9. La madurez en los formandos

(Conferencia pronunciada por el autor en las Jornadas sobre Formación para la vida religiosa. Del noviciado a la profesión perpetua, organizadas por el "Claretianum", del 14 al 17 de diciembre de 1982 (cf AA.VV., Formación para la vida religiosa, Paulinas, Madrid 1984, 123-152)).

Para la psicología actual, la personalidad es un proceso de evolución. Ese proceso es, en un primer tiempo, de desarrollo y de crecimiento y, en un segundo tiempo, de involución o de disminución, para acabar con la muerte natural en la vejez. Toda muerte prematura es accidental. Normalmente el hombre se preocupa de mejorar y prolongar su vida. Este es también el objetivo de las ciencias de la salud física y psíquica. En los países económicamente más desarrollados el hombre llega actualmente a la edad media de unos setenta y cinco años. En los países más pobres este índice se sitúa entre los cuarenta y los cincuenta años. En la Biblia se dice que una larga vida es una bendición del Señor. En más de un lugar el autor sagrado expresa también el deseo del Creador de que el hombre viva muchos años en la tierra. La condición para una larga vida depende en gran parte de las condiciones de su desarrollo en los primeros años.

El desarrollo se hace en el sentido de la madurez como un continuo devenir a través de las instancias planteadas por las realidades existenciales. La adaptación a los problemas circunstanciales de la realidad constituye una dificultad que no siempre resulta fácil superar. El individuo va madurando bajo el impulso interior y exterior por la armonización de sus necesidades con las exigencias circunstanciales de su realidad existencial. Esta síntesis entre necesidades naturales y exigencias de adaptación a la situación particular del mundo real es una tarea del yo. Por eso madurar es fundamentalmente desarrollar las funciones del yo.

El yo es el elemento central de nuestra psique dinámica, del que depende toda actitud personal de toma de conciencia de la realidad, de opción, de decisión y de acción tanto para la creación como para la defensa. Se trata de un grupo de motivaciones que nos llevan a reaccionar según las necesidades y los valores. En cierto modo, la manera de ser del yo define las líneas características de la personalidad de cada uno. Por consiguiente, nuestro yo es por una parte el aspecto de nuestra personalidad que reconocemos como el sujeto de nuestros conocimientos y de nuestras actividades cuando decimos: yo conozco, yo hago, yo quiero, yo sé, yo deseo, yo soy, etc. Por otra parte, el yo es también el sujeto que percibe ciertos contenidos como pertenecientes a él, como cuando decimos: esto es mío, esto me pertenece, etc.


Maduración de la personalidad y formación en la vida religiosa

Puede definirse la madurez como un modo de pensar, de sentir, de ser y de obrar conveniente a la persona normal en relación con su edad y con su situación. La palabra "normal" se toma en sentido estadístico respecto al comportamiento. El comportamiento es normal si ante determinados estímulos el individuo reacciona de forma semejante a la reacción de los demás en situaciones semejantes. La persona es madura cuando su desarrollo diferencial y su integración física, psíquica y espiritual son completos y están estabilizados. Esto supone unas actitudes y unos comportamientos capaces de afrontar con éxito las tareas de su situación real en la vida.

La maduración es un proceso que se desarrolla en períodos sucesivos. Para poder comprender algo de este misterioso proceso biopsicológico hay que observar cuatro fenómenos ya bien estudiados y que se manifiestan en cada uno de los períodos:

Una predisposición latente que quiere actualizarse.
La germinación de esta nueva virtualidad.
— El crecimiento propio y verdadero del individuo.
— Su inserción dinámica en un sistema particular de la organización social.

En el caso de los formandos en la vida religiosa se trata de valorar la capacidad de inserción eficiente en la vida profesional y la capacidad espiritual de eficacia apostólica. El desarrollo de la personalidad se lleva a cabo a través de un proceso de crecimiento, que se continúa por etapas sucesivas. La etapa es el espacio cronológico que va de una crisis a otra. La crisis es la nueva dificultad que surge generalmente de la confrontación entre una nueva realidad interna y la realidad objetiva del mundo exterior. La confrontación nace a su vez de la necesidad de adaptarse de una forma nueva a la realidad exterior debido a un cambio afectivo. En efecto, cada uno se adapta a la realidad del mundo exterior de acuerdo con su manera personal de ser. Para convencerse de la verdad de esta afirmación basta con observar la forma distinta de comportarse del adulto y del niño ante el mismo estímulo.

Cada período del desarrollo representa un espacio de tiempo que la persona necesita para aprender y adaptarse a la nueva realidad social de su edad como premisa para su evolución cultural.

Hay una humanización progresiva cada vez más complicada, no siempre perfectamente de acuerdo con la estructura antropológica, de una parte, y con el tipo de sociedad creado por el mismo hombre, de otra. La mayor dificultad en la educación y en la formación reside en cómo armonizar los procesos de la maduración autónoma, por una parte, y los de la educación exógena, es decir, del aprendizaje, por otra. En la medida en que el individuo sale airoso en su esfuerzo por armonizar con su ambiente social es como va creciendo, es decir, va madurando.

Para una buena valoración del grado de madurez de un formando hay que considerar por lo menos cinco aspectos de su personalidad: su grado de desarrollo físico, el desarrollo de su inteligencia, su desarrollo social, su desarrollo emocional v su desarrollo espiritual.

El criterio adoptado para hacer esta evaluación es el de la media estadística según una escala concreta de valores médicos, psicológicos, sociales, espirituales, etc. Los responsables del noviciado tienen que poseer estos conocimientos fundamentales para una primera evaluación, aunque sea un tanto superficial, para un primer discernimiento sobre la vocación del candidato. Cierta experiencia de la vida y una buena formación en las ciencias humanas, aunque no precisamente académica, es algo que se requiere en el examinador. Si existen dudas sobre la normalidad del desarrollo, sobre todo en los aspectos del crecimiento físico, del grado de inteligencia, del comportamiento social y del equilibrio emocional, hay que pedir la ayuda de un especialista: el médico, el psicólogo y eventualmente el psiquíatra. Hoy disponemos de medios científicos que permiten descubrir las desviaciones de la normalidad en el desarrollo físico y psicológico de los individuos.

Descubiertas a su debido tiempo, las irregularidades del proceso de desarrollo pueden muchas veces corregirse mediante una intervención médica o psicológica. Esta intervención podrá establecer, además, una prognosis muy. útil para un discernimiento del responsable sobre la vocación del candidato. Cuanto más pronto se haga esta intervención, tanto mayor será la probabilidad de éxito. Crecer con una deformación física, funcional o psicológica es ir consolidando cada vez más esa deformación. Por eso, toda intervención tanto médica como psicológica sobre el individuo con la finalidad de corregir una anomalía cualquiera resulta tanto más problemática cuanto más tarde se haga. Los primeros responsables de la ayuda a los niños, a los jóvenes y a los formandos en su desarrollo normal no son los especialistas, sino los padres, los educadores escolares, los formadores.

Los formadores tienen razones muy importantes para preocuparse de la madurez psíquica de los formandos. Esta se caracteriza por el hecho de la existencia de una aspiración y de una voluntad estables y duraderas de búsqueda de un estilo concreto de vida. El proceso de emancipación respecto a los padres se desarrolla ya con ciertas dificultades. Pero la inserción en el complicado mundo civilizado de los adultos constituye un desafío verdadero y cruel para los jóvenes. Aquí nos encontramos con el momento más crucial de la actuación del formador.

Para que el proceso de maduración de la personalidad que se requiere en el candidato pueda dirigirse y desarrollarse hacia su ideal sin excesivas dificultades se necesita una intervención concreta de ayuda y de asistencia de los formadores. Estos son responsables de la creación de un clima de vida que permita al formando trabajar sobre sí mismo con confianza y optimismo, con libertad interior y creatividad. El formando suficientemente motivado busca el sentido de la vida que se propone y hace de ella un proyecto para su realización concreta. Por eso, para ser realmente eficaz, la actitud y las relaciones del formador con el formando no tienen que consistir en impulsar al formando hacia el ideal propuesto, sino en ayudarle a descubrir el tesoro de los valores ocultos en el ideal. Además, la vocación es una llamada, una atracción personal, y no un impulso o un objetivo impuesto por alguien. Un buen método de formación se preocupa sobre todo de revelar al candidato los misterios del ideal, de sensibilizarlo por ellos y de motivarlo para que los alcance. De este modo quedan unificadas todas las energías psico-biológico-espirituales del hombre para la construcción de la personalidad que requieren las exigencias del ideal.

El yo del formando tiene que verse constantemente sostenido y estimulado a orientar su desarrollo y la estructuración de su personalidad según el significado profundo de su ideal. Hay que ayudarle, además, a descubrir los 'valores de ese ideal. Digo expresamente ayudarle a descubrir, no revelarle. Tampoco el impulso para crecer procede de lo que los educadores y los formadores le revelamos al formando, sino solamente de lo que él mismo ha descubierto. Sólo los descubrimientos personales constituyen un verdadero saber y, por tanto, un verdadero estímulo para el crecimiento. De este modo quedan comprometidas todas sus energías y las dimensiones de su ser.

Todo lo que se refiere al proceso del desarrollo espiritual y al pronóstico respectivo se escapa por completo de la competencia profesional de los especialistas, psicólogos, médicos, sociólogos... La persona competente para emitir un juicio válido sobre este aspecto de la personalidad del formando es exclusivamente el director espiritual o el formador responsable. El primer director espiritual en sentido amplio tiene que ser siempre el responsable directo de la formación del candidato. Cuanto más joven sea el formando, tanto mayor será su necesidad de limitar sus puntos de referencia. Lo mismo que el niño no puede desarrollarse bien sin tener una sola madre, también el joven formando tendrá dificultades para crecer si tiene que dividirse en varios sectores de personalidad, cada uno de los cuales tenga que ser vigilado por un formador distinto.

Sabemos que ningún formador forma al formando. Tampoco los padres y los educadores educan a nadie. Educar y formar es sencillamente ayudar a crecer. La afirmación del gran educador canadiense McLuhan es psicológicamente acertada: "Nadie enseña nada a nadie". No es el educador el que hace la educación de los niños y de los jóvenes. El papel activo principal de todo proceso de formación pertenece siempre al educando. El educador no hace más que crear un clima y unos estímulos que favorezcan el desarrollo de este proceso de crecimiento. El crecimiento en el sentido de la madurez es un proceso bío-psicológico-espiritual espontáneo que procede de dentro del individuo. El desarrollo positivo de esta dinámica vital depende de algunas consideraciones internas y externas del individuo. Las condiciones internas guardan relación con las tendencias naturales del hombre; las condiciones externas dependen de la acción de los estímulos creados por el formador. Pero la presencia del formador al lado del formando es muy importante. Funciona como el estímulo de mayor importancia que permite el formando comprometer todas sus energías internas para crecer en el sentido que él mismo se ha propuesto.

Y aquí perdóneseme que me permita decir la cruda verdad, que a veces resulta un poco dura de aceptar. He aquí algo que considero como la gran verdad, un verdadero axioma pedagógico para todos los que tienen un conocimiento más profundo de la naturaleza humana: el primer factor, y a menudo el factor decisivo del éxito o del fracaso de un proceso de formación o de educación, no está en el formando, sino en la persona del formador. El elemento más dinámico de todo proceso de formación está siempre en el grado con que el formador encarna concretamente en el nivel más alto posible el ideal vocacional y apostólico del formando.

El formando puede comenzar a crecer en el sentido de su ideal solamente a través de un proceso de imitación-identificación con un modelo. El primer modelo en todo proceso de identificación humana en el período de desarrollo es siempre una persona que le parece al formando un héroe digno de ser imitado. El niño puede crecer y desarrollar sus virtualidades únicamente si puede admirar a su madre. La admiración nace con el descubrimiento de los valores de la madre. La admiración significa que se ha desencadenado ya el proceso de identificación. La imitación sigue naturalmente a la admiración. Inicialmente consciente y voluntaria, esta imitación lleva también al niño a copiar a su madre en otras muchas cosas sin darse cuenta de ello. Esto es la identificación. Identificarse con alguien significa hacerse un poco como él. Este es el resultado final de todo proceso de crecimiento moral. El primer signo de que se ha desencadenado el proceso de formación es la admiración del formando por su formador. La admiración lo lleva a hacer suyo el comportamiento de la persona-modelo. Esta primera relación humana ayuda al sujeto a definir mejor su autoimagen aceptable. Por eso la mayor preocupación formativa del formador tiene que ser siempre la de sí mismo, esto es, tiene que esforzarse en encarnar cada vez más la imagen del religioso ideal que propone a sus jóvenes discípulos, lo que andan buscando. La autoimagen del formando corresponde en gran parte a lo que los formadores piensan de él. En efecto, la imagen que el formador se hace del formando condiciona poderosamente sus actitudes externas en sus relaciones con el formando. Este se da inmediatamente cuenta de ello y reacciona en consecuencia. Su reacción puede ser de rechazo, de aceptación o de acogida del formador. En el primer caso no se dará la identificación con él. En el segundo caso, la identificación será débil y el crecimiento difícil. En el caso de la acogida, el proceso del crecimiento y de la maduración se verá acelerado.

Este esfuerzo del formando por hacerse como su modelo humano y de copiar en cierta medida su modo de vivir, sus relaciones personales con el Señor, es un proceso de aprendizaje. El aprendizaje puramente humano empieza también a manifestarse poco a poco en sus primeras relaciones con Jesucristo a través de un proceso espontáneo de transferencia del aprendizaje. Esta transferencia de la realidad humana a la realidad espiritual será tanto más difícil cuanto más sea el formador un auténtico alter Christus.


Dimensiones y valoración de la madurez humana.
Aproximaciones pedagógicas

Pretendo describir la madurez que se requiere para una formación religiosa en el novicio con vistas al compromiso temporal y sobre todo definitivo en la vida religiosa.

Para el objetivo previsto es mi opinión que, tras la especial selección desde el punto de vista de la normalidad física hecha por el médico y de la normalidad psíquica hecha por el psicólogo, todos los demás aspectos de la personalidad del formando tienen que ser constante y esmeradamente observados y valorados por los formadores.

Los primeros responsables de la formación no son los especialistas, sino los formadores. Por eso tienen que ser muy competentes en las ciencias pedagógicas. Una cualidad indispensable para un buen educador es la capacidad de observación.

Ahora es casi normal que un candidato a la vida religiosa llegue al noviciado bastante inmaduro en muchos aspectos de su personalidad. La educación familiar y la escolar van encontrando cada vez más dificultades para crear un clima favorable al desarrollo normal de la personalidad de los niños y de los jóvenes. Hoy es prácticamente imposible no cometer errores de educación o de formación más o menos graves. La repercusión de estos errores puede bloquear varios aspectos del proceso evolutivo. Por eso la inmadurez de los formandos y de los jóvenes religiosos debe buscarse sobre todo en la manera como vive el sujeto sus relaciones consigo mismo, con los demás y con Dios. Son éstas precisamente las dimensiones fundamentales en las que se cumplen los acontecimientos existenciales focales que definen el equilibrio o el desequilibrio de la vida. De aquí nacen las actitudes que favorecen o que impiden la adaptación de la persona a su realidad.

Los puntos más sensibles a las desviaciones en el proceso evolutivo son: la imagen de sí mismo; la fuerza del yo; la capacidad de recibir, de dar y de compartir; la capacidad de elaborar adecuadamente las frustraciones; la capacidad de encarnar un ideal trascendente; la capacidad de autonomía afectiva; la capacidad de autocontrol; la capacidad de adaptación a nuevas situaciones; la capacidad de desechar la satisfacción de una necesidad no vital; la capacidad de tomar conciencia de la culpabilidad y de aceptarla; la capacidad de aceptarse a sí mismo, a los demás y la propia historia; la capacidad de interiorizar los valores del ideal.


La imagen de sí mismo

La imagen de sí mismo se refiere al concepto que la persona tiene de sí misma. El concepto de sí nace de lo que el sujeto piensa de sí. Esto es siempre muy parecido a lo que los demás piensan de él. A través de las actitudes y de los comportamientos de los demás para cón él, el sujeto se da cuenta con mayor o menor claridad de lo que ellos piensan de él. Este conocimiento más o menos subconsciente para el individuo determina la organización de su comportamiento.

De la imagen positiva de sí nacen sentimientos de satisfacción personal que facilitan la adaptación de la persona al mundo de su propia situación. El niño, el joven, el adulto... satisfechos son eficientes y eficaces en sus relaciones consigo, con las cosas, con las personas...; son abiertos a los valores humanos naturales y sobrenaturales.

La imagen negativa de sí mismo lleva al individuo de cualquier edad cronológica a cerrarse dentro de sí. El miedo le impide expresarse existencialmente en el mundo. Frecuentemente toma una actitud más bien defensiva ante la vida, y de este comportamiento resultan manifestaciones infantiles, como la timidez, la agresividad, las compensaciones afectivas, los delirios infantiles, la falta de interés, el sentimiento de inferioridad, las mentiras.

Signos de una buena imagen de sí mismo son ciertas actitudes, como la estima normal de sí mismo, la capacidad de cuidarse de sí mismo, es decir, una preocupación equilibrada por la propia higiene física, mental y espiritual, una buena presentación personal, autenticidad, espontaneidad, sencillez, modestia. cordialidad en las relaciones interpersonales...
 

La fuerza del yo

El yo es el centro personalista al que el individuo atribuye la responsabilidad de sus opciones, de sus decisiones y de las consecuencias de las mismas. Es también el punto causal de partida y de llegada de todas las actividades biopsicológicas que comportan la dinámica de su ser.

El yo del niño es débil; por eso no puede ser un verdadero autor. A medida que se van actualizando sus virtualidades de hombre, él mismo toma en sus manos su destino para abrirse camino en la vida. El desarrollo normal del proceso de maduración permite al individuo proveer por sí mismo a las diversas necesidades de defensa y de síntesis relativas a su edad. El niño maduro, el muchacho maduro, el adolescente maduro, el joven maduro y el adulto maduro saben escoger, decidir, trabajar y jugar según una escala de valores que corresponde objetivamente a sus intereses naturales como seres plenamente conscientes de su lugar exacto en medio de los demás de su mundo.

Un joven que depende demasiado de su formador o superior, que no consigue crear por sí mismo las condiciones necesarias para poder dominar las circunstancias de su vida y moverse libremente hacia su ideal, lógicamente está retrasado en varios aspectos de su personalidad. La señal más clara de este retraso es precisamente la debilidad de su yo. Está indeciso y procura adaptarse por el principio del placer, exactamente como los niños.

Para poder asumir válidamente un compromiso personal tanto temporal como definitivo en la vida religiosa, la persona tiene que ser capaz de elegir personal y libremente los valores evangélicos de la consagración. Esto supone igualmente la capacidad de renunciar a unos valores naturales concretos. La decisión de esta opción tiene que ser una iniciativa personal, la del propio candidato. El papel del formador tiene que limitarse a proponer los valores mostrando sus ventajas bien sea con su información o bien sobre todo con su ejemplo de vida. Por tanto, es menester que el formador responsable se dé cuenta de los motivos de esta opción y del grado de libertad interna de la decisión del candidato. Si el caso lo requiere, tiene que ayudar expresamente al candidato a purificar y a profundizar los motivos que ha proclamado en su opción.


Capacidad de recibir, de dar y compartir

Cuando la madre natural o la madre sustitutiva no consigue satisfacer de manera conveniente las necesidades fundamentales del niño, éste tampoco aprende un tipo de relaciones positivas con los demás. Se siente amenazado en su propia existencia. Elabora inconscientemente un concepto malo de los demás y toma ante ellos una actitud desconfiada y hostil. No puede amarlos. Por tanto, tampoco puede darse ni compartir con ellos. El niño aprende a darse a los demás mediante ese experimento tan sencillo y tan hermoso que realizaron todos los niños que tuvieron la fortuna de tener una buena madre. A los siete u ocho meses el niño normalmente desarrollado quiere tomar él mismo su comida del plato y llevárselo a la boca con la mano. Si alguno quiere quitarle el plato, protesta, porque tiene necesidad de él para satisfacer su hambre. Cuando tiene el estómago lleno viene entonces el espectáculo. Con su rostro y con sus manitas sucias de comida, toma comida del plato y se la pone en la boca a la madre. Es decir, hace por la madre lo que ella ha hecho tantas veces por él. Imita a la madre porque la admira. Si la madre es una buena educadora, acepta la comida que su pequeño le mete en la boca y expresa también su satisfacción por el gesto de su hijo. Este se da cuenta del placer que la madre experimenta. La madre lo estimula a repetir el gesto. De esta forma el niño descubre el placer personal de dar gusto a otro. Descubre la alegría que puede gozar al dar..., al darse. Nunca lo hace cuando tiene hambre. La generosidad en dar está todavía estrechamente ligada a la satisfacción de las necesidades personales.

Si el padre del niño está cerca y si también él ama a su hijo, dirá algo así como: "¿Y yo?... También yo quiero que me des de comer. Tengo hambre. ¡Dame también a mí!..." Ordinariamente el niño se resiste a las primeras insinuaciones del padre, ya que en la práctica conoce solamente a la madre como a la persona buena. El padre le da todavía un poco de miedo. De todas formas, si la madre le ayuda un poco al niño y le guía la mano hacia la boca abierta del padre, con la reacción de alegría del padre al recibir también él la comida de manos de su hijo, éste admirará primero la reacción inesperada, luego sonreirá, tomará un poco más de ánimo y, ayudado siempre por la madre, repetirá el gesto hasta descubrir también la alegría que puede uno sentir al compartir sus bienes no solamente con los amigos más cercanos, sino incluso con terceras personas.

Así es como el niño aprende a dar (a darse) y a compartir. Las personas adultas que son demasiado egocéntricas y que no saben darse ni compartir es que quizá no han podido realizar aún la experiencia del gozo que se siente en la relación interpersonal aliocéntrica. Saber centrarse más en los otros significa superar la actitud egocéntrica propia del niño. Significa, por consiguiente, una mayor madurez humana. Esta es la condición para una relación interpersonal más creativa y, por tanto, más fácil y más satisfactoria para el individuo. El adulto que ha realizado una experiencia semejante rompe el egocentrismo del niño. El niño es siempre egocéntrico, esto es, se siente como el centro de su mundo. El adulto egocéntrico vive para llamar la atención de los demás a través de sus sentimientos de rechazo, de sus actitudes de hostilidad y de agresividad, a través de sus dificultades de entrega generosa y de su incapacidad para compartir en la vida y en las actividades comunitarias.

La persona que tiene ya la madurez relativa a su edad sabe recibir (dones, regalos, una visita, un homenaje...), sabe darse, es decir, renunciar a cosas personales (como su tiempo, sus talentos, sus amistades), para ayudar a sus compañeros de comunidad; sabe dar su saber a los que tienen necesidad de él, sabe poner a disposición de todos sus instrumentos de trabajo.

Yo diría que una señal de madurez en este nivel es la actitud de una cierta disponibilidad para los demás. El egocéntrico está centrado en sí mismo. Ser disponible para con los demás consiste en una actitud más objetiva, digamos aliocéntrica, es decir, centrarse más bien en los demás, ser abierto, acogedor...


Capacidad de elaborar adecuadamente las frustraciones

Todos los hombres, durante toda su vida, sufren frustraciones. Estas son realmente inevitables. Forman parte de todas las realidades humanas. En esta época de nuestra historia el tiempo se ha convertido en la cosa más importante del mundo. Todos nos preocupamos del tiempo. Para algunos nunca hay tiempo suficiente para poder hacer todo lo que querrían hacer. Por eso andan siempre con prisas. Están ansiosos y tienen miedo de llegar tarde al trabajo. En la vida es imposible caminar tranquilamente. Están los coches, los demás, que también marchan aprisa. El que ha tomado el coche nunca sabe si encontrará quizá un embotellamiento... ¡Hay tantas situaciones imprevistas!... De noche no es posible dormir por el ruido, por la televisión del vecino, por las motos de los jóvenes que desean llamar la atención.

Si algunos no encuentran el tiempo necesario para hacer todo lo que quieren, hay otros muchos que no saben qué hacer con el tiempo de que disponen. Sufren el hastío de la vida. No saben entretenerse. Por eso duermen más de lo necesario, comen demasiado, pasean, compran, no saben dónde gastar el dinero que tienen. Hoy también son muchos los que desean trabajar y no encuentran un puesto de trabajo. Están además los jubilados en plena forma laboral, que se ven marginados por la sociedad para que dejen su sitio a los jóvenes. En una palabra, bien por falta de formación, bien por falta de una visión más pragmática de la vida, hay muchos que fuera de su trabajo profesional no han aprendido nunca a hacer alguna otra cosa. Por eso, si no pueden trabajar en su profesión andan desorientados por la vida. No saben cómo pasar el tiempo.

Hacer cosas es vivir el instinto de la creatividad. Hacer cosas que uno ha elegido porque corresponden a sus deseos y a su saber hacer es vivir algo así como los niños que juegan. Verse obligado a hacer tan sólo lo que hay que hacer, únicamente para tener el dinero necesario para poder vivir, es algo que cansa a todos. Es vivir algo así como un niño obligado a jugar con juguetes que le gustan a su madre, pero que no le hacen ninguna gracia al hijo. Por eso hay muchos trabajadores, obligados a trabajar toda su vida de la misma manera en el mismo lugar y con las mismas personas, que necesariamente terminan siendo personas neuróticas. Cualquier persona normal alimenta deseos y expectativas que nunca se cumplen. La desilusión consiguiente se sufre como un dolor moral, tanto más desgarrador cuanto mayor es la necesidad natural o artificial que ha quedado insatisfecha. Un deseo y una expectativa que no se cumplen producen un sentimiento de frustración. Este sentimiento puede ser más o menos destructivo en el interior de la personalidad según la consistencia o la fragilidad de la misma y según el grado de madurez del sujeto.

La madurez en este nivel supone la capacidad de prorrogar o renunciar definitivamente a la satisfacción de un deseo. Las reacciones internas que se expresan clamorosamente a través de comportamientos de resentimiento, de rebelión, de agresividad, de repliegue, de cerrazón..., son siempre un síntoma de inmadurez emocional. El individuo inmaduro en la etapa de edad que le corresponde no consigue soportar ni elaborar sus frustraciones. El hombre emotivamente maduro no tiene dificultad en prorrogar la satisfacción de sus deseos, la realización de sus proyectos. El inmaduro vive su frustración a través de unas actitudes y unos sentimientos más o menos infantiles: llora, se deprime, se siente amenazado o inseguro. Cree que sus planes y sus proyectos tienen que concretarse siempre según sus previsiones. En la misma línea de comportamiento inmaduro se encuentra también la dificultad de vivir la fe y la esperanza con un sano optimismo.

Un religioso debe ser tan maduro, que sea capaz de elaborar interiormente, por sí solo, sus pequeñas frustraciones ligadas a la vida ordinaria. Tiene que ser capaz de encontrar personalmente soluciones para sus pequeñas dificultades. La impulsividad o la prisa y la impaciencia excesiva por satisfacer una necesidad o un deseo que pueden prorrogarse es un síntoma de inmadurez que puede crear dificultades para una equilibrada vida comunitaria.


Capacidad de encarnar un ideal trascendente

Además de una buena madurez en relación con la edad cronológica del sujeto, la auténtica vocación religiosa supone una gran sensibilidad intelectual y emocional por las realidades del mundo sobrenatural. Se trata de una característica que resulta de una adecuada educación religiosa familiar. Es de esperar que el candidato haya venido a la casa de formación con cierto desarrollo de ese germen que yo pienso que es también instintivo. En efecto, es también una convicción científica la que tengo de que la trascendencia es un aspecto inmanente de la estructura antropológico-psicológica del hombre. Esta convicción se basa en el argumento histórico de que no existe ningún pueblo ni tribu primitiva que no cultive la creencia en un valor fuera de las realidades sensibles. Quizá por eso dijo el Señor que su ley está inscrita en el corazón del hombre. Quizá el animismo y el pensamiento mágico del niño son signos que denuncian la existencia de esa ley natural que inclina al hombre espontáneamente a ver algo más allá de las cosas que pueden percibir sus sentidos externos.

Un buen formador sabe lo que ha de hacer para ayudar al formando a crecer en su dimensión trascendental. Considero que el objetivo principal del noviciado es precisamente el dar motivos al formando para que se comprometa a fondo en la búsqueda de Dios y del significado real de su llamada a seguirlo más de cerca. La experiencia del descubrimiento personal de Dios como de alguien que nos quiere, que nos atrae con una fuerza irresistible para la comunión con él, es precisamente la primera etapa del proceso de maduración espiritual. El éxito o el fracaso de este aprendizaje condiciona también la manera más o menos sólida de vivir su fe.

Este descubrimiento personal, hecho no sólo en el nivel intelectual, sino también experimental (experiencia interna), introduce al formando espontáneamente en un proceso de diálogo con Dios. El diálogo se concreta a través de la oración. Pero una buena formación para una oración auténtica fortifica también extraordinariamente la adhesión a Dios como un ideal poderoso que hay que realizar. Un ideal se vive siempre como un valor existencial para la realización de sí.

Por consiguiente, la capacidad de asumir con responsabilidad personal una vida auténtica de oración, aunque permanezca tan sólo en un nivel de principiantes, es seguramente un signo de un proceso de maduración espiritual en vías de desarrollo. Un espíritu de oración auténtica queda encarnado en la vida, de manera que llega a cambiar diversos aspectos del comportamiento del individuo. Este mejora en sentido positivo, particularmente en su dimensión social, esto es, se hace más fraternal en las relaciones interpersonales. Por tanto, el sujeto se hace más humilde, más sencillo, más auténtico, más espontáneo, más abierto, más disponible; en una palabra, crece en caridad para con Dios y para con los hombres.

¿Cuál será el grado de madurez relativo a este aspecto que se considera necesario para que pueda permitírsele al novicio, con seguridad suficiente, emitir los votos? Me parece que este problema debe ser resuelto por el responsable directo de la formación del candidato. Efectivamente, el instrumento mejor para esta valoración tan importante es la observación inteligente, sistemática, del sujeto. Creo que solamente el formador responsable está en disposición de hacerla. Su prudencia de hombre responsable y su personal experiencia espiritual le darán los criterios para un juicio prudente humanamente suficiente para una decisión final válida. Es verdad que sólo el superior mayor o bien él con su consejo son los responsables últimos de la admisión de un candidato. Pero es normal que tomen en su debida consideración el parecer del formador que ha acompañado al formando en su búsqueda y en su crecimiento espiritual.


Capacidad de autonomía afectiva

Con el concepto de autonomía afectiva deseo señalar la no-dependencia afectiva. El niño nace totalmente dependiente de su madre. Sin ella o sin una buena madre sustitutiva no podrá siquiera vivir. René Spitz y sus compañeros de investigación han podido establecer científicamente que la causa más frecuente de la mortalidad infantil es la ausencia de una persona verdaderamente capaz de hacer sentir al niño el calor del afecto humano. La satisfacción adecuada de esta necesidad vital despierta en el niño el sentimiento de seguridad. Le permite experiencias que consienten hacer el descubrimiento de sus capacidades. La profundización de las reglas de la vida se lleva a cabo precisamente por medio del riesgo de las experiencias. El niño que se siente amado y afectivamente satisfecho es capaz de arriesgarse, porque se siente protegido por la persona afectuosa. La primera señal del desarrollo normal de este proceso de crecimiento son las manifestaciones de la alegría de vivir del niño. La segunda señal está en el esfuerzo más o menos espontáneo del niño de imitar a la persona que admira. En efecto, la admiración es la primera reacción natural de la persona que se siente amada. El niño, el muchacho, el adolescente, que se sienten amados por sus padres los admiran y los imitan espontáneamente. La imitación, que se ha hecho inconsciente, construye la identificación con el ideal. Esta es la condición personal sin la que resultaría inútil todo esfuerzo de verdadero crecimiento en autonomía y libertad, que son las prerrogativas del hombre maduro. Un niño y un adolescente, e incluso un adulto que se sienten amenazados, inseguros por estar solos, ni siquiera tienen el coraje de correr el riesgo de una iniciativa normal.

La frustración de la satisfacción de la necesidad afectiva bloquea la capacidad de libre iniciativa. Este individuo sigue siendo dependiente de cualquiera que lo acepte y que le dé un poco de comprensión y de afecto. Tiene un destino natural a ser esclavo de los demás, una persona que no tiene las condiciones mínimas para gozar de la verdadera alegría de vivir ni a nivel humano ni a nivel espiritual.

La evolución del modo de satisfacer la propia afectividad se realiza a través del crecimiento de autonomía afectiva. El fracaso de este proceso mantiene al individuo en la dependencia. Esta se manifiesta por una necesidad excesiva de la presencia y de la ayuda de los demás en su vida y en su actividad. Semejante situación intrapsíquica hace también difícil el crecimiento espiritual normal, que implica necesariamente el sentimiento de dependencia de Dios. Es decir, el que no se siente libre ante los hombres experimenta también una especie de obstáculo para buscar libremente a Dios. Y tampoco sabrá darse libremente al Señor.

Escoger la vida consagrada en el celibato determina un estilo de vida de un cierto grado de soledad humana y, por tanto, de un cierto grado de frustración de la naturaleza esencialmente social del hombre. La madurez requerida para poder correr el riesgo de una opción semejante consiste en la capacidad de elaborar creativamente este sentimiento por una vigorosa y dinámica vida de amor a Jesucristo y a los demás valores espirituales. La expresión "odiar al mundo" para seguir a Cristo tiene que entenderse como la capacidad de renunciar libremente a las cosas humanas más preciosas de manera que no se deje uno bloquear el corazón para una entrega incondicional al Señor.


Capacidad de autocontrol

La evolución se hace a partir de un núcleo interior natural de energía inmanente. Este núcleo se manifiesta ya en el niño bajo forma de inclinaciones, de tendencias naturales, y entra en seguida en relación con el mundo exterior para plasmar el yo. Se trata de una potencialidad en vías de desarrollo. Estas posibilidades pueden realizarse, formarse o verse ahogadas por factores circunstanciales en la educación familiar, escolar o social. Del ahogo de estas tendencias se derivan tensiones y actitudes más o menos neuróticas. En el fondo, toda tendencia natural y todo instinto son buenos. Miran siempre al desarrollo y al crecimiento del hombre y a su adaptación a su realidad en el mundo. Pero según el grado de éxito que se haya alcanzado en la educación, sobre todo en los primeros años, los instintos y las tendencias naturales pueden también sufrir desviaciones de su función natural. Las manifestaciones de instintos y de tendencias malas son siempre con seguridad signos de errores cometidos en la educación o en la formación del individuo. El hombre, el religioso moral y espiritualmente adulto siempre sabe lo que tiene que hacer con los impulsos de la energía que brota de sus instintos y de sus tendencias naturales. En cierto sentido podría decirse igualmente que educarse o formarse es aprender a controlar la energía natural para construir con ella la propia vida según el plan providencial de Dios sobre nosotros.

En la intimidad más profunda del hombre original existe un mecanismo psicológico muy fino y muy seguro de orientación, que nos hace saber "sin equívocos lo que hemos de hacer, cuándo, dónde, cómo y con quién tenemos que hacerio" *. Desgraciadamente, la educación y la formación de los niños y de los jóvenes que se ha hecho mediante la adaptación a las exigencias de una sociedad sofisticadamente tecnológica, cuando no perversa, acaba con esta preciosa luz interna natural. No obstante, la autenticidad del hombre tiene raíces en las difusas manifestaciones de este centro de autocontrol. La atención a lo que queda de esa misteriosa vocecilla interior indica con absoluta seguridad el camino que hay que seguir para la realización de sí mismo según la opción personal de fondo.

*ABRAHAM H. MASLOW, El hombre autorrealizado, Kairós, Barcelona 1979.

Ayudar a los formandos a clarificar y a purificar las motivaciones profundas de su opción vocacional es la primera etapa de la intervención de los formadores en la vida del formando. Ayudar a ver con claridad lo que quiere realmente y lo que no quiere, lo que puede hacer y lo que no puede hacer. Gran parte de la formación consiste en estimularlo a que oiga esta voz interna de la conciencia. Por desgracia, gran parte de nuestras potencialidades han quedado definitivamente inutilizadas y abandonadas, bien sea por la incuria en su educación, bien por una represión activa motivada desde fuera. De este modo el hombre se ve empobrecido de importantes elementos constructivos de su personalidad: capacidad, emociones, juicios, actitudes, percepciones, etc.

La voz interna de la conciencia psicológica nunca desaparece por completo del hombre normal. Incluso cuando ha sido activamente reprimida y hasta deformada, en virtud de su dinámica intrínseca sigue haciendo presión para hacerse oír. Aparece como una exigencia del fundamental querer vivir según la propia naturaleza trascendental del hombre.

Nadie es un producto determinado únicamente por factores externos. La identidad de todo individuo se deriva en gran parte de sus opciones personales. Estas se van haciendo a lo largo de la vida de acuerdo con los descubrimientos y la aceptación de las virtualidades que existen en él desde el principio. Es ésta la materia prima con la que el hombre crea su propia personalidad. Un punto fundamental de la actitud educativa del formador ante su formando es, por consiguiente, creer que en el fondo, de una manera o de otra, toda persona se forma y se determina por sí misma. Ni el educador ni el formador pueden hacer otra cosa que no sea interferir de modo positivo o negativo en dicho proceso, en el sentido de ayudar o de no facilitar el crecimiento del sujeto.

La frustración de la necesidad fundamental de ser el sujeto de la propia historia afecta siempre profundamente al equilibrio de la personalidad. Por eso un clima concreto de libertad sin miedos es una condición para un buen crecimiento personal en el sentido de la madurez. "La naturaleza interna (del hombre), tan profundamente como podemos conocerla, no es fundamentalmente mala, sino más bien buena, en el sentido que damos a esta palabra en nuestra cultura, o mejor dicho, neutral. La manera más justa de expresar esto es decir que es anterior al bien y al mal" *.

* ABRAHAM H. MASLOW, El hombre autorrealizado, Kairós, Barcelona 1979.

La capacidad de autocontrol tiene que referirse en primer lugar al comportamiento. Se supone que el novicio, como consecuencia de la masa de nuevas informaciones que recibe sobre el nuevo estilo de vida que desea adoptar, va descubriendo y consolidando poco a poco algunos principios fundamentales de vida. Capaz de autocontrol es aquel que consigue regular su conducta de una forma coherente con los principios que adopta. Esa persona no tiene necesidad de ser controlada ni vigilada desde fuera por el superior... Es capaz de asumir personalmente la responsabilidad de lo que dice y de lo que hace.

El joven maduro en esta dimensión de su personalidad es igualmente capaz de ser fiel a los compromisos asumidos por libre decisión personal. Vive sus convicciones personales de modo coherente y responsable.

Es verdad que esa persona sigue estando expuesta a sufrir ansiedades y conflictos. Pero estas perturbaciones emocionales no le harán perder la estabilidad de su comportamiento.

El joven novicio o religioso demasiado inmaduro en este nivel manifiesta cierta falta de respeto a las leyes y al reglamento. No es muy fiel a sus pequeños compromisos domésticos. No es posible confiar mucho en su responsabilidad personal. La ansiedad normal, realmente inevitable en las relaciones interpersonales, desorganiza su equilibrio emocional. El cambio interior demasiado intenso explica también sus reacciones, escandalosamente desproporcionadas a las causas. De todas formas, cuando consigue controlar su comportamiento exterior, siempre corre el peligro de hacerlo solamente a costa de su equilibrio interior.

Por tanto, es suficientemente maduro para poder asumir con éxito un compromiso de consagración bajo este aspecto de la personalidad aquel candidato que es capaz de una fidelidad regular a los principios de conducta prescritos en las constituciones y a los demás que regulan la vida normal o armónica de relaciones interpersonales con Dios y con los hermanos en la vida religiosa comunitaria.


Capacidad de adaptación a nuevas situaciones

De la confrontación con situaciones nuevas e imprevistas casi siempre se deriva cierto grado de ansiedad y de inseguridad. Entonces ignoramos qué es lo que tenemos que hacer para adaptarnos. El sentimiento de seguridad depende en su mayor parte de las condiciones de esta adaptación. La persona madura no tiene serias dificultades por lo que tiene que hacer para crear esas condiciones de seguridad. Las dificultades con que tropieza en este esfuerzo de defensa y de adaptación no desorganizan su equilibrio emocional. La persona madura se distingue también por su mayor plasticidad de actitudes y de comportamientos. He aquí dos condiciones que facilitan la adaptación a la realidad. En definitiva, yo diría que esta dimensión de madurez significa una mayor libertad interna, la valoración de la originalidad de la persona única e irrepetible. La espontaneidad de expresión de sí mismo a través de un alto nivel de creatividad es su síntoma más elocuente.

El inmaduro, por el contrario, se siente amenazado por las necesidades de adaptarse a una situación nueva. Ordinariamente sus intentos de adaptación acaban en una pequeña comedia de comportamiento ridículamente infantil. La causa de su fracaso de comportamiento tiene que buscarse en sus sentimientos de miedo y de inseguridad existencial.

Quizá la experiencia de su pasado lo ha convencido inconscientemente de que el mundo y las personas son peligrosos. Ciertos traumatismos psíquicos, vividos como demasiado destructivos en el período evolutivo, llevan a menudo a desarrollar espontáneamente este mal mecanismo de adaptación. La costumbre de seguir un comportamiento rígidamente estereotipado acaba bloqueando por completo el proceso de crecimiento.

La persona inmadura demuestra gran pobreza de expresión de sí misma. El miedo y la timidez lo impulsan a cerrarse en su interior. Y por eso su obrar no es creativo, sino más bien muy repetitivo.

La suficiente madurez emocional que se le exige al religioso para su buena adaptación a la vida es seguramente la capacidad de mantener la cabeza fría en una circunstancia más o menos imprevista que exige su intervención apostólica. Una juiciosa observación hecha por el formador sobre el comportamiento del formando en circunstancias un tanto imprevistas podrá revelarle el grado de madurez que ha alcanzado en ese nivel.


Capacidad de desechar o prorrogar

Los animales, así como el niño y el hombre inmaduro, actúan más o menos impulsivamente en los comportamientos que miran a la satisfacción de sus necesidades. Son incapaces de prorrogar la satisfacción de esas necesidades. El inmaduro se preocupa del presente. El pensamiento del futuro desconocido despierta fuertemente su sentimiento de inseguridad. No soporta el ansia de esperar. El miedo a verse frustrado en sus expectativas es sentido como una amenaza atroz a su propia existencia. La persona madura a nivel de su edad vive tranquilamente, esto es, sin ansiedades, el transcurso del tiempo. Sabe organizarlo y aprovecharlo como un tesoro gratuito del que se sirve para realizarse. Realizarse es actualizar las propias potencialidades a través de la actividad creativa, que no es sino una recreación o expresión de la persona en su actitud y en su obra. Se trata quizá del instinto humano más fuerte. No poder satisfacerlo convenientemente perturba la mente y el corazón del hombre, hasta el punto de deprimirse seriamente. La vida pierde su sentido para él. Sentirse amenazado en su propia existencia es algo tremendamente nefasto.

La persona madura sigue siendo fiel a los principios ligados a su opción de vida, a pesar de las solicitaciones de sus tendencias instintivas. Estas se van disciplinando y sometiendo a los dinamismos de atracción de los valores escogidos. El dinamismo de búsqueda del camino para alcanzar el ideal es controlado por la voluntad. Pero la voluntad se mueve impulsada por los motivos que nacen bien de las presiones ambientales o de grupo, bien de las informaciones precisas transmitidas por el método de formación.

Las violencias, las presiones y también las solicitaciones ejercidas sobre el individuo para desviarlo de los principios que orientan su conducta por el camino escogido pueden debilitar el sentido de responsabilidad personal y la capacidad de decidir autónomamente. Este peligro es tanto más grave y los síntomas comportamentales de esta perturbación son tanto más numerosos cuanto menos maduro es el sujeto. En relación con este aspecto del proceso de su crecimiento, el individuo muy inmaduro se presenta más o menos despersonalizado: deja que le tomen un poco el pelo, es objeto de burla y de bromas de los demás, no sabe defenderse...

La cualidad del comportamiento y de la acción del hombre atestiguan con mucha fidelidad la calidad o también los valores de su personalidad. Para un buen observador no es difícil valorar varios aspectos cuantitativos y cualitativos de la personalidad de una persona. He aquí por qué la observación inteligente y sistemática es quizá el instrumento más importante de que dispone todo formador responsable de la formación para una valoración continua de los formandos. Su juicio sobre el grado de madurez es necesariamente evolutivo, precisamente porque el papel de un formador en el proceso de crecimiento humano y espiritual de los formandos no es sólo el de valorar sus condiciones de madurez para un juicio y un discernimiento vocacional. La tarea fundamental del formador consiste en ayudar a los formandos a crecer en el sentido del hombre adulto, maduro e integrado en todos los niveles de su ser. Pero es obvio que su mayor preocupación tiene que ir en el sentido del crecimiento espiritual del formando. Sin embargo, es de la mayor importancia que no se olvide nunca de que gratia supponit naturam. Para un crecimiento equilibrado propio y verdadero del hombre espiritual es menester que éste sea antes un hombre verdaderamente humano.

El religioso y el sacerdote espiritualmente equilibrados y verdaderamente maduros son también siempre personas verdaderamente humanas. También puede asegurarse que las perturbaciones físicas o psíquicas, aunque sean graves, no constituyen nunca condiciones de impedimento absoluto para la gracia. Si el Señor puede hacer de las piedras personas que griten y canten su alabanza, ¿no sabrá servirse también de la persona humana psíquicamente tarada y pobre para hacer resplandecer en ella o a través de ella las maravillas de su gracia?

Pero no cabe ninguna duda de la conveniencia de una buena elección de los candidatos. Los sacerdotes y los religiosos representan de algún modo la fachada de la Iglesia. Si se presentan de tal modo que convencen a los demás de que su vida es realmente la encarnación del evangelio, nuestros hermanos laicos podrán creer que la Iglesia es verdaderamente santa. Es conveniente que los que han sido llamados a ser por vocación específica los testimonios más persuasivos del Reino con su ejemplo de vida, lo sean también a ser posible en el nivel humano. Las limitaciones humanas demasiado grandes, in extremis, constituyen a menudo una cierta dificultad para la transparencia de los valores espirituales y apostólicos de los consagrados; por consiguiente, también para la aceptación y la eficacia del testimonio. Más aún, hay condiciones personales físicas y psíquicas que sin duda contribuyen a una acción apostólica más eficaz.

Así pues, no se requiere en el candidato a la vida religiosa la perfección física, sino más bien una buena salud, así como una conveniente integridad física. De la misma manera, es cierto que un buen grado de integración de la personalidad es una exigencia para la aceptación del mismo. La capacidad de rechazar o prorrogar la satisfacción de los deseos y expectativas es un síntoma elocuente de todo ello.


Capacidad de tomar conciencia de la culpabilidad

En sentido amplio puede decirse que el sujeto adulto ha llegado a la madurez cuando "tiene la capacidad de entender, de querer y de saber juzgar sobre la culpabilidad de sus acciones y está en disposición de actuar en consecuencia; debe comprender, por consiguiente, la seriedad de las exigencias morales" *.

* Cf Dizionario di Psicologia, Paoline, Roma 1975, 679.

Por tanto, no se trata aquí del delirio de culpabilidad ni del fenómeno psicopatológico del escrúpulo, sino de la culpabilidad fundada y reconocible. Según Martin Buber, "el hombre es el ser capaz de hacerse culpable y capaz de explicar su culpabilidad".

La culpabilidad es el reconocimiento de la desaprobación interna o externa por causa de la infidelidad a los valores personales intrínsecos para la realización de sí. Es una reacción natural o una protesta de la realidad profunda frente a una traición del hombre a sí mismo. En este sentido, el sentimiento de culpabilidad es bueno. Es un elemento útil para el autocontrol del comportamiento, para el crecimiento y la adaptación a la realidad. Incluso me atrevo a decir que la culpabilidad es un elemento indispensable para el desarrollo y para la maduración de la personalidad. Funciona como una brújula de orientación para la realización de sí.

Todo hombre lleva en la más profunda intimidad de sí mismo un núcleo de energía vital inconsciente en donde arraiga la potencialidad para el amor, para la creatividad, para el juego, para el humor, para el arte... Crecer significa también aprender a descender hasta esta profundidad de uno mismo para descubrir estas posibilidades y servirse de ellas para la propia realización. El formador debe creer en estas posibilidades del formando, respetarlas y ayudarle a que las descubra y las aprecie. Esta es una de las condiciones que permiten el desarrollo sano de los jóvenes. La inmadurez no es más que una etapa del camino para la realización de sí.

¿Qué es lo que significa realización de sí?

Según Maslow se define como la aceptación y la expresión del núcleo interno del yo, la concreción de las capacidades y potencialidades latentes, que permite el funcionamiento a un alto nivel en las relaciones interpersonales según el concepto de Carkhuff y la confianza en el valor de la interioridad humana y personal.

Por tanto, las tendencias profundas del formando son buenas en principio. Constituyen la semilla y la premisa de la madurez. Por eso tienen que ser estimuladas para que puedan desarrollarse. Los valores humanos y trascendentes explícitamente propuestos y debidamente explicados por los formadores serán la garantía para la orientación correcta de las tendencias del formando.

Un signo bastante creíble de la madurez del individuo en cualquier edad es su espontaneidad en el hablar y en el actuar. Poder expresarse libremente, sin inhibiciones, sin controles, con confianza y sin premeditación, en un ambiente sano y normal, es siempre un síntoma seguro de equilibrio interior y de salud mental. Pero madurar significa también aprender a controlar la propia espontaneidad. Para una adaptación justa y armoniosa a la realidad es necesario saber controlar, querer, ser prudente, discreto, tener capacidad de autocontrol, de cálculo... Está además el autocontrol consciente de los impulsos espontáneos del trabajador, del artista, del intelectual, del atleta, del santo..., necesario para el mantenimiento del equilibrio psíquico, moral y espiritual. Pero en la personalidad madura todo autocontrol sano, es decir, hecho por motivos de una mejor realización de sí, se integra pronto en el comportamiento espontáneo habitual.

Formar es también ayudar al formando a encontrar su equilibrio de comportamiento justo entre la espontaneidad y la expresión de sí mismo, por un lado, y la necesidad de controlarse, por otro. Para poder vivir la vida religiosa de un modo sano y normal, la formación tiene que favorecer lo más posible la espontaneidad, la capacidad de expresarse, de ser acogedor, maleable, confiado, sin premeditación, capaz de crear...

La persona madura se siente libre. Tiene el coraje de asumir la responsabilidad de sus acciones y de sus intenciones. Es capaz de decidir por sí mismo de manera sensata sobre su comportamiento. Hay jóvenes incapaces de ordenar cada uno de sus comportamientos y de sus actitudes de modo que puedan insertarse armónicamente en los procesos sociales de su grupo de pertenencia. Esos jóvenes no tienen seguramente el sentido común de responsabilidad personal.

La persona madura reconoce sus errores y los sentimientos de culpa ligados a ellos. Se reconoce a sí misma como el sujeto que ha cometido el error y asume personalmente sus consecuencias. Esta constatación se lleva a cabo con una actitud objetiva, sin depresiones nerviosas. Es su actitud positiva que incluye siempre un fuerte deseo de salir bien. La persona madura se sirve de todas sus experiencias' para aprender a vivir mejor. Integrar pacíficamente el sentimiento de culpa implica la necesidad de reparar el mal que se ha hecho como un deber de justicia. Semejante actitud revela que el sujeto tiene conciencia de sí mismo y de sus limitaciones, conciencia de los demás y de sus limitaciones. He aquí una de las condiciones imprescindibles para unas buenas relaciones interpersonales, para la eficiencia profesional y para la eficacia apostólica.

También el individuo inmaduro tiene conciencia de sus limitaciones, pero no las reconoce con facilidad. Por eso mismo atribuye la causa de sus errores a los demás. Y, por consiguiente, no descubre la necesidad de cambiar de comportamiento, ni siquiera cuando sabe lo que tiene que hacer para adaptarse mejor a su realidad. Por eso mismo cree también que carecen de justificación y que incluso son inútiles las observaciones y las advertencias que puede hacerle el formador o el superior. Y acaba siempre lamentándose y diciendo que no lo comprenden.

En definitiva, puede decirse que el sentimiento de culpa desorganiza y bloquea a la persona inmadura. Se dan consecuencias muy negativas de una perturbación semejante de la personalidad: el sujeto se hace más o menos improductivo en todos los niveles; a menudo aparecen actitudes autopunitivas, como abuso del tabaco, del alcohol, hiperactividad, sufrimientos diversos de naturaleza psicosomática... Semejantes reacciones tienen que llamar la atención del formador sobre el aspecto de inmadurez del candidato. Habrá que examinar entonces su significación profunda. Ver si son el resultado de una grave falta de madurez en alguno de los aspectos fundamentales de la personalidad. En algunos casos quizá fuera útil pedir también la ayuda de un experto psicólogo para una verificación más justa.
 

Capacidad de aceptarse a sí mismo, a los demás y la propia historia

Todos somos semejantes, pero no iguales. La ignorancia de esta realidad es quizá la causa frecuente de las dificultades de equilibrio de las relaciones interpersonales. Puede estar también en el origen de la no aceptación de sí mismo. Sin embargo, la originalidad de cada individuo es un aspecto importante de la realidad humana.

Ciertos errores de educación, sobre todo en el primer período evolutivo, pueden darle al niño la idea de que para poder vivir con los demás tiene que cambiarse a sí mismo para hacerse lo más posible igual a los demás. Inconscientemente se ve llevado a comparar varios aspectos de su ser con los del comportamiento de los demás, y concluye no aceptando algunos de ellos y rechazando otros. El primer síntoma que se deriva de semejante esfuerzo de autoformación es la pérdida de la espontaneidad. Poco a poco, en medio de ciertas dificultades dramáticas, el niño inocente se va convirtiendo en un horrible hombrecillo artificial, enmascarado y más o menos infeliz, como sus malos modelos. Esta actitud educativa está ciertamente equivocada. En efecto, se basa en el concepto erróneo de que el hombre es por su misma naturaleza fundamentalmente malo. Pero hemos de desafiar a cualquier observador inteligente y objetivo a que demuestre científicamente que toda tendencia espontánea del niño es fundamentalmente mala. Más aún, no resulta difícil, ni mucho menos, darse cuenta de que todas las, tendencias del niño son buenas en el fondo o todo lo más neutrales. El convencimiento contrario es el resultado de una grave confusión entre el impulso natural a vivir según la ley de vida inscrita en el corazón del hombre por el Creador y las conveniencias de la política humana de interés por el asentamiento de un cierto modelo social. Desgraciadamente, ese orden social promovido por el hombre actual no corresponde siempre al orden expresado por Dios. A menudo se va construyendo según un modelo pragmatista más o menos en consonancia con el egoísmo del hombre.

Así pues, el sistema educativo tiene que adaptarse siempre a la finalidad de preparar al hombre a cumplir con su función social. De este modo, en nuestra sociedad occidental de producción y de consumo, a lo largo de todo el período de formación, la educación se hace en el sentido de adiestrar al niño y al joven para que aprendan a producir y a consumir. En todos los grados escolares, el alumno aprende sobre todo a asimilar las técnicas y los métodos competitivos. Ya en la familia adiestran al pequeño a competir con los demás: aprender a luchar, a vencer a toda costa, aunque sea con el sacrificio del otro. "¡No dejes que te roben!... Prepárate a luchar y a vencer..." Stroegle for life, dirán los americanos. De esta forma los niños descubren a los demás como eventuales opositores, o quizá enemigos, que intentan engañarles, vencerles, obligarles a ceder, a someterse. Los romanos dirían: Homo homini lupus. Todo hombre es un lobo para sus compañeros. ¿No será ésta precisamente la actitud de fondo del hombre de hoy en s'us relaciones interpersonales en todos los niveles: familiar, comunitario, nacional, internacionales?...

La educación familiar v escolar no hace en gran parte más que ratificar estos errores para servirse de ellos en el adiestramiento del hombre para la lucha que habrá de sostener con sus hermanos. ¿No habría sido ya Caín víctima de uno de estos graves errores de educación? La envidia que lo llevó a golpear y a matar a su hermano quizá nació y se desarrolló en un corazón oprimido y humillado por algún sentimiento de injusticia que había sufrido en su familia. En la historia de Esaú aparece con claridad el acontecimiento de una mala relación interpersonal en la que uno fue entregado por su hermano. A menudo la educación consiste fundamentalmente en despertar la ambición del niño y del adolescente para enseñarle luego las técnicas para alcanzar sus objetivos, sin tomar muchas veces resalta con evidencia en las relaciones comerciales entre un individuo y otro, entre un país y otro. La llamada psicología de venta consiste fundamentalmente en descubrir los medios para obligar al otro a comprar, aunque no lo quiera en el fondo. Es ésta una cruel realidad de las relaciones comerciales en todos los niveles. El más fuerte impone la condición para la transacción e intenta sacar de ello el mayor provecho personal que le sea posible. Para satisfacer sus deseos y sus ambiciones, el moderno comerciante deja el corazón aparcado y trabaja sólo con la cabeza fría, como un ordenador.

En todo esto se da una grave inversión de los valores existenciales. Sin embargo, en su origen, el hombre es un ser destinado a vivir. ¿Y qué es vivir? En el sentido filosófico-teológico, vivir es realizarse según la propia naturaleza. Pues bien, el hombre es, sin duda alguna, de una naturaleza trascendental. Por tanto, realizarse será vivir según sus tendencias más profundas que lo impulsan hacia los valores de la trascendencia. Creer que el hombre es esencialmente malo y materialista es reducirlo a un simple animal, racional ciertamente, pero nada más. Pero si estamos hechos a imagen y semejanza del Creador, no podemos menos de ser fundamentalmente buenos. La malicia aparente, o real, del hombre no nace de su naturaleza, sino de las malas experiencias que va sufriendo en sus relaciones con el hombre ya deformado, bien sea en la familia, bien en la escuela, bien en la sociedad.

Por consiguiente, es innegable que el hombre original ha sido transformado por factores externos en un ser que, en vez de realizarse simplemente en el sentido de ser plenamente según sus virtualidades, se convierte en un ser fundamentalmente preocupado de satisfacer sus ambiciones de poseer; poseer bienes materiales que le permitan satisfacer sus deseos infantiles de placer, es decir, su sed de consumir.


Capacidad de interiorizar los valores del ideal

Todo lo que llevamos dicho hasta ahora respecto a la madurez es solamente una premisa de la condición psicológica para la madurez humano-espiritual que se requiere en el candidato para poder comprometerse sin riesgos en las exigencias de la vida religiosa. Según nuestra visión cristiana del mundo, la esencia del hombre es su trascendencia. Por consiguiente, realizarse es vivir de un modo coherente la tendencia espontánea hacia el más allá; es decir, hacerse voluntariamente sensible a los valores de la trascendencia-consistencia. Pablo VI habla en este sentido de dejarse arrastrar por nuestra natural "gravedad ascendente".

Para el religioso consciente, Jesucristo, camino, verdad y vida, representa la encarnación del ideal de vida más sublime. La apertura al Absoluto es, por tanto, la primera condición que permite al candidato a la vida religiosa poder crecer en el sentido del espíritu. La segunda es la consistencia interna, es decir, la capacidad de adaptar la actitud y la conducta a las exigencias de los valores proclamados a pesar de las debilidades inevitables de la fragilidad humana natural.

Así pues, la intención y la actitud fundamentales, o sea la motivación más importante del candidato a la vida religiosa será siempre su disposición generosa para realizar la voluntad de Dios sobre él.

Para comprender mejor esta afirmación hemos de recordar que el yo presenta dos aspectos en su estructura psíquica:

Todos los hombres presentan esta estructura ambivalente del yo. La formación religiosa pretende capacitar al hombre a ordenar sus tendencias naturales de tal manera que no le impidan vivir más bien de acuerdo con los valores ideales de la existencia y que incluso le ayuden a realizarse en el sentido de su naturaleza trascendental.

Milton Rokeach * define los valores como el contenido del yo-ideal que se presenta en forma de ideal de conducta o bien como un modo ideal de ser de la existencia final. Este modo de pensar y de sentir es el que lleva al hombre a decidir su estado de vida. Así pues, la vocación religiosa es la llamada de Dios para la autotrascendencia. El valor atrae al sujeto y le invita a que se supere a sí mismo.

* M. ROKEACH, The nature of human values and values systems, in the nature of human values, The Free Press, N. Y. 1973, 3-25.

El valor cristiano y religioso más alto queda expresado en el primer mandamiento: amar y servir a Dios con todo el cuerpo, el alma, el corazón, la inteligencia... El instrumento más adecuado para llevar a cabo esta realización personal es la imitación de Jesucristo.

El grado de maduración en la trascendencia-coherencia depende esencialmente de la motivación profunda del sujeto para trabajar en el sentido de alcanzar estos valores terminales. La motivación nace de motivos que indican la intención del sentido en el que quiere actuar el sujeto. Motivar es despertar y sostener el interés. El interés es un impulso duradero para una acción que el sujeto juzga como buena. La tendencia profunda de los intereses es conocer o actuar, mientras que la tendencia profunda de los valores es la unión para el amor.

Resulta fácil comprender que para tener éxito en la vida religiosa no basta el interés. Sólo los valores, es decir, el auténtico amor de Dios y la generosa imitación de Jesucristo pueden realizar al religioso.

Así pues, para el crecimiento y la maduración espiritual del candidato a la vida religiosa no es tan importante lo que hace como el porqué lo hace (la motivación). La motivación fundamental nace del modo como se ha estructurado la escala personal de valores. Su función es la de catalizar, coordinar y realizar de manera adecuada las necesidades naturales, las actitudes, los valores y los intereses.

La madurez afectiva del religioso, por tanto, consiste en la capacidad de realizarse como persona libre y objetivamente según los valores proclamados. Esto supone la armonía interna que resulta del equilibrio dinámico entre los valores aceptados y las necesidades instintivas. Este estado de personalidad aparece en el modo de ser del comportamiento. A un buen formador no le resulta difícil darse cuenta de si el comportamiento ordinario de un candidato está motivado por los valores propuestos y aceptados o si su conducta está dictada más bien por las necesidades naturales.

El candidato está seguramente bastante maduro para poder vivir con equilibrio sus compromisos particulares cuando ha logrado interiorizar los valores de su yo-ideal. Los valores están interiorizados si el modo de pensar, de sentir, de juzgar, de decidir y de obrar está espontáneamente de acuerdo con los valores existenciales de la vida religiosa, a pesar de las eventuales influencias y presiones externas y sociales... En este caso la conducta es tan sólo espontáneamente la expresión de los valores. Estos se han convertido en una motivación vital. Para ese hombre el evangelio se ha convertido en un valor personal en sí mismo. Es fácil comprender que este religioso camina con optimismo, con confianza y con fidelidad por el camino justo para dar un testimonio eficaz de trascendencia en la Iglesia. "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará" (Mc 8,34-35).

Religioso espiritualmente maduro es aquel que ha logrado interiorizar los valores que proclama. A nivel de actitud interna, de comportamiento y de conducta, su ideal no está en conflicto con sus tendencias instintivas.


Conclusión

Podríamos prolongar esta interesante reflexión sobre la urgente necesidad de inventar nuevos métodos para la formación de los candidatos a la vida religiosa. La perversión de las tendencias naturales del hombre de hoy como consecuencia de toda una serie de violencias educativas está demostrando la 'urgencia de introducir un profundo cambio en el método tradicional de educación cristiana y de formación de los aspirantes a la vida consagrada. Pero basta esto para hacernos comprender que la primera actitud del formador para con el formando tiene que ser de profundo respeto por la originalidad de su ser.

Solamente el hombre que se siente aceptado logra aceptarse a sí mismo tal como es: sus cualidades, sus defectos físicos, psíquicos, morales... Aceptarse no significa resignarse pasivamente, sino adherirse positivamente a la propia

realidad, que define el puesto exacto y la función conveniente de cada uno en el mundo. Aceptar significa integrar pacíficamente un elemento existencial, aunque éste sea objetivamente negativo.

El hombre maduro en su nivel de edad cronológica es capaz de aceptar tranquilamente la manifestación de sus impulsos instintivos y de sus necesidades físicas y biológicas sin rebelión, sin miedo, sin vergüenza, sin culpa...

La madurez en este sentido consiste en no hacerse problemas de equilibrio interno con las necesidades naturales de dormir, de comer, de trabajar, de descansar...; en no hacerse problemas por las manifestaciones naturales de la sexualidad, por las reacciones naturales de carácter; consiste también en la aceptación optimista del propio sexo con todas las realidades circunstanciales y las implicaciones de adaptación social. Ser hombre o mujer son las dos únicas maneras normales de ser de la naturaleza humana.

La persona madura acepta igualmente todas sus características y necesidades psicológicas, emocionales y espirituales, o sea de amar y de ser amado, de seguridad y de afiliación, de deseo de perfección moral, de sentimiento religioso, de cultivo de la intimidad, de aspiración al saber, a la felicidad, a la realización de sí mismo.

La persona madura no se lamenta ni se defiende contra sus realidades; acepta también las diferencias individuales de todos; irradia una cierta alegría y bienestar por lo que es. Acepta e integra en su personalidad todos los acontecimientos de su historia. Los recuerdos, buenos o malos, no desorganizan su equilibrio emocional. No vive de nostalgias estériles. No se exalta excesivamente por los éxitos ni se deprime por los fracasos. Todas sus experiencias lo enriquecen o lo enseñan.

El inmaduro, por el contrario, permanece emotivamente ligado a ciertas experiencias positivas o negativas de su pasado; es decir, su pasado condiciona demasiado a su presente. La fuerza de atracción del ideal permanece inoperante; por eso el crecimiento del individuo en el sentido de la madurez espiritual no avanza. De este debilitamiento se deriva también el bloqueo de su creatividad apostólica.

Por el contrario, la persona madura permanece internamente libre respecto a su pasado. Impulsada desde dentro por una actitud de apertura hacia la trascendencia, desarrolla espontáneamente una relación interpersonal positiva con Dios. Esta es la fuente de su fe sencilla y auténtica de donde mana su vida de oración. La oración es entonces un auténtico diálogo de amor del hombre con su Dios, que se ha hecho un hombre como él. Por eso la gozosa aceptación de sí mismo es un buen síntoma de madurez. Esta es también una de las condiciones que permiten al candidato a la vida religiosa insertarse en el grupo como un miembro eficiente y eficaz de los dinamismos apostólicos dentro del grupo. Una persona semejante demuestra, además, cierta facilidad para el desarrollo de una auténtica y profunda oración personal.


Las pruebas

Someter al formando a unas cuantas pruebas respecto a la autenticidad y a la consistencia de su vocación es algo que forma parte de su formación. Es importante que, después de cierto período de formación, pueda él mismo experimentar sus fuerzas, sus actitudes y su capacidad de arrostrar las exigencias de la vida comunitaria y los trabajos de la vida apostólica. Pero quizá no fuera prudente que pudiera él mismo escoger libremente las experiencias que ha de hacer. Es mejor que la comunidad formativa escoja las experiencias que habrán de proponerse a los formandos. Es mejor que los formadores indiquen a cada formando cuáles serán las experiencias que tendrá que realizar según las necesidades personales y las ventajas para cada uno. No sería muy provechoso obligar a todos a hacer las mismas experiencias. El objetivo de todo experimento es el de ayudar al formando en su esfuerzo de autoformación en cualquier dimensión de la vida consagrada y apostólica.

Los experimentos que habrá de hacer tienen que guardar relación con el espíritu del instituto al que pertenece el formando. Consisten en revivir y recorrer personalmente las experiencias más importantes del fundador y de sus primeros discípulos. El experimento permite al formando el descubrimiento de la realidad, lo cual le ayudará a comprender mejor el conocimiento de las cosas que obtuvo anteriormente a través de un estudio meramente teórico. Así pues, corresponde a un verdadero adiestramiento práctico en las diversas tareas apostólicas que se desarrollan en su congregación. Todo saber verdadero requiere la fatiga de un esfuerzo personal de aprendizaje, que corresponde a un descubrimiento hecho a través de un experimento. Es mejor comenzar este aprendizaje durante el período de formación.

Podríamos hacer algunas sugerencias sobre algunos experimentos útiles en general para los formandos de cualquier congregación religiosa:

  1. Ejercicios espirituales, bien sean los de san Ignacio de Loyola que se prolongan durante un mes, bien sean otros más breves. Lo importante es que el formando pueda realizar una auténtica y profunda experiencia de Dios, más honda y un poco más larga que la que hace de ordinario a través de las oraciones diseminadas a través de la jornada de estudio y de diversas tareas. Este experimento es fundamental para todos los formandos, ya que está precisamente en el meollo de la experiencia de Dios y de la unión del consagrado con el Señor.

  2. Un experimento interesante para muchos formandos sería servir gratuitamente, durante algunas semanas, en un hospital. Es una manera práctica de descubrir al Señor crucificado en las personas que sufren y están abandonadas.

  3. En varias regiones del mundo el formando podrá adquirir una conciencia más aguda del problema de la pobreza y de la justicia, si puede vivir durante cierto tiempo en medio de los pobres compartiendo con ellos la angustia de la existencia en un estado de suma pobreza. Este experimento tendrán que hacerlo dos juntos.

  4. Vivir por algún tiempo en una comunidad apostólica real de la congregación, comprometiéndose en todos los niveles en las mismas actividades comunitarias, incluidas las del apostolado directo.

  5. Compromiso personal en las diversas tareas manuales de la casa: limpieza, cocina, lavado de ropa, cultivar el huerto, el jardín, atender a la granja, arreglar ventanas, grifos, mejorar o renovar los ambientes interiores o exteriores, etc.

  6. Ayuda pastoral en una parroquia: animar la misa dominical y tener la catequesis, preparar a los niños a la primera comunión, preparar a los padres y a los padrinos para el bautizo de un niño...

Hay otros muchos experimentos que pueden ser útiles como complementos para la formación de los jóvenes religiosos. Es importante que el formador sepa ayudar al sujeto a crecer y a madurar para que pueda correr tranquilamente el riesgo de realizar un experimento de ese tipo sin el peligro de prejuzgar su libre opción vocacional. De todas formas, los experimentos propuestos y otros por el estilo son un banco de prueba de la autenticidad de la vocación. Por tanto, son un tema para una autocrítica. El encuentro personal con el formador es una ocasión excelente para una seria verificación del estado de crecimiento del candidato. De allí tiene que derivarse para el formando una conciencia vocacional más intensa y para el formador una mayor clarividencia de la situación. Los dos estarán así en disposición de potenciar mejor el conjunto del proceso de formación y de crecimiento.