CÓMO ORAR


Orar,
aprender a respirar


«En tus manos, Señor, pongo... mi cuerpo».

Entre Dios y nosotros no hay, como solemos imaginar, un «telón de acero», sino tan sólo una «cortina de nervios».

En nuestros raros momentos de oración, nos acercamos a El con una serie de fortísimas tensiones que ya ni siquiera notamos, de lo habituales que se han hecho en nosotros. Pero, apenas hemos intentado empezar a orar cuando esas tensiones nos oprimen la garganta, dificultan nuestra respiración, hacen que se contraigan nuestros miembros y se nos forme un nudo en el estómago... y el único medio de apaciguar dichas tensiones consiste en irse a caminar o a hacer algo, o simplemente distraerse.

Nos gustaría orar como es debido, lamentamos no saber hacerlo y buscamos fórmulas y escuelas de oración. Pero nuestros intentos fracasan con frecuencia, porque reducimos la oración a un acto puramente espiritual, regido por la voluntad.

Hemos de aprender que es todo nuestro ser el que ora; que, consiguientemente, es el cuerpo entero el que debe estar en estado de oración.

Porque orar es percatarse de toda la extensión de lo real, con todos los obstáculos que nosotros hemos levantado: nuestros miedos, nuestros rencores, nuestros cálculos interesados, nuestras ambiciones, nuestros sufrimientos mal vividos, nuestras codicias y nuestras humillaciones. Y, por descontado, el cansancio, las tensiones, el nerviosismo, la agitación, el endurecimiento, la fogosidad, la incapacidad de estarnos quietos...

El camino de una verdadera oración pasa por el cuerpo, por la respiración, por el contacto con la tierra que nos sustenta y nos descarga de nuestras tensiones, por la relajación sistemática de todas las zonas de nuestro ser, por un estado general de abandono, de apertura y de espera, que es la disposición fundamental en la que la oración vendrá a encarnarse.

La oración está inscrita en esa actividad fundamental de nuestro ser que es la respiración.

Aprender a orar es aprender a inspirar y a espirar.

Inspirar, abrirse, acoger, aspirar, comulgar en las dimensiones del Universo, dejarse habitar por el Espíritu, por el Aliento de Dios.

Espirar, sosegarse, relajarse, confiarse.

El movimiento mismo de la respiración se convierte en un acto de oración con el que aceptamos el trabajo que Dios hace en nosotros para vaciarnos de nosotros mismos y llenarnos de El.

¡Vacíame de mí y lléname de ti!

Vacíame de mis ideas, de mi saber, de mis recuerdos, de mis proyectos; que ya no sepa yo nada de mí; que ni siquiera sepa nada de lo que creía saber de ti.

Vacía mis ojos de mi triste costumbre de creer que veo. Vacía mis manos de cuanto tienen y retienen.

Vacía mis hombros de todo con lo que han cargado indebidamente.

Vacía mis oídos de los ruidos que me aturden.

Y cuando llegue a sentirme totalmente vacío, me encontraré totalmente lleno de TI.

*
* *

Reposo en una inmensa mano que me sustenta y me da forma. Soy como una palabra que no ha acabado de ser pronunciada y que espera la revelación de su sentido.

Una palabra que ni siquiera oye la voz que la pronuncia. Una palabra que debe contentarse con dejarse pronunciar. Soy como un pedazo de barro en manos del escultor. Unicamente éste sabe lo que habrá de salir de esta arcilla ciega y moldeable.

No hay reposo para una criatura más que entre las manos de su Creador. Pero el lugar de su realización es también el lugar de su paciencia, el lugar en que Dios trabaja.

La paz, para mí, consiste en confiarme en este lugar en el que todos experimentamos tanta dificultad y tango gozo para poder entrar.

*
* *

Inspirar, espirar...

Este doble movimiento que realizamos tantas veces al día debería prepararnos para que nuestro último «suspiro» sea una verdadera entrega, un verdadero acto de confianza en Aquel que nos ha dado el aliento, que nos lo ha devuelto tantas veces y que seguirá haciéndolo.

¿En manos de quién (o de qué) poner nuestra vida?

No nos apresuremos a hablar de Dios: ese nombre se presta a demasiadas confusiones. Hablemos de nuestra experiencia: ¿en qué manos hemos puesto nuestro espíritu, nuestro corazón, nuestro futuro...?

¿En las del éxito profesional? Y cuando hayamos triunfado en nuestra carrera, ¿acaso nos habremos realizado?

¿En manos del poder que proporciona el dinero, el prestigio y la celebridad? Pero resulta que el poder destruye tanto al que lo ejerce como al que lo padece, pues tanto el uno como el otro quedan aislados de la única fuente que hace vivir sin esclavizar.

¿En manos de la ciencia, en manos del gozo y el tormento que suponen el conocer y el descubrir? Cuanto más logramos comprender, más constatamos lo que aún nos queda por comprender.

¿O quizá nos hemos puesto en otras manos totalmente distintas?

¿Hemos puesto nuestra confianza en los hombres? ¿Hemos buscado su humanidad profunda bajo sus decepcionantes apariencias? ¿Hemos conocido la amistad, la alegría de trabajar en un equipo vivo, eficaz y acogedor que centuplique nuestras fuerzas gracias a la confianza que nos inspira?

¿Hemos conocido el amor y el asombro ante un ser ante el cual hayamos sentido primero nuestra pobreza y nuestra indignidad, y después, debido a su mirada y a su calor, hace que surjan en nosotros una audacia, una generosidad y una creatividad de las que no nos creíamos capaces?

¿O tal vez nos hemos encontrado con los demás desdichados y despojados, con los disminuidos físicos o mentales, con los enfermos, o con los ancianos, con los extranjeros, con los moribundos...? ¿Con todos aquellos a los que espontáneamente tememos, porque suponen una amenaza para nosotros, y una amenaza no sólo para nuestra cartera, sino también, y sobre todo, para la imagen que queremos tener de nosotros mismos?

Nos gustaría ser siempre jóvenes, hermosos, invulnerables, inmortales... y nos resistimos a reconocernos en el espejo que ponen ante nosotros.

Pero al rechazar de ese modo la imagen de nosotros que nos ofrecen tantos hermanos, ya no tenemos rostro humano, ya no llevamos más que la máscara impuesta por nuestras pretensiones y nuestros miedos.

Y es que son precisamente esos seres despreciados los que nos reflejan nuestra verdadera humanidad: una humanidad vulnerable, disminuida, envejeciente, mortal..., pero tan hermosa y tan conmovedora en su fragilidad...

En compensación de lo poco que nosotros hacemos por ellos, ellos nos liberan de nuestras pueriles ilusiones, de nuestras risibles pretensiones, de nuestras vanas protecciones. Ellos son nuestra más fiel imagen, y nosotros accedemos a nuestra verdad ingresando en la gran fraternidad de los pobres, de los ancianos, de los enfermos...

Con ellos descubrimos la vida verdadera y el gusto por la vida: una vida nunca de todo conocida, una vida plenamente humana, una vida de la que podríamos vivir siempre y por la que podríamos morir sin dudarlo, si fuera preciso.

Pero entonces es que hemos encontrado la vida eterna, el absoluto, la trascendencia, a ese Dios cuyo sólo nombre nos resultaba incómodo; y lo hemos encontrado en nuestros hermanos.


Orar

Orar... Empezar a reconocer que no se sabe orar, que jamás se ha orado de verdad.

Orar... Efectuar en mí mismo todos los cambios que querría que se produjeran fuera de mí.

Orar... Activar la inmensa inercia que corresponde en mí a aquellas inercias cuya presencia en el mundo deploro.

Orar... Aceptar padecer aquello que siempre me he negado a padecer.

Orar... Descubrir que la condición de los demás y del mundo reproduce la mediocridad de mi propia condición.

Orar... Pensar en los demás con amor, con el amor mismo de Dios, que nos concede amar como El ama.

*
* *

Orar es hablar a Dios.

Pero ¿qué decirle? Yo sí tengo necesidad de hablar, pero El no tiene necesidad ninguna de escuchar, de enterarse, de convencerse... ¿Qué monólogo puede ser ese que no puede proseguirse más que a condición de no pensar en aquel a quien se dirige? Desde que levanto mis ojos hacia mi interlocutor, dejo de pensar en lo que pido para pensar únicamente en aquel a quien pido... y ya no tengo nada que decir ni que pedir. Una vez que he dicho: «Padre», ¿qué me queda por añadir?

 

Orar es escuchar a Dios que habla.

Pero Dios se calla, o al menos es muy difícil oírle y es muy fácil, en cambio, creer que son palabras suyas lo que no es más que mi propio parloteo, en cuyo caso orar se reduce a decir delante de Dios lo que él me diría si hablara.

Orar es escuchar el sonido que hacen mis palabras cuando resuenan en ese silencio vivo; es confrontar nuestros impulsos con ese dinamismo fundamental que nos anima; es proponer nuestros hallazgos a la inspiración que los juzga; es escuchar lo bastante profundo como para hablar lo justo.

A este nivel, no se distingue ya entre oración de súplica, oración de alabanza, oración de penitencia y oración de acción de gracias. Se trata únicamente de adquirir una conciencia exacta de lo que Dios nos inspira a través de los acontecimientos, a través de los demás, a través de nuestras aspiraciones...

Indudablemente, puede llamarse «acción de gracias» o «alabanza» a ese descubrir el sentido divino de todo cuanto vivimos, a esa percepción del don de Dios que es confiado totalmente a los hombres para que éstos culminen su obra. Pero no podemos limitarnos a una única fórmula de oración: el hombre debe intentar decir todo cuanto tiene ganas de decir, para acabar no diciendo más que lo que le sea inspirado por Dios.

*
* *

Es preciso reconocer que, en la oración, es siempre el hombre el que habla.

Podrá objetarse: «Dios ha hablado; tenemos su Libro y podemos escuchar su Palabra».

Pero las palabras de Dios nunca son otra cosa sino palabras de hombres que han escuchado a Dios como nosotros y que, también como nosotros, han tratado de traducirlas. Cuando yo releo o repito esas palabras, estarán vacías y muertas mientras yo no me halle en comunicación con el mismo Espíritu que las inspiró en otro tiempo y que debe revivificarlas hoy.

Dios se calla, y nosotros interpretamos su silencio. Pero hay silencios llenos y silencios vacíos, del mismo modo que hay palabras huecas y palabras enjundiosas. El silencio de Dios es un silencio lleno, rico, poblado, vivo... Y el escucharlo nos dinamiza para hacerlo fértil en mil hallazgos.

*
* *

Debemos desconfiar de dos excesos: creer que la oración influye en Dios y en los acontecimientos, modificando la voluntad de Aquel respecto de nosotros, y creer que la oración es absolutamente inútil.

En realidad, la oración nos transforma a nosotros, que somos los que tenemos la responsabilidad de transformar el mundo. La oración nos pone en contacto con nuestras más profundas fuerzas y nuestros más poderosos recursos: la inspiración creadora del espíritu, capaz de renovar incesantemente la faz de la tierra.

No es Dios quien cambia en la oración; el que cambia es el hombre que, al fin, se abre a la constante solicitación de Dios y establece entre él y el mundo y entre él y los demás una relación de armonía y de eficacia que desconocen por completo los que no oran.

*
* *

Orar es morir y resucitar.

Cuando vamos a la oración, estamos agitados, nerviosos, temerosos, tensos... Y es preciso morir a esta dimensión de nosotros mismos.

Poco a poco, nuestro ritmo debe sincronizarse con el de Dios, y nuestra voluntad debe armonizarse con otra voluntad.


Intercesión

Toda la experiencia cristiana se resume en la expresión de Pablo: «No soy yo quien vive; es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Es el Espíritu quien debe hablar, obrar y amar en nosotros.

Pero para ello se requieren grandes dosis de receptividad, de eclipsamiento de uno mismo y de atención al Otro. Callarse un instante, antes de hablar, para consultar a ese Otro que es el único que habla con precisión. Interrumpir de vez en cuando nuestra acción para que sea más conforme a la inspiración que la guía. Detenerse antes de entrar, para que no seamos nosotros, sino el Espíritu, quien penetre en esa casa.

No debemos caricaturizar la oración cristiana describiéndola como una contemplación vacía y pasiva. La palabra «contemplación» tiene el peligro de inducirnos a imaginar a Dios como un objeto. Por lo demás, ya lo dice San Juan con toda claridad: «A Dios nadie lo ha contemplado» (1 In 4,12).

No somos nosostros los que oramos a Dios; es Dios quien nos ora a nosotros... ¡y casi nunca es atendido! Nosotros nunca podríamos pedirle tanto como lo que él quiere darnos y como lo que ya nos ha dado, pues nos lo ha dado todo.

Orar es ponerse a disposición de Dios para que pueda decirnos lo que siempre quiere decirnos y no puede hacerlo, porque, por lo general, nosotros nos hemos marchado antes de poder oirlo.

Orar no es poner a Dios en movimiento para que se ocupe al fin de nosotros y de los demás (¡Dios no nos tiene más que a nosotros para hacer lo que le pedimos!); orar es escuchar a Dios con la suficiente profundidad como para que él nos ponga a nosotros en movimiento.

Dios nos hace responsables del mundo; para ello disponemos de todo poder y, con un poco de fe, seremos capaces de mover montañas. No es nuestra oración la que tiene que pasar por Dios, sino Dios quien tiene que pasar por nosotros.

La oración de intercesión no es una llamada que se le hace a Dios para que se acuerde de éste o del de más allá —¡Dios no es nada desmemoriado!—, sino la ocasión para nosotros de tomar conciencia de las responsabilidades que él nos confía.

Cada vez que pedimos por alguien, el efecto más apropiado de dicha oración debería ser el de disponernos a hacer algo por ese alguien. Y siempre hay algo que se puede hacer: una visita, una carta, un cheque, una llamada telefónica, el envío de un libro o de un regalo... Cuando arrojas una piedra al agua, ni una sola molécula sigue donde estaba. Del mismo modo, tu acción, si es inspirada por la fe, tendrá resonancias infinitas.

El verdadero amor es siempre activo. Pero yo creo que un pensamiento de amor hacia alguien es inmediatamente eficaz. Nuestras intercesiones tienen un influjo directo en aquellos con quienes nos solidarizamos. Pero no podemos apelar a ello para eximirnos de actuar, porque semejante inacción, al privar a nuestro amor de su sinceridad, le dejaría además sin efecto.

Sólo quienes se reconocen responsables del mundo son capaces de transformarlo.


¿Qué sentido tiene pedir una curación?

Un alumno falta a clase. Enseguida se extiende la noticia: tiene cáncer, y lo más seguro es que ya no vuelva a la escuela.

En la clase de religión no tarda en surgir la pregunta de algunos de sus compañeros: «¿Y si rezáramos por su curación?»

El profesor trata de tranquilizarlos: «Un momento, primero debemos reflexionar. ¿Es realmente eso lo primero que tenemos que hacer? ¿Es la única solución deseable? ¿Vamos nosotros a creer y a hacer creer a todos los enfermos que únicamente se puede ser feliz teniendo buena salud?

Entonces, si no mejoran, ¿no tienen más remedio que desesperar de poder lograr la felicidad? ¿No tienen ya ante sí ningún futuro? Pero el caso es que hay enfermos que rebosan felicidad y, en cambio, hay personas perfectamente sanas que viven atormentadas e infelices.

Vosotros pensáis que sería fantástico que pudiéramos asistir al milagro de curar a nuestro amigo con nuestras oraciones. Ello nos haría sentirnos orgullosos. Pero ¿no tenemos nada mejor que pedir, nada mejor que hacer?

No creéis que sería un milagro mucho más hermoso el que nuestro amigo consiguiera ser feliz a pesar de estar enfermo?

Jesús no dijo: `¡Dichosos los ricos! ¡Dichosos los sanos! ¡Dichosos los satisfechos! ¡Dichosos los que tienen éxito y buena salud!'

Lo que Jesús dijo fue: `Mis discípulos serán dichosos a pesar de ser pobres y a pesar de ser perseguidos...'

En el fondo, pidiendo esa curación lo que deseáis es que nuestro amigo pueda volver a ser como vosotros, que sois unos estupendos muchachos llenos de salud; pero resulta que tal vez su enfermedad sea una ocasión realmente extraordinaria para la profundización, para el descubrimiento de ciertas realidades, para una verdadera oración... Eso es lo primero por lo que tenemos que orar; para que pueda ser feliz a pesar de estar enfermo.

En cualquier caso, no basta con orar.

¿Qué vamos a hacer por él, además? Vamos a rodearlo de cariño, vamos a cuidar de él, vamos a visitarle, a escribirle, a enviarle regalos... Tal vez consigamos que se sienta querido como no lo ha sido nunca...»

Lo importante no es, pues, conseguir para alguien la salud o unos cuantos años más de vida, sino ayudarle a descubrir cuanto antes una verdadera vida, una vida tan rica en fe y en amor dado y recibido que pueda ser feliz a pesar de su enfermedad.

Porque se puede ser feliz a pesar de la enfermedad, de la minusvalía, de la pobreza, de las dificultades..., si uno ha descubierto algo lo bastante bueno como para poder soportar su dolor, si ha encontrado a alguien que le ame lo suficiente como para hacerle sobrellevar sus pruebas, si ha encontrado suficiente fe y amor como para tranquilizar, consolar y ayudar a todos cuantos le rodean. El descubrir todo esto constituye además la mejor garantía para poder sanar... y para poder vivir la enfermedad hasta las últimas consecuencias.

Para ser feliz gozando de buena salud, no hay necesidad de buscar muy lejos ni de ahondar demasiado en uno mismo, y puede uno seguir con su superficialidad y su despreocupación. Pero ¡qué frágiles somos!: basta cualquier nadería, cualquier contrariedad, cualquier azar, cualquier pequeño accidente, para destruir esa felicidad.


Cómo rezo yo por los demás

Comienzo siempre por recogerme, por «consultarme» en profundidad, por buscar aquella zona de mí en la que habita Dios y en la que yo vuelvo a ser verdaderamente yo.

Antaño, una vez puesto en Su presencia, yo pensaba con amor y compasión en todas las personas con las que me había encontrado a lo largo del día, en todos aquellos de quienes me había enterado que estaban en necesidad o en apuros. Y se los encomendaba a El, se los presentaba como se pone al sol a un animalillo aterido de frío o como se riega una planta mustia y marchita.

Pero más tarde comprendí que, ante todo, debía abrirme a mí mismo, exponerme a la benéfica influencia de todos cuantos me aman y oran por mí (o conmigo) y me «regeneran». Y me asombró el descubrir hasta qué punto estaba yo cerrado en mí mismo, a la defensiva, parapetado tras de mí en el momento mismo en que, sin embargo, quería realmente ir hacia los demás. Ante todo, debía reconocer mi propia indigencia y recibir, antes de transmitir.

«¿Y dónde queda Dios en esa oración?», me preguntará alguno. Bueno, pues Dios está en mi oración.

Yo no rezo a Dios por los demás: dejo que Dios actúe en mí hacia los demás.

Yo no intercedo ante Dios por los demás; prefiero pensar que Dios intercede ante mí para que yo les comunique algo de lo que El quiere darles.

Yo no pongo a los demás en las manos de Dios, porque constato que Dios ha preferido ponerlos en mis manos.

Yo no me rebelo contra las desgracias de los demás, porque ahora sé quién es el verdadero responsable de las mismas, y sé también que, por lo que a mí respecta, el único medio de que dispongo para conseguir que los demás sean algo menos desgraciados consiste en ser yo un poco mejor.

«¿Y la acción?»

La propia oración es acción, aunque es cierto que reclama una actividad.

Me explico: todo pensamiento de amor verdadero es inmediatamente activo. Pero, si el amor es verdadero, no se contenta con «pensar», sino que nos impulsa a emplearnos a fondo, a comprometernos, a hacer algo por aquellos a quienes amamos. ¡Y siempre hay algo que hacer!: escribir una carta, telefonear, aconsejar, enviar un libro o un artículo, hacer intervenir a una tercera persona, recabar información, consultar a algún amigo, implicar a otras personas capaces de orar...

Cuando se tiene algo en el corazón, se habla de ello, se piensa en ello, se ocupa uno en ello todo el tiempo...

Tal es el azaroso camino del amor y de la oración...


Alabanza

Yo soy consciente de haber turbado a muchos cristianos al decirles que a Dios no le agradan demasiado los que dicen: «¡Señor, Señor...!», que Jesús jamás pidió ser alabado, ni servido, ni siquiera amado, sino que únicamente pidió que nos amáramos y nos sirviéramos los unos a los otros.

Pero nos hemos empeñado en querer darle a Dios todo cuanto El nos recomendaba que hiciéramos por nuestros hermanos.

¿Cómo hemos podido imaginar que Dios, el Dios de Jesús, se complacía en que cantáramos sus alabanzas tres o siete veces al día? ¿Qué clase de padres o de madres pueden tener semejante pretensión?

Y, sin embargo, es menester añadir que la expresión del agradecimiento y de la admiración constituye para nosotros una necesidad y una inmensa alegría. Una persona que nunca diera las gracias ni manifestara su admiración estaría ignorando una dimensión esencial de su humanidad.

Pero es una necesidad del hombre y un beneficio para el hombre, no una necesidad ni una exigencia de Dios ni un «deber» para con Dios.

Dios no es una especie de «vampiro» sediento de nuestro tiempo, de nuestras energías, de nuestro dinero, de nuestro amor...

Dios es Fuente incluso del amor que nosotros queremos ofrecerle. Ahora bien, la fuente no te pide que le restituyas el agua que tomas de ella, sino que la dejes correr libremente, a través de ti, hacia los demás.

Dios está en nosotros no para ser servido, sino para servir; Dios está en nosotros no para ser orado, sino para orar (es decir, para pensar en los demás y obrar por ellos con amor); Dios está en nosotros no para ser amado, sino para amar.

Si yo me atrevo a correr el riesgo de desconcertar a algunos en relación a sus hábitos de oración es, ante todo, para salvaguardar esa imagen —¡tan inédita aún después de dos mil años de cristianismo!— de un Dios que se hace el último de todos y el servidor de todos y que encuentra gozo en dar y en servir, y no en ser servido.

A todos los demás «dioses» les gusta recibir: les gusta que se les inciense, que se les alabe, que se les erijan templos, iglesias, estatuas... Y de ese modo incitan a los humanos a revolcarse en sus más nefandos vicios, creyéndose imagen y semejanza de sus dioses.

En el cristianismo no hay culto a Dios. La Cena, la Eucaristía, es el memorial del culto que Dios tributa al hombre, del servicio de Dios al hombre: «Dichosos los siervos a quienes el Señor, al venir, encuentre despiertos: os aseguro que se ceñirá, los hará sentarse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá» (Lc 12,37). Pero en lo que llamamos nuestros «cultos», ¿quién sirve, quién da de comer, quién se entrega al prójimo?

Los cristianos, en cambio, hemos rivalizado con los paganos en cuanto a la riqueza de nuestros templos, la solemnidad de nuestras ceremonias, los honores tributados a Dios, la severidad de nuestras observancias religiosas... y, de ese modo, hemos perdido el extraordinario impacto de la Buena Nueva: que Dios es mucho mejor de lo que se había creído; que Dios es el más pequeño, el más pobre, el más dependiente, el más insignificante, el más inofensivo y el más amante y cariñoso de los seres.

¿Cómo conciliar, pues, nuestra necesidad humana de agradecer y de adorar con esta Revelación cristiana?

La palabra «reconocimiento» tiene un doble sentido:

Esta oración de reconocimiento nos es absolutamente necesaria y deberá prolongarse a lo largo de toda nuestra vida.

Pero notemos que esa tarea infinita sirve para transformarnos, convencernos y mejorarnos a nosotros mismos, dejando que al fin nos revele Dios su verdadero rostro y ocupe en nosotros todo el lugar que desea ocupar para servirnos y servir a nuestros hermanos.

Cuando María Magdalena, patrona de los contemplativos, hubo reconocido a Jesús y la fidelidad de su amor y de su presencia, escuchó cómo se le ordenaba una sola cosa: «Ve a mis hermanos».

Consagremos todo el tiempo que podamos a reconocer esta Presencia en nosotros y en los demás... ¡y escucharemos esas mismas palabras!