AMOR Y LIBERTAD
 

El amor lúcido

El amor no se mide por las cualidades que poseían los enamorados en el momento de conocerse. No preguntes a tu hija o a tu hijo por qué están enamorados. Te darán todas las razones del mundo, excepto la verdadera. Y es que «el corazón tiene razones que la razón no entiende». Podrán ponderar su belleza, su inteligencia, su carácter, sus dotes...: argumentos todos ellos para uso de quienes no aman.

Me atrevería incluso a decir que cuanto más se necesitan esas cualidades, tanto menos se necesita el amor. Si amas a alguien que tiene todas las cualidades del mundo, no has tenido que amarle mucho. Un amor que encuentra su objeto ya hecho, perfectamente prefabricado y universalmente apreciado, es un amor perezoso e infecundo.

La autenticidad de un amor radica en su capacidad de transformación. Observa cómo ha cambiado tu hijo, o tu hija, desde que ama; permíteles que te confíen cómo se han atrevido a mostrarse a la vez valientes y débiles, tiernos y enérgicos, humildes y orgullosos, audaces y tímidos, vulnerables e Invencibles... desde que aman de ese modo, y entonces empezarás a comprender que el amor es dichosamente ciego para ver lo que todos ven, pero es también prodigiosamente lúcido para saber lo que es capaz de suscitar en el ser amado. Por eso se ríe ante el asombro de todos cuantos creían conocer a la persona amada y le habían juzgado y condenado a no crecer más.

Y es que sólo crecemos cuando somos amados; sólo crecemos para aquellos que nos aman y creen en nosotros. Cada uno de nosotros ha crecido en la medida en que ha sido amado, y ha dejado de crecer cuando ha dejado de ser amado.

La ilusión general consiste en creer que amamos tanto como el otro merece. Pero la verdad es que el amor únicamente se merece porque se es amado. Tú no has dejado de amar porque hayas descubierto las limitaciones del otro; lo que has descubierto han sido las limitaciones de tu propio amor, demasiado pobre y demasiado débil para proseguir su obra de creación.

Esta es la explicación de todas las desilusiones conyugales. Los esposos se han amado porque se creaban el uno al otro. Y dejan de amarse en el momento en que se limitan a «constatarse» el uno al otro, en el momento en que dejan de ejercer el uno sobre el otro ese extraordinario poder de transformación, de transfiguración y de resurrección que es su amor. Desean «conservar» su amor, en lugar de reinventarlo cada día. Creen conocerse, a pesar de haber experimentado cómo se rejuvenece, cómo se cambia y cómo se hace uno irreconocible cuando ama.

El amor que dormita ya no se siente ni se demuestra: se le puede dar por desaparecido; y, sin embargo, un simple beso del encantador príncipe siempre podrá despertar a la princesa dormida. Y en cuanto este poder se ejerce, ambos experimentan de nuevo la maravilla del amor, incomprensible para quienes no aman, para quienes dejan de amar.

«¡No juzguéis y no seréis juzgados!» Juzgar a alguien significa juzgarse a sí mismo, porque es tanto como constatar la propia dimisión, el olvido de las propias responsabilidades. El mundo, la humanidad, es una inmensa masa que se viene abajo en cuanto deja de ser trabajada por el amor. Es fácil menospreciar a los demás en el estado en que se encuentran tras haberles nosotros abandonado. Pero, si comenzamos de nuevo a amar, ya no tendremos ninguno de los motivos por los que hemos justificado nuestro abandono. El único modo de transformar al otro o al mundo es sentirse responsable de ellos.

Efectivamente, el amor es dichosamente ciego para ver la mediocridad de nuestra existencia, de nuestra persona, mientras no amamos ni somos amados. No nos juzga por el estado en que nos encontramos, porque sabe que cada uno de nosotros es, ante todo, lo que puede llegar a ser.

Y es dichosamente lúcido para atravesar de parte a parte nuestras apariencias. Nos intuye, nos revela a nosotros mismos y nos restituye a nuestro verdadero ser, al que únicamente él podía alumbrarnos.


No me amo a mí mismo...
¡y quisiera amar a todo el mundo!

De todos los seres humanos, los únicos que existen plenamente para nosotros son aquellos a los que amamos.

Tenemos con quienes nos rodean el extraño poder de extenuarlos, de exterminarlos, o de hacerles vivir. Y ese poder también puedo ejercerlo sobre mí mismo.

¿Por qué no me amo? ¿Por qué me niego a mí mismo, me «borro» del mapa y pido excusas por existir?

¿Por un exceso de orgullo que me hace menospreciar lo que no está a la altura de mis ambiciones?

¿Por una triste lucidez que me petrifica en mi estado pasado o presente, en lugar de dirigirme una mirada de amor que me revele lo que estoy llamado a ser?

¿Por una educación «cristiana» que insistía en el olvido de sí mismo, mezclado con la ignorancia de sí mismo y con la ausencia respecto de sí mismo?

Podría admitirse el olvido de sí mismo después de haberse uno conocido y construido a sí mismo, después de haber sido uno un buen compañero de ruta para sí mismo, un colaborador amado, vivo y fraterno..., ¡pero no antes!

No se puede dejar atrás sino aquello que se ha alcanzado. Hay algo peor que el narcisismo de quien no es capaz de salir de sí mismo: ¡el altruismo de quien jamás ha entrado en sí mismo! Antes de ser capaz de dar la existencia a los demás, es preciso haberse dado la existencia a sí mismo.

Lo que interesa a los demás no son mis máscaras ni mi coraza, por muy deslumbrante que ésta pueda ser. Lo que en verdad les interesa es saber cómo he resuelto yo el problema de mi propia existencia, lo cual puede ayudarles a resolver el problema de su existencia.

Y el problema de toda existencia es cómo poder reconocerse lo suficientemente habitado e impregnado por Dios para poder soportarse y estimarse uno a sí mismo.

La presencia ante sí mismo es idéntica a la presencia ante Dios: ambas cosas acaecen al mismo nivel de profundidad, y la una condiciona a la otra.

No puedes amar y respetar a Dios si no te amas y te respetas a ti mismo, porque tú eres la primera imagen de Dios. ¿Y cómo amar el original si no amas la copia?

Tú eres el primero de los dones que Dios te hace. ¿Y cómo amar al dador si desprecias el don? Le menosprecias a él cuando te menosprecias a ti; huyes de él cuando huyes de ti.

Tú eres el primero de los «prójimos» que Dios te ha confiado... y te tratas con una frialdad, un rigor y una despreocupación que no te atreverías a emplear con ninguna otra persona.

Pero en realidad... ¡amas a tus hermanos como a ti mismo! Si no has conseguido amarte y respetarte a ti mismo, vivir la presencia y el amor de Dios en ti, ¿cómo vas a dar a los demás testimonio de que Dios habita en ellos y les ama?

No tienes más amor y más respeto por los demás que por ti mismo.

Tienes sobre los demás el mismo poder de vida y de muerte que ejerces sobre ti mismo: ellos sólo existen si tú les amas; y tú únicamente existes si te amas a ti mismo. Al negarte la existencia a ti mismo, no se la das a ellos, sino que también a ellos se la niegas.

Hay que existir para sí antes de poder existir para los demás.

Como cualquier ser humano, también nosotros adolecemos de una mediocridad espantosa mientras no amemos y mientras no seamos amados.

Pero el único remedio, ante tan desalentador panorama, consiste en ejercer para con nosotros mismos algo de esa bondad, de esa compasión y de esa admiración que Dios ha puesto en nosotros para ejercerlas tanto con nosotros mismos como con los demás.

Quisiera amar a todo el mundo...

Pero ¿cómo es posible?

Ante ciertas miradas, en ciertos ambientes, me quedo «helado». Todas mis vibraciones vitales se paralizan. Me siento a una distancia de años luz y me quedo con mi pobre deseo de amor en las manos.

Intenta sonreír en la calle a una persona desconocida, o trata de dirigir la palabra a quien va junto a ti en el autobús o en el metro: ante su gesto de displicencia o de enfado, seguro que te quedas mudo.

Por otra parte, ¿por qué amar a las personas por las buenas, sin conocerlas? ¿Qué hay en ellas que pueda ser objeto de tal amor? ¿No será la satisfacción de una necesidad más mía que de ellas? Amar a las personas tal como son ¿es acaso un servicio que hay que prestar, a pesar de que tal vez sean ellas las primeras en sufrir por ser como son y lo que desean es que se las ayude a cambiar?

Me parece que habría que sustituir el verbo «amar» por el verbo «creer»: no es posible amar a todo el mundo, pero sí es posible creer que en cada persona hay un rescoldo que reavivar, una liberación que favorecer, un espacio —tal vez escondido o ignorado—en el que es posible un encuentro gozoso.

Esa fe, esa esperanza en cada uno, es mucho más sincera que un «amor» a priori e indiscriminado a cada uno. Habría que abordar a cada persona con una atención intensa, con una benevolencia fundamental —por más que lúcida— que no decida amarla sin más, sino que busque y espere con perseverancia la revelación del ser verdadero que hay en ella y que ni yo ni quizá ella misma conozcamos.

Nada hay más desalentador que «constatar» a una persona. Su verdad no está ni en su presente ni eh su pasado, sino en el futuro que le ayudemos a crear.


Los jóvenes. El amor. La fe

La nueva generación (o al menos sus elementos más característicos) tiene una serie de méritos que nos permiten esperar un futuro mejor.

Dicha generación busca un modo de existencia profundamente diferente del nuestro. Nosotros hemos vivido de trabajo y de creencia; nuestra razón para vivir la constituían la búsqueda de la subsistencia y la adhesión a una interpretación indiscutida del sentido de la vida.

Hoy día constatamos una desvalorización del trabajo. Para los jóvenes (e incluso para los menos jóvenes), la felicidad no se encuentra ya en la profesión, sino en el amor. Ya no quieren vivir para trabajar, sino trabajar (lo justo) para vivir.

La verdadera satisfacción, el sentido de la vida, reside, según ellos, en las relaciones humanas, en la comunicación, tanto física como espiritual, en la amistad, en la comunidad, en el amor.

Poseen esa sensatez que muchos viejos no hemos tenido: presentir que la felicidad no ha de venirles ante todo del éxito profesional, sino de la riqueza de su propia humanidad puesta en relación con la de los demás.

Se encuentran, pues, ante la temible aventura de tener que aprender a amar y fundamentar toda su existencia en ese sentimiento, tan difícil de discernir y de perpetuar. Esta aventura era conocida antaño con el nombre de «demonio meridiano»: el momento en que el hombre maduro constataba el escaso valor de sus logros profesionales y deseaba, al fin, vivir a toda costa, amar y ser amado por sí mismo. ¡La verdad es que este viejo demonio ha rejuvenecido muchísimo!

Querer amar y ser amado: nada hay más natural ni más fácil, piensan los jóvenes; basta con seguir la inclinación del corazón.

¡Tremendo engaño! El amor es un aprendizaje, una ascesis, y se vive en medio de la incomprensión y a base de fracasos y conflictos. «En el amor, los comienzos siempre son deliciosos; ¡por eso se intenta comenzar una y otra vez!» Y no se soporta el resto, que es lo más importante.

Todos nos sentimos tentados de trasladar al amor los hábitos del trabajo (¡lo único para lo que hemos sido preparados durante años!): la posesividad, por ejemplo: «Eres mío/a... Me perteneces... Tengo un marido... Tengo una mujer...»

Pero resulta que el amor es gratuito, y jamás se tiene al otro contra su libertad. La verdadera maravilla del amor consiste en que es un don recíproco, siempre inmerecido, sorprendente y nuevo; un encuentro que se vive como una fiesta.

Desearíamos al menos un intercambio cuasi-comercial, un rendimiento suficiente: «¿Qué me das tú a cambio de lo que yo te doy? Después de todo lo que yo he hecho por ti, después de todo lo que yo he sacrificado por tu causa...»

Pero el amor acepta no tener derecho alguno. Se embelesa con el don del otro y acepta considerarse nada y, no obstante, hacer donación de esa nada que para el otro resulta tan inestimable.

En el amor, para recibir es menester abrirse; para acoger el don del otro es preciso darse a él con la misma totalidad con que se le desea recibir.

Ciertamente, el peor enemigo del amor es el hábito de la sociedad de consumo. Ya no se crea, ni se conserva, ni se repara: se cambia; nos encontramos en la civilización del «usar y tirar».

¿Es ésta la razón por la que los jóvenes ven con recelo el matrimonio? La verdad es que, al menos, .tienen la modestia de no considerarse naturalmente capacitados para vivirlo. Las generaciones anteriores accedían al matrimonio con el convencimiento de que las estructuras sociales o religiosas iban a proporcionarles las fuerzas necesarias para vivirlo con éxito (las «gracias del matrimonio»). Hoy todo el mundo sabe que en el matrimonio, al igual que ocurre en una fonda de mala muerte, no se va a encontrar más que aquello que se ha llevado. Por eso los jóvenes se acercan hoy al matrimonio con muchísima prudencia, después de haber pasado etapas —a veces muy prolongadas— de relaciones sexuales a todos los niveles, después de haber vivido juntos e incluso después de haber sido padres o madres.

Dudan de sí mismos, lo cual está muy bien, porque sirve para obviar el principal peligro del antiguo matrimonio: el de una estúpida seguridad que hacía del matrimonio el término del amor, en lugar del comienzo del mismo. El marido se aburría, volvía a su profesión y a sus juergas con los amigos, cuando no a sus queridas, y dejaba viuda a su mujer al día siguiente de regresar del viaje de bodas.

Hoy los jóvenes saben que su matrimonio ha de ser una creación común, una atención recíproca, un reajuste incesante de sus conflictos, con el fin de inventar juntos su forma concreta de existencia, sin modelos prefabricados ni «roles» estereotipados.

En cualquier caso, ya no se resignan a ir muriendo el uno junto al otro sin esperanza y sin amor. Más vale reconocer que un amor ha muerto que no morir con ese amor. ¿Por qué va a tener que hundirse el capitán con su barco, en lugar de salvar las vidas que puede aún salvar: la suya y las de algunos más?

La misma evolución se observa en los jóvenes con respecto a la fe. Ya no existe eso de una fe ya hecha, transmitida, hereditaria, «préte-á-porter», totalitaria.

Los jóvenes quieren hacerse una fe a su medida, una fe personal, y opinan que quien cree en todo no cree realmente en nada. Quien todavía es capaz de adherirse a todo el Credo («¡...vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos!») y a todo el Padrenuestro («¡...no nos dejes caer en la tentación!»), probablemente es que no ha reflexionado demasiado.

Sólo quien duda de algunas fórmulas tiene alguna probabilidad de creer verdaderamente en otras.

La fe es relativizada: sólo yo puedo pensar lo que pienso, y nadie puede pensar en mi lugar —«Yo ruedo por ti si hace falta...»(!)—; sólo yo puedo creer lo que yo creo. «O tienes tu fe o tienes la fe de otro».

Ha pasado a la historia la fe evidente, absoluta y totalitaria. La fe se ha hecho una aventura, un descubrimiento, una búsqueda como el amor. ¿Tengo la seguridad suficiente como para soportar mis interrogantes y mis ignorancias? Quien no es capaz de soportar ninguna duda no es capaz de soportar la fe.

La característica del siglo que llega a su fin no ha sido la falta de fe ni el escepticismo ni el ateísmo, como suele afirmarse con demasiada frecuencia, sino precisamente un exceso de fe, una fe ciega, una fe fanática. Los nazis, los marxistas, los fascistas, los stalinistas, los maoístas, los integristas (¿quién de nosotros no ha sido algo de esto hace cincuenta años?), los cientistas, los jomeinistas y los nacionalistas (la peor herejía del siglo XX) creían con todas sus fuerzas; creían muchas veces sin saber lo que creían; creían sin ver e incluso negándose a ver los campos de concentración y los «gulags».

Ahora bien, la fe totalitaria no es más que una credulidad exasperada, una falsa fe. Toda fe verdadera conlleva dudas, supone confesar que uno no lo sabe todo y que se equivoca a menudo; y esta duda es la medida del progreso posible. Aun cuando el objeto de la fe sea aparentemente infalible, yo jamás creo más que en lo que he percibido de dicho objeto, y hay mucho de mí mismo que se proyecta o se recupera en el impulso por el que me doy a otro.

La nueva generación duda de la fe, duda del trabajo y duda del matrimonio, lo cual es la ocasión de un inmenso progreso, porque algún día podrá creer en ello de una manera sana..., a menos que perpetúe nuestros errores, ya sea rechazando todo compromiso que no esté totalmente garantizado, ya sea comprometiéndose con la ilusión de que efectivamente lo está.

Y nosotros... ¿tenemos razones suficientes para creer en nuestro futuro y en el suyo?


El amor de los padres

Probablemente, jamás amaremos a nadie tanto como hemos amado y como tenemos necesidad de amar a nuestros padres.

Ellos, y sólo ellos, son depositarios de una parte importantísima de nuestro pasado. Ellos nos han marcado imborrablemente, y por eso podemos tener con ellos una armonía, unas afinidades y unas semejanzas que constituyen una especie de paraíso perdido y, por momentos (desgraciadamente breves), reencontrado.

Por esa misma razón, también los detestamos como no detestaremos a nadie, porque ellos pueden hacernos daño en un lugar de nosotros mismos adonde no pueden llegar los demás: en la raíz misma de nuestro ser.

Y sólo podemos perdonarlos cuando hemos sanado de las heridas que nos han infligido.

Pero es inútil que se las reprochemos y, sobre todo, que les exijamos que nos curen de ellas. Ellos son incapaces de darnos aquello de lo que hemos carecido y ser, a su edad, lo que no han sido nunca. Es menester ir a sanar a otra parte; es preciso encontrar a alguien que no pretenda siquiera reemplazarlos (ocupar el lugar de nuestro padre o de nuestra madre), sino que nos ayude a prescindir de ellos y a soportar nuestra carencia.

Si nos quedamos con ellos, si permanecemos en la familia (como instintivamente desean ellos, por un excesivo deseo de protegernos, y como trata de hacer el niño, para buscar refugio), exasperaremos el mal. Los padres acabarán destrozando al hijo, porque están resentidos contra él, debido a su propia impotencia y al hecho de verle desgraciado y amargado a pesar de su presencia y su dedicación hacia él. Y el hijo acabará destrozando a sus padres, porque éstos le «niegan» lo único que él esperaba de ellos: poder liberarse de ellos.

Una vez curados, volveremos junto a nuestros enfermos padres y podremos amarlos y soportarlos como nos habría gustado hacerlo cuando estábamos tan enfermos como ellos.

Entonces se establece un nuevo equilibrio, gracias al cual nos convertimos, por así decirlo, en los padres de nuestros propios padres. Dejamos de ser acreedores de deudores insolventes y pasamos a ser los que les aportan un poco de vida y de alegría, los que tratan de introducirles en el mundo de hoy como antaño trataron ellos de introducirnos en su mundo. Y nuestras torpezas y errores nos hacen excusar los suyos.

Pero para ello hay que haber hecho del propio ser algo lo bastante sólido como para presentarse ante ellos como vulnerable e inexpugnable a un mismo tiempo. Vulnerable, porque uno se presenta sin armas ni armadura, sin agresividad y sin miedo; uno ya sabe y se atreve a confesar sus propias necesidades (que ya no son inextinguibles) y sus propias debilidades, porque se ha hecho uno lo bastante fuerte para reconocerlas y aceptarlas. E inexpugnable, porque uno habla ya desde un lugar en el que se atreve a ser él mismo, en el que no se compara ni se enfrenta a los demás, en el que uno es uno mismo y nada más que uno mismo, pero de pie y con solidez, aunque sea pequeño de estatura. Nada nos destruye, porque no pretendemos ser más de lo que somos (y, por tanto, nada hay que nos puedan arrebatar). Pero todo nos afecta, porque no nos defendemos. Sentimos de qué parte de quien nos golpea proceden los golpes, y sentimos también que hace daño porque él mismo padece el daño en sí, que sólo hiere porque está herido. También sabemos por qué somos tan vulnerables: son nuestras antiguas heridas cicatrizadas las que nos hablan, a la vez, del mal y del remedio.

Dios tiene que ser alguien muy parecido a todo esto, infinitamente vulnerable e infinitamente sólido, porque él es amor y porque no hace otra cosa más que amar.

Todo puede herirlo, pero nada puede impedirle amar.

Quizá incluso se hace aún más amor con los golpes que recibe, porque él sabe mejor que nadie que esos gritos de rebelión y de injuria son en realidad gritos de socorro y de angustia por no ser suficientemente amado y por no poder amar, y que los golpes que él recibe hacen daño a quien los da.

Dios es aquel a quien puedes hacerle todo el mal que quieras y que jamás ha de hacerte a ti mal alguno.


La vida en pareja...
¿El aburrimiento o las dificultades?

¿Cómo sería posible desear dejar de desear?

Según dicen las revistas, los esposos deberían fusionarse en una perfecta armonía psicológica y, sobre todo, sexual. ¡Tendría que ser una unión carente de tropiezos y de sobresaltos! Pero la vida de pareja no está hecha para adormecer, sino para despertar. Sirve para sacar del corazón todo el amor de que somos capaces.

La unión de dos personas es necesariamente conflictiva. Todos conocemos a esas parejas en las que ambos parecen tener los mismos gustos, las mismas opiniones, los mismos amigos, las mismas distracciones... Pero, inevitable y solapadamente, se manifiestan el rencor, el miedo y la desesperación de dos seres forzados a morir juntos lentamente.

El estado normal de cualquier sociedad humana es el conflicto: las personas se afirman, se oponen y superan sus diferencias a base de negociaciones y concesiones. Y es que el conflicto no es la guerra, sino todo lo contrario. Se hace la guerra porque no se soporta el conflicto, porque se le quiere hacer desaparecer, de una vez por todas, aniquilando al adversario.

Los esposos se encuentran situados ante una opción decisiva: o el aburrimiento o las dificultades.

Si aborreces los conflictos, si lo que quieres es un cónyuge sumiso, dócil y apagado, no tardarás en conocer el aburrimiento de una vida en la que no sucede nada, en la que no hay nada que decirse y en la que únicamente se espera que aquello se acabe. Pero si aceptas los conflictos, las discusiones, los choques y los «reajustes», entonces seréis el uno para el otro el aguijón que despierta y estimula.

Nunca nos entendemos mejor que después de una buena explicación. Las reconciliaciones son, a menudo, mejores que la armonía sin fisuras. ¡Mientras haya roce, es que aún hay contacto! La sal de la palabra, el choque de la oposición, los esfuerzos de adaptación... ¡he ahí lo que os hará verdaderamente jóvenes!

Eva nació del costado de Adán, de esa herida abierta en su flanco y jamás cicatrizada que le abre a toda la inquietud y a todo el sufrimiento del mundo. ¿Qué sería el hombre sin esa llamada, sin esa interpelación desgarradora, sin esa provocación a velar, pensar, amar y crear?

¿Y qué sería la mujer si su deseo no la condujera hacia el hombre para inventar con él esa «entente» siempre comprometida y siempre recomenzada, esa comunicación que es indispensable para ambos, pero de la que suele ser ella quien se preocupe y cargue con su responsabilidad?

Al comprometerte en el matrimonio, no busques una «compañía de seguros» que te garantice que tu mujer va a ser siempre dócil, no va a dejar de admirarte, va a estar siempre de buen humor y va a gozar de una perfecta salud, o que tu marido va a ser siempre atento y solícito, un brillante conversador y un caballero galante.

El único seguro válido será tu resolución: voy a amarle tanto, voy a sufrir tan pacientemente, voy a perdonarle tan a menudo y voy a esperar de tal forma en él (o en ella) que acabará amándome como yo habré aprendido a hacerlo.

Al casarte, ya nunca estarás tranquilo..., ¡pero seguirás vivo!


El primero de los mandamientos

Para los judíos, el primer mandamiento tenía absoluta prelación sobre el segundo, y ambos se practicaban por separado. Tenían un acendradísimo sentido de la Trascendencia. ¡Jamás se habrían permitido mezclar a Dios con el hombre, lo sagrado con lo profano!

La revelación de Cristo consiste precisamente en que invierte esta concepción: la Ley de Dios está subordinada al servicio del hombre.

La única explicación de este escándalo es que Dios se ha hecho hombre, y que se le sirve mejor y de un modo más real en el hombre que en el cielo.

Jesús inquieta y escandaliza a sus correligionarios, no porque niegue el primer mandamiento, sino por la forma en que lo cumple: al servicio de los hombres.

No debemos olvidarnos jamás de preguntamos por qué fue Cristo condenado a muerte por las personas más piadosas y religiosas de su tiempo. Si se hubiera limitado a predicar lo que la mayoría de los cristianos actuales profesan (que hay dos mandamientos perfectamente diferenciados: adorar a Dios y compadecerse de los hermanos), no habría suscitado oposición alguna. Lo que ocasionó la indignación de aquellas gentes fue el que identificara ambos mandamientos y afirmara que había que destruir el Templo, porque el verdadero Templo de Dios es el hombre, y el verdadero culto a Dios es el servicio al hombre, y que hay que saber transgredir la Ley, porque la única ley es: «Amaos los unos a los otros».

Y lo verdaderamente extraordinario es que, al cabo de dos mil años de cristianismo, ¡muchos siguen escandalizándose del mismo modo!

No debemos, pues, yuxtaponer ambos mandamientos si no queremos quedar como disociados entre dos verdades que nos es menester unificar para vivir. Escribe el P. Congar: «El mayor obstáculo que los hombres de hoy encuentran en el camino de la fe es la falta de unión que ellos creen constatar entre, por una parte, la fe en Dios o la perspectiva de su Reino y, por otra, el quehacer terreno. Por eso es urgente ver y mostrar la íntima relación existente entre ambas realidades. En esto consistiría la respuesta positiva más eficaz a las razones de la moderna increencia» (Chrétiens en dialogue, p. XXXIII).

Es una tentación perenne el tratar de buscar a Dios en sí mismo sin pasar por la dificilísima mediación del hombre; pretender disfrutar de unas relaciones «directas» con Dios olvidando la Encarnación, que transforma la relación con Dios en una relación de hombre a hombre.

Yo mantengo que la mejor forma de amar a Dios es amar a los hermanos. Y el hecho de saber que los amamos con la inspiración y el amor mismo de Dios transforma toda nuestra visión de la vida. Ese amor que él nos infunde inagotablemente trasciende todo motivo «racional» para amar a los demás, porque es participación en la vida misma de Dios. La «piedad» aspira a honrar a Dios como desearíamos ser honrados nosotros mismos. Pero Dios es el inspirador de nuestra fraternidad, no el objeto de la misma.

Dios no es alguien que está enfrente de nosotros, un interlocutor, alguien que responde a nuestras preguntas... Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Si fuera exterior a nosotros, ya no sería todo, ya no sería Dios.

Dios no es objeto de amor; es Fuente del amor.

¿Es el amor de Dios distinto del de los hombres? Sí.

¿Es diferente? No.

En mi opinión, no hay más que un único amor. El amor fraterno es amor auténticamente teologal: en esto consiste la originalidad del cristianismo, y esto es lo que le permite unificar nuestras vidas y nuestra acción, en lugar de dividirlas y disociarlas en dos direcciones (¿qué tengo que dar a Dios y qué tengo que dar a los hombres?). La caridad fraterna hace mucho más que «probar» mi amor a Dios: me introduce en el conocimiento, la experimentación y la participación de su ser, que es el amor.

Por supuesto que ambos términos siguen siendo distintos, en el sentido de que Dios es fuente del amor, y fuente inagotable (Dios es el único ser cuyo amor se identifica con su esencia, que es el amor en sí), pero no en el sentido de que sea un término separado, porque entonces sería necesariamente el competidor y rival aventajado del hombre, y todo cuanto él distrajera y absorbiera de las energías y el tiempo del hombre serían energías y tiempo perdido para los demás hombres.

La relación de Dios con el hombre no es la relación del hombre con el hombre. Dios no es solamente otro; es otro de distinta manera de como los demás son otros para nosotros. No se trata, pues, de una relación «amistosa» o «personal» (Dios no es, evidentemente, una cosa, ni una fuerza, ni algo infrapersonal; pero tampoco es una persona como nosotros: es pura relación al otro, es suprapersonal). El gran error de la piedad consiste en buscar en Dios una amistad, una relación afectiva y hasta una relación «conyugal» que permita prescindir del afecto humano. Dios no es un «amigo», una persona como cualquier persona humana, sino la fuente de nuestro amor a los humanos, y está presente en nosotros en la medida en que nosotros amamos a los demás. Dios nos pide una relación de reciprocidad («amadme, porque yo os amo»), sino una relación de semejanza («amadme como yo os amo»).

Y esto representa para mí el corazón mismo del cristianismo.


«La verdad os hará libres»

Nadie posee la verdad, nadie la alcanza toda entera. ¿Es la verdad para ti como algo que puedes apropiarte y definir y de lo que podrías hacer un inventario exacto y una descripción exhaustiva? ¿O es quizá como una persona a la que nunca terminas de conocer y a la que no puedes dominar, sino que has de acercarte a ella con una actitud de respeto, de acogida, de disponibilidad, de escucha, con una disposición análoga a la de la oración?

La verdad existe. Nosotros tendemos hacia ella, y nos acercamos o nos alejamos de ella; pero ninguno de nosotros es su propietario.

Hay una realidad objetiva, pero nosotros sólo llegamos a ella a través de nuestra subjetividad. Vemos las cosas como con una especie de lentes deformantes.

Ahora bien, aunque no poseamos toda la verdad, cada uno de nosotros, en determinados momentos, siente clarísimamente que está en la verdad, que está en contacto directo con lo real, que avanza hacia lo verdadero.

¿Puede la verdad liberarnos? Y nos referimos, ciertamente, no a una verdad filosófica, sino a una verdad de vida, a una revelación de verdadera vida.

La revelación evangélica sí es liberadora. Nos libera de las falsas imágenes de Dios: Dios no es un soberano que nos trata como a súbditos, ni un juez que nos trata como a culpables, ni un acreedor que nos apremie como si fuéramos sus deudores.

Dios es fuente infinita de generosidad. Dios es poder infinito de comunicación, de don, de difusión de sí, y aspira a llenarnos de El, a darnos todo cuanto El es y tiene.

La verdad nos libera de las falsas imágenes de nosotros mismos: todos estamos llamados a ser como El. Estamos habitados por un dinamismo incansable de fe, de amor y de esperanza. Todo lo podemos en Aquel que nos conforta. «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo que yo tengo es tuyo». ¿A quién van dirigidas estas paternales palabras? Al avinagrado hermano mayor, al recalcitrante envidioso que se niega a entrar y alegrarse con su hermano «resucitado», porque, según él, ¡jamás ha podido comerse un cabrito con sus amigos! Entonces, ¿quién de nosotros se considera excluido?

Estas falsas imágenes han hecho de nosotros sus esclavos, esclavos inconscientes de nuestros miedos, de nuestro pesimismo, de nuestra torpeza, de nuestra pusilanimidad...

Somos tan esclavos que nos creemos libres; tan sordos que creemos oir; tan ciegos que creemos ver; ¡tan muertos que nos creemos vivos! Y sólo por comparación caemos en la cuenta de esa esclavitud inconsciente: ante un hombre libre como Jesús, un hombre habitado por la fe, vemos la diferencia. Uno solamente ve su condición de esclavo por comparación con un hombre libre y liberador, que contagia libertad. Sólo sabemos de lo que carecemos cuando alguien nos lo da o, al menos, nos lo hace ver.

Los fariseos se irritan ante la denuncia de su esclavitud que encierra la propuesta de libertad que hace Jesús. Ellos son esclavos de su pasado, se refugian en su árbol genealógico («hijos de Abraham»), están en regla con las leyes... Rechazan el cambio, el movimiento, la vida... Desean que nada se mueva. Están muertos, pero aún son capaces de matar a quien les inquiete.

Ese es el pecado del que les acusa Jesús: ser «hombres viejos», negar el futuro, rechazar toda esperanza, decir que ya no van a cambiar, que están demasiado viejos, demasiado acostumbrados, demasiado incapacitados, o demasiado contentos consigo mismos, o quizá demasiado descontentos... Se niegan a vivir, se niegan a nacer... Niegan el poder creador y resucitador del Espíritu de Dios.

Jesús conoce al Padre, que es amor y, consiguientemente, libertad y liberación total. Dios es el gran aventurero de los mundos: a todo se atreve, todo lo arriesga, todo lo espera. La creación no es más que una inmensa apuesta de Dios, que espera siempre hacer de ella una obra magnífica. Y nos quiere a su imagen: «¡Liberaos de todas vuestras crisálidas! Sed como yo, inventad vuestras vidas, cread vuestras relaciones, atreveos a amar, vivir y obrar».

Unos dicen: «No merece la pena intentarlo; seguro que fracasaré... ¿para qué voy a levantarme si he de volver a caer? Si no voy a poder acabar, ¿para qué voy a empezar?»

Y otros, que se saben habitados por un dinamismo inextinguible, se repiten: «No merece la pena quedarse tirado; al final, seguro que he de levantarme. Hay en mí una llamada a la que no podré resistirme siempre. Hay en mí una esperanza que jamás ha de dejarme tranquilo. Hay en mí un amor que acabará por prevalecer. Entonces, puesto que, a pesar de todo, he de comenzar de nuevo a creer, a esperar y a amar, ¡más vale comenzar cuanto antes! ¡Más vale resucitar de inmediato!»