8. El encuentro personal periódico


Necesidad del encuentro personal periódico

El nosce te ipsum de Sócrates constituye uno de los grandes problemas que preocupan a los hombres que piensan. Digo que es un verdadero problema precisamente para "los hombres que piensan" porque hay muchas personas que sólo se dejan vivir pasivamente, de acuerdo con el curso de los acontecimientos. Desgraciadamente, a muchos no les preocupa comprender el sentido profundo de la vida.

Entre los hombres que piensan hay muchos que viven conscientemente su destino existencial. El religioso hace de su fe la razón decisiva de su humanismo. Esto explica la preocupación primordial de todos los consagrados para conseguir un poco de claridad sobre el sentido profundo de la evolución de su existencia.

Nosotros mismos somos el objeto de los pensamientos más secretos de nuestro espíritu. Nos vemos como un ser multidimensional, portador de una energía latente capaz de decidir con su dinamismo intrínseco el éxito o bien el fracaso de su propio fin existencial. A pesar de la importancia trascendente del problema teleológico de la humanidad, más pronto o más tarde todos realizamos la experiencia de que, nosotros solos, somos más o menos impotentes para resolverlo de forma satisfactoria. Al final, después de grandes esfuerzos por encontrar nuestro camino, nos vemos obligados a admitir que no hemos superado todavía una etapa de titubeo en torno a nosotros mismos en la búsqueda de una orientación segura. Entonces se nos ocurre espontáneamente gritar en busca de ayuda. Nos aferramos ansiosamente al primer aventurero que se nos presenta con aspecto de profeta para que nos socorra. Si tenemos la fortuna de encontrar una persona inteligente y prudente, probablemente encontraremos el camino que nos llevará al triunfo de la vida.

Nadie puede rechazar la asistencia de un consejero. El destino eterno de nuestra existencia es tan importante y la misteriosa llamada de Dios para la síntesis es tan urgente y persuasiva, que automáticamente esperamos de nuestros semejantes una ayuda eficaz para sistematizar los datos que tienen que llevarnos a la solución final del problema.

Es éste el mecanismo intrapsíquico que se encuentra por todas partes en donde se desarrolla una vida seria. Este proceso vital explica igualmente las motivaciones profundas que están en la raíz de la necesidad de una orientación o de un coloquio personal con el responsable, como práctica habitual en el ritmo evolutivo de la vida religiosa.

Hoy es imposible concebir una asociación de personas que han hecho de su vida comunitaria un medio importante de santificación sin la práctica de la dirección o del encuentro periódico con el superior.

Sobre el tema de la dirección espiritual existe ya una buena literatura. Pero se ha dicho muy poco, casi nada, respecto a la dirección un tanto sui generis que se practica en los institutos de vida religiosa laical, que solemos designar como entrevista personal periódica, o mejor dicho, encuentro personal periódico con el superior. Se trata de una práctica que en el fondo no se identifica con la dirección espiritual. De todas formas, entre la una y la otra existen muchos aspectos de semejanza.

Pero hasta ahora no se ha dicho casi nada respecto a los aspectos técnicos del mecanismo psicológico de estas prácticas. De todos modos, las dos constituyen unas disciplinas de ascesis que se presentan como un tipo particular de relación interpersonal necesaria para la formación tanto inicial como permanente en las instituciones religiosas. En este tipo de relación entre dos personas, a saber: el formador y el formando, se emplean mecanismos psicológicos particulares. Su conocimiento resulta indispensable al formador para la eficacia de esta práctica. Ignorarlos podría incluso dar origen a situaciones difíciles y quizá perjudiciales tanto para el formando como para el formador. Este es el motivo que justifica las presentes reflexiones sobre el tema de la entrevista personal periódica.

Observación: Es seguro que muchos superiores han adquirido ya una buena experiencia en este servicio a los formandos. Muchos han aprendido por sí mismos como verdaderos y propios autodidactas. No obstante, el conocimiento objetivo de los mecanismos profundos que están en la raíz del éxito en el trato más íntimo con los hermanos favorecerá el perfeccionamiento de este método.


Conceptos

Hay por lo menos cuatro conceptos que entran en lo que se considera ordinariamente el encuentro personal periódico con el superior de la comunidad:

Rendir cuentas

Es preciso que el formando dé cuenta de sus tareas tanto domésticas como profesionales y apostólicas. Esta obligación supone cierta actitud en el superior que podría explicarse como:

A pesar de las semejanzas, hay también diferencias importantes entre unos y otros en estas diversas maneras de ver la entrevista personal periódica con el superior.

Dar cuenta del empleo o de una misión de la que le ha encargado el superior consiste en informarle del resultado de la misma: responsabilidad en un cargo, estudio, misión especial...

Orientación de la conducta

En el encuentro para rendir cuentas, la dinámica de la entrevista está controlada por la iniciativa del formando. En el encuentro para una orientación de la conducta, por el contrario, la iniciativa y el control de la conversación le corresponden al superior. El se siente el responsable principal de la conducta de los súbditos ante la institución. En efecto, para la verificación del estado de equilibrio humano y espiritual de la comunidad el superior mayor apela al superior local responsable. El desplazamiento de la iniciativa del diálogo del subalterno al superior es, por tanto, el primer aspecto diferencial entre estas dos maneras de realizar la entrevista. En el diálogo que se tiene para la orientación de la conducta, el interés por el encuentro parte sobre todo del superior. Es también él quien procura ejercer cierta presión sobre el subalterno por un esfuerzo continuo de mejorar su conducta. En cada caso se presentan aspectos particulares de orientación. O sea, la actitud del superior con el subalterno cambia un poco de acuerdo con el caso particular de cada súbdito.

En una palabra, se trata de una actividad pedagógica o de formación propiamente dicha. Efectivamente, cada superior es responsable hasta cierto punto de la formación permanente de sus hermanos. La tarea del superior puede compararse con la responsabilidad de un maestro de novicios. Todos los religiosos somos siempre novicios en cierto sentido, siempre en busca del camino. ¿Acaso no se dice que la vida comunitaria después del noviciado tiene que ser la continuación de la vida que comenzó en el noviciado?

 

Ayuda en las dificultades

Las dificultades pueden ser generales o particulares. Si se hace con esta finalidad de ayuda en una dificultad, la entrevista personal con el superior asume un significado más bien de psicoterapia. En nuestra civilización actual todos sufren cierto impacto de sufrimiento neurótico. A veces estas perturbaciones a nivel emocional constituyen un verdadero obstáculo para una relación interpersonal equilibrada dentro de la comunidad. Se dan, además, algunos casos en los que el individuo se siente bloqueado por la ineficiencia en el trabajo. Un superior que tenga un buen grado de conocimiento de la psicología del hombre está igualmente llamado a ayudar en este nivel en los casos más sencillos.

El encuentro hecho con esta finalidad concreta presupone en cada caso:

Ayuda para el crecimiento espiritual

No se trata solamente de ayudar én las dificultades de orden psicológico. Todos los religiosos, pero sobre todo los formandos, tienen siempre una necesidad más o menos urgente de acompañamiento en su búsqueda de un auténtico camino para un proceso ininterrumpido de crecimiento espiritual. En la casa de formación, el primer responsable para este servicio de acompañamiento de los formandos es el maestro. En las otras comunidades esta tarea está, lógicamente bajo la responsabilidad del superior.

Hechas estas aclaraciones, podemos enunciar la siguiente proposición:

El encuentro personal periódico, en sentido religioso, es una práctica al mismo tiempo pedagógica y ascética. Consiste en efectuar encuentros regulares o protocolarios entre el superior y el súbdito con varios objetivos generales que es preciso examinar y controlar juntos sobre varios aspectos de la vida religiosa práctica. Los objetivos específicos de esta práctica son, entre otros:

  1. Tomar conciencia más viva de las relaciones de responsabilidad mutua.

  2. Mantener la vida religiosa del grupo comunitario en un alto nivel de coherencia.

  3. Ayudar a los candidatos, a los novicios y a los jóvenes en su esfuerzo de conversión y de adaptación a nivel de comportamiento, bien sea en la vida o bien en su actitud apostólica o profesional.

Así pues, tendremos que examinar cuatro aspectos principales del encuentro personal periódico:


Explicación de algunas palabras

Encuentro

El encuentro supone normalmente la presencia física por lo menos de dos personas. Por eso la relación epistolar no será nunca un encuentro propio y verdadero. Tampoco una comunicación por teléfono es un verdadero encuentro. Sin embargo, la correspondencia epistolar y la comunicación telefónica pueden considerarse como sustitutivos no totalmente despreciables para una ayuda y un acompañamiento formativo. Pueden ser incluso medios muy valiosos sobre todo en los casos en que es demasiado difícil, o quizá imposible, el encuentro personal. Muchos religiosos deben su progreso espiritual a una ayuda realmente importante que les viene a través de cartas escritas por directores espirituales sabios y prudentes. El padre Henri Caffarel, director de una famosa casa de oración de Troussure (cerca de París), mantiene un curso permanente de oración por correspondencia.

De todas formas, no cabe duda de que una buena relación interpersonal exige también un contacto directo y sensible de los protagonistas. Para una buena comunicación a nivel personal es necesario que las personas se vean, se hablen cara a cara, se escuchen, se observen entre sí...

Personal

Un encuentro puede ser en grupo o comunitario. Las reuniones comunitarias tienen su misión concreta en el crecimiento humano y espiritual de los consagrados: estimular el conocimiento mutuo, el intercambio para la comprensión recíproca, la amistad, la fraternidad, con sus consecuencias de solidaridad y de unión. Pero los aspectos más sutiles de los dinamismos psicológicos del alma requieren una atención que sólo puede conseguir el diálogo entre dos personas.

Hay además otros aspectos del comportamiento de la persona más externos que siempre es mejor discutir directamente con el sujeto a solas. No es bueno sacar a relucir ante todos las cosas demasiado personales. El respeto que se debe a la persona exige discreción.

En una casa de formación, así como en las comunidades apostólicas, hay muchos momentos de trabajo formativo intenso durante la jornada: oración comunitaria, reuniones de estudio, de trabajo, de solución de los problemas; conferencias, recreo comunitario... Se trata de actividades que favorecen el espíritu de familia y la comunión. Pero hay tensiones, sufrimientos y necesidades personales que no pueden tratarse en público. Por eso es muy importante que haya una oportunidad que permita al religioso encontrarse a solas con su superior para hablar sobre sus cosas en particular, dentro de un clima de confianza. Esta necesidad se palpa sobre todo en los noviciados y en las casas de la primera formación de los candidatos. Pero no hay que olvidar que se presenta también en la vida de todas las comunidades, aunque no con tanta intensidad.

Periódico

¿Cuál sería la periodicidad ideal del encuentro personal con el superior?

En principio parece estar claro que el encuentro personal propiamente formativo del novicio con su maestro debería ser más o menos semanal como frecuencia más deseable. Recibir al novicio para una conversación personal más de una vez por semana ordinariamente presenta algunos problemas:

  • Peligro de suprimir toda posibilidad de iniciativa creadora.

  • Un maestro que sintiera personalmente la necesidad de estos encuentros con su formando para su propia satisfacción habría caído, ciertamente, en el problema del llamado controtransfert. Estaría realmente él en dependencia del formando. Semejante situación sería la inversión de la relación formativa. Significaría además una gran falta de madurez afectiva del formador. Este no tendría ya ninguna condición personal para ayudar de veras a crecer a sus formandos.

    En el período de formación antes o después del noviciado, podría reducirse la periodicidad del encuentro personal con el superior o con el formador. Para los jóvenes religiosos un encuentro personal al mes con el superior será, ciertamente, una ayuda importante. Cuanto más va avanzando el religioso en edad y en gracia tanto más debería ir haciéndose capaz de resolver sus asuntos personales, tanto humanos como espirituales, de manera más o menos autónoma. De todas formas, para el equilibrio de algunos aspectos de la vida comunitaria, ningún religioso podrá nunca dejar por completo la relación personal más o menos íntima con su superior.

    El encuentro personal deberá transcurrir normalmente en un clima de respeto y de amistad. Una discusión acalorada, un reproche violento, una fuerte llamada a la responsabilidad pueden significar una corrección, pero, desde luego, no muy fraternal. Esto no tiene nada que ver con el encuentro personal, cuya finalidad incluye siempre un demento esencialmente constructivo.

    Superior y súbdito

    En el encuentro personal con el superior en la vida religiosa, el tipo de relación interpersonal se establece entre una autoridad y un dependiente, entre un cuerpo de dirección y un cuerpo de ejecución, entre un director y un dirigido, entre un responsable que manda y un responsable que ejecuta lo mandado, entre un padre celoso y vigilante y un hijo dócil, entre un superior que intenta interpretar la voluntad de Dios sobre el hombre y un súbdito que quiere conocer la intención divina sobre su vida.

    Relación de responsabilidad mutua

    Todo encuentro personal implica espontáneamente 'un examen de conciencia de ambos interlocutores. El superior verifica sus deberes respecto al súbdito. El contenido de la comunicación del súbdito ayuda a aclarar este aspecto de su función en la comunidad. El súbdito, en general, rinde sinceramente cuentas de su conducta personal sobre los aspectos de su actividad religiosa, humana, profesional y espiritual.

    Ayudar

    El objetivo principal del encuentro es siempre prestar una ayuda al formando. Vivir la vida consagrada es ir evolucionando constantemente hacia algo más perfecto. Por eso este estilo de vida es conocido también como el estado de perfección. En efecto, por la naturaleza de su modo de vivir, el religioso tiende a desarrollar progresivamente todas sus virtualidades humanas y espirituales. Para que este proceso se realice con seguridad, el religioso tiene necesidad de un guía con experiencia.

    Dinámica de grupo

    La vida personal sufre la profunda influencia de la dinámica del grupa o de la comunidad a la que pertenece el individuo. Si el superior quiere tener un buen control de la comunidad, deberá buscar un contacto personal más o menos íntimo con cada uno de sus miembros.

    Adaptar

    Las dificultades y los desórdenes tanto a nivel intrapsíquico como a nivel interpersonal, social, profesional y espiritual son más o menos comunes a todos. Hay ciertas dificultades que el individuo por sí solo no logra superar. Tiene necesidad de una ayuda externa. En varios casos la persona más indicada para ofrecer esta ayuda es, lógicamente, el superior de la comunidad. El formando, postulante o novicio, tiene que saber que su maestro está allí precisamente para acompañarle en la superación de las dificultades que experimenta en la búsqueda de su vocación.

    Conducta religiosa

    Parece ser que esta expresión supera los límites del foro externo. Por eso tampoco cabe ninguna duda de que todos los miembros de una comunidad religiosa tienen que respetar y cumplir las decisiones y la orientación del superior legítimo, por lo menos en todo lo que se refiere al comportamiento externo, así como en todo lo que se refiere a la práctica religiosa.

    Aunque no se trata de dirección espiritual propiamente dicha, parece ser que el tipo de encuentro personal incluye, sin embargo, ciertos elementos indispensables para una propia y verdadera dirección espiritual. Pero está claro que su objetivo general es, de todas formas, más amplio que el de la dirección espiritual específica. También es importante saber que cualquier superior religioso debería ser igualmente capaz de ayudar a una persona a nivel de dirección espiritual. Esto es importante para un maestro de novicios. Entretanto, como en las demás comunidades religiosas, es mejor que el director espiritual de cualquier miembro de las mismas no pertenezca a su comunidad. Esta medida está justificada por dos argumentos:

    1. Todos los formandos y los religiosos están más o menos obligados al encuentro personal con su superior debido a una prescripción reglamentaria.

    2. Ningún religioso puede verse obligado a someterse a la dirección espiritual de una persona que es también su superior en el foro externo. Todo religioso debe tener libertad de buscar un director espiritual de su confianza.

    De estos dos argumentos se deducen inmediatamente tres afirmaciones:

    1. Todo súbdito tiene el derecho de escoger a su superior como director espiritual.

    2. En este caso, el superior debe sentirse libre de aceptar o no aceptar esta elección según sus criterios personales.

    3. El superior no debe nunca obligar a su súbdito a que lo acepte como director espiritual.

    Parece que está claro y que es conveniente en el nivel psicológico que el maestro de novicios tenga acceso a una cierta intimidad espiritual del novicio para poder controlar debidamente el compromiso del formando.

    Conducta profesional

    Aquí no se presenta ninguna dificultad. El superior, como jefe, tiene siempre el derecho de éxigir cuentas a su súbdito. También pertenece al sentido común que el súbdito busque en su jefe o en su superior los consejos que puedan ayudarle a solucionar las dificultades que plantea la ejecución de una orden recibida. El súbdito tiene que aceptar también la inspección de su trabajo.


    Objetivos del encuentro personal con el superior-formador

    La finalidad última del encuentro personal con el superior es doble:

    El bienestar del súbdito implica la responsabilidad del superior y obliga al súbdito. El superior es responsable para con los súbditos en todo lo que se refiere a la vida física y religiosa de los mismos. El hecho de asumir las responsabilidades de su cargo supone automáticamente la aceptación de los deberes de vigilancia, de control, de ayuda, etc. Pero hay, además, otras actividades cuyo control exige un contacto directo e íntimo con el formando y con el súbdito. Entre estas actividades están todas las que implican la vigilancia y el control, bien sea para conocer las necesidades de los súbditos, bien las que se requieren para conocer posibles irregularidades. En efecto, un novicio y, sobre todo, un joven religioso que carece de una mayor experiencia puede verse metido en situaciones de las que no logrará salir sin la ayuda de un superior benévolo y más maduro. Por eso el súbdito tiene siempre cierto derecho a la asistencia de un superior. Por otra parte, tiene también el deber de informar periódicamente al superior de la manera con que consigue cumplir con sus obligaciones.

    El deber del formador de vigilar, de controlar, de acompañar y de orientar al formando tiene su fundamento en su compromiso natural de corresponder a la confianza de la autoridad que le ha encargado de ello. De su fidelidad depende, por lo menos en parte, la estabilidad y el progreso de la institución. La estabilidad de una congregación religiosa depende realmente, sobre todo, del equilibrio y de la estabilidad de sus miembros.

    De la finalidad remota a la práctica habitual del encuentro personal periódico con el superior dimanan algunos objetivos inmediatos. Se trata más bien de medios para alcanzar el objetivo remoto. Miran al progreso y a la adaptación individual, en primer lugar para el bienestar de la persona. El equilibrio y el sentimiento de satisfacción personal de los miembros de un grupo aseguran el equilibrio del conjunto. Una comunidad feliz ejerce a su vez una poderosa influencia positiva en cada uno de los miembros para la prosecución del esfuerzo de todos por la creación de un ambiente estable de entusiasmo y de buen espíritu.

    Así pues, ¿cuáles son esos objetivos inmediatos tan importantes?

    La definición que hemos dado del encuentro personal periódico con el superior los señala ya de una forma sintética. Vale la pena repetirlos quizá de una forma algo distinta para profundizar en su significado más concreto. Me gustaría hablar particularmente de tres de estos objetivos inmediatos: conocer, comprender y ayudar.

    Conocer

    Un encuentro personal implica siempre un elemento educacional. Pues bien, sabemos que la primera condición de éxito en cualquier proceso educativo es que el educador conozca al educando. Si el súbdito no es propiamente alumno del superior, en muchas circunstancias de la vida comunitaria no podrá hacer otra cosa más que tomar una auténtica actitud de discípulo de su superior. Este, por su parte, en muchas de las situaciones de su función administrativa no podrá menos de tomar una actitud de maestro ante los súbditos. Por consiguiente, en más de un aspecto la relación interpersonal entre el súbdito y el superior presenta un carácter claramente pedagógico. Por eso,el encuentro personal con el superior, lo mismo que ocurre con cualquier intervención pedagógica, será eficaz en la medida en que el formador conozca a su formando.

    Le interesa al formador conocer del formando todo lo que puede ayudarle a intervenir en su proceso de crecimiento con la mayor eficacia sin perjudicarlo en lo más mínimo. Entre otros aspectos están: el carácter, las cualidades positivas y negativas más importantes de la personalidad, las habilidades profesionales, las dificultades en el trabajo, las condiciones de salud, su forma de ver su vocación, su equilibrio espiritual, etc.

    ¿Cómo puede el formador descubrir todos estos aspectos de la personalidad del formando sin profanar la intimidad de su conciencia y sin faltar al respeto que se debe a la persona? Yo diría que se trata tan sólo de una cuestión de inteligencia y de sensibilidad.

    Un buen formador alberga respecto al formando sentimientos de auténtica paternidad espiritual. No le gusta hacer sentir el peso de su autoridad o de sus cualidades de jefe celoso de sus privilegios. Su preocupación de padre o de madre por el verdadero bien del formando lo acerca tanto al mismo que le bastará abrir los ojos para percibir muchas cosas... Sabrá intuir lo que ocurre en el formando de un modo parecido al de una madre que adivina el estado de ánimo de sus hijos.

    El superior debe ser muy perspicaz en observar y saber interpretar los acontecimientos de la vida comunitaria. Tiene que saber analizar las reacciones de los religiosos ante sucesos vulgares; tiene que comprender las medias palabras, saber descifrar un balbuceo misterioso, un rumor que vaga por los aires... Un maestro de novicios o un superior tiene que disponer de tiempo para poder reflexionar, para poder pensar en los acontecimientos que rodean la vida de los formandos.


    Comprender

    La comprensión es el segundo paso para un encuentro personal fecundo. Esta es precisamente la condición esencial para su eficacia. Supone el conocimiento. No es posible comprender una actitud cualquiera de una persona cuando no se conocen las causas profundas de sus reacciones.

    Ser comprendido es algo tan importante para el individuo, qug a menudo basta con ello para sentirse ayudado. Si el súbdito tiene grandes dificultades de relación interpersonal con su superior, tenderá a excusarse a sí mismo y a acusar al superior de que no le comprende. Muchas veces hay en esta explicación una buena parte de verdad. Comprender a una persona no consiste solamente en saber lo que desea. Hay que conocer, además, las verdaderas causas que están detrás de un deseo y el objetivo que el sujeto quiere alcanzar. Por otra parte, comprender no significa necesariamente satisfacer un deseo.

    Comprender es emplear todo el tiempo necesario para escuchar lo que el otro quiere decir; es también examinar junto con él todas las circunstancias que están en la raíz de su angustia por verificar si se trata de una verdadera necesidad o bien tan sólo de un deseo desordenado opuesto a lo que quiere en realidad. Si se hace este examen con frialdad entre los dos, se consigue una ventaja: por una parte, esto le permitirá al responsable conocer mejor al formando y, consiguientemente, comprenderlo mejor; por otra parte, ayudará al formando a descubrir el verdadero sentido de su ansiedad. Si se trata de una verdadera necesidad, el superior sabrá encontrar los medios de satisfacerla sin violentar su conciencia. En caso contrario, el superior tendrá en la mano los elementos indispensables para actuar según las normas, sin el peligro de colaborar en el bloqueo del ritmo de crecimiento tanto del individuo como de la comunidad.

    De todas formas, para el súbdito, el coloquio franco que ha tenido con el superior disminuye su angustia precisamente porque se siente escuchado y comprendido. Si se ve satisfecho su deseo, se tranquiliza espontáneamente. Pero su equilibrio interno se restablece solamente en la medida en que se siente comprendido, ya que no basta con atender a una petición para satisfacer una necesidad. Todo depende del modo con que se ha satisfecho el deseo. En efecto, cuando el súbdito tiene la impresión de que no le comprende el superior, aunque quede satisfecho su deseo, podrá seguir sintiendo un profundo sentimiento de culpa.

    Si el deseo del súbdito no pudiera satisfacerse debido a algunos obstáculos objetivos, en general no tendrá muchas dificultades en renunciar a su reivindicación. Si a pesar del conocimiento de estos obstáculos concretos sigue reclamando el sujeto, esto podría significar que se da en él un desequilibrio profundo de inmadurez o un estado grave de inconsistencia psicológica. La comprensión del formador ayuda al formando a conocerse mejor. Un mejor conocimiento de sí mismo es de suyo un motivo para una seguridad mayor.


    Ayudar

    La ayuda que hay que prestar al formando no consiste en una simple intervención en su vida. Hay ciertas interferencias indeseables que se sienten quizá con cierta amargura y espíritu de rebelión. Hay limosnas y gestos de caridad que resultan inoportunos y ofensivos. Para evitar incurrir en un error semejante, antes de intervenir el formador debe valorar siempre la oportunidad de una intervención formal por su parte. Cuando la ayuda no resulta grata, puede transformarse en una dificultad para el sujeto. Una insistencia demasiado acusada del formador por mezclarse en la vida personal del formando puede sentirse como una amenaza para el mismo. De todas formas es muy importante que el superior sepa que en sus relaciones con el formando no debe orientarse de acuerdo con lo que él siente respecto al formando. Para ser eficaz deberá más bien orientar su intervención sobre el formando por lo que consiga comprender de los sentimientos del propio formando. En una palabra, tiene que respetar la originalidad del mismo en cuanto que su modo de ser y de comportarse queda dentro del marco del evangelio y de las constituciones del instituto.

    El conocimiento del individuo y la justa comprensión de sus necesidades revelan al formador el momento más oportuno de una intervención que se juzga necesaria. Este conocimiento le permite, además, calcular la medida de la ayuda que ha de prestar.

    De todos modos se da también el caso de una necesidad urgente y oportuna de una intervención para evitar la destrucción inminente de importantes valores. En este caso, aunque el sujeto manifieste una resistencia abierta a una intervención, la urgencia que el caso requiere puede llevar al superior a hacer uso de sus derechos y de los deberes inherentes a su cargo. Puede suceder que el sujeto ignore el peligro real que algunas situaciones particulares encierran para su vocación. El formando no siempre posee todos los datos que le permitirían valorar de manera justa todas las consecuencias de sus acciones. Por eso puede suceder que el superior se vea ocasionalmente obligada a despreciar algunas medidas de delicadeza con el formando y algunas normas prudenciales para llegar a tiempo de evitar un escándalo o una grave destrucción. En semejantes ocasiones la habilidad formadora del superior se verá sometida a la prueba del fuego.

    La actitud fundamental del superior-formador deberá ser siempre de disponibilidad. En una congregación religiosa no se conceden cargos ni títulos por razones de mérito o para honrar a una persona. El cargo significa siempre y solamente la misión de servir. Todo superior se compromete siempre en el servicio a los demás. Esta es su función maternal y paternal.

    El formador debe ser ante sus formandos algo así como era la Virgen en la sagrada familia de Nazaret o lo que fue el Señor para con los Doce. Todos los religiosos, de cualquier edad que sean, deben saber y poder sentir que el superior es como una providencia universal para todas sus necesidades temporales. Esta experiencia despierta confianza y paz en las almas; resulta como un efecto precioso del encuentro personal periódico con el superior.

    Cuando examinamos con atención la conducta irregular de algún religioso, a menudo descubrimos que la causa mediata de esta desviación está en la falta de atención personal de su superior. El superior que se excusa diciendo: "Pero si nunca le he negado nada a tal hermano...", no hace más que confirmar su actitud de abandono de dicho hermano. En efecto, no negarle nada a una persona puede significar simplemente que no se ha comprendido nada de ella. Por eso mismo concederle siempre lo que pide puede ser vivido realmente por el religioso como una compensación por una profunda incomprensión.

    El maestro, el formador y el superior son realmente comprensibles en la medida en que se dan cuenta de los motivos profundos de las actitudes del formando. De la comprensión de estas actitudes del formando nace en el formador su disposición consciente de satisfacer o no satisfacer el deseo del formando. La comprensión del formador es verdaderamente humana y útil al formando sólo cuando el subalterno comprende también las razones que están en el origen de la actitud de su superior.

    El formando que se siente comprendido por sus formadores no tiene generalmente serias dificultades en crecer normalmente en el sentido de su búsqueda vocacional.


    Tipos de encuentros personales

    Teniendo en cuenta el objetivo inmediato del encuentro personal, consideraremos cuatro tipos: encuentro formativo, encuentro de sostén, encuentro de adaptación y encuentro espontáneo.

    Encuentro personal de formación

    Este tipo de encuentro personal obedece ordinariamente a la iniciativa del formador. Mira directamente al proceso de crecimiento del formando. El encuentro personal con el formando puede considerarse como uno de los deberes más importantes de todo formador.

    El primer período de formación del candidato y el noviciado, aunque que se hayan vivido con buenos resultados, no preparan completamente al religioso para enfrentarse atinadamente con los trabajos delicados de una vida consagrada. Falta la consolidación de las costumbres mediante el ejercicio práctico de larga duración. Hay que considerar, además, el hecho de que la vida comunitaria y el ejercicio de la actividad apostólica llevan consigo muchas sorpresas para los principiantes. Los principios teóricos sólidos de la vida religiosa y de la actividad apostólica en'general no bastan muchas veces para una protección efectiva contra las influencias negativas en el entusiasmo vocacional primitivo.

    En el ambiente real de la vida, la preocupación formadora del superior entre los jóvenes religiosos es a menudo decisiva para su futuro. Se trata de implantar sólidamente los ideales elaborados anteriormente de una manera algo artificial en la realidad concreta de la vida. Si no se hubiera hecho en el tiempo oportuno este trabajo, se presentaría muy pronto un peligroso desnivel entre las aspiraciones profundas y la vida práctica. Semejante desilusión inicial sería la primera hendidura peligrosa en la construcción vocacional.

    La formación no puede menos de ser necesariamente autoformación. Por ello, incluso un buen programa de formación tiene que salir al encuentro de las necesidades individuales diferenciadas. La diferencia de las necesidades está determinada por la edad, por el sexo, por el carácter, por el grado de cultura y de formación ya adquirida. Se dan también ciertas diferencias más sutiles entre la personálidad de un formando y la de otro. Tampoco hay que olvidar que a cualquier edad todo religioso puede eventualmente tener necesidad de una orientación para vivir con sentimiento de seguridad su vida religiosa y profesional.


    Encuentro personal de sostén

    Este tipo de encuentro se caracteriza por su cualidad estimulante. En el noviciado es relativamente fácil suscitar el entusiasmo. Los primeros votos van acompañados generalmente de propósitos generosos y de mil buenas intenciones. Pero en el impacto con la realidad este nivel de buena voluntad acaba casi siempre enfriando un poco la esperanza de triunfar en la vida.

    El desaliento es un peligro real no solamente para los jóvenes. Puede manifestarse de manera un tanto disfrazada bajo cualquier forma de comportamiento un poco original. El esfuerzo constante de crecimiento puede cansar y agotar las fuentes de energía del religioso. El misterioso abandono de hombres y de mujeres, aparentemente maduros, de sus compromisos más sagrados en el día de su consagración encuentra quizá una explicación razonable en este fenómeno.

    Resulta entonces claro que el encuentro personal de sostén o de apoyo es una necesidad real para todos los religiosos a cualquier edad. También es necesario acentuar la importancia mayor de esta práctica para algunos religiosos que, por motivos especiales de invalidez, de jubilación, etc., no pueden participar de las actividades normales de la vida comunitaria. En contra de lo que algunos piensan, parece indiscutible que los ancianos que viven a menudo marginados tienen una necesidad particular del sostén y del aliento que les ofrece el encuentro personal periódico con el superior. El superior de una casa de descanso para religiosos ancianos debe poseer siempre buenos conocimientos de geriatría para poder comprender y asistir de manera adecuada a las necesidades especiales de estas personas.

    La iniciativa para el encuentro personal de sostén puede partir tanto del formador como del formando. El superior puede intuir las necesidades del formando. Este, en sus dudas y dificultades, recurre más o menos espontáneamente a aquel que merece su confianza. Un formador ideal sería aquel que siempre suscita espontáneamente la confianza de sus formandos o de sus hermanos.

    El encuentro de apoyo presenta características especiales que favorecen el estímulo, el entusiasmo, el optimismo y la confianza en el futuro. Hay una diferencia importante entre un coloquio dirigido a la formación y otro que tiene como objetivo la reanimación mediante el esfuerzo.


    Encuentro personal de adaptación

    Las pequeñas desviaciones ocasionales de la conducta habitual son debilidades normales en la vida de toda persona sincera y de buena intención. Una debilidad humana ocasional no puede nunca considerarse en seguida como la manifestación de algo anormal. El no tener nunca una debilidad humana no es de suyo una señal segura de normalidad psíquica. Más aún, quizá el idiota podría ser considerado como un hombre que nunca sufre verdaderas debilidades de comportamiento. Al contrario, manifestar síntomas de stress con el sufrimiento de graves frustraciones es propio de un ser normal. El hombre perfectamente normal y con personalidad madura es capaz de resolver personalmente los pequeños fallos inevitables de la vida. Pero no ser capaz de resolver por sí solo las dificultades personales puede significar simplemente una falta de aprendizaje o de cultura. No existe el hombre, por muy inteligente y sabio que sea, que no se sienta obligado de vez en cuando a recurrir a otros para la solución de sus problemas de conducta.

    En el caso de los religiosos sucede lo mismo. La persona más indicada para ayudarles es, generalmente, el superior. El superior de la comunidad, en general, tiene cierta gracia de estado y posee además una información más amplia respecto a las circunstancias de la situación global. Por eso parece perfectamente normal que el religioso, frente a cualquier otra persona, le pida preferentemente a su superior la ayuda que necesita para resolver sus dificultades.

    Hay que considerar el caso en que el superior-formador constata el comportamiento equivocado del formando sin que éste se percate de su error. Es posible que un formando o bien un religioso cualquiera tenga interés en mantener una situación como una solución provisional de su angustia, a pesar de la incompatibilidad de este comportamiento con el orden establecido. En ese caso, si el superior-formador no tomase la iniciativa de una pronta intervención para corregir la anomalía de su comportamiento, sería igualmente culpable del desorden. Entretanto, el éxito de esta intervención oportuna y necesaria depende en su mayor parte de la manera de establecer el contacto, de plantear y de conducir la comunicación. Volveremos más tarde sobre este tema cuando hablemos del modo de enfocar un problema difícil con el formando.


    Encuentro personal espontáneo

    Hay un encuentro personal espontáneo cuando el formando busca espontáneamente al formador para una ayuda. Esta búsqueda puede ser motivada por una dificultad en el trabajo, por una necesidad de aclarar las cosas, por una dificultad de adaptación a una situación determinada, por una preocupación, etc.

    El consejo es lo que más se busca en el mundo. Todos sienten necesidad del mismo. Incluso los profesionales más competentes, las personas más cultas, los más ricos..., nunca pueden considerarse totalmente autosuficientes. De la misma manera que, tras la ruptura del cordón umbilical, el niño no puede dispensar a su madre de que le siga ayudando, tampoco ninguna persona, aunque en algún que otro aspecto de su vida se haya hecho más o menos autónoma, puede prescindir de los demás. Seguimos estando inevitablemente ligados unos a los otros.

    Si un religioso o un formando pudiera prescindir de su superior en lo relativo a su actividad apostólica o cultural, siempre tendría que recurrir a él en otros muchos aspectos de la vida religiosa y comunitaria. Los votos son un compromiso que se ha hecho con Dios, pero tienen que vivirse en medio de los hombres como un testimonio de la parusía. El superior-formador es siempre un representante de Dios. Por eso mismo tiene algo que ver respecto a la manera con que el formando o el religioso vive en la práctica sus votos. Todo religioso auténtico se siente, por tanto, estrechamente ligado a su superior en todo lo que atañe a su vida religiosa y espiritual. Más aún, la consagración que el religioso hace de sí mismo al, Señor abarca todas las áreas de su actividad humana. En cierto modo, el formando está respecto a su formador lo mismo que está el niño respecto a su madre en todo lo que se refiere a sus necesidades vitales: económicas, religiosas, sociales, culturales, psicológicas, etc.

    Debido a la diversidad de carácter no hay que esperar que todos los religiosos desarrollen el mismo tipo de relaciones con su superior. Es natural que unos sean tímidos, otros confiados, otros abiertos y otros cerrados, que unos sean demasiado dependientes y otros independientes más de la cuenta. Tampoco se les puede exigir a todos los superiores que se adapten siempre perfectamente al carácter de cada uno.

    Más que de cualquier otro miembro de la comunidad, depende del superior la creación y el mantenimiento de un clima comunitario que favorezca, facilite y estimule el intercambio de ideas, de opiniones y de sentimientos entre formadores y formandos, entre superior y súbditos. Cuanto más intenso sea este intercambio, tanto más unida estará la comunidad. El grado de intensidad de esta dinámica se manifiesta sobre todo a nivel del encuentro personal con el formador. En cierto modo se puede decir que la intensidad y la calidad de los encuentros formales y espontáneos son un termómetro para medir el espíritu de familia de una comunidad religiosa.


    Dinámica del encuentro personal

    El problema del contacto

    Se trata de un aspecto más bien técnico del encuentro personal. El problema consiste fundamentalmente en saber qué es lo que hay que hacer para una buena apertura en las relaciones intersubjetivas. El contacto está en la base de las relaciones interpersonales. Es lo que precede a la comunicación y lo que abre el camino hacia ella.

    Podría definirse el contacto como la conciencia viva de dos personas que tienen una actitud intersubjetiva recíproca. A menudo esta actitud interna se manifiesta a través de discretas expresiones afectivas del uno hacia el otro. Esta primera relación es siempre estrictamente personal. Pero la naturaleza misma del encuentro personal requiere que vaya evolucionando esta característica. La relación afectiva personal tiene que ir transformándose poco a poco en una relación espiritual. Si los interlocutores no llegan a realizar esta evolución, el encuentro personal puede transformarse en unas vulgares relaciones laborales muy parecidas a las que se presentan en las relaciones interpersonales de una industria establecidas para acelerar o mejorar la producción y la venta. En ese nivel el objetivo del encuentro es siempre el trabajo o el capital y no la persona del otro. En el encuentro personal entre el formador y el formando el objetivo es siempre, fundamentalmente, el crecimiento del formando. Si en el encuentro se discuten, además, problemas de trabajo y de administración, lo que interesa es más bien el aspecto apostólico de esas actividades. Es decir, se examinan sobre todo la actitud y la intención del formando frente a su trabajo. Lo que le importa al formador es ayudar al formando a crecer en el sentido de su consagración.

    El contacto puede experimentarse como fácil o bien como difícil. Esta diferencia depende del estado de equilibrio emocional de los protagonistas. Está, además, el problema estructural del carácter. Según Jung hay dos tipos opuestos de carácter: el introvertido y el extrovertido. El primero tiene tendencia a elaborar sólo internamente las expresiones, sin expresarlas. Da la impresión de ser una persona más tranquila, un tanto cerrada. Pero se trata de una actitud natural que no tiene nada que ver con la cerrazón debida a conflictos emocionales. El introvertido se preocupa más de los valores subjetivos. Le gusta el silencio no porque le disguste la comunicación, sino como un valor de su vida. No le agradan las charlas estériles. Las vive más bien con cierto fastidio, como una superficialidad y una pérdida de tiempo. El introvertido vive intensamente su mundo personal. El extrovertido, por el contrario, tiene una gran facilidad para expresar sus impresiones. Se diría que piensa en voz alta. Por eso participa con mayor intensidad en la dinámica que se establece espontáneamente entre él y su ambiente. Por eso"mismo el extrovertido goza de una gran facilidad de contacto y de comunicación. Tiene muchos admiradores y amigos de ocasión. Pero su amistad es más superficial. El introvertido, por el contrario, está más aislado.

    En realidad nadie es introvertido o extrovertido al ciento por ciento. Todos tenemos algo de estos dos aspectos de la personalidad. Es una cuestión de proporción. Cuanto más extrovertido es uno, tanto menos tendrá de introvertido, y viceversa. Un buen equilibrio en este aspecto de la personalidad hará del individuo una persona capaz de una buena interiorización y al mismo tiempo fácil para la expresión y la socialización.

    Un superior-formador un tanto extrovertido experimentará una mayor facilidad a la hora de establecer un verdadero contacto con el formando para un encuentro personal. De esta manera conseguirá también profundizar en una relación más dinámica con el formando.

    El formando encontrará menos resistencia en buscar el encuentro personal con el superior más extrovertido. Un superior demasiado introvertido sentirá grandes dificultades en mantener una relación abierta con el formando. No conseguirá establecer un verdadero contacto con el interlocutor. Por eso mismo le costará también más comprender al formando. El superior-formador introvertido tiene tendencia a juzgar de manera subjetiva los problemas que se le consultan. Le falta la capacidad de ponerse de parte del interlocutor para darse cuenta de cómo éste vive realmente la dificultad presentada. Pero una extroversión excesiva o una introversión más acusada limitan un poco la confianza del formando.

    Cierto grado de extroversión facilita las relaciones con el formando más tímido, ya que sabe que el formador favorece el encuentro con su manera de ser. Pero una gran extroversión puede darle un poco de miedo a un interlocutor demasiado tímido o bloquearle por completo. Existe también el peligro de minimizar una dificultad que presenta el formando. En este caso el formando no se sentiría comprendido. El optimismo del extrovertido ayuda al interlocutor demasiado tímido a no tomar demasiado en serio sus pequeñas dificultades; este efecto se produce sobre todo en las personas un tanto sugestionables.

    En una palabra, los superiores-formadores demasiado extrovertidos y demasiados introvertidos tienen que vigilar para que esta manera de ser no produzca efectos negativos sobre el formando en una situación de encuentro personal. Siempre será posible tomar conscientemente una actitud más equilibrada. El individuo demasiado extrovertido siempre podrá adoptar conscientemente una actitud más abierta frente a un interlocutor. Y otro demasiado extrovertido siempre podrá contener su gran exuberancia para ser un poco más discreto. De esta manera su interlocutor demasiado tímido se sentirá más cerca de él.

    En definitiva, yo diría que el superior-formador más extrovertido que introvertido tiene el 75 por 100 de probabilidades de establecer un buen contacto con los formandos, mientras que el más introvertido tiene tan sólo un 25 por 100. Efectivamente:

    1) En el encuentro personal con un formador más extrovertido tenemos estas dos posibilidades:

    1. Con un formando también extrovertido hay dos posibilidades de establecer un buen contacto, la mayor facilidad del formador y la del formando.

    2. En el encuentro con un formando introvertido hay una sola posibilidad que favorece el buen contacto, la que ofrece el formador.

    2) En el encuentro con un formador más introvertido, el cuadro general para el éxito no es tan favorable:

    1. En el encuentro con un formando también introvertido no existe ninguna probabilidad de llegar a un verdadero contacto por parte de ninguno de los dos interlocutores.

    2. En el encuentro personal con un formando extrovertido sólo se da una probabilidad de éxito, la de la disposición de apertura del formando.

    Así pues, aparentemente es mejor que el superior de una comunidad religiosa sea una persona con tendencia a ser extrovertida. Sin embargo, hay que tener también en cuenta que la dinámica interna de la comunidad religiosa no se hace únicamente a nivel de contactos. Al contrario, en los procesos psicológicos de esta dinámica entran algunos factores que no se encuentran en el carácter extrovertido. Y éstos se encuentran precisamente en el carácter con tendencias introvertidas. El subjetivismo natural del introvertido, por ejemplo, favorece juicios más acertados y un discernimiento más exacto. El introvertido demuestra igualmente una mayor capacidad de empatía. A pesar de su mayor facilidad para el contacto, el extrovertido se expone continuamente a un activismo superficial y dispersivo.

    En resumen, hay que concluir que tanto el extrovertido como el introvertido pueden ser buenos superiores. Pero ambos tienen que esforzarse en llevar al máximo sus tendencias naturales cuando favorecen o facilitan alguna de sus actividades específicas, mientras que tienen que superar esas tendencias en la medida de lo posible cada vez que puedan ser objeto de un obstáculo para el éxito de la empresa.

    El introvertido procurará vencer su timidez. El extrovertido controlará mejor su gran sensibilidad emocional. El primero reservará su tono confidencial natural para el momento en que tenga que tratar con un subalterno extrovertido como él. El segundo se esforzará por dar a sus palabras un tono más íntimo y más reverencial en un coloquio con un subalterno introvertido. Los dos deberán, de modo general, procurar destruir desde el principio los prejuicios que casi todos los formandos sienten ante el cargo del superior. El introvertido tiene la certeza de que no se le comprende perfectamente; el extrovertido acude al superior como uno que no tiene problemas personales y preferiría reducir el encuentro personal a una simple conversación más o menos informal.

    Puede decirse que en todo caso el superior-formador tendrá que emplear mucho tacto en la tarea de abordar los problemas. Una actitud que el introvertido interpreta como de gran delicadeza puede ser interpretada por el extrovertido como algo indigno u ofensivo. Lo mismo puede decirse de las expresiones de benevolencia. Lo que para uno es señal inequívoca de respeto y de amistad, para el otro puede significar una falta de consideración, un ataque o bien un desprecio.

    En una situación de encuentro personal con el formando, el formador tendrá que esforzarse ante todo en establecer un buen contacto con su interlocutor. Pero un esfuerzo semejante será más o menos inútil si el formador no se muestra verdaderamente disponible para el encuentro. En principio es mejor negarse a un encuentro formativo si tiene otras preocupaciones en la cabeza. Por eso es siempre mejor que tenga un horario previsto en el que no tenga ninguna otra cosa que hacer. Es un tiempo de entera disponibilidad para recibir a los formandos en un coloquio personal.


    La comunicación

    El aspecto técnico del coloquio formativo radica en el problema de la comunicación. A nivel de la comunicación es como se presenta el misterioso fenómeno de ósmosis psicológica entre las personas que mantienen una relación interpersonal más estrecha. La ósmosis psicológica se basa en el intercambio de elementos de la intimidad. Ese intercambio no se hace solamente a través de lo que verbalizan los interlocutores. Al contrario, los elementos más delicados de la intimidad personal de cada uno se expresan y se transmiten de manera no verbal. Los interlocutores de un diálogo se comprenden entre sí hasta el fondo sólo en la medida en que perciben a veces sólo a nivel subliminal los mensajes que se comunican mutuamente.

    Puede decirse que, en general, este intercambio más o menos profundo existe siempre que dos personas comunican entre sí, aunque no se den cuenta con claridad de este fenómeno. La comunicación se hace eficaz en la medida en que los protagonistas toman conciencia 'de los elementos personales que se intercambian. Debido a la dificultad más o menos neurótica de estar siempre objetivamente atento al otro que se expresa, las comunidades humanas sienten cierta dificultad para vivir en armonía entre sí. La comunión resulta del amor recíproco vivido de forma viva a través del buen funcionamiento de la relación interpersonal.

    Los hombres comunican entre sí de varias maneras. Cuando uno quiere señalar algo al otro, emite una señal a fin de herir su sensibilidad. Desarrolla, por tanto, una acción sobre el otro que es sensible, esto es, capaz de percibir esa señal y de reaccionar en consecuencia al estímulo recibido. A nivel puramente animal todo esto se lleva a cabo de una manera muy simple. Las relaciones interindividuales de la misma especie se hacen a través de dispositivos naturales del instinto con la misma facilidad como se resuelve el problema interindividual para el arco reflejo de Pavlov.

    Este cuadro neuro-psico-fisiológico cambia profundamente bajo el control de la racionalidad. He aquí un tercer factor, quizá el más decisivo, que interviene en la relación del hombre con sus semejantes. El estímulo que intenta establecer la comunicación no provoca automáticamente una respuesta, como sucede en el mundo de los instintos. Gracias a su capacidad de pensar y de querer, el hombre puede elaborar una reacción compleja y tan original que nunca podrá ser reconocida como una respuesta natural e instintiva al estímulo recibido. Este cambio de la respuesta supone una observación y un análisis previo del mismo estímulo y un juicio crítico no solamente de su significado, sino también de la intencionalidad de aquel que lo emitió. La interferencia de la razón en los mecanismos automáticos de la neurofisiología animal perfecciona de forma estupenda el dinamismo de la comunicación humana, que es de suyo tan complicado. Debido a los procesos tan delicados de esta relación, los hombres llegan a crear una coincidencia casi perfecta de ideas, de juicios y de sentimientos.

    Desde el punto de vista psicológico podríamos definir la comunicación como un diálogo de impresiones y de juicios con el objetivo de comprender las posiciones recíprocas respecto a un tema de pensamiento y de voluntad.

    Los interlocutores de un diálogo emiten y reciben alternativamente mensajes. El elemento que sirve de vehículo al mensaje puede cambiar. El más común y el más perfecto al mismo tiempo es la palabra. Otros símbolos muy importantes son los gestos, la actitud, la risa, las lágrimas, los juegos de fisonomía, la mirada, los movimientos de los labios, etc. El hombre dispone efectivamente de un maravilloso aparato senso-motor que le permite expresar con gran exactitud la vida interna de su espíritu. Estos movimientos neurofisiológicos tienen la doble finalidad de sustituir eventualmente a la palabra o bien de reforzar el significado del contenido del mensaje.


    Empatía

    El problema crítico de la comunicación es el de la comprensión acertada del mensaje mediante la interpretación del símbolo. Aquí es preciso ser muy precavido. La interpretación rigurosamente gramatical de la palabra puede inducir a error. El lenguaje exacto del individuo en situación de diálogo tiene que interpretarse no sólo según las leyes de la semántica objetiva. A las leyes del lenguaje que describen los libros de gramática, cada una de las personas que hablan añade los colores originales de una semántica afectiva absolutamente subjetiva y personal y, por consiguiente, original. Por eso, para hablar exactamente, podemos comprender por completo sólo a la persona que conocemos perfectamente. Las tendencias profundas, los gustos, las dificultades personales, las experiencias vividas, los compromisos habituales y otras huellas características de la personalidad hacen que el vocabulario del lenguaje familiar cambie fundamentalmente de una persona a otra. No estamos nunca seguros de que un pensamiento escrito, por ejemplo, sea comprendido del mismo modo por varios lectores. Sin embargo, para no llevar este análisis a sus últimas consecuencias, que podrían quizá llegar al absurdo, hay que decir en seguida que también es posible naturalmente cierto grado de comprensión entre los hombres. Hay más todavía. La historia demuestra que los acontecimientos cotidianos, tanto en la vida privada como en la vida pública, confirman que la humanidad consigue entenderse de manera suficiente para poder colaborar en el progreso de la sociedad.

    Podríamos preguntarnos ahora cuál será la incidencia de este problema en la práctica del encuentro personal.

    Las nociones preliminares que hemos trazado nos permiten afirmar inmediatamente que la comunicación será posible únicamente si se comprende el mensaje. La preocupación fundamental y primaria de los protagonistas será, por consiguiente, la de la justa interpretación del mensaje emitido por el interlocutor.

    Aquí nos interesa el problema del encuentro individual desde el punto de vista del formador. Si nos situamos en el punto de vista del formando, los elementos que hay que considerar serían más o menos los mismos.

    La primera preocupación del formador que recibe a un formando para un encuentro personal tiene que ser, por tanto, la de comprenderlo. Esta actitud inicial es una condición para un primer buen contacto. Incluso hemos de reconocer que es imposible que el formador comprenda perfectamente al formando desde el primer encuentro, ya que esta comprensión irá creciendo a medida que los interlocutores aprendan a conocerse recíprocamente. Tanto el uno como el otro, es decir, el formador como el formando, tienen necesidad de cierto tiempo y de cierta observación de cada uno por parte del otro para ese conocimiento. El superior comprenderá al subalterno en la medida en que lo conoce. Por eso tiene necesidad de un cierto tiempo para una buena adaptación a la situación de sus relaciones con el formando. Aquí no hay que quemar etapas. Si el superior-formador recordase siempre esto, evitaría, ciertamente, no pocas dificultades iniciales en sus relaciones con el formando. Estas dificultades iniciales en los primeros encuentros se derivan de una interpretación equivocada del mensaje del respectivo interlocutor. A veces uno de los interlocutores en el encuentro personal interpreta el mensaje del otro en sentido justamente opuesto al significado que el dio el emitente. Dos personas que discuten no llegarán nunca a un acuerdo si una de ellas llama blanco a lo que para el otro es negro.

    La condición fundamental para el éxito en el encuentro individual es, por consiguiente, el esfuerzo de comprensión recíproca de las personas en situación. Por eso el formador debe ante todo adoptar una actitud de escucha y de reflexión objetiva sobre lo que el formando dice y manifiesta. El encuentro personal no está hecho para una instrucción particular. Por tanto, la posición del formador no es la de un preceptor, ni la del formando es la de un alumno. Está claro que en una situación particular de un encuentro el superior puede tomar eventualmente una actitud de maestro. Las funciones de enseñar y de aprender no son extrañas a lo que sucede en un encuentro personal entre el formador y el formando. De todas formas, habitualmente el encuentro personal tiene que considerarse como un intercambio amigable de mensajes entre personas que se consideran perfectamente libres de cualquier constricción tanto interna como externa. La única diferencia que debe existir entre ellos es la siguiente: el formando debe tener conciencia de que se encuentra frente a una persona que quiere ayudarle, mientras que el formador tiene que saber que su interlocutor es una persona que acude en busca de ayuda y que tiene derecho a recibirla de él.

    El superior debe tomar una actitud de total disponibilidad. Está atento a comprender el significado total y justo de todos los mensajes de su subalterno. Si no pone mucha atención, quizá comprenda solamente en parte esos mensajes. En consecuencia correrá el riesgo de alterar su sentido real. La respuesta demasiado apresurada peca generalmente de falta de exactitud. La reacción repentina y hecha sin la debida reflexión es el resultado de la falta de tiempo necesario para una valoración justa del contenido del mensaje. Por eso en este caso no hay propiamente comunicación, sino sólo una forma defectuosa de contacto. El mecanismo profundo del diálogo está caracterizado por un fenómeno que se determina según una ley que podríamos enunciar de este modo: la comunicación progresa en orden directo a la comprensión de los mensajes que los interlocutores emiten el uno al otro.

    La comprensión profunda de los demás es una experiencia estrechamente ligada a la capacidad de empatía. ¿Qué es la empatía?

    La empatía es un fenómeno de la sensibilidad y de la afectividad. Nos hace capaces de percibir las disposiciones internas del otro y los cambios que va sufriendo a lo largo de una conversación o de un diálogo de una manera tan justa como si se tratara de una realidad interna personal nuestra. La empatía nos permite valorar con acierto las dimensiones de los sentimientos del otro. Así llegaremos a comprender perfectamente, por ejemplo, el sufrimiento de una persona sólo si nos metemos dentro de su pellejo y en su situación. El esfuerzo de comprensión que se requiere para la comunicación consiste precisamente en el esfuerzo por meterse imaginativa y emocionalmente en la situación real de la otra persona sin prejuicios y con una actitud absolutamente impersonal y objetiva. Unicamente entonces será posible ver el problema del otro desde su punto de vista y formular un juicio justo sobre él. Sólo después de haber comprendido el sentido exacto del mensaje emitido por el otro seremos suficientemente libres para emprender una discusión objetiva e imparcial de sus problemas.

    Así pues, la capacidad de empatía es una cualidad muy preciosa de un superior-formador. Es una cualidad que se puede adquirir; es un hábito que se forma por la repetición del ejercicio.

    Las relaciones entre dos personas en una situación de diálogo son en cierto modo muy complejas. El diálogo se desarrolla siempre en dos niveles: uno aparente y superficial y otro a nivel profundo y subconsciente. El resultado del intercambio de ideas se concreta siempre simultáneamente en el nivel profundo y en el nivel de la apariencia. Aquí las palabras pueden engañar, sin que se pueda confiar demasiado en ningún símbolo como expresión justa de lo que sucede en el interior de la persona. El resultado general del encuentro puede verificarse hasta cierto punto únicamente a partir de la validez presumible de la comunicación.

    ¿Cuál tiene que ser la actitud de un superior-formador para asegurar el desarrollo de una buena comunicación?

    He aquí algunos medios:

    1. Hablar poco. Recordar que la función más importante en el encuentro personal con el formando es la de escuchar para comprender y poder ayudar. Por consiguiente, estimularle a hablar.

    2. Analizar atentamente las palabras del interlocutor para comprender el sentido de su contenido profundo.

    3. Estar atento a las reacciones simbólicas que sus palabras provocan en el interlocutor: gestos, miradas, movimientos de los labios, etc.

    4. Comunicar al interlocutor lo que se ha comprendido de sus mensajes para tener la certeza de haberlo comprendido bien.

    5. No tener miedo de reformar un juicio que el interlocutor considera equivocado.

    6. Asegurarse a través de la observación o bien, si es necesario, por medio de una pregunta directa de si el mensaje emitido por él ha sido recibido por el formando y si ha sido interpretado correctamente por él.

    7. Controlar estrictamente la propia emotividad.

    He aquí algunas observaciones útiles. No puede decirse que el éxito del encuentro personal dependa solamente de estas seis o siete normas. Sin embargo, si la actitud y el comportamiento del superior-formador descuidase sistemáticamente estos detalles, seguramente no se darían las condiciones mínimas para una buena comunicación entre los interlocutores. La observación de los hechos cotidianos demuestran que muchas discusiones y malentendidos examinados de cerca revelan con frecuencia situaciones grotescas. N. y X. no concuerdan simplemente porque N. ha visto una liebre y habla de liebre, mientras que X. ha visto un gato y habla de gato, sino porque los dos piensan que están hablando de la misma cosa. De esta manera es simplemente imposible que lleguen a entenderse mutuamente. Si por casualidad se dan cuenta del equívoco, descubren que se han estado peleando estúpidamente por un fantasma.

    Además de la empatía de cuya importancia acabamos de hablar, hay otras características de la personalidad prácticamente indispensables al superior-formador para no fracasar en una entrevista personal con el formando. Las iremos comentando brevemente.


    Respeto y aceptación

    Aquí consideramos estas dos palabras como sinónimas. Respetar y aceptar al interlocutor significa apreciar su valor y dignidad como persona. Basta que uno sea persona para que tenga derecho a ser aceptado y respetado. Respetar significa también permitir al otro la libertad de escoger y de obrar. Es, además, estimularle y tenerlo en consideración. Es tener confianza en su posibilidad de cambiar, de crecer, de adaptarse y de crear condiciones favorables para su progreso en todos los niveles.

    Es capaz de aceptar y de respetar a los demás únicamente aquel que se respeta y se acepta a sí mismo. La aceptación y el respeto son tan importantes como cualidades personales del formador porque despiertan la confianza de los formandos en él. Aceptar y respetar a los demás favorece también la aceptación de sí mismo y el respeto a sí mismo del formador. Uno que se acepta y se respeta tiene el camino abierto hacia los demás.

    Aceptar y respetar implica, además, el no juzgar nunca a la persona a pesar de sus opiniones, de sus ideas, de sus sentimientos, de sus actitudes equivocadas e inaceptables. En cualquier juicio de valor es siempre muy importante salvar a la persona.

    El formador respeta al formando cuando lo estimula a expresarse con libertad. Su actitud de aceptación y de respeto revelan al otro que lo aprecia y lo quiere. Si quiere a su formando, éste se sentirá inclinado a no engañarle, a ser siempre muy transparente con él, es decir, muy auténtico y espontáneo.


    Autenticidad

    Un superior-formador que no fuera totalmente auténtico en el intercambio con el formando obligaría a su interlocutor a cerrarse ante él. La incapacidad de apertura a los demás es signo de una falta de libertad interna.

    Ser auténtico consiste en primer lugar en ser verdadero, es decir, no falso. Una persona es verdadera si su modo de manifestarse corresponde a sus sentimientos. El contenido de una botella o de una caja de conservas es auténtico si corresponde a la etiqueta. En caso contrario se dirá que es falso. No ser auténtico es engañar al interlocutor. Al que miente pronto empezarán a dejar de creerle los demás.

    La autenticidad lleva al formador a comprometerse realmente con todo su ser en la relación interpersonal. Si el formador limita su relación con el formando a ejercer solamente una función, bloquea toda posibilidad de un verdadero encuentro. El encuentro personal se transforma entonces en una vulgar conversación demasiado superficial, como si los dos interlocutores estuvieran separados por una pared.

    Una actitud defensiva esconde en el fondo unos sentimientos negativos no expresados para con el otro. Por consiguiente, el sujeto no es del todo auténtico en sus intervenciones con su interlocutor.

    La persona auténtica es también original, o sea se manifiesta en su manera de pensar, de sentir, de hablar y de actuar plenamente de acuerdo con lo que hay en lo más profundo de su ser. Ser original es ser fiel a sí mismo. En el fondo, toda persona es buena. Ser original es poder ser y poder manifestarse tal como Dios nos ha hecho. También es seguro que Dios lo ha hecho todo bien. Si hay algo de malo en el hombre, es cierto que eso no viene de Dios, sino de los hombres, que conculcan estúpidamente las leyes sapientísimas de la naturaleza establecidas por Dios. Los santos y todas las demás grandes personalidades siempre tienen algo de muy personal. Todos los niños son también originales. Con frecuencia una idea equivocada sobre la educación lleva a los padres y a los demás educadores a violentar a los niños para adaptar su modo de ser natural —y, por tanto, bueno— para que se comporten de otra manera, artificial e impuesta, para que reaccionen ante los estímulos del mundo en que viven. El comportamiento equivocado o inadaptado, llamémosle neurótico, de una persona es siempre una elocuente pero triste consecuencia de graves errores de educación. Sería injusto acusar siempre a los padres y a los educadores de ser culpables del comportamiento equivocado de los jóvenes y de los hombres en general. Pero en el origen de estas desviaciones seguramente hay siempre un error de relación interpersonal sobre todo en la infancia. Las raíces más profundas de los problemas neuróticos de los religiosos tienen que buscarse también en los acontecimientos que vivieron en su primera infancia.

    Ser natural, auténtico y original al mismo tiempo significa, además, ser psicológicamente consistente; es decir, existe una coherencia entre la actitud interna y el comportamiento externo. La persona consistente es capaz de vivir concretamente en el nivel del comportamiento y de la conducta según los valores trascendentales que ha asumido libremente.

    El hombre natural es siempre espontáneamente auténtico, lo mismo que los niños. La inautenticidad es una deformación. El niño empieza a cambiar su modo natural de ser en el momento en que los "mayores" le dan miedo si no adapta su comportamiento a las exigencias de la gente mayor y más fuerte que él. Se siente amenazado. La mentira es el primer signo de ese miedo. Desgraciadamente son los padres y los demás educadores los que enseñan al niño a mentir. La mentira se convierte entonces en un arma defensiva del niño expuesto a las violencias de los adultos.

    El diálogo es posible únicamente en un clima de autenticidad. Esta actitud supone que hay confianza entre los dialogantes. La confianza nace del amor. Cuanto más auténticos son los interlocutores en un encuentro personal, tanto más podrán avanzar en la profundización del diálogo.

    Un formador que se crea un poco inmaduro en esta dimensión de su personalidad siempre podrá crecer un poco más. ¿Qué habrá de hacer para crecer en autenticidad? Hay algunas medidas de autoformación adecuadas a este objetivo. Por ejemplo:

    1) Ser abierto e internamente libre. La actitud de apertura favorece la autenticidad de los demás. La interioridad de una persona abierta a los demás es como una casa con las puertas y las ventanas abiertas de par en par. Todos pueden acercarse sin recelos. No hay nada que temer porque no hay nada de misterioso o de sospechoso escondido en ella. Ser internamente libre es no estar bloqueado en el deseo y en el impulso natural de expresarse. Todo hombre normal experimenta la necesidad natural de expresarse. No poder expresar normalmente la vida interior (pensamientos, sentimientos, deseos, emociones, tendencias, tensiones, necesidades...) es un sufrimiento insoportable. A veces esas personas tan oprimidas y bloqueadas acaban explotando y cayendo en una enfermedad psicosomática o bien en una grave neurosis, con una pérdida mayor aún de libertad interior.

    2) Ser espontáneo. Por naturaleza, el hombre natural es siempre espontáneo. Las dificultades de la vida, las oposiciones, los contrastes con los demás acaban inhibiendo esta maravillosa cualidad de vida. Cuando el niño va a la escuela, lo primero que los educadores intentan hacer, con un sentido equivocado de su actuación pedagógica, es quitarle su espontaneidad. Empiezan a hacer presión sobre él, a amenazarlo o castigarlo para convencerle de que tiene que controlarse, es decir, inhibir su espontaneidad. La espontaneidad tiene que ser educada, ciertamente. Pero es una pena que muchos padres y educadores, en vez de ayudar al niño a controlar su espontaneidad natural y tan rica mediante una adaptación más justa a la realidad, de hecho no hagan más que oprimirla y destruirla. Obligan al niño a retirarse, a encerrarse en una triste y desesperada prisión interior, en donde, en vez de vivir, no tendrá más remedio que sufrir una desesperada existencia neurótica. Por eso, ¡ay del superior-formador que no sea capaz de respetar e incluso de estimular la espontaneidad de sus formandos! Tendrá que lamentar, ciertamente, un verdadero fracaso de sus intervenciones desastrosas en los jóvenes formandos. Muchos religiosos y religiosas no son a menudo muy naturales, libres y espontáneos en sus actuaciones entre la gente, lo cual hace pensar que sufrieron alguna violencia en este sentido durante los años de formación. Algunos a veces pueden ser considerados algo raros. Un apostolado activo, eficaz, requiere ante todo una buena comunicación. ¿Y cómo comunicar bien si no hay espontaneidad? El encuentro personal es uno de los medios indispensables para la formación del religioso. Por consiguiente, el formador tiene que cultivar con gran esmero la importante virtud de la espontaneidad y ayudar a los formandos a conservarla o adquirirla de nuevo.

    Si la espontaneidad es una gran virtud social y hasta imprescindible para una verdadera comunicación a nivel apostólico, una espontaneidad incontrolada y salvaje es un defecto grave en una persona adulta. Entonces se la llamará indiscreción o ligereza. Por tanto, espontaneidad con mesura. El exceso de espontaneidad verbal puede destruir muchas cosas y también muchas personas. "Si uno no falta en las palabras, es un hombre perfecto, capaz de refrenar también todo su cuerpo" (Sant 3,2).


    Especificidad

    Ser específico en el hablar es ser concreto. Hablar concretamente es decir las cosas como son de verdad, sin tener largas circunlocuciones. En el encuentro personal para la formación, los sermones largos y fastidiosos, cargados de consejos, son prácticamente inútiles. Es mejor limitarse al contenido de los mensajes emitidos por el formando. De manera general es mejor evitar hablar de cosas por las que el formando no demuestra ningún interés. Sería un fatigoso sermón predicado en el desierto.

    Un buen superior-formador en una situación de encuentro personal con el formando procurará limitar su conversación a lo que el interlocutor pregunta, dice o quiere. Un atento observador adivina las expectativas de un formando en su encuentro personal con su superior-formador.

    La actitud prudente y eficaz que pueda ayudar de veras al formando llevará al formador a discutir directamente y con franqueza todo y solamente aquello que su interlocutor expresa o quiere expresar sin poder quizá hacerlo de una manera clara y precisa.

    Así pues, comunicar con especificidad consiste sobre todo en asumir estas tres actitudes:

    — Dar respuestas concretas, esto es, directas, claras y no evasivas. El lenguaje directo y evasivo confunde al interlocutor. Puede hacerle mucho daño en su búsqueda del camino evangélico. La forma confusa de hablar del formador desorienta al formando. La desorientación despierta inevitablemente sentimientos de angustia, de ansiedad y de inseguridad. Es ésta una condición de ánimo favorable al desaliento.

    — En el diálogo con el formando, insistir sobre todo en lo que él expresa como algo muy personal. Una reflexión o una discusión teórica con el formando no es generalmente una materia útil para ser tratada en un encuentro personal. Se trata más bien de una materia escolar que habrá que discutir en clase con un profesor. En el encuentro personal interesan más bien los aspectos de la vida personal práctica del formando. El examen y la discusión de la manera como él vive en la práctica de cada día los valores evangélicos que proclama. El análisis de sus actitudes internas y del grado de coherencia de su comportamiento frente a la realidad de su vida.

    — Saber preguntar. No se trata, ciertamente, de un interrogatorio policial o para satisfacer una curiosidad. Se trata más bien de preguntar con mucho tacto v gran respeto algunas cosas para aclarar una situación o bien una afirmación hecha por el formando. Un superior inquisidor pronto sería odiado y rechazado como una instancia de ayuda. El inquisidor no es considerado nunca como persona que ayude. Siempre da cierto miedo. Se le ve más bien como una amenaza. Los formandos lo ven algo así como los ratones al gato.

    En el encuentro personal el formador tiene que actuar de manera que cree un clima de confiada amistad. Sí el formando no llega a percibir al formador objetivamente como un amigo que está allí a su disposición para ayudarle, será difícil que se abra a él con confianza. El encuentro personal es un momento privilegiado de un nuevo impulso para su crecimiento vocacional. El verdadero impulso para el crecimiento viene siempre de unos acontecimientos que motivan positivamente. Una motivación negativa con la intención de corregir o de hacer crecer suele errar el tiro de ordinario. El formando puede desarrollar una actitud verdaderamente evangélica sólo dentro de un clima de libertad bajo la guía del respeto y de la amistad.


    Autorrevelación

    Autorrevelarse es compartir los sentimientos y las experiencias personales. Es verdad que el formando no va al encuentro personal con su formador para que éste le cuente su historia personal. El encuentro personal está hecho para ayudar al formando y no para la satisfacción o el desahogo del formador. Para este último se trata más bien de un sagrado deber de oficio. El gusto de vivir con sus formandos tiene que buscarlo el formador en su relación amistosa con ellos, en el trabajo y en el recreo comunitario. En caso contrario, la práctica del encuentro personal podría significar incluso una indebida manipulación de las personas. El centro de interés del encuentro deberá ser siempre, por tanto, el formando y no el formador.

    Sin embargo, el formador no debe ser para el formando una persona misteriosa y desconocida. El tiene un interés natural y sustancialmente bueno en conocer un poco mejor a la persona amiga, que con tanto esmero y solicitud está siempre a su lado para acompañarle como un amigo, como un padre o una madre cariñosa y fiel en cualquier circunstancia. Por eso el formador tiene que ser una persona abierta y transparente. Hay un interés indiscutible en el hecho de que el formando conozca bastante bien a su formador. En cierto modo se trata para el formador de desmitificarse frente al formando. El prestigio de una excesiva perfección humana o de santidad del formador constituye para el formando un muro infranqueable para una comunicación libre y profunda. Una verdadera amistad se basa en el concepto de igualdad de fuerzas, de poder, de capacidad para compartir mutuamente. El diálogo es siempre un compartir. Por consiguiente, es sumamente útil que el formando conozca también algo de la historia de su superior-formador. Así pues, éste debe estar dispuesto a abrirse sin misterios respecto a los aspectos de su vida que les gustaría conocer a los formandos. Revelar algunos aspectos un tanto negativos de sí mismo no siempre es un mal para el formando ni tiene por qué ser un motivo de escándalo. Más aún, el ejemplo de superación de sí mismo del formador puede ser un motivo de estímulo para el formando frente a sus dificultades personales.

    Pero en todo caso el formador no tiene que abusar nunca de esta técnica para acercarse al formando. Semejante actitud significaría, ciertamente, un envilecimiento del proceso formativo. La autorrevelación es una técnica de estímulo para la apertura del diálogo. Pero en el encuentro personal no se trata propiamente de un diálogo perfecto. Aquí el movimiento de la comunicación se hace más bien en un sentido único. Las dos personas no se consideran propiamente iguales. El formador es una persona capaz de ofrecer una ayuda. El formando es una persona que acude al formador para recibir esa ayuda. De todas formas, para una comunicación más verdadera el superior no debe esconderse bajo las apariencias antipáticas de una figura misteriosa y mítica.

    La técnica de la autorrevelación tiene que utilizarse con mucha discreción. De lo contrario, el coloquio del encuentro personal podría transformarse en un diálogo de sordos. Si el formador se mostrase más interesado en contar su propia historia que en escuchar la historia del que ha acudido a él precisamente para ser escuchado, frustraría por completo las expectativas y las esperanzas del formando. Este saldría quizá del encuentro más angustiado y preocupado que cuando entró.

    Generalmente, a una persona que sufre no le gusta que venga otro a lamentarse ante él de sus sufrimientos. Es capaz de ayudar verdaderamente al que sufre el que es una persona tranquila y, consiguientemente, fuerte y capaz de prestar una ayuda. Cuanto más hable el formando de sí mismo, tanto mejor. En ese caso no se trata de una manifestación de egocentrismo, sino de búsqueda o de necesidad de alivio y de liberación. En el encuentro personal con un formando el formador tiene sobre todo que estimularle a manifestar todo lo que desee y escucharle con atención e interés.

    Si dos interlocutores problemáticos conversan entre sí, sucede a menudo que cada uno habla de su propio problema. No se escuchan realmente el uno al otro. Son como dos ciegos. El uno puede conducir al otro. Si los dos tienen necesidad de ayuda, tiene que intervenir una tercera persona que no sea ciega. Se supone por consiguiente que el superior-formador no tiene graves problemas personales que resolver. En caso contrario habría que decirle: Medice, cura te ipsum! Pero esto no quiere decir que el formador tenga que ser una persona ya perfectamente adulta y santa. En el fondo, todo hombre serio es débil y en un continuo proceso de crecimiento. También es bueno que los formandos lo vean así. Si no, no podrían verlo como un modelo, como uno que va por delante para enseñar el camino que recorrer. Un hombre demasiado perfecto puede dar un poco de miedo a los formandos. Al formador normal, de quien se sabe que también él tuvo sus dificultades, se le siente más cercano. Se le ve más bien como un compañero ya más maduro que, con su ejemplo de superación de sí mismo, estimula y alienta a sus hermanos más jóvenes para que lo imiten y triunfen como él.


    Interpretación del "aquí y ahora"

    Durante el diálogo en el encuentro personal con el formando, el formador tiene que ser un sutil y discreto observador de su interlocutor. Para mantener la comunicación a un buen nivel de comprensión mutua es importante que en cada momento perciba los cambios interiores de su interlocutor. Se trata, por consiguiente, de interpretar los signos sucesivos exteriores de la actitud del formando para llegar a comprender el porqué y el cómo de sus cambios en un nivel emocional. Es una actitud de persona que escucha y que toma conciencia de los sentimientos que el formando expresa de forma oral o no oral en el mismo momento en que se desarrolla la conversación. Pero para la eficacia de la comunicación no basta con darse cuenta de los cambios de sentimientos y de emociones; es necesario, además, comunicar la percepción de este cambio que se ha realizado al sujeto para que también él se dé cuenta. La toma de conciencia clara de este fenómeno interno ayuda al sujeto a mantener una actitud realista frente a su interlocutor. Le ayuda igualmente a percibir con mayor claridad el verdadero estado de su yo. No hay ningún inconveniente en discutir objetiva y abiertamente con el formando el cambio que se ha operado en él, pero sin juzgarlo moralmente. En esta discusión también se le puede decir al interlocutor lo que creía que quería expresar sin poder hacerlo realmente. Analizar igualmente con él la causa posible de este bloqueo momentáneo.

    El resultado más importante de una actitud por el estilo del formador en un encuentro personal formativo con el formando es una conciencia más clara de éste sobre sí mismo. Ser plenamente consciente de sí es una condición sumamente importante para el crecimiento en el sentido de la madurez humana.


    Confrontación

    La actitud de confrontación consiste en señalar delicadamente al interlocutor las incoherencias y las contradicciones en que cae eventualmente cuando habla. Es ésta una técnica delicada. Hay que evitar el choque y la ofensa al indicar esas contradicciones.

    La confrontación puede provocar una crisis en el formando. Puede sentirse como si lo hubieran descubierto en un inter, o de engaño. Eso sería una humillación intolerable. El descuvimiento de una contradicción en sus confrontaciones obliga al formando a tomar una opción difícil. Tendrá que decidir entre dos alternativas: la de seguir en su actitud contradictoria o la de cambiar. En general ve las cosas suficientemente claras para comprender que una opción de permanecer tal como está sería seguramente peor para su crecimiento, así como para sus relaciones con su superior-formador. La decisión de corregirse cambiando de conducta se presenta en seguida como extraordinariamente difícil, aun dentro de lo posible.

    ¿Cómo puede el formador ayudar al formando en esta difícil situación?

    En primer lugar es necesario ayudarle a tranquilizarse, a no sentirse humillado o avergonzado. Explicarle que no se trata de una actitud voluntaria de engañar al formador, sino solamente de un mecanismo más o menos inconsciente de autodefensa en una situación de amenaza. El formador tiene que asegurarle su amistad y su confianza y procurar devolverle la estima de sí y la confianza en sí mismo.

    El comportamiento y la conducta contradictoria revelada por el formando puede ser más o menos inofensiva y no aceptada por él mismo. Aunque no se haga daño a nadie, será necesario ayudarle a cambiar por lo menos sus sentimientos negativos respecto a esta situación personal. Ayudarle a ir superándose poco a poco sobre todo en los sentimientos malos de culpabilidad, de inferioridad, de angustia y de ansiedad.

    Si el formando entra en una crisis como consecuencia de una confrontación que ha tenido con el formador, éste tiene el grave deber de ayudarle a salir de la crisis. Abandonarlo a sus propias fuerzas podría incluso resultar peligroso para la estabilidad emocional del formando. En una situación difícil como ésta es donde él tiene una necesidad más urgente que nunca de una asistencia cariñosa para superar el choque que ha sufrido. Y nadie mejor que el propio formador podrá pensar en curar la herida. Su amor compasivo comunicará fuerzas y energías al formando.



    La fuerte personalidad

    Hay personalidades de todo tipo: fuertes, débiles, tímidos, agresivos, reflexivos, activos, abiertos, cerrados, etc.

    Una personalidad fuerte y autónoma, decidida, abierta y acogedora impresiona positivamente a las personas. Una personalidad fuerte no se conquista con el esfuerzo personal, sino que es un don natural. Impresiona sobre todo por sus cualidades positivas, por su relación interpersonal equilibrada en todos los niveles y por su capacidad de establecer una buena comunicación con las personas que se le acercan.

    La persona de fuerte personalidad deja siempre una huella en sus interlocutores. La impresión que deja en los demás actúa sobre todo como un estímulo espontáneo para la creatividad en la búsqueda de soluciones de problemas personales o de trabajo. La característica personal, esto es, la manera de ser del individuo que tiene una personalidad fuerte impresiona por causa de sus cualidades humanas, sobre todo de confianza, de seguridad, de apertura, de decisión, de flexibilidad, de firmeza y de capacidad de adaptarse a situaciones muy diferentes.

    Por su confianza tiene fe en sus propias capacidades personales, así como en las posibilidades de los demás cuando se dan condiciones favorables a su desarrollo. Cree en la bondad fundamental de los que le rodean.

    Por su seguridad personal es capaz de actuar sin ninguna duda sobre la oportunidad o inoportunidad de sus iniciativas. La rectitud de sus intenciones y su buena voluntad son para él una luz insustituible para una orientación segura en sus actitudes y en su conducta.

    Por su apertura la persona deja que los demás perciban sus verdaderos sentimientos. La persona cerrada esconde sus sentimientos. Por eso da miedo a los demás, que encuentran cierta resistencia en acercarse a él. Los formandos se muestran distanciados del formador cerrado, mientras que siempre tienen un acceso fácil al formador abierto.

    Por su actitud decidida, el formador hace sentir con claridad a los formandos cuál es el camino que han de seguir. Su comportamiento decidido excluye todo tipo de dudas y toda tergiversación. Inspira tranquilidad, seguridad y optimismo.

    Por su flexibilidad, el formador de fuerte personalidad no se muestra rígido ni dogmático en su pensar y en su obrar. Sabe reconocer una equivocación personal y comprende los errores de los demás. Sabe además cambiar de actitud de acuerdo con la índole de las circunstancias. La personalidad fuerte no impone nunca nada, sino que sugiere y muestra el camino para una buena solución.

    Por su natural firmeza, la personalidad fuerte no se deja desviar de una decisión que ha tomado con pleno conocimiento de causa. Es perseverante en llevar a cabo sus planes y proyectos. No abandona fatalmente un compromiso que ha tomado. Con su ejemplo comunica, además, coraje a sus compañeros para que continúen en su esfuerzo decidido. Por eso mismo siente también dificultades para revocar una orden.

    Por su capacidad natural de adaptarse, la persona de fuerte personalidad no tiene miedo de arrostrar nuevas situaciones. Frente a un cambio importante en su situación personal o en su ambiente no se asusta ni pierde los estribos. Mantiene la sangre fría y reacciona con claridad y objetividad de ideas. Por eso encuentra generalmente una buena salida en las dificultades imprevistas.

    La personalidad fuerte del superior-formador impresiona a su interlocutor en un encuentro personal y despierta en él sentimientos de seguridad, de confianza y de tranquilidad. Semejante situación interna de equilibrio favorece enormemente la comunicación y la comprensión recíproca.

    Por consiguiente, disfrutar de una fuerte personalidad es toda una enorme ventaja profesional, pedagógica y apostólica para el formador. Pero seguramente no es una condición para el éxito de cualquier empresa. Precisamente porque se trata de un don gratuito resulta también inútil querer formarse una personalidad fuerte. Lo importante es saber que todo formador puede crecer en diversos sentidos para llegar a adquirir una personalidad más rica, más tranquila, más segura, más decidida y acogedora. También una personalidad fuerte por naturaleza puede ser desequilibrada y el sujeto puede ser una persona enferma. Ciertamente, no basta tener una personalidad fuerte para poder ser un buen formador. Esta característica es sólo una cualidad natural más en su superior-formador para tener éxito en su empresa. Si faltan las demás cualidades requeridas en un buen superior-formador, esa persona fracasaría seguramente como educador y formador.


    Autorrealización

    La persona que ha conseguido realizarse presenta cualidades parecidas a las de la personalidad fuerte. Pero la gran diferencia entre la una y la otra es que la persona de fuerte personalidad se ha hecho así sin ningún esfuerzo personal de autoformación en este sentido. La personalidad autorealizada, por el contrario, es el resultado muy precioso de un largo y permanente esfuerzo voluntario por ir creciendo poco a poco en el sentido de lo que se puede considerar una personalidad ideal. Pero aquí como en todas partes el ideal siempre es utópico, esto es, concretamente irrealizable. Funciona, sin embargo, como un programa que hay que realizar en el sentido del ideal, aunque se sabe que nunca llegará nadie al ideal propuesto.

    La persona autorrealizada es capaz de orientarse en su vida por medio de la razón. Para realizar sus objetivos se sirve conscientemente de todas sus energías, que proceden de su afectividad y de sus sentimientos. Sabe utilizar con habilidad la fuerza de los instintos para llevar adelante un proyecto que percibe como importante desde el punto de vista de la creatividad. No se deja desviar fácilmente de su camino hacia la realización de las cosas que considera como importantes para la expresión de todo su ser humano-espiritual. La constancia de su esfuerzo tranquilo y convencido en general le ayudan a triunfar en todas sus empresas. Su secreto está en comprometerse por entero en lo que hace. Y lo hace todo como si aquello fuera lo único que hay que hacer. Ese es el camino del éxito. Se diría que se trata de una persona unificada, es decir, capaz de movilizar todas sus energías vitales, psicológicas y espirituales y comprometerlas en la única cosa que es preciso realizar.

    De hecho, la mayor parte de las personas son dispersivas. Debido a diversos condicionamientos emocionales, como el sentimiento de inferioridad, del que nacen la ambición, la envidia, los celos, la rabia..., una expectativa demasiado grande, la ansiedad, la angustia, la frustración, etc., no consiguen aunar todas sus capacidades para aplicarlas a una sola misión. Una parte de su inteligencia, de su imaginación y su fantasía quedan absorbidas por otros intereses. Por eso no hacen nunca solamente lo que hacen. Por una parte atienden a lo que están haciendo, pero al mismo tiempo se ocupan mentalmente, quizá tan sólo en un nivel subconsciente, de otras muchas cosas. Este es también el motivo por el que nunca están satisfechos con lo que hacen. Realizarse es realizar unas cosas que nos dan la impresión de estar bien hechas. También los comentarios de los demás le dan al sujeto la impresión de que valoran y aprecian lo que se ha realizado.

    Así pues, es precisamente el sentimiento de satisfacción de haber realizado algo bueno y de valor aquello en lo que consiste el sentimiento de estar realizado. Por eso la gente dice con gozo: "Soy una persona realizada", o bien se lamenta con amargura: "No me siento realizado".

    La persona autorrealizada vive y expresa sentimientos de optimismo, de tranquilidad, de confianza, de humildad, de afecto, etc. Otras manifestaciones propias de la persona que se siente realizada son la objetividad e imparcialidad en los juicios, el autocontrol en su manera de hablar y de actuar, el desinterés en su dedicación, la fe en el hombre que manifiesta en su trato con los demás, la simpatía de sus relaciones interpersonales y la fidelidad en sus compromisos, su libertad interior frente a los que le rodean, su cooperación y participación en la vida común. Cuando presenta semejantes huellas de su personalidad, todos los que entran en contacto con esa persona se sienten movidos a admirarla y a imitarla en su esfuerzo de crecimiento.

    La autorrealización es el resultado de una gran capacidad creadora. Pero en la medida en que uno se siente realizado se hace también más creador.

    En la vida de relaciones interpersonales la autorrealización y la fuerte personalidad producen resultados semejantes, a pesar de que se trata de dos cosas diversas. La diferencia fundamental entre la una y la otra consiste en que la fuerte personalidad es un don natural y gratuito, mientras que la autorrealización es una conquista personal.

    Si las personas se preocupasen un poco más de controlar su comunicación con los demás, se evitarían, ciertamente, en las familias y en las comunidades no pocas situaciones difíciles e incluso verdaderos dramas emocionales. Los superiores y los padres tendrían, ciertamente, mayor facilidad en sus relaciones con los subalternos. Los formadores tendrían más éxito con sus formandos.

    Es verdad que para una buena relación interpersonal entre el superior-formador y el formando no basta con la buena intención y la buena voluntad. La paz y la concordia en la convivencia humana en comunidad son el clima indispensable para el crecimiento humano y espiritual y también para la realización de sí mismo. Por consiguiente, vale la pena conocer y respetar las leyes psicológicas que presiden el dinamismo de la comunicación en las relaciones interpersonales.


    Casos difíciles

    Sucede a veces que el comportamiento de un formando o de un joven religioso es motivo de un grande malestar en una comunidad. El superior-formador puede encontrarse ante decisiones difíciles de adoptar a fin de sanar la irregularidad, que repercute negativamente tanto en el equilibrio personal del individuo como en el clima de armonía y de paz de la comunidad y, finalmente, en el buen nombre de la casa. A un formador poco maduro e impulsivo se le podría ocurrir la idea de que la solución del caso sería castigar ejemplarmente al responsable del desorden.

    Pero ésta no es una buena actitud educativa o formativa. Semejante solución es la que se encuentra a menudo en la justicia civil.

    Toda contravención a la ley es siempre voluntaria o involuntaria. La ley civil considera la contravención involuntaria al menos como una acción culpable. Si una transgresión legal es plenamente voluntaria, la psicología criminal siempre podrá interpretarla como una reacción natural a un estímulo concreto. En un proceso judicial los argumentos decisivos consisten siempre en el análisis de los motivos de la acción. Pero para el examen del grado de culpabilidad el juez no puede limitarse a los motivos externos que llevaron al contraventor a realizar el gesto delictivo; la defensa tiene que investigar con atención las causas profundas.

    La justicia civil es muy cauta para no condenar injustamente a un acusado. ¿Podrá un superior-formador permitirse el ser menos escrupuloso en juzgar a un religioso o a un formando por un comportamiento equivocado? Mucho más que un juez civil, el superior religioso tiene motivos para hacer todo cuanto pueda por conocer los motivos profundos que llevaron al acusado a faltar aparentemente a su obligación.

    Hay vocaciones que se pierden debido a un desaliento que nació como consecuencia de una interpretación equivocada de una acción del individuo o bien de un comportamiento del mismo. Es difícil valorar el sentimiento de incomprensión y de injusticia de un formando especialmente sensible a la agresión. Peor aún si la injusticia y el ataque proceden del superior-formador con el que de todas formas habría derecho a esperar un poco de comprensión y de ayuda.

    Hay cosas que deben ser conocidas por los formadores en general, los educadores, los superiores..., para evitar graves errores involuntarios a la hora de juzgar o de corregir a un transgresor de las normas establecidas.

    En un caso difícil de tratar, la primera preocupación que debe tener el formador responsable es la de hacer un examen objetivo e imparcial del problema. Este examen no puede hacerse únicamente a la luz de los testimonios de terceras personas. Los testimonios pueden ser importantes para aclarar algunos aspectos del caso. Pero es importante saber que a veces, en vez de aclarar las cosas, pueden también deformar la verdad objetiva y confundir al responsable. De todas formas, el juicio definitivo no se debe basar nunca únicamente en lo que refieren los testigos. El mejor informador será siempre el propio protagonista del acontecimiento, aun cuando estuviere interesado en esconder la verdad. La misma dinámica de la comunicación de un superior-formador inteligente con el acusado revelará los aspectos más importantes del problema. Para un juicio moral de un acontecimiento cualquiera los datos más importantes no son los hechos objetivos, sino la intención y la actitud interna contemporánea del sujeto.

    Los esfuerzos del superior-formador tienen que orientarse más en el sentido de la comunicación que en el sentido de la verificación de los hechos. El conocimiento de los hechos es útil sobre todo en situaciones de instrucción o bien de reeducación. Pero para la solución objetiva del problema lo más importante sigue siendo la comprensión del acusado.

    Por eso mismo, atacar directamente y de frente el problema considerado sería, ciertamente, una táctica equivocada. Lo que interesa de verdad no es ante todo la situación anormal de desorden que resulta del acontecimiento, sino la persona, que es quizá débil o inadaptada y a la que hay que salvar. Todos los aspectos de la intervención disciplinar o pedagógica tienen que estar caracterizados por la caridad y el celo religioso. Estas son justamente dos cualidades personales de todo apóstol auténtico de Jesucristo.

    Desde el principio el responsable tiene que crear un clima de caridad, de confianza y de simpatía. Por eso la táctica de atacar la fortaleza en el punto más vulnerable es también aquí la más adecuada. Y en este punto la estrategia de aproximación al núcleo del problema cambiará de acuerdo con las condiciones personales de carácter, de mentalidad, de cultura, de espíritu religioso, etc., de cada formador.

    El superior-formador que desde el principio tomase frente al acusado la actitud de un juez de instrucción o bien de un severo inquisidor significaría acumular nuevas dificultades. El subalterno tendría de él la impresión de estar comprometido en una confrontación de fuerzas. En ese caso procuraría refugiarse detrás de cualquier argumento de defensa. Es necesario ante todo darle la impresión de que se trata de examinar juntos un problema que le toca de cerca a fin de encontrar juntos una solución objetiva que sea la mejor posible en el caso indicado. Si el acusado es realmente culpable, tiene que saber claramente que la primera ocupación del superior-formador consiste en restablecer el orden en donde ha hecho irrupción el desorden y la confusión. El no pretende ni mucho menos encontrar un chivo expiatorio para castigar a una persona. Lo que quiere es restablecer la paz en los corazones y la armonía entre las personas que constituyen la comunidad. Si el superiorformador pudiese hacer comprender estas cosas al formando, entonces sería relativamente fácil que el transgresor aceptase también una cierta humillación personal para una reparación oportuna de la destrucción causada. El gran peligro de las censuras y de las imposiciones demasiado severas es que miran más a la persona del acusado que a la reparación que hay que dar y a la restauración del orden. Muchas violencias educativas que se justifican con argumentos de celo no son muchas veces más que una inoportuna irrupción impulsiva de un carácter exaltado. Son actitudes contrarias a las de Jesucristo. Y además están en flagrante contradicción con el amor cristiano y con las leyes psicológicas de una buena relación interpersonal.

    El superior-formador no se debe olvidar nunca de su posición fundamental de amigo y de padre de sus subalternos. Pero esto no impide que eventualmente puedan darse situaciones en las que tiene que empeñar toda la fuerza de su autoridad para salvar importantes valores humanos y espirituales. Pero incluso en esos casos tiene que vigilar para no dejarse arrastrar por la vehemencia de sus pasiones.

    La obstinación sistemática y la habilidad para engañar de un formando deberían quizá justificar a primera vista la falta de paciencia, de mansedumbre y de caridad del formador. Pero no se trata de vencer al formando, sino de convencerlo y de persuadirlo para que reconozca su error, quizá involuntario, y se disponga a reparar el mal causado, quizá sin haberlo querido. La violencia puede vencer una resistencia, pero nunca convence a nadie. En la educación y en la formación sigue siendo verdad el antiguo proverbio: "Más moscas se cazan con una gota de' miel que con un barril de vinagre". Si a una persona virtuosa le cuesta ya mucho soportar una violencia que procede de los demás, mucho más difícilmente podrá soportarla sin hundirse psicológica y moralmente un joven formando que haya caído en una debilidad.

    Más que un director de disciplina represiva, el superiorformador es el buen pastor que previene el extravío de sus ovejas y se hunde en la ciénaga para salvar a la oveja que corre en busca de peligrosas aventuras.


    El desahogo

    Otra situación que a veces puede causar dificultades al superior-formador es el desahogo del subalterno-formando. Convendrá hacer algunas consideraciones sobre este punto.

    El desahogo es una solución provisional y providencial para la tensión emocional peligrosa que surge de un conflicto psicológico interior. Si no desaparece esa tensión, aumenta el desequilibrio interno y puede resultar explosivo. La explosión puede llegar a través de la expresión más o menos dramática de una violencia verbal o física. Otra manera de explotar consiste en una destrucción interna, en general a nivel fisiológico. Los sistemas digestivo, circulatorio y respiratorio son los más expuestos a este tipo de perturbaciones psicológicas.

    Todas las impresiones dolorosas que experimenta el individuo en sus relaciones con la autoridad o con los compañeros de comunidad tienden a fijarse en la conciencia en un nivel subconsciente. Desde ese nivel hacen una presión sorda, pero constante, e impulsan al sujeto a comportamientos apropiados para restablecer el equilibrio interior. Estos comportamientos son generalmente involuntarios. Pueden incluso tomar formas simbólicas bajo el aspecto de un tic nervioso, de una manía, de una conducta obsesiva, de neurastenia, de depresiones... La liberación de todo este material emocional reprimido es lo que se llama en lenguaje vulgar el desahogo y en el psicoanálisis se designa como "abreacción".

    El desahogo puede darse de manera absolutamente espontánea o bien puede irrumpir de forma improvisada intempestivamente. El individuo puede también tener voluntariamente un desahogo en una hora y en un lugar establecido de antemano. En psicoterapia, el desahogo puede desencadenarse artificialmente mediante un respiro necesario y provisional.

    La situación del encuentro personal y una adecuada comunicación favorecen la irrupción del subconsciente afectivo. El material emocional "vomitado" o liberado en un desahogo tiene que ser examinado minuciosamente por el formador, ya que ofrece indicios sumamente preciosos para aclarar el caso respectivo. Una emoción violenta presenta ciertas características parecidas a las que se observan en la embriaguez alcohólica. Las dos favorecen la expresión de ciertas confidencias. Por eso se puede decir del desahogo emocional lo que los antiguos decían del alcohol: in vino veritas.

    El desahogo puede hacerse de varias maneras. A veces se tiene como una especie de descarga espontánea de la conciencia oprimida por la necesidad de compartir un dolor insoportable para uno solo; otras veces será como una explosión incontrolable de gozo o bien de otros sentimientos explosivos, como la rabia, la envidia, los celos...

    Así pues, el desahogo tiene una importante función liberadora de tensiones personales causadas por el bloqueo de sentimientos y de emociones. Revela además aspectos profundos de la problemática personal. Por eso, en principio, el desahogo es bueno para el individuo; también es útil para un mejor conocimiento de su realidad interna por parte de los formadores que tienen que ayudarle a crecer y a madurar. Por todo ello sería oportuno hasta cierto punto favorecer la explosión oportuna del desahogo en los niños, en los adolescentes y en los formandos en general.

    ¿Cuál tendrá que ser la actitud de un formador frente al desahogo de un formando?

    En primer lugar, no poner obstáculos para que el desahogo se produzca de manera completa y del modo como se presenta. Quizá el formador tenga necesidad de mucha paciencia y de gran humildad para escuchar en silencio ciertas acusaciones verdaderas o equivocadas y hasta la injuria totalmente gratuita.

    Otra medida que hay que tomar es no adoptar ninguna actitud de defensa ni de iniciativa antes de que el sujeto haya acabado de desahogarse.

    No recriminar directamente al individuo la manera como se ha hecho la explosión. La actitud de respeto y de discreción hablará con mucha más elocuencia a la conciencia del que ha exagerado con sus palabras y con sus gestos que cualquier reproche que se le pudiera hacer.

    Aceptar en seguida y generosamente una petición de perdón. La actitud reservada y fría que en esos momentos no se bajase hasta el subalterno para darle la certeza de que está perdonado por completo sería causa de una nueva tensión emocional para él debido al sentimiento de culpabilidad.

    Es necesario recordar que el perdón concedido tiene que ser total e incondicional. Cualquier restricción podría ser causa de un daño irreparable para las relaciones interpersonales entre el formador y el formando.

    Pensar que el superior-formador tiene que velar ante todo por la fuerza de su autoridad y por el respeto que se le debe significaría no haber comprendido nada respecto a la autoridad. Efectivamente, según el evangelio, el cargo y la autoridad significan siempre y solamente un compromiso personal para realizar un servicio: la ayuda a los hermanos. El formador tiene siempre la tarea de ayudar a sus formandos a crecer. Por consiguiente, también él es un superior de sus formandos. Por tanto, tiene que considerarse con disponibilidad para servir mucho más que para mandar.

    Pero el respeto, la confianza y el amor son cosas que no se imponen nunca a los demás por la fuerza de la autoridad. Un superior-formador los merece o no los merece. Los subalternos perciben perfectamente si un superior es o no es digno de su amor respetuoso y confiado. Honran a su superior y protegen su dignidad si se sienten motivados por la manera de ser y de actuar del superior-formador para con ellos.

    Si las relaciones entre el superior-formador y los formandos no siempre son buenas, será una señal de inteligencia y de sentido común en el primero buscar las causas de esta situación no en los demás, sino en sí mismo.

    Las relaciones interpersonales están siempre condicionadas recíprocamente. Si uno cambia, cambiarán los otros. Si yo me hago peor, también empeorarán los que viven conmigo. Si mejoro algo dentro de mí, los demás mejorarán conmigo.


    Encuentro personal y orientación

    ¿Quién tendrá que mostrar el sentido de la orientación de un encuentro personal entre el formador y el formando?

    Sabemos que inicialmente la idea de los que inventaron el encuentro personal sistemático entre el formador y el formando como instrumento de formación era un pensamiento pedagógico esencialmente directivo. Los antiguos educadores clásicos creían que educar consistía en dirigir al educando no sólo en su obrar, sino también en su hablar e incluso en su pensar y sentir. Pensaban que la educación era una obra esencialmente activa, algo que el educador tenía que hacer con el alumno y hacérselo hacer. Muchos padres y educadores concebían el arte pedagógico parecido al arte de amaestrar a un animal para el servicio doméstico o para divertir a los espectadores de un espectáculo de circo. Por eso la actitud pedagógica tanto en la educación familiar como en la educación escolar o en la formación para la vida religiosa era claramente directiva.

    Había incluso educadores y formadores que no permitían iniciativas a los alumnos y a los formandos. Ellos tenían que hacer todo y solamente aquello que les ordenaba el educador. Quizá la señal más elocuente de esta mentalidad directiva era, al menos en la vida religiosa, el concepto y la práctica de la obediencia ciega. El formando tiene que obedecer, y se acabó. Precisamente porque desconocían muchas cosas respecto a la naturaleza y la psicología del hombre, consideraban al niño como si fuera semejante a un animal más o menos salvaje.

    Para que pudiera insertarse constructivamente en la sociedad organizada era necesario ejercitarlo en todas aquellas cosas que aseguran una buena integración en el grupo social. Para no fracasar en su tarea de formar al hombre, el educador no sentía escrúpulos en recurrir a medidas de violencia para romper la voluntad propia del educando y para sujetarlo a la voluntad ajena. No se daban cuenta de que cuando el hombre se queda sin libertad y sin voluntad propia deja de ser persona. Privar a un niño, a un joven o a un adulto de su libertad personal es una indignidad inadmisible, una opresión criminal. Un superior-formador que exigiese una sumisión perfecta e incondicional, una dependencia total y una obediencia ciega estaría jugando con una criminal manipulación y una instrumentalización de sus semejantes.

    Dios ha creado al hombre libre. Por eso es muy importante respetar ese don. En el fondo, el hombre siempre es bueno. Si empieza a hacer mal a sus semejantes, no es porque sea malo por naturaleza. Para el educador y el formador es muy importante comprender que el comportamiento inadaptado es siempre el resultado de errores en la educación. De todas las formas, una familia, una comunidad y, finalmente, la sociedad siempre tienen derecho a defenderse de los ataques y de la furia destructora de uno. A veces el único medio de defensa consiste en encerrar al injusto agresor dentro de una situación en la que le resulte imposible seguir destruyendo los valores de los demás. Limitar la posibilidad de abusar del don precioso de la libertad no es opresión.. Es un mal menor para uno, a fin de proteger importante, bienes de los demás. La autoridad civil, judicial y religiosa no tienen que restringir nunca su actividad disciplinar y deben castigar a los transgresores. Castigar a uno puede ser una medida de protección para los demás; eventualmente, aunque de forma rara, puede ser también un remedio para un cambio personal de conducta de la vida. Pero lo que ciertamente es muy importante para el individuo que ha sido castigado es la ayuda pedagógica para el cambio de conducta decidido personalmente. Sería mejor todavía que este auxilio le llegase antes de caer en la situación de un comportamiento inadmisible para los demás. Es mejor prevenir que corregir...

    Es un grave error pensar que el educador educa al alumno, que el formador forma al formando. Ser educador o formador no es nada más que ayudar al educando y al formando a educarse, a formarse. Educar y formar no son actividades profesionales. Son misiones o compromisos de ayuda.

    El educador y el formador son personas que ante todo quieren al niño, al joven, al formando. Después, precisamente porque lo quieren, desean también que crezca hasta llegar a la estatura de hombre adulto, capaz de vivir en armonía con sus hermanos y de poder contribuir con su saber a la construcción de una sociedad según los planes de Dios. Comprendo que para ser realmente útiles a los formandos su actitud pedagógica tiene que ser fundamentalmente de respeto a los valores humanos y trascendentales de los niños y de los jóvenes. Por eso saben muy bien que su tarea principal consiste en acompañar con su benévola presencia el esfuerzo espontáneo de búsqueda y de crecimiento de los jóvenes. Se limitan a mostrar, a motivar por medio de la curiosidad, a estimular la actividad de búsqueda y a valorar y apreciar los descubrimientos. El gozo del estudio está en el compromiso de creatividad para descubrir el camino del saber y de la realización. Buscar, descubrir, saber y realizar: eso es lo que constituye la alegría de vivir.

    En la práctica tradicional del encuentro personal con el superior-formador, hasta hace pocos años éste controlaba más o menos estrechamente el contenido y la orientación del coloquio. Era una actitud que correspondía perfectamente a la mentalidad de dependencia, de sumisión y de obediencia ciega.

    Todo encuentro personal formativo se realiza con un objetivo concreto, es decir, con una orientación. El objetivo indica el sentido de la orientación. Hay motivos para que el superior-formador tome la iniciativa para un encuentro y que oriente el coloquio hacia un fin determinado: informar, recibir informaciones, explicar, invitar, pedir aclaraciones, distribuir cargos y tareas... Pero seguramente también el formando puede tener motivos para buscar el encuentro personal con un objetivo concreto. Está claro que la iniciativa y el control del sentido de la conversación tiene que dejarse en manos del que buscó el encuentro, obviamente debido a una necesidad personal. Por eso, en principio, la orientación que deberá tomar el coloquio entre el superiorformador y el formando tiene que ser controlado por el que tomó esa iniciativa.

    Es importante que en un encuentro que ha buscado el formando se le deje a él la orientación del sentido de la comunicación. Cuando el formando pide un coloquio es lógico que tiene su propio objetivo. Por tanto, el formador tiene que asegurarle la libertad de exponer su pensamiento y su opinión. El intento del formador de darle al encuentro una orientación y un sentido distinto del que había sido previsto por el formando llevaría a hacer fracasar el esfuerzo y la buena voluntad del formando por resolver un problema real que tenía planteado.

    De todas formas, si el formador dejase la iniciativa para el encuentro personal sistemáticamente al formando, seguramente faltaría a un aspecto importante de su obligación formadora. Se trata del deber que tiene de vigilar atentamente para asegurar el clima favorable al crecimiento humano y espiritual de la comunidad.

    En efecto, el superior-formador tiene que estar permanentemente al corriente de la situación personal de cada formando o miembro de la comunidad. Debe tener una constante información segura del estado de estabilidad vocacional del religioso o del candidato, de su capacidad de afrontar las dificultades naturales para su inserción pacífica en el grupo, del modo como lleva adelante su compromiso apostólico, de cómo se las desenvuelve en su esfuerzo de relaciones interpersonales, de cuál es su estado de ánimo en la búsqueda del crecimiento en la unión personal con Dios y en la imitación de Jesucristo... Sin conocer con mayor o menor claridad lo que sucede con cada uno, ningún superior-formador podría cumplir su obligación de forma conveniente. El derecho a informarse respecto a muchos aspectos de la vida de los subalternos y de los formandos es inherente a la propia naturaleza de su cargo de responsabilidad.

    Podríamos aquí preguntarnos hasta qué punto de la vida personal tiene derecho un superior-formador a inmiscuirse en la vida privada de su subalterno o de su formando.

    Para no perdernos en minucias de la casuística en el examen de este problema nos limitaremos a unas cuantas consideraciones generales y concretas:

    1. Según un código de moralidad natural que todos aceptan actualmente, ningún hombre y ninguna autoridad tiene nunca el derecho a violar la conciencia de los demás. Tampoco le está permitido a nadie servirse de medios fraudulentos de intimidación para arrancar a una persona declaraciones que pudieran violar su intimidad. La intimidad de la conciencia es absolutamente inviolable. Todo hombre tiene un sacrosanto derecho personal a su secreto personal.

    2. Todo formando o religioso, a pesar de sus errores y de sus debilidades personales, merece por lo menos el respeto debido a su personalidad como ser humano. Se trata de un derecho claro e indiscutible para todos. Basta con ser una persona humana para tener derecho a este respeto.

    3. De todas formas, parece perfectamente legítimo que un superior o un formador responsable pueda eventualmente interrogar a un subalterno o a un formando respecto a su comportamiento. El comportamiento es la manifestación humana que interfiere directamente en sentido positivo o negativo en los procesos de la conducta colectiva de un grupo.

    En este sentido, cuando los libros de ascética se refieren a la práctica del encuentro personal de los religiosos con su superior hablan de algunas cosas como la manera de observar la regla, de cumplir con el compromiso personal, de consejos en medio de las dudas, de sufrimientos particulares, de la manera de vivir externamente los votos, de las dificultades para observar la orientación general en el estudio o en otras actividades particulares y comunitarias, etc.

    Había incluso una "hoja-guía" para la entrevista personal con el superior donde se hacía referencia explícita a la vocación (estar contento o desanimado, dificultades...), a los ejercicios de oración, al silencio, al respeto y a la sumisión debidos a los superiores, a las relaciones de caridad con los compañeros, al trato con los laicos, a la pobreza religiosa, etcétera.

    Estas indicaciones parecen revelar que en la vida religiosa se hacía tradicionalmente una distinción entre el encuentro personal formativo en general y la dirección espiritual propiamente dicha. Este libro trata de formación y no de dirección espiritual. El coloquio personal entre el superior-formador y el formando se hace precisamente para tratar el problema de la formación en general. De todas formas, quizá sea imposible no incluir en su contenido temático el tema de la vida espiritual propiamente dicha entre los demás temas. Efectivamente, ¿cómo hablar con un formando en un encuentro personal sin tocar de algún modo también su vida de oración? Es difícil comprender que la primera preocupación de un superior-formador no sea el crecimiento espiritual del joven religioso o aspirante a la vida religiosa. Más aún, un formador que dejase sistemáticamente de hablar sobre este punto con el formando ciertamente faltaría gravemente a su obligación.

    ¿Cómo explicar la repugnancia de algunos a tratar directamente y con sencillez de este tema fundamental con los formandos en ,un coloquio personal? Quizá es que se sienten inseguros de hablar de ello, por ser personalmente demasiado inmaduros en esta dimensión de su personalidad religiosa... La inmadurez espiritual no permite hablar con seguridad de las cosas de la vida espiritual. Pero la causa más frecuente de esta grave negligencia parece estar en la timidez.

    ¿Qué es la timidez? Científicamente se trata de una disposición emotivo-afectiva que se manifiesta en las relaciones interpersonales mediante la inhibición en la conducta social. La persona tímida presenta comportamientos sociales inadaptados. El tímido es siempre demasiado emotivo. El miedo lo deja paralizado. No consigue exponerse por temor al riesgo de tener que responder a estímulos imprevistos, porque no confía en sí mismo. Prefiere entonces el silencio o la inmovilidad. Si a pesar de su resistencia se ve obligado a hablar o a actuar, la emoción demasiado grande se traduce en vacilación, en temblor, en posturas incontroladas, en balbuceos, en perturbaciones neurovegetativas como el rubor, el sudor, la midriasis...

    Está la timidez constitucional. Pero la más frecuente es la adquirida a través de errores de educación. No poder vivir normalmente los contactos sociales en la infancia tiene como consecuencia ciertas dificultades específicas para unas relaciones sociales normales en la edad adulta. Casi siempre la timidez del adulto está ligada a algunos otros problemas de naturaleza emocional: frustración afectiva, sentimiento de inferioridad, de culpabilidad... Pero, afortunadamente, la timidez adquirida por errores de educación puede curarse mediante una reeducación de la socialización, ya que en el fondo se trata solamente de una inmadurez social.

    Un superior-formador tímido siente cierto pudor de hablar de algunos aspectos de su vida personal e íntima. Si el formando es también tímido en este sentido, los dos individuos juntos en un encuentro personal no lograrán nunca hablar con franqueza de un problema demasiado personal cualquiera. El tímido puede sentir cierta dificultad de reconocer su defecto y dirá que se trata más bien de un respeto humano natural para hablar de ciertas cosas. En el caso del religioso que siente dificultad de hablar con libertad de las cosas de la espiritualidad, quizá es que en el fondo le falta la fe verdaderamente sencilla y encarnada. La fe hecha solamente de convicciones intelectuales es espiritualmente débil e insegura. Por eso se resiste a manifestar abiertamente sus actitudes religiosas demasiado personales. Tiene miedo de ser considerado psicológicamente excéntrico y extraño.

    Por este mismo motivo hay comunidades en las que prácticamente ninguno o muy pocos son capaces de participar activamente en una verdadera oración compartida. Todos o casi todos son prisioneros de su miedo más o menos infantil a ser juzgados desfavorablemente por los compañeros. Hay comunidades religiosas en las que nunca aparece en una conversación familiar, por ejemplo, en la mesa, el tema religioso o espiritual. Un pudor infantil o bien un respeto humano mal entendido bloquea a todos para que manifiesten con sencillez y confianza sentimientos que son ciertamente verdaderos y auténticos en este sentido. El miedo a quedar en ridículo ante los demás inhibe por completo la capacidad de expresarse espontáneamente sobre un aspecto de la existencia que todos reconocen que es el más im. portante de su vida. Se trata de una situación realmente absurda.

    ¿Qué es lo que podrá hacer el superior-formador tímido para conseguir una mayor facilidad de hablar de temas religiosos y espirituales con los formandos, bien sea en una situación informal o bien sobre todo con ocasión de un encuentro personal?

    Lo primero que hay que hacer en esos casos es buscar informaciones abundantes y justas respecto a la vida espiritual de los religiosos. Quizá sea preciso reformular algunos conceptos equivocados, superar algunos prejuicios... Una persona inteligente y con una buena cultura religiosa y humanista podrá ver las cosas más claras en esta dificultad.

    Un religioso que no viva en profundidad la vida espiritual no podrá nunca tener una idea clara en estas materias. Por eso mismo tampoco podrá hablar de ellas con seguridad. Por el contrario, un superior-formador que sienta un gran amor a Jesucristo no podrá menos de contagiar a sus subalternos esta fuerza de vida. Cuando la sabiduría popular afirma que la boca habla de la abundancia del corazón indica igualmente que de la calidad del discurso es posible deducir cuál es la calidad de su corazón. Por consiguiente, el hombre es lo que son sus sentimientos. La calidad de los sentimientos nace de la calidad de los pensamientos habituales. El resultado de estos pensamientos habituales pasa a ser una idea-fuerza que determina la orientación en el obrar y, por tanto, la del comportamiento del sujeto. Un auténtico espíritu religioso no puede evitar manifestarse a través de una manera característica de ver las cosas y las personas y de juzgar los acontecimientos.

    El religioso que vive de verdad su consagración a Dios es psicológicamente consistente; sus actitudes y su comportamiento son coherentes con los valores fundamentales de su consagración. Un religioso equilibrado no tiene ninguna dificultad en tratar con tranquilidad y con naturalidad estos temas con las personas encomendadas a él. Por eso la excusa basada en una timidez demasiado grande para no hablar de estos temas con el formando es una verdadera ilusión. La verdadera causa no es la timidez; el problema reside seguramente en las dificultades para alcanzar esa coherencia. Y aquí una vez más nos encontramos ante el meollo del problema de las relaciones entre el formador y el formando. Este último podrá crecer en la medida en que su formador responsable sea una persona que ha alcanzado el crecimiento debido. La tarea del formador consiste fundamentalmente en crecer al lado de su discípulo. Este lo mira e inconscientemente intenta imitarle e identificarse con él. Su esfuerzo tendrá resultado en la medida en que se siente impulsado por el modelo que se le propone. La gracia puede hacer maravillas, pero de ordinario el discípulo no crece por encima de la talla de su maestro. Por eso hay que decir, en general, que de tal maestro tal discípulo.

    El encuentro personal del formando con su formador es útil bajo diversos aspectos. Pero su objetivo más importante es el de ayudar al formando a santificarse. Ese encuentro es para él un instrumento de la gracia.

    Es verdad que la gracia supone la naturaleza y que la perfecciona y tiende a superarla. Omitir los medios humanos y naturales para alcanzar los objetivos sobrenaturales sería una presunción imperdonable. Pero confiar tan sólo en los medios humanos para crecer en el sentido de la gracia es ignorar las cosas de Dios y exponerse a fracasos inevitables.

    Podríamos imaginarnos al formador ideal como un hombre de auténtica vida interior, buen conocedor de los misterios del dinamismo de la gracia y explorador con una buena experiencia de los caminos de la perfección cristiana. Por otra parte, un buen formador debe tener un buen conocimiento de la psicología del hombre. Sobre la base de estos conocimientos humanos podrá organizar su actividad pastoral de formación de los más jóvenes.

    Formar es formarse.