EL DIOS DEL EVANGELIO
FELICIDAD Y BIENAVENTURANZAS


¡Hay que ser feliz
de inmediato!

Nunca serás feliz si no aceptas el no serlo plenamente.

La frustración es inevitable, y quien pretenda verse plenamente satisfecho se sentirá perpetuamente decepcionado. Incluso arruinará aquello que tiene, por despecho de lo que no tiene. No hay nada más destructor que la exigencia de una satisfacción plena. A fuerza de quererlo todo, no se tiene nada.

El secreto de la felicidad consiste en no renunciar jamás a ella y, sin embargo, no reivindicarla total e inmediatamente.

Si no eres feliz desde ahora mismo, tal como eres, no lo serás nunca, porque siempre te faltará algo que sólo la esperanza y el esfuerzo podrán garantizarte.

El inactivo tiende a caer en el pesimismo y en el aburrimiento; sólo hay felicidad en la acción y en la voluntad. Si esperas la felicidad de brazos cruzados, no llegará nunca. Si hablas de tus penas, éstas se multiplican. Si buscas razones para estar triste, acabarás inventando toda una filosofía de la desdicha.

Saber soportar la soledad sin cerrarse a la comunicación; saber vivir consigo mismo, pero con el recuerdo y la esperanza de unas relaciones felices con los demás... El aislamiento consiste en rechazar el contacto, del mismo modo que el mutismo consiste en rechazar la palabra. El silencio, en cambio, es la meditación de una presencia o la espera de que madure una verdadera palabra. Rechazar las frustraciones de la soledad significa rechazar las frustraciones de la comunicación.

En la juventud, el mundo nos parece demasiado pequeño para nuestra alma, y soñamos con crear otro a nuestra medida.

Los años nos van enseñando el valor de la vida y las inagotables riquezas del mundo. Cuando se es joven, parece fácil morir. Cuando se acerca la muerte, se avergüenza uno de no haber sabido saborear y apreciar la existencia. Y es que nos apegamos a ella no tanto por lo que ella hace por nosotros, sino por lo que nosotros hacemos por ella. Nos vinculamos estrechamente a ella por todo lo que a ella le dedicamos, los sacrificios que nos exige y los seres que nos confía. Y cuando logramos domeñar nuestro inmenso orgullo, reconocemos que ella nos ha enseñado mucho y que nosotros, en nuestra ignorancia, la menospreciábamos.

El adulto vuelve a hacerse niño: ese niño que, muy frecuentemente, no había sido nunca; ese niño que jamás supo ser. Pero, al fin, es niño por primera vez.

¡Dichoso quien revive la lozanía de la infancia
en la paz de la madurez!
¡Dichoso el que sabe y, sin embargo,
todavía es capaz de asombrarse!
¡Dichoso el que nunca deja de maravillarse!
¡Dichoso el que, a pesar de su pobreza, sigue amándose!

La juventud está prisionera. Todos nacemos en la esclavitud, obligados a pechar con una familia, un lugar, una época, una cultura y una religión que no hemos escogido. ¡Y cuánto cuesta llegar a «des-condicionarse» y crear la propia familia, el propio ambiente, la propia cultura, la propia fe...!

La vejez, en cambio, es la edad de la libertad. Al fin se atreve uno a ser uno mismo y se ríe de las modas, de los respetos humanos, de las ambiciones sociales... Uno sabe quién es, lo que quiere y a quiénes ama. Se hace uno abierto y disponible a la belleza del mundo y a la miseria de los demás. Camina uno hacia su liberación. Ha conquistado el derecho a existir.


Las Bienaventuranzas, revelación sobre Dios

La irrupción de Dios en nuestro universo supone para el hombre una conmoción radical. El mundo de Dios es verdaderamente un mundo distinto, un mundo nuevo al que únicamente se accede a través de un nuevo nacimiento. Sus valores son totalmente diferentes de los nuestros: sus gustos que causan asombro, sus gozos desgarradores, sus sufrimientos que llenan de dicha... Y, sin embargo, el hombre tiene la singular impresión de que todo ello no le resulta del todo extraño. Todos sus hábitos se ven contrariados, pero su naturaleza se ensancha como si respirara los aires natales. Creado a imagen de Dios, siente cómo su ser verdadero se mueve y respira por primera vez. La revelación de Dios es siempre una revelación del hombre, un descorrerse el velo que le ocultaba a sí mismo de sí. Al aprender a conocer a Dios de un modo absolutamente distinto de como jamás hubiera creído, el hombre aprende a reconocerse a sí mismo como jamás habría sospechado.

Las Bienaventuranzas son la descripción de las costumbres divinas, de los gustos de Dios, de las obras que le causan placer. No hay que ver en ellas una especie de consejos dados al hombre para que un día merezca alcanzar la riqueza, la satisfacción y el hartazgo, la justificación, la venganza..., sino que hay que ver en ellas una revelación de lo que la llamada y la presencia de Jesús producen en el corazón de quienes lo acogen. No se trata de un futuro vuelco total de determinadas situaciones deplorables, sino de una sorprendente simultaneidad: en el Reino de Dios se vive feliz a pesar de la pobreza, a pesar incluso de la aflicción, a pesar del hambre y la sed, a pesar de la persecución..., porque se ha encontrado una fuente de vida que permite soportar y hasta llevar con garbo todo eso. Comienza uno a asemejarse a Dios, a comulgar en sus «espantosas» alegrías y en sus «deseables» sufrimientos, a entrar en el juego divino del «gana-pierde», del «quien pierde su vida la salva», del «quien se hace el último resulta ser el primero»...

Es Dios el misericordioso por excelencia; y el que ejerce la misericordia se hace perfecto como el Padre celestial es perfecto (Lc 6,36; Mt 5,48). Es Dios el que es pobre, porque es don, expansión, difusión, comunicación de sí... ¡Dichosos los que acogen el Reino de Dios, porque podrán ser pobres como Aquel que les abre sus puertas! Es Dios el que llora por sus desdichados y divididos hijos; es Dios el que tiene hambre y sed de justicia; es Dios el que es manso y artífice de la paz; y, sobre todo, es Dios el que, en Jesucristo, padece persecución por la justicia.

Dios no es el Ser inmóvil, impasible, todopoderoso y «beato», sino una fuente de amor, de actividad y de vida que, en su movimiento y en sus combates, arrastra a cuantos se confían a ella. La felicidad humana no radica ya en el descanso, la riqueza, la consideración, el prestigio, el poder... La felicidad pertenece a todos cuantos se asemejan a Dios, a todos cuantos luchan y sufren con él para liberar y pacificar al mundo.

Para ser dichoso no hay por qué salirse de la humanidad, elevarse mediante dones excepcionales ni acaparar los medios del poder y del disfrute; basta con haber experimentado esa «visita» de Dios al corazón que le permite a uno amar y servir como El.

Durante mucho tiempo, la humanidad había imaginado su felicidad (y la de Dios) como la realización de nuestros deseos espontáneos de descanso, de «confort» y de omnipotencia. La revelación de Jesucristo nos traza una imagen dinámica de la felicidad: se trata de una felicidad que se conquista, de un amor que se extiende progresivamente, de una victoria que se obtiene en la aparente y más absoluta de las derrotas. Hay que haberlo vivido para creer en ello, y Jesús apela a la experiencia de sus discípulos: ellos lo han dejado todo y no les falta de nada (Lc 22,35); han llorado, pero han sido consolados; se han creído solos, pero nunca han sido abandonados; se han descubierto salvados cuando se creían perdidos; han escuchado palabras duras y han conocido momentos difíciles, pero las Palabras de la vida eterna siempre resonaban en sus oídos y en su corazón, comunicándoles una intensidad de vida y de alegría que ya no podían dejar de preferir a todo lo demás.


¡Dichosos los pobres!

¿Dichosos los pobres? ¡Sí, si dejan de serlo!

Pocos textos han sido tan mal comprendidos como éste, tan deformados e interpretados de tan distintas maneras. Ya los propios evangelistas se dividen al respecto: Mateo hace de la pobreza una virtud espiritual («Dichosos los pobres en el espíritu»), mientras que Lucas se queda en el nivel económico y social («Dichosos vosotros, los pobres»).

Si alguien quisiera comprobar la perplejidad que esta enseñanza capital de las Bienaventuranzas produce en los cristianos, bastaría con formular a cada uno de ellos la siguiente pregunta: «¿Qué prefieres: ser cada vez más rico o cada vez más pobre?» ¿Quién puede responder fácilmente a semejante pregunta? Quizá sólo pueda hacerlo el ingenuo listillo que pretende conciliarlo todo: «Yo prefiero hacerme muy rico para poder dar mucho». Pero, si das mucho, ¡tienes muy pocas probabilidades de llegar a hacerte rico!

Definamos la pobreza, para entendernos, como la ausencia o la escasez de los bienes necesarios para la vida, incluida la falta de los conocimientos y la libertad que permitirían obtenerlos.

Declarar «dichosa» semejante situación es un insulto a los pobres y una blasfemia contra Dios. Por el contrario, es preciso trabajar con toda el alma para que desaparezca tal escándalo.

Cuando Jesús proclamaba: «Dichosos los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos», estaba anunciando que él iba a colmarlos de todos los bienes mesiánicos (¡que no son meramente espirituales!). Pero se ha querido entender que Jesús les animaba a seguir siendo pobres, ¡cuando lo que él les prometía era la liberación de la pobreza! La «Buena Noticia» anunciada a los pobres es su liberación, del mismo modo que lo que se anuncia a los ciegos es la recuperación de la vista, a los cojos la posibilidad de andar, y a los sordos el oído (Mt 11,5).

Se ha pretendido hacer una virtud y una dicha de lo que no es más que una lamentable situación económica. Se ha llegado a buscar la pobreza, porque se creía que Jesús la aconsejaba. Pero la pobreza, en sí misma, rara vez conduce al amor. Y si es una pobreza buscada y pretendida, por lo general hace a las personas amargas, orgullosas y hasta hipócritas. El amor verdadero, en cambio, significa tal riqueza de vida y de relación que permite prescindir de multitud de cosas que, sin ese amor, parecían indispensables. No hay que querer hacerse pobre; ¡hay que querer liberar a los pobres... hasta el punto de que deje de haberlos!

Y es que, en contra de lo que muchos creen, lo que se pide a los cristianos no es que sean unos seres desdichados y tristes. Quienes así lo creen únicamente han comprendido y se han quedado con la mitad de las Bienaventuranzas y, encima, con la mitad peor: creen que, para obedecer a Cristo, deben ser pobres, deben llorar, deben ser perseguidos... Y entonces se dicen a sí mismos: «Está bien: me privaré de todo lo que pueda y daré limosnas, alimentaré mis melancolías y padeceré hambre y sed... Y en cuanto a lo de ser perseguido, tengo un jefe, una mujer (o un marido), una familia y una suegra que no se lo desearía ni a mi peor enemigo...»

No debemos reducir las enseñanzas de Cristo a semejantes simplezas. Cristo nos pide que seamos dichosos (pobres dichosos, perseguidos dichosos, infelices dichosos...). Sólo seremos signos de Dios, testigos de Dios, manifestación de Dios, si somos como El, si somos capaces de hallar nuestra dicha en medio de la pobreza, en la mansedumbre, en la pasión por la justicia y en medio de la persecución, porque ello demostrará que vivimos de un amor que nos permite soportarlo todo.

La peor interpretación de las Bienaventuranzas consiste en hacer de ellas una promesa para el más allá, un vuelco total de la situación «el día del juicio»: sé pobre, hambriento y desdichado aquí abajo, y serás tanto más rico, harto y feliz en la otra vida...

En tal caso, habría que abstenerse cuidadosamente de socorrer a los pobres y consolar a los afligidos, porque podríamos poner en peligro su recompensa eterna. Más aún: ¡habría que hacer lo posible para que hubiera más gente desdichada y generalizar la miseria, para que el cielo esté más poblado!

Y no es así. Para Cristo, los pobres y los perseguidos son dichosos desde ahora, porque ya están viviendo algo del Reino.

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Dos mil años después de Cristo, y en plena expansión industrial, la miseria es más aguda que nunca. Ni la predicación evangélica ni los descubrimientos científicos parecen haber mejorado notablemente la suerte de los pobres: pobres del Tercer Mundo que mueren de hambre y de todo tipo de enfermedades; pobres de los países en vías de desarrollo que carecen de trabajo; pobres de nuestros países ricos, subproletarios, inmigrados, carentes de protección y de techo y privados de los más elementales derechos...

Sin embargo, entre todas las razones para la desesperanza, han surgido recientemente dos motivos para esperar.

El primero de ellos es consecuencia del progreso técnico: por primera vez en la historia, disponemos de los medios necesarios para proporcionar a cada ser humano los bienes indispensables para poder llevar una vida propiamente humana: vivienda, vestido, alimentación, trabajo, educación e higiene.

Hasta ahora, aun cuando la caridad hubiera prevalecido sobre el egoísmo, y el servicio al hombre sobre el deseo de lucro, habría sido imposible asegurar a todos los hombres el mínimo vital. ¡Los niños se multiplicaban siempre más rápida y más fácilmente que las subsistencias!

Por supuesto que hoy no nos servimos aún de las gigantescas posibilidades que han sido o están siendo descubiertas; pero, si quisiéramos explotarlas, nuestra generosidad se haría, al fin, eficaz.

En el fondo, esto quiere decir que, por primera vez desde Jesucristo, la evangelización del mundo se ha hecho realizable. Porque, a escala planetaria, ya no hay redención espiritual posible sin liberación económica, intelectual, social, política... «Hace falta un mínimo de bienestar para practicar la virtud», decía santo Tomás de Aquino. Pues bien, somos nosotros los primeros en la historia en poder procurar ese mínimo a todos los hombres.

El segundo motivo de esperanza para los pobres lo constituye el hecho de que está naciendo una conciencia planetaria y una solidaridad mundial. Los modernos medios de comunicación y, sobre todo, el reconocimiento de la condición humana y fraterna aun de los pueblos más remotos, hacen que nos sintamos cada vez más interesados por su suerte.

«Mientras haya un solo hombre esclavo, yo no soy libre. Mientras haya un solo hombre que pase hambre, yo no puedo comer sin remordimientos. Mientras se le siga negando la dignidad humana al más pequeño de los hombres, se me está negando a mí».

¿No se oye ahí el más hermoso eco de las palabras de Cristo: «Lo que hiciereis con el más pequeño de mis hermanos conmigo lo hacéis»?

La verdadera pobreza no consiste en tener las manos vacías, porque hay manos vacías que están cerradas: manos que rechazan, que se repliegan, manos crispadas, agriadas, endurecidas...: «Estoy soltero, y jamás conoceré el amor. Estoy viuda, y jamás conoceré la felicidad. Estoy casado, atado, encadenado, he perdido mi libertad. Estoy sin recursos, y no puedo disfrutar de nada. Soy viejo, y mi vida se ha acabado...»

No se condena al rico que tiene las manos llenas, con tal de que las mantenga abiertas para que los demás tomen de ellas lo que necesiten y para mantenerse abierto a todo cuanto la vida habrá aún de darle y de enseñarle.

Poco importa que tengas las manos llenas si están abiertas; ¿de qué sirve que las tengas vacías si están cerradas?

Estén vacías o llenas, lo esencial es ser siempre capaz de esperarlo todo, en conformidad con la generosidad y los recursos inagotables de la vida; en conformidad con el don de Dios, que no tiene medida.


¡Dichosos los mansos,
porque poseerán la tierra!

Lo que verdaderamente manifiesta a Cristo son las Bienaventuranzas, porque ellas expresan su espíritu, sus gustos, su carácter, y nadie puede revelarlos sin compartirlos. Dios es amor, y el amor no se adquiere con dinero ni se impone a base de temor, sino con dulzura y mansedumbre.

¡Dichosos los mansos, pues ellos verán cómo el amor se muestra en la debilidad! No hay mayor fuerza que atreverse a ser débil como Cristo en la cruz.

El amor se manifiesta en la pobreza: cuando uno está con aquellos a quienes ama, un establo puede parecer un palacio.

El amor se manifiesta en la humildad: ante la persona amada, todo el mundo es humilde y pequeño, todo el mundo queda fascinado.

El amor se manifiesta en la mansedumbre.

No le es fácil a Dios revelarse a los hombres sin excitar su codicia, atizar sus intereses y desencadenar su fanatismo o, por el contrario, abrumarlos con su grandeza y paralizarlos de angustia y culpabilidad. Dios tiene que proceder muy prudentemente, muy mansamente, muy humildemente, para que nosotros podamos reconocer su rostro sin que el nuestro quede desfigurado; para conseguir entrar él en nuestra casa antes de que nosotros la hayamos abandonado; y para que el encuentro se produzca en un clima de diálogo desprovisto de miedos y de agresividades.

Siendo como corderos en medio de lobos, seremos la verdadera revelación del Dios de mansedumbre: corderos que portan y soportan los pecados del mundo. Aunque quizá preferiríamos ser como lobos en medio de corderos: ¡qué buen trabajo haríamos con unas cuantas dentelladas!; ¡qué bien impondríamos la disciplina!; ¡qué rendimiento le sacaríamos a nuestros trabajos apostólicos...!

Lo malo es que no tardaríamos en transformar a todos esos corderos en lobos como nosotros, mientras que, de la otra manera, aún tenemos una oportunidad de transformar a los lobos en corderos.


¡Dichosos los que lloran, porque serán consolados!

El mundo sufre... y no es consolado; y son muchos los que lloran y no han de reír jamás. El sufrimiento y el mal siempre serán un misterio que escandalice a la razón y ponga a prueba a la fe.

Es inútil tratar de explicarlos apelando únicamente al pecado del hombre. Por supuesto que la responsabilidad de éste es grande, pero ya antes del pecado el mundo había sido creado de manera que incluyera la lucha por la vida y, consiguientemente, la muerte.

¿Cómo pudo Dios concebir y realizar un mundo así? Negar a Dios a causa del mal significa hacer el mundo mucho más absurdo aún. Es preciso quedarse con los dos extremos de la cadena, aunque no se vea el modo de unirlos; hemos de admitir a la vez la horrorosa realidad del mal y la extraordinaria presencia del bien y la belleza.

Más que una explicación, lo que Jesús nos ha ofrecido es un consuelo: nos revela que también Dios sufre el mal; que también Dios lucha contra el mal; que también Dios es misteriosamente débil frente al mal, pero, a pesar de todo, lo supera y lo vence con toda la fuerza de su amor.

Dios es aquel que ama lo bastante como para consolar a los que lloran, no transformando sus lágrimas en risas a golpe de varita mágica, sino enseñándoles a amar como ama El, hasta lograr que su amor inunde todo sufrimiento.

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Sería una auténtica cobardía y una indignidad taparse los ojos para no ver la miseria y la desgracia del mundo.

¡Dichoso, ante todo, el que es incapaz de ser feliz a bajo costo! ¡Dichoso el que sabe que el mundo está enfermo, que vivir es difícil y que el hombre está herido!

El sufrimiento puede hacer que brote una luz; pero esa luz puede servir para rebelarse y endurecerse y, por supuesto, no conduce necesariamente a la virtud, aunque sí desvela siempre una verdad.

Los que sufren son personas avisadas, iniciadas, en medio de la inconsciencia de los que rebosan salud y bienestar. Saben que no están hechos para este mundo de pecado; que no somos de este Inundo; que el mundo debe ser transformado, convertido, vuelto del revés. Si el mayor enemigo del hombre es la indolencia mental, la inconsciencia alimentada, la distracción perpetua, es preciso reconocer que la muerte y el sufrimiento son los dos únicos obstáculos inevitables que le obligan a ponerse en tela de juicio, a reflexionar y a preguntarse por el sentido de su vida y por la manera de eternizarla.

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Pero la carga del sufrimiento, visto de frente, es terrible: no hay quien pueda soportarlo sin correr el riesgo de resultar aplastado. Lo propio del mal es escandalizar, o sea, hacer caer en un mal semejante o aún peor a quien se indigna ante él. Cuando los adolescentes descubren el lado feo del mundo, las debilidades de sus padres o de sus maestros, su reacción, por lo general, consiste en odiar ese mal y, simultáneamente, originar un desastre que haga estallar su furor y su debilidad, su incapacidad de soportar semejante peso.

Sólo Aquel que ha creado el mundo puede cargar con el pecado del mundo; sólo Aquel que murió en la cruz puede cargar con la cruz. ¡Tratemos de no desviar la mirada ante el sufrimiento de los demás!

Arrojémonos a los pies de Cristo crucificado y oigamos cómo nos dice: «¡Ten confianza! Yo he vencido al mal, y hay en mí el suficiente amor como para justificar toda existencia, consolar toda desesperanza y purificar todo pecado». Pero necesitamos repetírnoslo muchas veces, escucharlo durante mucho tiempo, antes de atrevernos a creer en ello.

Nuestra tendencia natural es la de interpretar el sufrimiento como un castigo, como una señal de enemistad por parte de Dios o, al menos, como una demostración de su indiferencia.

La fe consiste en no disimular la extensión y la fuerza del mal, su fealdad y su injusticia, y apelar, sin embargo, a una redención que compensa todo eso, creer en la fidelidad y en la ternura del Padre «que a nadie deja en el olvido» (Lc 12,6) y seguir luchando contra ese mal que nos subleva.

Y es que de lo que más carecemos a la hora de afrontar el misterio del mal no es de explicaciones y argumentos, sino, sobre todo, de una auténtica participación en la «cruzada» contra el mal y en la lucha por la liberación de nuestros hermanos; nos falta amar lo suficiente como para convertir a nuestros enemigos. La solución al misterio del mal no la tiene la filosofía, ni siquiera la teología; la solución radica en la acción de todos y cada uno de nosotros.


¡Dichosos los que tienen hambre
y sed de justicia!

¿Constituyen el hambre y la sed físicas la mejor disposición para experimentar y aceptar de buen grado el hambre y la sed de justicia? Aquéllas son un signo, un símbolo de éstas, pero ¿qué relación guarda este símbolo con la realidad? Del mismo modo que ocurre con la miseria, también el hambre y la sed pueden aturdirnos, adueñarse de nosotros, agriar nuestro carácter, excitar nuestra codicia y nuestro resentimiento... Pero el hambre y la sed tienen, en relación a la hartura, la ventaja del movimiento, de la inquietud, y por eso nos permiten más fácilmente abrirnos a un hambre y a una sed que superan con mucho al hambre y la sed meramente físicas; nos abren a un apetito ilimitado de rectitud, de santidad y de amor.

¿Qué relación existe entre el hambre del cuerpo y la del alma? ¿Es posible conciliar lo que dice Mateo —«Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados»— y lo que dice Lucas, que proclama simplemente: «Dichosos los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados»?

Cuando reina la injusticia, cuando los débiles son oprimidos y los poderosos abusan de su fuerza, todavía puede esperarse, a pesar de todo, que la situación cambie radicalmente. Pero —independientemente del hecho de que los oprimidos no tardan en hacerse opresores, y que los «malos», una vez despojados de su fuerza o de su dinero, demuestran ser tan pobres hombres como los demás—la mera aplicación de recompensas y castigos es una justicia muerta que reconoce y consagra una situación de hecho, pero que no crea valor nuevo de ninguna clase. Semejante justicia no tiene nada qué pueda ser motivo de gozo para un alma apasionada y rebosante de amor. ¡Qué ruin satisfacción la de ver cómo se castiga a un malvado, e incluso la de ver cómo se recompensa a un justo, como si la recompensa pudiera añadir algo a la virtud!

No, en el momento de la retribución el hombre hambriento de justicia experimenta una profunda decepción. Presiente que existe un Juez que no se limita a juzgar, sino que hace mucho más: justificar, hacernos cambiar de nivel, situar, tanto a la víctima como al culpable, en un orden distinto al del salario: el del amor. La única justicia capaz de satisfacernos es la justicia de Cristo para con los pecadores: su misericordia que los sana y los levanta de la postración.

Cuando el hombre es capaz de valorar su hambre como es debido, sabe que ésta no puede ser saciada únicamente con comida o con dinero, ni tampoco con venganza; sabe que su hambre le ha de llevar más allá de todas las metas imaginables, y que no hallará descanso mientras no haya descubierto la fuente infinita en la que podrá beber cuanto desee. La justicia individual o la justicia social, bienes naturales, no son tanto fines cuanto «trampolines» que sirven para dar impulso a una aspiración insaciable.

La más violenta pasión del hombre es la pasión por el absoluto, aunque no seamos demasiado conscientes de ello en nuestra sociedad, donde los productores deben hacer más esfuerzos para avivar necesidades que para satisfacerlas, y donde los gastos de publicidad son a veces mayores que el costo del producto. Nuestra civilización de la abundancia confirma trágicamente las maldiciones que siguen a las Bienaventuranzas en el evangelio de Lucas. La hartura terrena ahoga la sed de Dios.

Pero no desesperemos; probablemente, no se trata más que de una simple etapa.

Puede que, en plena euforia de satisfacción y hartura, se produzca lo que los ascetas se las ingeniaron para obtener mediante la privación y las penitencias: un irresistible salto hacia el absoluto. ¿Quién sabe si incluso la saciedad experimentada y superada no constituye un trampolín más eficaz que la penuria? Es más fácil renunciar a lo que uno desprecia, porque lo conoce, que a aquello de lo que uno carece, de lo que ve disfrutar a los demás y de lo cual puede hacerse un ideal mientras lo ignore.

El hambre de Dios puede desatarse bruscamente en nuestro mundo como una epidemia; en cuanto unos cuantos hayan mostrado con su ejemplo que han encontrado lo que todos buscan sin saberlo, serán innumerables los que se reconocerán en su hambre y en su desprecio de todo aquello con lo que tanto tiempo la han engañado.

Jesús dijo: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37).

Hay que haber pasado mucha y muy profunda sed, hay que haber experimentado la sed y los vanos intentos de apagarla, para sentirse emocionado por esta promesa y adivinar que quien la hace es capaz de cumplirla. Santos como Francisco de Asís o Carlos de Foucauld han manifestado en su juventud la fogosidad de sus deseos y de su audacia para satisfacerlos. Su sed humana les lanzó irresistiblemente hacia mejores fuentes. Su verdadera sed —tan desmedida que habían tratado de apagarla hasta en el lodo— era la sed del Dios vivo.


¡Dichosos los misericordiosos,
porque alcanzarán misericordia!

Perdonar es lo que llena de alegría a Dios. Nada le agrada tanto como practicar su compasión. «Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión» (Lc 15,7).

Lo que Jesús reprocha a los fariseos, al hermano mayor del hijo pródigo y a los jornaleros de la primera hora es el que no sepan alegrarse de la felicidad de sus hermanos y, sobre todo, que no sepan compartir los sentimientos de Dios, la alegría que Dios experimenta al manifestar el fondo mismo de su corazón en la gratuidad de su perdón.

Un Padre de la Iglesia, comentando línea por línea el relato del Génesis, al llegar a las palabras «...hizo Dios al hombre y descansó», se pregunta: «¿Por qué ese descanso? Dios había creado los coros de los ángeles y no tuvo necesidad de descansar; había hecho el cielo y la tierra, con todo cuanto contienen, y no se había cansado; había creado las innumerables especies de plantas y de animales, desde la pulga hasta el elefante, y como si nada... Pero después crea al hombre, a un solo hombre, ¡y cesa en su trabajo...! ¡Ah —exclama el comentarista—, ya lo tengo!: a los animales no se les puede perdonar, porque no son responsables; a los ángeles tampoco, porque no pueden arrepentirse, ya que son totalmente íntegros en cada uno de sus actos. Pero el hombre y la mujer son esos seres extraños que nunca quieren verdaderamente lo que hacen ni hacen verdaderamente lo que quieren. Son unos seres, pues, a los que se puede perdonar, capaces de arrepentirse, a los que hay que consolar por haber sido tan malos. Y Dios descansó después de haberlos creado, ¡porque al fin había dado con alguien con quien poder mostrarse Dios, con quien poder mostrarse Padre, a quien poder perdonar!»

Dar es demasiado poco para Dios; pero perdonar, es decir, seguir dando a quien no da nada a cambio, ni siquiera las gracias; colmar de beneficios a quien le ofende y, sobre todo, acoger con la mayor delicadeza y la más cálida ternura a quien vuelve a él después de haberlo traicionado...: he ahí el don perfecto, el don en su más alta expresión, la Bienaventuranza divina que Dios aspira a compartir con nosotros.

Lejos de dar a cada cual «lo que le es debido», lejos de «recompensar a los buenos y castigar a los malos», nuestro Dios ha inventado esta paradoja del amor: «Amad a vuestros enemigos, devolved bien por mal, pedid por los que os persiguen...» Y, por increíble que pueda parecernos, el propio Dios hace lo que nos ordena hacer a nosotros: ¡ama a sus enemigos, sigue concediendo sus beneficios a quienes lo ultrajan e incluso, en la cruz, reza por sus verdugos!

Por eso la misericordia es el distintivo característico del cristiano, pero no porque su dificultad haga que sea imposible de practicar por quienes no creen, sino porque crea una semejanza esencial entre Dios y el creyente. Dios es misericordioso, Dios es «el amigo de los pecadores», Dios tiene compasión de las multitudes, y los pobres son sus preferidos. Los que aman a sus enemigos, los que devuelven bien por mal, los que excusan a quienes les persiguen, son como el Padre, son los hijos de ese Padre que «hace salir el sol sobre buenos y malos y envía la lluvia sobre justos e injustos». Y son dichosos como lo es él.

Esa alegría que siente Dios en perdonar no conoce más que una limitación: que aquel a quien él perdona se niegue a perdonar a otros. Y no se crea que Dios castiga esa negativa renunciando a practicar su misericordia para con ese desdichado. En lugar de ello, Dios sigue ofreciéndole su perdón. Pero, mientras espera que se abra lo bastante a ese perdón como para ejercerlo también él a su vez, Dios no tiene más remedio que constatar que ese ser sigue siendo impermeable a su influjo; que nada de lo que a él, a Dios, le constituye propiamente, ha logrado penetrar en aquel a quien no deja de asediar con sus gracias; y que hay una prueba decisiva de que el perdón divino no ha producido en él el menor efecto, sino que ha sido inútil y estéril, y es que él, a su vez, no perdona.

Porque, tratándose de Dios, no hay lugar a mandamientos arbitrarios ni a sanciones inventadas. Las leyes de Dios son las de nuestra felicidad. Ni siquiera el propio Dios puede hacernos felices si nosotros nos negamos eternamente a amar. Dios no puede asociarnos a su Bienaventuranza si nosotros no compartimos sus gustos, su carácter, su misericordia, su perdón... La única alegría de Dios es amar sin medida; una alegría que experimentarán quienes acepten embarcarse en esa locura sin fin que es amar a la manera de Dios.

La misión del cristiano en la tierra es vivir y proclamar la misericordia de Dios. A esos innumerables hombres y mujeres solitarios a quienes nadie ama y que, según creen, no tienen a nadie a quien amar; a esos innumerables seres agobiados de culpabilidad y abrumados por la sensación de impotencia, el cristiano debe revelarles que existe un Dios que es amor, un Dios que les ama, un Dios al que ellos pueden amar y que, a su vez, puede hacerles capaces de amar a otros.

No pocos creyentes se preguntan hoy qué es lo que les distingue de un ateo honrado y generoso. Pues bien, he aquí la respuesta: ellos han conocido el amor que Dios les tiene y han creído en él. Y la prueba de la sinceridad de ese conocimiento y de esa fe es bien simple: se sienten tan arrebatados y tan felices que propagan dicho conocimiento y dicha fe hasta los confines del mundo. «¡Seréis mis testigos!»


¡Dichosos los limpios de corazón,
porque verán a Dios!

Evidentemente, la limpieza o pureza de corazón no es la pureza legal de los judíos ni el tabú sexual de los jansenistas. Un corazón limpio es un corazón sencillo, enteramente dedicado a Dios y a su Reino y que se deja «trabajar» y «podar» por la acción de la Palabra (Jn 15,3).

La impureza del corazón afecta a quienes pretenden servir al mismo tiempo a Dios y a Mammón; a quienes únicamente miran por sus intereses fingiendo buscar el interés de los demás; a quienes aducen excelentes motivos para satisfacer sus vicios y hacen ostentación de virtud para procurarse una buena reputación a los ojos de los hombres.

Jesús detestaba la hipocresía de quienes dicen y no hacen, así como la de quienes, incluso delante de Dios, se preocupan por el efecto que producen en la gente.

El corazón limpio busca, ante todo, el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se le da por añadidura. Es un corazón que no está dividido, desgarrado, atraído por finalidades contrapuestas. La simplicidad de su intención es lo que da eficacia a su acción; y, como tiene la mirada puesta únicamente en Dios, entra con El en una comunicación fácil y gozosa: ¡Lo ve!

«¡Ver a Dios! ¿Dirías que es posible? ¡No se puede ver a Dios y seguir viviendo!»

No se puede ver a Dios y seguir viviendo henchidos de orgullo, buscando afanosamente la utilidad y la distracción. No se puede ver a Dios dejándose acaparar y dominar por todos los amos a los que nos hemos sometido. A través de un cristal sucio no se puede ver el día. Con un corazón agobiado de preocupaciones y de deseos egoístas, no se puede ver a Dios.

Pero un corazón libre ve a Dios, siente a Dios, gusta a Dios. La ausencia o el silencio de Dios, de que se quejan tantos de nuestros contemporáneos, no hace sino denunciar el hecho de que están ocupados y absortos en mil cosas e intereses que no son precisamente Dios.

El corazón limpio ve a Dios, porque es sensible a lo que le es querido: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón».

«El esposo reconoce a la esposa por un solo cabello de su cuello», dice el Cantar de los Cantares. ¡Pero el indiferente le reclama su carnet de identidad! En mil signos, imperceptibles para los demás, el corazón limpio percibe y acoge la presencia de Aquel a quien espera: en la fuerza que da la oración descubre la paz de su conciencia, y ello después de un sacrificio generosamente aceptado, después de un período de ardorosa dedicación en el que percibe nítidamente que ha sido elevado por encima de sí mismo y que es Otro quien ha hecho en él lo que él mismo se extraña de haber podido hacer.

Como hizo María, el corazón limpio considera los acontecimientos de su vida, los medita en su corazón y trata de descubrir en ellos los signos de Dios. Sucede que, muy a menudo, no comprende de inmediato, pero está demasiado acostumbrado a su «huésped» como para desesperar, y sabe que más tarde comprenderá lo que de momento le desconcierta. Ha recibido suficiente luz como para soportar sus oscuridades, y sabe que no tardará en ver de nuevo a su guía.

El corazón limpio posee la facultad de entender y gustar las cosas de Dios, porque Dios se hace visible al hombre de mirada limpia. Adán conversaba familiarmente con su Creador a la hora de la brisa vespertina, y Moisés hablaba con Dios cara a cara, como un hombre habla con su amigo. También para nosotros, si somos pobres, humildes y limpios de corazón, el Verbo se hace carne y habita entre nosotros.

En tiempos de Jesús, los limpios de corazón se emocionaban ante su proximidad y se sentían atraídos por él, sin poder decir por qué. Su corazón ardía en su interior cuando él les hablaba. Los que eran de Dios oían arrobados cómo resonaba en ellos Su palabra. Sus ovejas reconocían Su voz y se apresuraban a seguirle.

Dios es tan visible como el amor. Cuando una persona ama de veras, se nota perfectamente, y todo el mundo reconoce que en él se transparenta el Espíritu de Dios. En la Iglesia primitiva se escogía para las misiones importantes a hombres muy llenos del Espíritu Santo. De los primeros cristianos decían los paganos: «¡Mirad cómo se aman!» Su amor era tal que hacía visible a Dios, y no se podía dejar de envidiarlos, de preferir la limpieza de su corazón, entregado a un único amor, a todo cuanto pudiera vivirse y disfrutarse con los bienes de este mundo.

Nada se siente ni se ve con mayor claridad que la presencia del amor en una comunidad o en una familia (y también su ausencia, desgraciadamente).

No pidamos a Dios otra clase de manifestación. La que El ha elegido, sólo de nosotros depende percibirla e intensificarla. Limitémonos a orar y a pedir el valor de saber irradiarla mejor y de eliminar las pantallas y los velos con que la oscurecemos.


¡Dichosos los que trabajan por la paz!

Antaño solía traducirse esta Bienaventuranza diciendo: «Dichosos los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios». Pero la palabra «pacífico» no deja de ser ambigua; si es hermoso amar la paz, más hermoso aún es trabajar por ella, pero la antigua forma de traducir la Bienaventuranza tenía el peligro de que se entendiera en un sentido egoísta y descomprometido: en el sentido de mantenerse al margen de los conflictos y los problemas para conservar la tranquilidad. Esos «pacíficos» no merecen el nombre de hijos de un Dios que se encarnó y vino a meterse en la vorágine de las pasiones religiosas, sociales y políticas y morir crucificado en ella.

El verdadero «pacífico» es el que hace la paz; el verdadero «pacífico» se pasa la vida, necesariamente, en medio de guerras, rodeado de esos combatientes a los que desea reconciliar. ¡No es precisamente una situación de reposo absoluto!

Además, hay «seguridades» bastante engañosas. La paz que predica y construye el evangelizador es una paz que vuelve del revés la falsa paz del mundo. Es una espada que puede dividir a los miembros de una familia o a los ciudadanos de un mismo Estado y alzar a unos contra otros. La paz cristiana quiebra los «desórdenes establecidos» y sólo se realiza en la justicia.

Por eso es por lo que Cristo vino a traer a un mismo tiempo la paz y la espada. Por supuesto que no empleó la violencia, ni quiso hacerse con el poder, ni organizó acción concertada alguna para efectuar un cambio inmediato de las instituciones. Pero sí que predicó y llevó a cabo la más decisiva revolución en la historia de la humanidad.

Ante todo y sobre todo, la revolución del Evangelio: Dios no es un Amo que se hace servir. Es el servidor que a todos da la vida, el aliento y el alimento. Dios no nos ordena que le amemos como si fuera un ídolo, sino que amemos a los hombres con su mismo amor. A Dios no hay que honrarle con el culto de los templos, sino adorarle «en espíritu y en verdad» en la vida de cada día.

Jesús desacralizó todo lo que es sagrado para los espíritus naturalmente religiosos y, sobre todo, para los hombres de su tiempo: el culto, el sacrificio, el Templo, el ayuno, el sacerdocio, la Ley, el Sábado... Y enseñó que lo único absolutamente sagrado en este mundo es el hombre, hijo e imagen de Dios: habremos de ser juzgados no por nuestras prácticas religiosas, sino por el carácter de nuestras relaciones humanas.

Jesús, además, añadió el gesto a la palabra: pasó por encima de las leyes y las tradiciones más sagradas de Israel y movió a sus discípulos a practicar aquella especie de «desobediencia civil», oponiéndose abiertamente a las autoridades.

Semejante revolución religiosa tuvo unas implicaciones políticas inmediatas. En aquella época, el poder religioso al que Jesús se oponía era también un poder político y judicial. Y resulta que Jesús se arrogaba el poder de modificar las instituciones; se ponía a sí mismo por encima de Jonás, de Salomón, de Abrahán y de Moisés, el gran legislador de Israel; y enseñaba con autoridad, no como los escribas, sino como los jefes legítimos.

Pero son sobre todo las consecuencias a largo plazo de aquella revolución religiosa las verdaderamente importantes desde el punto de vista social y político. Hay que tener muy en cuenta que todos los «poderes» son solidarios; las autoridades civiles son sacralizadas, porque son concebidas desde el modelo del gobierno divino y la jerarquía religiosa, que ellas mismas se encargan de garantizar. Al cambiar radicalmente la idea que la gente se hacía de Dios, Jesús cambiaba radicalmente el ejercicio de todos los poderes políticos, sociales y judiciales.

Al abolir la «religión» (conjunto de deberes para con Dios) y reemplazarla por la caridad (nuestros deberes para con los hombres, que son el verdadero templo y la verdadera presencia de Dios), Cristo revolucionaba no sólo las relaciones humanas, sino la noción misma de hombre.

Llevará siglos el caer en la cuenta de que el jefe debe ser un servidor, que el valor de un hombre se mide por la calidad de sus relaciones humanas, que el dinero es el peor de los amos y que debe servir para ganarnos amigos que nos reciban en las moradas eternas.

Cristo, pues, es un revolucionario, no en el sentido de que organizara y realizara una revolución, sino en el sentido de que transformó los espíritus hasta el punto de determinar la transformación de todas las instituciones.

Por supuesto que no es necesario ser cristiano para ser revolucionario, pero ¿se puede ser cristiano sin desear una revolución en un mundo en el que el hombre padece hambre y todo tipo de opresión, degradación y abandono?


¡Dichosos los que padecen
persecución por causa de la justicia!

Jesús ya lo había dicho acerca de los pobres, y lo repite en relación a los que son perseguidos: de ellos es el Reino de los cielos.

Los que padecen persecución son esa especie particular de pobres que han sido hechos pobres por otros, los cuales les han despojado y maltratado. La violencia que han padecido hace su pobreza más dolorosa y más indignante. Pero Jesús les apacigua haciéndoles ver la realidad que se oculta bajo las apariencias: aunque sea por la fuerza, han entrado en el Reino; aunque hayan padecido violencia, lo que han hecho los violentos ha sido librarles de cuanto tenía el peligro de distraerlos o de seducirlos. Habrán podido arrebatarles sus bienes, su reputación y su salud, pero jamás podrán arrebatarles esa pasión por la Justicia que ha sido la causa de sus padecimientos.

La persecución es el destino inevitable de cuantos tienen hambre y sed de Justicia, porque se les considera incómodos, dado que con su protesta y su contestación perturban la injusticia establecida y apaciblemente imperante. Y esto habrán de pagarlo caro. Ya se trate de la justicia de Dios o de la de los hombres, quien pretende establecerla resulta siempre incómodo. Y difícil será que no se inviertan los papeles y se le acuse de perseguir él a quienes le persiguen o de tratar de impedir que se persiga a otros.

Pero Jesús les invita al gozo y a la alegría recordándoles el inmenso privilegio de que son objeto: han accedido al modo de ser del Reino, comparten los gustos de Dios y tienen a los Profetas como modelos y a Jesús como compañero de cruz. Y es que Dios es el gran perseguido por causa de la justicia, el que ha precedido e inspirado a todos los demás y en quien éstos pueden aprender a reconocerse, a aceptar sus sufrimientos y a sentir el gozo de haber comenzado a parecérsele.

Lo que debe hacerles dichosos no es una promesa para el futuro ni una garantía de que habrán de gozar de una revancha, sino la propia experiencia que han tenido: el impulso que les indujo a exponerse a ser perseguidos por causa de la justicia era una inspiración de Dios, una comunión en sus mismos sentimientos y una participación inmediata en su dicha y en su felicidad.

¿No prefieren infinitamente más ser perseguidos que perseguidores, sufrir por causa de la justicia que beneficiarse de la injusticia? ¿Acaso no sienten que el estado en que se encuentran es el que habían escogido y esperado al decidir ser cristianos («¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?». «Quien quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mi causa la salvará»)? Es de esperar y de desear que no caigan en la cuenta de todo esto únicamente en el más allá, sino ya desde ahora, porque viven de la vida misma de Dios y tienen la experiencia de las grandes cosas que Dios ha hecho con su pobreza y sus sufrimientos: los ha convertido en perseguidos dichosos.