4. Formación

La convergencia de los tres elementos que concretan la vocación a la vida religiosa se lleva a cabo mediante un proceso de formación. Formar, en el sentido de una tarea que ha de desarrollar el llamado formador, consiste en ayudar al formando a crecer. El crecimiento es un proceso interno que se hace a través de diversos factores de la dinámica psíquica del sujeto. Los principales son los siguientes:

Para poder crecer conscientemente en un sentido definido el formando necesita conocerse. El anormal se desarrolla de una manera instintiva; por tanto, salvaje. No aprende espontáneamente. Todo cuanto hace lo sabe hacer sin aprender, o sea por instinto. Por eso todos los animales de la misma especie o familia saben hacer las cosas del mismo modo sin ir nunca a la escuela.

También nosotros, los hombres, sabemos hacer muchas cosas sin que nadie nos las enseñe. También nosotros tenemos un instinto: caminar, reír, llorar, comer, dormir... Pero, además de los instintos, hemos recibido del Creador algunos privilegios que nos hacen muv distintos de los animales: una inteligencia superior, la racionalidad, una capacidad creadora de superación de nosotros mismos, la conciencia de nuestra trascendencia; en una palabra, además de saber, sabemos que sabemos.

Pero estas características originales del hombre tienen que profundizarse para que podamos vivir con dignidad.

Sin una buena conciencia de sí mismo en este sentido, así como sin conocer las diferencias tan finas del modo de ser de cada uno frente a los demás, resulta prácticamente imposible realizar debidamente nuestro destino particular, individual, según la voluntad de Dios. La noción de vocación personal subyace al designio particular del Señor sobre cada ser humano. Pero la vocación a una misión particular en el mundo supone, como es lógico, ciertas disposiciones, capacidades, dones... personales, que permitan llevar a cabo dicha misión. Por consiguiente, la llamada a la vida religiosa requiere un estudio profundo de sí mismo para una valoración justa de la posibilidad de vivir de manera equilibrada y apostólicamente eficaz el don de la vida consagrada.

Gran parte del esfuerzo de formación, tanto por parte del sujeto que se forma como por parte del formador, tiene que dedicarse al conocimiento de sí mismo del candidato.

Pero no basta con conocerse. Esto es solamente la condición para poder llevar a cabo un trabajo verdaderamente útil para la formación personal. Gran parte de este trabajo consiste en aprender una manera de controlar todas las energías instintivas, racionales e irracionales de su ser, en el sentido requerido por su objetivo vocacional. Dejar libres estas energías es lo mismo que dar libre curso a las aguas de un río que baja de la montaña y que puede causar una gran destrucción.

Controlar sus instintos y sus tendencias naturales no quiere decir reprimirlas. Efectivamente; en principio, todos los instintos y todas las tendencias del hombre son buenos, es decir, tienen una finalidad buena. Son dones del Señor. Son energías puestas a disposición del hombre para que se realice. Pero, desgraciadamente, puede abusar de ellos, puede servirse de ellos con fines egoístas no previstos por el Creador.

El hombre se realiza mediante el uso racional de estas fuerzas en su búsqueda de crecimiento en el sentido de su destino: amar a Dios de todo corazón e imitar a Jesucristo. El que vive trabajando en este sentido ayuda de una manera eficaz al Señor a establecer el reino de Dios en el mundo.

El que no ama a Dios y no imita a Jesucristo no consigue nunca vivir como un hijo de Dios, hermano de sus hermanos en Jesús. Es un sembrador de cizaña en el Reino, un destructor de valores esenciales en la familia de Dios. Esa persona no será nunca capaz de vivir creativamente en una comunidad religiosa.

La vida consagrada exige ciertas renuncias y ciertos compromisos de caridad que no se les exige generalmente a los cristianos laicos. He aquí por qué la vida religiosa requiere una formación más exigente que la vida cristiana en general. ¡Ay de los religiosos que no consiguen distinguirse ni diferenciarse de sus hermanos laicos por una vida cristiana evangélicamente más comprometida! Serían personas inútiles, quizá incluso escandalosas, dentro de la Iglesia. El religioso consagrado está llamado a animar con su ejemplo a sus hermanos laicos para que se decidan a seguir a Jesús por el camino de las bienaventuranzas.

Un candidato, un novicio o un joven religioso crecen en el sentido de su vocación en la medida en que consiguen despertar, movilizar y orientar todas sus energías vitales, psíquicas y espirituales para realizar su finalidad existencial.

El sujeto del proceso de formación no es nunca el formador, sino el formando mismo. Cada uno tiene que tomar en sus manos la propia formación. Es decir, cada uno tiene que descubrir su camino para su crecimiento personal en el sentido de su propia vocación. La tarea del formador consiste en informar, en aclarar, en motivar, en estimular, en orientar los esfuerzos del formando. Por eso precisamente formación significa siempre realmente autoformación.

La autoformación y el crecimiento del hombre son análogos al desarrollo y al crecimiento de la planta. Se da una relación dinámica entre la planta y el que la cultiva. Y se da una relación dinámica similar entre el formando y 'su maestro. La energía que hace crecer reside en la propia planta, reside en el formando, y no en el cultivador o en el formador. El cultivador lo único que puede hacer es crear ciertas condiciones externas y ambientales para que la fuerza interna del crecimiento de la planta se pueda desarrollar: regular la humedad, abonar, cuidar la temperatura, proteger de los insectos nocivos, podar... La tarea del formador consiste en crear un ambiente favorable a la educación, poner incentivos eficaces, proteger de los peligros que pueden sofocar o destruir una vocación incipiente, corregir actitudes o comportamientos que pueden bloquear el crecimiento humano y espiritual, motivar continuamente, estimular, en una palabra, ayudar siempre y en todo.

 

El ambiente formativo

La formación para la vida religiosa, además de otras muchas condiciones importantes e incluso indispensables, requiere un ambiente favorable.

Es mejor que el ambiente físico de la casa de formación no sea demasiado distinto del ambiente físico y social de origen de los formandos. La diversidad excesiva exigiría del formando un esfuerzo suplementario quizá inútil para su adaptación. La experiencia ha demostrado que trasladar a un candidato de un país de Africa o de Asia a una institución formativa de Europa no siempre resulta favorable para el formando. Debido al problema natural de semántica o a la significación de los conceptos aparentemente análoga, pero profundamente diversa, la formación corre siempre el peligro de equivocarse en sus objetivos,

Este mismo problema es el que se plantea en la transferencia demasiado brutal de un candidato de origen campesino a un ambiente urbano demasiado sofisticado, o viceversa. Ciertamente, es mejor que el religioso reciba una formación general que le permita ejercer su actividad apostólica en ambientes sociales muy diversos. Pero esta preparación para una función pluralista es por su misma naturaleza muy lenta. Sin hablar de la preparación específica que se requiere para ir a misiones extranjeras, para muchos religiosos supone un serio problema de adaptación cualquier traslado incluso en su propio país de origen.

Pero además está el aspecto psicológico del ambiente de un noviciado o de otra casa de formación. En este sentido parece ser ya un elemento definitivamente adquirido el hecho de que el ambiente formativo tiene que estar marcado por un clima psicológico hecho al mismo tiempo de libertad, de confianza recíproca y de cooperación.

El clima de libertad favorece la iniciativa v la creatividad. La prisión no es un buen lugar para un crecimiento normal del hombre. El hombre ha sido creado libre. Si pierde su libertad, se siente algo así como un pájaro en la jaula o como un perro encadenado. Esto va en contra de su naturaleza y, por tanto, en disonancia con su verdadera personalidad. A pesar de todo ello, ningún hombre es totalmente libre a nivel de su hablar o de su actuar. Todos estamos condicionados en lo que hablamos y en lo que hacemos por las circunstancias de la situación en que nos encontramos. Un formando y un religioso pueden ser verdaderamente libres si ingresan en la vida religiosa o en la comunidad mediante una libre decisión de vivir en esa situación particular de acuerdo con las reglas previstas: las constituciones, el reglamento, el espíritu... El cristiano y el religioso son tales si se encuentran en unas condiciones físicas y psicológicas que les permitan vivir libremente según la opción personal. No poder vivir según su propia constitución significa para el religioso un estado de constricción externa e interna que le quita su libertad de vivir según su opción personal.

El clima de confianza mutua favorece la formación de la comunidad de vida. Nadie puede vivir satisfecho si no se siente integrado en un grupo que funciona como una familia. Vivir es amar y trabajar. En una comunidad que sea solamente de trabajo no existe espíritu de familia. No hay hermandad. Hay solamente discusiones, oposiciones, agresiones, traiciones, envidias, celos, mentiras, venganzas... Nadie puede sentirse a gusto en un ambiente semejante. La vida allí es un infierno o una soledad. Quizá entonces uno se vea obligado a buscarse amigos fuera, en las familias cercanas, en la diversión...

La confianza recíproca nace del amor que se profundiza en el diálogo. La primera condición para que pueda nacer el amor entre las personas que viven juntas es el conocimiento recíproco. El desconoci1niento del otro puede suscitar curiosidad o también prudencia, reserva, tal vez desconfianza e incluso miedo.

La curiosidad ante el otro, cuando no se le conoce, nace del impulso natural de acercarse a él, de entrar en comunicación con él.

La prudencia nace de la experiencia negativa de nuestras relaciones con los demás. Ese mismo origen tiene también la actitud de reserva.

La desconfianza y el miedo guardan relación con ciertas experiencias traumáticas que se han sufrido, o nacen quizá de la percepción de algunos signos de amenaza en relación con el individuo.

La confianza recíproca se deriva de la experiencia positiva en el trato con los demás.

De esta misma experiencia se deriva igualmente, incluso de forma espontánea, el descubrimiento de un vínculo de amistad. Esa amistad se vive en seguida como un bien común precioso para la vida del grupo. Para sostenerlo y robustecerlo cada uno de los miembros se esfuerza en actividades individuales dirigidas a un solo objetivo: mantener la unión y la solidaridad como bienes existenciales en sí mismos. Así pues, la colaboración nace de la necesidad de los individuos de estrechar los vínculos interpersonales para la unificación de la nueva realidad de la que todos participan: la vida de grupo o de familia. Se trata de una experiencia de la que dimana el sentimiento de seguridad en la comunión. El hombre solo siempre es existencialmente inseguro. La vida en grupo corresponde a la naturaleza social del hombre y es una condición importante para su equilibrio interior y su conducta.

 

Objetivos de la formación

Es esencial que los objetivos de la autoformación del formando coincidan con los de la función formativa del formador. Cualquier disonancia en este punto entre el formando y el formador expondría todo el proceso de formación a un fracaso inevitable. El acuerdo entre ambos tiene que ser de coincidencia absoluta en la sustancia esencial tanto del objetivo general como del objetivo específico.

El objetivo general de todo proceso de formación en la vida religiosa puede concebirse en términos parecidos a éstos: transformar al hombre natural en un hombre abierto a la trascendencia. Tomar conciencia de la propia gravedad ascendente hacia Dios.

El objetivo específico podría formularse de este modo: a partir del hombre trascendente y cristiano, desarrollar la personalidad propia del religioso consagrado.

Es comprensible que haya otros objetivos intermedios, que, sin embargo, nunca deberán estar en contradicción con esos dos. Los objetivos intermedios serán más bien etapas del proceso general del desarrollo. Este, al menos en su aspecto de crecimiento espiritual, acaba teóricamente sólo con la muerte. Pero mientras el hombre respire, siempre podrá estrechar un poco más su unión con Dios. El buen ladrón crucificado con Jesús se santificó en el último instante de su vida. El religioso que toma en serio su consagración va creciendo siempre en unión con Dios.

 

Formar: los grandes valores de la vida religiosa consagrada

El punto fundamental en la formación religiosa consiste en que el formando consiga ir creciendo poco a poco en sinceridad auténtica y en lealtad consigo mismo y con el Señor. Que quiera ser una persona totalmente abierta y transparente al Señor. Que se vea objetivamente tal como es para poder aceptar animosamente su más cruda realidad y se deje trabajar por el Señor. Racionalizar o bien esconder las debilidades personales, fingir que no existe ninguna dificultad personal que enfrentar, pensar o decir que todo va siempre muy bien sería vivir fuera de la realidad.

La capacidad del formando de abrirse a su formador es para él un problema de confianza. Eso no depende solamente de él. Depende sobre todo de la actitud del formador. Las personas confían solamente en aquellos que merecen su confianza. Por eso el formador tiene que preocuparse de crecer de tal manera que merezca la confianza de los formandos.

Que el hombre ha salido del corazón y de las manos de Dios es una verdad cristiana indiscutible: "Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra propia semejanza... Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó" (Gén 1,26-27). Por consiguiente, Dios nos ha hecho semejantes a él mismo. A pesar de esta semejanza, hay, sin embargo, grandes diferencias entre los individuos.

Por consiguiente, para conocer algo de Dios tenemos dos fuentes de informaciones: la revelación y la observación directa y atenta de nosotros mismos.

La revelación es en su mayor parte bastante misteriosa.

Pero también es suficientemente clara para una fe auténtica, para la esperanza y el amor hacia Aquel que nos ha engendrado desde toda la eternidad, que nos llama hijos suyos, que quiere ser nuestro Padre y que nos ha redimido con su sangre. Una relación tan estrecha con Dios no puede menos de despertar en nosotros una curiosidad totalmente natural y un deseo perfectamente comprensible de profundizar en nuestro conocimiento de él.

Por eso el estudio de la Sagrada Escritura y la investigación bíblica serán siempre una ocupación apasionante en la Iglesia. Un trabajo al mismo tiempo científico y místico, es decir, hecho de estudio y de oración, partiendo de los datos de la revelación y dirigido a satisfacer el anhelo de subir hacia la trascendencia del hombre. Por eso precisamente nos replegamos también sobre nosotros mismos para conocernos mejor. Tenemos la intuición de que a través de una visión profunda de nuestra realidad antropológica, filosófica, psicológica y social podremos también descubrir algo más sobre el ser misterioso de nuestro Creador.

Mediante la introspección nos damos .cuenta de que en varios aspectos de nuestra realidad humana somos muy semejantes a la imagen que la Escritura nos presenta de Dios. Sí; no cabe duda de que el Creador nos ha hecho verdaderamente a su imagen y semejanza.

Comienzo a mostrar mi semejanza con Dios en el nivel del amor. Mediante la observación de sí mismo hace va mucho tiempo que el hombre descubrió que estaba hecho de tal manera que no podía vivir sin amar y sin ser amado. Sabemos que se trata de una necesidad realmente existencial. Vital.

Hemos nacido como la mitad de una naranja. La mitad de una naranja o de una esfera no tiene más que dos posiciones de equilibrio: así o así. También el hombre nace incompleto. Hay un vacío en su ser: la otra mitad, que le permitiría ser una naranja completa. La esfera se mantiene en equilibrio sea cual fuere su posición. Por eso el hombre, incompleto por naturaleza, se siente existencialmente desequilibrado. Intuye que su equilibrio existencial está en llenar el vacío que experimenta cuando está solo. El hombre sabe que su otra mitad es su semejante. Y lo busca en el compañero, en el amigo, en el esposo o en la esposa.

En la intimidad de cada ser humano hay una energía inmanente de propulsión hacia la complementación. Esta energía se llama eros. Se trata de una fuerza interna que impulsa al hombre a buscar a su alrededor las cosas con las que pueda llenar ese vacío. En el impulso más o menos irracional de tomar cualquier cosa que esté al alcance de su mano para satisfacer su deseo de plenitud se encuentra a menudo con desilusiones y frustraciones. Hay incluso quienes creen que la felicidad del equilibrio existencial consiste en las riquezas, o en el poder, o bien en el placer. Otros corren tras las experiencias de aventuras científicas, artísticas o sociales. En una palabra, solamente el enfermo, el esquizofrénico, se resigna a sufrir pasivamente la tortura de la soledad. El hombre es definitivamente un ser social.

San Agustín realizó una experiencia interesante. Antes de convertirse siguió la huella de muchas cosas para llenar el vacío existencial que experimentaba dentro de sí. Se dedicó a la ciencia, a la filosofía, a la cultura; buscó las riquezas, los placeres; amó a una mujer y luego a otra; amó mucho a su hijo único, Adeodato. Pero el disfrute de ninguno de estos bienes satisfizo su inmenso deseo de felicidad. Entonces empezó a estudiar la religión cristiana. Poco a poco realizó la maravillosa experiencia del descubrimiento del amor de Dios. Cuando se dio cuenta de la estupenda significación existencial del encuentro con Dios, Agustín no fue capaz de callarse su descubrimiento. Asombrado y lleno de admiración, explotó en su célebre exclamación: "¡Señor, tú nos has hecho para ti!... El corazón del hombre seguirá inquieto hasta que descanse en ti..." En adelante el santo se fue sumergiendo cada vez más profundamente en este misterio de la trascendencia. En un momento determinado de su caminar por este sendero de la perfección humana y religiosa pudo aconsejar a sus amigos con toda verdad: "Ama y luego haz lo que quieras"; es decir, ama profundamente al Señor y serás un cristiano verdaderamente libre. Serás tan libre de las cosas de la tierra y de ti mismo, que te será sencillamente imposible apegarte de forma egoísta a cualquier cosa. Serás incapaz de dar un solo paso fuera del sendero. Las palabras del Señor: "Si me amáis, observaréis mis mandamientos" (Jn 14,15) tienen en el fondo este mismo sentido: el que ama no puede menos de hacer la voluntad de Aquel a quien ama con todo su corazón. Por eso el primer mandamiento de "amar a Dios con todo el corazón, sobre todas las demás cosas" es verdaderamente el resumen de toda la Ley. Una Ley que el Señor ha puesto en lo íntimo del corazón humano.

El que ama admira a la persona amada. La admiración nace con el descubrimiento de los valores, sobre todo de los valores afectivos. La admiración lleva espontáneamente a la imitación. Imitar es una actitud consciente de querer hacer las cosas del modo como las hace la persona amada y admirada, es el deseo de parecerse a la persona amada. Solamente los niños que se sienten amados por sus padres los imitan. A medida que el niño imita a sus padres adquiere también la costumbre de imitarles. La costumbre consiste en tomar actitudes y seguir comportamientos como una reacción automática frente a situaciones similares. La repetición habitual de estas actitudes y comportamientos acaba haciéndose de forma subconsciente y hasta inconsciente. Cuando alguien presenta habitualmente ciertas actitudes, gestos y comportamientos iguales o semejantes a los de otra persona conocida se dice que se ha identificado con dicha persona.

Por consiguiente, el que conoce bastante bien a Dios a través de informaciones adecuadas (catequesis y estudio religioso...) puede también "ver" a Dios como uno que nos ha hecho a fin de tener a alguien semejante que lo amase. Pero ¿es que Dios no estaba plenamente satisfecho con el amor intratrinitario que une a las tres personas de la Santísima Trinidad de manera inseparable y eterna? Sí; pero al principio de la historia del mundo Dios también dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza". ¿Para qué nos habrá creado Dios? ¿Cómo nos ha hecho? ¡Semejantes a él!

¿Y cómo somos nosotros?

Nos reconocemos como seres que no pueden existir de modo equilibrado sin estar en una relación concreta de amor. Sin amar y sin ser amados. El Señor nos ha dicho, además, que nuestra primera tarea ha de ser "amarlo con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas... y amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos". Por consiguiente, está claro que Dios nos ha hecho para amarlo y para amar a nuestros hermanos.

Si "Dios es amor" (1 Jn 4,16) y si somos semejantes a Dios, también nosotros somos en cierta manera amor. Es ésta una verdad muy sencilla. Para poder vivirla no basta con conocerla intelectualmente. Es necesario descubrirla como una realidad. Conocemos realmente sólo lo que hemos descubierto a través de una experiencia personal. He aquí por qué sólo una verdadera, auténtica y profunda experiencia de Dios nos puede hacer sentir que Dios nos ama, que nos quiere más que la madre más locamente amante de sus hijos. Por eso una verdadera experiencia de Dios es siempre el principio de la conversión. La persona que era antes natural, y, por tanto, materialista y positivista, comienza a vivir otra realidad. La realidad espiritual o mística es misteriosa. No es posible percibirla con los sentidos externos ni sólo con la inteligencia. Es preciso percibirla con el corazón. Se trata del misterio escondido en las cosas sencillas. Algo que está más allá de la razón.

El que descubre experimentalmente que Dios lo ama con un amor mucho más grande que el amor de la más amorosa de las madres, no podrá menos de intentar darle una respuesta de amor. El mecanismo psicológico a través del cual se desarrolla este proceso dialógico de amor entre el hombre y Dios es el mismo que el que observamos en la fenomenología del amor entre madre e hijo.

El que descubre a Dios como alguien que lo ama más que cualquier otra persona empieza a amarlo. La gratuidad de este amor, la misericordia y la compasión del Señor obligan al hombre a mirarlo con admiración y con amor. No tarda entonces en despertarse en su interior un deseo de estar cerca de él. La admiración v el deseo de estar cerca llevan espontáneamente a la imitación.

La imitación es un impulso consciente de querer estar con la persona admirada. Querer ser como el modelo lleva al sujeto a querer hacer las cosas tal como las hace la persona que admira. Poco a poco este proceso se hace inconsciente. Entonces el esfuerzo de imitación consciente se cambia en un proceso inconsciente de identificación. Identificarse con alguien es ya ser un poco como el otro, manifestarse de una manera parecida a la persona con la que uno se ha identificado. Es decir, pensar un poco como él, sentir un poco como él, hablar un poco como él y obrar un poco como él. La persona que se ha identificado con otro se hace un poco como ese modelo.

El que conoce de verdad a Jesucristo no puede menos de admirarlo. Cuanto más lo admira, tanto más se esfuerza instintivamente en imitarlo. La imitación de Jesucristo es realmente un esfuerzo consciente de copiarlo, de tomar actitudes semejantes a las que él manifestaba ante los acontecimientos, ante las personas y las situaciones. El esfuerzo continuo por imitar va creando un hábito. Este hábito se arraiga con el tiempo y entonces el individuo queda transformado en cierto modo en un personaje distinto, en un alter Christus.

El Señor fue una luz en el mundo para todos los que iban buscando un camino de superación de las tinieblas existenciales en que se encontraban. Para no dejar duda alguna en este punto, él mismo lo dijo explícitamente: "Yo soy la luz del mundo"...

Jesús dijo también que el reino de Dios es como el fermento en medio de la masa de los hombres. Pertenece a la naturaleza de su ser intrínseco hacer crecer el reino de Dios. Efectivamente, del discípulo auténtico de Cristo nace una fuerza extraordinaria de estímulo para conocer a Jesucristo y seguirlo en la práctica de sus consejos. También dijo Jesús que sus discípulos deben ser como la sal en el Reino. Lo mismo que la sal conserva y da vigor a los alimentos, también el discípulo tiene que conservar y dar vigor a la fe y a las virtudes de sus hermanos.

Así pues, el formador es un discípulo y un apóstol íntimo de Jesucristo. Ocupa precisamente un puesto clave en la dinámica interna del reino de Dios en la tierra. Es eficaz como la luz, como el fermento y como la sal si es un modelo para sus discípulos. Jesús fue un modelo para los suyos. La aspiración más profunda de Pablo, de Pedro, de Juan, de Felipe, de Andrés y de los demás fue la de hacerse en medio de la joven Iglesia cada vez más semejantes a Aquel que predicaban y por cuya doctrina y persona combatieron heroicamente hasta la muerte.

Un buen formador se empeña hasta el fondo por hacerse cada vez más semejante a Jesucristo. Intenta mantener con él unas relaciones de intimidad un tanto parecidas a las relaciones de Jesucristo con su Padre: ser para sus hermanos lo que Jesús fue para los suyos y lo que sigue siendo para nosotros.

Cuanto más semejante se hace uno a Jesucristo, tanto más se hace aceptar, admirar e imitar. Estas son consecuencias espontáneas en aquel que se siente aceptado y amado. El arte de educar es precisamente el arte de amar. El que ama suscita el amor. El educando y el formando que se sienten amados se sienten aceptados. Admiran a quien los ama. Tienden a imitarlo espontáneamente. Un maestro será verdaderamente eficaz en la medida en que sea aceptado, admirado e imitado por sus discípulos. Precisamente por eso el formador tiene que ser una persona que se haga aceptar, admirar e imitar por sus formandos. Por consiguiente, si el formando no corresponde al empeño del formador, éste deberá preguntarse si realmente es aceptado por el formando, si su discípulo lo admira, si se esfuerza por imitarle en su vida de consagrado.

La mayor y la más constante preocupación del formador tiene que ser si funciona para sus formandos realmente como una luz, como un fermento, como la sal.

Ayudar a los demás a convertirse y a crecer espiritualmente es un arte. No basta con dar buenos consejos y vagas advertencias o con hacer discretos reproches. Los consejos, las advertencias y los reproches no favorecen al verdadero crecimiento interior. Incluso pueden a veces bloquearlo.

Educar y formar es una actividad que requiere del formador un compromiso y un esfuerzo personales muy serios. Si desea tener éxito en su importante misión, tiene que trabajar más consigo mismo que con los formandos. Tiene que convertirse cada día en un alter Christus. Su tarea fundamental como formador consiste en permanecer al lado del que anda buscando el camino para el crecimiento como una persona que está ya en el sendero justo para orientarlo. El formando es uno que quiere descubrir también él el sendero justo en donde no percibe ningún signo palpable para orientarse. Si permanece solo en su búsqueda o si empieza a buscar con otros que están tan ciegos como él, corre el riesgo de perder el tiempo y de equivocarse quizá de camino. Cuanto más maduro es el formador en el terreno humano y en el espiritual tanto mayor fuerza de crecimiento podrá transmitir a sus formandos.

 

La formación afectiva

"Vivir es amar y trabajar" (Freud). "Ora et labora" (san Benito).

La vida del hombre se resume, de hecho, en el amor y en el trabajo.

Amar es experimentar la vida, sentir la vida, saborear la vida; es gozar de los placeres de la vida. El que vive siente el gozo de existir, la satisfacción de ejercer todas las funciones inherentes a la existencia humana.

Trabajar, por el contrario, es hacer cosas útiles para el sostenimiento y la defensa de la vida. Es desarrollar una actividad eminentemente lucrativa: una conquista, una creación..., como trabajar la tierra, sembrar y cosechar para poder comer, construir una casa para poderla habitar, limpiar una habitación, plantar un árbol, cultivar un huerto, un jardín, etc.

La diferencia entre amar y trabajar es la misma que hay entre respirar y obrar. Respirar es vivir. Obrar es hacer cosas útiles para poder respirar. Vivir es desarrollar ciertas actividades con una finalidad eminente de gozar del placer de la existencia: el placer de vencer, de superarse, de triunfar, de moverse... La vida se manifiesta a nivel físico (columpiarse), intelectual (estudiar, leer, enseñar), sensitivo (baño caliente), artístico (música, pintura, poesía...).

Amar, rezar, jugar, ejercer cualquier tipo de arte no son actividades útiles para la vida, sino que son la propia vida, del mismo modo que respirar es vivir.

Desgraciadamente la escuela moderna, incluso los colegios de formación en la vida religiosa, de ordinario se preocupan casi exclusivamente de la formación intelectual de los jóvenes candidatos. La cultura de base y la formación técnica atienden sobre todo al homo faber y descuidan demasiado al homo sapiens.

Sócrates decía que el saber es una virtud. Esto no es totalmente cierto. El saber no siempre implica virtud. La preparación existencial para la vida exige una adecuada formación cualitativa del hombre y a fortiori del religioso, cuya acción no objetiviza la actividad, sino la vida, por lo cual exige una formación a nivel del ser.

El religioso es tal no en la medida en que sabe, sino en la medida en que es capaz de amar a sus hermanos, a los hombres, las cosas de su propio habitat terreno y al Señor, su Dios y Padre.

¿Pero qué es lo que quiere decir amar? Esta palabra tiene múltiples sentidos. Aquí no nos interesa el sentido general y común. En este sentido amar es sentir amor a..., querer bien a..., querer mucho, desear la presencia de alguien para tratar con él, para vivir con él, para compartir...

Afectividad

Amor es afección, devoción, dilección. Hay distintos niveles de afectividad amorosa. El objeto afectivo o amoroso funciona existencialmente a nivel primario, como un compañero necesario para la satisfacción de ciertas urgencias de naturaleza instintiva, como la paternidad, la maternidad, la fraternidad, la sexualidad, la socialidad, con todas las implicaciones de comunicación, de contacto, de diálogo, de presencia, de comportamiento...

Al tener que tratar del tema de la formación de la afectividad en los candidatos a la vida religiosa o sacerdotal, resulta, sin embargo, forzoso empezar con un examen rápido de cómo nace y se desarrolla la afectividad en el niño, en el adolescente v en el joven a lo largo de las etapas de su evolución.

La afectividad entendida como "una relación positiva de persona a persona" nace en el niño con el funcionamiento normal del instinto materno o paterno de sus padres. Dichos instintos (materno y paterno) se manifiestan' espontáneamente y de manera incoercible bajo diversas formas. En primer lugar es la reacción de procurar comida a la criatura, y esto independientemente de cualquier estímulo externo. Viene luego la función que lleva a los padres a cuidar de la limpieza del niño.

A continuación está la preocupación por guiar al hijo en sus primeros aprendizajes: jugar con un objeto, comer a la mesa, beber agua, sentarse, caminar... Están también las funciones instintivas de calentar, defender, proteger, salvar (en situaciones difíciles). En una palabra, puede decirse que para los padres la criatura es un compañero filial.

También es importante saber que el niño siente a sus padres como compañeros existenciales precisamente porque ellos satisfacen sus necesidades naturales.

Los padres aman al hijo por instinto. El hijo quiere a los padres porque lo aman. Esto es ya reciprocidad afectiva: el amor se intercambia con el amor... El hijo ama a sus padres, además, porque éstos satisfacen algunas de sus necesidades. Esta relación de reciprocidad se llama afectividad.

Este aspecto de la relación interpersonal va evolucionando en sentido positivo o negativo a medida que cambian las necesidades respectivas de los protagonistas. Cuanto más crece el niño, más va consiguiendo satisfacer por sí solo las propias necesidades personales, prescindiendo de la ayuda de sus padres.

Pero a medida que el niño va creciendo en edad surgen nuevas necesidades. Este hecho evolutivo hace que cambien también sus relaciones con los padres. Estos pierden lentamente, cada vez más, su importancia práctica en la continuación del crecimiento afectivo del niño. Poco a poco los padres van cediendo su sitio —anteriormente imprescindible— a otros compañeros.

La primera cuña que se introduce en la relación padres-hijo es la del compañero hermano. Nace así y se va estrechando cada vez más el instinto de unión v de solidaridad. Es también el primer síntoma de evolución de la heteronomía hacia la autonomía. Esta fase de la evolución resulta decisiva para determinar el modo como se forma y se afirma el instinto ineluctable de la libertad personal. Aquí la afectividad no es ya inevitable (relación hijo-padres) ni impuesta, sino libre: la elección de un compañero o de varios compañeros.

La relación, interpersonal que se establece con el compañero social es una afectividad distinta del amor filial y del amor fraterno. Se la llama amistad.

La amistad es un tipo de afectividad que se establece entre personas que tienen algo en común, considerado por ambas partes como un bien común que al mismo tiempo no impide para nada la libertad personal de cada uno.

Otra forma de afecto natural es el que existe entre las dos personas que constituyen la pareja. El amor sexual tiene en su estructura v en su función un elemento muy distinto y original, que no se encuentra en el amor filial, ni en el fraternal, ni en la amistad.

La gran diferencia entre lo que acontece entre compañeros de amor sexual y compañeros de amistad está en lo que afecta a la libertad personal.

Los compañeros de amistad respetan siempre, mutuamente, cada uno la libertad personal del otro. Sucede de este modo porque así lo quieren ellos mismos. Pero no es eso lo que ocurre con el amor sexual o matrimonial según sus exigencias naturales.

Los compañeros de amistad desarrollan cada uno su propia historia, independiente de la del compañero o de los compañeros. Al contrario, los compañeros de amor sexual o conyugal llevan a cabo juntos la misma historia, hasta poder decir que en términos definitivos no hay una historia del uno o del otro, sino sólo la historia de la pareja, del matrimonio.

Afectividad y vida religiosa

Cuando se habla de afectividad o de amor en relación con la vida religiosa o con la formación de los candidatos, se entiende siempre el amor de fraternidad y el amor de amistad, nunca el sexual. Para ver con claridad en este tema pedagógico, existencial y espiritual en el caso de los religiosos, me parece que hay que partir siempre de lo que le sucedió al candidato antes de entrar en el seminario, o en el juniorado, o en el noviciado. Es que la formación en el aspecto afectivo de la personalidad de un candidato a la vida religiosa célibe es fundamentalmente distinta de la de los demás jóvenes.

Más aún, por el hecho mismo de que la evolución de la afectividad de un religioso célibe sigue un camino distinto del camino común que indican las leyes de la naturaleza, la formación de la afectividad en el caso de los religiosos no se limita ni agota a su formación en el noviciado.

La verdadera maduración afectiva del religioso procede muy lentamente. Pienso que depende de la maduración espiritual o que al menos es paralela a ese otro proceso de crecimiento. Mi convicción personal en este punto es que ambos procesos (la madurez afectiva y la madurez espiritual) constituyen un continuum psíquico inseparable. La negligencia en alguno de estos dos aspectos lleva inevitablemente al fracaso de todo proyecto de vida religiosa. El éxito en esta formación (la formación es siempre autoformación) consiste en la integración de la persona. Porque solamente la persona suficientemente integrada sale a flote en su posición vocacional hacia un amor sobrenatural, hacia un amor sobrenaturalizado.

Cómo ayudar a los formandos en su maduración afectiva

La primera cuestión que hay que tomar en consideración es la de procurar que los propios formadores no tengan graves conflictos afectivos. La segunda cuestión es que los propios formadores hayan adquirido una relativa madurez afectiva.

Tanto los conflictos afectivos graves como un serio retraso en el proceso de maduración afectiva de los formadores representan graves dificultades para el crecimiento afectivo de los formandos en el sentido que requiere la vida religiosa célibe.

Es lógico que en esta vida el proceso de la evolución afectiva sobre la curva de su crecimiento natural tendrá que detenerse en el vértice de la amistad en torno a los quince años. El amor sexual, es decir, el que busca una vida conyugal, se coloca más allá de dicha coordenada (véase el esquema de la página siguiente).

En el sentido de formación en la vida religiosa es importante que el niño y el adolescente hayan conseguido realizar, o mejor dicho, vivir anteriormente con plena satisfacción las fases evolutivas del proceso afectivo natural hasta los quince años.

La estructura de la institución y la pedagogía que funcionan en la casa de formación tienen que proporcionar al formando la posibilidad de vivir de modo satisfactorio la amistad con los camaradas. Respecto a este proceso de maduración afectiva, el formador tiene que desarrollar fundamentalmente dos tareas de ayuda:

1) Una tarea de mero acompañante, de padre, de madre y de hermano mayor, que consiste sobre todo:

El verdadero formador, afectivamente maduro, es capaz de una relación interpersonal afectiva madura y equilibrada con los formandos. Esto lleva consigo la capacidad de comunicar los sentimientos... Todo ello dentro de un gran respeto a la persona del formando, a su dignidad y libertad personales.

2) Una tarea pedagógica activa de ayuda al formando para que descubra el modo de crecer afectivamente no ya en el sentido natural del amor heterosexual, sino en un sentido absolutamente nuevo, hasta cierto punto en contradicción con el curso natural del instinto afectivo heterosexual.

Hablamos del sentido del amor espiritual que trasciende la pura y simple satisfacción del instinto afectivo. En efecto, en la vida religiosa el concepto de amor tiene siempre estas dos dimensiones: la amistad bajo la forma de caridad y el amor a Dios bajo la forma de unión espiritual con él.

El amor a Dios en sus formas más profundas es amor conyugal sublimado (cf el Cantar de los cantares), con la característica de unificar dos historias en una sola, como en el matrimonio.,Pero no se trata de una mujer y un hombre, sino de una persona (hombre o mujer) consagrada a Dios. Es la historia de una persona que se entrega incondicionalmente al Señor. Y el Señor no se deja nunca ganar en generosidad.

La dinámica del sentimiento amoroso que se desarrolla entre un hombre y Dios es de la misma naturaleza que el amor conyugal. Pero, como dice Cruchon, hay placeres y placeres, así como hay amores v amores. En la línea del amor hay una gradación no solamente de intensidad, sino de sublimidad. El amor de Dios sobrepasa al amor humano. Su característica más destacada es la total gratuidad, la purificación de todo tipo de egoísmo. Este amor es el vértice de la perfección humana. Su realización y su integración constituyen el objetivo final de la vida religiosa. Por eso merece el mayor esfuerzo la formación en este género de vida. Se trata de una tarea educativa que requiere tiempo y sacrificio por parte de los formadores, disposición física y psíquica por parte del formando y un ambiente educativo sano y equilibrado. En definitiva, es obra de la gracia.

La ayuda concreta que el formador debe proporcionar al formando durante este período crítico de la reorientación de su afectividad hacia un nuevo objetivo tiene que consistir, a mi juicio, en lo siguiente:

  1. El ejemplo vivo del formador de cómo se puede vivir concretamente este nuevo estilo de vida de manera que satisfaga plenamente las aspiraciones de realización existencial de todo religioso auténtico, o sea un verdadero hombre de oración y un apóstol. Esta es siempre una motivación poderosa y convinc'ente de que existe esa posibilidad.

  2. Una información adecuada, simultáneamente a nivel catequístico, teológico y moral.

  3. Una adecuada iniciación teórica y práctica en la oración personal y comunitaria, en el espíritu de familia y de fraternidad y en la ascesis personal.

  4. Una constante y equilibrada motivación positiva para la superación de sí mismo y para la generosidad en el seguimiento del Señor.

Para que el formador pueda hacer todo esto de un modo convincente es necesario que tenga una idea muy clara del objeto concreto de la formación sobre este punto y que procure crear un ambiente educativo favorable al crecimiento afectivo de los formandos.

En un ambiente educativo favorable al crecimiento y a la maduración afectiva:

  • La relación interpersonal es afable, delicada, cordial.

  • Hay un clima de paz, de alegría de vivir, de trabajo y de creatividad de vida.

  • Son raros los arrebatos de cólera, de impaciencia, de depresión, de rebeldía...

  • Todos ayudan a los que se equivocan.

  • Nadie habla mal de los demás.

  • Todos están unidos.

  • La vida de oración ocupa un lugar privilegiado.

  • Hay que crear condiciones psicológicas que permitan al formando adquirir un sentimiento más personal y más generoso, un interés y una constancia mayor en el crecimiento común de la personalidad de los que se aman con amor de amistad.

    Este interés individual por el crecimiento de cada uno de los compañeros hace que el motivo principal de la unión no sea solamente el placer de la amistad, sino la unión de los espíritus y de los sentimientos en beneficio de una obra en común: el crecimiento del todo.

    Entonces los placeres de los sentidos se transforman en un profundo gozo del espíritu y del corazón. Es verdad que también en el más puro amor espiritual se refleja siempre de alguna forma la sexualidad. Pero también es verdad que este amor espiritual de alguna manera transfigura, sublima y espiritualiza la sexualidad.

    De esta manera los grandes místicos hablan como si hubieran conseguido la capacidad de cambiar la voluptuosidad de los sentidos en un verdadero placer espiritual. En efecto, en el salmo 36,9 se dice también: "Los abrevas en el torrente de tus delicias (= voluptuosidad)".

    La ayuda especial a los formandos, así como el continuo esfuerzo de autoformación de todos los religiosos, resulta indispensable para la promoción del proceso de maduración de la afectividad.

    Muchos problemas de falta de equilibrio en la conducta y en la relación interpersonal tienen su origen en la inmadurez afectiva. Ejemplos elocuentes de esta tipología de conductas más o menos problemáticas son:

    El enamoramiento humano y las conexiones sexuales, homosexuales y heterosexuales entre religiosos significan siempre una ruptura y un fracaso en el esfuerzo de formación o de autoformación en una afectividad, en un amor verdaderamente constructivo de la realidad espiritual de nuestra consagración.

     

    La "ratio institutionis"

    El lector sabe ya que toda congregación religiosa tiene que tener su propia ratio institutionis, es decir, su plan general de formación. Sus miembros tienen que pasar por las diversas fases previstas en dicho plan para que puedan ser considerados aptos para la plena integración en el instituto. Una buena ratio prevé la ordenación de las fases de formación, de las directivas para los formandos y los formadóres y los programas específicos de formación espiritual, doctrinal, profesional, etc. El ordenamiento general de la ratio institutionis asegura la unidad de la congregación.

    La función máxima de la ratio consiste en asegurar el objetivo de la formación y en garantizar los medios para realizarla. La buena formación de sus miembros es la garantía de vida de una congregación religiosa. Las obras apostólicas no son únicamente una floración necesaria. Si los religiosos no son lo que tienen que ser, incluso las obras apostólicas que realicen serán espiritualmente estériles y, por tanto, inútiles para el Reino.

    No es muy fácil organizar un buen plan de formación debido a la complejidad de la personalidad de los jóvenes de hoy. En cada caso hay que tener presente el objetivo que hay que alcanzar y el procedimiento general que hay que seguir. Pero es preciso evitar la rigidez. Más aún, se requiere mucha flexibilidad en los métodos. Estos tienen que adaptarse tanto a la personalidad del formador como a las condiciones particulares de los formandos. Los objetivos deben estar muy claros para ambos.

    Por lo que se refiere al ambiente en que hay que llevarlo a cabo, la vida comunitaria fraternal parece que es imprescindible. En ella el formando puede descubrir y realizar la experiencia práctica de la necesidad de recogimiento, de la vida litúrgica, del estímulo del ejemplo.

    La formación doctrinal y profesional hecha en la universidad con los laicos no facilita quizá el crecimiento simultáneo espiritual de muchos jóvenes religiosos. Pero parece que nunca será fácil resolver este problema en la práctica sin suscitar otros nuevos. La formación práctica para la actividad apostólica tiene que hacerse, lógicamente, en una comunidad formadora en donde todos los elementos impulsan con su ejemplo hacia el objetivo que hay que alcanzar. El grave problema de esta formación en algunas provincias consiste quizá en encontrar verdaderas comunidades formadoras a las que se pueda encomendar y confiar los jóvenes religiosos para que completen su formación.