1. Introducción

Este libro no se ha escrito con la pretensión de ofrecer un compendio completo de doctrina pedagógica para que la adopten los formadores de hoy. El autor sólo intenta ofrecer algún material que ha preparado para una reflexión que puede resultar útil sobre el problema tan delicado e importante de la formación para la vida religiosa en las congregaciones e institutos de vida consagrada en nuestros días. Nadie ignora que los tiempos han cambiado. El formador de 1930 o de 1940 encontraría enormes dificultades para comprender a los jóvenes de hoy. Y éstos seguramente mirarían con ojos de espanto a un maestro de novicios con una mentalidad parada en aquellas fechas.

Nos gustaría que el lector interesado se sintiera estimulado a adoptar una actitud nueva de búsqueda permanente para una adaptación al modo de pensar, de sentir y de ser del hombre de hoy. Por eso el libro presenta un contenido de aproximaciones para organizar un pensamiento pedagógico nuevo respecto a la metodología tradicional en la formación para la vida consagrada.

Todo método pedagógico de formación se basa en un concepto determinado de hombre, en el concepto de sociedad a la que el religioso debe servir y el tipo de relaciones que habrá de desarrollar para un apostolado eficaz. El método tradicional de formación ha tenido siempre en cuenta estos conceptos. Pero la realidad hombre, sociedad y relación interpersonal ha sufrido cambios muy profundos. La definición de los nuevos conceptos no se agota en la literatura impresa. Pasa continuamente a través de unos cambios nuevos y finísimos que se sienten y que es difícil verbalizar. Por eso la práctica pedagógica de la formación hoy, si no quiere envejecer antes de hora, tiene que permanecer continuamente abierta a los signos de los tiempos. El tiempo cambia con una velocidad nunca vista hasta ahora. Para seguir siendo eficaz, el apóstol tiene que aprender a asumir su autoformación permanente.

Si el hombre, la sociedad y el religioso de hoy han cambiado, es obvio que la revisión y la actualización de los métodos de formación no pueden restringirse a unas cuantas reformas o modernizaciones. No se trata solamente de actualizar, o sea de adaptar el mismo lenguaje y los mismos métodos de antes para reajustar las cosas antiguas a la manera de ver, de pensar y de sentir del hombre de hoy. El mismo concepto de perfección evangélica de hoy no es igual al de los siglos pasados. El ideal de vida cristiana tiene un sentido evolutivo. Para poder ser comprendido y aceptado tiene que acompañar a la historia, tiene que alimentarse de la historia. Formar no es condicionar al formando a un modelo religioso-moral preestablecido. Hay que inventar nuevos métodos para una formación que no esté desarraigada del tiempo y del espacio en que ha sido concebida, sino que esté articulada con el mundo en el que vivimos y trabajamos actualmente. Hay, pues, que preservar una doble fidelidad: a la historia y al momento presente proyectado hacia el futuro. La fidelidad que hay que buscar no es seguramente la de las estructuras, sino la del espíritu. Por eso, en la búsqueda de renovación de los métodos de formación no podremos limitarnos a unas cuantas simples sustituciones de conceptos y de objetivos específicos entre una época y otra. Se trata más bien de encontrar nuevas maneras de vivir los valores perennes del evangelio adaptados al hombre nuevo. Para seguir siendo fiel simultáneamente al evangelio, a la Iglesia y a sí mismo, el formador de hoy tendrá que enriquecerse necesariamente de nuevos contenidos científicos y culturales. La fidelidad, el espíritu y el carisma son los mismos, pero la manera de vivirlos y de expresarlos tiene que adaptarse a la nueva realidad social.

Así, pues, hay que afrontar un riesgo: el peligro de equivocarse en algunas iniciativas. El coraje de afrontar con prudencia y con inteligencia esta inseguridad inicial es el precio que hay que pagar para una renovación que hace tiempo se siente como indispensable.

Hoy necesitamos religiosos hechos no según un concepto ideal fuera del tiempo, sino que funcionen eficazmente en relación con la sociedad de hoy. Si el religioso de hoy fuera como el religioso del 1900 o del 1920, no podría ser comprendido por el mundo al que tiene que servir. Y, por tanto, sería ineficaz.

El cambio no es únicamente de conceptos o de palabras. Cambia quizá la manera misma de leer y de vivir el evangelio. La tradición,' lejos de limitar, se convierte de nuevo en fuente de inspiración creativa. El Vaticano II nos guía con seguridad por este nuevo camino. Tenemos que adaptarnos al hombre de hoy, tan distinto del hombre de hace cincuenta o sesenta años. Por eso precisamente nuestra vida y nuestros métodos de actividad apostólica tienen que replantearse y que inventarse nuevamente. Se trata de un verdadero salto cualitativo de la vida religiosa.

Para no equivocarnos en el esfuerzo de renovación v para permanecer fieles a la inspiración de los fundadores, tendremos que poner atención en tres condiciones:

  1. Fidelidad absoluta al evangelio de Jesucristo.

  2. Fidelidad al hombre de hoy.

  3. Coraje para realizar el cambio personal que requieren las dos exigencias anteriores.

El hombre de hoy ha cambiado profundamente bajo algunos aspectos de su ser en los últimos decenios. Su relación interpersonal y su relación con Dios son distintas. Sus valores fundamentales de referencia para valorar los acontecimientos han cambiado. El concepto tiempo, por ejemplo, no es ya el mismo de antes. El hombre de hoy vive su tiempo de una manera distinta, a un ritmo mucho más rápido, que lo lleva mucho más lejos. Su preocupación es más bien por el futuro. Por esto todo crece y se realiza a un ritmo muy acelerado. Las personas hacen muchas más cosas en menos tiempo. Todos quieren siempre lo más nuevo, lo más moderno. Los jóvenes no creen ya en muchos de los valores de sus padres. Sienten la necesidad de estar siempre en la cresta de la ola. Están abiertos a la experiencia. Buscan cambios. De esta actitud de los jóvenes nacen muchos conflictos con las generaciones precedentes.

Las personas no se portan como quieren ni piensan lo que quieren. Todos estamos estrechamente controlados y condicionados. Los medios de comunicación nos imponen el estilo de vida y la manera de pensar que esté de acuerdo con una cierta ideología y con una cierta política. Jamás el hombre ha sido tan poco libre. El poder de los que esclavizan a los otros es mucho más sutil que antes. La mayor parte de la gente no se da cuenta de ello.

Resulta realmente extraño que la gente acepte tranquilamente esta situación. Incluso son incapaces de vivir fuera de esta situación. Hay una necesidad subconsciente de pertenecer al gran grupo. Hoy la gente vive en la plaza. La casa se ha convertido en un pequeño refugio, en un rincón para descansar v tener un poco de soledad.

Las informaciones resultan incontrolables. Ya no existe la intimidad ni el secreto. Han caído los tabúes morales, y con ellos ha desaparecido también el respeto a las personas. No existe ningún control moral. Todos lo saben todo y con la enorme cantidad de informaciones que adquieren hacen lo que quieren. No obstante, tenemos la impresión de que somos más libres. En efecto, estamos estrechamente controlados y condicionados para portarnos de acuerdo con una filosofía de vida que es algo muy distinto de una libre opción personal. Lo que más ha cambiado ha sido nuestro modo de pensar. La propaganda comercial v política y la difusión de información periodística se han planteado de forma que nos hacen pensar según un modelo concreto de lógica que nos lleva irresistiblemente hacia un objetivo que no hemos elegido.

Los nuevos métodos de formación para la vida religiosa no pueden ignorar la masa de informaciones que el formando recibe constantemente de un modo informal. Es precisamente este material el que constituye la materia prima de su saber. De aquí se deriva su modo de pensar. A partir de su modo de pensar organiza su comportamiento. Ya no hay controles ni barreras inmediatas. La humanidad se ha convertido en una especie de enorme río que se precipita impetuosamente desde las montañas. Ya no hay puntos de referencia fijos para la elaboración de los valores qué puedan formar criterios de conducta. El formando procede de esta masa humana nueva y desorientada. Para poder crecer en el sentido de la vida consagrada tiene necesidad de un formador nuevo que trabaje con instrumentos igualmente nuevos.

De todo ello se deduce también otra consecuencia muy importante tanto para el formando como para el formador. Los jóvenes no soportan ya la idea de ser, en el proceso de su educación, objetos de la acción educadora del educador o del formador. El alumno desea ser el sujeto de su propia historia. Por eso se niega a asistir pasivamente a las largas exposiciones del maestro. Quiere participar activamente en el proceso de su crecimiento. Ya no se comprende la historia como si la hubieran hecho los personajes célebres. Hoy sabemos que también el hombre anónimo es constructor de la historia. Está hecha por todos y nunca termina de evolucionar. Es un desarrollo continuo. Cada hombre deja algo de sí mismo en la historia que ayuda a construir.

Tenemos conciencia de que la historia del mundo será como nosotros la hagamos. Tenemos también todos una vocación natural a colaborar en el hallazgo de nuevas soluciones para los problemas que se van planteando sucesivamente. Los formadores y educadores estamos llamados a encontrar los nuevos caminos que ayuden a los jóvenes a crecer. Permanecer pasivos, negarse a buscar nuevos métodos de educación y de formación podría significar una detención en el proceso evolutivo de la historia. Faltaría un punto de contacto entre el educador y los jóvenes. No sería un auténtico educador.

El educador y el formador conscientes trabajan en un provecto de sociedad cristiana. Por. vocación son los responsables principales de la calidad de esta sociedad. El que no ayuda a mejorar, defiende el statu quo, es decir, bloquea el cambio. El cambio que el educador y el formador de hoy intentan encauzar va en busca de una sociedad más justa v más fraternal en todos los niveles, según el evangelio. Semejante postura exige del formador el coraje de ser antes él mismo un hombre nuevo, plenamente inserto en el pueblo de Dios como una luz, un fermento y un grano de sal.

Es menester superar el concepto más o menos egoísta de la dimensión de las relaciones personales con el Señor. Como formadores, somos mediadores entre el Señor a quien buscamos personalmente y el pueblo del que formamos parte. Hoy estos dos términos son igualmente importantes. Nadie se salva o se pierde solo.

Los valores cambian siempre según el tiempo y el espacio. Esos cambios están siempre en relación con la visión del hombre sobre su realidad hic et nunc.

Son los pensadores y los científicos de todos los tiempos los que descubren e interpretan constantemente la realidad. Tanto en el mundo laico como en el religioso. La Iglesia nos estimula siempre a leer los signos de los tiempos para conocer la realidad actual, para descubrir la voluntad de Dios hoy, para saber lo que hay que hacer para adaptarnos a nuestra realidad.

Los primeros filósofos griegos tenían del hombre una visión más bien cosmológica. El hombre era para ellos un elemento o un aspecto inserto en el gran cosmos. Llega Sócrates y con la agudeza de su espíritu de observación intuye que el hombre es, sin embargo, algo especial en el inmenso universo. Aconseja, por tanto, a sus discípulos que para comprender su realidad en vez de observar el mundo exterior se pongan a observarse a sí mismos: "Nosce te ipsum" ¡Así nació la psicología!

He aquí una ciencia nueva que lleva al hombre a inclinarse sobre sí mismo en un esfuerzo por descubrir su propia identidad.

Son muchísimas las definiciones y los conceptos derivados de esta investigación que los estudiosos de las ciencias humanistas han hecho y siguen haciendo.

La visión psicológica socrática tomó en Aristóteles una forma más bien dualista: el hombre es un compuesto de alma y de cuerpo.

Parece ser que santo Tomás no consiguió resolver por completo este dualismo. La visión teocéntrica de la Iglesia durante toda la Edad Media e incluso después, quizá hasta los años 40 ó 50 de nuestro siglo, no facilitaba la valoración de varios aspectos de la realidad del hombre. Por eso precisamente la pedagogía catequética, la predicación y la ascesis de la vida religiosa en general no tenían muy en consideración ni las necesidades físicas ni las necesidades psicológicas y sociales del hombre. "Salvar al hombre" significaba más bien salvar el alma del hombre; generalmente se • olvidaba su psique, su cuerpo y sus necesidades interpersonales. Un signo muy elocuente de este estado de ánimo de la humanidad eran los hospitales psiquiátricos, que se reducían a ser depósitos de personas inútiles para la vida de los demás.

Los sufrimientos inauditos y los enormes desprecios infligidos a la persona durante la última guerra llevaron a los estudiosos a inclinarse una vez más sobre el hombre para estudiarlo mejor, para comprender las fuerzas misteriosas que lo impulsan a cometer tan graves errores consigo mismo y con sus hermanos.

Esta necesidad que siente el hombre moderno de descubrir sus misterios determinó una mejor comprensión de sí y una aceptación del ritmo de su propio caminar. Los estudios más profundos de las ciencias del hombre, de la psicología, sociología, filosofía, teología, derecho, antropología, etcétera, acabaron por cambiar nuestra visión del ser humano y, consiguientemente, nuestra mentalidad. Un impulso decisivo para este cambio entre los religiosos ha sido, sin duda alguna, el concilio Vaticano II.

La convergencia de las nuevas ideas sobre el hombre de la teología, filosofía, psicología, sociología, etc., desembocó en la mentalidad claramente antropocéntrica propia del hombre de nuestros días. Por los años cincuenta, Oraison había llamado ya la atención sobre el hecho de que la antropología moderna "ha roto el mordiente de una concepción legalista de las relaciones humanas" y "ha colocado la felicidad en el nivel del éxito plenamente logrado de las relaciones con los demás en su infinita diversidad y multiplicidad".

Hoy el hombre tiene un agudo sentido del valor personal, de la propia dignidad y libertad. El hombre sabe que no depende ya del destino; sabe que él mismo es el sujeto de su propia historia. El hombre se hace, se desarrolla, se construye. El fatalismo de antes ha sido sustituido por opciones y decisiones libres.

Antes destacaban los grandes valores del orden, de la obediencia ciega, de la patria, de las instituciones, de la autoridad, de las leyes... Ahora los valores importantes son la libertad, la autorrealización, la obediencia consciente v responsable, la justicia, la solidaridad, la socialidad, la igualdad, la participación, la comunidad, el grupo... Hoy todos buscan los valores personales y el respeto a las personas. Todos sentimos una necesidad muy aguda de discernir entre lo que se dice y lo que se hace a fin de exigir una coherencia entre ambas cosas.

Antes teníamos de Dios el concepto de un ser que exige del hombre una rendición de cuentas de sus acciones; hoy Dios se nos presenta más bien como un ser que nos ama con cariño y que quiere nuestra perfección. Antes el hombre estaba al servicio de Dios; hoy es Dios el que se pone al servicio del hombre.

Así pues, vivimos en una era antropológica. El centro de las preocupaciones ontológicas y prácticas del hombre es el hombre mismo. La experiencia del gozo de vivir se encuentra en la relación recíproca de amor.

De ser una criatura totalmente hecha por el Creador y que, por tanto, depende absolutamente de él, como si fuera casi solamente un objeto, el hombre ha pasado a ser, por el contrario, un buscador de su propio camino, un constructor de su propio destino trascendental. Estamos llamados a ser sujetos de nuestra historia personal y los primeros responsables de nuestra vida. Insertos en una colectividad de seres humanos que viven al mismo tiempo dentro de un mismo espacio físico, económico, cultural y político, hemos tomado una conciencia mucho más clara que antes de nuestra tarea de cooperación por el bien común.

Como individuos, miembros de la pequeña iglesia de nuestra comunidad religiosa, tenemos también conciencia de que no formamos un sistema cerrado en sí mismo, sino un sistema abierto a la influencia que dimana de otros sistemas, tanto pequeños como grandes, todos ellos integrados en la Iglesia universal. La Iglesia, los poderes centrales de la congregación, así como los directores, los superiores o los animadores de la comunidad, han renunciado a una parte de su poder de dominio. Obedeciendo a la palabra del Señor, se han hecho más bien siervos de sus hermanos. Y éstos, más libres, se han convertido en sujetos de su historia individual y de la vida comunitaria. De este modo se sienten llamados a asumir su propia responsabilidad personal v comunitaria.

El decreto del Vaticano II Perfectae caritatis habla de forma muy concreta sobre el respeto a la personalidad y a la libertad de los individuos, enumerándolo entre los valores humanos que deberán cultivarse en las comunidades religiosas. Es ésta una condición imprescindible para un verdadero crecimiento de la persona, tanto de su humanidad como de su espiritualidad. La actitud antropocéntrica nos impulsa a encararnos con nosotros mismos para ver en qué punto nos encontramos por lo que respecta a nuestra vida religiosa personal y comunitaria.

Estamos metidos en un mundo sumamente competitivo, capaz de despertar energías latentes tanto en el individuo como en los organismos colectivos que llevan al hombre a su superación. Es verdad que entre nosotros no se trata de competir con los demás, sino de un verdadero esfuerzo de superación.

¿Superación de sí mismo en qué? Hacer mejor lo que hemos hecho desde siempre, con mayor cultura v más información; una conciencia más profunda de nuestra tarea apostólica en la realidad de la Iglesia de hoy; mayor capacidad para decidirnos a nivel personal o de comunidad en la búsqueda del camino que el Señor desea de nosotros, de mí, de ti, a fin de que se cumpla su santa voluntad en nosotros y a nuestro alrededor.

Es importante que nos demos cuenta de que cada uno tiene un papel personal que representar en el concierto de la vida. Cada uno es un valor que respetar, que proteger y enriquecer. He aquí una verdad que no debemos olvidar cuando hablamos de relación interpersonal. Hemos de tener conciencia de que lo importante en nuestra vida no son las instituciones o las estructuras, sino las personas. No somos nosotros los que hemos de servir a las instituciones. Somos valores individuales y comunitarios. Lo importante no es salvar las instituciones o las estructuras, sino las personas que se sirven de ellas para realizarse según los sabios designios del Señor sobre cada uno de nosotros como personas, comunidad e instituto.

Hov la formación en la vida religiosa se ha hecho un poco más laboriosa. Para el formando se trata de la preparación personal para insertarse con eficacia en el mundo secularizado v continuamente en transformación que estamos viviendo. Trabajar apostólicamente con personas que ignoran o que rechazan el evangelio de Jesucristo es hoy un reto nada fácil para nuestra fe. Ser un verdadero testigo de Dios en nuestros días sin ser infiel al hombre se ha convertido en un auténtico problema, muy difícil y muy exigente.

Preparar y equipar a los jóvenes religiosos para que se enfrenten con éxito con esta solución redentora del mundo es la tarea sublime del formador en la formación para la vida religiosa consagrada y también seguramente de la vida sacerdotal.