Preliminar


Envuelto en la luz ocre de una tarde del verano de 1984, a contraluz, un hombre de cabellos blancos desciende hacia la casa que él mismo ha creado junto con Mary, su mujer. De silueta espigada y paso ágil y decidido, me resulta difícil adivinar su edad. Me da la impresión de que está fuera del tiempo.

Yo no había estado nunca con Louis Evely, que era para mí, como para muchos, el autor de unos libros que habían marcado a toda una generación. Habíamos acudido allí en busca de un lugar donde hallar verdad, silencio y oración, atraídos por la belleza de la región y la fama del nombre de Evely.

Nos sentamos a la mesa. Su mirada es chispeante, y su gesto vivo. Lo que me llama la atención es la sorprendente vivacidad de este hombre, que se entusiasma con lo que acaba de descubrir. Sale de su despacho rebosante de ideas, como quien desciende de la cercana colina con las manos llenas de flores. Hablamos, sin ningún tipo de guión previo, de Dios, del deseo del hombre, del sufrimiento, de la felicidad... Siento que es un hombre habitado por la búsqueda. Esperaba encontrarme con un viejo luchador un tanto cansado, y me encuentro con un joven que tiene ante sí el futuro del mundo y medita en voz alta sobre él.

Su mirada parece entonces adentrarse en el interior de sí mismo. Se me antoja ausente. Tengo la sensación de que está escuchando profundamente. Me recuerda los árboles mediterráneos que nos rodean y que el viento, ya un tanto fresco, anima y llena de bullicio.

Da la impresión de ser feliz en esta casa que, de acuerdo con su mujer, ha querido llamar Alba, el único nombre que le cuadra a este descubridor infatigable. Aquí se detuvo hace algunos años, porque había llegado el momento de dar cuerpo, de dar corazón y carne a lo que para él resultaba cada día más esencial: crear un lugar donde vivir. Como si sintiera la necesidad imperiosa de concentrar, en la paz y el silencio compartidos, lo más íntimo de su larga búsqueda.

En estas páginas tenemos sus confidencias al respecto. Lejos de las modas, a las que él jamás se sometió, su reflexión se hacía, cada vez más, oración. Aquí están sus temas favoritos, tratados con mayor serenidad y sensibilidad que nunca: el hombre, el creyente, Dios. El hombre, que redescubre la felicidad; el creyente, al que iluminan las Bienaventuranzas de Cristo; y Dios, tan cercano y, sin embargo, tan oculto.

No es difícil reconocer ahí las líneas de fuerza que han orientado el pensamiento y la acción de Louis Evely, de los que tantos de nosotros nos hemos alimentado. Y, sin embargo, ha cambiado su acento, que ahora es más interior y más contemporáneo que nunca. Al hilo de los días, alejado voluntariamente de los combates cotidianos, vivía en el Alba como esos anacoretas que abandonan las tumultuosas ciudades en que se confunde la agitación con la acción. El verdadero combate se libra en el fondo del corazón del hombre y contra todo cuanto le impide latir al ritmo de su deseo, que es deseo de Dios.

Los temas tienen la suficiente flexibilidad como para no perder nada del valor de la vida, del tiempo de vivir. de la palabra del cuerpo, donde el amor se hace libertad. El sufrimiento, que él padeció con sonriente pudor durante la larga enfermedad que habría de acabar con él, poco a poco se le va haciendo familiar y fuente de una nueva profundidad. Su meditación se une, enriqueciéndola, a la de todos cuantos topan en su camino con el sufrimiento y la muerte.

Pero no es en modo alguno una meditación solitaria; es más bien contemplación, porque en cada página están presentes Dios, Cristo y la multitud de los creyentes que se reúnen en las iglesias o que buscan por los caminos. Louis Evely fue, alternativamente, lo uno y lo otro, sin jamás renegar de nada, tejiendo con paciencia los hilos multicolores de su vida.

El encanto de la edad madura, en el atardecer de la última etapa sobre esta tierra, consiste en entregar el secreto que explica y desvela toda una vida. Aquí está el verdadero Évely, fraternal y exigente, humilde y colosal. Lo que nos emociona, de los textos que aquí hemos recogido, es escuchar unas palabras que podemos hacer tanto más nuestras cuanto que antes fueron palabras que él se murmuraba a sí mismo en el silencio.

Por supuesto que no han perdido nada de la fogosidad, el vigor y la belleza expresiva de un hombre habitado por la pasión de hacer a los demás partícipes de lo que él creía. Nunca quiso dejar en paz a quienes padecían la tentación de dormirse en trivialidades convencionales, y hasta el último día de su vida mantuvo esta actitud. Pero esta vez la fuerza se hace serenidad estremecida. La convicción se abre al intercambio. La palabra pronunciada se hace invitación, no a escuchar, sino a hacer que en el lector se libere la palabra, a fin de poder también expresarla.

Tal es el sentido, además, de la casa abierta a todos, con la que él había soñado y que él mismo definía como un «área libre» cuando escribía: «¿No podría ser mi casa un signo de que tomarse tiempo para detenerse, encontrarse en profundidad y buscar juntos lo que da sentido a la vida, le es tan necesario al hombre como el aire que respira?».

Y esto es lo que descubre quienquiera que llega hasta aquí, pues así de fuerte es la vida cuando se toma la libertad de ser y expresarse en el discreto y luminoso asombro del niño que cada mañana renace a la esperanza que evoca el título de estas páginas: «Cada día es un alba»; cada día es un amanecer, y todo puede volver a empezar.

Louis Évely murió en 1985. Sus últimas palabras nos invitan a vivir, cada cual a su modo y por su cuenta, «lo más verdadero y lo mejor de sí».

Palabras pacificadas, maduradas al término de un itinerario espiritual que desemboca en la sabiduría de vivir.

Palabras de vida perfectamente acordes con el tono de este libro.
Ultimas palabras... He aquí una muestra, tomada de su diario
íntimo, que tiene el valor de un mensaje: «El derecho a existir».

Jacques GUICHARD
23 de junio de 1987