CREER ... ESPERAR ...
PERO ¿EN  QUÉ DIOS?


La juventud... una esperanza

Elegir una profesión, casarse, traer un hijo al mundo... son actos que se basan mucho más en un brote de esperanza que en cualquier tipo de razonamiento.

¿Qué seguridad puedes tener de que tu bebé va a ser perfectamente normal? ¿Qué garantías tienes hoy de que mañana será una persona sana, que vivirá muchos años, que amará la vida que tú le has dado y que crecerá feliz? Cuando se piensa en la cantidad de peligros a que está expuesto un niño, parece una insensatez arrojarlo en medio de semejante jungla.

La única y verdadera certeza es tu esperanza, tu firme decisión de velar por él y de trabajar día a día para conjurar los sombríos presagios: «Lo amaré tanto, le perdonaré tan a menudo, le soportaré tan pacientemente, confiaré tanto en él, que acabará sabiendo amar y esperar mejor aún que yo».

¿Por qué no tener respecto del futuro del mundo la misma esperanza que manifestamos hacia nuestros hijos?

Los jóvenes reivindican hoy el derecho a la felicidad, y saben que ésta reside, ante todo, en las relaciones personales (la camaradería, la amistad, el amor...). Desean una vida armoniosa en la que el trabajo no sea tan sólo el medio de ganarse el pan, sino también la manera apropiada de hacer uso de sus capacidades e inclinaciones; tratan de conciliar las exigencias de la vida familiar con las de su profesión, y algunos tienen incluso el supremo coraje de «moderar» su éxito profesional y rechazar ascensos, con el fin de conservar mayor libertad para dedicarse a su mujer, a sus hijos, a sus amigos, a su cultura, a su compromiso social, a su oración...

Comprenden que hay que saborear y apreciar la vida, y que el mejor servicio que pueden hacer a quienes les rodean es ser ellos mismos felices y equilibrados «en este mundo de locos». Sin duda que en todo esto puede verse, y no sin razón, un peligro de individualismo; y el peligro existe, pero no es inevitable.

Ciertamente, a mí me da lástima que haya en nuestro tiempo personas con una concepción de la vida que no incluya a la humanidad entera. Un hombre moderno ha de sentirse solidario del mundo, pues sabe perfectamente que los problemas políticos, económicos y sociales que se plantea son de alcance planetario. ¿Cómo es posible, entonces, hacer que coexistan en nosotros el interés real por la inmensa cantidad de sufrimiento que hay en el universo y la preocupación por nuestra propia felicidad personal? ¡Cuántas personas evitan pensar en la infelicidad de los demás para no sentirse agobiadas por ella! ¿Cómo saborear una buena comida pensando en quienes pasan hambre, o disfrutar de unas vacaciones acordándose de quienes trabajan en condiciones infrahumanas, o atreverse a ser feliz sin dejar de pensar en aquellos a quienes se tortura? ¿No es verdad que la única solución consiste en comprometerse sobre el terreno, en situaciones perfectamente concretas, para combatir la soledad, la miseria y la injusticia en la medida de nuestras posibilidades?

Pero ambas dimensiones, la individual y la universal, no son inconciliables. Recientemente me preguntaba un joven: «¿Existe una vida, una vocación, superior a la de acumular el máximo posible de conocimientos para ponerlos al servicio de la humanidad? ¿Le es indispensable al hombre tener una vida de familia? Los grandes hombres no han vivido para sus familias, sino para la humanidad. ¿Acaso una mujer y unos hijos no constituyen un enorme obstáculo para dedicarse a la investigación y estar disponible para los demás?»

¿Cuál es la respuesta acertada? Personalmente, pienso que, si queremos servir a nuestro tiempo, hemos de determinar cuáles son sus principales necesidades. ¿Y acaso son éstas la investigación científica, el desarrollo tecnológico o los descubrimientos médicos? No. El problema es que los hombres no saben ya cuál es el sentido de sus vidas ni para qué sirve vivir. Se les puede dar lo que se quiera: automóviles, comodidades, frigoríficos rebosantes, salud a raudales... Ellos se preguntarán en qué pueden emplear todo eso..., y seguirán estando insatisfechos.

El gran servicio que hoy se le podría hacer a la humanidad consistiría en restablecer la comunicación profunda de los seres humanos entre sí, con la naturaleza y con Dios. Volver a ser capaces de amar, de admirar, de saborear, de orar... Hacer que el alma recupere su dignidad natural, que es la de haber sido creada para pensar, recordar, meditar, contemplar, disfrutar del ocio o de la compañía de un ser querido...

Escribía un contemporáneo: «Todo el mundo quiere proteger el medio ambiente. Pero ¿quién protegerá la dimensión interior?

Nos esforzamos en preservar los espacios naturales. ¿Y el espacio interior?

Queremos salvar a toda costa las especies animales. ¿Y la especificidad humana?

Lo que verdaderamente diferencia a unos hombres de otros es el haber o no vivido, reconocido y venerado alguna experiencia fundamental del ser. La filosofía eterna no deja de repetir esta verdad desde hace milenios: hay en nosotros un lugar fijo e inmutable, una voz más alta y más afinada que la nuestra, y la verdadera alienación consiste en estar separado de ese lugar y ser sordo a esa voz».


¿ Qué Dios?

El «totalmente Otro»

Es raro dar con un artículo o un libro sobre Dios que no contenga «slogans». Nada hay más cómodo para parecer profundo, por ejemplo, o para eludir una objeción, o para poner fin a una discusión, que decirle al interlocutor: «A pesar de todo, ¡Dios es el totalmente Otro!»

Pero esta expresión se vuelve contra nosotros, porque, si Dios es totalmente otro (= distinto), ¿merece aún la pena pensar en él? Si Dios es totalmente otro que Padre, Amor, Fidelidad, Alegría..., entonces ya no hay que darle nombre alguno: todos valen y todos son igualmente opacos, y da igual si se le llama Injusticia, Crueldad, Violencia...

Si ni la ciencia ni la razón ni la filosofía ni nuestro lenguaje tienen nada que decir sobre Dios, entonces tampoco Dios tiene nada que decirnos a nosotros, y podemos y debemos prescindir de él. ¡La verdad es que esos dichosos teólogos «arrojan al niño junto con el agua del baño»: nos arrebatan a Dios al mismo tiempo que nuestras representaciones inadecuadas del mismo!

¿Cómo podría revelarse Dios si no hubiera nada en común entre su ser y el nuestro? ¿Cómo iba ese Dios inabordable a guiar nuestra vida si fuera totalmente otro que el bien que yo busco o el mal que trato de evitar?

Al hacerle tan inconcebible e inhumano, tan radicalmente extraño, nos quitan todo interés por él y nos lo hacen literalmente insignificante.

¿Cómo es posible que unos biblistas que saben que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios hayan desfigurado a ese Dios hasta tal extremo?

¿Cómo es posible que los defensores de la Encarnación hayan desencarnado a Dios, hayan exiliado al Emmanuel (Dios-con-nosotros) fuera de nuestro alcance?

Para el cristiano —para todo hombre religioso—, Dios está en nosotros, es más íntimo a nosotros que nosotros mismos y nos llama a encontrarnos a nosotros encontrándolo a él.

¿No es evidente, pues, que Dios no puede ser ni radicalmente otro ni radicalmente semejante? Escribe el P. de Lubac: «Las ideas que nosotros nos hacemos de Dios son como las olas del mar, en las que el nadador se apoya para superarlas».

La fe nos mantiene elevados hacia Dios, en actitud de acoger su revelación inagotable. Pero, si suprimimos toda imagen y toda idea, ya no tenemos dónde apoyar nuestro impulso y caemos con todo nuestro peso en el vacío.

Dios no es Padre de la misma manera en que lo somos nosotros, ni es Amor o Misericordia como podemos serlo nosotros; pero esos conceptos, esas imágenes, son los últimos «trampolines» gracias a los cuales podemos aproximarnos a él. Purifiquémoslos incesantemente, sí, ¡pero no los abandonemos!


Dios-Amor

El amor no está hecho para ser amado: es horroroso amar al amor. El amor está hecho para ser amante.

Dios desea mucho más que ser amado: desea invadirme y animarme de tal manera que yo consiga amar como él, amar con su amor.

Estarás unido a Dios y serás semejante a él cuando le permitas hacer en ti lo que le gusta hacer. ¿Y qué es lo que le gusta: amarse a sí mismo? No. Lo que le gusta es amar a los hombres. ¿Servirse a sí mismo? No, sino servir a los demás. Dios no ha venido «a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28). «No es servido por manos humanas... el que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas» (Hch 17,25).

La revolución cristiana consiste en que, con anterioridad a Jesús, Dios y los jefes mandaban como dueños y señores, ejercían el poder y se hacían servir y hasta incensar; y Jesús, por su parte, reveló a un Dios manso y humilde de corazón, un Dios que ama sin necesidad de ser amado, un Dios que se hace el último y el servidor de los hombres, un Dios a quien sólo se puede imitar sirviendo y amando de modo gratuito.

Pero, bajo la impresión de semejante escándalo, son muchos los cristianos que se han dicho: «¡Qué bueno es nuestro Dios...! ¡Hemos de amarlo, servirlo y honrarlo cien veces más de lo que se le amaba, servía y honraba antes de revelarse!» Y han dirigido hacia Dios todo cuanto Dios les había pedido que hicieran por los hombres.

El homenaje que hay que rendir a la fuente no es prosternarse delante de ella, honrarla, alabarla y cantarla, y menos aún darle de nuestra agua en compensación, sino dejarla que fluya en nosotros, a través de nosotros, para que nos colme (a nosotros y a cuantos dependen de nosotros) y para que Dios se convierta en fuente en todos y cada uno de nosotros. «Quien tenga sed, ¡que venga a mí y beba! El que cree en mí, ríos de agua viva manarán de sus entrañas» (Jn 7,38).


Dios-Perdón

Desde siempre, los hombres han creído que el perdón de Dios sólo se obtenía mediante la penitencia, la oración, los sacrificios y la mediación de los santos.

Pero Jesús nos enseñó que Dios perdona gratuitamente. Dios no tiene que «olvidar» nuestras faltas, porque él no juzga ni condena. Dios no es más que amor y perdón. Hay en él una capacidad infinita de acogida, y es penetrando en él como podemos encontrar nuestro lugar. Sólo en él encontramos la paz. Nos hace falta toda la inmensidad de su amor para soportar la conciencia de nuestras faltas, para soportar la presencia de los demás y para soportarnos a nosotros mismos.

Evidentemente, el obstáculo entre Dios y nosotros son nuestras faltas, pero no, como solemos pensar, porque ellas vayan a alejar a Dios de nosotros, sino porque nos alejan a nosotros de él y nos impiden creer en su acogedora ternura.

Adán trataba de ocultarse mientras Dios lo buscaba. Pero ocultarse de Dios es ocultarse de sí mismo. Todos tenemos una parte de nosotros mismos que tratamos de negar, que rechazamos y odiamos, que nos hace ir por la vida enmascarados, mutilados, ausentes —tanto para los demás como para nosotros mismos— en esa zona de nuestro ser en la que no hemos dejado entrar a Dios.

¡Nuestras faltas! ¡Estupideces, maldades, debilidades, vanagloria, propensión a la mezquindad, susceptibilidades, venganzas, prepotencias...! ¿Cómo soportarse uno a sí mismo? ¿Ignorándose? ¿Tratando de olvidarse de sí a cualquier precio? ¿Comparándose a los demás? No. La única solución consiste en dejar que el perdón de Dios nos invada. Lo que te falta no es obtener su perdón, sino aceptarlo, abrirte a él. Lo difícil no es reconciliarle a él contigo, sino reconciliarte a ti con él y —más difícil aún— reconciliarte contigo mismo.

Eso es lo que Dios hace: reconciliarnos con nosotros mismos. Sólo hay un ser en el mundo capaz de soportarnos plenamente, y ese ser es Dios. Hay que ser Dios para amar a los hombres. Hay que conocer a Dios para amarse a sí mismo con la profundidad con la que él perdona. Hay que haber experimentado esa tremenda impresión de saberse perdonado por Dios para descubrir que es posible perdonarse a sí mismo.

Y entonces, ¿qué es lo que falta para perdonar a los demás...?


Dios en acción

«¿Cómo piensa usted que actúa Dios en la historia?»

¿Cree usted que Dios interviene intermitentemente, abusando de su autoridad, a base de empujones, mediante decretos soberanos y correcciones continuas? ¿Cree usted que Dios ejecuta un plan (el «designio divino») en el que los hombres son meros instrumentos pasivos y que habrá de llegar infaliblemente a su término con el «advenimiento» decisivo de la Parusía?

Para los cristianos que piensan de este modo, Dios comenzó por crear el mundo y al hombre; luego, mediante el don de la gracia, elevó al hombre al orden sobrenatural; más tarde le retira dicha gracia, y después se la vuelve a dar. Escoge a un hombre, a un pueblo «elegido», una Tierra Santa..., dejando que los demás se las apañen como puedan. Revela unas cuantas verdades e impone una serie de obligaciones (por las que es preciso morir... y a veces hasta matar) sobre cuyo verdadero sentido los hombres discutirán y se enfrentarán a muerte mientras no sean capaces de escucharlas en su interior.

En un determinado momento de la Historia, Dios decide la Encarnación, del mismo modo que, unos siglos más tarde, habrá de desencadenar el fin del mundo... ¡Y en el intervalo se producen unos cuantos milagros y apariciones!

La felicidad y la salvación de los hombres dependen... ¡del grado que tengan de información sobre estos acontecimientos históricos y de su adhesión a ellos!

Consiguientemente, el objetivo del hombre piadoso consiste en lograr que Dios se ponga en acción lo más a menudo posible. Para ello emplea la oración, con la que interpela a Dios y suscita su actividad: «Ten piedad... Acuérdate... Dígnate aplacarte... No abandones a tu pueblo... Ven... Vuelve..., etc.»

Desgraciadamente, no cae en la cuenta de que, si Dios pudiera intervenir así, ello mismo le convertiría en responsable de todo cuanto acontece de malo, y sería perpetuamente culplable de «no asistir a personas en peligro».

Semejante Dios no hace sino producir ateos, porque el propio hombre sería mejor que él, y porque sería insoportable que alguien pudiera disponer de nosotros con tanta arbitrariedad. Esas caprichosas ingerencias divinas le quitan al hombre las ganas de asumir la responsabilidad del mundo, porque el recurso a instancias superiores suple perpetuamente a su propia acción.

Otros cristianos, por el contrario, creen que la acción de Dios es permanente, pero respetuosa. Dios nos inspira constantemente, y nosotros sólo le escuchamos a veces; Dios propone sin cesar, y nosotros disponemos a nuestro gusto; Dios nos ruega, y nosotros le atendemos... o no.

Dios solicita a todos los hombres y se da a todos los pueblos, pero son los hombres y los pueblos los que deciden.

Dios habla a los hombres por medio de profetas, pero también le habla directamente a cada hombre en particular. Sin embargo, sólo unos cuantos «profetas» le escuchan, y sus palabras son peligrosas si pretenden monopolizar la de Dios, pero son infinitamente preciosas si nos enseñan a escuchar la Palabra dirigida a todos.

Dios no adopta a unos cuantos hijos, dejando huérfanos a todos los demás. Todos somos sus hijos, y él jamás renegará de ninguno, aunque nosotros reneguemos de él.

No hay que tratar de unir a Dios y al hombre a base de irrupciones intermitentes o de lazos artificiales. Dios y el hombre están unidos, aunque sin confundirse («juntos, pero no revueltos»), desde siempre, y jamás han estado separados. Dios trabaja y se debate en el hombre, sin interrupción, para manifestarse en el amor y la reconciliación. Y nadie ha conseguido jamás ni arrojarlo de sí completamente ni revelarlo en toda su integridad.

Dios está encarnado, comunicado, unido (distinto, pero no separado) a cada hombre. Se trata de estar lo suficientemente atento y disponible y ser lo bastante transparente como para que a través de uno se manifieste su presencia.

De esta forma, Dios queda justificado y la situación del mundo resulta comprensible, porque somos nosotros los responsables de ella. Todo se debe a la terrible resistencia que nosotros le oponemos a la propuesta de Dios, ¡y no a la inercia de Dios ni a su resistencia frente a nuestros ruegos!

Orar no consiste en hacer que el Dios todopoderoso se ponga en acción, sino en escuchar su inspiración y transformar el mundo, en mover las montañas con la fuerza del amor y de la fe que él nos insufla.

¡Dejemos de orar a Dios para hacerle mejor a él! ¡Escuchemos a Dios, que nos ruega para hacernos mejores a nosotros y a este mundo, que sólo nos tiene a nosotros para transformarlo!


Dar a luz a Dios

Cada uno de nosotros debe traer a Dios al mundo. Dios está encerrado, contenido, reprimido en todos y cada uno de los seres, y querría salir al exterior como un niño, como la vida...

Toda existencia es un laborioso alumbramiento: la historia de nuestras negativas y de nuestros asentimientos. Nada hay más natural que traer un hijo al mundo, ni hay nada más maravilloso y alegre. Y, sin embargo, nada se nos ha hecho más doloroso y más temible.

El parto sin dolor es tan sólo una reeducación en lo espontáneo, una técnica que redescubre lo más natural del mundo. Queremos cerrarnos, cuando debemos abrirnos; queremos reservar, cuando es preciso dar; nos ponemos en tensión, cuando es menester distenderse. ¿Cómo podemos estar tan alienados de nosotros mismos?

Lo mismo sucede con la fe, la esperanza y el amor: son connaturales al alma y, sin embargo, ésta no cesa de combatirlas. Nos vemos incesantemente solicitados, por la más fundamental de las tendencias, a abrirnos, a confiarnos, a atrevernos a sembrar la vida y la alegría a nuestro alrededor, a crear esas maravillas de gracia y de armonía ante las que dan ganas de caer de rodillas. Y, sin embargo, nos contenemos y nos cerramos con todas nuestras fuerzas, reprimimos lo mejor de nosotros mismos y nos contentamos con «ir tirando», asegurándonos de arriesgar lo menos posible.

Y es que, por una extraña coincidencia, traer a Dios al mundo significa traerse a sí mismo al mundo: sólo se nace dando la vida. ¿Cuándo nos daremos a luz a nosotros mismos? ¿Y cuándo animaremos a los demás a hacer otro tanto?

Sócrates pretendía proseguir el oficio de comadrona de su madre, porque ayudaba a los hombres a dar a luz verdades que tenían en su interior sin saberlo. ¡Si pudiéramos liberar las cualidades que encierran, tal vez nuestros contemporáneos asistirían al nacimiento del Dios que llevan en su interior y al que se obstinan en reprimir! ¿Qué pruebas de paciencia, de confianza y de afecto deberemos dar a los hombres de nuestro tiempo para que se decidan confiadamente a ser buenos, para que corran el riesgo de abrirse, para que se atrevan de una vez a creerse llamados a vivir y a crear?

Dios tiene que nacer en este mundo, y todos nosotros tenemos la abrumadora y desconcertante responsabilidad de ser el padre y la madre de Dios. Dios no ha nacido aún en inmensas regiones del mundo, en innumerables seres humanos, en amplias zonas de nosotros mismos... Tratamos de economizar la vida, la alegría y al propio Dios, y nosotros mismos somos las primeras víctimas de nuestro espíritu ahorrativo.

Para convertir y alegrar a los hombres de hoy, Dios no tiene otro rostro que mostrarles que no sea el nuestro. Dios no tiene más rostro que mostrarnos hoy que los que nosotros mismos hayamos transfigurado liberándolos de su tristeza, de su soledad y de su incertidumbre.

A lo largo del Evangelio, Jesús se esfuerza por convencer a sus discípulos y a sus interlocutores de que él es uno igual que ellos («Yo no puedo hacer nada por mi cuenta...»: Jn 5,30; «el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras»: Jn 14,10), y que ellos son igual que él. Jesús se atreve incluso a decir: «...haréis cosas aún mayores que yo» (Jn 14,12).

Al igual que entonces, también hoy nos dice Jesús: «Me ruegas angustiadamente..., pero todo es posible para el que cree. No tengas miedo; cree: eso es todo. A ti te toca hacer lo que me pides y que te ha sido concedido hace ya mucho tiempo. Usa con discreción tus poderes, porque el milagro puede no ser más que una huida de la vida y de mí mismo. El mejor de los milagros es el de ser pobre dichoso y no rico dichoso, enfermo dichoso y no sano dichoso, perseguido dichoso y no vencedor dichoso... En lugar de quedarte ahí suplicándome, ponte en movimiento, y se hará en ti según tu fe (cfr. Mt 9,29). Es tu fe la que te ha de curar; las demás curaciones son inútiles: volverás a caer enfermo, a pesar de todo, si no dispones de la fuerza, la solidez y la consistencia que proporciona la fe. Todo está ya en ti. Cuando creas verdaderamente en ti, no podrás negarte a creer en mí. Y cuando tú estés en mí y yo en ti, moveremos montañas...»

Jesús es liberador, y no sólo nos libera de nuestros males, sino que también nos libera de él. Es él quien nos pone en pie, quien nos hace responsables, quien nos hace libres como él. Hace algo mucho mejor que salvarnos: hace que nos salvemos nosotros mismos y que salvemos a los demás. «Tu fe te ha curado». Cuando de veras hayamos tomado conciencia de la presencia en nosotros del mismo Espíritu que le inspiró a él, cuando hayamos logrado estar en profunda comunicación con nuestra Fuente interior, entonces proseguiremos su obra.

Dejemos ya de apelar a Jesús para hacer lo contrario de lo que él enseña. Si así lo hacemos, entonces habrá logrado confiarnos la responsabilidad de nosotros mismos, de los demás y de este mundo que, al igual que él, hemos de esforzarnos en salvar.


¿
Quién eres tú,
Jesús de Nazaret?

A esta pregunta, tantas veces formulada, Jesús respondería, sin lugar a dudas, preguntándonos a su vez: «Y tú, ¿quién dices que soy yo?»

«¿Para qué quieres que te diga quién soy? Nunca seré para ti más que aquello que tú hayas sido capaz de percibir de mí; aquello de mí que tú hayas dejado penetrar y germinar en ti.

Únicamente conocerás de mí aquello que seas capaz de vivir e irradiar. Nunca conocerás lo que no seas».

Nos gustaría que nos dieran a un Dios o a un Jesús perfectamente definidos, etiquetados, garantizados de una vez por todas, en quienes pudiéramos creer sin necesidad de que nada cambiara en ellos y, sobre todo, sin necesidad de que nada deba cambiar en nosotros.

Pero conocer de veras a Dios, o a un ser humano, significa aceptar que debemos transformar la idea que nos hemos hecho de él; significa aceptar que jamás terminamos de descubrirlo; significa aceptar que nosotros hemos de transformarnos a la medida de nuestros descubrimientos.

¿Nos atreveremos a poner seriamente en duda, aunque resulte doloroso, la concepción que tenemos de Dios, de Jesús y de nosotros mismos?

*
* *

¿Habéis observado que, en el célebre texto de Mateo (16,13-15), Jesús hace dos preguntas a sus discípulos... y a nosotros?

La primera pregunta es: «¿Quién dice la gente que soy yo? ¿Qué habéis oído decir por ahí acerca de mí? ¿Qué os han dicho, enseñado, inculcado o hecho creer en relación a mí?»

Y la segunda es: «¿Y qué pensáis vosotros? ¿Tenéis una opinión personal al respecto? ¿Quién soy yo para vosotros y qué pinto yo en vuestra vida?»

A la primera pregunta hay una serie de respuestas teológicas: «¡Tú eres la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Verbo, el Hombre-Dios, dos naturalezas en una sola persona, la Unión Hipostática...!»

Personalmente, pienso que, si le hubieran respondido de este modo, Jesús habría sonreído y, tal vez, habría apostillado: «Hay algo mucho peor que no conocerme: ¡creer que se me conoce!»

Y hay también una serie de respuestas más vulgares:

«Jesús es un modelo inimitable, posee todas las cualidades, es el hombre perfecto...» Bastante desalentador, ¿no es así?

«Jesús es el consuelo de nuestras soledades, el que llena el vacío de nuestro corazón» (mientras no hayamos encontrado un amor que nos lo haga olvidar).

«Jesús es el Dios todopoderoso que nos da seguridad en el peligro y que habrá de hacer por nosotros lo que nosotros mismos somos incapaces de hacer»...

Pero en este momento Jesús ya nos habría hecho la segunda pregunta:

«Y tú, ¿tendrás el valor de responder de ti mismo, de decir lo que piensas y lo que vives? Nadie puede pensar por ti; nadie puede creer en tu lugar. No repitas lo que otros te han dicho. ¿Qué dices tú, de veras, acerca de mí?»

En este instante tuvo Pedro una iluminación, un impulso brotado del fondo mismo de su ser: «¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!»

¿Qué había ocurrido?

Para hacer esta declaración, había sido menester que Pedro rompiera con toda su educación anterior, con todo lo que su pueblo, sus doctores y sus autoridades esperaban: un gran jefe militar, el vencedor sobre las naciones, el que habría de «ejercer la venganza de Dios» (Is 61,2). Pedro había tenido que renunciar a las promesas de los profetas y a sus propias ambiciones personales.

Lo que había ocurrido en Pedro para que llegara a decir aquello se lo explicó Jesús: «¡Magnífico, Pedro!, pero eso que dices no proviene de ti. Ha sido mi Padre, el Espíritu de mi Padre, quien te lo ha revelado».

Pedro se había dejado atravesar por un impulso del Espíritu. Por primera vez en su vida, Pedro había sentido en sí lo que Jesús vivía continuamente: la presencia y la acción del Espíritu.

Había comprendido quién era Jesús dejándose por un momento configurar con él desde dentro.

Sólo comprendemos a aquellos a quienes nos parecemos. Sólo conocemos de los demás lo que reconocemos por llevarlo ya en nosotros de alguna manera.

Sólo conoceremos de Jesús aquello de Jesús que haya llegado a hacerse vivo en nosotros.

Lo que determina la simpatía es el hecho de vivir de la misma vida.

No conoceremos más que a aquel Jesús en que nos hayamos convertido.

Así se expresaba el místico Angelus Silesius:

«No sabemos lo que es Dios: no es ni luz ni espíritu, ni verdad ni unidad, ni lo que llamamos `divinidad', ni sabiduría ni razón, ni amor, voluntad o bondad, ni cosa ni no-cosa, ni esencia ni sentimiento. Es lo que ni yo ni tú ni creatura alguna aprenderemos jamás si no es convirtiéndonos en lo que él es».

Y en este momento sabremos hasta qué punto nuestra cercanía a Jesús es mucho mayor de lo que jamás habríamos sospechado, porque viviremos su misma vida; y sabremos también hasta qué punto estamos más lejos de él de lo que jamás habría podido nadie convencernos, porque ese breve destello revela también el inmenso espacio de nuestra vida en el que tal luz no ha brillado en nosotros como brilló en él.


Buscar... desear

Son muchas las personas que afirman hoy estar «en búsqueda», lo cual me parece muy bien. Pero muchas veces me entran ganas de preguntar a esas personas: en búsqueda... ¿desde dónde y hacia dónde? Porque, si no tienes alguna idea de lo que buscas, jamás lo encontrarás. Y si desde el comienzo de tu búsqueda no has adquirido una serie de certezas que desarrollar y controlar, ¿con qué instrumento vas a buscar y cómo vas a reconocer las verdades que te faltan?

Nunca dejaremos de estar «en búsqueda», pero esa búsqueda hemos de realizarla profundizando unas determinadas «verdades» que hemos percibido, unas certezas de las que hemos vivido, una serie de momentos de gracia en los que nos hemos acercado a lo real de tal manera que no podemos dejar de reconocerlo.

La palabra «búsqueda» es muy ambigua, y tiene el peligro de orientar en direcciones equivocadas. Sólo se busca «lo que no está ahí». Pero ¿estás seguro de que lo que buscas «no está ahí»? Y en tal caso, ¿no deberías más bien aprender a discernirlo y a reconocerlo, en lugar de buscarlo?

No hay que buscar a Dios. Si lo buscas, jamás lo encontrarás, porque está dentro de ti desde siempre, y tú lo buscas fuera.

Es él quien te llama, quien te «trabaja», quien solicita tu atención. Si imaginas que eres tú quien sale en su búsqueda, estás invirtiendo los papeles y alejándote de él.

¿Es Dios un ausente al que hay que descubrir en su escondrijo, o es una presencia y una acción que hay que constatar? Dios nos supera siempre, y no es en modo alguno la proyección de nuestras necesidades y de nuestras carencias: cuando conseguimos conocerlo, sabemos que él puede oponerse a todas esas necesidades y carencias y ser nosotros intensamente felices, a pesar de ver frustrado todo cuanto habíamos imaginado.

El deseo de Dios no queda nunca colmado; cuanto más se ahonda, más se aviva; cuanto más pronunciado se hace en mí, tanto más experimento que no me pertenece y que siempre habrá de superarme. El mejor sentimiento de su presencia es el de una ausencia cada vez más viva. Dios es alguien que está en mí sin ser de mí.

El deseo es la señal de la existencia de Dios y de su velada presencia en el fondo de todos y cada uno de nosotros.

La necesidad puede ser satisfecha: alcanza su objetivo y se lo incorpora. La necesidad y su objeto desaparecen simultáneamente una vez obtenida la satisfacción.

En cambio, el deseo nunca se ve colmado, sino que renace y hasta se intensifica en cada encuentro con su objeto, el cual no puede ser más que una persona reconocida como tal, es decir, semejante y diferente a uno mismo e indefinidamente explorable. Quien deja de tener deseo es hombre muerto. Por eso es por lo que puede decirse que el hombre no está hecho para la felicidad (satisfacción de todos los deseos), sino únicamente para perseguirla. El deseo es nuestro pasaporte para la eternidad.

Esta trascendencia del deseo revela la presencia en nosotros de una vida que supera a la materia y a la biología y exige ir más allá de todas nuestras conquistas, saberes y adquisiciones, orientándonos hacia una búsqueda sin fin, sin límites, sin muerte...

«Pero el agua no existe porque nosotros tengamos sed, ni hay alimentos porque nosotros tengamos hambre», podrá argüirse.

Y así es. Pero yo pienso que no existirían la sed ni el hambre si no existieran el agua y los alimentos. ¿Cómo podrías sentir que estás deshidratado si no tuvieras experiencia alguna del agua?

Pero mi argumento va aún más lejos: la existencia del deseo prueba la presencia en nosotros de una comunicación con el objeto de dicho deseo, que no es accesible en su totalidad. ¿Cómo podríamos desear algo que no conocemos en absoluto? ¿Cómo podríamos saber lo que corresponde o se aproxima a dicho deseo si no hubiéramos presentido ya algún indicio de ello?

Dios nos sorprende siempre, porque es el más imprevisible y el más familiar, a la vez, de todos los seres.

La profunda «connaturalidad» que existe entre él y nosotros radica en el carácter infinito de su ser y en el carácter igualmente infinito de nuestro deseo.

Por eso no hay nada que podamos conocer tan perfectamente como a Dios; y por eso quien lo encuentra lo reconoce instantáneamente, a pesar de no haberle conocido anteriormente.

Pero mientras no nos conozcamos ni nos observemos a nosotros mismos, mientras no hayamos explorado nuestra dimensión interior, seremos incapaces de discernirlo.

La «búsqueda» de Dios es una toma de conciencia de lo que vive y acontece dentro de uno mismo.

La ignorancia de Dios proviene de una prodigiosa ignorancia de uno mismo. En muchas personas, Dios se ha evaporado en proporción directa a su propia inexistencia.


La fe, una duda superada

La verdadera fe se pone necesariamente en duda, busca, se critica, verifica, porque sabe que nunca puede ser total.

Ciertamente, merecería serlo si únicamente se tuviera en cuenta a Aquel a quien se dirige. ¡Pero hay que contar también con el sujeto de la fe! La adhesión a Dios, a Jesús, a una Iglesia, es siempre adhesión mía. Toda fe conlleva un coeficiente de incertidumbre, porque soy yo quien cree.

Yo proyecto sobre el contenido de mi fe tantos fantasmas, prejuicios, ilusiones y falsas imágenes que me llevaría la vida entera descubrirlos y eliminarlos todos ellos. ¿Cuántas transformaciones ha experimentado ya mi fe? ¿Y cuántas tendrá aún que experimentar?

Tomás no se había equivocado al creer en Jesús; todo lo contrario: una experiencia fundamental le hacía entrever que nadie había hablado jamás como aquel hombre; que nadie había amado y perdonado como aquel hombre. Pero Tomás había proyectado en Jesús sus propias esperanzas y ambiciones, una serie de profecías mal comprendidas y un nacionalismo orgulloso, hasta el punto de que creyó perder su fe cuando lo único que había perdido eran sus ilusiones.

La fe es una duda superada. Si no tienes ninguna duda sobre tu fe, ello únicamente demuestra que tus ideas, o las de tu ambiente, coinciden perfectamente con las de Dios (las de tu «Dios»). Pero entonces es imposible saber si crees en Dios o únicamente crees en ti. Sólo cuando hay divergencia, cuando las ideas de Dios (o de Marx) no son las tuyas, cuando descubres que Dios tiene unas ideas un tanto extrañas, sólo entonces tienes por primera vez la ocasión (buena o mala) de hacer un acto de fe: creer en El y no en ti.

La Esperanza es una desesperación superada. Mientras tus esperanzas no se hayan visto frustradas, vas viviendo al nivel de tus ilusiones. Sólo cuando has perdido toda esperanza te haces capaz de tener Esperanza y tienes que apelar a los recursos fundamentales de tu ser. El hombre de fe se ve tentado de incredulidad, del mismo modo que el hombre de esperanza se ve tentado de desesperación.

El amor es un conflicto superado, una agresividad dominada, una decepción vencida. Mientras dos enamorados sienten el mismo placer en estar juntos, es imposible saber si se aman el uno al otro o aman únicamente su placer. Es a partir del momento en que no tienen ya los mismos gustos, las mismas ideas, los mismos deseos, a partir del momento en que dudan si aún se aman, cuando tienen, al fin, la ocasión de amarse el uno al otro, y no su placer.

Pero en el terreno de la fe, la duda nunca se supera definitivamente, sino que renace en cada una de las etapas de crecimiento. Al fiarme, a pesar de mis propias opiniones, ¿doy un paso adelante hacia la verdad o efectúo una regresión hacia la sumisión infantil? La única respuesta la constituye el método científico: hay que admitir provisionalmente hipótesis de trabajo, que a menudo parecen contradecir las leyes establecidas o determinados hechos constatados, mientras no hayan sido verificadas. Tanto en la ciencia como en la religión o en el terreno de la «praxis», únicamente se progresa por la fe: hacer preguntas creyendo que existe una respuesta.

Algunas hipótesis se revelarán particularmente fecundas en respuestas, aun sin quedar jamás totalmente probadas (la evolución, la eficacia de la oración, la fuerza de un amor verdadero...). Se puede dedicar la vida a vivirlas, a experimentarlas, a llevarlas hasta sus últimas consecuencias, sin dejar de controlar constantemente su exactitud a partir de sus efectos, y confrontándolas con otras hipótesis. Porque, aun cuando en sí mismas sean perfectamente exactas, puede que las hayamos mezclado con mucha «escoria» de nuestra propia cosecha.

Así pues, la verdadera fe es la capacidad de vivir con las propias dudas. Si no tienes ninguna duda, no tienes fe: estás en el terreno de la evidencia... o en el del engaño.

La fe es una mezcla de luz y de oscuridad: suficiente luz como para asentir y suficiente oscuridad como para negar; suficientes razones como para poner objeciones; suficiente luz como para tolerar las propias oscuridades; suficiente esperanza como para soportar la desesperación; suficiente amor como para tolerar la soledad y las frustraciones... Si no tienes más que luz, te quedas varado en la evidencia; si no tienes más que oscuridad, te atascas en lo desconocido. Únicamente la fe nos hace avanzar. Muchas veces preferiríamos movernos en la plena luz o en la más absoluta oscuridad. Pero la condición humana es caminar sin renegar, mientras nos hallamos en tinieblas, de lo que hemos visto y que volveremos a ver cuando nos hallemos en la luz.

La fe descansa en una experiencia de verdad en la que se confía lo suficiente como para arriesgar por ella la propia vida o la propia búsqueda.

Yo definiría mi fe diciendo: «Debido a lo que conozco de ti, confío en ti en relación a lo que aún no conozco (contra el fideísmo, afirmo que hay que conocer para creer). Y debido a lo que ya he comprendido, confío en ti en relación a lo que aún no comprendo».


«Nuestra poca fe...»

Tener la fe, poseer la verdad... Afortunadamente, estas expresiones se nos han hecho odiosas. No se tiene la fe como se tiene la cartera. No somos nosotros quienes tenemos la fe; es la fe la que nos tiene a nosotros, aunque rara vez bien agarrados... La fe se ofrece, y nosotros nos resistimos o nos abrimos a ella, pero jamás podemos tratarla como si fuera algo adquirido, como si fuera una propiedad de la que podamos disponer. La fe nos mantiene elevados hacia Dios en la espera, la esperanza y la acogida de una revelación inagotable. Es una cierta percepción de la realidad de un mundo espiritual que jamás acabaremos de explorar.

Jesús se extrañó y hasta se escandalizó de la falta de fe de aquellas muchedumbres que acudían a él mendigando curaciones, contradiciendo así esencialmente lo que él quería darles. Jesús no vino a hacer milagros, sino a hacer saber a los hombres que son ellos quienes deben hacerlos, mediante una fuerza que supera con mucho al milagro. Esa fuerza colmará sus carencias mucho más que la salud, porque sabrán que están habitados, amados y animados por la vida misma de Dios.

Aquellas gentes querían aprovecharse de la fe de Jesús para dispensarse ellas mismas de creer. Descargan sobre él su responsabilidad, y evitan ahondar en su interior para liberar la fuente, el nivel de la fe.

Ahora bien, ¿qué es eso de «creer»? Es, ante todo, reencontrar la verdad de nuestro ser, la profundidad con que estamos unidos a la Fuente; es respetar la existencia en uno mismo de una Presencia inspiradora, y dejar que el Espíritu de Dios haga en nosotros lo que nosotros no somos capaces de hacer.

Entonces todo resulta posible («Todo es posible para quien cree»), en ocasiones hasta el milagro; pero, sobre todo, resulta posible prescindir del milagro, porque reposamos sobre un fundamento sólido. Tenemos lo necesario para soportar nuestros males sin tener que estar toda nuestra vida buscando a quien nos pueda librar de ellos.

Nadie puede suplirnos en esta actitud esencial. Mal servicio haría Jesús curando a ese niño si no fuera para iniciar a su padre en una fe que le permitiera, llegado el caso, soportar su pérdida.

Jesús es liberador: quiere poner a las personas en pie y hacerlas responsables y libres como lo es él. Cuando «las haya sacado fuera» (Jn 10,3-4) de sus miedos y de sus dudas, se habrán convertido en sus hermanos, estarán en comunicación dichosa con él, viviendo de su misma vida, y «ellos le conocerán como el Padre le conoce a él y como él conoce al Padre» (Jn 10,14-15).

La fe es saber que uno «ya lo ha recibido todo» («Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis»: Mc 11,24); es saber «que tenemos ya conseguido lo que le hemos pedido» (1 Jn 5,15).

Dejemos, pues, de gritar como pobres mendigos o como huérfanos, porque somos hijos. Administremos nuestra herencia con respeto, con discernimiento, con muchísimo cuidado, conscientes de lo fácil que es olvidarlo, despegarse de la realidad, dejar de creer en ello. Necesitamos constantemente que el Espíritu y el ejemplo de Jesús «vengan en ayuda de nuestra poca fe». Nuestra poca fe en nosotros mismos...

Son muchos los cristianos que tienen fe en Dios y, sin embargo, desconfían totalmente de sí mismos. Por supuesto que saben que Dios los ha creado, los ama y los habita, pero ellos se empeñan en considerar sórdida la morada que Dios ha escogido para sí. Y el resultado es que Dios aspira a penetrar aún más en dicha morada, y ellos no aspiran más que a salir de ella.

Esta aparente humildad es el sutil subterfugio que nos inventamos para aparentar que creemos, pero conservando intactos, en el fondo de nosotros mismos, nuestro ateísmo y nuestra falta de esperanza. Hemos encontrado la manera de no estar sin fe y de vivir, no obstante, sin que esa fe mueva nuestras montañas y ahuyente nuestro miedo.

Si crees en Dios, si crees que él te inspira y te estimula incesantemente a ser esa persona que él ama en ti, ¿cómo puedes no estar lleno de esperanza y de entusiasmo?

De hecho, no tienes más fe en Dios de la que tienes en ti mismo. No sientes más respeto por Dios del que sientes por ti mismo. Si tuvieras fe en Dios, deberías tener confianza en ti. Y si tienes fe en ti, ha de ser, en última instancia, porque tienes fe en él.

Si la presencia y la inspiración del Espíritu de Dios no te transforman, si el beber en esa fuente no hace de ti un manantial de agua viva, es como si el Espíritu de Dios no habitara en ti; es como si no te hubiera sido dado el don de Dios.

Casi desearía uno que algunas personas perdieran su falsa fe en Dios, para que se vieran obligadas a creer sin más, a creer de veras, a creer en sí mismos...

Dios no está ni por encima ni al lado de nosotros. Dios está en nosotros, y no tiene más que una manera de manifestarse: transformándonos. No conoces a Dios si no le dejas obrar en ti. Jamás conocerás más Dios que aquel en el que tú te hayas convertido. ¡Jamás podrás saber lo que no hayas hecho, lo que no hayas vivido y lo que no hayas sido! Lo único que conoces de Dios es lo que hay en ti de divino. Tan sólo amas a Dios si te conviertes en lo que él te propone que te atrevas a ser. No puedes amar a Dios más de lo que te amas a ti mismo y a los demás.