SUFRIR,
MORIR Y RESUCITAR


¿Por qué el mal?

El tormento de las filosofías y la ambición de las religiones ha sido siempre responder a los grandes interrogantes de la humanidad: ¿cómo explicar y cómo evitar el sufrimiento en esta vida (las enfermedades, etc.) y en la otra (infierno, purgatorio, reencarnaciones...) y, sobre todo, ese supremo sufrimiento que es la muerte?

Cristo, por su parte, no pretende enseñar ni la causa ni la finalidad de la existencia del mal. Pero hizo mucho más que eso: mostró que el amor puede soportar y vencer al mal y a la mismísima muerte, y se atrevió a afirmar: «¡Dichosos los que lloran!»

¿Qué significa esta paradoja?

Una cierta teología ha querido explicar el mal por el pecado del hombre. Esta era ya la opinión de los apóstoles ante el ciego de nacimiento: «¡Quién pecó para que naciera ciego: él o sus padres?» Para todos los que piensan de este modo, ¡desdichados los que lloran! Su sufrimiento denuncia su pecado. ¿Puede haber algo peor?

Una determinada escuela de espiritualidad, por el contrario, ha tratado en vano de justificar y canonizar el sufrimiento por el perfeccionamiento moral que ocasiona, los méritos que hace adquirir y la intercesión a que da lugar. Con una preocupación, digna de todo respeto, por disminuir el escándalo del sufrimiento, algunos han llegado incluso a caer en el «dolorismo»: puesto que el sufrimiento es bueno y útil para uno mismo y para los demás, hay que buscarlo, cultivarlo y preferirlo. «O padecer o morir», decía santa Teresa de Jesús. Y así es como ha habido creyentes que, para buscar el dolor, han hecho tantos esfuerzos como los paganos para evitarlo.

Pero, en verdadera doctrina cristiana, el valor de un acto no es jamás proporcional a los sufrimientos que conlleva, sino a la caridad que lo inspira. Cristo no buscó el sufrimiento; únicamente quiso amar y aliviar a los que sufrían. Lo que le faltaba a la redención del mundo, con anterioridad a él, no era una determinada cantidad de sufrimientos, de los que la tierra estaba verdaderamente saturada, sino una revelación de amor.

No. Es preciso reconocer que, si el sufrimiento sirve para madurar y «elevar» a algunos, lo cierto es que quebranta y destruye a muchos más; que no hay proporción entre el mal y la falta, como tampoco la hay entre la crueldad de los tormentos y el bien que de ellos se pueda obtener. En presencia de un mongólico, o de un bebé monstruoso, o de un herido que aúlla de dolor, o de un psicópata al que corroe la angustia, ¿quién se atreverá a hablar de la «bondad» o el «mérito» del sufrimiento?; ¿quién puede afirmar que tales pruebas son enviadas por Dios para nuestro bien? ¡Como si Dios se complaciera en torturar a sus hijos! ¡Como si Dios se vengara de sus enemigos!

La verdadera grandeza del cristianismo consiste en haber superado el sufrimiento a través del amor. Jesús reveló que existe un amor que es capaz de soportar el sufrimiento y que prefiere amar y sufrir, antes que no sufrir y no amar.

Todos hemos conocido a padres de hijos anormales que, siguiendo a Jesús, han resuelto su problema simplemente a base de amor, y cuya vida gira enteramente en torno a un ser perpetuamente tendido en la cama y que de vez en cuando les recompensa con una sonrisa.

Por desgracia, también hay sufrimiento sin amor; por supuesto que sí. Pero lo que no hay es verdadero amor sin sufrimiento. ¡Dichosos los que lloran por amor a la justicia ofendida, a los pobres abandonados, a los enfermos mal atendidos, a los afligidos carentes de consuelo! ¡Dichosos los que en nuestro apresurado mundo no pasan indiferentes junto a la miseria! ¡Dichosos los que son compasivos y solícitos para con los demás y son capaces de reconocer a Cristo en el hambriento, en el vagabundo y en el encarcelado!


Atreverse a ser feliz en un mundo infeliz

¿Cómo pueden conciliarse la conmiseración y la alegría? ¿Cómo hacerlas cohabitar en el corazón? ¿Cómo soportar nuestra impotencia ante los egoísmos encontrados, ante el hermano que despedaza a su propio hermano, ante la angustia, ante la violencia y la contra-violencia rampante, ante las desavenencias familiares, ante el hambre y las guerras en el Tercer Mundo...?

A veces me parece de un egoísmo verdaderamente cruel el dar gracias por la vida, por la salud, por la paz, por la belleza, por el afecto de los seres queridos...

Pero ¿es justo el reprocharse uno a sí mismo sus alegrías, el sentirse culpable por no sufrir continuamente con quienes sufren?

Por supuesto que no podemos permanecer indiferentes ante el mal que hay en el mundo, pero el obligarse a pensar obsesivamente en el sufrimiento y la muerte de los demás es exponerse a morir uno mismo. ¿De qué les serviría a ellos que nosotros nos dejáramos abrumar por semejante compasión?

Puede incluso haber mucho egoísmo en el hecho de complacerse en la tristeza, la desesperación y la culpabilidad, dispensándose así de hacer uno en su propio entorno lo poco que está en su poder y para lo que es absolutamente necesario conservar el equilibrio y la confianza.

Hay «almas generosas» que pretenden persuadirnos de que somos responsables de todas las injusticias pasadas y presentes; pero, al reducirnos a la desesperación, nos impiden aliviar aquellas injusticias con respecto a las cuales podríamos realmente hacer algo.

Por otra parte, ¿no es una escapatoria el tratar de imaginar lo que sufren los demás, con el fin de negar la bondad de la vida? Aquellas personas que son para nosotros motivo (o simplemente ocasión) para desesperarnos, tal vez son capaces de vivir y amar la vida, que ellos experimentan en toda su radicalidad y en su simplicidad, mientras que quizá nosotros hemos perdido el gusto por la vida a fuerza de refinamientos y de lujos. Nos imaginamos que sufren por carecer precisamente de ese «gusto por la vida» que marca la diferencia entre ellos y nosotros, o porque no han experimentado el verdadero sentido de la vida, cuando es precisamente el sufrimiento lo que muchas veces obliga a buscarlo.

Cada cual debe hacer el mismo acto de fe en la vida, en sí y en los demás, y cada cual puede hacerlo, aunque no sea fácil para nadie.

Nuestra desesperación no se debe a la desdicha de los demás, sino a nuestra propia inconsciencia o a nuestro propio desaliento. Como no tenemos fe en la vida, en la fuerza de vida y de amor que hay en nosotros, olvidamos que ellos sí poseen dicha fe, y que tal vez la viven y la reconocen mucho mejor. Creemos desesperarnos por sus sufrimientos, pero en realidad es por la debilidad de nuestra esperanza.

Decía el pastor Wagner: «Si resulta que hay centenares de heridos y tú sólo puedes recoger a uno de ellos, recoge al menos a ése. Si resulta que hay miles de almas angustiadas y tú no puedes consolar más que a una de ellas, consuela al menos a ésa. No te dejes arrastrar a la inacción por el hecho de que no puedes hacerlo todo».

Y a una visitante absolutamente abatida ante el espectáculo de la multitud de enfermos y agonizantes carentes de la ayuda necesaria, le decía la madre Teresa: «No piense usted en todos aquellos por los que no puede hacer nada, sino ocúpese únicamente de uno. El excederse de las propias fuerzas no conduce más que a no hacer uso de ellas».

¿Será preciso añadir que, evidentemente, lo que el individuo puede y debe hacer no basta? Es menester, además, unirse y ejercer un influjo colectivo sobre la opinión pública y sobre los gobiernos, a fin de que dejen de encerrarse en su despiadado egoísmo.


Gozo y sufrimiento de Dios

Jesús vino a enseñarnos el amor. La Redención se hizo a través del amor. Pero todo amor se vive y se expresa en una mezcla inextricable de gozo y de sufrimiento.

No existe mayor gozo que el gozo de amar: de entregarse, con todo el impulso, toda la riqueza y todas las fuerzas que uno posee, a otra persona que, a su vez, te libera y en la que pones toda la complacencia que no puedes poner en ti mismo; de encontrar, al fin, el modo de hacer pleno uso de ti mismo en la difusión y comunicación de todo cuanto eres y todo cuanto tienes. Tal es el gozo del Padre, y tal es el gozo de Jesús: «Quien me ve a mí ve al Padre».

Pero el amor es necesariamente vulnerable. ¿Cómo amar sin depender de la persona amada? Amar es tener la experiencia de una dependencia infinita en relación a aquella persona que es todopoderosa con respecto a tu corazón; es poner toda tu felicidad a merced de otra persona; es aceptar incluso no ser amado (o dejar de serlo) y, a pesar de ello, seguir amando siempre. Amar es, inevitablemente, sufrir.

Cuando Jacob sale victorioso de su combate con el ángel en el vado de Yabboq, recibe un nombre nuevo: Israel, es decir, «el fuerte contra Dios» (Gn 32,29). Nosotros somos el verdadero Israel: a partir de la crucifixión, Jesús demostró definitivamente que, a pesar de su vulnerabilidad, él era el más fuerte en amor.

«El hombre que se rebela contra Dios —dice Tyrrell— se parece al pájaro que, en medio de la tempestad, se lanza contra el acantilado. Pero Dios, en su compasión, se hizo carne para soportar él la violencia, en lugar de nosotros».

Jesús crucificado es la increíble revelación del Dios verdadero: Aquel a quien puedes hacer todo el mal que quieras y que jamás te hará daño alguno. Una revelación que no hemos acabado de admitir (quizá, ni siquiera hemos comenzado a hacerlo).

O bien creemos en un Dios violento, cruel y colérico al que hay que aplacar con sacrificios, y entonces nos hacemos semejantes al Dios que imaginamos (cruzadas, inquisición, guerras de religión, intolerancia, caza de brujas y herejes, pogroms de judíos, etc.); o bien aceptamos la revelación de un Dios inocente, inofensivo, que ama incondicional y obstinadamente a quienes aún no le aman a él, un Dios que espera en nosotros para siempre, un Dios que jamás se cansará de amarnos..., y entonces también comenzaremos a asemejarnos a él.

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El sufrimiento y el gozo son infinitamente menos contradictorios que la insensibilidad y el amor. El gozo y la alegría de Dios brotan del mayor de los sufrimientos: no hay mayor gozo, mayor sufrimiento ni mayor amor que dar la vida por aquellos a los que se ama. Tal es la única felicidad de Dios.

Y la felicidad del hombre depende de una elección que nos es perpetuamente propuesta en esta vida e incluso —creo yo— en la otra: ¿Qué prefieres: amar y sufrir o no amar y no sufrir? No hay otra alternativa, y nos pasamos la existencia entera dudando entre lo uno y lo otro.

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De Bonhoeffer son estas profundas palabras: «Sólo un Dios que sufra, sólo un Dios que sirva, puede ser de ayuda».

En su miseria, el hombre se ve tentado a inventarse un Dios que sea la compensación de sus propias insuficiencias y la realización de sus deseos. Como el hombre es pobre, imagina y desea un Dios rico. Como el hombre es débil, necesita un Dios que sea fuerte. Como el hombre sufre, Dios tiene que ser invulnerable, impasible, insensible, inalterable... Y como el hombre es dependiente y solidario, se complace en imaginarse un Dios solitario, autónomo, suficiente, independiente...

Pero entonces el hombre se hace esclavo para siempre de sus más tristes ambiciones y de sus más ruines ansias: para «llegar a ser Dios» cree tener que hacerse rico, poderoso, temido, servido, autónomo, invulnerable, demoníaco...

Y llega la revelación cristiana y libera y salva al hombre revelándole a un Dios humilde, bondadoso, pobre, herido y misericordioso.

Esta es la Buena Noticia que hay que anunciar al mundo: para hacerse como Dios, para «llegar a ser Dios», no hay que hacerse rico, sabio, fuerte, rebosante de salud y majestuoso. Basta con amar y servir un poco más cada día., Puedes «hacerte Dios» sin más tardanza, en tu estado actual y al nivel en que te encuentras, haciéndote el último de todos y el servidor de todos.

Vosotros, los pobres, que habéis sufrido con vuestros fracasos, con vuestros amores no correspondidos, con vuestros desvelos y sacrificios que otros han explotado o menospreciado, sabed que el propio Dios ha conocido el fracaso, la humillación y el sufrimiento. ¡Ni siquiera Jesús tuvo éxito en todo ni con todo el mundo! Pero sí consiguió una cosa: mostrar a Dios a base de seguir amando, creyendo, esperando y perdonando incluso en medio del aparente fracaso.

Y esto pueden lograrlo todos los pobres, a pesar de los fracasos.


«¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?»
(Mc 15,34)

¡El Hijo muere en presencia del Padre y sus legiones de ángeles, que no esbozan ni el más leve batir de sus alas para salvarlo!

«¿Dónde quedan los tiempos de tus primeras revelaciones, cuando yo me sentía tan lleno y tan habitado de ti que ya no sabía yo si hablaba desde el fondo de ti o desde el fondo de mí? ¿Dónde quedan los tiempos asombrosos en que el mundo cambiaba a impulso de una simple plegaria, cuando al fin se hacía tu voluntad en la tierra como en el cielo?

Tu creación volvía a florecer como el primer día, los enfermos sanaban, los hambrientos eran saciados, los muertos resucitaban y las multitudes acudían asombradas. ¡Al fin se establecía entre nosotros el Reino de Dios!

¡Qué hermosos eran los tiempos de los comienzos, cuando yo veía cómo actuaba tu ternura de Padre! Yo sentía cómo brotaba en mí, cómo fluía de tu corazón al mío y hacia todos cuantos tenían necesidad de convencerse y convertirse a ella, y durante mucho tiempo creí que bastaría con revelársela a los hombres para que el mundo quedara transformado. No me cansaba de proclamar hasta qué punto eras tú mejor, más indulgente y más tierno de lo que nadie hubiera podido sospechar, y hasta qué punto había que confiar en que tú nos escuchabas antes incluso de que abriéramos la boca para pedirte algo. ¡Cuántas veces les habré dicho
que ni un cabello de nuestra cabeza cae sin tu permiso;
        que ni un solo pájaro es olvidado por ti;
        que tú alimentas a las aves del cielo
            y vistes a los lirios del campo;
        que tú haces que luzca tu sol y caiga tu lluvia;
        que tú sabes de qué tenemos necesidad...!

Yo he proclamado todas estas cosas, ¿y ahora tú te vas a callar, Padre, y no vas a hacer nada viendo cómo crucifican a tu Hijo?

Acuérdate...

Recuerda cómo se entusiasmaban las multitudes al escuchar que todo era posible, que el mundo iba a cambiar y que las grandes promesas iban a cumplirse. Liberadas de sus viejas resignaciones, las gentes oscilaban entre la conversión y la conquista. Habían estado muy cerca de creer en ello.

Por supuesto que hubo decepciones, y hubo también encarnizamiento por parte de mis adversarios, incomprensión por parte de mis discípulos, celo ciego por parte de algunos de mis partidarios y maniobras interesadas por parte de los aprovechados de siempre...

Entonces me hiciste comprender que la salvación del mundo no se iba a producir de esa manera, sino que había que profundizar mucho más hondo, orar mucho más, retornar al desierto y buscar otras ovejas fuera del redil de Israel.

Y todo ello me ha traído hasta aquí: ¡a la cruz!

Estoy perdido, Padre. Ya no soy capaz de encontrarte a ti, a quien tan perfectamente he conocido y a quien tan insistentemente he predicado a los demás.

¿Dónde, pues, voy a reconocer ahora un signo de tu amor y tu ternura en este mundo que se ha vuelto loco, incivilizado, caótico, peor que nunca?

¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?'»

*
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Pero, aun cuando Jesús ya no se sentía objeto de aquella ternura, ésta seguía fluyendo de su corazón hacia los demás. Jesús se compadecía de la desgracia de las mujeres y los hijos de Jerusalén, fraternizaba con sus compañeros de suplicio, confiaba a Juan a los cuidados de su madre, y viceversa, y le pedía a su Padre que perdonara a sus verdugos.

Fue entonces cuando descubrió un rostro distinto de Dios, un pobre rostro humillado, impotente y dolorido, pero siempre lleno de amor. Dios no era el Padre todopoderoso, el Creador dueño del mundo y de la historia. Dios era un amor humillado y fiel.

Lo que sus largos ratos de tierna intimidad orante con Dios no le habían revelado aún, lo aprendía ahora de la atroz tensión de los acontecimientos, de la despiadada mano de los hombres, de la brutalidad de sus torturadores. Hasta entonces, jamás había sabido hasta qué punto Dios era Dios; no supo cómo amaba Dios mientras no amó como él en la cruz.

Dios no gobernaba el mundo. No era Dios quien enviaba las catástrofes ni quien protegía de ellas; Dios estaba dentro, con nosotros, para permitirnos seguir creyendo, amando, esperando... Dios estaba crucificado sobre el mundo, como lo estaba él sobre la cruz.

Entonces se produjo una gran luz, y Jesús comprendió cuán cierto era lo que él había exclamado, inundado de gozo, en el tiempo del asombro: «¡El Padre y yo somos una sola cosa! ¡Quien me ve a mí ve al Padre!» Esto nunca había sido tan sobrecogedoramente cierto como en aquel momento de la crucifixión.

Y entonces supo que podía poner su espíritu en las manos de Aquel de quien él había sido la más asombrosa y verídica revelación.


Ofrecer los sufrimientos...
¿qué sentido tiene?

El mal, el sufrimiento moral o físico, cuando alcanza un cierto grado, cuando llega a absorber, aplastar y destruir, constituye un misterio injustificable. Ni siquiera el propio Jesús lo explicó, sino que se limitó a padecerlo. Lo mejor que podemos decir del sufrimiento es que no nos hace ajenos a Jesús.

Antaño se nos animaba a buscar los sufrimientos y a ofrecérselos a Dios, ¡como si a Dios le volvieran loco! Pero el sufrimiento es un mal, y no hay que ofrecérselo a Dios, como no se le ofrece un pecado. Con Dios únicamente se comulga por medio del amor, ¡a pesar del sufrimiento! Sin duda, esto es lo que quieren decir tantas buenas personas que «ofrecen sus sufrimientos». Con ello quieren decir que siguen amando, que continúan creyendo y amando a pesar de todo.

¿Cómo sería el rostro de un Dios que deseara que se le ofrecieran sufrimientos? ¿Y cómo podemos nosotros atrevernos a suponer que se complace en ellos?

Fijémonos en Jesús durante su Pasión: no ofrece sus sufrimientos ni busca deliberadamente sufrir. Jesús se queja («No habéis podido velar ni una hora conmigo...»), busca alivio («¡Tengo sed!»), protesta («¿Por qué me golpeas...?»), trata de evitarlo («Si es posible, que pase de mí este cáliz...»). Pero sigue amando y ocupándose de los demás con las escasas fuerzas y las pocas posibilidades que le quedan: habla y consuela a las mujeres de Jerusalén, se preocupa por su madre, convierte al ladrón, perdona a sus verdugos, conmueve al centurión...

La única respuesta enigmática que da Jesús al misterio del Mal es a propósito del ciego de nacimiento: «Es para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9,3). Esas obras de Dios, en mi opinión, son el amor de Jesús, el amor de quienes cuidan del ciego y la fe y el amor de éste.

Nuestros sufrimientos no se pierden por el hecho de que no los ofrezcamos. Pero, si seguimos amando a quienes nos rodean, a nuestros compañeros de cruz, es porque hemos ido a buscar ese amor en lo más profundo de nuestro corazón, para que sea un amor capaz de subsistir y de irradiar a pesar del sufrimiento. Y ese amor tendrá una calidad y una eficacia absolutamente desconocidas para nuestro pequeño amor de gente sana y sin problemas.

Dios es amor. ¡Ofrezcámosle nuestro corazón para amar como él!


La verdadera muerte...
no es morir

La muerte es la última prueba a que se ve sometida en la existencia nuestra fe.

Vivir es creer, o sea, dar crédito, aceptar esperar lo que aún no se ve y darle tiempo para que se nos desvele.

En las decisiones más importantes de la existencia (escoger una determinada profesión, elegir una determinada pareja, optar por una determinada solidaridad, decidir traer un hijo al mundo...) la razón interviene, pero nunca nos basta con ella. Nuestros más meditados cálculos deben ser completados y sostenidos por una confianza que garantice debidamente el éxito.

No se puede vivir exclusivamente de lo que se ve o de lo que se sabe; sólo se puede vivir de lo que se espera. Todos vivimos más del futuro que del presente. La fascinación del niño radica en la promesa que representa. Al estrecharlo contra nosotros, estamos abrazando aún más lo que ese niño ha de ser que lo que es.

Un niño que no pudiera crecer, un bebé del que no pudiera esperarse crecimiento alguno, perdería todo interés, sería una verdadera catástrofe. En el fondo, un niño no vale más que por la esperanza que depositamos en él. Su valor constatable es nulo, en comparación con lo que ha de llegar a ser. Cuando decides traer un hijo al mundo, estás haciendo un inmenso acto de fe, estás abriéndote a la esperanza.

Y el matrimonio es una apuesta muy parecida. ¿Quién puede garantizarte el éxito y la duración del mismo si no es el amor, que se define como «esperar en el otro para siempre»? Los esposos se aman en la medida en que se crean el uno al otro, en la medida en que esperan el uno del otro maravillas que nadie más podría proporcionarles.

En la muerte, como en los esponsales, se nos pregunta: «¿Confías en ella o la rechazas? ¿Te abres o prefieres cerrarte? ¿Te repliegas sobre lo que tienes, sobre tus posesiones, sobre tu pasado, o te lanzas hacia el futuro?»

¿No te han convencido tus experiencias precedentes de que la vida tiene más recursos de los que tú podías sospechar? ¿Tienes acaso motivos para arrepentirte de la confianza que has depositado en ella? ¿No has tenido ocasión de confirmar infinidad de veces que has hecho bien en creer en tu amor, en tener esperanza en tus hijos, en perseverar a pesar de los fracasos y en creer por encima de las apariencias?

¿Por qué vas a desdecirte de todo ello en esta última prueba? La muerte es una invención de la vida. No experimentarías ante ella semejante angustia si, con tu rechazo, no contradijeras el movimiento mismo de la vida en ti. De ese modo, no haces más que desadaptarte, impedir que brote y respire libremente tu fe.

¿Va a ser la muerte el primer acontecimiento de tu existencia que afrontes sin ninguna esperanza?

La verdadera muerte no es morir, sino dejar de creer, dejar de crecer, dejar de nacer... ¡Y eso puede ocurrir a cualquier edad!

El que dijo: «Yo soy la Vida», te espera para estrecharte en sus brazos.

¿Aceptarás esa mano que se te tiende?


¿ Por qué callan nuestros muertos ?

Nuestras quejas con respecto a nuestros muertos se parecen a los reproches que le hacemos a Dios: ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué esa inexorable ausencia? ¿Por qué ese abandono? Durante mucho tiempo, me ha escandalizado el hecho de que un Dios de amor pareciera separar tan cruelmente a quienes se aman. Si el amor es más fuerte que la muerte, ¿por qué le impide la muerte manifestarse? Ese «gran abismo» del que habla Abraham en la parábola de Lázaro y el rico epulón es una despiadada invención, tanto más indignante si se admite el hecho de una Redención misericordiosa. ¿Cómo es posible que un Dios bueno, después de habernos dejado tan inermes y ciegos en un universo indiferente y frío, permita que se deshagan tan fácilmente esos lazos que hemos ido tejiendo como nuestra única protección contra la soledad? La muerte ha escandalizado de tal manera a las personas religiosas que éstas han preferido verla como una consecuencia del pecado del hombre, antes que aceptar que sea culpa de Dios. Pero resulta que la muerte es ley de la creación, ¡ley del Creador!

¿Lograrán las siguientes reflexiones arrojar alguna luz sobre este misterio?

Estamos separados de nuestros muertos. Pero ¿acaso no sufrimos idénticamente por estar separados de nosotros mismos? ¿No media la misma distancia entre lo mejor que hay en nosotros y nuestra vida ordinaria, entre la verdadera oración y nuestros formularios recitados, entre el verdadero amor y nuestras pobres demostraciones del mismo, que la distancia que media entre nosotros y nuestros difuntos y de la que tanto nos quejamos?

¿No es verdad que muy raras veces somos lo que querríamos ser? ¿No es verdad que muy raras veces amamos como desearíamos amar? ¿No es verdad que muy raras veces está Dios presente como lo ha estado en determinados y afortunados momentos de nuestra existencia? ¿No os parece que tan inadmisible como el hecho de no estar ya cerca de nuestros difuntos es el que no lo estemos de Dios, del amor, de la oración, de nuestro ser verdadero...?

Si el estar muerto consistiera en no poder ya vivir más que de lo esencial (de amor, de creación, de esperanza), y si el vivir se redujera a esa irrisoria facultad de poder embeberse en lo secundario y en lo fútil, en la despreocupación más absoluta, ¿cómo conseguir que se encontraran vivos y muertos? Si llamas por teléfono y no responde nadie, piensas que la persona a la que llamas está ausente. ¿No será que has marcado tu propio número? ¿No será que, en lugar de dirigirte a esa otra persona, estás replegado sobre ti mismo?

¿Conoces la definición de la persona importuna y molesta? Es una persona que me habla sin parar de sí misma cuando yo querría hablarle sin parar de mí mismo. Supón que consiguieras atraer a tus muertos a tu nivel, involucrarlos en tus intereses y asediarlos con tus preguntas y tus preocupaciones: ¿crees que su presencia te resultaría realmente benéfica, constructiva y transformadora?

Y si, por el contrario, ellos estuvieran perpetuamente disponibles para iniciarte en su intensidad de vida, hacerte partícipe de su fe y su esperanza y enseñarte de nuevo a amar como en otro tiempo fuiste capaz de amarlos, ¿no te quejarías de tener que separarte de infinidad de cosas para no separarte ya de ellos?

En todos los tiempos y en todas las religiones ha habido hombres y mujeres que han dado testimonio de vivir en comunión con lo esencial. Y para no interrumpir esa comunicación con sus fallos, su cansancio o su incredulidad, han necesitado tiempo y esfuerzo. Pero han logrado suprimir la frontera a lo largo de la cual gemimos nosotros porque la consideramos infranqueable.

Sólo nos hacemos humanos cuando somos capaces de dar la vida, cuando hemos descubierto lo que merece sacrificar dicha vida y cuando hemos tomado respecto de ella la distancia que nos permita valorarla en su justa medida y desbrozarla de todo cuanto es superfluo. Pues bien, sólo nos unimos a los muertos después de haber recorrido el mismo camino y haber realizado la misma elección que ellos: morir allí donde estamos excesivamente vivos, y nacer allí donde aún estamos muertos.

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Si los muertos están unidos a Dios, que es amor, ¿cómo no van a ocuparse de nosotros y cómo van a ser insensibles a nuestro afecto? Orar por los muertos no es, evidentemente, intentar que Dios sea más benévolo con ellos, sino pensar en ellos con amor. Para nosotros, un pensamiento de amor verdadero es inmediatamente operativo, ya sean vivos o muertos los destinatarios de dicho pensamiento. Estamos conectados, unidos a todos los hombres en Dios, que es amor y que ama a todos. ¿Podemos hacer algo distinto de lo que hace ese Dios al que deseamos con todas nuestras fuerzas asemejarnos y con el que queremos comulgar?

Si Jesús «descendió a los infiernos» «para anunciar el Evangelio a los muertos», «para predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos» (1 Pe 3,19-20), ¿podemos acaso no compartir su ardiente deseo de redención universal, su amor a los vivos y a los muertos, «su intercesión perpetua por nosotros» (Heb 7,25)?

Habrá quien diga que ya tenemos bastante que hacer con los vivos como para que, encima, tengamos también que cargar con los difuntos. Y tal vez tenga razón: tal vez su carga sea demasiado pesada...

Pero hay otras muchas personas que se sentirían realmente consternadas si ya no pudieran hacer nada por aquellos a los que aman, si se vieran totalmente separados de ellos.

Y hay también muchos que se encierran desesperada o egoísticamente en su pesadumbre, como los Apóstoles, a quienes les decía Jesús: «Ahora que me voy al que me ha enviado, ninguno de vosotros me pregunta: `¿Dónde vas?', sino que vuestros corazones se han llenado de tristeza por haberos dicho esto» (Jn 16,5-6). Estaban desolados porque iban a perderlo, pero eran indiferentes a su suerte.

Tal vez digan algunos que no sabemos nada del más allá, y que es inútil y peligroso imaginar en qué puede consistir otra vida. Pero sí sabemos una cosa: que Dios es amor, y que nosotros viviremos de la vida y del amor de Dios; viviremos una vida de amor. Lo cual basta para persuadirme de que habremos de ser separados.

Amar es seguir unidos, interesarse por aquellos a quienes se ha amado, dondequiera que les haya conducido su destino. Los muertos se interesan por nosotros: Jesús está con nosotros «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). El Padre, el Hijo y el Espíritu están en nosotros continua y establemente. ¿Podemos pensar que los muertos puedan estar al margen o desinteresarse de aquellos a quienes Dios desea salvar a toda costa?

Todo amor verdadero es universal y operativo. La solidaridad del mundo físico (si estornudas ¡se estremecen los astros!) no es nada en comparación con la solidaridad del mundo espiritual. «La Creación entera espera ansiosamente, con ardiente deseo, la manifestación de los hijos de Dios..., a fin de verse libre de la esclavitud de la corrupción» (Rom 8,19-21). ¿Y no va la creación espiritual a estar en la misma actitud de espera y de solidaridad?


¿
Tienes ganas de resucitar?

No hace falta preguntar a los cristianos actuales si creen en la Resurrección: creen en ella de una forma tan pasiva y rutinaria que es exactamente igual que si no creyeran, porque, de hecho, no sirve para cambiar su vida en lo más mínimo.

¡Pregúnteseles, más bien, si tienen ganas de resucitar, si aman lo bastante a alguna persona como para desear vivir con ella para siempre; si creen poder «llenar» una vida eterna...!

La Eternidad...: ¿quién la desea realmente?; ¿a quién no le inspira temor?; ¿quién se cree capaz de vivirla? Antaño nos daban lástima los pobres ateos, «que no creían en nada» y que no tenían más futuro que hundirse en la nada. Hoy, el aniquilamiento es considerado por muchos como una auténtica promesa de reposo y de paz después de las fatigas y las inquietudes de aquí abajo...

Por otra parte, es cierto que la forma en que solía presentársenos el «cielo» no era precisamente como para entusiasmar a nadie: postrarse en la contemplación de Dios y cantar eternamente sus alabanzas, batiendo palmas o tocando la cítara, a mí, que no estoy dotado para esas cosas, no me atrae demasiado, la verdad; prefiero ir a darme una vuelta en bicicleta...

El único motivo que permite soportar y desear una vida eterna es el amor. Los amigos dispuestos a aceptar la idea de una separación definitiva no han estado nunca verdaderamente unidos; los esposos que se aman únicamente para esta vida no se aman realmente; los enamorados que no tienen necesidad de eternidad sólo aparentan amarse (a veces también aparentan necesitarse...). Las personas que piensan que su existencia ha sido plenamente satisfactoria, y que con ello les basta, es porque nunca le han pedido gran cosa a la existencia.

El amor nos desvela un mundo nuevo que no se termina nunca de conocer; que es tan desproporcionado a nuestras actuales capacidades que todo amor verdadero sabe perfectamente que aún no sabe nada del amor, que jamás ha expresado ni manifestado debidamente su amor a la persona amada, y que necesitará nada menos que toda una eternidad para vivirlo como es debido.

Cuando Jesús dice que «no hay mayor amor que dar la vida por aquellos a quienes se ama», está refiriendo —me parece a mí—su propia experiencia; cuando el amor es verdadero y vivo, siente uno que puede morir por aquellos a los que ama, porque se siente tan vivo y tan dichoso que tiene la seguridad de que la muerte no podrá acabar jamás con la clase de vida que uno ha comenzado a vivir.

Un amor de esa naturaleza está dispuesto a afrontar la eternidad; no sólo tiene necesidad de ella y se siente capaz de vivirla, sino que ya ha empezado a experimentarla. ¿Tenemos nosotros ganas de vivir siempre de ese modo?

Ahora bien, ¿cómo conciliar el interés apasionado por esta vida, por la humanidad actual y futura y por un mejor porvenir, con la fe en un más allá?

Yo creo que la humanidad se encuentra todavía en sus orígenes, que apenas acaba de emerger de la animalidad. A escala cósmica, somos todavía de los primeros ejemplares de la especie humana. Y nuestra tarea, el sentido de nuestra brevísima existencia, consiste en trabajar en la preparación de una humanidad verdaderamente humana, de un mundo en el que la voluntad amorosa de Dios se haga en la tierra como en el cielo.

Y creo también que los muertos colaboran en esta inmensa obra continuadora de la Creación, y que ellos mismos se benefician de sus progresos. Hasta tal punto es así que las palabras del Génesis —«Y vio Dios que era bueno...»— tienen su justificación no referidas a un inicial y mítico «Paraíso», sino en relación a la obra común de Dios y los hombres.

Cristo está con nosotros todos los días hasta esa «consumación de los siglos»; y si él está constantemente ocupado en la redención, la liberación y la unión de todos los hijos de Dios, «hasta que no formen más que un solo cuerpo», ¿podemos nosotros hacer otra cosa que no sea colaborar en ello con todas nuestras fuerzas?

Y es que el peor de los errores consistiría en imaginar un cielo lleno de personas ociosas que se desentendieran del mundo.

Pasarse la eternidad sin hacer nada o, como mucho, contemplando inmóviles la inmutable Majestad divina, se me antoja más una amenaza que una promesa.

Contemplar «al Padre, que trabaja siempre, y al Hijo, que hace otro tanto de lo mismo» (Jn 5,17), debe llevarnos a imitarlos. El cielo ha de ser un lugar de trabajo, de creación, de aprendizaje...; un lugar tremendamente activo.

¡Nada de «descanso eterno»! Lo que hemos comenzado aquí abajo habremos de continuarlo siempre. ¿Acaso tiene límites la tarea de nuestro perfeccionamiento? ¿Acaso habremos de dejar algún día de aprender a amar, a crear, a expresar y desarrollar todas las riquezas que hay en nosotros y en el Universo?

¡Ni siquiera me atrevo a afirmar que en el «cielo» no vayamos a sufrir más! El sufrimiento es el plazo que transcurre entre el nacimiento de una necesidad y el momento de satisfacerla. Pero dice Bossuet que la felicidad celeste sólo será perfecta cuando se haya completado el número de los elegidos. Lo cual nos proporciona un muy considerable intervalo para trabajar, esperar, inventar, luchar... y sufrir.

Pero el sufrimiento que se experimenta en una gigantesca obra de creación colectiva ¡es un sufrimiento que yo quisiera realmente experimentar! Y de este modo es como se concilian la certeza del más allá y un amor fiel y activo en el más acá.