EL DERECHO A EXISTIR


El gusto de existir

El tiempo de vivir

El tiempo nos hostiga, nos desaloja de cualquier refugio y no nos deja respirar. No sólo el tiempo de los relojes, sino también un tiempo interior, una especie de balancín despiadado que nos arroja de un lado a otro, de una ocupación a otra, de un proyecto a otro, con la certeza extenuante de no haber acabado jamás.

El curso del tiempo corroe nuestros trabajos y nuestros ocios. Nuestra existencia está minutada, vigilada por un gran Reloj (¡antaño se hablaba del «Gran Relojero» del universo!) indiferente e inexorable.

Peor aún: el movimiento se acelera sin cesar; las horas, los días, las semanas, los meses y los años desfilan cada vez más aprisa, pasan antes de que nos demos cuenta, y el tiempo parece acortarse a medida que tenemos más cosas que hacer.

La carrera se precipita en el último viraje, y al llegar caemos literalmente asfixiados.

¿Cómo escapar al tiempo? ¿Quién nos librará de él?

Pero hay en nosotros algo más que tiempo. Hay momentos en los que nos vemos libres de él, momentos de eternidad, momentos en los que dejamos que reaparezca nuestra alma, en los que volvemos a empezar a ser, en los que coincidimos con lo mejor de nosotros mismos.

El hombre se acuerda entonces de su destino esencial: ha sido hecho para pensar, recordar, imaginar, soñar, crear... Y es capaz de asociarse a esa especie de contemplación apacible y feliz que es el encanto de un hermoso paisaje, de identificarse con las maravillosas nubes, con el canto de un pájaro, con el olor de la hierba cortada, con «el ruido de los remos que reposan en el fondo de las barcas atracadas».

Sucede así que nuestras facultades se liberan, y se nos devuelve la posibilidad de disponer libremente de lo que nos es más personal y, sin embargo, más inaccesible. Nuestra dimensión interior queda abierta, y penetramos en ella para efectuar infinitos descubrimientos. El pasado retorna, vivo como un presente; el presente es inmóvil como el pasado, y podría vivirse en él para siempre. ¿No es la belleza más real que la vida, la oración más intensa que el trabajo, el amor más fuerte que nuestros deseos? ¿Y no hay una cierta clase de vida tan poderosa que desafía a la muerte?

Nos hallamos a la vez en el tiempo y fuera del tiempo. Si estuviéramos por entero en el tiempo, fluiríamos con él sin percatarnos de ello. Sin embargo, asistimos a su huida. Nos hallamos a la vez en la calle (para pasar) y en el balcón (para vernos pasar). No sabríamos que el tiempo pasa si nosotros pasáramos por completo con él, del mismo modo que no percibiríamos un desplazamiento si todo se moviera simultáneamente a nuestro alrededor. El movimiento sólo se percibe en relación a un punto inmóvil.

Sólo tomamos conciencia del paso del tiempo si hay algo en nosotros que escapa a dicho paso. ¿Y cómo vamos a ser conscientes del tiempo si no es a partir de la eternidad?

Nuestra verdadera morada está en otra parte; nuestro verdadero tiempo es el que saboreamos, el que pormenorizamos, el que se distiende infinitamente a nuestro antojo, el que es capaz de encerrar la eternidad en un instante.

Podemos imaginar la vida eterna como la presencia ante nosotros de todo cuanto hemos vivido, querido y amado a lo largo de nuestra existencia. ¿Tenéis con qué poblar esa eternidad? A la banal pregunta «¿Tenemos de qué vivir?», habría que añadir: «¿Tenemos de qué morir?»


El gusto de vivir

En nuestra civilización de «exterioridad», nos encontramos tan absorbidos por nuestras ocupaciones de producción, rendimiento y consumo que olvidamos degustar lo que se nos ofrece gratis: la vida, la naturaleza, el aire, el sol, las estrellas, el arte, las relaciones fraternas...

¿Tenemos el gusto de vivir?

Muchas veces nos parece que tenemos que justificar nuestra existencia con nuestro trabajo. ¡Lo importante es no estar sin hacer nada! Pero ¿quién siente el derecho y el gusto de existir simplemente, sin afanarse, saboreando la vida, maravillándose de vivir y de todo cuanto vive a nuestro alrededor y que ya ni siquiera advertimos? ¡Cuántos seres ausentes de sí mismos, totalmente exteriorizados, absortos en sus tareas, viviendo «por poderes» la vida de los demás para dispensarse de vivir su propia vida...!

Consideramos nuestra vida como un saco que llenamos con mil ocupaciones, distracciones, desplazamientos, obligaciones... Pero el tiempo no se llena metiendo cosas en él. Se llena con la conciencia que somos capaces de tener de nuestra vida, con la atención que sepamos prestar a la vida, con el gusto y el respeto que sintamos por la vida.

Nos hemos fabricado tantas prótesis que nuestro cuerpo ya no vive ni nos hace vivir: tenemos máquinas para escuchar, máquinas para ver, máquinas para transportarnos, máquinas para divertirnos sin hacer ningún esfuerzo, sin siquiera movernos. Podríamos arrojar al trastero una buena parte de nuestro cuerpo, porque ya no nos sirve para nada.

Si hay tantos contemporáneos nuestros que afirman que la vida, su vida, no tiene sentido y es absurda, es porque resulta imposible encontrar ese sentido sin haber gustado y amado la vida, sin haber vivido la propia vida. La vida no tiene sentido fuera de sí misma si primero no tiene un sentido, un gusto en sí misma.

Hay algo a la vez cómico y trágico en la manera en que los occidentales nos extrañamos por el apego a la vida que sienten los miserables de Africa, de Asia o de América Latina. Como nosotros hemos puesto nuestra razón de vivir en el «confort» y en la abundancia, nos compadecemos de los que carecen de ello, cuando en realidad somos nosotros los que inspiramos compasión, los verdaderos desdichados, porque hemos vaciado nuestra existencia de todo lo que constituía su auténtico valor.

Esos seres de los que nos compadecemos y a los que consideramos una prueba de la injusticia de Dios y del absurdo de la vida, podrían decirnos, como Jesús a las mujeres de Jerusalén: «No lloréis por nosotros. Llorad más bien por vosotros y por vuestros hijos. Porque, si esto se hace con el árbol verde, ¿qué no se hará con el seco?»


Existir a cualquier edad

A la edad en que se les aparta de la vida activa, son muchos los hombres y mujeres que alcanzan el máximo de sus capacidades. Se hallan en plena posesión de sus facultades intelectuales y de carácter, gozan de una riquísima experiencia y disfrutan de una salud a veces extraordinaria.

Una encantadora anciana me decía: «¡Qué deliciosa es la vejez...! Al fin se atreve uno a ser uno mismo, se ríe uno de los convencionalismos y del respeto humano y se ve libre de sus ambiciones y, por lo tanto, dispuesto a acoger y a escuchar».

Y añadía otra: «Exteriormente, todo se encoge y se reduce; pero interiormente, todo se ensancha».

¿Qué es la madurez, sino una sabiduría que nos permite sacar partido de nuestras experiencias felices o desdichadas y soportar nuestras carencias gracias a la confianza en nuestros recursos interiores?

Ciertamente, nunca se acaba de aprender; pero sí se acumula una reserva de reflexión y de experiencia que permite interpretar y utilizar lo que se va adquiriendo.

Con frecuencia, a esa edad se recuperan los gustos, los gestos y los pensamientos de la juventud, y en ocasiones se pueden hacer realidad ciertos sueños.

Lo que en nosotros queda de invenciblemente joven es el corazón. Escribe Romain Gary: «El tiempo no nos envejece; únicamente nos impone sus disfraces». Nuestro deseo de amar y de ser amados es más vivo que nunca, pues nos hemos hecho conscientes de que poseemos una capacidad de amar que la vida no nos ha permitido expresar.

Nos hemos liberado de las antiguas timideces y del egocentrismo de quien tiene todavía que «construirse» y «reservarse». Somos capaces de amar como nunca lo hemos sido.

Es el otoño de la existencia, el momento de pararse a ver todos los colores, apreciar todos los olores, disfrutar todas las riquezas de la naturaleza y de la vida y, si hasta entonces hemos vivido un poco muertos, prepararnos al menos a morir vivos.

 

Inventar la existencia


Inventar la existencia, vivificar las relaciones, renovar el amor, conservar viva el alma... es tanto como crear una obra de arte cada día.

La vida es dura, acuciante, rápida..., ¡y es tan fácil dejarse arrastrar por ella protegiéndose de sus golpes a base de inconsciencia y de mediocridad...! Necesitamos distanciarnos de ella, verla con una cierta perspectiva, para ser capaces de crearla y gustarla de nuevo. Dice Proust que jamás contempló Noé tan perfectamente el mundo como cuando lo vio a través del tragaluz del Arca. Entonces fue como si viera por primera vez la cumbre de una montaña, el vuelo de una paloma y una rama de olivo verde.

Nada se hace tan inconscientemente como el morir. Basta con no hacer nada, basta con no asombrarse, basta con habituarse para que muera una fe, un amor, un alma... Podemos dejarnos morir dulcemente.

Si dos personas dejan de hablarse, pronto no tendrán nada que decirse; si dos personas dejan de escribirse con regularidad, no tardarán en perder las ganas de hacerlo; si dos personas ya no se miran, acaban por no verse siquiera. Para seguir amándose hay que volver a empezar cada día.

Kierkegaard nos advierte: «El mayor de los peligros, que es el de perder el propio yo, puede pasar inadvertido, como si no tuviera importancia; en cambio, cualquier otra pérdida —la pérdida de un brazo, de una pierna... o de cinco dólares— se advierte de inmediato».

La nobleza del hombre consiste en que sea consciente de la distancia infranqueable que existe entre lo que él es y lo que hace; en que sea al mismo tiempo actor valiente y espectador crítico de su propia vida; en que quiera entregarse a cada causa y a cada ser como si fueran merecedores de toda su persona, y descubrirse a continuación como si aún no hubiera dado nada.

«¿Quién es el que hace las cosas que yo hago?»: he ahí lo que deberíamos preguntarnos incesantemente para no perder,Ios en el encadenamiento de nuestras ocupaciones.

Exiliarse para reencontrar la verdadera patria; dejar de tocar y tomarse tiempo para afinar el instrumento... Verse a sí mismo vivir a la luz de los sueños de juventud, escuchar el sonido que uno produce al impacto de la Palabra de Dios: esfuerzo doloroso y, sin embargo, momento bendito de nuestra existencia en el que dejamos regresar al alma, en el que respiran todas las regiones de nuestro ser, en el que reiniciamos la existencia como sólo se hace tras haber rozado la muerte.

¿Para qué sirve el existir? Únicamente para existir. Porque la existencia es gratuita, como lo es el arte, el amor, la oración... Son cosas que no se merecen, que no se conquistan, que no se poseen...

¡Ah, si pudiéramos saborear la existencia como un don, tomar conciencia de esta creación continua, de esta profusión incesante de ser y de vida, de esta dicha, de este asombro de existir...!

No tenemos que producir, merecer ni justificar nuestra existencia, porque ella fluye en nosotros gracias a una pura generosidad que es presentimiento, signo y testimonio de Dios, primer acercamiento del Creador. Somos del mismo «ser» que él, y podemos decirle, como Mowgli a sus hermanos de la jungla: «Tú y yo somos de la misma sangre»; somos de la misma raza (Hech 17,28), de la misma familia; somos imagen tuya.

Muchas veces me digo a mí mismo que somos unos seres distraídos por un exceso de riquezas, asediados por un exceso de sensaciones, hastiados por un exceso de dones. He visto a personas mudas, ciegas o paralíticas que rebosaban de dicha de existir.

Tal vez tengamos demasiadas ventanas, y tal vez deberíamos privarnos de algunas de ellas, vivir con mayor sobriedad, para tomar conciencia de las cosas esenciales.

¡Dichosos los pobres que saborean lo que los demás no conocerán nunca: la fraternidad, el compartir, el amor, el cielo, el sol, el agua, el aire, la vida: todo lo que no se puede adquirir ni te pueden arrebatar!

 

Comunicarse para existir

Transmitir una verdad

La verdadera comunicación ha sido siempre algo tan temido como deseable. Los demás nos son a la vez necesarios y odiosos; su presencia nos acaricia y nos amenaza. Los demás son nuestros amigos, nuestros conciudadanos, nuestros colaboradores, nuestros correligionarios, nuestros hermanos en humanidad; pero son también seres inoportunos que nos molestan, nos fastidian, nos agreden, nos provocan, nos juzgan...

Tenemos que hablar, hablarles, para manifestar nuestra existencia, para sentirnos confirmados en nuestro ser, para ser «reconocidos» por los demás. Hablamos para no morir. Pero una palabra verdadera nos entrega a los demás, nos descubre a nosotros mismos, nos obliga a cambiar, nos hace vulnerables y frágiles. Conocer a otro es hacerse otro, es aceptar perderse y renacer, es quizá permitirse soltar lo que uno lleva en sí de más doloroso o de mejor y que se oculta y se pudre. La «aventura» nos espera, a la vuelta de la esquina o al amor de la lumbre, en cada uno de los que se acercan a nosotros.

Y es que no se transmite una verdad como si se tratara de un objeto. En el terreno moral o espiritual, no hay ni rentistas ni mendigos; únicamente hay trabajadores.

En mi opinión, el único criterio práctico de acercamiento es el diálogo en profundidad. Todas esas subjetividades aparentemente amuralladas en sí mismas, cuando se hacen simples, sinceras, amistosas y respetuosas las unas de las otras, permiten que a veces se establezcan entre ellas un consenso, un acuerdo, una alegría y una comprensión mutua que permiten a todos sentir que la corriente ha circulado en profundidad, que se está hablando de lo mismo y que el acercamiento mutuo es mayor que nunca.


Dialogar

En un grupo hay dos clases de «pelmazos de la comunicación»: por una parte, los que peroran y confiscan la palabra; por otra, los que se callan y se mantienen en la «reserva».

Para comunicarse hay que dialogar. El verdadero pobre al que alaba el Evangelio no es el que da (que es acción propia de un rico) ni el que recibe (que puede ser un aprovechado), sino el que comparte.

Pero el diálogo no significa simplemente esperar a que el otro haya acabado de hablar para tomar uno la palabra. Dialogar es, ante todo, escuchar; pero escuchar tan perfecta, tan atenta y tan intensamente que, sin querer, se lleve al otro a hablar en verdad, a decir cosas nunca dichas, a hablar al mismo nivel al que tú le escuchas.

Y cuando tomes la palabra, no será por necesidad de hablar, ni será tampoco para decir lo que ya tienes preparado; será para reflejar la profundidad a la que el otro te ha alcanzado.

Todos tenemos ganas y miedo de expresarnos, ganas y miedo de quitarnos la máscara con la que nos movemos por el mundo sin temor a traicionarnos. Por eso, el que dialoga debe comenzar por quitarse su máscara para animar al otro a que haga lo mismo. Lo de menos es que hable o que escuche; lo importante es que abandone sus defensas y se comunique con el otro con la sencillez de los pobres que nada tienen que preservar.

Nace así una extraña fraternidad en la que, cuanto más confía uno sus secretos, desvela su singularidad y entrega lo más íntimo de sí, tanto más siente cómo el otro se reconoce en su confidencia y cómo ésta les libera a ambos de la oscuridad que les oprimía.

Y es que sólo se supera lo que se logra expresar; sólo se puede reflexionar sobre lo que se tiene delante de uno y es diferente de uno; sólo se puede apoyar uno en aquello de lo que se ha liberado.

El famoso psicólogo Carl Rogers prescribe el silencio al psicoanalista, que en el mejor de los casos debe limitarse a decir: «¿Y bien...?»

Ciertamente, hay que recomendar el silencio en proporción análoga a nuestra impaciencia por hablar, por imponernos, por aconsejar, por apiadarnos... ¡Y esto no sería poco! Pero la disciplina que debe imponerse una verdadera comunicación es infinitamente más exigente: del mismo modo que para ayudar a un moribundo, de alguna manera hay que morir con él, así también para ayudar a alguien a soltar lo que lleva dentro encerrado y le encierra en sí mismo, hay que acompañarle intensamente a todo lo largo de su desgarrador esfuerzo. No hay parto espiritual sin dolor.


Bajo la mirada del otro

El mayor servicio que puede hacerse a un ser humano es proponerle una imagen de sí en la que pueda reconocerse y aceptarse.

Nosotros no sabemos quiénes somos: no estamos seguros de nuestro ser ni nos sentimos contentos con nuestra apariencia. Cada encuentro con otro es una tentación de asemejarnos a él, de calcar nuestros rasgos sobre los suyos, de liberarnos de nuestra inconsistencia refugiándonos, como el crustáceo llamado «ermitaño», bajo la máscara que el otro nos propone.

Nosotros confiamos en que nuestro rostro ha de adaptarse a esa máscara, ha de animarse y decidirse a adherirse a ella.

Pero, por desgracia, el injerto no tarda en desprenderse, y la imagen que habíamos descubierto en nuestro entorno (en una película, en un libro o en un «comic») se diluye, y nos encontramos solos y desnudos como un insecto en época de muda.

Con infinito respeto, debemos adivinar en cada ser humano lo que puede llegar a ser, y atrevernos a creer en ello.

Es lo que hacen los que se aman: se liberan mutuamente de los límites que les imponía la familia; se despojan de la crisálida en que les había encerrado esa triste y cruel lucidez de los hermanos y hermanas, y a veces de los padres, que te asigna un papel del que ya no puedes salirte, que te petrifica en un determinado momento o fase de tu evolución, para tener ellos la comodidad de poder identificarte así para siempre, desanimándote de cualesquiera intentos de superar dicha fase o momento.

La persona que te ama tiene esa lucidez creativa y cálida que se atreve a contradecir las certezas de quienes creían conocerte perfectamente, y desembrolla las líneas de tu futuro. Te proporciona esa divina sorpresa de sentirte responder a su llamada, crecer bajo su mirada y asemejarte cada vez más a la imagen que se ha hecho de ti. Cada cual adivina para el otro lo que ignora para sí mismo; cada cual se atreve a asegurar al otro aquello de lo que duda para sí.

El papel de los artistas consiste en proponer a sus contemporáneos las obras que les revelen el fondo de ellos mismos. ¡Cuán dolorosa, desgarrada y descuartizada tiene que estar nuestra época para reconocerse en las desfiguraciones de nuestros pintores y escultores, en su encarnizamiento en destruir y recomponer el rostro humano! Pero su verdad estalla con una fuerza expresiva que se aleja muy mucho, ciertamente, de los cánones de belleza establecidos por los siglos precedentes.

Las filosofías y las religiones han prestado a los hombres durante mucho tiempo el servicio de suministrarles una representación' del mundo y un lugar en ese mundo que les tranquilice y les satisfaga. Pero el mal que actualmente nos afecta a todos se debe a que esta imagen ha caducado, y es menester inventar otra. Por una parte, hay que descubrirle al hombre los instintos que siguen haciendo de él un animal poco evolucionado, capaz de idear masacres cada vez más ingeniosas y más amplias, y enseñarle a dominar dichos instintos; por otra parte, hay que despertar en él su aptitud para la inspiración, la confianza en el poder ilimitado de lo que le habita en lo más hondo de sí mismo, y la audacia de creer en su vocación a la justicia y al amor universales.

 

Despertar a sí mismo,
despertar al mundo


Este título supone que estamos todos dormidos y vivimos en una especie de embotamiento, inconscientes de nosotros mismos y de los demás.

De hecho, estamos ciegos y no vemos absolutamente nada.

Haz la prueba de «mirarte» en un espejo y descubrirás cosas sorprendentes. Constatarás, por ejemplo, que nunca te has mirado de veras. Por supuesto que te has peinado y te has afeitado, o maquillado, día tras día, pero nunca te has «considerado», nunca te has mirado amistosamente.

Cada uno de nosotros es para sí mismo el más extraño de los seres. Pero apenas somos capaces de ver mejor a los demás, a quienes «barremos» con la mirada, creyendo en seguida saberlo todo acerca de ellos. Incluso a quienes nos son más cercanos, ¿cuánto tiempo hace que ya no los miramos? A veces un extraño los ve mejor que nosotros, y nos sorprendemos cuando nos lo hace ver.

Además, estamos sordos y no oímos absolutamente nada.

¡Cuántos menosprecios y cuántos malentendidos...! Nos apresuramos a responder a los demás, creyendo en seguida saber lo bastante de ellos para hacerles callar.

Jamás deberíamos dialogar con nadie si no somos capaces de repetir sus palabras de una manera que le satisfaga. Inténtalo... ¡y te sorprenderá el tiempo que hace falta para que él se reconozca en lo que tú crees que él ha dicho...! Y, por lo general, si lo consigues, ya no habrá discusión, porque, en lugar de contradecirle, habrás entrado en su mentalidad y estarás en condiciones de completarlo.

Vamos por ahí como sonámbulos, drogados de inconsciencia, de trabajo, de distracción, de ausencia respecto de nosotros mismos y de los demás.

Recuerda cómo insistía Jesús en la necesidad de la vigilancia: «Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora»; «¡Dichosos los siervos a quienes el señor, a su vuelta, encuentre velando!». Y cuando resucita a la hija de Jairo, dice: «La niña no ha muerto; simplemente, duerme.

Debemos comprender una cosa: no es más fácil despertar a un vivo que resucitar a un muerto.

La palabra griega «aletheia» se traduce por «verdad», pero literalmente significa «salir del sueño».

Y para los hindúes, Buda es «el Despierto».


Despertar a sí mismo

Solemos considerarnos como seres simples, pero en realidad somos extraordinariamente ricos y complejos.

Nuestra memoria ha ido registrando todos los hechos de nuestra existencia, aun los inconscientes. No hemos olvidado nada desde nuestro nacimiento, e incluso, según Jung, disponemos de una conciencia colectiva que nos dicta las aspiraciones de la humanidad entera. En cada uno de nosotros existe toda la experiencia humana.

«El hombre es una caracola donde resuenan todos los rumores del mundo» (Zundel).

El macrocosmos está en el microcosmos...

¡Y todo ello ignorado, reprimido, inexplotado...!

Afortunadamente, disponemos de nuestras horas de sueño para beber en las fuentes primitivas, para hacer acopio de las energías fundamentales.

Conocerse a sí mismo es, evidentemente, la primera condición para conocer a los demás, del mismo modo que la primera condición para amarlos es amarse uno mismo... «¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!»

Únicamente conoceremos de los demás aquello que se ha hecho vivo en nosotros. Sólo haciéndonos «porosos», sensibles, atentos a los «rumores del mundo» y a nuestras riquezas interiores, lograremos entrar en consonancia, en connivencia con las riquezas de los demás.

Ahora bien, el resultado habitual de una «buena educación cristiana» es una prodigiosa ignorancia de sí mismo. «¡No te escuches! ¡Olvídate de ti mismo! ¡Renuncia a ti mismo! ¡El Yo es aborrecible!...»

Pero estamos atravesados de deseos, pensamientos y reacciones, y generalmente no podemos discernir si somos nosotros los que pensamos, sentimos y deseamos, o si, por el contrario, es nuestra educación, nuestro ambiente o nuestros condicionamientos los que lo hacen.

Alguien decía ante un problema: «¡Me gustaría saber lo que yo pienso al respecto!»

Hace falta mucho tiempo para distinguir entre lo que uno piensa y lo que le han sugerido que piense.

¿Hemos nacido de dentro o hemos sido construidos, formados, desde fuera?

Hay que recuperarse, estar al acecho de las propias sensaciones, analizar los propios sentimientos, reformar los propios hábitos, para discernir lo auténtico de lo «fabricado».

Cada una de nuestras ideas y de nuestras palabras no tienen más contenido verdadero que la experiencia, la andadura que hayamos hecho a su encuentro.

Hay que despertar al propio cuerpo.

El cuerpo es humilde. En cambio, el espíritu se imagina invulnerable. El cuerpo es consciente de su dependencia con respecto a la realidad, de sus limitaciones, de su condición frágil, que envejece y que es mortal. La verdad del hombre es que únicamente es libre a través de una serie de dependencias aceptadas: dependencia de su tiempo, de su lugar, de su ambiente, de su familia, etc. El espíritu es orgulloso, porque niega sus limitaciones y pretende ignorar los «avisos» que le transmite el cuerpo y refugiarse en lo imposible.

El cuerpo es el fiel guardián de nuestra historia, el depositario de nuestros archivos personales. El cuerpo lo ha sentido todo y no ha olvidado nada, y a quien sepa mirar con sagacidad le desvela lo que somos. Todo cuanto hemos vivido ha marcado nuestro cuerpo, se ha incrustado en él, por así decirlo. Cada sufrimiento de nuestra vida ha provocado una crispación, un bloqueo, una barrera... El cuerpo se ha curtido contra las agresiones, ha creado una serie de obstáculos nerviosos para defenderse. «Toda emoción reprimida se traduce en una contracción muscular» (W. Reich). De suerte que no hay progreso ni liberación espiritual sin que también el cuerpo se transforme: «Estás irreconocible» (incluso físicamente), te dirán los que te conocen, después de una «conversión».

Y tampoco hay liberación del cuerpo sin que se produzca (o, al menos, se nos proponga) una liberación espiritual.

A veces nos vuelve a la memoria, reanimado, un simple recuerdo del pasado: el malestar físico corregido o reconcienciado recuerda el hecho que lo originó.

Pero el cuerpo entrega lentamente sus secretos. Una contradicción requiere tiempo para sanar. Es imposible obligar al cuerpo a hablar. Hay que respetar su ritmo. Necesita «bloquearse». Ante el anuncio de una alegría o de una desgracia, necesitamos tiempo para alegrarnos o para entristecernos de verdad: el tiempo que la noticia tarda en recorrer todas las provincias de nuestro cuerpo, y no sólo la «capital».

Y esto es algo que nadie puede hacer en nuestro lugar. Es nuestra sensación la que nos ilustra, no las explicaciones o interpretaciones que puedan darnos.

Hemos sido educados para vivir del espíritu, para elevarnos por encima de la materia, para domar y mortificar la carne. Y, sin embargo, la primera necesidad y la primera tarea del niño consiste en construirse una imagen de su propio cuerpo, y únicamente toma conciencia de sí en la medida en que ha logrado habitar su cuerpo.

Nosotros tenemos conciencia de existir porque sentimos nuestro organismo, su peso, sus movimientos, sus operaciones, sus señales... La existencia se conquista; consiste en una progresiva presencia a sí mismo y al mundo, pero esta presencia sólo podemos experimentarla a través de nuestro cuerpo.

¡Cuántas personas ignoran que lo que determina su buen o mal humor, su estado de satisfacción o su sordo descontento con la existencia, es su tono muscular o nervioso! Sin duda alguna, la base de nuestro comportamiento la constituye la percepción del estado satisfactorio o insatisfactorio de nuestro cuerpo.

La reconciliación con nuestro cuerpo es una condición previa a nuestra reconciliación con la naturaleza, con los demás y con Dios. Padecemos un «handicap» inicial, y es que todos nuestros ulteriores pasos estarán en peligro mientras no nos hayamos aliado con nuestro prójimo más cercano: nuestro cuerpo.

Habitar el propio cuerpo, conocerlo por dentro, descubrir su presencia amistosa y servicial, coincidir con uno mismo: he ahí toda una promesa de equilibrio y de alegrías.


Despertar al mundo

Esa mirada y ese respeto pueden extenderse al mundo entero. También las cosas, las plantas y los animales tienen un «interior», un principio de espíritu, una significación que les trasciende. Si los tratamos como simples cosas, corremos el riesgo de comportarnos también nosotros como unos simples. Si los consideramos como seres vivos, animados, en tensión hacia el Espíritu, en vías de espiritualización, entonces nos estaremos considerando a nosotros mismos como seres espirituales.

Aconseja Tagore que cuando paseemos por un césped, pensemos que cada brizna de hierba está tan viva como nosotros mismos. Y así no tardaremos en hacernos extraordinariamente vivos.

Cada animal es un misterio fraterno que trata de elevarse hacia ti y que a veces incluso te supera. Decía Konrad Lorenz que él jamás lograría amar tanto a su perro como su perro le amaba a él: «Mi perro daría su vida por mí, pero ¿sería yo capaz de hacer lo mismo por él?

Jesús, que era un poeta, veía todas las cosas terrenas como símbolos y anticipo de las cosas celestes. Veía la vid, los sarmientos, los racimos y las uvas, y decía: «Yo soy la vid verdadera; manteneos bien unidos a la cepa, para que os llenéis de savia y deis fruto abundante». Veía el agua, las fuentes, los pozos, le pedía agua a la Samaritana, y era únicamente para revelarle otra clase de agua, más verdadera, que se convierte en manantial que brota en el corazón de quienes la beben. Todos y cada uno de nosotros tenemos sed de ese agua, de la que el agua terrenal es mero anuncio, iniciación, promesa... Veía a los padres y a las madres y se asombraba de que, a pesar de lo malos que somos, podamos ser tan buenos para con nuestros hijos. Pero añadía: «Todavía no sois lo bastante padres ni lo bastante madres. Nadie conoce al Padre en quien toda paternidad, tanto en la tierra como en el cielo, tiene su nombre, su significación y su origen».

«Hay otra clase de hambre, incluso en los que están hartos; hay otra clase de sed, incluso entre los que están ebrios; hay otra clase de necesidad, incluso en los que lo tienen todo. Hay en el hombre algo distinto de las apariencias, y yo he venido a revelarlo».

Claudel afirma con dureza: «Los hindúes, con sombría obstinación, no cesan de repetir que todo es ilusión; pero nosotros, los cristianos, creemos que todo es alusión».

El Universo está lleno de sentido, de alma, de espíritu; hay en nosotros y a nuestro alrededor una extensión infinita por explorar y unas increíbles riquezas por descubrir. ¿Quién sacará de nosotros lo mejor de nosotros mismos? ¿Quién nos permitirá desplegar nuestra tierna hojarasca, hasta ahora replegada por causa del frío que nos hace estremecer?

Cada uno de nosotros está conectado a una Fuente, a un dinamismo inagotable, y el sentido de nuestra vida consiste en que despertemos a esta dimensión de infinito y ayudemos a despertar a otros.

 

Raíces

Todos nosotros estamos desarraigados...

El hombre es un ser poroso que vive únicamente de intercambios, de inspiraciones y espiraciones; que no existe si no es integrado en un medio, enmarcado por otros hombres, sostenido por unas estructuras y vinculado a una Realidad superior y misteriosa. No soportamos el aislamiento ni la exclusión; perder a los demás es tanto como perderse a sí mismo. El niño que se siente perdido se aferra a su peluche o aprieta en su mano su juguete preferido, tal vez una vieja canica, en un desesperado esfuerzo por no perder sus raíces. En el momento de la muerte, son muchos los que llaman a su madre. Si fuéramos a morirnos hoy, ¿a quién recurriríamos nosotros?

Yo he conocido a huérfanos de todo tipo: aquellos cuyo padre había muerto y se sentían tan inferiores ante sus compañeros que se inventaban un padre, buscaban un padre por todas partes, y había que amarlos con el suficiente tino como para que aprendieran tranquilamente a descubrir en sí mismos (en fidelidad, semejanza y continuidad respecto de su difunto padre) esa raíz irremplazable.

O aquellos otros cuyo padre les era desconocido; éstos tenían peor suerte: los otros padecían una mutilación «limpia», por así decirlo; pero en éstos la herida estaba infectada por la duda, la sospecha, la incertidumbre, la falsa esperanza, el rencor... No paraban de buscar, de cuestionarlo todo, de rebelarse, sin saber si debían esperar o temer encontrar lo que les faltaba.

Pero el caso más doloroso era el de los «huérfanos morales»: los que sufrían por no sentirse amados por su padre, o por no poder amar o admirar a su padre, o por no poder descubrir su identidad o su diferencia respecto de aquel ser que se les escurría de entre las manos.

Basta fijarse en los emigrantes: los de la primera generación se ven cruelmente desgajados de una inmensa parte de ellos mismos; los de la segunda generación intentan por todos los medios adaptarse al modelo ambiente. Pero los de la tercera generación se vuelven de nuevo hacia su pasado, hacen alarde de su diferencia y preservan su originalidad.

Pues bien, todos somos emigrantes, todos estamos desarraigados: desarraigados de nuestro territorio o de nuestra patria; desarraigados de nuestra cultura en estos tiempos en los que todo cambia tan rápidamente; desarraigados de nuestro ambiente y de nuestro trabajo (parados o, simplemente, proletarios privados de responsabilidades, de iniciativa y de cualquier derecho sobre lo que hacen).

Más aún: estamos desarraigados de nuestras religiones caducas, de nuestras ideologías impugnadas, de nuestras convicciones resquebrajadas... Somos unos pobres perdedores.

Cada día aparece un nuevo libro en el que algún «ex-lo que sea» reconoce sus errores, confiesa que se ha equivocado (e incluso, a veces, que ha mentido), reniega de sus pasados compromisos, relata sus decepciones, abjura de su antigua fe... Y además, el hombre, al igual que el árbol, tiene tanta necesidad de ramas que se eleven hacia el cielo como de raíces que se hundan en la tierra, y únicamente alcanza su exacta envergadura cuando se despliega en una representación del mundo que le asigna su lugar propio, su deber y el sentido de su vida. Es terrible perder las referencias, vagar por el mundo sin pertenencia alguna, sentir que uno ya no está «conectado».

Todos debemos ser capaces de crearnos una raíz «portátil», una raíz interior. Si hemos perdido el arraigo natural, debemos recrearnos un arraigo personal.

Lo cual sólo será posible si tomamos conciencia de nuestro misterio interior: ¡cuántas riquezas desconocidas y recursos insospechados poseemos...! Nuestra apariencia es una máscara que nos desanima, a nosotros y a los demás, de buscar en profundidad. Somos «icebergs» sumergidos en un noventa por ciento. Pero sólo la conciencia de nuestro propio misterio nos abrirá al misterio de los demás, a la búsqueda paciente de su verdad oculta, al descubrimiento de nuestra fraternidad profunda. Porque, a pesar de todas nuestras diferencias, comulgamos en una misma raíz: ¡estamos todos habitados por un tal deseo y una tal falta de amor...! El medio de superar todas nuestras diferencias, todas nuestras dificultades de conciliación, consiste en hacerse lo bastante humanos para ser comunicables. La unidad de la especie humana está hecha de ese deseo que nos hace vivir, con tal de que no nos saciemos nunca.

¡Extraño destino: echamos de menos nuestras raíces y, sin embargo, nos vemos incesantemente llamados al desarraigo! El éxodo es un exilio y es, al mismo tiempo, una tierra prometida. «Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer», dice Dios a Adán y a Eva. «Deja tu país, a tu familia y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré», le ordena a Abraham. Salida de Egipto deseada y temida. En la transfiguración, Jesús hablaba con Moisés y Elías de su «éxodo», que debía verificarse en Jerusalén (Lc 9,31).

¡Y cuántos éxodos y desarraigos han podido resultar benéficos para nosotros: nacimiento, adolescencia, matrimonio, sucesivos «reciclajes», retiro, muerte...! Nos gustaría sentirnos asentados, estabilizados, tranquilos..., y la vida nos desaloja de todos nuestros refugios. ¿Seremos deportados o peregrinos? Nuestras experiencias de los diversos éxodos ¿nos han enseñado el miedo o nos han abierto a la Esperanza?