EL DIOS
DE LAS COMUNIDADES CRISTIANAS


Dios Padre

Piensa qué clase de padre sueñas con ser; cuánta ternura y cuánta dedicación sientes que eres capaz de tener para con tus hijos o los que podrían serlo... El propio Cristo dice aquello de «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos...» (Mt 7,11). ¿Reconoces que Dios es mejor que tú o, por el contrario, piensas que es menos afectuoso, menos comprensivo y menos delicado que tú?

Toda la Revelación, sin embargo, nos dice que Dios no es como nosotros y que no hay que consultar a nadie para saber lo que Dios piensa de nosotros y lo que nosotros pensamos de El. Ni lo que pensaríamos de nosotros si nosotros estuviéramos en su lugar, si nosotros fuéramos El.

Creer que Dios es Padre, y creerlo profundamente con un acto de fe, es creer que el amor será más fuerte en ti y a través de ti que todos los obstáculos que puedan oponérsele. Lo cual no significa que tengas que esperar a que los demás te amen: tendrías que esperar demasiado tiempo... «Si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis que no hagan los paganos?» Si únicamente amas a los que ya han empezado a amarte a ti, si no saludas más que a los que te saludan, si únicamente escribes a los que te escriben, si tan sólo sales en busca de los que te piden que lo hagas, si únicamente das tu corazón a los que parecen desearlo..., entonces eres un pagano. «Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen, bendecid a los que os maldicen... Entonces seréis como vuestro Padre de los cielos, que hace que salga su sol sobre buenos y malos y envía su lluvia sobre justos e injustos».

Te asemejarás al Padre a partir del momento en que ames a quienes «no lo merecen»; a partir del momento en que, más allá de tu propio orgullo, aceptes humildemente, al igual que Dios, tomar la iniciativa.

¿Eres «iniciativa de amor» en tu barrio, en tu familia, en tu casa, en tu profesión...? ¿Tratas de acercarte a quienes se niegan a hacerlo ellos? ¿Sueles dar tú «el primer paso»? ¿Creas amor? ¿Creas fraternidad? O, por el contrario, ¿te entregas a la simple tarea de justificar tu esterilidad apelando a la indignidad de quienes te rodean: «No lo merecen»?

Si esperas a que lo merezcan, has de saber que no lo merecerán jamás. Para amar a tu hijo, ¿esperas hasta que haya dado muestras de ser digno de tu amor? Un bebé no tiene ningún mérito ni te presta ningún servicio ni te da muestra alguna de afecto; un bebé no hace más que gruñir, gritar y ensuciar. Cuando unos adultos hacen eso en tu casa (y no pocas veces es lo que hacen: gruñir, gritar y ensuciar), no lo soportas. Eso no es lógico. Te dejas engañar por las apariencias: por unos cuantos kilos o centímetros de más, por un poco más de pelo, por un poco más de lo que sea... Y no hay que dejarse llevar por las apariencias.

Esos adultos tienen tanta hambre y son tan incapaces de amar como ese bebé que tanta ternura, y con razón, te inspira. Al igual que él, también ellos tienen una flagrante necesidad de ser despertados a la vida, a la fe, al amor. Entonces, en lugar de mandarlos al diablo, piensa: Creo en Dios Padre todopoderoso; creo que hay en el mundo una omnipotencia de paternidad creadora; creo que ese poder me ha sido comunicado por Dios; creo que debo ser padre, o madre, y que debo engendrar en la alegría a todas esas personas, tanto a mis padres como a mis hijos, tanto a los vecinos de mi calle como a mis compañeros de trabajo, tanto a los que menosprecian mi amistad como a los que la esperan.

De algún modo, eres un poco padre, o madre, de todos aquellos a quienes tu presencia les despierta, de todos aquellos que se han hecho sensibles a ciertas cosas que no habrían podido conocer sin ti. Y debes tener la humildad de seguir desempeñando ese papel junto a ellos, aun cuando nunca te hayan dado las gracias ni muestra alguna de satisfacción por ello.

Dios es pobre. Dios es don. Dios es humilde. Porque es Padre. Y porque es Padre, es también vulnerable.

Un padre es sensible a la actitud de sus hijos. El Padre celestial es sensible a nuestras muestras de afecto, y le hacen daño nuestras negaciones y rechazos. La pasión de Dios, todo el sufrimiento de Dios, es la revelación de su paternidad, de su amor y del tremendo poder que ese amor nos da sobre El.

Cuando alguien te ama, tú tienes poder sobre esa persona y puedes hacer con ella lo que quieras: puedes llenarla de alegría o puedes atormentarla.

En el momento en que empezamos a pensar que no tenemos poder alguno sobre Dios, nuestra religión deja de ser la religión del Amor y es una religión muerta. Si crees que no eres capaz de hacer ni bien ni mal alguno a Dios, que Dios está «por encima de todo eso», indiferente a lo que tú puedas hacer o dejar de hacer, entonces tu religión es una religión muerta, lúgubre, poco más que un conjunto de obligaciones que se cumplen en balde, una serie de gestos que se nos exigen para nada, en definitiva.

Pero, si crees que Dios es sensible a ti, que le causas placer cuando acudes a su encuentro, que sufre si le abandonas..., entonces todo adquiere sentido, entonces empiezas a creer en ese Dios que es Amor y que TE ama.

Un padre impasible, un amor insensible, un amigo invulnerable...: todo eso es de todo punto inconcebible. Son verdaderas «contradicciones en los términos». Cuando Dios se ha revelado Padre, se ha revelado vulnerable. Y la pasión de Cristo nos ha hecho ver con toda claridad hasta qué punto tenemos el poder de herir, de crucificar, de torturar a Dios.

Una omnipotencia de amor es una omnidebilidad: una pasibilidad, una vulnerabilidad y una inquietud infinitas.

¿Cómo podemos dudar de ello? ¿Acaso no estamos hechos a imagen de Dios? ¿Qué es lo que tantísimas veces nos hace impasibles para con el prójimo, como si estuviéramos «blindados»? ¿Falta de amor? ¿O exceso de egoísmo, de despreocupación, de dureza...? Ahora bien, ¡Dios es amor! ¿No es a partir del momento en que uno es padre cuando se hace vulnerable? Mientras uno es independiente, mientras sepa «mantener las distancias», mientras siga libre de tales vínculos, uno se defiende estupendamente, se encuentra perfectamente protegido. Mientras uno es joven, sufre poco, por muchos nubarrones de tristeza que puedan cernirse sobre uno. Y si los demás resultan demasiado desagradables, se les envía a todos a paseo. Hace uno un viaje y se libera, porque no está sujeto por nadie. Pero ser padre significa vincularse a alguien por la parte más frágil de nuestro ser y perder hasta el deseo de protegerse. ¿Quién querría ser insensible a una enfermedad, a una pena o a un fallo de su hijo? Puede uno llegar a endurecerse con respecto a sus padres o a sus amigos, pero no es posible aceptar fríamente el hacerse insensible a los hijos. Con respecto a los hijos, todos y cada uno de nosotros estamos totalmente dispuestos a sufrir por ellos y con ellos. Eso es ser padre.


Dios Creador

Decir que Dios es Creador es tanto como repetir que Dios es Padre. No habría sido Creador si no hubiera sido Padre. Es el ser Padre lo que le mueve a crear. Es el hecho de complacerse infinitamente en su Hijo lo que le hace desear tener hijos; y es a imagen de su Hijo como crea el mundo. Su creación fue un desbordamiento de amor y de complacencia.

Dios es Padre, Dios es amor, Dios es todopoderoso: ¡Dios es Creador! Quien no cree que su existencia es, a cada instante, efecto de una mirada amorosa de Dios sobre él, es un ateo, porque, aun cuando crea en un Dios, no se trata del Dios del Credo. El Dios del Credo es un Dios que ama.

Se requieren horas de contemplación y de adoración para llegar a ver a Dios bajo esta luz. Se requieren horas de «exposición» a Dios para dejar de ser ateo, para que esa irradiación del Padre nos alcance y suscite en nosotros fe, semejanza, emulación. Se requiere una prolongada contemplación para dejarse penetrar por la certeza de que el Padre se halla entre nosotros como Pan para ser comido («Mi alimento es hacer la voluntad del Padre»...), de que es una fuerza capaz de comunicar fuerza, y de que es una Paternidad susceptible de despertar en nosotros el amor hacia el don. Para eso son esas vigilias, esas horas que pasas delante del Santísimo Sacramento: para que hagan realidad para ti las palabras de Jesús: «Padre, he llevado a término la obra que me encomendaste... He dado a conocer tu nombre a los que sacaste del mundo para entregármelos... Ahora han creído que eres Tú quien me ha enviado» (Jn 17,4-8).

Si no creemos, si no sentimos en nosotros esa alegría y ese reconocimiento (reconocimiento) hacia el Padre, que no cesa de crearnos amándonos y de amarnos creándonos, si no nos resulta «buena» esa voluntad (benevolencia) de Dios que nos hace existir en este preciso momento, es que no nos hemos esforzado suficientemente en tratar de verle tal como es; es que no le hemos considerado ni orado lo suficiente; es que no nos hemos nutrido lo bastante de él: es que no nos hemos expuesto suficientemente a la acción de su luz. «En cuanto a nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18).

A Dios «nadie lo ha visto nunca». Pero cuando la pura luz divina ha chocado con la materia del mundo, se ha refractado en mil objetos, ha hecho salir de la sombra mil imágenes, mil reflejos de Dios. Dios se ha hecho visible.

La naturaleza está llena, totalmente impregnada de Luz, de Espíritu. Debido a esa luz y a esa «refracción», toda criatura tiene un sentido. Jamás conseguirán los sabios terminar de descubrir la inteligibilidad de la más mínima partícula de materia: hasta tal punto ha empapado Dios la tierra con Su espíritu, con Su vida, con Su imagen, con Su Verbo... «Sin El no se hizo nada de cuanto existe» (Jn 1,3).

La generosidad del Padre está «impresa» en la naturaleza. Por eso es por lo que el contemplarla debidamente nos acerca a El. Lo que nosotros tratamos de entrever en la inquietud, ella lo refleja en la alegría.

Así es como los santos han sentido a veces esa extraordinaria fraternidad con la hermana agua, el hermano sol, el hermano fuego... todos esos modestos y silenciosos adoradores cuya «vida» transcurre en la contemplación del mismo Rostro que contemplaban ellos.

La alianza con Noé es la confirmación y la renovación de ese acuerdo. El arco iris es el signo de una alianza entre Dios y la tierra entera. Todos los hombres están invitados a entrar en esa armonía: hay un cierto conocimiento de Dios, una cierta invitación a entrar en alianza con El a través de todo cuanto es bello, de todo cuanto es bueno, de todo cuanto está debidamente ordenado en el mundo.

«Lo que de Dios se puede conocer está manifiesto entre los hombres: Dios se lo manifestó. Porque, desde la creación del mundo, sus (atributos) invisibles (`invisibilia', en latín) se hacen visibles a través de sus obras...» (Rm 1,19).

Y en el capítulo 17 de los Hechos de los Apóstoles se dice: «El Dios que hizo el mundo y todo cuanto hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en santuarios fabricados por mano de hombres; ni es servido por manos humanas, como si de algo estuviera necesitado el que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas. El creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra, y determinó con exactitud el tiempo...» (24-26). Se trata de la alianza con Noé, de la promesa de que no volvería a haber otro Diluvio, sino que en el mundo imperaría un orden y una cierta regularidad providencial de las estaciones. A causa de la Alianza. Gracias a la fidelidad de nuestro Dios. «A fin —prosigue el autor de los Hechos— de que todas las razas humanas buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros, pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (27-28).

La explicación que de los orígenes del mundo y del destino del hombre da el Génesis (y nos propone el cristianismo) no opone lo carnal a lo espiritual, sino que, por el contrario, encarna esto en aquello. La carne tiene en sí misma una significación espiritual; el cuerpo es signo, expresión, forma... del espíritu, del cual no está separado. Lo concreto expresa el espíritu, en lugar de velarlo, en la explicación cristiana del mundo. Lo que no se expresa, lo que no se «figura» de ninguna manera, lo que no se hace realidad en ninguna parte... vegeta y muere, o se desvanece en humo. En sublime humo...

Nosotros debemos aspirar no al «reino de las almas», sino a la resurrección de la carne. Ese es nuestro futuro. Hemos de entrar en la Eternidad no como piadosos «vapores», sino conservando nuestro ser de hombres: espíritu + carne.

El mundo es Dios hecho visible, Dios tomando figura en el mundo. Dios, luz oscura, es reflejado, manifestado en mil figuras que lo refractan; mil aspectos suyos toman cuerpo —«se hacen carne—a través del mundo y a través de nosotros. Dios es comunicable, y lo hace a través de esas cosas que ha creado. Dios sigue queriendo la Creación y la ha reparado para que pueda seguir siendo imagen válida de El. La Redención es tan original como el pecado.

¿Por que no vino el Padre en persona? Muy fácil. El Padre hizo mucho más: nos dio lo mejor que tenía. «Tanto amó al mundo... que envió a su Hijo». ¿Qué te resultaría a ti más duro: morir tú mismo o ver morir a uno de tus hijos? Basta con hacerse esta pregunta para comprender que, si para alguien fue duro el Calvario, fue, sin duda, para el Padre. «Tanto amó Dios al mundo... que envió a su Hijo», que aceptó sacrificar a su propio Hijo. Hay que pensar en ese amor y en esa crucifixión mientras se hace el «via crucis». Nunca debemos pensar en el Hijo sin pensar en el Padre: «Padre, todo lo tuyo es mío, y todo lo mío es tuyo».

Nunca estaremos más cerca del Hijo que cuando dejemos de pensar en él de un modo demasiado diferenciado; cuando, «instruidos por su divina enseñanza», nos atrevamos a decir con él, en él y por él: «Padre Nuestro...»

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¿En qué pensaba Jesús cuando, a menudo solo (los apóstoles se habían quedado atrás enzarzados en su discusión favorita acerca de quién de ellos sería el mayor: Mc 9, 33-34), recorría los caminos de Galilea? ¿En qué se ocupaba su mente en los momentos de descanso, durante aquellas travesías en barca que le gustaba hacer con sus dicípulos al atardecer, después de una jornada de agotadora predicación? ¿En qué pensaba cuando se hallaba en lo alto de una colina, adonde le gustaba retirarse después de haber despedido incluso a los discípulos, «y, llegada la noche, estaba allí solo»?

La respuesta es fácil, dirá alguno: Jesús pensaba en los hombres, en los pecadores, en su salvación, en todo lo que era preciso hacer para salvarlos...

No. Por extraño que nos parezca, no era en nosotros en quienes estaba ocupada la mente de Jesús. El objeto constante de su meditación, la orientación natural de su alma, el alimento que le sostenía, era el Padre.

«Mi alimento —dice Jesús— es hacer la voluntad de mi Padre». ¡Y vaya si se alimentaba! (Por lo que respecta a nosotros, en general habría que decir más bien que eso nos abre el apetito). Ya en el desierto, según dice el Evangelio, «cuando dejó de orar sintió hambre». Mientras oraba estaba alimentado. No le faltaba nada.

Toda la vida interior de Jesús es una vida de respetuosa y afectuosa intimidad con su Padre. Antes de ser el hijo de María, antes de ser el hermano de los hombres, es el Hijo del Padre. El motivo por el que ya en el Pesebre irradia alegría desde su pobre lecho de pajas y ama aquella pobreza, es porque ésta le deja únicamente en manos del Padre. ¡Qué bueno es exponerse total y absolutamente a la voluntad del Padre! Con una audacia inaudita, el Hijo ha querido ser plenamente hijo para que se revelara hasta qué punto el Padre era Padre.

Es la fuerza de este movimiento filial la que lo retiene en el Templo a la edad de doce años. Había entrado, junto con los peregrinos, en aquella atmósfera extraordinaria de entusiasmo, de fiesta y de fe. Había entrado en un lugar donde, por primera vez en su vida, se sintió en su casa, feliz, «repatriado». Al fin había encontrado un lugar en el mundo en el que todo era como El: culto, reverencia, acción de gracias, Presencia... De manera que se quedó allí, totalmente fascinado. Allí se encontraba en paz, seguro, a gusto, en su sitio... Y cuando fueron a buscarle, su respuesta no fue impertinente, sino simplemente de asombro: «¿Y vosotros os habíais ido? ¿Habéis podido abandonar esta casa, en la que todo me habla de mi Padre, en la que se está tan a gusto con el Padre? ¿Por qué me buscabais? ¿Habéis podido creer que yo estuviera en otro sitio que no fuera junto al Padre?»

Y cuando, mientras predicaba, alguien viene a decirle: «Tu madre y tus hermanos te buscan», él responde: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? En verdad te digo que quien hace la voluntad de mi Padre, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre».

Pensemos que, desde toda la eternidad, el Hijo trata de expresarle al Padre toda su ternura, toda su admiración, todo su agradecimiento...; y aprovechó la circunstancia de vivir en la carne para darle al Padre la mayor prueba de amor: «No hay mayor amor que dar la vida por aquellos a los que se ama». «Pero, para que el mundo sepa que yo amo a mi Padre y que obro según el Padre me ha ordenado, levantaos, vámonos de aquí...», dice a los apóstoles al abandonar el Cenáculo.

Y en el momento supremo, cuando culmina en la cruz su misión, también es hacia el seno del Padre hacia donde inclina su cabeza: «¡Padre, en tus manos pongo mi espíritu!»

Aprendamos de Jesús el modo de ser hijos. Aprendamos esa admirable síntesis de libertad y obediencia, nosotros que somos esclavitud o rebeldía; esa síntesis de dignidad y modestia, nosotros que somos orgullo o ruindad; esa síntesis de ternura y respeto, nosotros que no sabemos ni respetar lo que amamos ni amar lo que respetamos. «Similes el erimus quia videbimus Eum sicuti est». «No podemos dejar de asemejarnos a El el día en que lo veamos tal como es: Hijo».


Dios,
Verbo hecho carne

«¡El Verbo se hizo carne!» «En él habita corporalmente la plenitud de la Divinidad» (Col 2,9). Si quieres sentir la conmoción inicial, el escándalo primitivo (y necesario) de esta manoseada fórmula, di, por ejemplo: «¡Dios se ha hecho mujer!», o bien: «¡Dios es mi vecino!» María Magdalena lo tomó por un jardinero, y los discípulos de Emaús recorrieron varios kilómetros con El sin reconocerlo: ¡hasta tal punto era una persona normal!

Ahí radica lo esencial del cristianismo: al Dios invisible, inaccesible y trascendente sólo puede llegarse mediante un don gratuito de su parte, y ese don se ha hecho siempre, evidente y necesariamente, a la altura del hombre, de una manera humana, a través de realidades sensibles.

La Encarnación significa conferir un carácter intrínsecamente sagrado a cada uno de los momentos de nuestra existencia y a cada una de las personas de nuestro entorno: Dios en lo banal; Dios en lo cotidiano, aburrido y fácil; Dios escondido hasta el punto de codearse treinta años con la gente sin que nadie lo identificara... Algo así como la actual presencia de Dios en un trozo de pan tan inerte, tan insignificante y tan ineficaz como los rebojos que dejamos sobre la mesa, una vez acabada la comida, y que los niños, a pesar de la prohibición, emplean como inocuos proyectiles.

En treinta y tres años de vida terrena, Cristo no pudo expresar toda la caridad divina que le habitaba. Sólo pudo sufrir de un determinado número de maneras, y no pudo morir más que una vez. «Tened compasión de El —dice Claudel—, que no dispuso más que de treinta años para sufrir. Unid vuestra pasión a la Suya, pues sólo una vez se puede morir». Tened compasión de El, que no pudo ser ni padre ni madre, ni enfermo crónico, ni obrero en una fábrica ni minero, ni empleado, ni subproletario, ni deportado, ni minusválido... Durante los días de su vida mortal no conoció más que un estado de vida, no desempeñó más que un oficio, no vivió más que una vida. Tal vez habríamos comprendido al fin lo que es nuestra profesión y nuestra vida si hubiéramos visto a Cristo desempeñar y vivir una y otra, respectivamente. Ahora bien, si no pudo dar su sentido eterno más que a los pocos gestos humanos que El divinizó en aquellos treinta años, entonces su muerte parece una terrible y absurda pérdida. Una encarnación tan breve parece un despilfarro inexplicable.

Pero Dios sólo se encarnó una vez porque debía encarnarse siempre. No nació más que una vez porque debía nacer siempre. No sufrió más que una vez porque debía sufrir siempre. No murió y resucitó más que una vez porque debía morir y resucitar siempre.

Lo que le falta a la pasión de Cristo (y no sólo a su pasión, sino también a su alegría, a su compasión, a su ternura...), podemos nosotros completarlo en nuestras vidas dándole a El esta nuestra humanidad de cada uno de nosotros, para que pueda con ella recomenzar aquella vida humana que El tanto amó y en la que tan perfectamente alabó y honró al Padre, amó a los hombres, curó, iluminó, consoló, alentó, sufrió... Todos nosotros somos otras tantas ocasiones para que se manifieste la caridad de Cristo.

Cada día en la Iglesia, Cristo solicita y recibe esa extensión indefinida mediante el bautismo y la eucaristía y todos los demás sacramentos, que son la acción de su Cuerpo para construirse un Cuerpo.

Así pues, la Encarnación no llegó a su fin con la Ascensión de Cristo. Jesús siguió siendo hombre. Un hombre sentado a la derecha del Padre todopoderoso.

A partir de la Ascensión, la Encarnación se ha extendido. La unión hipostática (dos naturalezas en una sola persona divina) sigue siendo privilegio exclusivo de Cristo, el Verbo de Dios. Pero entre cada hombre y Cristo se establece una unión real por comunicación de la vida de Cristo. Esta unión, aun cuando respeta en cada hombre su propia personalidad, distinta de la persona divina que lo vivifica, es tan íntima, sin embargo, que Dios se encuentra verdaderamente presente y accesible en cada hombre. «Si ves a tu hermano, ves a tu Dios». A los ojos de la fe, es decir, para unos ojos suficientemente adiestrados y penetrantes, Cristo está presente en el más insignificante de los seres humanos.

Jesús resucitado se ha hecho espíritu vivificante. Pero, ¡ojo!: en este contexto, lo de «espíritu» no se opone más al cuerpo que al alma. El espíritu de Dios espiritualiza tanto el cuerpo como el alma. El abismo que debe franquear es exactamente el mismo: ¡el infinito! A Dios no le resulta más difícil espiritualizar un cuerpo que un alma. San Pablo habla de «cuerpo espiritual». Decir que Cristo se ha hecho espíritu vivificante significa que se ha hecho capaz de incorporarse, someter y recapitular en sí a toda la humanidad. Significa que se crea un cuerpo universal al que El solicita con su gracia y anima con su vida. Significa que nos llama a todos a formar cuerpo con El.

La encarnación de Cristo en una naturaleza humana concreta no hizo más que preceder y merecer su encarnación en la humanidad entera, haciendo de El «el primogénito de una multitud de hermanos». Era preciso que Cristo padeciera y muriera (escapara a esta temporalización, a esta localización, a esta existencia limitada) para poder entrar en su «gloria» (para hacerse «espíritu vivificante», capaz de animar su verdadero cuerpo, capaz de comulgar y ser comulgado por toda la humanidad).

La Encarnación es, pues, definitiva. La Redención habrá de realizarse siempre por el mismo medio por el que comenzó: por el Cuerpo de Cristo. Aun hoy, Cristo sigue siendo hombre, no sólo porque su naturaleza humana glorificada se sienta a la diestra del Padre, sino porque dicha naturaleza humana no deja de incorporarse a otros hombres que la completen. «La vida histórica del Cristo histórico y la vida histórica del Cristo místico no son, pues, dos vidas distintas, sino una sola vida bajo dos aspectos, uno simbólico y ejemplar, el otro simbolizado y real. ¡No separemos a la Iglesia y a Cristo, porque son una sola carne!» (H. U. von Balthasar).


Dios Salvador

La Redención es la reunión (reunión de los hijos con el Hijo; de los hombres, hechos hijos, con su Padre del cielo; de los hombres, hechos hermanos, con sus hermanos terrenos) por medio de Jesucristo, «el mayor de muchos hermanos» (Rm 8,29).

El deseo de Dios es: «Que ellos sean uno como Nosotros somos uno»: una sola unidad nos es posible, la del propio Dios. Es preciso que nos «sacrifiquemos».

«Sacrificar» no significa fastidiarse voluntariamente para agradar a Dios, como tampoco significa degollar una res en el matadero.

«Sacrificar» es «hacer sagrado» (sacrum facere), convertir algo en sagrado, «de Dios»; consagrar... ¡Y nosotros lo hemos traducido por «pérdida», «privación», «destrucción»...!

Sacrificar alguna cosa es valorarla al máximo, es divinizarla, hacerla amor, amarla mejor, respetarla más... ¿Acaso podemos hacer algo mejor por aquello que amamos que sacrificarlo?

El sacrificio es el acto más gozoso y más «provechoso» del mundo. Pero, debido a un medroso egoísmo, no nos hemos quedado más que con el lado pequeño de las cosas y hemos considerado más la pérdida que el beneficio, es decir, que el aspecto por el cual, cuando una creatura (objeto, privilegio, placer, actividad, persona...) es sacrificada, puede decirse que ha «perdido» su carácter profano.

Todo sacramento es un sacrificio. Pensemos en el bautismo. Bautizar es consagrar, sacrificar a un niño. El bautismo es un sacrificio: hace sagrado. Por el bautismo, tu hijo entra en el mundo de la comunión de los santos. Incorporado a Cristo, recibe de El una vida inmortal, infinitamente más preciosa que la que tú le has transmitido. En lo sucesivo, tu hijo pertenece más a Cristo que a ti mismo, vive de la vida de Cristo más que de la tuya. ¿Vas a lloriquear por ello y a quejarte: «¡Ya no es sólo mío! ¡Qué tristeza, Dios mío!»? Ese niño se ha hecho sagrado, y debes alegrarte de ello e inclinarte ante él. Debes «adorarle», porque en adelante es un tabernáculo vivo en tu propia casa.

El pecado no se repara más que con el sacrificio. Lo que originariamente era don e impulso se ha hecho restitución. Pero la alegría del retorno es incomparablemente más viva que la tristeza por lo que se abandona. Y la restauración es tan perfecta que despierta la inocencia, la integridad original. El sacrificio es, ante todo, un acto de alegría: «Para que el mundo sepa que yo amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado, levantaos, vámonos de aquí...» (Jn 14,31).

Es esta alegría a la que Cristo vino a llevarnos, la alegría de una restitución filial, la reintegración en la imagen de Aquel que nos ha creado a su imagen y semejanza. La alegría de Dios consiste en dar; la de la criatura, en darse. Como el Hijo. «Eucaristía» significa acción de gracias, sacrificio de alabanza, reconocimiento filial.

La Redención es toda ella obra de amor. Obra de amor del Padre, que, lejos de exigirnos un tributo de padecimiento, nos ama tanto que nos envía a su propio Hijo para llevarnos a El. Obra de amor del Hijo, que nos revela —no porque sufre, sino porque ama—el amor que habíamos perdido, y se lo comunica a quienes se abren a él. Y obra de amor de los hombres, que, convertidos en hijos, aman a su Padre y a sus hermanos con todo el amor con que ellos han sido amados.

Pero, precisamente porque la Redención es obra de amor, se realiza en el sufrimiento. La fidelidad de amor engendra inevitablemente el sufrimiento. Cristo en la cruz es la imagen de una obediencia y una fidelidad totales. El no buscó tan horrible sufrimiento, sino que luchó y se debatió contra él. Fue tan sólo su amor a su Padre, su entrega a la misión recibida de El, lo que le llevó al Calvario. La nobleza de la Pasión de Cristo proviene del hecho de que no fue un ejercicio de ascesis, una mortificación perfectamente estudiada, una mutilación voluntaria, sino simplemente una fidelidad de amor.


Dios Espíritu

Su persona

¿Quién es el Espíritu Santo? ¿En qué se diferencia de las otras personas?

Para comprender algo de lo que es el Espíritu de Dios, podemos recurrir a lo que hay de más valioso y más vivo en una familia: el espíritu de familia. Una familia sin espíritu no es una verdadera familia. Pero cuando en ella está presente el espíritu, éste es algo más real y más vivo que cada uno de sus miembros, los cuales están como marcados, forjados por él, y —sean cuales fueren las diferencias individuales— se siente su presencia allí donde se encuentre aunque no sea más que un solo miembro de dicha familia. Basta con ver a uno de ellos para que, conociendo a otros miembros de la familia, se le pueda identificar: «¡Tú eres hijo de fulano...!» El aire (spiritus) de familia, que se distingue así, intuitivamente, es indefinible —«no se sabe de dónde viene» ni a qué se debe—, pero es tan real que todos cuantos han aprendido a detectarlo son capaces de verlo, en infinidad de ocasiones, donde los demás no ven nada.

Este espíritu suele superar en valor y en intensidad a la individualidad de las personas que lo tienen. Todas ellas resultan mejoradas, enriquecidas y caracterizadas por su pertenencia a tal familia.

¿Y cómo es este espíritu? Es un espíritu de amor formado a partir del amor gozoso, inventivo y creador que desciende de padres a hijos en forma de cualquier clase de iniciativas, orientaciones, generosidades e impulsos; y formado también a partir del amor que asciende de los hijos a los padres en forma de respeto, confianza, admiración, sano orgullo, alegría... Este intercambio se intensifica de un modo natural. Cuanto más amor desciende de los padres a los hijos, tanto mayor es el amor que sienten éstos hacia aquéllos. Y cuanto más aman los hijos a sus padres, tanto más aman los padres a sus hijos. Es una circulación incesante, un crecimiento sin fin, que permite comprender que, en último término, ese espíritu de familia llega a convertirse en una Persona, en un ser distinto de los individuos que lo engendran.

Del amor de varios ha brotado una realidad nueva que los resume y los trasciende, los une y los proyecta, los agrega e intensifica su personalidad propia. Cada cual es «más» él mismo, recibe un «plus» de existencia personal, gracias a los otros.

He ahí la mejor forma que tenemos de representarnos al Espíritu de Dios, el cual es amor e intercambio de amor entre el Padre y el Hijo. El Padre se vuelve hacia el Hijo, y el Hijo hacia el Padre, con tal intensidad de fuerza y de alegría que dan origen a una Persona.

Y preguntamos de nuevo: ¿cómo es este Espíritu?

Es un Espíritu Creador, porque el amor verdadero es creador. Muchas personas confunden el amor con una especie de comercio: «Tú me das esto y yo te doy aquello; tú me sonríes y yo te correspondo; tú no me saludas, y yo tampoco; tú no me das señal alguna de nada, y yo ni me muevo». Toma y daca, do ut des.

La fecundidad del Espíritu se manifiesta a través de la Biblia. En la Creación, el Espíritu cubre las aguas, y del caos surge el mundo, rutilante de frescor y de belleza. Llega el diluvio, y todo parece arruinado; pero de nuevo se recomienza, y la paloma revolotea sobre aquella nueva creación. Y en el bautismo de Jesús aparece el mismo signo, que profetiza que en todo bautismo hará nacer el Espíritu una nueva criatura ante la que el Padre lanzará el mismo grito de asombro y de alegría: ¡Este es mi hijo/a amado/a!


Su misión

—Un espíritu filial

La misión del Espíritu Santo se desprende de lo que acabamos de decir acerca de su persona.

El crea en nosotros un espíritu filial que nos injerta en Cristo y nos hace volvernos hacia el Padre y exclamar: «¡Abbá, Padre!» (Rm 8,15).

Del mismo modo que la humanidad del Hijo fue concebida por el Espíritu Santo, así también toda la realidad de nuestra condición filial nos viene de la comunicación de ese mismo Espíritu Santo.

Ya en Adán, el aliento divino de vida suscita una criatura a imagen y semejanza de Dios, hija de Dios. Pero el aliento de Pentecostés crea una humanidad nueva, inspirada de Espíritu filial.

El Espíritu nos «connaturaliza» con las cosas de Dios. Reemplaza la ley por la espontaneidad, el impulso, el gusto, el espíritu... La ley, lejos de dar la vida, esteriliza y mata. El fariseo es el hombre de la ley: le gusta saber qué es lo que tiene que hacer y cumplirlo. El joven rico observaba la ley, pero ignoraba al Espíritu de Dios. El Espíritu, Padre de los pobres, maestro de los que escuchan, revelador de las Bienaventuranzas, nos comunica los «hábitos» y los «gustos» de Dios.

Sin El, no tendríamos más que obligaciones sin «nervio», oraciones sin inspiración, una religión insípida... Es El quien nos hace gustar las cosas de Dios: «Recta sapere», lo que hace descubrir sabor y evita la insipidez. Es El quien nos hace comprender internamente lo que la Iglesia nos dice desde fuera.

Sólo los hijos de la casa tienen el gusto de saber lo que ocurre en casa. Los extraños no entienden nada. Pero los hijos se interesan por todo cuanto concierne al Padre. Si nosotros no tenemos el espíritu de adopción, las cosas de Dios carecen de interés para nosotros, no nos «dicen» nada.

Este espíritu filial nos hará amar al Padre como lo amaba Cristo, orar como oraba Cristo, confiar como confiaba Cristo: «Padre, yo sé que Tú me escuchas siempre, y que todo lo tuyo es mío». Oración audaz, pero que es la que brota irresistible de un corazón filial.

Por el Espíritu, nos atrevemos a esperar no sólo la salvación, sino también la alegría, el gozo. Dichosos los que lloran: en el Espíritu, esta paradoja se hace realizable. El Espíritu es el que hace posible ser dichoso a pesar de la crucifixión: hasta tal punto comunica el celo del Padre...

La carne y la sangre no perciben nada de las cosas de Dios. Pero los dones del Espíritu Santo nos las hacen perceptibles, experimentables y sabrosas. Al darnos la capacidad de amar a Dios y al prójimo, nos hace experimentar el amor con que nos ama. «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16).

El Espíritu es el Espíritu de Cristo. Hay personas que dicen: «No hay quien se aclare con lo de la Trinidad: hay que pensar en el Padre, luego en el Hijo y finalmente, en el Espíritu Santo... ¡Y no puedo hacerlo: me siento disperso!»

Es cuestión de «unificación». No es realmente preciso orar distintamente a las tres Personas. Hay que saber que jamás se está más unido al Hijo ni se le honra mejor que cuando se dice: «Padre» y se trabaja en el reino del Padre.

Y nunca serás más dócil ni más grato al Espíritu Santo que cuando le permitas que te identifique con el Hijo para poder decir realmente: «Padre».

Lo importante no es pensar en El, sino seguir su inspiración. Pero conviene saber que El actúa en nosotros, y que nosotros le honraremos si no nos detenemos en El con la excusa de_poder escucharle mejor: «El no hablará de sí mismo, sino que dará testimonio de mí y os recordará lo que yo os he dicho».

—Un espíritu fraternal

Pero el Espíritu no puede hacernos hijos sin hacernos también hermanos. No podemos estar en Dios («¡totalmente absorto en Dios!»; «O sola beatitudo!»...) sin comulgar con nuestros hermanos.

Si es verdad que donde hay dos o tres reunidos en nombre de Cristo (en su Espíritu), allí está El en medio de ellos, también es verdad, y aún más verdad, que donde está Cristo, el Espíritu de Cristo, allí hay unión.

El deseo supremo de Jesús es: «que sean uno como nosotros somos uno; que sean uno en nosotros». Obsérvese que Cristo no pide únicamente nuestra unión con El (o con Ellos), sino que, de algún modo, lo que ante todo demanda es nuestra unión mutua entre nosotros.

El Espíritu de amor que irradia del Padre hacia el Hijo, y viceversa, nos hace también volvernos los unos hacia los otros.

En Pentecostés descendió sobre los Apóstoles, reunidos en un mismo lugar, orando con un mismo corazón y formando una sola comunidad fraterna. También en nosotros es Espíritu de comunión que anima y hace realidad el Cuerpo de Cristo, no el de individuos solitarios.

La Iglesia es la Epifanía del Espíritu Santo, que en ella se hace visible a muchos más que los tres Magos: a los innumerables testigos de la vida eclesial, que no pueden dejar de exclamar asombrados: «¡Mirad cómo se aman!»

Cuando empezó a soplar, el Espíritu no hizo más que saltar cerrojos y derribar puertas, uniendo entre sí a las gentes más extrañas, a las más encerradas en su rincón, a las más tímidas y a las más hostiles.

¡Qué bien haría en seguir soplando sobre nuestros cristianos, en nuestras iglesias...!

Un Espíritu de Iglesia

La obra propia del Espíritu es la Iglesia, y su inhabitación en ella es tan real como la Encarnación.

El Espíritu de Dios invade a los hombres, y el primer efecto que produce en quienes lo reciben es el de reunirlos en un solo y nuevo Cuerpo.

Y como es un Espíritu de amor y de entrega, que une al Padre con el Hijo y al Hijo con el Padre, nos permite a nosotros ser como Ellos. Estamos unidos los unos a los otros con el «vínculo» mismo de la Trinidad, y debemos tratarnos mutuamente con el mismo amor, respeto y dedicación con que se tratan las Personas divinas.

La Iglesia es «concebida por obra del Espíritu Santo», como la humanidad de Cristo de la que ella es prolongación.'Pentecostés es la extensión de la Encarnación. El mismo Espíritu Creador que en los orígenes del mundo aleteaba sobre las aguas y que al comienzo de la misión de Cristo descendió sobre el Jordán, hace surgir cada día a la Iglesia de las aguas del Bautismo.

Renovabis faciem terrae! Día tras día, el Espíritu renueva el mundo, crea a la Iglesia totalmente nueva, sumergiéndola en el río purificador. La Encarnación histórica era de capital importancia, pero no habría bastado para salvar a la humanidad. Tenemos necesidad de una encarnación perpetua. Sólo Dios puede enseñarnos a amar. Sólo Dios puede, en nosotros, amar a Dios. Es imposible vivir nuestra vida sobrenatural en soledad. Necesitamos un amigo, un guía, un compañero, alguien que nos consuele.

Sólo rinden un justo homenaje al Paráclito quienes se atreven a repetir las palabras más audaces pronunciadas por Cristo: «¡Os conviene que yo me vaya!»


Dios viviente
en Jesús resucitado

La resurrección de Cristo es capital, pero no porque constituya una prueba decisiva o un milagro clamoroso: como argumento apologético, la resurrección del hijo de la viuda de Naím, la de la hija de Jairo o la de Lázaro la superan con mucho, pues tuvieron lugar en público, en presencia de numerosos testigos, muchos de ellos carentes de fe. La resurrección de Cristo es tan importante porque nos concierne a todos, nos afecta personalmente a cada uno de nosotros, incluso hoy, en este siglo XX que le debe a Cristo su propia denominación (XX... después de Cristo), pero que, sobre todo, le deberá su supervivencia. La resurrección de Cristo, promesa de resurrección para todo hombre que viene a este mundo, es capital porque significa que Cristo entra en su gloria a la cabeza de la humanidad entera. «En efecto, del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo. Pero cada cual en su rango: Cristo como primicias; luego, los de Cristo...» (1 Cor 15,22-23).

Lo importante no es que Cristo haya resucitado, sino que está resucitado, que está vivo, que ha cumplido su promesa de reconstruir en tres días su cuerpo, verdadero templo hecho de piedras vivas; un cuerpo acorde con su ambición salvífica. Lo importante es que ¡Cristo es Resurrección!

Evidentemente, la condición del cuerpo resucitado es diferente de la nuestra. En un alarde de audacia, Pablo habla de «cuerpo espiritual». Lo cual no es ninguna contradicción: el espíritu no es nuestra alma (que en la terminología bíblica es tan «carne» como nuestro cuerpo), sino el Espíritu de Dios, Cristo hecho «espíritu vivificante» y capaz de transformar toda la realidad humana y adaptarla a una vida superior.

Ese cuerpo sigue siendo material (de lo contrario, no podría hablarse de «cuerpo»), pero es invisible; lo cual no constituye especial dificultad: la mayor parte del mundo material (electricidad, ondas, infra y ultrasonidos, rayos infrarrojos y ultravioleta...) escapa a nuestros sentidos. El hombre vive en un universo que le supera inmensamente.

Pero hay propiedades mucho más esenciales de la materia que sí parecen puestas en tela de juicio por los cuerpos gloriosos. Cristo resucitado se hace visible o invisible a voluntad; pasa a través de las puertas cerradas y, sin embargo, se le puede tocar e incluso ingiere alimentos. Lo que caracteriza al cuerpo espiritual es el hecho de haberse convertido en instrumento dócil del Espíritu. Ha dejado de ser una rémora, con una localización exclusiva y una enorme opacidad, para convertirse en un medio de comunión total.

Jesús resucitado alcanza a todos aquellos a quienes ama con el más ágil, inmediato y libre de los movimientos. Se hace presente en todo tiempo y lugar.

En la resurrección, Cristo no ha hecho saltar únicamente la losa del sepulcro, sino que ha abolido todas las barreras que nos encerraban en nuestras prisiones terrenas: clases, razas, lenguas, épocas, lugares, distancias... e incluso sexo: «Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28).

Más aún: ha suprimido la frontera entre este mundo y el más allá. Su cuerpo, hecho extensible, comunicable, comulgable, es el lugar y el factor de agregación y fusión del Universo.

Nosotros deberíamos esperar con impaciencia no la desaparición de esta materia (que nos hace ser quienes somos), sino su flexibilización, su liberación, su asunción, porque esperamos la espiritualización de nuestros cuerpos.

Nuestro cuerpo habrá de asemejarse al de Cristo, haciéndose partícipe de ese maravilloso poder de hacerse presente a todos aquellos a quienes amamos.

Pero, en definitiva, este nuestro cuerpo sigue siendo personal, del mismo modo que Cristo conserva su propio cuerpo, aunque esté unido y misteriosamente identificado con nosotros, hasta el punto de que su cuerpo es realmente nuestro cuerpo.

He ahí una nueva propiedad debida a la resurrección. Ya sabemos que, en el orden espiritual, el que da no sólo no pierde, sino que incluso posee mejor. Aquí, el don de sí no se extingue en una fusión, sino que nos hacemos más nosotros mismos en el mismo momento en que nos enriquecemos gracias a nuestras comunicaciones con todos. Es la ley de la vida trinitaria: tener necesidad de los demás para ser uno mismo; ¡ser más uno mismo por el hecho de ser varios a la vez! En el cielo, lejos de envidiar la felicidad y los méritos de los demás, nos alegraremos de ello, porque, si tienen esa felicidad y esos dones, es únicamente para darlos. Cristo será todo en todos, y nosotros lo hallaremos todo gracias a todos.