PRÓLOGO


El deseo primero y último de Dios es llevar a cabo su designio de salvación de los hombres: "Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad" (lTm 2,3-4). Pablo exulta ante este designio de Dios, que comprende desde la creación hasta la consumación en la vida eterna: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia, que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1,3-10; Col 1,13-20).

La salvación de Dios se realiza plena y definitivamente en Cristo, "el Salvador" (Hch 4,12; 5,31; 13,23; Lc 2,11; Jn 4,42; Flp 3,20; 2Tm 1,10; Tt 1,4; 2,13). "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (Ef 1,9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (Ef 2,18; 2P 1,4). Por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres y mora con ellos para invitarlos a la comunión consigo" (CEC 51). A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud: "Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (San Agustín)" (CEC 102).

"Padre, ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3). "No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12), sino el nombre de Jesús. La historia de la salvación culmina en Cristo y se prolonga en la Iglesia, cuerpo de Cristo. En la Iglesia, y por medio de ella, cada cristiano recibe la palabra de Dios y, meditándola en su corazón y con la ayuda del Espíritu Santo, camina hacia la plenitud de la verdad. "La contemporaneidad de Cristo con el hombre de todos los tiempos se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia" (VS 25).

"La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del cuerpo de Cristo... Porque en los libros sagrados, el Padre que está en los cielos se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos" (DV 21). "Por esta razón, no cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (CEC 103). "En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (lTs 2,13). En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos" (CEC 104).

"La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo, a preparar, anunciar proféticamente (Le 24,44; Jn 5,39; 1P 1,10) y significar con diversas figuras (1Co 10,11) la venida de Cristo" (CEC 122). A través de múltiples figuras, Dios preparó la gran sinfonía de la salvación, dice san Ireneo. Un único y mismo plan divino se manifiesta a través de la primera y última Alianza. Este plan de Dios se anuncia y prepara en la antigua Alianza y halla su cumplimiento en la nueva. "Los libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo" (DV 16; CEC 129).

"De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2). "Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2: Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en El, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad" (CEC 65).

Antiguo y Nuevo Testamento se iluminan mutuamente, pues la primera Alianza conduce a la nueva, que la ilumina y lleva a plenitud. Así el Antiguo Testamento encuentra en Cristo el esplendor pleno del designio de Dios. Y, partiendo de Cristo, ascendemos por el cauce de la historia de la salvación iluminando el itinerario que Dios ha seguido y descubriendo en la primera Alianza la tensión íntima hacia la nueva. En la Escritura, como una obra unitaria y coherente, cada texto se explica por otro y cada palabra incluye multitud de significados. San Buenaventura escribe: "Toda la Escritura puede compararse con una cítara: una cuerda, por sí sola, no crea ninguna armonía, sino junto con las otras. Así ocurre con la Escritura: un texto depende de otro; más aún cada pasaje se relaciona con otros mil". La Biblia no puede reducirse a una simple evocación del pasado, sino que mantiene su sentido y valor real y vivo en el presente, además de ser prefiguración constante del futuro. La Escritura ilumina el momento presente del pueblo y, por ella, los creyentes pueden conocer en cada momento la voluntad de Dios. Así es como escucha el creyente la Escritura en la liturgia.

La historicidad es una dimensión esencial de la existencia humana. La historicidad hace referencia a la historia vivida. Se trata no de simples hechos, sino de acontecimientos. No todo pasado es historia. Un hecho entra en la historia sólo en cuanto deja sus huellas en el devenir humano. Por eso la historia abraza acontecimientos humanos del pasado, que perviven en el presente del hombre, proyectándolo hacia el futuro. Todo hecho sin horizonte de relación, es decir, sin pasado ni futuro, no constituye historia. La historia es acontecimiento y continuidad. El acontecimiento se hace tradición. Así crece y madura la historia. El presente madura al asumir, a veces dialécticamente, el pasado, lo que ha sido, y también el futuro, lo todavía pendiente, lo esperado. El presente es el centro de la cruz. Apoyándose en lo que ha sido, aceptando la herencia del pasado, haciéndolo presente, se abre al futuro, que anticipa en la esperanza, haciéndolo actual, como impulso del presente hacia él.

Es evidente que cuanto concierne a la fe ha de ser recibido. Ninguna interpretación tiene validez si no está integrada en el cauce de la tradición. Nosotros quizás somos una generación de enanos, pero un enano que se sube a las espaldas de un gigante puede ver amplísimos horizontes. Así, apoyados y llevados por el cauce de la tradición, también nosotros podemos descubrir nuevos aspectos del misterio de Dios y de su voluntad sobre nosotros.

En la Escritura encontramos a Cristo en el testimonio de los hombres que le han visto con sus propios ojos, le han oído con sus oídos, le han palpado con sus manos, le han contemplado con su propio corazón, lo han experimentados en sus propias vidas (lJn 1,1-3; Dt 4,32-40; Lc 2,29-32; Hch 2,32). Esto vale para el Nuevo Testamento y también para el Antiguo. A los discípulos de Emaús, Cristo resucitado "comenzando por Moisés y continuando por los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras" (Lc 24,28; 18,31; Hch 23,24; 1P 1,10-12). "Desconocer la Escritura es desconocer a Cristo" (S. Jerónimo).

El Credo de Israel no confiesa verdades, sino hechos. Es un Credo histórico. "La revelación se realiza con palabras y con hechos" (CEC 53). "También los hechos son palabras", dice San Agustín. La palabra narrativa nos hace participar de la historia, como sujetos del actuar de Dios. El estilo vivo de las narraciones bíblicas nos ayuda a entrar en contacto directo con Dios más que un tratado árido y científico. Con frecuencia, al hablar de Dios con un lenguaje muerto, en lugar de revelar a Dios, se le silencia, se le vela. Pero Dios, en su deseo de acercarse al hombre, ha entrado en la historia del hombre. La Encarnación del Hijo de Dios es la culminación de la historia de amor de Dios a los hombres. Es una historia que busca, pues, ser contada más que estudiada, vivida más que conocida. Pero para vivirla necesitamos conocerla, guardarla en el corazón, siguiendo a María, que "guardaba todas las palabras en su corazón y las daba vueltas" (Lc 2,19.51). María "compara", "relaciona" unas palabras con otras, unos hechos con otros, busca una interpretación, explicarse los acontecimientos de su Hijo, a la luz de las prefiguraciones del Antiguo Testamento (como se ve en el Magnificat). El Papa Juan Pablo II invoca a María, diciéndole: "iTú eres la memoria de la Iglesia! La Iglesia aprende de ti, Madre, que ser madre quiere decir ser una memoria viva, quiere decir guardar y meditar en el corazón".

Hay una memoria en Dios, sobre la que se funda su fidelidad. Y hay una memoria en el hombre, que hace de su vida una liturgia de alabanza a Dios por las maravillas que ha obrado en la historia. Este memorial es el fundamento de la fe y la esperanza en Dios. Dios sigue vivo y fiel, presente hoy como en el pasado. Esta memoria del hombre fundamenta también la fidelidad del hombre a Dios en medio de las dificultades presentes.