VUELTA DEL EXILIO


A) RETORNO A JERUSALÉN

A la vuelta del exilio todo se renueva. El Cronista escribe de nuevo la historia de Israel. Largas listas genealógicas desde Adán a Esdras unen el pequeño resto de repatriados con las generaciones pasadas. Los débiles judíos del siglo V son los descendientes del Israel elegido por Dios. Las genealogías muestran la fidelidad de Dios, que no ha dejado extinguirse a su pueblo; lo ha acompañado siempre con la bendición de Abraham y de David. Jerusalén y el Templo son el punto de entronque con la historia de salvación. En la celebración se actualiza la historia (CEC 1099). El culto, memorial de la historia de salvación, se hace canto de alabanza y motivo de oración confiada para el tiempo presente de reconstrucción. De este modo la comunidad de Israel mantiene su identidad de generación en generación.

Con el exilio, la tierra prometida queda desolada. Pero Dios, Señor de la historia, es el Creador, puede comenzar de nuevo. El Señor que incitó a Nabucodonosor para llevar a su pueblo al destierro, ahora suscita a Ciro para devolverlo a la tierra de sus padres. "El corazón del rey es una acequia a disposición de Dios: la dirige a donde quiere" (Pr 21,1). Jeremías, con palabras y gestos, anunció el destierro y la vuelta. Pero el gran cantor de la vuelta es Isaías, que vio en la lejanía el destino de Ciro y lo anunció como salvador del pueblo de Dios. El anuncia la buena noticia con toda su fuerza salvadora. Jerusalén está esperando sobre las murallas la vuelta de los cautivos. Un heraldo se adelanta al pueblo que retorna de Babilonia. Cuando los vigías divisan a este mensajero, dan gritos de júbilo que resuenan por la ciudad y se extienden por todo el país: "iQué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas noticias, que anuncia la salvación, que dice a Sión ya reina tu Dios" (Is 52,7-9; 40.9).

El heraldo pregona la victoria de Dios. La salvación de Israel viene con la palabra del anuncio. Yahveh pone en la boca del mensajero la noticia que alegra el corazón del pueblo. La hora de la actuación de Yahveh ha irrumpido. La salvación de Dios es realidad. Dios libera a los cautivos y congrega a los dispersos. El llanto se cambia en gozo. Las ruinas de Jerusalén exultan. Las cadenas se rompen. Hasta la aridez del desierto florece para saludar a los que retornan. Ya reina tu Dios; ya puedes celebrar tus fiestas (Ne 2,1). El anuncio se hace realidad en el decreto de Ciro: "En el año primero de Ciro, rey de Persia, el Señor, para cumplir lo que había anunciado por boca de Jeremías, movió a Ciro a promulgar de palabra y por escrito en todo su reino: El Señor, Dios del cielo, me ha entregado todos los reinos de la tierra y me ha encargado construirle un templo en Jerusalén de Judá. Los que pertenezcan a ese pueblo, que su Dios los acompañe y suban a Jerusalén de Judá para construir el templo del Señor, Dios de Israel, el Dios que habita en Jerusalén" (Esd 1,1-4).

De este modo comienza la vuelta de los desterrados en procesión solemne hacia Jerusalén. No vuelven todos, sino sólo los que Dios mueve. Algunos prefieren las seguridades adquiridas en Babilonia y allí se quedan. El "resto", en oleadas sucesivas, emprenden el retorno, en busca de la tierra prometida por el Señor y dada a sus padres. El nuevo Exodo, como el primero, es obra de Dios, que mueve al rey y también a los israelitas. Como en la liberación de Egipto, también ahora Dios acompaña a su pueblo, le abre caminos, movido por su amor. Los que se han contagiado con los ídolos y han perdido la esperanza en la salvación se quedan en Babilonia, lejos de Jerusalén, la santa ciudad de Dios. Los ricos, que confían en sus riquezas, no ven el milagro de la presencia salvadora de Dios. Sólo los pobres de Yahveh, que confían únicamente en El, se ponen en camino y suben a reedificar el templo de Jerusalén.

Lo primero que levantan es el altar para ofrecer en él holocaustos matutinos y vespertinos en la fiesta de las Tiendas. A los dos años de su llegada a Jerusalén comienzan la reconstrucción del Templo. Al ver puestos los cimientos, todo el pueblo alaba al Señor con cantos de alegría. Pero pronto cunde el desaliento ante la oposición de los enemigos de Israel. Las obras se suspenden durante quince años. Dios entonces suscita los profetas Ageo y Zacarías para alentar al pueblo a continuar la tarea comenzada. "El templo se terminó el día veintitrés del mes de Adar, el año sexto del reinado de Darío. Los israelitas -sacerdotes, levitas y el resto de los deportados-celebran con júbilo la dedicación del templo, ofreciendo un sacrificio expiatorio por todo Israel" (Esd 6,15-17). Levantado el templo, la nueva etapa se inaugura, como en el primer Exodo, con la celebración solemne de la Pascua: "Los deportados celebraron la Pascua el día catorce del primer mes. Los levitas, junto con los sacerdotes, inmolaron la víctima pascual para todos los deportados. La comieron los que habían vuelto del destierro y todos los que se unieron a ellos para servir al Dios de Israel. Durante siete días festejan al Señor, que les ha dado fuerzas para trabajar en el templo del Dios de Israel" (Esd 6,19-22).

"Después de estos acontecimientos" (Esd 7,1), sube de Babilonia a Jerusalén Esdras, descendiente de Aarón, el escriba versado en la ley del Señor. Esdras inaugura una misión de suma importancia en la reconstrucción de la comunidad de Israel. Como escriba, lee, traduce y explica la Torá al pueblo (Ne 8,8). "La mano bondadosa de Dios estaba con él" (Esd 7,6.9). Esdras aplica su corazón a escrutar la Ley de Yahveh, a ponerla en práctica y a enseñarla a Israel. En el Eclesiástico tenemos la más bella descripción del escriba: "Se entrega de lleno a meditar la Ley del Altísimo; escruta la sabiduría de sus predecesores y dedica sus ocios a estudiar las profecías. Desde la mañana pone su corazón en el Señor, su Creador y ora ante el Altísimo: ante El abre su boca para pedir perdón por sus pecados. Si el Señor lo quiere, él será lleno de espíritu de inteligencia. Dios le hará derramar como lluvia las palabras de su sabiduría, y en la oración dará gracias al Señor. Dios guiará sus consejos prudentes, y él meditará sus misterios. Comunicará la enseñanza recibida y se gloriará en el Señor. Muchos alabarán su inteligencia y su recuerdo perdurará por generaciones. La comunidad comentará su sabiduría y la asamblea cantará su alabanza. Mientras viva, tendrá fama entre mil, que le bastará cuando muera" (Si 39,1-11).

Con el escriba Esdras va unido para siempre el nombre de Nehemías, nombrado Gobernador. "También es grande la memoria de Nehemías, que nos levantó las murallas en ruinas, puso puertas y cerrojos y reconstruyó nuestras moradas" (Si 49,13). Así lo narra él mismo en sus confesiones autobiográficas: "El mes de diciembre del año veinte me encontraba yo en la ciudadela de Susa cuando llegó mi hermano Jananí con unos hombres de Judá. Les pregunté por los judíos que se habían librado del destierro y por Jerusalén. Me respondieron: Los que se libraron del destierro están pasando grandes privaciones y humillaciones. La muralla de Jerusalén está llena de brechas y sus puertas consumidas por el fuego. Al oír estas noticias lloré e hice duelo durante varios días, ayunando y orando al Dios del cielo" (Ne 1,1-4).

Nehemías abandona la corte de Artajerges, donde es copero del rey, para visitar a sus hermanos, se interesa e intercede ante Dios por ellos. Al llegar a Jerusalén inspecciona el estado de la muralla y comprueba que está derruida y las puertas consumidas por el fuego. Entonces se presenta a los sacerdotes, a los notables y a la autoridades y les dice: "Ya veis la situación en que nos encontramos. Jerusalén está en ruinas y sus puertas incendiadas. Vamos a reconstruir la muralla de Jerusalén para que cese nuestra ignominia" (Ne 2,17). Todos ponen manos a la obra con entusiasmo, aunque pronto tienen que vencer las burlas y oposición de los samaritanos, que siembran la vergüenza, el desánimo y el miedo entre el pueblo (Ne 3,34-36).

En menos de dos meses, a pesar de la oposición externa y las dificultades internas, se termina la reconstrucción de la muralla. La obra es un milagro de Dios, que infunde confianza en sus fieles: "A los cincuenta y dos días de comenzada, se terminó la muralla. Cuando se enteraron nuestros enemigos y lo vieron los pueblos circundantes se llenaron de admiración y reconocieron que era nuestro Dios el autor de esta obra" (Ne 6,15). Para inaugurar la muralla buscan levitas por todas partes para llevarles a Jerusalén y celebrar una gran fiesta de acción de gracias, al son de arpas y cítaras. Una inmensa procesión gira en torno a la muralla para entrar en la ciudad y dirigirse al templo. Los cantores entonan salmos: "Dad la vuelta en torno a Sión, contando sus torreones" (Sal 48), "El Señor rodea a su pueblo ahora y por siempre" (Sal 125). "Ha reforzado los cerrojos de sus puertas y ha bendecido a sus hijos" (Sal 147). La fiesta fue solemne y alegre "porque el Señor les inundó de gozo. La algazara de Jerusalén se escuchaba de lejos" (Ne 12,43).

Rodeada la ciudad de su muralla almenada, "como corona real" (Is 62,3), se aprecian los vacíos internos, por falta de casas y vecinos: "La ciudad era espaciosa y grande, pero los habitantes eran escasos y no se construían casas". La repoblación de Jerusalén es la siguiente tarea de Nehemías, para que sea la "ciudad bien compacta" descrita por el salmista (Sal 122,3). Una ciudad poblada de numerosos habitantes es lo que había anunciado Isaías: "Porque tus ruinas, tus escombros, tu país desolado, resultarán estrechos para tus habitantes. Los hijos que dabas por perdidos te dirán otra vez: mi lugar es estrecho, hazme sitio para habitar" (Is 49,19-20). También lo había anunciado Ezequiel: "Acrecentaré vuestra población, serán repobladas las ciudades y las ruinas reconstruidas" (Ez 36,10.33). Nehemías se encarga con celo de repoblar Jerusalén: "Las autoridades fijaron su residencia en Jerusalén, y el resto del pueblo se sorteó para que, de cada diez, uno habitase en Jerusalén, la ciudad santa, y nueve en los pueblos. La gente colmó de bendiciones a todos los que se ofrecieron voluntariamente a residir en Jerusalén" (Ne 11,1-2).


B) AGEO, ZACARÍAS, MALAQUÍAS, ABDÍAS Y JOEL

Esdras levanta los muros del Templo y Nehemías repara las brechas de la muralla. Pero para reconstruir el pueblo de Dios no basta la reconstrucción exterior. Es necesario renovar interiormente al pueblo. La comunidad de Israel se reconstruye y adquiere hondura espiritual con la proclamación de la Palabra de Dios, la celebración penitencial, la celebración de las fiestas y la renovación de la Alianza con Dios: "Todo el pueblo se reunió como un solo hombre en la plaza que se abre ante la Puerta del Agua. Esdras, el escriba, pidió que le llevaran el libro de la Ley de Moisés, que Dios había dado a Israel. Desde el amanecer hasta el mediodía estuvo proclamando el libro a la asamblea de hombres, mujeres y todos los que tenían uso de razón. Todos seguían la lectura con atención. Esdras y los levitas leían el libro de la Ley del Señor, traduciéndolo e interpretándolo para que todos entendieran su sentido. Al oír la Palabra de Dios, la gente lloraba. Esdras, Nehemías y los levitas dijeron al pueblo: Hoy es un día consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis. Al mediodía les despidieron: Id a casa, comed manjares exquisitos, bebed vinos dulces y enviad porciones a los que no tienen nada, porque hoy es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes que la alegría del Señor es vuestra fuerza. El pueblo hizo una gran fiesta, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado" (Ne 8).

En el libro de la Ley se encuentran con la fiesta, para ellos olvidada, de las Tiendas. Con gozo inaudito la celebran, viviendo durante siete días al aire libre bajo las tiendas de ramas. Durante los siete días Esdras sigue proclamando en voz alta el libro de la Torá. El octavo día celebran solemnemente la liturgia penitencial, con ayuno, vestidos de saco y polvo. La asamblea confiesa sus pecados y los de sus padres ante el Señor, su Dios (Ne 9). Con la confesión del pecado, el pueblo renueva la Alianza con Dios, aceptando su Ley, como lo hizo la asamblea de Israel en el Sinaí: "Haremos cuanto ha dicho el Señor" (Ne 10). Los pobres, tantas veces humillados, se han hecho humildes. Esta humildad les abre el corazón al amor de Dios, sellando con confianza la alianza con El. Abiertos a los caminos de Dios, estos pobres acogerán al Salvador. En Jesús de Nazaret, que no tiene donde reclinar la cabeza, verán la salvación de Dios. "Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres. Ha escogido Dios lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte" (1Co 1,25ss).

Desde finales del siglo V a mediados del siglo III se suceden los profetas posteriores al exilio: Ageo, Zacarías, Malaquías, Abdías y Joel. Son los profetas de la reconstrucción de Israel al retorno del exilio. Con Ageo comienza una nueva era. Antes del destierro, los profetas anuncian el castigo; durante el exilio, los profetas son los consoladores del pueblo. A la vuelta del exilio, los profetas llaman al pueblo a la reconstrucción del templo y de la comunidad de Israel. Ageo es el primero en invitar a los repatriados a reconstruir el Templo: El Templo está en ruinas, su reconstrucción garantizará la presencia de Dios y la prosperidad del pueblo (Ag 1-3).

Zacarías anuncia el comienzo de la nueva era de salvación, puesta bajo el signo del Templo reconstruido. De nuevo la tierra es santa en torno al Templo y el pueblo tiene a Dios en medio de ellos. Esta nueva era es una profecía de la era mesiánica: "Alégrate, hija de Sión, canta, hija de Jerusalén, mira a tu rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un pollino de borrica" (9,9-10; Mt 21,5; 11,29). El rey Mesías instaurará un reino de paz sin necesidad de caballos de guerra. "Aquel día derramaré sobre los habitantes de Jerusalén un espíritu de gracia y de clemencia. Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito" (12,9-10; Jn 19,37).

Malaquías, "mensajero del Señor", cierra los labios con los ojos abiertos hacia el que ha de venir: "Mirad: os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor. Convertirá el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, para que no tenga que venir yo a destruirla tierra" (3,23-24). Joel -que significa "Yahveh es Dios"- toma como punto de partida de su profecía una catástrofe del campo: una terrible plaga de langosta que asola las cosechas. Con esta visión el profeta invita al ayuno y penitencia para implorar la compasión de Dios. Acogida su invitación, Dios responde anunciando la salvación del pueblo: "No temas, haz fiesta. Hijos de Sión, alegraos y festejad al Señor, vuestro Dios, que os da la lluvia temprana y la tardía a su tiempo. Alabaréis al Señor que hace prodigios por vosotros. Yo soy el Señor, vuestro Dios, no hay otro, y mi pueblo no quedará defraudado. Además derramaré mi espíritu sobre todop: vuestros hijos e hijas profetizarán" (2,21-27). "El Señor será refugio de su pueblo, alcázar de los israelitas. Y sabréis que yo soy el Señor, vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte santo. Jerusalén será santa. Aquel día los montes manarán vino, los collados fluirán leche, las acequias de Judá irán llenas de agua y brotará un manantial del Templo del Señor, que regará el valle de las Acacias" (4,16-21). Y Abdías, "siervo del Señor", anuncia el "Día de Yahveh", que será terrible para las naciones (2-15), pero en el monte de Sión quedará un resto santo (17): "Estos pobres israelitas desterrados serán dueños de Canaán hasta Sarepta. Subirán vencedores al monte Sión y el reino será del Señor" (19-21).


C) JONÁS, TOBÍAS, RUT

La pequeña comunidad de Israel, a la vuelta del exilio, consciente de su elección y deseosa de mantenerse fiel a la ley de la alianza, se encierra en sí misma, rompiendo todo lazo con los otros pueblos que la han oprimido. Replegada en sí misma, excluye a las naciones de la salvación. La elección no es vista ya como un servicio, sino como un privilegio. Expulsan a las mujeres extranjeras, descártan a los samaritanos y condenan a las naciones a la destrucción. El Dios de los profetas, que desea la salvación de todos los pueblos, es visto únicamente como el Dios de su nación. No quieren ver más allá de los límites de su santuario, de su ciudad y de su país. Pero Dios parece burlarse de Israel. El, que ha inspirado y bendecido la actuación de Esdras, Nehemías, Joel y Abdías, ahora inspira el delicioso libro de Rut, que exalta a una mujer extrajera, que ha elegido al Dios de Israel como su Dios y que se convertirá en raíz de la que brotará el mismo Mesías. Y Dios inspira igualmente el libro de Jonás, que busca romper las fronteras de Israel, llevando la salvación a las naciones, incluso a Nínive, expresión máxima del extranjero y enemigo de Israel.

Jonás es la expresión de Israel, que Dios quiere abrir a la misión. El Dios que llama a Jonás, que le cierra el camino de la huida, que le lleva a Nínive y le habla al corazón ante sus protestas, es el Dios que quiere la salvación de los paganos. Pues Israel tiene una misión: ser instrumento de salvación para todos los pueblos. Jonás sabe que ésta es la intención de Dios al enviarle a Nínive (Jon 4,2). Pero a Jonás no le interesa la salvación de los ninivitas. Es más, la rechaza y se enoja ante ella. A sus ojos, los ninivitas son impuros. Apenas recorre un día sus calles y se aleja de la ciudad, aunque el sol le achicharre y esté a punto de desvanecerse (Jon 4,5).

El libro de Jonás denuncia la falsa fe de quienes quieren apropiarse a Dios. Estamos ya a un paso del Nuevo Testamento. Dios no es solamente Dios de Israel, es también Dios de los paganos, porque no hay más que un solo Dios. A pesar de su resistencia, Jonás es la expresión del primer envío misionero a los paganos. Jonás huye, pero en su huida conduce a Yahveh a los tripulantes de la nave, que pertenecen a "las naciones" y, después, a los ninivitas, que se convierten a Yahveh y experimentan su perdón. Israel, los profetas de Israel y todos los llamados por Dios son elegidos para llevar un mensaje de salvación a las naciones: dar a conocer a Dios a todos los pueblos de la tierra. Cuando quieren acaparar para sí la salvación, negándose a la misión de salvación para todos loy hombres, son rechazados por Dios. Cuando Israel se niega a su misión, Dios le rechaza y en su lugar entran las naciones.

Jonás, un profeta, servidor de la palabra de Dios, pretende quedarse con ella, en lugar de llevarla a sus destinatarios. Le irrita que la palabra trabaje por su cuenta y produzca el fruto que él no quiere (Jon 4,1). Mientras la palabra alberga un propósito de vida, él lo tiene de muerte. El, llamado a ser mensajero de la misericordia para todos, apenas siente misericordia por sí mismo y por el ricino. Pero, echado en brazos de la muerte, al pedir que le arrojen al mar, es salvado precisamente por un pez monstruoso. Dios salvó al profeta de la muerte para salvar por él a un pueblo pagano. Dios salvó a Cristo, resucitándolo de la muerte, para salvar con esa muerte y resurrección a todos los pueblos de la tierra. Tres días y tres noches pasa Jonás en el vientre del pez. Esto mismo se cumple plenamente en Jesucristo, el nuevo Israel. Jesús no se ha negado a su misión, sino que ha asumido sobre sí todas nuestras flaquezas e infidelidades. Como Siervo de Yahveh desciende al vientre del pez, a los infiernos, pasa tres días y tres noches en el corazón de la tierra para, desde allí, resucitar, abriendo para todos los hombres un camino de vida en el muro de la muerte. La resurrección acontece al alba del tercer día, el día después del sábado, el día de la nueva creación, el día eterno, día sin noche, día sin fin.

Jesucristo, entregándose a la muerte, la vence: cumple la voluntad del Padre y salva al mundo. Esto es verdad también para la Iglesia, para cada cristiano. La Iglesia vive en el mundo perseguida y, no resistiéndose al mal, carga con el pecado del mundo; muriendo por sus enemigos, cumple su misión y salva al mundo: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna" (Jn 12,24-25). "Pues el mismo Dios que dijo: De las tinieblas brille la luz, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo. Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida" (2Co 4,7-12).

Ésta es la vida del cristiano. El bautismo es entrar en la muerte con Cristo para resucitar con él. Este misterio, que se vive en el sacramento, se actualiza en toda la vida. Tres días y tres noches es la vida presente. Toda la vida del cristiano consiste en entrar en la muerte y, en ella, experimentar la victoria de Cristo sobre la muerte. Ser entregados al mar, como víctima de propiciación por los hombres, es la misión del cristiano. El cristiano, como el chivo expiatorio, es arrojado todos los días al desierto para rescatar a los hombres del peso del pecado. En nuestras aflicciones y debilidades Dios es glorificado. La cruz de cada día, en Cristo, se hace gloriosa. Da gloria a Dios. La muerte no es muerte, sino la puerta de la resurrección, de la vida nueva, de la salvación para nosotros y para el mundo. El bautismo de cada día nos sumerge en las aguas de la muerte y, a través de las aguas, experimentamos un nuevo nacimiento. La muerte es sepultura y útero de nueva vida. Jonás es un símbolo bautismal. Y el salmo de Jonás ha tenido en la Iglesia un significado bautismal. El cántico de Moisés, en el paso del mar Rojo (Ex 15), celebra la salvación de Israel. El cántico de Jonás anuncia la salvación futura en Cristo de cuantos se sumergen en las aguas bautismales. Entrando en las aguas, Jonás salva la nave y los marineros. El hombre, que se sumerge en las aguas del bautismo, es salvación para la Iglesia y para el mundo.

El mal puede tragarse al profeta, pero el profeta es un alimento indigesto. El pez no logra digerir a Jonás: lo vomita sobre tierra firme. La muerte no logra digerir a Cristo. Desciende a los infiernos, pero el infierno no puedo retenerlo. Al tercer día resucita esplendente de gloria para no morir más. La muerte no tiene poder alguno sobre él ni sobre los que mueren en Cristo: "Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras. Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos ¿cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron" (1Co 15,3-4.12.20).

En medio de los profetas llamados por Dios para predicar la conversión de su pueblo, Jonás es el predicador de los gentiles. Mateo, Marcos y Lucas le citan en el Nuevo Testamento: "Esta generación perversa y adúltera pide un signo, y no le será dado sino el signo de Jonás. Como estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches. Los Ninivitas se alzarán a condenar en el juicio a esta generación, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás; y aquí está alguien más grande que Jonás" (Mt 12,39-41). Dios es compasivo y misericordioso por encima de la ruindad de su profeta. A Jonás le molesta que Dios tenga tan gran corazón que es capaz de dejar mal a su profeta, perdonando a los ninivitas convertidos por sus amenazas de destrucción. Pero Dios se ríe de sus enfados, pues le ama con el mismo corazón con que ha perdonado a los Ninivitas. Jonás se sienta a la sombra de un ricino, que le protege del ardor del sol. Pero el Señor envía un gusano, que seca el ricino. Jonás se lamenta de la muerte del ricino hasta desear también su muerte. El Señor le dice: "Tú te lamentas por el ricino, que no cultivaste con tu trabajo, y que brota una noche y perece a la otra y yo, ¿no voy a sentir la suerte de Nínive, la gran ciudad, donde habitan más de veinte mil hombres?" (Jon 4,11).

Jesucristo rompe toda frontera. El creyente en Cristo es un hombre nuevo, en quien se recrea la imagen de Dios, desfigurada por el pecado: "Revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego ni judío, circunciso ni incircunciso, bárbaro, escita, esclavo ni libre, sino que Cristo es todo en todos. Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo, revestíos del amor, vínculo de la perfección" (Col 3,10-14).

Sólo la revelación plena del amor de Dios, manifestado en Cristo, ha derribado el muro que separaba a los hebreos de los paganos. Donde la salvación se muestra absolutamente gratuita cesan todos los privilegios. Si Dios salva por ser misericordia y perdón, sin mérito alguno de parte del hombre, caen todas las fronteras entre los hombres. Este es el Dios que se revela en el libro de Jonás, abriendo el camino a la manifestación de Jesucristo. El mismo Jesucristo chocó con el escándalo de Jonás, como muestran las parábolas del hijo pródigo y la de los obreros de la viña. La gratuidad del amor de Dios es sorprendente, escandalosa. La conducta del Padre, al acoger al hijo pródigo, "perdido y encontrado de nuevo", escandaliza al hermano mayor, que al igual que Jonás "se irrita y no quiere entrar en la casa", donde se celebra el banquete del perdón (Lc 15,25-30). Igualmente se escandalizan los obreros de la primera hora, que se lamentan de que el patrón dé a los obreros del atardecer idéntico salario que a ellos (Mt 201-15).

El libro de Jonás llega hasta el corazón de Dios, que salva al hombre, no por sus méritos, sino por gracia. Dios se sirve de todo -Jonás, los marineros, el mar, el pez, los ninivitas, el sol, el ricino, el gusano- para manifestar su amor salvador. El Dios de Israel no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La conversión del pecador es la alegría de Dios: ""Os digo que en el cielo hay más alegría por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión" (Lc 15,7).

Israel cumple su misión de pueblo de Dios, portador de salvación para todas las naciones, cuando disperso en todas esas naciones, proclama la unicidad de Dios, da a conocer al Dios verdadero. En su dispersión cumple su misión, como testifica el libro de Tobías: "Entonces Rafael llevó aparte a los dos y les dijo: Bendecid a Dios y proclamad ante todos los vivientes los bienes que os ha concedido, para bendecir y cantar su Nombre. Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra, y no seáis remisos en confesarle. Bueno es mantener oculto el secreto del rey y también es bueno proclamar y publicar las obras gloriosas de Dios" (Tb 12,6-7). Y dijo: "iBendito sea Dios, que vive eternamente, y bendito sea su reinado! Porque él es quien castiga y tiene compasión; el que hace descender hasta el más profundo Hades de la tierra y el que hace subir de la gran Perdición, sin que haya nada que escape de su mano. Confesadle, hijos de Israel, ante todas las gentes, porque él os dispersó entre ellas y aquí os ha mostrado su grandeza. Exaltadle ante todos los vivientes, porque él es nuestro Dios y Señor, nuestro Padre por todos los siglos. Os ha castigado por vuestras injusticias, mas tiene compasión de todos vosotros y os juntará de nuevo de entre todas las gentes en que os ha dispersado. Si os volvéis a él de todo corazón y con toda el alma, para obrar en verdad en su presencia, se volverá a vosotros sin esconder su faz. Mirad lo que ha hecho con vosotros y confesadle en alta voz. Bendecid al Señor de justicia y exaltad' al Rey de los siglos. Yo le confieso en el país del destierro, y publico su fuerza y su grandeza a gentes pecadoras" (Tb 13,1-6).


D) LOS SABIOS DE ISRAEL

Desde la conquista de Oriente por Alejandro Magno (340-326), la comunidad de Israel se encuentra con un mundo cultural que pone a prueba su fe. El helenismo entraña el peligro de llevar a los israelitas al sincretismo religioso, al politeísmo y a la inmoralidad. Antíoco Epifanes, en su celo por helenizar todos sus dominios, saquea el templo de Jerusalén (1M 1,6-7; 2M 5,15-16; Dn 11,24-28), decreta la abolición de la ley judía bajo pena de muerte para quienes la sigan e instaura el culto de Zeus en el templo de Jerusalén (1M 1,44-45; 2M 6,1-2; 10,5; Dn 11,31; 8,12). El pueblo judío comprende que está en juego su vida como pueblo de Dios y reacciona para defender su fe. Los Macabeos luchan y dan su vida por defender su fe (2M 7).

Ha desaparecido la dinastía de David y también los profetas. Pero Dios, siempre fiel, los reemplaza por los escribas, cuya vida consiste en escrutar la palabra de Dios y comunicarla a los demás. El reino mesiánico no será un reino político, sino espiritual. Cristo, la Palabra encarnada, es el "escriba del Reino de los cielos, que saca del arca lo nuevo y lo viejo" (Mt 13,52). En su reino no alzarán las espadas pueblo contra pueblo. Se cumplirá la profecía de Isaías: "Sucederá en días futuros que el monte de la Casa de Yahveh será asentado en la cima de los montes y se alzará por encima de las colinas. Confluirán a él todas las naciones, y acudirán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte de Yahveh, a la Casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahveh. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra. Casa de Jacob, andando, y vayamos, caminemos a la luz de Yahveh" (Is 2,2-5).

Los sabios escriben los libros de Job, Proverbios, Cantar de los Cantares, Rut, Tobías, Ester, Eclesiastés, Eclesiástico, Daniel, Judit, Sabiduría. Jesús Ben Sira, nacido y criado en Jerusalén, es uno de estos escribas suscitado por Dios. En sus últimos años, a principios del siglo II a.C., dirige una escuela en Jerusalén, impartiendo a los jóvenes sus conocimientos y comunicándoles su amor a las Escrituras, así como la sabiduría que ha adquirido con su experiencia. Entonces compone su libro para defender la herencia espiritual de Israel de la fascinación que ejerce la cultura helenística sobre muchos judíos y que los gobernantes extranjeros quieren imponer. Su nieto lo traduce del hebreo al griego para los judíos de la diáspora, con el fin de que su lectura les ayude a mantenerse firmes en la fe de los padres, con cuyo elogio termina el libro (Si 44-50). Busca ante todo prevenir a sus discípulos, para que no se dejen contaminar de las costumbres depravadas de los gentiles.

Jesús Ben Sira quiere inculcar a los hebreos la estima de su herencia y ofrecer a los demás la sabiduría de la revelación, para que unos y otros progresen en su vida según la Torá. Desea alertar a sus discípulos sobre los riesgos que corren ante la nueva civilización con sus teatros, gimnasios, escuelas y templos. Esta influencia, que ya intuye Jesús Ben Sira, algo más tarde provoca la crisis que nos atestigua el segundo libro de los Macabeos: "Era tal el auge del helenismo y el progreso de la moda extranjera que ya los sacerdotes no sentían celo por el servicio del altar, sino que despreciaban el Templo; descuidando los sacrificios, en cuanto se daba la señal con el gong se apresuraban a tomar parte en los ejercicios de la palestra contrarios a la ley. Sin apreciar en nada las glorias patrias, tenían por mejores las glorias helénicas" (2M 4,13-15).

Dios lleva adelante su historia de salvación. No se agota su potencia creadora. Cuando parecía acabada la inspiración profética, Dios suscita también a Daniel que, con la apocalíptica, recoge la herencia de la profecía. Con sus visiones interpreta la historia, predice el destino de los Imperios y mantiene la esperanza en Dios, salvador de toda opresión. La lectura que hace de la historia, viendo el sucederse de los Imperios que han dominado a Israel, es fuente de esperanza para Israel, que en su pequeñez no pasa, porque Dios permanece para siempre y es fiel. El final es siempre victorioso. El Señor de la historia instaurará su reino definitivo y universal. La historia es apocalipsis, revelación de Dios.

Con relatos y leyendas, revestidos de imágenes grandiosas y plásticas, nos presenta el desenvolverse de la historia. La estatua gigantesca que rueda por tierra al simple toque de una piedrecita que se desprende desde la montaña (Dn 2), el emperador convertido en fiera (Dn 4), el festín del emperador Baltasar (Dn 5), los jóvenes en el horno de fuego (Dn 3), Daniel en el foso de los leones (Dn 6), las cuatro fieras con el anciano de figura humana (Dn 7) son algunas de la imágenes con las que nos describe la larga historia de los pueblos, que se alzan y caen, yendo en escala descendente cada vez menos potentes. De este modo reaviva la fe en el Señor de la historia.

El pueblo de Dios puede estar en la prueba, contemplar su insignificancia, pero sabe que todo el poder, toda estatua, "hechura de manos humanas", termina en polvo. El futuro está en las manos de Dios. El emperador, aunque en su arrogancia se sienta dios, se verá transformado en una fiera, apartado de los hombres, compartiendo la hierba como los toros, mojado de relente. El hombre que se exalta, sin mantener su lugar ante Dios, es humillado a la condición animal. Pierde el reino, el paraíso, para habitar en el desierto (Dn 4,lss). Los humildes, en cambio, los fieles del Señor, aunque pasen por el fuego, el Señor no permite que se les queme un solo cabello de su cabeza. Salen intactos de la prueba. Los tres jóvenes, Sidrac, Misac y Abdénago, en medio del horno de fuego pueden cantar a Dios el himno de toda la creación (3,46ss).

Daniel mismo es puesto a prueba y salvado por Dios. El rey mandó traer a Daniel, acusado de no seguir sus órdenes de adorarlo a él solo, y le arrojó al foso de los leones, diciéndole: "iQue te salve ese Dios a quien tú veneras con tanta constancia!". De en medio de los leones sale Daniel sin un rasguño, "porque había confiado en Dios" (6,25). El mismo rey lo confiesa: "El Dios de Daniel es el Dios vivo que permanece siempre. Su reino no será destruido, su imperio dura hasta el fin. El salva y libra, hace signos y prodigios en el cielo y en la tierra. El ha salvado a Daniel de los leones" (6,27-28). Y como Daniel, es salvada de la prueba Susana, el Israel débil y fiel, que pone su confianza únicamente en Dios, que desbarata lo planes de potentes y malvados (Dn 13).

Frente a los sueños del emperador se alza el sueño de Daniel. Daniel contempla cuatro bestias: un león con alas de águila; un oso con tres costillas en la boca, entre los dientes; un leopardo, con cuatro alas en el lomo y cuatro cabezas; y una cuarta bestia terrible con dientes de hierro y diez cuernos. Por encima de todo, sentado sobre un trono, Daniel contempla un Anciano: "Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana purísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él". Mientras sigue mirando, "he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo del hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7).

Jesús se da a sí mismo el título de Hijo del hombre (Mt 8,20). El Hijo del hombre, que no tiene donde reclinar la cabeza, "será entregado en manos de los hombres, le matarán y al tercer día resucitará" (Mt 17,22-23). Su triunfo inaugura el reino eterno, que no tendrá fin. El Hijo del hombre "será levantado para que todo el que crea en él tenga vida eterna" (Jn 3,14s). Esteban, mientras sufre el martirio, mirando fijamente al cielo, le contempla en pie a la derecha de Dios (Hch 7,55-60). También lo contempla Juan mientras se halla deportado en la isla de Patmos por causa de la Palabra de Dios y del testimonio de su fe en Jesús. Detrás de él oye una potente voz, como de trompeta: "Me volví y vi siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros como a un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido al talle con un ceñidor de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana, como la nieve; sus ojos como llama de fuego; sus pies parecían de metal precioso acrisolado en el horno; su voz como voz de grandes aguas. Tenía en su mano derecha siete estrellas y de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza. Me dijo: No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero estoy vivo por los siglos de los siglos" (Ap 1,9-16).

Dios, Señor de la historia, se prepara un resto, "los pobres de Yahveh" (So 2,3; 3,11-13; Is 61,1-4; 25,1-5; 52,13-53,12; Sal 13; 22; 34; 69; 73; 131). Estos pobres, que no pueden confiar en sí mismos, abren el corazón a Dios, de quien esperan la salvación. Ellos son quienes, abiertos siempre a los insondables designios de Dios, verán la salvación de Dios, reconociéndola en un pobre como ellos, Jesús de Nazaret (Lc 2,25-38).