2. La vocación religiosa

La vocación cristiana puede considerarse como una tensión hacia la trascendencia de sí mismo, es decir, como una orientación existencial hacia algo que está por encima y más allá de lo que somos. Es un ideal. El ideal es un deseo v un impulso interior a vivir los valores libremente escogidos como un fin en sí mismo.

La vocación cristiana como un ideal tiende a vivir concretamente los valores evangélicos. La vida religiosa o vida consagrada es un estilo particular de vida cristiana que se caracteriza por un compromiso especial de vivir de la manera más radical posible los máximos valores evangélicos de la unión con Dios y de la imitación de Jesucristo. Como uno de los medios para alcanzar este objetivo con mayor facilidad, los religiosos se agrupan ordinariamente en familias, congregaciones, sociedades o institutos. Vivir juntos en torno al mismo ideal evangélico es un valor cristiano en sí. Los religiosos, en general, aprecian mucho la vida en común. La Iglesia fundada por Jesucristo es fundamentalmente comunitaria. La primera comunidad religiosa fue la agrupación de los Doce en torno a Jesucristo: Después de aquello la vida comunitaria siguió siendo un signo importante del reino de Dios en la tierra.

Los medios o bien los valores instrumentales empleados por las personas consagradas para realizar el ideal de la vida religiosa consisten en vivir de una forma más radical que los demás cristianos la pobreza evangélica, la castidad evangélica y la obediencia evangélica. Pero es importante reconocer que estas tres virtudes y todos los demás consejos evangélicos fueron dirigidos por el Señor a todos los hombres, cristianos y no cristianos, cristianos consagrados y cristianos no consagrados. La diferencia entre los religiosos consagrados y los cristianos laicos consiste en que los primeros se comprometen más a practicar los consejos evangélicos y a vivirlos de forma más radical. Por eso los religiosos consagrados, con su estilo de vida vivido de forma auténtica, anuncian elocuentemente la venida del Reino. Con su ejemplo de radicalidad quieren estimular a sus hermanos laicos a que se comprometan también ellos a vivir el evangelio con verdadero amor al Señor.

La opción vocacional de consagrarse al Señor en la vida religiosa es siempre una auténtica decisión personal de convertirse al Señor. La conversión que hay que hacer no es la del principio, como si aquélla hubiera sido mala. Sino que se trata de comenzar un estilo de vida que por su naturaleza lleva al consagrado a hacer de su vida de unión con Dios el objetivo principal de todos sus pensamientos, preocupaciones, deseos y actividades. Para ello se libera de otras muchas preocupaciones comprometedoras, como son: la vida en una familia natural, la educación de los hijos, los negocios para poder atender al sustento de las personas que dependen de él, etc. Al quedarse más libre de los compromisos temporales, el consagrado está más disponible para los compromisos de la Casa del Señor y para las obras de misericordia. Pero todo esto exige, en el fondo, una conversión de cada día.

Por eso precisamente el hacerse religioso o sacerdote significa adoptar una actitud de conversión. Efectivamente, el religioso abandona la búsqueda del bienestar según el mundo. Lo más importante para él habrá de ser siempre conocer en cada momento la voluntad de Dios sobre él y seguirla.

Hay tres elementos cuya convergencia caracteriza a la auténtica vocación religiosa o sacerdotal:

  1. La llamada de Dios.

  2. La decisión personal de un sí a esa llamada para ser algo distinto de lo que uno es.

  3. La aceptación del postulante por parte del superior responsable de la institución.

No siempre resulta fácil distinguir la verdadera llamada de Dios de otros motivos que pueden impulsar a una persona a sentirse llamada. Parece ser que entre las señales más seguras de una verdadera llamada de Dios a la vida consagrada están:

Sentirse interiormente atraído por una vida de amor más íntimo al Señor. Esta condición supone, lógicamente, una buena información catequística.

Una educación familiar sin graves problemas de perturbación en la evolución normal de la afectividad. Una perturbación afectiva debida a la no aceptación de los padres, especialmente de la madre..., quedar huérfano antes de la adolescencia..., podría significar un sentimiento importante de abandono. Se trata en estos casos de acontecimientos traumáticos que, en general, no favorecen la actitud auténtica de apertura espiritual y de verdadera entrega. En ese caso, la atracción que experimenta el sujeto puede ser que no sea más que la búsqueda inconsciente de una compensación neurótica. En efecto, se puede ver entonces a una verdadera comunidad religiosa como un lugar de acogida con una carga muy fuerte de calor humano. Pero la comunidad religiosa no es un orfanato en donde un niño o un joven afectivamente sin evolucionar pueda encontrar una buena madre sustitutiva. No se entra en una comunidad para sentirse mimado, sino para darse, para amar a los otros. El que busca mimos se sentiría muy pronto desilusionado; de hecho, nadie se ha hecho religioso para hacer de padre o de madre con los compañeros. Los miembros de una comunidad religiosa se consideran hermanos o hermanas que se aceptan entre sí, que se perdonan, que se confían mutuamente sus preocupaciones, que se respetan y se ayudan mutuamente. Fundamentalmente, cada uno vive intensamente su unión personal con el Señor y se entrega a los demás en una obra apostólica realizada por amor al Reino.

Hay disposiciones naturales de carácter favorables a este género de vida. Según la clasificación tipológica de Heymans-Le Senne, quizá los tipos pasional, flemático, sanguíneo y colérico son los más adaptados. De acuerdo con una observación estadística, la mayor parte de los religiosos y de los sacerdotes pertenecen a estos tres tipos de carácter. Aunque haya también algunos del tipo inestable o nervioso, por el contrario, el amorfo, el apático y el melancólico o sentimental están prácticamente ausentes entre los religiosos.

El segundo elemento constitutivo de la vocación religiosa es la decisión personal de convertirse en otro. Esta decisión será válida solamente si se basa en argumentos que la justifiquen. No basta con decir "yo quiero". Hay que saber, además, por qué lo quiero. Si la respuesta a ese por qué es algo así como "porque el Señor es grande, misericordioso y amable hasta el punto de que merece que lo deje todo por seguirle... Vale la pena quemar mi vida por él, pues lo quiero más que a cualquier otra persona y por encima de todas las cosas... Quiero ayudarle a salvar el mundo poniéndome a su servicio...", etc., habrá que creer que ese deseo y esa decisión tienen un buen fundamento. Cualquier otra razón que se distancie mucho del significado esencial de las anteriormente mencionadas tendrá que ser examinada con mucha atención, ya que puede esconder motivos demasiado humanos, insuficientes para basar sólidamente una vocación por la vida consagrada. Una vida religiosa construida sobre la arena corre el riesgo de venirse abajo ante la más pequeña tempestad.

La aceptación por parte del superior responsable puede ser considerada por el candidato como un primer signo de que se encuentra en el sendero justo. Sin embargo, ha de saber que una primera aceptación no es nada más que una expresión de confianza del superior responsable basada en su opinión de que hay motivos suficientes para iniciar un trabajo de formación.

El permiso o bien la invitación a pasar a una etapa posterior en el proceso de formación significa que sigue también adelante la confianza del responsable en la autenticidad de la vocación. Una buena motivación supone que el formando puede trabajar, en su autoformación, con la ayuda de los formadores, con la confianza plena de que así podrá alcanzar su objetivo: profesar en la vida consagrada. Sobre este punto es preciso reconocer la gran responsabilidad de los formadores responsables. Estos no deben tomar una actitud fundamentalmente de juicio o bien de verificación para saber con claridad si tienen o no tienen que seguir apoyando los esfuerzos del candidato. Dejar a un candidato en la ilusión de que está en el camino justo cuando el responsable tiene dudas serias sobre la autenticidad de la vocación del sujeto sería una flagrante injusticia. Por eso es de gran importancia que a través de los coloquios personales se vaya discutiendo su situación con mucha franqueza. El formando no podría continuar su esfuerzo de autoformación con eficacia si tuviera alguna duda sobre la continuación de la aceptación del superior responsable. Seguir repitiendo al formando que las cosas van bien y hacerle saber un buen día, cuando menos se lo piensa, que tiene que marcharse sería una destrucción interior muy grave para el formando. Por eso, si existen motivos de vacilación por parte del superior-formador, tienen que comunicarse y discutirse cuanto antes con el interesado.

La vocación religiosa se va realizando poco a poco a lo largo de la vida, a través del compromiso personal del religioso de amar a Dios con todo el corazón, de imitar a Jesucristo y de seguirlo pobre, casto y obediente. El religioso es consciente de que su compromiso lo une estrechamente con el Señor, con los hermanos, con su congregación y con la Iglesia. Sabe también que como persona consagrada ha nacido en la Iglesia y para la Iglesia y que también está sostenido permanentemente por la misma Iglesia.

La autoformación del religioso es permanente. Es decir, debe preocuparse permanentemente de crecer en la profundización vital, intelectual, apostólica, tanto a nivel personal como a nivel comunitario. La autoformación ha de ser permanente porque no acaba nunca la posibilidad de ir creciendo en el sentido del ideal, es decir, en la unión con Dios.