3. El formador

Cómo preparar buenos formadores es seguramente el problema más serio de la vida religiosa de nuestros días. Sin formadores no hay formación, y, por tanto, no hay ninguna perspectiva optimista para la recuperación del crecimiento tanto vegetativo como cualitativo de la vida religiosa.

La preocupación mayor de los superiores generales y provinciales debe ser, sin duda alguna, la elección y la preparación constante de formadores. No basta con formarles una vez para siempre. Para permanecer a la altura de sus delicadas tareas, los formadores tienen que vivir en una permanente puesta al día. Todo el resto de los programas de actividad apostólica de una provincia o de una congregación tiene que considerarse de importancia relativa. De hecho, la eficacia apostólica depende al ciento por ciento de la calidad espiritual de los apóstoles. Pero si no hay formadores competentes...

El buen formador se va haciendo tal poco a poco, a medida que va adquiriendo experiencia en el camino del crecimiento humano y espiritual en medio de sus formandos. Pero el resultado de este desarrollo depende también de algunos dones naturales. En la actividad especializada del formador, así como en la del educador, además de los conocimientos científicos y culturales, hay siempre algo de arte. Lo mismo que el artista, también el verdadero educadorformador nace. Hay que hacer una distinción entre profesor y educador o formador. Desgraciadamente, el campo de la educación se ve hoy invadido por una turba inmensa de profesionales asalariados que en su actividad pedagógica, en realidad, no contribuyen prácticamente en nada al crecimiento verdaderamente humano de los alumnos. No pocos se limitan a vomitar su ciencia estéril de vida. No faltan incluso los que con sus discursos y con su vida destruyen en lugar de construir.

La primera condición para ser un buen formador es querer serlo. La segunda es la disponibilidad y el interés por formarse en todos los niveles: humano, científico, espiritual... La tercera condición es la actitud sincera y humilde de no querer ser nada más que un simple instrumento útil en manos del único Maestro, del Espíritu Santo, el verdadero creador y forjador de los consagrados.

Es éste el problema crucial de la crisis religiosa que estamos viviendo. Las congregaciones que sepan afrontarlo con inteligencia, con coraje y con fe superarán con éxito la crisis actual de crecimiento. Las otras, por desgracia... Cuando se despierten de su letargo, ¡quiera Dios que no sea demasiado tarde para reaccionar!


Disposiciones del superior-formador

El formador ha de ser una persona buena y abierta con todos los formandos, pero es de importancia fundamental que no se comprometa con los problemas de los mismos. Su actitud respecto a ellos tiene que ser siempre muy objetiva. No tener familiaridad con ninguno. Por eso cierto estilo de vida un poco aislado es para el superior-formador una exigencia pedagógica de éxito. Semejante actitud favorece la maduración del formando en autonomía, en libertad interior y en espontaneidad de expresión.

Dos personas no pueden entenderse mutuamente si no existe entre ellos un mínimo de buena voluntad. Pero un entendimiento recíproco amplio y profundo depende, además, de otros muchos factores de la personalidad de los interlocutores. Para comprender mejor lo que sucede eri un encuentro personal hay que estudiar antes las disposiciones requeridas tanto en el formador como en el formando para un encuentro personal fecundo. Entretanto, ya que las disposiciones del formando no se consideran aquí en relación con lo que nos interesa, discutiremos solamente las disposiciones que tiene que poseer el superior-formador para tener éxito en su coloquio personal con el formando.

Madurez

El grado de madurez del adulto guarda generalmente relación con su experiencia, la cual supone una cierta edad cronológica. Un religioso demasiado joven no estaría probablemente indicado para ejercer con eficacia las tareas de superior. Aquí las cosas son algo así como en la naturaleza. Un fruto cuya maduración se ha forzado con medios artificiales no tiene el mismo sabor que otro que ha ido madurando según el proceso natural. Un joven puede ser muy inteligente y también muy virtuoso. Pero le falta, ciertamente, la prudencia que solamente da la experiencia de la vida. Incluso no cabe duda de que una cierta edad —pongamos treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta años— no es un argumento suficiente para asegurar el éxito del superior-formador. De todas formas, parece que está fuera de duda que la edad de un candidato a un puesto de responsabilidad en la vida religiosa es uno de los temas importantes que hay que tener en cuenta. Desde el punto de vista psicológico quizá sería una medida de prudencia y de sabiduría no darle a una persona un cargo de gran responsabilidad sobre otras personas antes de cumplir los treinta o los treinta y cinco años. Hay realmente jóvenes de treinta años suficientemente maduros para asumir esa responsabilidad.

El proceso de maduración del religioso se desarrolla generalmente un poco más lentamente que en el laico. Este a los veinticinco años está muchas veces casado y lleva a sus espaldas la responsabilidad de una pequeña familia. El período más largo de formación obliga al religioso a portarse casi como un joven estudiante hasta los veinticinco años o más. En realidad, le falta una experiencia suficiente de la vida. Sería imprudente confiarle un cargo de responsabilidad en la formación de otros religiosos.

En el formador se requiere una cierta madurez sobre todo en tres dimensiones de la personalidad: afectividad, cultura y vida espiritual. Se trata de tres aspectos de la personalidad de particular importancia para el ejercicio de la función de superior-formador. Madurez significa equilibrio de adulto. Esto supone el desarrollo de varias capacidades humanas y su perfecta integración en el conjunto de la personalidad.

Sabemos que el hombre alcanza normalmente su madurez intelectual hacia los quince años. Este máximo de inteligencia se mantiene más o menos constante hasta alrededor de los cincuenta años. Luego empieza lentamente a decaer la perspicacia intelectual. De todas formas hay muchas y brillantes excepciones; todos conocemos ancianos con una maravillosa clarividencia intelectual. Pero no hemos de confundir inteligencia con cultura. La primera es una capacidad de comprensión unida a la capacidad de integrar los elementos descubiertos y adquiridos por la inteligencia a través de la experiencia concreta de la vida.

La cultura crece en la medida en que el sujeto adquiere nuevas informaciones y realiza descubrimientos a través de sus experiencias. La edad límite para hacer crecer la cultura guarda relación directa con la posibilidad de comprensión intelectual. Si hay personas con ochenta o noventa años que siguen culturalmente en plena forma, hay otras que con sesenta y cinco años han agotado ya prácticamente la capacidad de responsabilidad personal. La mayor parte de los religiosos de treinta o treinta y cinco años poseen ya una buena cultura. Algunos de ellos seguramente pueden asumir la responsabilidad de ayudar a otros a través de su cargo de superior-formador, bien en una casa de formación o bien en una comunidad religiosa.

La madurez afectiva supone la capacidad de resolver con cierta facilidad los problemas personales de naturaleza afectiva. El estudio de los votos en el noviciado llega generalmente a hacer vislumbrar teóricamente la manera de resolver la problemática afectiva y social en la vida consagrada. El apostolado social pone al religioso en situaciones concretas que son a menudo bastante distintas de la idea que se hacía de ellas el novicio recogido y protegido en,un ambiente muy diverso. Una inmadurez afectiva demasiado grande de un superior-formador no puede menos de reflejarse negativamente en los formandos. Se da un influjo inconsciente inevitable de la disposición íntima del formador en el formando. Este sufre una presión formativa de aquel aspecto inconsciente de la personalidad del formador, quizá más fuerte y decisiva que los incentivos pedagógicos formales. Los resultados concretos de la formación proceden mucho más de lo que el formador es que de lo que él dice y hace con el objetivo formal de educar. Ser un verdadero formador o superior (modelo) es más eficaz que hacer de superior o de formador. El formador, como el hombre en general, no se manifiesta a los demás sólo con lo que dice. Todo su ser representa la expresión de un estímulo inconsciente, pero muy eficaz para la conducta de los otros.

Pero el aspecto de madurez más importante para un superior-formador es el de su vida espiritual. La madurez espiritual está estrechamente ligada a la madurez afectiva.

El elemento fundamental de la madurez es la fe. La fe sufre muchas veces una evolución paralela al crecimiento cultural y a la evolución de la afectividad. La fe religiosa se purifica de los restos de infantilismo espiritual en la medida en que el sujeto elabora sus conceptos filosóficos de la vida de adulto. Las razones de creer de un hombre de treinta o cuarenta años no son ya las mismas que alimentaron la fe del niño. El niño se somete de buena gana a los argumentos de autoridad. El adulto, por el contrario, manipula toda clase de argumentos científicos. Por eso siente la necesidad de un fundamento apologético de acuerdo con las exigencias de su espíritu de investigador. Por eso precisamente un buen método de formación tiene que incluir también un programa de estudios que sea adecuado a las exigencias intelectuales del hombre de hoy.

Para poder animar eficazmente una comunidad religiosa o de formación, el superior-formador tiene que poseer buenos conocimientos del dogma, de la moral y de la teología de la vida religiosa. La cultura científica sobre todo a nivel de las ciencias humanas no es condición para la santidad de vida, pero en la actualidad es, sin duda, un importante apoyo para la misma. Un religioso, y más todavía un superiorformador, que descuidase el estudio permanente de la Sagrada Escritura correría el riesgo de perder de vista el objetivo principal de su vida. Para ello no existe otra fórmula de llegar a la madurez espiritual.

Pero el grado de madurez espiritual no se manifiesta únicamente a nivel de la fe. También se la puede percibir a través de otras manifestaciones de la vida, como la actitud en la actividad apostólica, el modo de comunicar con los demás, la mentalidad, la espontaneidad con la que el sujeto es capaz de hablar de temas religiosos o espirituales o en la conversación común, la naturalidad con que habla de sus problemas de naturaleza espiritual en el coloquio personal con su director espiritual o con el superior-formador.

Equilibrio de la personalidad

La formación exige del formador también un buen equilibrio de la personalidad. Del mismo modo que un ciego es incapaz de guiar a otro ciego, tampoco una persona inmadura y quizá demasiado desequilibrada en el nivel de la emotividad podrá ser nunca un buen formador. Las consecuencias de la actuación de un superior no equilibrado suficientemente a nivel de su personalidad no se limitan a la ineficacia apostólica. Su contacto, su comunicación, quizá incluso solamente su presencia en medio de los formandos, ejerce siempre cierto influjo negativo sobre ellos. Se trata de un mecanismo inconsciente de proyección: el entusiasmo del maestro contamina a sus alumnos, así como su mal humor se contagia a toda la clase. Las personas proyectan sus problemas personales sobre las personas con que viven. Este fenómeno tiene lugar sin ninguna participación voluntaria o consciente del sujeto.

El superior-formador comulga con el formando, el cual recibe a través del coloquio personal algo de su personalidad. Esta transmisión se lleva a cabo tanto en sentido positivo como en sentido negativo, incluso cuando el formador intenta esconder su propia realidad interna, buena o mala. Puesto que el formador actúa en sentido de la formación mucho más por lo que es que por lo que dice o háce, tiene que esforzarse ante todo en que su realidad interna sea buena. El formando ordinariamente no se da cuenta del influjo negativo o positivo de su formador sobre él. A menudo sólo lo percibe más tarde. Un formador de personalidad relativamente madura en sus dimensiones afectiva, emocional y espiritual comunica siempre mucho de sus valores al formando sin darse cuenta.

Un formador consciente de su propia responsabilidad se preocupa de su crecimiento personal en todos los niveles de su personalidad. Con frecuencia verifica atentamente su situación interna. Esta verificación tiene que hacerse sobre todo en los siguientes aspectos: sentimientos, deseos, temores, angustias, insatisfacciones, desconfianzas... Pero la simple constatación de la existencia de un desorden interno es el primer paso del autocontrol. El segundo paso, también imprescindible, es la autopurificación.

Toda persona normal es capaz de cuidar y de arreglar los pequeños fallos de funcionamiento de la persona. Pero la vida espiritual y de oración ofrece remedios poderosos para muchas curaciones espirituales que restituyen la paz del alma. El formador puede, además, buscar una preciosa ayuda personal en algún prudente y santo director espiritual. Tener encuentros personales periódicos con una persona humana y espiritualmente competente puede resultar una necesidad profesional indispensable para un superior-formador. Conocerá así mejor los delicados fenómenos que intervienen en el proceso yo-tú del encuentro personal, ya que habrá hecho personalmente la experiencia de los mismos. La dificultad práctica de esta relación puede resolverse acudiendo a la correspondencia epistolar.

Confianza en sí mismo

La inseguridad es quizá uno de los defectos más graves de un jefe. Las dudas v las vacilaciones de un superiorformador desorientan a los subalternos y a los formandos hasta el punto de hacerse ellos mismos inseguros.

¿Qué es la inseguridad?

Este sentimiento puede manifestarse de varias maneras. Consiste en un sentimiento confuso de miedo a fracasar respecto a alguna cosa que hay que hacer o respecto a algo que puede ocurrir.

La inseguridad nace de una debilidad o de una limitación real, o bien de una necesidad exagerada de aparentar. Una enfermedad puede causar inseguridad de varias formas. A un enfermo le falta la fuerza física que le permitiría defenderse en un peligro eventual o bien realizar determinadas tareas. Una limitación real aumenta su situación de bloqueo cuando el sujeto siente la duda del éxito de sus empresas. Del mismo modo, la conciencia de la propia incapacidad inhibe la voluntad.

De todas formas, cuando la inseguridad nace de la necesidad demasiado grande de aparentar, el modo de manifestarse es distinto. En efecto, el individuo demasiado ambicioso intenta esconder su verdadera identidad. Pone una careta por encima de su personalidad real. Recurre a una especie de mimetismo psicológico para defenderse mejor de las amenazas externas.

La necesidad demasiado grande de aparentar es un defecto moral.

La inseguridad motivada por el miedo al fracaso revela una debilidad de la personalidad. Esta debilidad consiste en la incapacidad de soportar el ridículo o la falta de estima y de consideración. Es un defecto que puede hacer sufrir mucho a la persona. Constituye, además, una dificultad profesional para un superior-formador. El que no tiene confianza en sí mismo tampoco logra inspirarla a los demás.

La persona tiene confianza en sí misma cuando es plenamente consciente de sus capacidades, cuando sabe comprometerse hasta el fondo en una tarea a realizar sin experimentar ningún sentimiento de ansiedad respecto a un fracaso eventual. Solamente entonces el formador será capaz de acercarse en un encuentro personal al formando en un auténtico diálogo constructivo. Semejante actitud le permitirá actuar con calma y seguridad. Estas son las condiciones necesarias para que un encuentro se transforme en un interesante y fecundo coloquio personal para el formando. Unicamente el encuentro constructivo v verdaderamente sincero y cordial puede ayudar al formando. El tono seguro y tranquilo del formador cuando habla, la firmeza de su voz v de su actitud actúan sobre su interlocutor como un sedante que tranquiliza y transmite paz y confianza.

Prestigio

El formador que goza de prestigio entre los formandos tiene un mayor ascendiente sobre ellos. El prestigio es el resultado de todo un conjunto de cualidades reales o supuestas que la gente atribuye a una persona. Los que están al corriente de estas apreciaciones más o menos unánimes y creen en ellas comienzan a admirar a esa persona. Para gozar de prestigio no es necesario que la persona posea realmente las cualidades más o menos extraordinarias que se le atribuyen. Pero un prestigio basado en dotes falsas puede ser muy peligroso para el sujeto. Cuando se descubra su verdad no podrá resistir demasiado y se hundirá emotivamente. Si el superior busca, aunque sea inconscientemente, servirse de cualidades supuestas, pero no verdaderas, ya no sería del todo auténtico. Su relación con los demás disminuiría, ciertamente, en eficacia. La desilusión de los formandos podría incluso significar un verdadero fracaso en su confianza. Un prestigio basado en cualidades reales es algo muy útil, realmente precioso, para un formador que sepa utilizar con humildad y prudencia este maravilloso instrumento de trabajo. Para convencerse de la verdad dé esta afirmación baste recordar a los personajes famosos de la historia: Moisés, Napoleón, Mahatma Gandhi, Don Bosco, el padre Alberione, Champagnat... Mucho de lo que realizaron lo pudieron hacer precisamente por el prestigio de que gozaban ante los demás. En sentido sobrenatural pienso que el verdadero prestigio tiene como objeto la misma función que el carisma: producir la eficacia de la obra apostólica. Por eso, todo superior-formador debería aspirar a gozar de cierto prestigio entre sus formandos.

El prestigio tiene muchas veces una recompensa ligada al esfuerzo del sujeto por cumplir alegre y fielmente su deber de buscar y de realizar la voluntad de Dios sobre él. Jamás habrá nadie tan famoso como Cristo. De él decían que "todo lo hacía bien". Breves y sencillas palabras que explican en cierto sentido toda la obra de salvación que él realizó.

Por consiguiente, el método para alcanzar prestigio es muy fácil. Podría decirse que ese método se reduce a la imitación de Jesucristo: hacerlo todo bien. Lo mismo que Cristo en medio de sus discípulos, el superior-formador se encuentra en medio de sus jóvenes hermanos como el que sirve, como el que hace bien todo lo que tocan sus manos.

El superior-formador debe ser para el formando un verdadero modelo para muchos de los aspectos de la vida religiosa a la que aspiran los candidatos. Tiene que ser el más caritativo, el más respetuoso, el más generoso, el más conciliador, el más manso... En una palabra, tiene que dar el tono por la relación interpersonal que hace la unión, la fraternidad, la solidaridad, la paz y la alegría.

La primera consecuencia del prestigio del formador es la confianza que en él tienen los formandos. Por eso vale la pena que el formador se esfuerce en ser para sus formandos una persona de confianza. ¿Qué podría hacer de útil y de bueno si los formandos no confiasen en él? Los encuentros se limitarían a una vulgar formalidad social sin resultados prácticos. En cierto modo se podría afirmar que el buen prestigio del formador es para él un precioso instrumento de trabajo, destinado a asegurar la eficacia de su acción apostólica entre los jóvenes formandos.

 

Actitud pedagógica del formador

El formador tiene una imagen personal que preservar y que presentar frente al formando. Esta imagen queda tanto más claramente grabada para los demás cuanto más se identifica el formador con su misión particular. El formando tiene que poder reconocerlo entre las demás personas que no tienen esa misma tarea. La confianza del formando en su formador depende un poco de la imagen que éste presenta. Para el formando la imagen del formador está hecha de lo que él puede ver, de lo que puede escuchar y observar en él. La imagen del formador que percibe el formando generalmente se acerca mucho a la realidad personal objetiva del formador. Una vez más hay que subrayar la importancia para todo formador de trabajar constantemente en su perfeccionamiento. También en este caso lo falso se pone muy pronto de relieve. Los formandos a menudo saben muy bien hasta dónde llega la sinceridad y la autenticidad de su formador. Resulta más o menos inútil querer esconder la propia realidad. Es mejor darse a conocer como un hombre normal, con tendencias y debilidades parecidas a las de los demás, pero que a pesar de todo está profundamente empeñado en convertirse constantemente. La humildad y la sencillez son siempre signos de autenticidad. Se trata de actitudes más importantes para el formador que una especie de incolumidad, que una supuesta impecabilidad.

Del formador no se exige que sea un gran santo. Se le pide simplemente una generosa buena voluntad de crecer en coherencia: amar cada vez más a Dios, imitar a Jesucristo con una generosidad cada vez mayor, ser continuamente más fiel en la práctica de los consejos evangélicos.

La preocupación tranquila por su constante crecimiento personal en el sentido del ideal de la vida religiosa es la actitud pedagógica de fondo del formador. El está en medio de los formandos como el que tiene que dar ejemplo de cómo vive el religioso consagrado. Con los ojos fijos en él, los jóvenes formandos intentan espontánea y más o menos subconscientemente modelar su actitud interior y su conducta.

Lo primero que se ha de hacer con el candidato que ingresa en la casa de formación es ayudarle a aclarar y a purificar los motivos que están en la base de su decisión vocacional. Para la mayor parte de Ios candidatos estos motivos no están totalmente claros. Con frecuencia resultan insuficientes para fundamentar sólidamente una vocación.

Aunque el primer impulso interior es una auténtica obra de la gracia, en general esta luz original se ve ofuscada por la interferencia de otros motivos puramente humanos. No raras veces sucede que un candidato llega a la casa de formación diciendo que quiere ser religioso. Si el formador le plantea la pregunta: "¿Por qué?", la respuesta del joven es dudosa. No es clara. Quizá no sepa formularla. De todas formas, la mezcla prácticamente inevitable de otros intereses secundarios con su intención original pura hace que su visión del objetivo vocacional resulte un tanto confusa. Por sí solo le será bastante difícil llegar a una visión más clara de las cosas. No dispone de informaciones iniciales suficientes.

Para un trabajo tranquilo de elaboración de su proyecto personal es importante que el formando vea claro en su situación. La mptivación de fondo de sus impulsos, de cada uno de los pasos que da, tiene que ser clara y decidida. Tiene que aprender a orientarse en todo a través de las respuestas obtenidas por su brújula de bolsillo: ¿Por qué hago esto? ¿Por qué quiero aquello? ¿Por qué voy allá? ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estudio esto o aquello? Esta brújula del por qué es su instrumento de trabajo más precioso: estudio, oración, trabajo manual, recreo, descanso, encuentros, amistades... Las respuestas al por qué le dirán en cada momento en qué dirección camina.

El formando, lo mismo que todo religioso serio, tiene que preocuparse de las cuestiones de fondo de su propia vida, como, por ejemplo: ¿Por qué, si sé muy bien lo que he de hacer, no lo hago en la práctica?... ¿Por qué a veces siento la tentación de retorcer el mensaje evangélico para justificar lo que en realidad no puede justificarse?... ¿Qué hay en mí que bloquea una verdadera conversión?...

Un verdadero motivo vocacional es siempre realista y no defensivo ni tampoco utilitarista. En último análisis se reduce siempre a la generosidad de abandonarlo todo para seguir a Cristo. Cualquier otro motivo es válido sólo en la medida en que refuerza o purifica el motivo central.

La actitud pedagógica del formador se distingue también de otras actitudes pedagógicas por su apertura a la trascendencia. Estar abierto a la trascendencia es creer de verdad que la vida del hombre en la tierra es una etapa provisional a la que sigue una existencia eterna más allá del mundo material y visible. Pero no basta con creerlo. Esta verdad tiene que encarnarla el formador de tal manera que sus actitudes y su comportamiento sean un claro testimonio de ello. Si el formador vive como una persona natural, materialista, el formando tendrá dificultades para abrirse a la trascendencia. La vida consagrada se vive en el tiempo presente en función de la verdad sobrenatural para una ayuda apostólica que se presta a los hermanos.

La actitud de apertura a la trascendencia del formador es necesaria, por consiguiente, para que el formando pueda también descubrir esta actitud. La cerrazón a la trascendencia significa igualmente insensibilidad a la gracia. La fidelidad a los impulsos del Espíritu corresponde también a un descubrimiento que todo religioso debe hacer si quiere seguir un buen camino en la vida espiritual. Si el formador no fuera un hombre abierto a la trascendencia, sensible y fiel a las mociones de la gracia, también el formando caminaría a oscuras en este sentido. La apertura a la trascendencia ilumina sobre el conjunto del proceso de formación y asegura su eficacia y la orientación justa.

Otra actitud pedagógica que se requiere en el formador es la de un espíritu permanente de discernimiento. El formando tiene una necesidad urgente de verse ayudado a discernir constantemente su vocación. Discernir la vocación significa ver con la mayor claridad posible entre las cosas que no están claras qué es lo que está de acuerdo con la voluntad de Dios y qué es lo que no lo está. Todo lo que ayude a interiorizar los valores terminales del amor de Dios y de la imitación de Jesucristo y los valores instrumentales de los consejos evangélicos es algo querido ciertamente por el Señor. Pero el formando no siempre sabe si lo que hace le ayuda o le frena en el proceso de interiorización de esos valores. Puede sucederle, además, que caiga en debilidades humanas que constituyen ciertamente un obstáculo más o menos grave para su crecimiento.

El discernimiento vocacional no solamente es necesario para aclarar lo que el formando tiene que hacer y lo que tiene que evitar. Debe, además, ayudarle a crecer en entusiasmo, en esperanza, en amor a su vocación. Un buen discernimiento puede revelar al formando algunos descubrimientos importantes: que su vocación es auténtica o bien que no lo es, que su respuesta es prematura o que no ha sido realmente llamado. Estas son algunas cosas cuyo pronto conocimiento es muy importante para el formando. Cuanto más tarde en saberlas con claridad, tanto menos eficaz será su esfuerzo en el crecimiento. La duda podría llegar incluso a bloquear por completo el proceso de su búsqueda.

El discernimiento vocacional hecho por el formador sobre el formando y juntamente con él tiene que verificar la presencia y el grado de eficacia de los valores. Esos valores son eficaces si paulatinamente se van convirtiendo en actitudes prácticas de la vida concreta del formando. En este punto se pone de relieve una vez más la importancia pedagógica de reforzar la motivación de aquella pequeña palabra del por qué. Esa pregunta debe estar siempre en la cabeza del formando para su control personal de los motivos y del objetivo de sus actitudes y comportamientos. El formando podrá crecer en su vocación en la medida en que tenga conciencia clara de lo que hace. El religioso que ha conseguido interiorizar los valores de la vida consagrada será psicológicamente consistente. En su obrar actuará normalmente por motivos más o menos parecidos a los que movieron a Jesucristo en su vida terrena: la unión amorosa con el Padre.

El valor evangélico de una vida consagrada no depende de lo que uno hace, sino de los motivos que lo llevan a obrar. En el caso del religioso, únicamente los motivos profundos, es decir, los que habitan en lo íntimo del corazón, determinan el valor de crecimiento humano y espiritual de lo que hacemos.

La formación para la vida religiosa no busca la adaptación de los formandos a una estructura. Consiste más bien en la ayuda a convertir el corazón al evangelio. Unicamente la conversión del corazón natural a un corazón deseoso de amor de Dios es sensible a los valores evangélicos. Una vez que el corazón ha sido tocado por el amor de Dios, el sujeto procura insertarse en una estructura que le permita vivir plenamente esta nueva realidad. Por consiguiente, las estructuras vienen después de la conversión. Así pues, el esfuerzo inicial del formador consiste en sensibilizar el corazón del formando para la voz de Dios. Después ayudará al formando a crear en él una estructura personal de pensamiento, de intenciones, de sentimientos, de deseos insertos en el tiempo, en el lugar, en el horario y en los ejercicios que están previstos en la casa de formación. La estructura externa tiene la función de estar al servicio de las necesidades de la persona para favorecer su vida espiritual.

Formar en la vida consagrada es ayudar al formando a cambiar de vida para hacerse capaz de realizar el seguimiento de Cristo. Se trata tan sólo de una ayuda. Para que sea eficaz y para que el formando pueda alcanzar su objetivo es necesario tomar en consideración no sólo sus motivos positivos conscientes, sino también sus motivos subconscientes negativos.

Así pues, para ofrecer alguna ayuda al formando es muy importante que el formador no se preocupe básicamente de preservar una estructura. Su esfuerzo de ayuda tiene que atender sobre todo a la persona del formando que quiere crecer. Para el consagrado, el crecimiento de su persona según los valores terminales escogidos es mucho más importante que las estructuras en las que tiene que vivir.

 

Tareas del formador

Un formador bueno y eficiente se ocupa más o menos de todos los aspectos del desarrollo del formando. Se interesa por el hombre en la amplitud de su totalidad. Cualquier cosa que haga el formador tiene que ser vista por él como una ayuda directa o indirecta para el crecimiento de los formandos. Incluso prácticamente todo lo que hace o emprende aparentemente para su provecho personal tiene que ser concebido por él como algo que puede mejorar sus condiciones personales de formador comprometido por entero en su misión.

Podemos pensar, además, en algunas tareas específicas del formador para ayudar a los formandos a crecer. Entre ellas destacan amar, motivar, estimular, coordinar, instruir, controlar...

Amar

Para explicar en qué consiste el amor fraterno, en los cursos de formación permanente suelo entregar a los participantes una hoja que llamo "los seis mandamientos del amor fraterno". En ese resumen he sintetizado las virtudes que considero como lo mínimo que hay que practicar para que pueda crecer y mantenerse en una comunidad de vida la verdadera fraternidad. Reproduzco aquí el contenido de esta hoja. Creo que la primera tarea del superior-formador consiste en asegurar el clima de hermandad comunitaria en la casa de formación. He aquí entonces un medio para crear este clima tan importante para la formación en la vida religiosa.

Los seis mandamientos del amor fraterno

El primer campo de apostolado del religioso es la comunidad en que vive. Vivir en una situación de conflicto con los hermanos de la propia familia religiosa es la causa de la poca eficiencia en la actividad apostólica fuera del ámbito comunitario.

El religioso crece, se forma y se alimenta espiritualmente dentro de su comunidad. De allí sale al mundo para comunicar su riqueza o bien su miseria. Cada uno sólo puede dar lo que posee; el que no está en comunión con los hermanos de comunidad no puede llevar ningún mensaje de amor y de paz a sus hermanos laicos.

Una vida comunitaria auténtica se caracteriza siempre por los sentimientos de fraternidad y de solidaridad que están en la base del espíritu de familia.

El estilo peculiar de vida en grupo nace del tipo de relaciones interpersonales positivas que cultivan los miembros de la comunidad. Todo se resume en una sola palabra: amor. Amor a Dios y amor a los hermanos.

¿Qué es amar al hermano? Es estar en relación con él de una cierta manera que puede describirse de este modo:

1. Aceptar a la persona del otro tal como se presenta, con su originalidad, con sus comportamientos equivocados y con sus limitaciones, sin tomar en consideración las molestias y sufrimientos que me puede causar.

Aceptarlo a pesar de mis sentimientos personales de antipatía, a pesar de la hostilidad o de la actitud injusta que pueda tener conmigo mi hermano, a pesar de mi repugnancia personal o cualquier otro motivo.

2. Hacer sentir a mi hermano que lo acepto; hacérselo sentir por medio de palabras y de actitudes:

  1. Por medio de palabras: en un momento difícil para él, saber acercarme y decirle secretamente: "¡Estoy contigo...!", "Puedes contar conmigo", "Te comprendo...", etc.

  2. Por medio de actitudes: las actitudes convencen más que las palabras. Se puede manifestar discretamente nuestra simpatía o bien iniciar una conversación, pedir un favor, acompañarle a pasear, saludarle cordialmente, etc.

3. Perdonar siempre. En sentido estricto, perdonar es no vengarse. Nada más. Esto es relativamente fácil; basta con una decisión personal tomada con buena voluntad.

Perdonar no quiere decir "olvidar" la ofensa o dejar de sentir el dolor sufrido. El sentir y el olvidar no dependen de la voluntad.

Perdonar de corazón significa asumir internamente la ofensa sufrida de tal manera que no sea ya un sufrimiento. Esto no es fácil. Por eso, para cumplir con el mandamiento del perdón basta con renunciar a la venganza. A menudo el que ha sufrido la ofensa tiene que seguir sufriendo internamente por la humillación sufrida. Es ésta una cruz que hay que llevar con paciencia, siguiendo el ejemplo del Señor.

Un buen método para olvidar una ofensa consiste en permanecer algún tiempo (media hora o más) frente al crucifijo. No pensar en nada ni decir nada. Sólo mirar al Señor crucificado y dejar que surjan los sentimientos. Es éste un método de oración que puede ayudar a perdonar de corazón hasta el punto de llegar a olvidar la ofensa recibida.

4. Respetar. Respetar al hermano es considerarlo y tratarlo como un valor, como una persona importante de tu comunidad, un hijo de Dios como tú, tu hermano en Jesucristo, quizá un pobre pecador como tú, redimido lo mismo que tú por la sangre de Cristo, quizá un pobre hombre limitado y con deficiencias de las que has de tener comprensión y compasión... Decir que es malo, que tiene mala voluntad..., es hablar de las consecuencias sin tener en cuenta las causas.

5. Confiar. Confiar es creer que, en el fondo, el otro es bueno a pesar de las apariencias contrarias. Confiar en él es creer en su capacidad de cambiar de actitud y de comportamiento si las condiciones le son favorables. Confiar es también hacer algo para que él descubra y acepte estas nuevas condiciones. Confiar que, aunque el otro se encuentre en la peor de las situaciones, con la gracia de Dios y con la ayuda de sus hermanos puede cambiar de conducta y renovarse personalmente.

6. Ayudar. Puedes ayudar al hermano que se encuentra en dificultades de tres maneras diversas:

a) Poner a su disposición parte de tu tiempo: mostrarte disponible ante todo para escucharle. El que ama a sus hermanos dispone siempre de tiempo para ellos. Cuando es necesario, inventa tiempo. Si no es posible satisfacer de momento una petición, lo hará más tarde, mañana, cuanto antes... El que no ama a sus hermanos nunca dispone de tiempo para ellos; siempre contestará que no tiene tiempo: "Me gustaría mucho ayudarte, pero, por desgracia, no tengo tiempo... ¡Perdóname!"

b) Poner los propios talentos a disposición de los demás. Los talentos son como los carismas: se dan para el servicio a los demás. No utilizarlos para el servicio es enterrarlos. Servirse de ellos para satisfacción personal es traicionar al Señor que los ha dado.

c) Ayudar es también practicar la corrección fraterna cuando es necesario. Este es un punto muy delicado del servicio que debemos a nuestros hermanos. Muchos de los fracasos en esta materia se deben a la falta de tacto o bien a que no se sabe cómo hacerla. "Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que el que convierte a un pecador de su extraviado camino libra su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados" (Sant 5,19-20).

"Decir la verdad en la cara" no es corrección fraterna, sino más bien agresión, injuria, una ofensa grave; es condenar. Aunque sea verdad lo que se dice y el interesado reconozca su culpa y la justicia de la reprensión, siempre sentirá una grave dificultad en aceptarla debido al tono agresivo y de condenación con que se ha hecho.

La corrección fraterna tiene posibilidades de éxito cuando se hace con delicadeza, con sentimientos de respeto y de amor para con el hermano. Antes de hablar con tu hermano cuya conducta te preocupa, examina tu corazón y "mira tu ojo". No quieras extraer una paja del ojo de tu hermano si llevas en el tuyo una viga.

Después de que te hayas purificado de todo sentimiento de odio, de hostilidad, de deseo de venganza o de dominio, de cualquier impulso agresivo, intenta ver lo que te preocupa en el comportamiento de tu queridísimo hermano.

Háblale al corazón discretamente y con gran humildad. No lo reprendas. Dile con sencillez lo que te preocupa y pregúntale con respeto y humildad: "¿Qué piensas de esto?" Acepta en principio la explicación que te dé, aunque te parezca poco sincera y verdadera. La pregunta "¿qué piensas de esto?" seguirá trabajando el corazón de ese hermano. Existen grandes probabilidades de que le ayudes a descubrir su propia verdad. Este es el primer paso para que, con el tiempo, consiga cambiar algo en su conducta.

No exijas de los demás que te acepten, que te perdonen, que te respeten, que confíen en ti y que te ayuden. Los comportamientos sociales están siempre recíprocamente condicionados. Los demás te tratarán como tú les trates: "Lo que no quieras para ti, no lo hagas a nadie" (Tob 4,15). "Lo que queráis que hagan con vosotros los hombres, hacedlo también vosotros con ellos, porque en eso está la Ley y los Profetas" (Mt 7,12).

No tienes derecho a crucificar a nadie; pero si amas realmente a tus hermanos, siempre estarás dispuesto a dejarte crucificar por ellos..., por cualquiera de ellos... ¡Imita al Maestro!...

Motivar

El tema de esta tarea tan importante del formador se desarrolla en otras páginas de este libro (cf pág. 119). No cabe duda de que una buena motivación es el motor pedagógico más importante para impulsar al formando al esfuerzo de búsqueda, de aprendizaje, de descubrimiento, de creación y de ejecución de su proyecto de consagración al Señor.

Estimular

El estímulo general de la motivación se pone a funcionar por obra del formador como la fuente de donde procede la energía que mueve constantemente al sujeto para el crecimiento ininterrumpido. Pero el formador no puede limitar su acción formativa a esta motivación. Hay formandos que, además de esta presión más o menos constante, tienen necesidad de vez en cuando de estímulos más personales y específicos. Este hecho obliga al formador a tener los ojos bien abiertos para intervenir inmediatamente con el formando que parece cansarse o desanimarse. Abandonarlo a sus propias fuerzas en una situación crítica de dudas o de pereza podría resultar peligroso para la prosecución de la realización de su proyecto de vida. En esos momentos difíciles el formando todavía débil e inseguro en el camino de la perfección tiene necesidad de una ayuda particular para mantener vivo el fuego de su entusiasmo.

Coordinar

En una comunidad de vida, lo mismo que en una familia, hay bienes y valores comunes. Provienen del esfuerzo de colaboración de cada uno de los miembros a través de las iniciativas particulares de todos ellos. Para que las iniciativas personales no sean instrumentalizadas para la satisfacción del egoísmo individual, el formador tiene que ayudar al formando a mirar también el bien común en todas sus actividades. Bienes comunes que el que se forma para la vida consagrada no debe perder nunca de vista son, entre otros: la santificación de toda la comunidad, la ayuda caritativa a cada uno de sus miembros, el crecimiento de santidad de toda la Iglesia.

Para realizar de forma satisfactoria su misión, el formador tiene que discernir constantemente las actitudes y los comportamientos colectivos de la comunidad. En cada momento puede ser llamado a intervenir para salvar algún aspecto importante del bien común. Pero el buen formador procura actuar no sólo en esas circunstancias. Procura comprometer a toda la comunidad en la búsqueda de una solución justa de cualquier problema comunitario. La actividad comunitaria tiene que nacer del interés de todos por la realización del bien común: crecer juntos como hermanos de la misma familia religiosa.

Instruir

Cuando un candidato ingresa en una casa de formación generalmente no sabe casi nada de nada. No sabe cómo comportarse en las diversas situaciones que se van presentando. No lo puede adivinar. Hay que instruirlo respecto al modo como se desarrolla la dinámica interna de la comunidad.

Pero el formador es también fundamentalmente un instructor, un catequista. Tiene que ser para los formandos algo así como fue Jesucristo para sus paisanos: uno que explica de manera sencilla pero muy elocuente las cosas del Reino a nivel de vida consagrada. No se requiere para el formador ningún diploma o doctorado en teología ni en ciencias sociales, pedagógicas o psicológicas. Cuanto mejor conozca y viva una teología verdaderamente encarnada en la realidad humana, cuanta mayor información posea a nivel de las ciencias humanísticas, tanto mejor. Pero ésta no es una condición para ser un buen formador. Hay formadores que obtienen resultados excelentes trabajando más bien con lo que les sugiere su buen sentido. Hay grandes educadores y formadores históricos que no tuvieron ninguna preparación especial o académica. Hay cosas importantes que no enseñan los bancos de la universidad, pero que pueden descubrirse en contacto con las realidades de la vida.

Controlar

La pedagogía moderna prevé que a lo largo de su educación y de su formación los alumnos y los formandos han de ir constantemente acompañados de una valoración permanente en el ritmo de su crecimiento. Este conocimiento pedagógico permite al formador saber en cada momento si debe o no debe intervenir con el formando para una ayuda oportuna. Le permite, además, saber qué tipo de intervención será necesaria para ser verdaderamente útil.

La observación del comportamiento del individuo debe hacerse discretamente para no bloquear su espontaneidad. Si su conducta fuese el resultado de sus cálculos para una adaptación más o menos defensiva, esa conducta no ofrecería ya datos útiles para una valoración válida del proceso de crecimiento.

Aunque discreta, la observación del comportamiento del formando tiene que ser sistemática. Un buen medio para profundizar en el conocimiento del formando consiste en controlar sus sentimientos. Los sentimientos son la energía emocional que nos impulsa a la acción. Nacen como una reacción interna a los estímulos internos y externos: necesidades, deseos, objetivos, acontecimientos amenazadores o estimulantes... La cualidad del sentimiento indica el sentido o la dirección de la acción.

Los sentimientos se esconden en lo íntimo del corazón. Es también en el corazón donde nacen los deseos. Ellos impulsan al hombre a organizar una actitud interior cuya fenomenología puede observarse fuera del sujeto. Por consiguiente, la actitud es una posición íntima que adopta el individuo frente a una situación problemática.

El comportamiento es la ejecución de este impulso interior o bien de la acción proyectada por esa toma de posición. Así pues, a través de la observación atenta y mediante el análisis del comportamiento observable del individuo se llega a comprender su actitud interna. Esta comprensión nos permite concluir algo respecto a los sentimientos que anidan en la intimidad del sujeto: su cualidad, su intensidad, su significado...

Para cambiar el comportamiento hay que realizar al revés el proceso interior que desemboca en el comportamiento y en la conducta. La conducta es la manera habitual de portarse frente a situaciones semejantes. Para un cambio verdadero y radical de una conducta hay que dar marcha atrás a través de las etapas psicológicas de las que se deriva. Por consiguiente, para cambiar de conducta hay que cambiar de comportamiento; para cambiar de comportamiento hay que cambiar la actitud externa de la que es la expresión; para cambiar de actitud externa hay que cambiar la actitud interna, y esa actitud cambia si cambian los sentimientos de donde nace; los sentimientos, a su vez, nacen de los deseos, o bien de la comprensión positiva o negativa de los acontecimientos, o bien de las necesidades... Para cambiar de deseos hay que analizar y comprender en profundidad los motivos de donde nacen. Los motivos guardan siempre una relación directa con los valores. Los diversos valores interiorizados acaban dando origen a diversas conductas. He aquí por qué, si queremos que el religioso presente una conducta concreta, es lógico y urgente ayudarle a interiorizar los respectivos valores.

Puede decirse que el éxito o el fracaso de la formación en la vida religiosa dependen fundamentalmente del éxito o del fracaso del formador en su ayuda al formando para que interiorice los valores evangélicos terminales e instrumentales de la vida consagrada.

Otros instrumentos indispensables, además de la observación discreta y sistemática, para un control eficaz son:

— La orientación general y particular.

— La purificación.

— El encuentro personal periódico.

La orientación general se refiere a todos los formandos en su situación común en la casa de formación: objetivos, reglamento, espíritu, vida comunitaria...

La orientación particular es más bien ocasional y se dirige a un sujeto que se encuentra en una situación especial: dificultad personal, falta de adaptación, marginación, desaliento, dudas...

La purificación se refiere al aspecto fundamental de la ascesis en la que deben ser iniciados los formandos desde el comienzo de su formación: vida de penitencia, aceptación de los sufrimientos inevitables, no buscar la vida fácil, sacrificios y mortificaciones voluntarias por amor a Jesucristo que sufre... Esta iniciativa tiene que obedecer a ciertas reglas de progresividad y de prudencia.

El encuentro personal sigue siendo el instrumento de control y de acompañamiento formativo privilegiado. En otra parte de este libro trataremos del mismo con cierta profundidad.