las causas principales de neurosis. Viktor Frankl se ha referido enfáticamente a este punto y, a diferencia de S. Freud, de C.G. Jung y también de A. Adler, ha hablado de «neurosis noógenas» convirtiéndolas en campo de diagnósticos y terapias detalladas.

2. Pensamientos n.° 184.

La forma extrema de la experiencia del sentido en su aspecto negativo es la experiencia de la muerte; no de la muerte como final de una vida madura y lograda, es decir, no de la muerte natural que suele decirse, ni el final de una enfermedad incurable en que la muerte se experimenta como una liberación (aunque el problema de la enfermedad incurable siga siendo, como el problema de la muerte, una despedida radical de todo). Se trata más bien de la muerte inesperada, de la muerte de una vida joven y floreciente con todas las expectativas que abre una vida así, la muerte que nos presenta a los progenitores en la tumba de sus hijos, que roba la madre a unos niños, la muerte con que nos tropezamos en las guerras, en los campos de aniquilamiento, bajo la forma del crimen y la brutalidad. Esa muerte es el final de todo, el final de las expectativas, de las esperanzas, de los planes con sentido. Polvo y ceniza son los restos que quedan de la vida, que se defendió con todos los medios contra la muerte, que expulsó la muerte de la conciencia y que se aseguró contra ella no queriendo tenerla en cuenta.

Dice el concilio Vaticano II que «el enigma de la condición humana alcanza su vértice en presencia de la muerte. Lo que tortura al hombre no es solamente el dolor y la progresiva disolución de su cuerpo, sino también y mucho más, el temor de un definitivo aniquilamiento. Piensa, por consiguiente, muy bien cuando, guiado por un instinto de su espíritu, detesta y rechaza la hipótesis de una total ruina y de una definitiva desaparición de su personalidad. La semilla de la eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se subleva contra la muerte, y todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no logran acallar la ansiedad del hombre, pues la prolongación de una longevidad biológica no puede satisfacer esa hambre de vida ulterior que, ineluctablemente, lleva enraizada en el corazón»3.

Nuestras experiencias del sentido, tanto en su consideración positiva como negativa, no son por tanto comprobaciones de tipo meramente racional y frío. Más bien van ligadas a un anhelo palpitante, a un pathos apasionado. Y se articulan ante todo negativamente por cuanto que la sinrazón, el absurdo y, sobre todo, la maldad, el odio y la injusticia, el egoísmo y la brutalidad, el poder del más fuerte y hasta la misma muerte no pueden alcanzar el triunfo definitivo, no pueden tener la última palabra, y que lo «totalmente otro», la superación de todas esas tenebrosidades y el «anhelo de lo totalmente otro»4, no es un anhelo utópico. A ello contribuye la disposición a no quedarse en el mero deseo, sino ayudar a escapar poco a poco del poder del mal y resistir a la injusticia.

3. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy (Gaudium et spes) n.° 18. (La versión castellana de los textos del Concilio se toma de Vaticano H. Documentos conciliares completos, Razón y fe, Madrid 1967.)

4. M. Horkheimer, Die Sehnsucht nach dem ganz Anderen. Ein Interview mit Kommentar von H. Gummnior, Hamburgo 1975.

Tenemos la esperanza —y también esto entra en la experiencia del sentido— de que las preguntas taladrantes obtengan una respuesta y que las dudas torturantes hallen solución, que el miedo se transforme en seguridad, que ya no tengamos que sufrir y consumirnos en nuestros defectos y en las deficiencias de todo cuanto existe y que en todo ello la cuestión del sentido no resuelta lleva a una respuesta. Mas tenemos también la esperanza de que el amor no muere y de que lo que cuenta sobre todo es la verdadera vida.

Tenemos una experiencia múltiple del sentido en la forma de experiencia de la negatividad, del absurdo. También se sirven del vocablo absurdo quienes rechazan como improcedente esa cuestión. Pero quien habla de absurdo supone un saber y una inteligencia de cualquier tipo que sea, una preinteligencia del sentido, desde la que se diferencia el absurdo y se define como una réplica u oposición al sentido. De otro modo no cabría hablar de un absurdo.

Quien declara que todo es absurdo y ve ahí una afirmación legítima, honrada y hasta cargada de sentido, tiene mayores dificultades en fundamentar su decisión a favor del absurdo como opción básica de su vida que aquel que atribuye un sentido al mundo, la historia y la vida, y se adhiere a ese sentido. Quien declara que todo es absurdo no puede hacer entender por qué el hombre lucha contra el absurdo en todas las formas, modalidades y manifestaciones, se esfuerza por superarlo y se resiste a otorgarle la última palabra esclarecedora de todo ni le otorga la victoria final. Eso es lo que significa que el sonido precede a la disonancia (Th. Haecker), que el sí llega como adelantado del no, que es el sí el que aguanta al no, y no a la inversa.

¿Cómo tiene el hombre una experiencia del sentido?

Ello se debe a la apertura mundana, específica del propio hombre. El hombre no está adaptado, como el animal, a un entorno preparado de antemano para él y en el que el animal se mueve con la seguridad del instinto. Por el contrario, el hombre es —como se ha dicho5— un «animal biológicamente deficiente», mal provisto y necesitado de muchas prótesis. Pero el mundo del hombre no es el «entorno» sino el mundo en su totalidad. Al mundo en su conjunto está abierto el hombre, como un ser que pregunta, piensa, configura y planifica. Sus carencias biológicas e instintivas las suple mediante el intelecto y la libertad, el espíritu y la voluntad. Con ello se convierte de alguna manera en todas las cosas: «Homo quodammodo est omnia.» Mediante el conocimiento el hombre se apropia el mundo, puede servirse de tales conocimientos e interviene en el mundo cambiándolo y configurándolo. El mundo existente lo convierte en su mundo, se lo subordina y se responsabiliza del mismo.

5. A. Gehlen, Der Mensch. Seine Natur und seine Stellung in der Welt, Bonn 121978; versión castellana: El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Sígueme, Salamanca 1980; cf. al respecto W. Pannenberg, Anthropologie in theologischer Perspektive, Gotinga 1983.

Ese conocer inquisitivo no le permite al hombre darse por satisfecho con la información parcial sobre esto o aquello, ni contentarse con lo fáctico o lo existente y tomar conocimiento sin más, afirmar y legitimar lo que está dado, el caso respectivo y todo lo que pasa. El hombre quiere conocer la realidad total, desea establecer y conocer conexiones y llegar «más allá». Una y otra vez reconoce que su pensamiento, su querer y su anhelo no encuentran satisfacción en lo particular y concreto, que cada respuesta es el. comienzo de una nueva pregunta, que toda obra terminada representa el fundamento para otra nueva, que cada meta alcanzada es un punto de trasbordo para nuevas singladuras y que cada encuentro feliz mantiene abierto el anhelo de lo totalmente otro. Que el hombre se pregunte por el sentido como por el todo tiene su razón de ser en el propio espíritu humano abierto y sin fronteras, que certifica su apertura sin límites en el hecho de preguntar.

Que el hombre articule y especifique así esta cuestión del sentido, que proteste contra el mal, que se resista a que el odio, la violencia y la injusticia tengan la última palabra, que desee el triunfo del bien y de la justicia, todo ello tiene su fundamento en la conciencia del hombre y en la determinación de su voluntad por el bien. El bien sin más, absoluto y sin condiciones, es el horizonte dentro del cual el hombre hace el bien particular. Y cada acto bueno concreto apunta al bien en general. La cuestión del sentido se define desde el espíritu y la conciencia del hombre y ahí se fundamenta.

Teniendo en cuenta esa situación y disposición del hombre, teniendo en cuenta «la condición humana» y las consecuencias inevitables, Bernhard Welte habla del «postulado de sentido» de la existencia. Nuestra existencia como tal supone un sentido; más aún, lo exige, sin que para ello necesite de un acto explícito. Sin tal supuesto la existencia humana no puede mantenerse en modo alguno. Esto se advierte con especial claridad en la imagen negativa. Welte pregunta: Si todo vuelve a la nada, si alguna vez y definitivamente todo será una nada sin fin, ¿tienen una relevancia seria y verdadera las realizaciones inmanentes del sentido? «¿Tienen entonces realmente un sentido el amor y la fidelidad, por ejemplo? ¿Cabe el seguir manteniendo en serio la distinción entre justicia e injusticia, entre verdad y mentira, entre libertad y esclavitud? ¿A qué conduce el que personas notables y puras dediquen su vida al servicio de los enfermos o la pongan al servicio desinteresado de la libertad y la justicia? ¿A nada?

»Y más tajantes se alzan aún las preguntas análogas frente a las experiencias y hechos negativos. ¿Se puede pensar que el sufrimiento de los inocentes sea absurdo? ¿Se puede y debe pensar que los grandes interrogantes, que un Dostoievski y un Camus han formulado en presencia del dolor, no tienen respuesta alguna? Si más pronto o más tarde todo vuelve a la nada, no tiene efectivamente ninguna respuesta. Y en tal caso tampoco las respuestas a corto plazo aportan nada. El vaticinado paraíso futuro no es una auténtica solución del problema, porque si sola la última generación podrá entrar en él y todas las precedentes se perderán en la nada, ¿por qué no pensar que tenemos toda la razón para suponer que también ese paraíso pronosticado se disolverá en la nada, y que todo corre hacia la nada? Si todas las cosas, las buenas y las malas, la felicidad lo mismo que la desgracia en definitiva están condenadas indistintamente a la vieja marmita de la nada y en ella quedarán para siempre y sin distinción ¿tiene todavía sentido comprometerse por la verdad y la justicia y no por la injusticia y la mentira? ¿Tiene sentido comprometerse por la felicidad de los hombres más que aceptar indiferentes su desgracia? La nada, entendida y explicada como nada absoluta, pone de raíz en tela de juicio todo sentido y toda actitud ética del hombre. Es una consecuencia a la que no se puede escapar en serio, aunque los hombres escapen alegremente y de continuo a la misma. Los hombres parecen protegidos de esa última consecuencia gracias a un instinto ético que nadie puede extirpar. Nosotros, sin embargo, hemos de afrontar sin temor justamente esa consecuencia última. Si todas las cosas indiscriminadamente y para siempre están condenadas a la nada, que es una nada absoluta y completa, entonces no hay cosa alguna que tenga un verdadero sentido.

»Ahora bien, esa solución es insostenible; no podemos aceptarla. Se le opone frontalmente el postulado de sentido de nuestra existencia humana y de nuestros semejantes. Ese postulado, a poco que lo consideremos de un modo lo bastante concreto, es irrenunciable. Y se convierte en un postulado básico de la ética, que requiere a su vez una decisión ética de fondo. Decisión que puede expresarse con la frase: todo tiene sentido. Porque no se puede eliminar la distinción entre el bien y el mal; porque es necesario mantener que el amor tiene un sentido; que la lucha por la libertad y la justicia tiene un sentido asimismo, y que tiene un sentido el dolor de los que sufren. El irrenunciable postulado ético hay que hacerlo valer contra la amenaza absoluta del absurdo absoluto y universal, que arranca de la experiencia de la nada mantenida consecuentemente»6

6. B. Welte, Versuch zur Frage nach Gott, en Zeit und Geheimnis, Friburgo-Basilea-Viena 1975, 124-138, especialm. 135s.

En este contexto emerge el tema de la fe como opción, como decisión de todo el hombre por la totalidad de su vida. Tal decisión no se toma gratuitamente, pero es más que la suma computable de los motivos posibles; es un sí que se pronuncia desde la razón, la libertad y el valor. Tal decisión que mira al conjunto de la experiencia, del mundo y de la historia, no es el resultado de una ciencia exacta particular con una evidencia lógica y con pruebas irrefutables, sino que es un acto de fe del hombre. Un acto del que cada uno es capaz y al que está llamado; un acto que afecta incondicionalmente a cada uno, un acto que de hecho lleva a cabo el que se niega a tener fe. Incluso el que no se decide, toma por ello mismo una decisión, aunque sea la peor de todas: es la decisión por lo que no ata, la decisión del que queriendo cazar cien liebres no caza ninguna.

La cuestión de quién da el sentido

Darnos un paso más y nos preguntamos: ¿somos nosotros los que nos damos a nosotros mismos, a nuestro obrar, a nuestra vida y a las cosas, a los sucesos y acontecimientos de la realidad un sentido, o lo recibimos porque existe algo que tiene sentido?

Sin duda alguna que damos a nuestro obrar un sentido, cuando lo ponemos al servicio de un plan o de una meta, cuando lo insertamos en el horizonte general de la vida, cuando ordenamos lo particular dentro de un contexto e intentamos realizarlo como parte de un todo. Pero ya con estas comprobaciones reconocemos la existencia de planes y objetivos, horizonte y contexto, y reconocernos que el conjunto no es algo construido, producido y fabricado sólo por nosotros. Es algo que descubrimos, que nos viene «dado» y que nosotros recibimos. Este elemento de la determinación del sentido resalta aún más en otras experiencias, como la del amor, la amistad, el perdón, el reconocimiento. Brilla ahí un sentido que produce paz, alegría, asentimiento y felicidad. Pero todas esas realidades de amor, amistad, perdón, reconocimiento, no las producimos nosotros ni podemos imponerlas, nosotros las recibimos porque se nos otorgan y entregan. Ciertamente que también nosotros podemos ser los donantes respecto de otros y crear así un sentido; pero el rasgo básico de esa experiencia del sentido es que el recibir precede al obrar, y el ser precede al tener (E. Fromm)7.

7. E. Fromm, Haben oder Sein. Die seelischen Grundlagen einer neuen Gesellschaft, Stuttgart' 1977; versión castellana: Tener o ser, F.C.E. Madrid 71979; versión catalana: Tenir o ésser?, Claret, Barcelona' 1984.

Que no somos nosotros los auténticos donadores del sentido, por mucho que nos esforcemos en hacerlo y aunque en parte lo consigamos, se echa de ver además en que no tenemos presente el conjunto, al que apunta la cuestión del sentido y la respuesta que reclama; no abarcamos con la mirada ese conjunto, ni disponemos de él, ya se trate del conjunto del mundo, de la historia o de nuestra vida. Nosotros confiamos en una razón de ser, que no procede de nosotros. La misma situación se advierte en el hecho de que cada respuesta da origen a una nueva pregunta, porque no recogemos el conjunto de la realidad con nuestros conocimientos y preguntas, al ser siempre mayor que nuestro pensamiento y comprensión finitos.

Asimismo experimentamos que cuando intentamos dar un sentido a determinadas experiencias y sucesos fracasarnos a menudo o justamente no somos capaces de reconocer sentido alguno y que a cada ensayo de respuesta a nuestra pregunta, al estilo de las respuestas de los amigos de Job, reaccionamos de forma alérgica o irritada.

Que en la cuestión del sentido al recibir precede a obrar se pone de manifiesto en que lo que nos hace felices, lo que nos sale bien, ciertamente que también es parte nuestra, pero la parte dominante la experimentamos como un regalo, como algo que se nos otorga. El «gracias a Dios», mil veces repetido en todas las situaciones imaginables de la vida, es quizás una referencia difusa e impensada al hecho, aunque no deja de ser importante y constituye un signo de que el pensamiento en todas sus formas se relaciona con la gratitud y la gratitud con el pensamiento. Y finalmente: la escasa medida en que nosotros damos o creamos y producimos sentido se advierte en el hecho de que en definitiva ni explicamos ni podemos eliminar todo lo ilógico que percibimos en la desgracia, la enfermedad, el dolor y la muerte, por mucho que en casos aislados consigamos una explicación, ayuda, alivio y profilaxis, y hoy eso más que antes en la historia de los hombres. Pero surgen nuevas fuentes y nuevos campos de lo ilógico y absurdo. Persiste la filigrana de la finitud, persisten las disonancias y el sentimiento de insatisfacción, así como la pregunta sin respuesta del «¿por qué? ¿por qué yo precisamente, por qué precisamente a mí?» Es una pregunta que no desaparece del mundo ni siquiera con la más bella teoría, que aparece por ejemplo bajo la forma de la teodicea de Leibniz, ni mediante las referencias a la luz y la sombra, el día y la noche. Todo lo contrario, la pregunta se agudiza.

A ello se suma el que cuando intentamos crear un mundo mejor, más justo y más libre, a menudo nos encontramos nosotros mismos en condiciones de injusticia y violencia. Empleamos la violencia para defendernos contra la violencia injusta. Las grandes potencias se arman para impedir los horrores de la guerra. Sin que podamos salir de ese círculo infernal de violencia y contraviolencia, de injusticia y venganza. No podemos superar el campo de lo absurdo y de lo ilógico en su conjunto.

Pero —y esto es lo extraño— a pesar de todas las experiencias negativas, a pesar de los fracasos y reveses, volvemos a abrirnos, nos reconciliamos de nuevo con la vida, con el tiempo, con el futuro, y alimentamos la esperanza de que la vida continúa y hasta empezará de nuevo, y que la madre, sin engaños y con plena confianza, podrá consolar a su hijo diciéndole: No tengas miedo, todo irá bien8.

8. P.L. Berger, Auf den Spuren der Engel, Francfort 1971, 82ss; versión castellana: Rumor de ángeles, Herder, Barcelona 1975.

¿De dónde lo sabe la madre? Lo sabe de su invencible y siempre renovada confianza originaria en la bondad del conjunto de la realidad, de su confianza en el sentido, aunque ella no pueda demostrarlo matemáticamente. Pero madre e hijo viven de la misma. No se trata de una «mentira por amor», sino que está ahí descrita la verdadera situación del hombre. La verdad de su confianza en el sentido del conjunto está en su acreditamiento que se impone y demuestra en la vida. Y eso es algo distinto y superior a una fórmula matemática o lógica, con la que no se puede vivir, con la que no se puede aguantar nada y con la que tampoco se puede sufrir o morir. No se sostiene la frase de Max Frisch: «Me basta la matemática.» No, ni siquiera a él le basta. El ya mencionado Viktor Frankl escribió un libro sobre el tiempo que pasó en un campo de concentración con este título: Trotzdem Ja zum Leben sagen! Ein Psychologe erlebt das Konzentrationslager9. Libro que en Norteamérica ha conocido cincuenta ediciones, aunque en Alemania sólo se publicó en 1977 y sin demasiada resonancia. Documentos de ese tipo son importantes y concluyentes, pues se trata de un caso serio de acreditamiento, y no de un juego teórico.

Frankl escribe: «Mientras que la preocupación de los más giraba en torno a la pregunta de ¿sobreviviremos al campo?, pues que de no ser así, todo este sufrimiento no habría tenido sentido alguno, la pregunta que a mí me inquietaba era otra: ¿Tiene un sentido todo este sufrimiento, toda esta nuestra agonía? De no ser así, tampoco tendría sentido en definitiva el sobrevivir al campo. Porque una vida, cuyo sentido depende de si se escapa o no de él; es decir, una vida cuyo sentido depende de la benevolencia de semejante azar, una vida así no valdría realmente la pena de vivirla»10

Hay en ese libro otras dos frases que se me antojan importantes. Es una cita de Nietzsche: «Quien tiene un porqué para vivir, soporta casi cualquier cómo»; y esta otra: No importa tanto lo que nosotros podemos esperar aún de la vida cuanto lo que la vida espera de nosotros. No la vida en general, sino la vida que en cada situación concreta nos pide una respuesta concreta. Lo que nos importaba era el sentido de la vida en su totalidad, que incluye también la muerte, y así no sólo salvaguarda el sentido de la vida sino también el sentido del sufrimiento y de la muerte; por ese sentido luchábamos11. Con otras palabras: la vida sólo tiene un sentido, cuando existe un sentido junto con la muerte.

9. Munich 1977; versión castellana: El hombre en busca del sentido, Herder, Barcelona '1985.
10. Ibid. 110.
11. Cf. ibid. 126.

En esas frases y en la experiencia que late bajo las mismas, así como en la palabra de la madre a su niño de que todo volverá a ir bien, podemos advertir que se supera el espacio de lo real y el horizonte de lo fáctico y de lo humano, y que se abre una realidad con las dimensiones de una totalidad, la cual supera la medida del hombre, la medida de sus posibilidades y de sus logros. Porque una totalidad, que abraza la vida, el sufrimiento y la muerte, no está a disposición de las fuerzas del hombre ni de las fuerzas de la humanidad. Una confianza originaria absoluta respecto del hombre no es posible ni lícita. Comenta Wolfhart Pannenberg: «Aunque la confianza fundamental depende primordialmente de las personas de relación más próxima, su mismo carácter ilimitado lleva implícito el apuntar siempre, por encima de la madre y de los progenitores, hacia una instancia capaz de justificar lo ilimitado de dicha confianza. La instancia en cuestión tiene que adecuarse a la genuina ilimitación de la confianza básica»12. Se supera aquí cualitativamente la frontera de lo humano y se hace patente una realidad que tiene que ver con el conjunto y la totalidad universal, capaz de proporcionar una conexión y un sentido a todas las cosas en la vida y en la muerte; un sentido que desde luego no creamos nosotros mismos, pero que se nos puede dar y que nosotros podemos recibir. Abrirse a ese sentido es lo que se llama creer.

De esa realidad nueva y totalmente otra vive el/hombre que se pregunta y busca un sentido, y que no puede vivir, padecer y morir sin dejarse determinar por el sentido de la vida. Por un sentido que abarca todas las cosas y el conjunto de la realidad tóda, del que no es capaz el hombre que vive en la historia, el hombre finito; por un sentido que el hombre sí puede recibir y aceptar para poder sostener su vida finita. Si del sentido, en la significación aquí descrita, cabe decir que abraza la vida y la muerte, luego éste señala como fuente y fundamento una realidad, que es la realidad que todo lo determina. Y precisamente eso, «la realidad que todo lo determina», es una descripción de lo que se indica con la palabra «Dios». «A la ilimitación de la confianza básica que, por encima de la madre como figura primaria de su objeto, apunta a Dios, responde su relación con la totalidad de uno mismo. La confianza básica se dirige en su sentido propio a aquella instancia que puede proteger y fomentar la mismidad en su conjunto. Por ello en el proceso vital de la confianza básica Dios y la salvación van íntimamente unidos»13

12. W. Pannenberg, Anthropologie in theologischer Perspektive, 226s.
13. Ibid. 227.

Volvamos al comienzo de nuestra reflexión: la fe en el horizonte de la cuestión del sentido. La fe es la forma con que el hombre se comporta frente a las cuestiones que atañen al conjunto de su vida y de la realidad, la forma en que las ve y les da una respuesta. Cierto que esas cuestiones se pueden rechazar como improcedentes en el plano teórico e intelectual, como lo hace el positivismo; pero en la práctica no se puede escapar a las mismas. Todo el mundo vive consciente o inconscientemente, explícita o implícitamente, de algún vasto proyecto existencial. En cualquier caso no son cuestiones que puedan solucionarse como un problema particular. No se puede abarcar un conjunto de la misma manera que se abarca una realidad particular. El conjunto abraza todas las cuestiones, y nos abraza también a nosotros, por lo que no podemos objetivarlo como una cosa. Cuando se trata de las decisiones y cuestiones fundamentales de la vida, cuando están en juego el sentido o el absurdo, la esperanza o la desesperación, cuando nos las habemos con la opción básica y la orientación fundamental de nuestra vida, cesa cualquier conocimiento concreto, porque todo el mundo cree, incluso quien no emplea la palabra «fe», incluso quien rechaza la fe. La misma incredulidad es una decisión fundamental que en su opción por el conjunto difiere del conocimiento concreto —lo que también vale para la ciencia—, sin que pueda coincidir con ella sin más. En este plano no se trata de saber o de crear, sino de las formas y modos de la fe.

La fe en el horizonte de la cuestión del sentido proporciona un contexto extraordinariamente importante para el texto de la fe en sentido teológico, para la fe en Dios, en quien coinciden lo personal y lo universal, el tú infinito y el fundamento de toda realidad.

 

§3

LA FE FILOSÓFICA

Antes de abordar el problema de la fe en sentido teológico digamos todavía una palabra, por lo que hace al contexto y a la conexión, sobre el fenómeno de la fe filosófica; es decir, sobre el hecho de que la fe se da también en el campo de lo filosófico, y desde luego que no en oposición a la filosofía sino dentro de su horizonte. También con esta forma de consideración se ilustra y refuerza la idea de que la fe no se encuentra bajo el signo de un fenómeno deficiente, porque se mide por un criterio totalmente distinto, y en apariencia superior. Mencionemos como modelos de fe filosófica la fe filosófica de Kant y la de Karl Jaspers.

 

Immanuel Kant (1724-1804)

Kant es uno de los grandes personajes de la historia de la filosofía. Sus ideas y conocimientos condicionan el pensamiento filosófico hasta el día de hoy. Así lo indica la expresión de que ya no podemos retroceder más allá de Kant.

El propio Kant habla del giro copernicano, que introdujo su filosofía bajo el signo de la crítica de la razón. Ese giro consiste en haber demostrado, siguiendo el modelo de la ciencia moderna de la naturaleza, que el investigador no conoce simplemente unas observaciones particulares sobre la naturaleza ni se contenta con describir los procesos concretos que en ella se dan. La ciencia moderna de la naturaleza ha sido posible, según Kant, porque se ha forzado a ésa —mediante el repetido experimento— a regirse por las preguntas y supuestos que están en el sujeto del investigador. El investigador no aborda la investigación de la naturaleza con la actitud del alumno que pregunta y ha de aprender, sino con la del juez, que obliga a los testigos, a la naturaleza, a responder a las preguntas que él formula1.

El resultado es el conocimiento de las leyes naturales expuesto en conceptos matemáticos, y que no pretende saber qué es la naturaleza en su esencia sino cómo actúa, y que verifica su conocimiento en tanto que puede hacer cálculos y pronósticos claros de los procesos así como aplicaciones práctico-técnicas.

Ese es el rasgo fundamental que caracteriza el «giro copernicano» de Kant: el giro hacia el sujeto y la orientación al mismo. En consecuencia el conocimiento no es imitación de una realidad ordenada objetivamente, ni es tampoco la coincidencia entre pensamiento y objeto. Más bien es la posibilidad, creada por el sujeto y su capacidad, de ver, ordenar, sintetizar y por ende conocer objetivamente la realidad. De lo cual se sigue que el conocimiento en sentido estricto sólo puede darse, cuando hay una experiencia proporcionada por los sentidos, que gracias a las formas intuitivas de espacio y tiempo llega a la visión y representación, la cual se ordena después al conocimiento a través de las categorías de la inteligencia. De ahí el axioma de que los conceptos sin visión están vacíos y que las visiones sin conceptos son ciegas2.

1. I. Kant, Kritik der reinen Vernunft. Prólogo a la edición segunda, edit. por R. Schmidt (Edición Meiner), Leipzig 1930, 17-21; versión castellana: Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid '1984.
2. Ibid. 95.

Gracias al giro hacia el sujeto la universalidad y necesidad del conocimiento —o sea, el saber— lejos de verse estorbadas son más bien posibles. Al ser el sujeto y su función el sujeto de todas las personas conocedoras, es el ser del espíritu conocedor. Por eso habla Kant del sujeto trascendental. Y de ello se sigue también que conocemos y definimos el mundo y las cosas tal como se nos «aparecen».

El significado segundo de la trascendentalidad designa la capacidad del sujeto y la dotación de la inteligencia antes de cualquier percepción y conocimiento, es decir, la definición apriorística.

Durante largo tiempo se ha visto en Kant y en su filosofía al gran adversario irreconciliable de lo que constituye el tema de la fe teológica, y sobre todo según la específica concepción católica de la fe. Por motivos, en los que aquí no podemos entrar con detalle, se le ha considerado a Kant como el filósofo del protestantismo. Evidentemente por su giro hacia el sujeto y por su crítica de la razón. Pero ésta no es una valoración adecuada. En la teología y la apologética del catolicismo se le ha presentado a Kant bajo el cliché del «destructor universal», porque con su crítica de las pruebas tradicionales de la divinidad habría enterrado la fe en Dios.

Bien al contrario habría que dar la razón a Gottlieb Sóhngen cuando dice: «Si hoy la teología todavía no ha logrado adueñarse tan íntimamente de Kant como lo hiciera en tiempos la teología con Platón y con Aristóteles, ello no se debería tanto a Kant como a que las actuales generaciones de teólogos no parecen ser de aquella raza fuerte en la fe y en la ciencia como lo fueron aquellas generaciones de teólogos que se llamaron Orígenes, Agustín, Anselmo, Alberto y Tomás de Aquino».3

De acuerdo con una perspectiva negativa y parcial se ha pasado por alto que el problema acerca de Dios lo plantea Kant dentro de otros contextos. Donde mejor se echa de ver esto es en las preguntas que Kant ha formulado como las preguntas fundamentales de la filosofía:

¿Qué puedo saber yo?

¿Qué debo hacer?

¿Qué puedo esperar?4

El problema de Dios no puede recibir una respuesta positiva según Kant en el contexto de la pregunta «¿qué puedo yo saber?» Y ello porque, conforme a los supuestos y condiciones que él defiende, el hombre sólo tiene un saber en sentido estricto —como un conocimiento necesario y de validez universal— acerca de la ciencia de la naturaleza y de la matemática; es decir, según el concepto moderno de ciencia. Porque sólo ahí se dan, según Kant, las condiciones necesarias para el saber y el conocimiento, como son la experiencia, la visión proporcionada por los sentidos y los conceptos que las categorías de la inteligencia crean.

3. G. Sóhngen, Die Theologie im Streit der Fakultaten, en Die Einheit in der Theologie, Munich 1952, 12.
4. Kritik der reinen Vernunft, 728;
versión castellana: Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid 31984.

Si para Kant el conocimiento sólo se da en esas condiciones, si por lo mismo no es posible conocimiento alguno más allá de nuestra experiencia, está claro que no puede darse ningún conocimiento de Dios, ninguna prueba de Dios en sentido estricto.

Pero esta crítica de la razón pura es sólo la respuesta a la pregunta primera de ¿qué puedo saber yo?

Siguen pendientes las otras preguntas de ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? y ¿qué es el hombre? Aparecen en la famosa frase de Kant, en el prólogo a la segunda edición de su Crítica de la razón pura: «Yo tendría que eliminar el saber para dejar sitio a la fe»5. Lo cual significa que por el hecho de que no podamos conocer a Dios en el sentido de la razón teorética, no por ello se liquida el tema de la fe, sino que más bien queda abierto, aunque haya que repensarlo de nuevo. Explícitamente insiste Kant en el hecho de que porque la razón teórica no pueda conocer a Dios, ello no quiere decir que no exista la realidad Dios como «Ser supremo y causa primera de todo». En teoría el no poder demostrar la existencia de Dios no da derecho en modo alguno a negarlo. Con su crítica Kant quiere también echar un cerrojo a cualquier ateísmo dogmático.

La otra vía, para asegurarse de la realidad de Dios y obtener un nuevo acceso a partir del hombre, es la que Kant llama razón práctica, que entra en juego con la pregunta ¿qué debo hacer? y que se actualiza en la actuación práctica, y sobre todo ética, del hombre. En el obrar moral del hombre aparece, según Kant, algo incondicional y absoluto. Kant lo denomina el imperativo categórico, que reclama apodícticamente al hombre y le obliga, y del que el hombre está cierto: en el hombre hay una ley del obrar, que la voluntad afirma como una ley absoluta de su propia esencia. De ella dice Kant que contiene una determinación de la voluntad, que es inevitable y que se impone, aunque no descansa sobre principios empíricos.

El imperativo se llama categórico en contraposición a hipotético, porque no está motivado por ningún otro propósito, ni por el placer ni por una inclinación ni tampoco por éxito material alguno. El imperativo categórico sólo está motivado por sí mismo, por la ley de la moralidad reconocible en el hombre, a cuyo cumplimiento se siente obligado. Kant no da a ese denominado imperativo categórico ninguna determinación de contenido sino meramente formal cuando dice: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda contar como principio de una legislación universal»6. De hecho, sin embargo, se establecen con ello unos contenidos, todos los que —para decirlo en lenguaje moderno—hacen posible la vida en la sociedad humana. O, dicho en forma negativa: la prohibición de cuanto destruye la sociedad humana: violencia, opresión, mentira, injusticia, odio, etc.

5. Ibid. 28.
6. Kritik der praktischen Vernunft
(edición de W. Weischedel, VI), Darmstadt 1975, 140; versión castellana: Crítica de la razón práctica, Espasa Calpe, Madrid 31984; Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 51; versión castellana:
Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa Calpe, Madrid 81983.

Todo esto aparece con mayor claridad aún en otra formulación kantiana del imperativo categórico: «Obra de tal modo que, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre utilices a la humanidad como fin, nunca como simple medio.» «En la creación entera se puede utilizar como simple medio todo lo que se quiere y sobre lo que se tiene alguna autoridad: sólo el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo. En efecto, es el sujeto de la ley moral, que es santa»7.

7. Metaphysik der Sitten (W. Weischedel, VII), 61.

Las exigencias del imperativo categórico las experimenta el hombre como exigencias incondicionales y absolutas, como «obligaciones sagradas».

El órgano y facultad para ello es la razón práctica, otra palabra para designar la conciencia.

Se alude con ello a unos campos, que no se encuentran en la pura razón teórica, pero que lejos de no ser importantes su importancia resulta mayor desde una perspectiva humana. Además, el campo de lo ético, al que va aneja la cualidad de lo incondicional y absoluto, y hasta de lo santo, necesita de la certeza y fundamentación. Esta no se da por el conocimiento teórico del saber categorial de la inteligencia, sino gracias al pensamiento de lo incondicional, como postulado de la razón práctica que se orienta hacia el obrar. Sin ese postulado les falta al obrar ético y a la razón práctica su condición de posibilidad. Ese pensamiento de lo incondicional como postulado del obrar moral Kant lo llama también fe.

Al imperativo categórico, experimentado en la conciencia con carácter de obligación incondicional, se le suma, según Kant, el hecho, experimentado asimismo en la conciencia, de que se enjuicia la actuación del hombre y que sobre la misma se desarrolla un proceso como ante un tribunal, en el que existen los roles de acusado y de juez. Y hace Kant al respecto el siguiente análisis: «Cada hombre tiene conciencia y se encuentra observado, amenazado y contenido en el respeto por un juez interior, y esa autoridad que vela en él por las leyes no es algo que él se procure caprichosamente, sino que va encarnada en su propio ser. Le sigue como una sombra, cuando piensa en escapar... Esa disposición..., llamada conciencia, tiene en sí la peculiaridad de que, aunque ese su negocio sea un negocio del hombre consigo mismo, éste se ve obligado por su razón a realizarlo cual si recibiera la orden de otra persona. Porque aquí la actuación es el proceso de una causa jurídica ante un tribunal. Mas como el que es acusado por su conciencia se presenta como una misma persona con el juez, la representación de una corte judicial es inadecuada, porque allí el acusado siempre perdería. Así, pues, la conciencia del hombre ha de concebirse en todos los deberes como alguien distinto de sí mismo que es el juez de sus actuaciones, aunque no pueda estar en contradicción consigo mismo»8.

De ese otro dice Kant: «Dado que ese Ser moral ha de tener a la vez toda la autoridad en el cielo y sobre la tierra, porque de otro modo (cosa que es necesaria al oficio de juez) no podría proporcionar a sus leyes su efecto adecuado, y como ese Ser se llama Dios, hay que pensar la conciencia como principio subjetivo de una responsabilidad que ha de responder de sus actos ante Dios»9.

8. Ibid. 573.
9. Ibid. 574.

Con ello llega Kant a la idea de un Dios como supremo garante de la moralidad, al que corresponden los atributos de la justicia y de la santidad y que, por tanto, presenta unos rasgos personales: «En el imperativo subyace la idea de un imperante.»

Cuando Kant habla de la idea de Dios, no está pensando en que Dios sea en realidad una mera idea, al que no corresponde realidad alguna, sólo piensa y decide que el acceso a Dios no se da por la vía del conocimiento teórico, sino a través del pensamiento, del postulado de la razón práctica y de la fe. El hecho de la obligación incondicional, experimentada como real, y la conexión entre moralidad y felicidad, que también viene dada según Kant, conducen inevitablemente a la aceptación de un Dios distinto de la naturaleza y del hombre como un supuesto real del obrar ético. «La ley moral debe postular la existencia de Dios como necesaria para la posibilidad del bien supremo.»

Cuando Kant designa la admisión de la realidad de Dios como un postulado de la razón, está pensando en que es el supuesto real del obrar ético. Kant habla de la realidad objetiva de Dios, distinta del hombre, que es postulada por la ley práctica, que la acepta y —dicho con otras palabras— la cree. Pero, de conformidad con esto, la fe —y eso es lo que importa— no es un modo deficiente de saber, sino una manera específica que asegura la realidad de lo ético y de sus supuestos, un modo que tiene su propio mérito. Es una fe que Kant califica también de fe filosófica, la fe que se fundamenta en la razón práctica y de ella surge.

Lo cual significa, prolongando las líneas de este pensamiento, que la razón teórica deja libre el camino a la razón práctica. La ciencia, en la que se da el conocimiento, no tiene la última palabra sobre el sentido del mundo y de la vida. La ciencia no puede dar la respuesta definitiva a las preguntas de ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar? y ¿qué es el hombre?

Con ello se dice que la inteligencia no puede dar una visión última del ser hombre. Por encima de lo condicionado, que es lo único accesible a la ciencia, se alza algo incondicionado, pensable sí por la razón, pero que la inteligencia no puede conocer conceptualmente en su realidad. Pero no se distingue simplemente como su prolongación por encima del mundo empírico, es también el sentido último de toda realidad; la naturaleza debe en definitiva servir al espíritu. El saber ha de ceder su primacía a otra realidad, al querer, que para Kant es la razón moral. La ética es el núcleo de la filosofía kantiana, porque en ella se colman el anhelo último de Kant y su motivo mental más profundo, que es el de dejar sitio a la fe. En aras de la fe, es decir, de la fe racional práctica en las convicciones de Dios, libertad e inmortalidad, heredadas de la Ilustración, tenía que sacrificar el saber10

10. Cf. Th. Steinbüchel, Immanuel Kant. Einführung in seine Welt und den Sinn seiner Philosophie, Düsseldorf 1931; G. Krüger, Philosophie und Moral in der Kantischen Ethik, Tubinga 1931.

Este es el lado positivo de la delimitación kantiana, de la división del conocimiento establecida por él y que es la meta de su filosofía. Da a la ciencia lo suyo, y lo suyo a la fe.

De lo cual se sigue que el concepto de Dios no pertenece a la ciencia, a la ciencia de la naturaleza, sino a la ética. El hombre cree en Dios porque cree en el sentido de lo moral, que comporta la idea del bien supremo, la unión de moralidad y felicidad, que sería absurda si no hubiera un Dios que la realiza.

Las ideas en el sentido kantiano llevan la nota de una libertad ciertamente subjetiva, inherente a cada sujeto; pero es así como obtienen su seguridad, su realidad objetiva y, aunque meramente práctica, innegable. La existencia de Dios está suficientemente asegurada en la idea ética racional del bien supremo. La inmortalidad obtiene un fundamento probatorio válido de finalidad práctica con el hecho de la libertad y de la existencia de Dios. Y ese propósito práctico es también el único que la religión necesita.

Para valorar debidamente la seriedad y alcance de esta fe racional es necesario entender el esfuerzo de Kant por liberar también la realidad ética del campo de la opinión individual o del capricho arbitrario.

El «subjetivismo» de Kant no es en la ética, como ni tampoco en la doctrina del conocimiento, un subjetivismo individualista, sino un subjetivismo de la conciencia como tal, de la razón como tal. Es la estructura ontológica y la legitimidad del espíritu y de la razón misma sobre las que fundamenta Kant tanto la validez universal del conocimiento como de la ética.

El afirmarlo no excluye la indicación explícita de que el contenido de la fe filosófica se distingue claramente en Kant de los contenidos de la fe cristiana, más aún, que está en oposición a los mismos. Kant ve en la fe filosófica, en la fe racional, el sobrepujamiento y superación de la que él designa como fe dogmática de la Iglesia11. Con ello, sin embargo, se enuncia una temática, de la que no vamos a hablar en este contexto y a la que nos referiremos en otro lugar (véase p. 270).

Karl Jaspers (1883-1969)

El segundo modelo de fe filosófica —representativo y todavía actual— se encuentra en Karl Jaspers12. Es un tema que recorre toda su obra ya desde los comienzos, desde su obra capital Philosophie (1933) hasta el libro titulado Philosophischer Glaube (1947) y una de sus últimas publicaciones Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung (1962; versión castellana: La fe filosófica ante la revelación, Gredos, Madrid 1968). La temática de la fe filosófica la ha tomado Jaspers en buena parte de Kant, aunque dándole una forma propia y más amplia.

La filosofía, como el filosofar, pertenece según Jaspers al hombre y al ser humano, si éste no quiere quedarse por debajo de su nivel. Ya en esa definición encontramos la palabra creer. En el hecho de filosofar se manifiesta una fe que «apela a quien está en el mismo camino; no es un indicador objetivo en medio del caos; cada uno capta sólo lo que él es como posibilidad por sí mismo. En un mundo, en el que todo se ha hecho problemático, buscamos el mantener una dirección filosofando»13 . Esa «búsqueda de una dirección filosofando» es el acto de la fe filosófica y se da con ella.

11. Cf. B. Jansen, Die Religionspbilosophie Kants, Berlín-Bonn 1929; J.L. Bruch, La philosophie religieuse de Kant, Aubier-Montaigne 1%9.

12. Obras principales de K. Jaspers sobre este tema: Die geistige Situation der Zeit, Berlín 1931; Philosophie I-III, Berlín 1932 (las ediciones posteriores no han cambiado); Der philosophische Glaube, Munich 1948; Einfübrung in die Philosophie, Zurich 1950; Vernunft und Existen, Munich '1960; versión castellana: Razón y existencia, Nova, Buenos Aires 1970; Der philosophische Glaube angesichts der Offenbarung, Munich 1%2; versión castellana: La fe filosófica ante la revelación, Gredos, Madrid 1%8. Para la interpretación de Jaspers: B. Welte, Der pbilosopbische Glaube bei Karl Jaspers und die Móglichkeit seiner Deutung durch die tbomiuische Pbilosopbie, en Symposion. Jahrbuch für Philosopbie II, Friburgo-Munich 1947; W. Lohff, Glaube und Freibeit. Das theologische Problem der Religionskritik von Karl Jaspea, Giitersloh 1957; H. Fries, Karl Jaspers und das Christentum, en ThQ 132 (1952) 257-287; Des philosophiscbe Glaube: Karl Jaspers, en Argernis und Widerspruch, Wiirzburgo'1%8, 41-99.

13. Philosophie I, V.

A partir de estas observaciones hay otra cosa que queda clara: la filosofía de Jaspers es una filosofía de la existencia. Así como para Jaspers la filosofía no es cosa teórica, tampoco la existencia es un objeto confiscado. La existencia es siempre origen y sujeto. Una filosofía existencial no sería filosofía en ningún sentido, si hubiera de renunciar a la razón y al pensamiento; pero nunca sería una filosofía de la existencia

si pretendiera emanciparse, al margen del tiempo y de un modo en apariencia puramente objetivo, de la existencia, es decir, del sujeto, del individuo que piensa y pregunta y que se pone a sí mismo en el pensar filosófico. Para Jaspers, sin razón la «existencia sería ciega; sin existencia la razón no estaría comprometida; la existencia persigue sin embargo lo propio, la razón quiere el conjunto». Mediante ese filosofar desde el origen, el hombre no puede conocer de un modo tan objetivo, y más bien ha de llegar a sí mismo.

Según Jaspers la existencia va siempre ligada a la trascendencia. Y trascendencia significa en primer término un estar referido por encima de sí mismo, por encima de la existencia. La existencia está abierta, ilimitadamente abierta; sólo es posible referida a alguien que está enfrente, a un interlocutor que no es ella misma. Está abierta al mundo, sin cuya relación permanecería vacía, y en el que como existencia pensante alcanza de continuo sus propios límites. Porque jamás puede comprender la totalidad del mundo. Otra relación, necesaria y trascendente de la existencia, es la historia, la situación. Mediante la historia, mediante los personajes y los movimientos espirituales, que en ella se encuentran, el hombre no es ante todo enseñado, sino despertado e inspirado, empujado por unos impulsos. Otra forma de trascendencia la representa el interlocutor de la otra persona en el tú y el nosotros, con la que la existencia está en comunicación dialógica.

Pero todas esas relaciones, que representan una especie de trascendencia como una forma de estar enfrente, no aportan un verdadero conocimiento esencial de la existencia, sino que más bien describen la manera en que la existencia se actualiza: «Yo no soy lo que conozco; yo no conozco lo que soy.»

La genuina forma de la trascendencia es la trascendencia en el sentido específico de origen del origen como la existencia se entiende a sí misma. De ella dice Jaspers: «No hay existencia sin trascendencia.» La definición de la existencia la amplía diciendo: «Existir es el ser uno mismo, que se relaciona consigo mismo y, así, con la trascendencia, por la que se sabe donado y en la que se funda»14. La existencia es una existencia donada y recibida. De la misma manera que estoy cierto de la existencia que soy yo, estoy cierto de la trascendencia por la que soy yo. Del qué o del hecho de la existencia se sigue la certeza inmediata del hecho de la trascendencia15

14. Vernunft und Existenz 17.
15. Philosophie
III, 39.

Esto es tan cierto para Jaspers que declara no ser necesaria ninguna prueba de la trascendencia. Prueba que, por lo demás, tampoco es posible, porque la trascendencia supera las dimensiones de la orientación mundana y no puede ser objeto de un conocimiento objetivo y cosificado.

Pero lo que no es posible al conocimiento está garantizado por la fe, por la fe del hombre filosofante, pensante, esclarecedor de lo existente, que se pregunta por los orígenes y condiciones de la existencia y que la lleva a cabo. La fe —filosófica— es para Jaspers, al igual que para Kant, el acto del hombre pensante que se conciencia de la trascendencia como realidad que fundamenta y define la existencia; el acto en que se cerciora de esa trascendencia y de la existencia como don y regalo: «Yo no puedo pensar a Dios, y sin embargo no puedo dejar de pensarlo.»

La fe en Dios procede según Jaspers —y es ésta una idea profunda—no tanto de los límites de la experiencia mundana, sino de la experiencia de la libertad del hombre. La libertad, que en el pensamiento contemporáneo —especialmente en N. Hartmann y en J.-P. Sartre— se utiliza como argumento o como postulado contra la posibilidad de un Dios trascendente —el ateísmo es un postulado de la libertad—, se convierte para Jaspers en una certificación intensa de que Dios existe. Cuanto más libre es el hombre —piensa Jaspers— tanto más cierto está de Dios, porque la libertad del hombre es una libertad otorgada. Estoy cierto de mí: en mi libertad yo soy no por mí mismo, sino que se me da en ella. No puedo forzar la libertad, la recibo. Pero no la recibo desde lo existente de la orientación mundana, ya que ahí no hay libertad alguna, sino imposición objetiva. Por ello la libertad, por la que me elevo por encima de las imposiciones objetivas, aspiro y creo cosas nuevas, no puede ser proporcionada por el mundo. Yo la recibo del fundamento de mi existencia, de la trascendencia, de Dios.

Por eso explica Jaspers que yo estoy tan cierto de la existencia de Dios como estoy seguro de que personalmente soy libre. Yo no estoy cierto de Dios como un contenido de saber, sino como de la presencia de la libertad para la existencia.

De lo cual síguese esta consecuencia: si la certeza de la libertad conlleva la certeza de la existencia de Dios, es que existe una conexión entre la negación de la libertad y la negación de Dios: si no experimento el milagro de la mismidad, de ser yo mismo, no necesito ninguna referencia a Dios; estoy contento con la existencia de la naturaleza y de las cosas.

Por otra parte, existe una conexión entre la afirmación de una libertad sin Dios y la divinización del hombre. Es la aparente libertad del capricho, que se entiende como una supuesta autonomía absoluta del «yo quiero». Pero esa autoilusión de que existo sólo por mí mismo hace que la libertad se transforme en la perplejidad de una existencia vacía.

La libertad como liberación del capricho, como apuesta por lo absoluto, necesita de una dirección. Pero ésta sólo puede darse a través de la trascendencia que me define, que es el fundamento de mi existencia.

Por otra parte, es cierto que la libertad es el lugar en que podemos percibir la trascendencia16

Para Jaspers la fe filosófica es una fe que no se articula objetivamente, sino que vive de múltiples encuentros: es una fe sin dogmas, sin un contenido confesional. Pero lo que parece ser su debilidad constituye de hecho su fortaleza y su grandeza: la fe filosófica va ligada a la amplitud, la apertura, la oscilación y vacilación, que nunca alcanza el reposo y que por ello precisamente se mantiene viva y existencial.

Por ello Jaspers sólo puede hacer muy pocas afirmaciones concretas y de contenido sobre la trascendencia. En esa línea están: «Dios existe» — «Existe la exigencia incondicional» — «El mundo tiene una existencia que desaparece entre Dios y lo existente» — «Aunque todo desaparezca, Dios permanece»17.

A Jaspers le gusta la expresión «Dios oculto». Considera inconciliable con la trascendencia el que se revele en la historia, en la palabra o en las personas. Jaspers sólo tolera como válida la cifra polivalente cual lenguaje de la trascendencia, referencia y rastro. «Cifra es el signo de que la trascendencia está oculta, pero que no ha desaparecido»18

Por equívoca que pueda resultar la cifra como escritura de la trascendencia, hay que intentar la lectura de ese escrito. Lo cual se hace a su vez, según Jaspers, no mediante la ciencia, sino mediante la utilización de la existencia entera. «Así como los órganos sensoriales han de permanecer intactos para poder percibir el mundo, así tiene que estar presente la mismidad de la existencia posible para poder ser afectado por la trascendencia. Si existencialmente soy sordo, el lenguaje de la trascendencia no puede ser escuchado en el objeto»19. «Sólo percibo de la trascendencia que yo mismo existo y que llego a ser.» Todo queda oscuro para quien no es él mismo; es decir, para quien no existe en la apertura, la libertad, la disposición a comunicarse y el coraje para la inquietud y oscilación. La duda sobre la trascendencia sólo es posible desde una negación de la existencia. Pero esa trascendencia —repitámoslo una vez más— es para Jaspers una realidad indudable, el auténtico ser, es la realidad que fundamenta el mundo y lo existente como un libre origen creativo; la trascendencia es la realidad en la que se ha de encontrar reposo y apoyo, es en definitiva aquello «desde lo que vivo y hacia lo que muero».

16. Einführung in die Philosophie, 62ss.
17. Der philosophische Glaube 29ss. 82.
18. Philosophie
III, 206.
19. Ibid. 150.

Así le es posible a Jaspers hablar del lado subjetivo y del lado objetivo de la fe. «Si sólo tomo el lado subjetivo, la fe se queda en confianza, sin un objeto, es la fe que de alguna manera sólo se cree a sí misma, la fe sin contenidos. Si tomo sólo el lado objetivo, se queda en un contenido de fe como objeto, en algo que llamaríamos muerto.» La fe es lo uno y el todo, abarca el sujeto y el objeto.

A esta concepción de la fe filosófica se le podría y debería formular toda una serie de preguntas desde el ángulo de la teología, sobre todo cuando Jaspers contrapone la fe filosófica a la fe revelada y articulada en unos contenidos en el sentido cristiano, poniéndolas en una oposición explícita. Se trata de la cuestión de si hay un Dios oculto o un Dios revelado. Pero esta alternativa la estudiaremos detenidamente en otro contexto (véase p. 273-278).

Lo que nos interesa en el contexto presente es señalar que el fenómeno de la fe en tanto que fe filosófica ocupa en el modelo propuesto por Jaspers un lugar central, más importante aún, más vasto y más existencial que el que ocupa la fe en Kant. A través de este contexto el fenómeno de la fe en sentido teológico alcanza la categoría insustituible que le corresponde, y por lo mismo una categoría insuperable. Con ello se libera de antemano a la fe de la falsa óptica peyorativa y de la consiguiente infravaloración que todavía hoy lleva asociadas por lo general.

Vamos a cerrar estas reflexiones con un llamamiento que hace el propio Jaspers: la fe revelada y la fe filosófica no han de contraponerse como si fueran enemigas. Según Jaspers pueden contribuir a esclarecer conjuntamente lo que se puede saber y lo que no se puede saber. Pueden ir juntas en el logro de una visión de las fronteras del conocimiento científico, en el rechazo de la superstición científica y del desprecio de la ciencia, así como en la voluntad de verdad. «Deberíamos llegar a entender al otro en la fe, sin seguirla en la misma, pero vinculándonos tanto más con él en un pacto que nos aúna contra todas las vacuidades, que existen en el mundo como fuerzas casi omnipotentes física y psicológicamente; deberían unirnos en una alianza contra el ateísmo y el nihilismo»20.

20. K. Jaspers-H. Zahrnt, Philosophie und Offenbarungsglaube. Ein Zwiegesprdch, Hamburgo 1963, 101s.


§4

LA LÓGICA DE LA ACCIÓN Y LA TRASCENDENCIA
EL PROYECTO DE MAURICE BLONDEL (1861-1949)

En el empeño por encontrar un acceso a la fe en sentido teológico tenemos que exponer otra concepción: la que aparece en la obra del filósofo francés Maurice Blondel1. Hasta el día de hoy es uno de los

 

inspiradores más importantes de la teología, especialmente en Francia. El teólogo fundamentalista H. Bouillard ha llamado la atención sobre la importancia de Blondel y la ha expuesto con amplitud. Esa importancia de Blondel radica en su oposición a la rotura dominante en su tiempo entre fe y pensamiento, así como a la pretensión de que un pensamiento realmente serio sólo podía ser incrédulo. Intenta esclarecer y razonar filosóficamente la coordinación y conexión de fe y pensamiento.

1. Obras principales: L'action. Essai d'une critique de la vie et d'une science de la pratique, París 1893; nueva edición 1950; versión alemana (R. Scherer) Die Aktion, Friburgo-Munich 1965; La Pensée I y II, París 1934; versión alemana (R. Scherer) Das Denken, 2 vols., Friburgo-Munich 1953/56; Exigences philosophiques du christianisme, París 1950; versión alemana (R. Scherer) Philosophische Ansprüche des Christentums, Viena-Munich 1954; versión castellana: Exigencias filosóficas del cristianismo, Herder, Barcelona 1966; H. Bouillard, Blondel und das Christentum, Maguncia 1963; versión castellana: Blondel y el cristianismo, Edicions 62, Barcelona; Id., Logik des Glaubens, París 1964, versión alemana de W. Scheier, Friburgo-Basilea-Viena 1966; versión castellana: Lógica de la fe, Taurus, Madrid 1966.

Para nuestro planteamiento es importante la filosofía blondeliana de la Action —así se titula su obra capital—, del acto humano, de la praxis. Blondel se esfuerza por lograr un análisis y una fenomenología de la acción, así como por conocer la «lógica» que subyace en la misma.

El análisis de la acción

Action no es para Blondel la praxis como tal o en su sentido socio-político, es decir, la praxis con que el hombre cambia la naturaleza, la sociedad y las estructuras, sino más bien los actos, la actuación y actividad como los que se dan en el quehacer cotidiano del hombre y en los distintos campos de la vida de todos los días. Blondel intenta conocer la determinación y la dinámica interna de la actuación y de la praxis. Para ello empieza por llamar la atención sobre algo fundamental: la reflexión sobre la praxis demuestra que no hay sustitutivo alguno para la praxis, para la acción. El problema de la vida sólo puede resolverse viviendo. Jamás el decir o demostrar algo dispensa del actuar. Mediante la acción y actuación se descubre una realidad y se alcanza una experiencia, que después cabe defender teóricamente; pero la experiencia misma y la realidad que en ella se nos abre y garantiza nunca se lograrán por la ciencia. La teoría de la magnanimidad está muy lejos de conducir a una acción magnánima. Mientras que la acción generosa sí que puede abrir camino a una reflexión posterior y descubrir lo que es la magnanimidad. La praxis no es nunca aplicación de una teoría, pero sí que puede ser el fundamento de la misma.

En el análisis de la acción y de cara a la lógica que para ello se busca comprueba Blondel una notable discrepancia, que consiste en lo siguiente: el hombre quiere y aspira siempre a más de lo que alcanza y realiza con la acción y praxis. Nunca consigue la plena identidad entre su querer originario y lo que en cada caso lleva a la práctica. En el querer y el obrar se evidencia, lo mismo que en el preguntar y el conocer, que el hombre supera infinitamente al hombre. La consumación de la acción, del obrar humano de cara a la meta no se logra —a cuanto podemos ver— ni por el hombre mismo ni mediante praxis alguna en el curso de la vida humana.

Y en este punto empieza la reflexión ulterior de Blondel. Es imposible, dice él, «no reconocer la insuficiencia de todo el orden natural y no experimentar una necesidad que va más allá; es imposible hallar en sí mismo la satisfacción de esa necesidad. Es algo necesario y es irrealizable»2. Eso significa que la perfección del obrar humano no puede alcanzar mediante un obrar humano por sí mismo. Y de aquí se sigue la dialéctica elaborada por Blondel y que es el eje de su pensamiento: la perfección de nuestro obrar está en su lógica; pero la perfección del obrar es a la vez inalcanzable —y ésta es la otra cara de la dialéctica—para el hombre y su obrar.

2. En H. Bouillard, Blondel und das Christentum 19, 99.

Esta situación la experimenta sobre todo Blondel en el hecho del fracaso. El fracaso del obrar humano en sus múltiples dimensiones no llegaría a la conciencia del hombre, si no existiera su voluntad decidida de perfección, frente a la que no guarda la correspondencia adecuada o está en clara oposición lo que se ha alcanzado de hecho o más bien lo no alcanzado. El fracaso de la acción querida certifica la indestructibilidad de la acción voluntaria; es decir, de aquella acción a la que tiende la voluntad del hombre, pero que no puede lograr por sí mismo.

Esta es la situación según lo entiende Blondel: no puedo escapar a la necesidad de quererme a mí mismo; pero al mismo tiempo me es imposible alcanzarme por completo a mí mismo.

Así, el obrar —natural— del hombre contiene en sí una dinámica interna que está sostenida por el elemento de lo absolutamente necesario y que va ligada al mismo. Ello explica el impulso y la lógica —específica— del obrar y de la actuación humana.

En su obrar el hombre apunta por encima de sí mismo y señala el horizonte de una perfección, que persigue y necesita y que es constitutiva de su obrar, pero que no puede alcanzar con sus propias facultades. Tal situación conduce a la tesis de Blondel: el hombre no puede perfeccionarse en su obrar, sino que la perfección le es otorgada por una acción que no es la suya, que sólo puede recibir, pero que sin embargo aparece como la perfección de su obrar.

A partir de esos supuestos alcanza Blondel el concepto de sobrenatural (Surnaturel)3 como distinto del orden natural, campo en el que se mueve el obrar humano. El análisis de la acción demuestra, según Blondel, que lo sobrenatural es el «grito de la naturaleza humana», que lo sobrenatural pertenece necesariamente al hombre y a su obrar y que es algo que él y su lógica necesitan; por otra parte, lo sobrenatural es algo que el hombre no puede obtener por sí mismo. Esto es, lo sobrenatural es absolutamente imposible para el hombre y a la vez algo absolutamente necesario: esto es lo que constituye la definición y característica del sobrenatural blondeliano. Pero como, pese a todo, se trata de la perfección del obrar humano, de la acción humana, lo sobrenatural no puede entenderse como una realidad muda, indiferente e inerme, sino que ha de ser viva, tiene que poder ser operativa y no puede quedar por debajo del nivel del hombre como persona. Lo sobrenatural así entendido —es decir, como personal y operativo—, la realidad de la trascendencia que se manifiesta en el operar es, por tanto, condición y supuesto, tan necesario como inalcanzable, de su action, de su obrar.


La fe

Frente a todo esto entra en juego la fe en el sentido de opción de todo el hombre, en el sentido de una decisión fundamental, de modo parecido a lo que ocurre en la temática de la experiencia sensible. El hombre, en tanto que actuante y por su mismo obrar, se enfrenta a una elección. Tiene que optar a favor o en contra de una aceptación de la trascendencia de lo sobrenatural. Puede elegir la posibilidad de que el hombre siga siendo por completo su propio dueño, se encierre en sí mismo y se limite al campo empírico de su obrar. Sólo que con ello contradice la dinámica infinita de su voluntad, que es como decir la dinámica de su obrar hacia una perfección y un objetivo infinitos. Pero también es posible —y con ello el hombre permanece en su obrar fiel a sí mismo— abrirse a la trascendencia, que en su conciencia da testimonio4, abrirse a la sobrenaturaleza y a su acción posible como don, como perfección y meta de su propio obrar.

3. Ibid. 75-156.
4. Cf. Ibid. 20, 108.

Sobre el hecho de esa acción y don nada dice Blondel como filósofo; a lo más, que es una acción que no es posible forzar, pero que sí puede esperarse. Si esa expectativa se cumple o no, es algo que no puede establecerse filosóficamente. Blondel sólo quiere abrir un acceso a esa posibilidad justamente mediante la reflexión que tiene como tema el análisis y la lógica de la actuación humana. El acto, que introduce esa decisión, es un acto de fe, y éste se encuentra en un horizonte parecido al de la cuestión del sentido: es más que una forma de conocimiento particular. Y es a la vez un acto libre. La reflexión filosófica, que plantea el problema de la fe no obliga a la fe.

En tales reflexiones resulta espontánea la objeción siguiente: podría parecer que bajo ese pensamiento subyace un postulado oculto. ¿No se supone la insatisfacción de la voluntad humana en lo finito y su orientación a un valor que no puede alcanzarse naturalmente?

En la defensa pública de su tesis se esgrimió precisamente esa objeción contra Blondel: «¿No es la voluntad de infinito el punto de partida del que usted arranca? ¿Y en tal caso no se trata de una petitio principii?»

Y ésta fue la respuesta de Blondel: «La voluntad de infinito no es un punto de partida, sino resultado de la investigación filosófica de la acción. Y es precisamente ésta la que conduce al conocimiento de que la voluntad de infinito es el principio real de la actividad humana.

»Si quiere evitarse una anticipación ilegítima, no ha de aceptarse ni rechazarse. Cuando, bien sea por la educación o por la historia, se presenta a la conciencia como hipótesis, habrá que empezar por defenderse contra la misma. Y eso es lo que yo he intentado; de ahí el carácter negativo del método, que para mí es el único que parece tener rigor científico. Examino el número de objeciones que podrían hacerse contra mi secreto postulado; me esfuerzo por no tener en cuenta ese postulado, por reprimirlo; estudio las posibilidades para liberarme del mismo. Pero de todos esos intentos se deriva un sistema de pruebas positivas que conducen a poner una vez más delante del pensamiento consciente y delante de la decisión de la voluntad lo que ya estaba en el origen del movimiento por el que escapábamos de ello: la voluntad de infinito. Lo comprobado y conocido a posteriori de la voluntad de infinito es el supuesto fáctico apriorístico del obrar y actuar humano»5.

5. Ibid. 22.

Múltiples son los resultados de este análisis: se hace patente el hecho y la intensidad con que el hombre en su obrar y actuación va más allá de sí mismo y señala y se orienta a la trascendencia y lo sobrenatural. Se pone de manifiesto asimismo que la trascendencia, lo sobrenatural, no es un mero accidente de la naturaleza, y que no puede ni debe entenderse como algo estático y sordo sino como algo dinámico y vivo, y que le corresponde una acción libre y una iniciativa que no es posible forzar. Queda patente, además, hasta qué punto ese obrar «sobrenatural» de Dios —que el pensamiento no exige, pero que el hombre espera— sale al encuentro del hombre; es, pues, llamada, acto y acción sobre su acción y sus acciones. En tanto que don y acción, lo sobrenatural es la realización de una expectativa, la perfección de una disposición y, por lo mismo, no representa una alienación sino una realización perfecta del hombre.

La terminología, hoy frecuentemente utilizada, sobre todo por Karl Rahner, de «existencial sobrenatural» del hombre, y las tentativas por entender la teología existencialmente, es decir, referida a la existencia del hombre, como exposición y realización del hombre en sus aspectos individual, social e histórico, están ya prefiguradas en las tesis de Blondel6. A las reservas y al reproche, formulado por varios teólogos, de que inmanentiza o «naturaliza» la sobrenaturaleza y que se convierte la libre gracia en un postulado del hombre, responde Blondel diciendo que lo absolutamente necesario para el hombre y su obrar es para él, para Blondel, algo que el propio hombre no puede llevar a término por sí mismo, sino un don que se le otorga por gracia.

El clamor de la naturaleza humana por el Mesías —y es una comparación de Blondel7— no convierte a éste en una creación del hombre; pero es una llamada que, cuando el Mesías aparece, hace que el hombre pueda reconocerlo y aceptarlo como el enviado de Dios. Pero se puede y debe probar que el Mesías, cuando llega, que la palabra y la acción de Dios cuando tienen éxito, responden a una disposición, a una expectativa, a un a priori del hombre, porque el hombre puede y debe ser descrito como alguien que, por naturaleza y esencia, está abierto a todo ello. O, dicho de otra manera: si la trascendencia, si lo sobrenatural, tiene en el hombre una exigencia universal y ha de satisfacerla, tendremos que poder reconocer en el propio hombre un eco de esa exigencia, hemos de poder «encontrar una huella de la misma en la lógica de la acción humana». De lo contrario la exigencia no podría ser reconocida ni facilitada8.

6. Cf. H. Fries, Theologie als Anthropologie en K. Rahner-H. Fries, Theologie in Freiheit und Verantwortung, Munich 1981, 30-69.
7. H. Bouillard, o. cit. 103, 105.
8. Ibid. 29, 125, 256.

Encontrar esa huella y poder darle nombre fue el propósito del filósofo Blondel, que quiere con ello ser fiel a sus objetivos filosóficos; pero quiere hacerlo precisamente en una filosofía no cerrada en la que crea el espacio para la revelación y la fe, presentando esa fe en su «humanidad». Desde dicha posición puede Blondel formular el principio de que la filosofía es tanto más propia, independiente y autónoma, y tanto más puede entenderse como tal, cuanto más conforme es al supuesto de la revelación y a la fe cristiana. O, en una forma más cortante: «La única filosofía que el catolicismo permite es la filosofía misma.»

Se puede decir ciertamente que sin el hecho de la revelación cristiana y de la fe orientada hacia la misma, y que sin la historia creyente derivada de la misma, Blondel no habría escrito una filosofía así, ya que es la fe la que ha suscitado esas cuestiones. Blondel no niega ese impulso; pero ello ni impide ni excluye que el pensamiento suscitado por el impulso en cuestión sea un pensamiento filosófico y que como tal se abra y presente al pensamiento y a la conducta humanos. El pensamiento y el método de Blondel se mantienen en el horizonte filosófico y en el ámbito humano.

Cuando Blondel dice de sí mismo que ha realizado como creyente la obra de un filósofo —y que tal es su aspiración—, es que se interesa por prestar un servicio filosófico para que el creyente y el filosofante puedan seguir siendo fieles, sin deshonestidad intelectual, sin mala conciencia y sin compromisos injustos. La filosofía, que Blondel defiende, consiste en que como filosofía —no falseada— encuentre los supuestos y mencione las condiciones que se dan, o que deben darse, para una revelación hipotética, para una revelación posible, si es que la revelación —aunque sólo se la admita como hipótesis— ha de llegar al hombre. En la filosofía blondeliana no se exige que Dios se revele; se descubre simplemente el a priori en el que se puede captar y reconocer una revelación9.

Blondel aduce además la prueba de que la «sobrenaturaleza» que en la revelación cristiana habla al hombre y le sale al encuentro es una concreción de la idea de lo sobrenatural, que filosóficamente no se puede definir a satisfacción. Y es una concreción en el sentido de la personalidad, la iniciativa, la gratitud, la historicidad y la corporeidad. Ha encontrado su forma absoluta e insuperable en la autorrevelación de Dios en Jesucristo, sin que encuentre parangón alguno en la fenomenología religiosa10

Esa autorrevelación tiene un a priori humano subjetivo, que da por supuesto —y en consecuencia también teológicamente—. Pero ese supuesto hay que explicarlo en el plano filosófico y describirlo, a su vez, con las posibilidades y modos de su perfección dada por la sobrenaturaleza. De esa manera el filósofo no conocería motivo alguno para renunciar a la filosofía por causa de la fe, ni para ser infiel a la filosofía por la misma causa.

9. Ibid. 89, 130.
10. M. Blondel, Histoire et Dogme, París 1904.


§5

LA FE EN DIOS A LA LUZ DE LAS DEFINICIONES ANTROPOLÓGICAS DE LA FE

Las reflexiones sobre las definiciones antropológicas de la fe, de la fe en Dios, de la fe en sentido teológico, sirvieron al problema de los supuestos y condicionamientos.

Cuando la fe como tal se pone en tela de juicio —como sucede al presente—, cuando se la describe como un defecto intelectual o como una incapacidad para mantener unas exigencias, y en consecuencia se la rechaza, entonces hay que preguntarse explícitamente por sus definiciones antropológicas; es decir, por el hecho y el cómo tiene que vérselas el hombre con lo que se llama fe en Dios: de una manera humana y existencial.

Se trata, además, de poner en conexión la fe en Dios con unas definiciones antropológicas, a modo de ordenación, de relación que se convierte en una correlación. Esa relación mutua puede adoptar ahí la forma de pregunta y respuesta, de respuesta y pregunta, o bien la forma de expectativa y cumplimiento, de probabilidad y evento, de fragmento y totalidad, de lo impropio y de lo que es propio.

En cualquier caso se trata de modos de conexión, sin los que no puede producirse la fe en sentido teológico. Aquí ya no bastan la mera afirmación y exhortación, ni la proclama de «nosotros creemos».

La teología hoy sólo es posible en su matiz antropológico que la refiere al hombre y a la sociedad humana —cabría decir también que sólo es posible en una definición básica teológico-fundamental-1. Surge así la pregunta de cómo se llega de los supuestos antropológicos a la fe en Dios. Algo de lo que puede decirse al respecto lo hemos indicado ya. Y con ayuda de lo dicho exponemos a continuación el tema en forma más explícita.

1. Argumento a favor en K. Rahner, Grundkurs des Glaubens. Einführung in den Begriff des Christentums, Friburgo-Basilea-Viena 121983; versión castellana: Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona' 1984.

Queda ya descrita la manera en que la fe como acto personal contiene una referencia a la fe en Dios. Nos hemos referido al hecho de que no es posible la realización radical e ilimitada de la fe en el horizonte y marco de la persona y de las personas humanas, aunque la fe tienda a eso. La plena realización de la fe fracasa una vez y otra en la limitación intelectual y ética del hombre, en la deficiencia, en la debilidad y falta de fiabilidad, en la distinta y diferenciadora credibilidad de la persona y de las personas en las que creo y a las que creo.

El grado e intensidad suprema de la fe personal se da entre personas vinculadas entre sí por amor. Pero también ahí la fe se desilusiona o se rompe a menudo por fracasos, estrechez de miras, deslealtad, inconstancia y sospechas. Además, las personas que aspiran a realizarse con la fe y el amor son precisamente las que mejor y de un modo más doloroso saben que no se consigue realizar una fe inquebrantable y sin engaños, limitaciones y reservas. Y así se pone de manifiesto no sólo por las formas deficientes de la fe, sino también desde su realización humana más genuina y noble que la fe apunta por encima del horizonte y de las posibilidades de la relación interhumana, y que como fe personal busca un modo de realización que escape y se libere de esas fronteras e insuficiencias.

De ese modo desde su realización interhumana e interpersonal la fe abre un espacio en el que puede conseguir su verdadera consumación. Esa consumación no es posible en el ámbito interhumano; en él sólo podría darse, si la fe pudiera relacionarse con un tú personal distinto de cualquier personalidad finita, que no posea menos sino más personalidad, que sea persona en el sentido absoluto, en el sentido de libertad, amor, conocimiento, palabra, autoapertura e indisponibilidad, que permite una ilimitada «fundamentación de sí mismo en el otro». Por otra parte, esa consumación de la fe humana en una personalidad que trasciende al hombre es la realización plena de la intención más profunda de la fe como proceso humano.

No se puede decir ciertamente que de esa concepción de la fe se siga la realidad de un tú trascendente y absoluto, en el que la fe se realice de un modo radical y totalmente perfecto. Pero sí que se crea con ello un horizonte de expectativa y esperanza. Por ello cabe decir que cuando se encuentra el tú trascendente y absoluto en alguna forma de autocomunicación, en la fe referida al mismo está la realización de la posibilidad de la fe. Porque en tal caso desaparecen las limitaciones e impedimentos, que condicionan la fe como encuentro entre una persona y otra. Queda claro, a la vez, cuán humano y cuán existencial es que el hombre creyente pueda creer en esa realidad personal trascendente y encontrar así la plenitud de sentido de su existencia, y cómo, por otra parte, el hombre y su intención más profunda son fracaso y caducidad en la fe y en amor anejo, si la idea de la trascendencia fuera mera ilusión.

En conexión con las consideraciones acerca de la fe personal, permítasenos una observación más sobre el fenómeno de la palabra, que es de importancia capital en el ámbito de la fe. El «yo te creo» se articula en la palabra hablada. La apertura de aquel al que se va a creer se realiza a su vez en la palabra: «Yo creo lo que tú dices.» Gerhard Ebeling se ha manifestado sobre esta cuestión en muchos de sus trabajos2. Y describe el conjunto de la teología, el conjunto de la revelación y de la fe como un acontecimiento verbal, como un suceso lingüístico. En esa línea desarrolla la idea siguiente: por ampliamente que el hombre pueda reducir a palabra todos los datos, y hasta pueda crear una realidad mediante la palabra operativa, una y otra vez experimenta que no es dueño de su propia palabra, que no tiene ni la primera ni la última palabra, que a menudo frente a muchos datos o sucesos se encuentra mudo. Porque su palabra y la de los hombres es insuficiente, porque con frecuencia es una palabra engañosa en la que no se puede confiar y sobre la que no es posible construir nada, el hombre siente hambre de otra palabra que no proceda del hombre, de la que pueda vivir y en la que se encuentren la verdad, la luz y la fidelidad. De ese modo, piensa Ebeling, la palabra humana como articulación de la fe personal no sólo se refiere a las relaciones dialógicas interhumanas, sino también a una dimensión más profunda y más allá del hombre y de la palabra humana; y no como mera ampliación dentro del mismo plano, sino como el cimiento más profundo, como origen y meta de la palabra, que falta en la palabra del hombre y que al mismo tiempo se espera de él, frente a la cual el «yo te creo» tiene su derecho no limitado por nada. Es el tú al que apunta el tú humano y que es el fundamento último de que el hombre se encuentre como un tú.

2. Das Wesen des christlichen Glaubens, Tubinga 1959; versión castellana: La esencia de la fe cristiana, Fontanella, Barcelona 1974; Wort und Glaube, vols. I-III, Tubinga 1960-1975; Gott und Wort, Tubinga 1966; Einführung in die theologische Sprachlehre, Tubinga 1971; Dogmatik des christlichen Glaubens I, Tubinga 1979.

Dios nos sale al paso también en el contexto de la cuestión del sentido, que va ligada a la cuestión de la fe.

Si el sentido afecta al conjunto y al fundamento de la realidad, si además ese conjunto y su fundamento no se encuentran dentro del mundo y de la historia, tenemos una referencia a una realidad trascendente no objetiva y que todo lo determina, que se llama Dios.

Si se comprueba que nosotros mismos en muchas experiencias humanas no somos realmente los que damos un sentido, si en medio de todas las experiencias de vacío de sentido y de absurdo seguimos confiando en un sentido, alimentamos una nueva seguridad y esperanza y realizamos con ello una confianza originaria y radical, que en modo alguno se justificaría con todas las experiencias empíricas pero de la que tampoco nos apartan las mismas experiencias, también aquí aflora una dimensión de la realidad que es cualitativamente nueva, que tiene un origen distinto y apunta a un interlocutor diferente de los muchos orígenes y destinatarios posibles dentro del mundo, la vida y la historia.

Con esa realidad, que sobrepuja el mundo y la experiencia intrahistórica, tropieza la temática del sentido cuando el hombre personalmente no descubre ni ve sentido alguno, pero cree en un sentido y obra de acuerdo con él, y concretamente —ya nos hemos referido a ello— en las personas en las que no aparece ningún valor práctico intramundano, ninguna utilidad digna de atención, ninguna acción que se imponga por sí misma o a la que merezca señalar provecho alguno.

Incluso cuando no se da provecho alguno, ninguna utilidad, ninguna función, no deja de darse una determinación de sentido, que llegando de no se sabe dónde se derrama sobre tales personas como una dignidad extraña, y eso hasta cuando nosotros ignoramos el sentido. También y precisamente esa persona es indisponible e intocable: es justo una criatura que señala a su Creador, está referida a él y de él recibe su «valor infinito», que la eleva a la dignidad humana, de modo que el hombre jamás es medio para la meta y objetivo de otro, sino que es su meta y objetivo propios.

Mas cuando desaparece esa garantía del derecho y dignidad del hombre ¿dónde puede encontrarse protección y esperanza para aquel que ya no responde o no puede responder a las normas de la sociedad competitiva y de producción? A la pregunta de «¿para qué necesita Usted realmente a Dios?» responde Heinz Zahrnt: «En el sentido del efecto útil, para pasarlo bien en la vida, para sostener el Estado o cambiar la sociedad, el hombre no necesita a Dios»3. «Dios es más bien lo total y absolutamente innecesario en la vida del hombre; pero eso es precisamente lo que le hace necesario en exclusiva, porque sólo esa no necesidad le preserva de que se cuente con él, se le utilice y sacrifique desde el punto de vista de lo útil y necesario»4.

«Para recordar a Dios por sí mismo y contribuir así a que el hombre mantenga su verdadera medida y dignidad, para eso es bueno el cristianismo. En tanto que lo hace, contribuye al equilibrio de la economía espiritual del tiempo y aporta con ello una contribución original a la vida de cada uno y de la sociedad»5

3. H. Zahrnt, Wozu ist das Christentum gut?, Munich 1974, 59.
4. Ibid. 70.
5. Ibid. 245. Ver asimismo H. Gollwitzer, Krummes Holz - aufrechter Gang. Zur Frage nach dem Sinn des Lebens, Munich 71976; Id., Von der Stellvertretung Gottes. Christlicher Glaube in der Erfahrung der Verborgenheit Gottes, Munich 1967.

La fe en Dios constituye un tema explícito en la fe filosófica de Kant y de Jaspers.

Para Kant Dios es salvaguarda, garantía y fundamento de lo moral, que reclama al hombre como un imperativo categórico, y que se deja sentir como mandato y como sanción, como juicio y como tribunal. Para Kant Dios es por naturaleza distinto del hombre; a Dios no se le puede conocer mediante unas categorías, pero hay que pensarlo como un ser con razón y libertad, cuya definición esencial es la santidad en tanto que compendio de moralidad y felicidad. La fe en Dios como postulado de la razón práctica ocupa un lugar destacado y característico en el pensamiento kantiano. La fe no está bajo el signo de una capacidad espiritual deficiente. Más bien hay que hacer sitio a la fe. Con la fe se le asegura al hombre la respuesta a las cuestiones más importantes, como ¿qué debo yo hacer?, ¿qué puedo esperar?, ¿qué es el hombre?

Para Jaspers y para la fe filosófica por él proyectada la trascendencia es el fundamento de la existencia misma. La fe realizada existencialmente es la certificación de la trascendencia, que ni necesita ni es capaz de una prueba. Para Jaspers trascendencia es necesariamente una trascendencia oculta, y su único lenguaje es la cifra polivalente, no la revelación.

En la fe filosófica de Jaspers, como la posibilidad que el hombre tiene de estar seguro de su misma trascendencia, lo que impresiona sobre todo es la forma en que conecta la idea de trascendencia de Dios con la libertad del hombre, como la capacidad que éste tiene para decidirse por lo incondicional y lo nuevo. La libertad no tiene su sitio en el mundo de las leyes, de la violencia objetiva y de las repeticiones, en el mundo de lo condicionado, sino en el origen del sujeto y de la existencia, que Jaspers denomina trascendencia o Dios. La negación de Dios conduce a la atrofia y a la pérdida de la libertad.

La filosofía de la acción en las reflexiones de Blondel sobre el obrar humano se caracteriza por tomar conciencia de la discrepancia entre lo querido y lo obrado, es decir, por darse cuenta de la no identidad del querer y de lo producido. Ahí se da, según Blondel, una llamada a la trascendencia, a la sobrenaturaleza, que no puede ser una realidad muda e inerme, sino que es a su vez acción, y no sólo palabra —que lo es también—, sino acto, actividad en sentido amplio. Ese acto de la trascendencia, el don de la sobrenaturaleza, se le concede al hombre como consumación de su voluntad —humana—. Esta presiona hacia la realización en actos y actuaciones. Para lo cual la voluntad humana plantea exigencias que están muy por encima de su capacidad y fuerza propias.

Frente a ese estado de cosas Blondel presenta la fe como una opción indispensable, como una decisión del hombre sobre el conjunto de su existencia y de su obrar. Se trata de la alternativa de si el hombre se abre a la trascendencia y a su posible aplicación sobrenatural en la fe por vía de apertura y de expectativa o si renuncia a ello, o si se recluye en sí mismo y convierte el horizonte empírico en el único y supremo horizonte de su vida. La consecuencia, según Blondel, es que el hombre es infiel a todo aquello que experimenta como la dinámica más fuerte de su voluntad y de su obrar: la consumación en el sentido absoluto e infinito.

En ese concepto se pone a la vez de forma clara y explícita la fe en Dios. Y hasta tal punto es así que, según Blondel, sin esa dimensión de la trascendencia y de lo sobrenatural el obrar humano resulta incomprensible en su lógica y está condenado al fracaso en su realización. De todo lo cual deriva la condición de la posibilidad para la fe en Dios, para la fe en sentido teológico.

La fe en Dios reúne las dimensiones determinantes de la fe en general, tal como se dan en esa fe como realidad intrahumana e interpersonal, sin que lleguen en ella a su consumación radical y última.

Y como conclusión haremos una reflexión más sobre el hecho de que la palabra «Dios» hoy aparezca muy caricaturizada, que se emplee de un modo superficial y se abuse de la misma. Por ello hasta se ha recomendado renunciar por completo a esa palabra, o al menos durante algún tiempo. En la medida en que podemos entender esa recomendación y las explicaciones que se dan de la misma, habría que decir otro tanto de palabras como «libertad» y «amor». La recomendación es inaceptable. Pues, si desaparece la palabra «Dios» —y por consiguiente, aquella realidad que no se identifica con el hombre ni con el mundo, pero que sí los fundamenta, dispone de los mismos, interroga, llama a la responsabilidad, la realidad personal y absoluta—, quedará falseada la realidad del mundo y del hombre, habremos terminado con su verdad más profunda y con su misterio supremo. Si no se habla o se propone no hablar más de «Dios», si esa palabra desaparece, desaparecerá con ella una dimensión antropológica insustituible: fallará la realidad del hombre —y del mundo—.

No se puede sustituir a «Dios» por ninguna otra palabra; Dios es la realidad que todo lo determina y, como tal, el interlocutor absoluto y libre del hombre. Si renunciamos a la palabra «Dios», corremos el peligro de sacrificar y perder la realidad señalada por esa palabra sin nada que la sustituya a cambio. Lo que se impone más bien es hacer todos los posibles por liberar la palabra «Dios» de la superficialidad y desgaste, del vacío de contenido en que la hemos hundido, y volver a pronunciarla en forma nueva y genuina. Karl Rahner hace pensar al preguntarse qué ocurriría si la palabra «Dios» desapareciese sin dejar rastro ni huella y que sin que se advirtiera laguna de ningún género. Y ésta es su respuesta: el hombre «habría olvidado el conjunto y su fundamento, y habría olvidado a la vez que lo había olvidado. ¿Qué ocurriría entonces? Sólo podemos decir que dejaría de ser un hombre, habría dado un paso hacia atrás y se habría convertido en algún animal hábil»6

6. K. Rahner, Meditation über das Wort .Gott., en H.J. Schulz (dir.), Wer ist eigentlich, Gott?, Munich 1969, 18; versión castellana: ¿Es esto Dios?, Herder, Barcelona 1973; Curso fundamental sobre la fe, 70.

Permítasenos en este contexto aducir un texto de Martin Buber, en su libro Gottesfinsternis. Refiere la visita que hizo a un profesor de Alemania, que era Karl Jaspers. Por la mañana leyó Buber las galeradas de un libro suyo y recitó en voz alta lo impreso a su anfitrión. Y continúa el relato de Buber: «Escuchaba complaciente, pero sorprendido a todas luces y con una extrañeza creciente. Cuando yo terminé, dijo él primero con voz vacilante y después, impulsado por lo grave del propósito, cada vez más apasionado: «¿Pero cómo puede usted decidirse a pronunciar una y otra vez la palabra Dios? ¿Cómo puede usted esperar que sus lectores tomen la palabra en la significación que usted ha querido darle? Lo que usted quiere decir con ella está por encima de toda captación y comprensión humana. Usted piensa justamente en esa excelsitud, pero al pronunciarla la está arrojando a la comprensión humana. ¿Qué palabra del lenguaje humano ha sido objeto de más abusos, contaminaciones y deformaciones que ésta? Toda la sangre inocente que ha sido derramada por esa palabra le ha robado su esplendor. Toda la injusticia que se ha querido encubrir con ella ha borrado su fisonomía. Cuando oigo nombrar al Dios altísimo, a veces me suena como una blasfemia.

»Sus claros ojos de niño flameaban. Y flameaba su voz. Después nos sentamos frente a frente permaneciendo un rato en silencio. La habitación yacía en la claridad huidiza de la madrugada. Yo tuve la sensación de que la luz me llenaba de fuerza. Hoy no puedo explicar ni sugerir lo que entonces experimenté.

»Sí, dije yo, es la más contaminada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan manchada, ninguna tan desgarrada. Precisamente por ello no debo renunciar a la misma. Las generaciones de los hombres han volcado la carga de su vida angustiada sobre esta palabra y la han aplastado contra el suelo; yace en el polvo y sostiene la carga de todos ellos. Las generaciones de los hombres con sus partidismos religiosos han desgarrado la palabra; han matado por ella y por ella han muerto; lleva la huella dactilar y la sangre de todos ellos. ¿Dónde hallaré una palabra que se le asemeje para designar lo más alto? Si tomo el concepto más puro y relampagueante del tesoro más oculto de los filósofos, con él sólo podré apresar una imagen mental indiferente, pero no la presencia de aquel al que yo pienso, de aquel al que las generaciones de los hombres han adorado y humillado con su vida y muerte inauditas... Ciertamente que dibujan caricaturas grotescas y debajo escriben Dios; se matan unos a otros y dicen que lo hacen en nombre de Dios. Pero cuando desaparece el error y la mentira de todos, cuando se enfrentan a él en la oscuridad más solitaria, y ya no hablan de él, de él, sino que suspiran tú, tú, y gritan tú, todos lo mismo, y cuando después agregan Dios, ¿no es el Dios real al que todos ellos invocan el único Dios vivo, el Dios de los hijos de los hombres? ¿No es él quien los escucha? ¿Quien los escucha a ellos? ¿Y no se consagra precisamente con ello la palabra Dios, la palabra de la invocación, la palabra que se ha convertido en nombre propio, en todas las lenguas humanas y en todos los tiempos? Debemos respetar a quienes las prohíben, porque se alzan contra la injusticia y el abuso, que tan gustosamente recurren a la justificación por parte de Dios; pero no debemos abandonarla. Entendemos perfectamente bien que algunos propongan callar por algún tiempo acerca de las cosas últimas y redimir así las palabras que han sido objeto de abuso. ¡Pero así no se redimen! Nosotros no podemos purificar la palabra Dios ni podemos darle su pleno valor; pero sí que podemos, manchada y destrozada como está, levantarla del suelo y enarbolarla en una hora de gran angustia.

»La habitación se había iluminado por completo. La luz ya no fluía, estaba allí. El anciano se levantó, vino hacia mí, me puso la mano sobre el hombro y me dijo: Vamos a tutearnos. La conversación había terminado, porque cuando dos personas están realmente juntas, lo están en nombre de Dios»7.

Con las afirmaciones hechas hasta ahora se crean los supuestos y se establece el contexto para poder hablar de la fe en sentido teológico; es decir, la fe como acto y como determinada conducta del hombre, que son actos personales y que afectan al conjunto, que se refieren a la realidad personal, que es a la vez la realidad que todo lo determina y que se designa con la palabra «Dios».

Ahora bien, a esa posibilidad que ha de hacerse patente a partir del hombre, corresponde un factum: es el hecho de la, religión, de las religiones de los hombres, de la historia religiosa en el mundo. Todas ellas hablan y tratan de un comportamiento del hombre que se expresa en la relación con Dios y que puede designarse como la fe religiosa. Esta tiene una expresión universal e inequívoca en la forma típica y a la vez calificativa de todas las religiones: la oración (y en parte también el sacrificio)8. La oración es el lenguaje de la fe. En la oración se contienen todas aquellas características que son específicas de la fe. Ahí se da ante todo la definición personal: en la oración el hombre se dirige a un tú entendido en un sentido personal, que no se identifica con ningún hombre pero que es una realidad, una realidad que puede oír y ver, que dispone del hombre, a la que el hombre se confía, en la que se refugia, en la que busca protección, de la que espera ayuda, consuelo y sentido, de la que espera una respuesta incluso cuando ya el hombre no puede encontrarla.

7. M. Buber, Gottesfinsternis, en Werke I, 508-510.
8. Siguen siendo importantes: F. Heiler,
Das Gebet. Eine religionsgeschichtliche und religionspsychologische Untersuchung, Munich 51923; O. Karrer, Das Religióse in der Menschheit und das Christentum, Friburgo '1936; Th. Ohm, Die Liebe zu Gott in den nichtchristlichen Religionen. Die Tatsachen der Religionsgeschichte und die christliche Religion, Krailling 1950; P.W. Scheele, Opfer des Wortes. Gebete der Heiden aus fünf Jahrtausenden, Paderborn 1960; H.R. Schlette (dir.), Alter Gott, hóre! Gebete der Welt, Munich 1961; F. Mildenberger, Das Gebet als Übung und Probe des Glaubens, Stuttgart 1968; O.H. Pesch, Sprechender Glaube. Entwurf einer Theologie des Gebetes, Maguncia 1970.

Todas las plegarias del mundo apuntan, pese a su diversidad, a un único misterio: lo santo, la trascendencia, la divinidad, Dios. Son un signo de que el estar el hombre referido a la trascendencia representa una definición indestructible, y que no existe un hombre que no crea en ese sentido amplio. La única cuestión es la de saber si en esa su fe el hombre percibe la trascendencia, al verdadero interlocutor personal, o bien si rompe la intención que apunta al infinito trasladándola a una instancia terrena y finita, ya sea una persona, un colectivo o un valor intramundano.

La diversidad de las religiones y de las plegarias deriva de la diversidad de los hombres, de los pueblos y de las múltiples experiencias que los hombres viven. La diversidad procede a su vez de la riqueza y contenido polifacético de la divinidad a la que el orante se dirige.

Mas, pese a tal diversidad, también existen muchas melodías comunes como contenidos de la oración: alabanza, exaltación, acción de gracias, ruego, intercesión. Nicolás de Cusa habla de «una religio in rituum varietate», una única religión bajo una variedad de ritos. Lo cual es válido incluso cuando una religión concreta no es el compuesto de las religiones universales o una mezcla de las mismas, sino una religión genuina. Pero, como tal, tiene una conexión con las religiones, sin las que no puede entenderse. Y eso es válido asimismo para la determinación religiosa en la forma de fe cristiana. Si nosotros nos ocupamos especialmente de ella, y no de las religiones del mundo, no lo hacemos para excluir todo lo que no es esa fe, ni porque en consecuencia declaremos las religiones del mundo como baladíes, insignificantes y hasta falsas, sino más bien para reflexionar sobre lo que tratan las religiones del mundo sirviéndonos para ello de la meditación sobre la fe cristiana.

Esta idea se refuerza aún más por el hecho de que la religión, expuesta en la fe cristiana y en el cristianismo, tiene la pretensión y la promesa de ser una religión «para todos»; el ser para todos que es lo que se denomina una religión universal.

No se puede afirmar ciertamente lo que proclamaba Adolf von Harnack: Quien conoce la religión cristiana conoce todas las religiones. Mas sí que se puede decir que quien aspira a conocer la religión cristiana no podrá hacerlo sin conocer el contexto universal en el que existe la fe cristiana en tanto que religión.