PROFETAS ANTERIORES AL EXILIO


A) ELÍAS Y ELISEO

David se siente anciano, pronto para marchar a reunirse con sus padres (Sal 39). Antes de morir nombra como sucesor suyo a Salomón según la promesa hecha a su madre: "Vive Yahveh, que como te juré por Yahveh, Dios de Israel, diciendo: Salomón tu hijo reinará después de mí, y él se sentará sobre mi trono en mi lugar, iasí lo haré hoy mismo!". Salomón se sienta en el trono de David al son de flautas (1R 1,28-40).

Salomón marca la época gloriosa de la monarquía de Israel. Su sabiduría, el esplendor de sus construcciones, sobre todo del Templo (1R 6; CEC 2580), y sus inmensas riquezas (1R 10,14-29) cubren de fama a Salomón (1R 5,9-14). Pero en su vejez, el corazón de Salomón, arrastrado por sus mujeres, se desvía del Señor, sin mantenerse fiel como su padre David. Sin embargo, el Señor mantiene su palabra, "en consideración ami siervo David y a Jerusalén, mi ciudad elegida" (1R 11,1-13). El Señor dejará una tribu a la descendencia de Salomón "para que mi siervo David tenga siempre una lámpara ante mí en Jerusalén" (1R 11,36). La memoria de David queda en Israel como signo de esperanza eterna, pues a él está ligada la promesa del Señor. Cuando todo parezca venirse abajo por culpa de los reyes malvados, Dios perdona "en consideración a mi siervo David". La promesa de Dios es irrevocable. La lámpara de David sigue encendida ante el Señor en Jerusalén hasta que llegue "el que ha de venir", el Mesías, "hijo de David" (Mt 1,1).

El reinado de Salomón se divide en dos tiempos: uno de gloria y otro de ignominia (Si 47,12-12). Con la sabiduría de sus primeros años contrasta el lujo y lujuria de su ancianidad. Mientras se mantiene en el temor de Dios todo le va bien; cuando se aparta de Dios, abandona también la sabiduría. De ahí se sigue el deshonor y la ira de Dios. Su hijo mantiene vivas las promesas de Dios, pero también sufre las consecuencias de su necedad y Dios le castiga dividiendo el reino, sin destruir al pueblo ni la dinastía davídica: "El Señor no retiró su fidelidad ni permitió que fallaran sus promesas. El no aniquila la descendencia de sus elegidos ni destruye la estirpe de sus amigos, sino que dejó un resto a Jacob, y a David un brote de su estirpe. Salomón descansó con sus padres, y después de él dejó a uno de sus hijos, lo más loco del pueblo, falto de inteligencia, Roboam, que apartó de su cordura al pueblo. Surgió uno -no se pronuncie su nombre- que pecó e hizo pecar a Israel; él señaló a Efraim el camino del pecado. Desde entonces se multiplicaron sus pecados tanto que expulsaron al pueblo de su tierra. Enorme fue su pecado, se entregó a toda maldad" (Si 47,18-25).

Jesús Ben Sira no quiere ni que se nombre a Jeroboam. Con Roboam y Jeroboam se divide el pueblo de Dios en dos reinos: Israel en el norte y Judá en el sur (1R 12). De los reyes que les suceden, sólo Ezequías y Josías se mantienen fieles a la alianza del Señor. No obstante su infidelidad, Dios mantiene la promesa hecha a David. Siempre queda un resto fiel, depositario de la promesa; es el resto "que no dobla las rodillas ante Baal". Salomón ha construido un templo a Dios, "donde viva para siempre" (1R 8,13). Pero Dios no se deja "encerrar" en un templo (Hch 7,45-51), es el Dios que acompaña al pueblo en su historia. Frente a los reyes, que arrastran a Israel a la idolatría, Dios suscita sus profetas, que en su nombre invitan al pueblo a mantenerse fiel a la Alianza. Los profetas transmiten la palabra de Dios con su boca, con su vida, con los gestos simbólicos que realizan. A la luz de Dios iluminan los acontecimientos del pueblo. Denuncian el pecado y llaman a conversión.

En el reino del norte, durante el reinado de Ajab (874-853) y de su esposa Jezabel, hija del rey de Tiro, la fidelidad del pueblo a la Alianza del Señor se ve amenazada por la introducción del culto a Baal. Sobre el monte Carmelo Elías declara: "Sólo quedo yo como profeta del Señor, mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta" (1R 18,22). Miqueas irónicamente ve como símbolo de estos profetas la boca, no porque de ella salga la palabra de Dios, sino porque traga todo: "anuncian la paz sólo si tienen algo que morder entre los dientes" (Mi 3,5).

Entonces surge el profeta Elías, "cuya palabra abrasa como horno encendido" (Si 48,1-11). Su nombre Eli Yahu (Yahveh es mi Dios) indica su misión. Elías, "el hombre de Dios", se alza para defender la fe de Israel contra la idolatría. Enfrenta al pueblo con el dilema de servir a Yahveh o a Baal: "Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle a él". Elías comienza presentándose ante el rey Ajab para anunciarle, en nombre de Yahveh, que "no habrá ni rocío ni lluvia sino por la palabra de Dios" (1R 17,1). La sequía será total. Baal, entronizado por Ajab, dios de la lluvia y de la fecundidad de la tierra, no podrá hacer nada frente a Yahveh, de quien en realidad depende la lluvia que fertiliza la tierra. "Por tres años y seis meses se cerró el cielo y hubo gran hambre en todo el país" (Lc 4,25). Una vez anunciado el mensaje al rey, Elías se esconde en una cueva del torrente Querit, al este del Jordán. Allí Dios provee a su sustento: "los cuervos le llevan por la mañana pan y carne por la tarde, y bebe agua del torrente" (1R 17,2-7).

Al cabo de un tiempo, habiendo cesado totalmente las lluvias, se seca el torrente. Dios entonces indica al profeta que se traslade a Sarepta. Allí vive gracias al milagro de la harina y del aceite de una viuda, a quien Elías anuncia en nombre de Dios: "No faltará la harina que tienes en la tinaja ni se agotará el aceite en la alcuza hasta el día en que Yahveh haga caer de nuevo la lluvia sobre la tierra". La viuda hace lo que le dice el profeta y se cumple "lo que había dicho Yahveh por Elías" (1R 17,7-16). "Muchas viudas había en Israel en los días de Elías y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón" (Lc 4,26).

Pasados los tres años de sequía, Dios saca a Elías de su ocultamiento y le envía de nuevo a Ajab, quien apenas le ve le increpa: "¿Eres tú, ruina de Israel?". Y Elías responde: "No soy yo la ruina de Israel, sino tú y la casa de tu padre, apartándoos de Yahveh para seguir tras los baales" (1R 18,1-19. Elías indica a Ajab que convoque en el Carmelo a todos los profetas de Baal. Ante ellos Elías habla a todo el pueblo: "¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies, danzando en honor de Yahveh y de Baal?" (IR 18,21).

Elías, único profeta fiel a Yahveh, se enfrenta en duelo con los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal. Pero no tiene miedo: el duelo es entre Yahveh y Baal. La prueba, que Elías propone, consiste en presentar la ofrenda de un novillo, él a Yahveh; los otros, a Baal. Colocarán la víctima sobre la leña, pero sin poner fuego debajo. "El dios que responda con el fuego, quemando la víctima, ése es Dios" (IR 18,24). Con gritos, danzas y sajándose con cuchillos hasta chorrear sangre invocan a Baal sus profetas, de quienes se burla Elías. Al atardecer toca el turno a Elías. Levanta con doce piedras el altar de Yahveh, que había sido demolido, dispone la leña y coloca el novillo sobre ella, derramando agua en abundancia sobre él y la leña. Luego invoca al Señor: "Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se sepa hoy que tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he hecho estas cosas". Al terminar su oración cae el fuego de Yahveh que devora el holocausto y la leña. Todo el pueblo, al verlo, cae rostro en tierra y exclama: "iYahveh es Dios, Yahveh es Dios!". A una indicación de Elías, el pueblo se apodera de los profetas de Baal y los degüella en el torrente Cisón (1R 18,20-40).

Elías dice a Ajab: "Sube a comer y a beber, porque ya suena gran ruido de lluvia" (1R 18,41). Elías ora al Señor y el cielo se cubre de nubes. "La oración ferviente del justo, comenta el apóstol Santiago, tiene mucho poder. Elías era un hombre de igual condición que nosotros; oró insistentemente para que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis meses. Después oró de nuevo y el cielo dio lluvia y la tierra produjo su fruto" (St 5,17).

Después de su victoria contra los profetas de Baal, Elías es perseguido por Jezabel, que no le perdona la muerte de sus profetas. Elías, para salvar su vida, huye, sube a las fuentes de la Alianza, al monte Horeb, la montaña donde Dios selló su Alianza con Israel. El retorno de Elías a la cuna del nacimiento del pueblo de Dios es el signo característico de todos los profetas. Pero no se llega al Horeb sin cruzar el desierto. Elías, como el pueblo liberado de Egipto, camina por el desierto bajo el implacable sol. Solo, devorado por el hambre y la sed, cae rendido y se duerme a la sombra de una retama. Es tal el cansancio que se desea la muerte: "iBasta, Yahveh! Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres" (1R 19,4). Dios, que alimentó a Israel con el maná y le dio el agua de la roca, reconforta ahora al profeta, dejando a su cabecera una torta cocida y una jarra de agua. El Señor le espera en el Horeb: "Levántate y come, porque te queda aún mucho camino" (1R 19,5). Con la fuerza de la comida del Señor caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta llegar al monte Horeb.

En el Horeb, Elías se refugia en una cueva. El Señor con su palabra le saca fuera: "Sal y ponte en el monte ante Yahveh que va a pasar delante de ti" (1R 19,9-18). Ante Elías pasa un viento impetuoso que quiebra las peñas, pero no está Yahveh en el viento ni en el terremoto ni en el fuego. Luego viene un ligero susurro de viento. Al oírlo, Elías se cubre el rostro con el manto, se pone en pie a la entrada de la cueva y oye la voz de Yahveh que le envía de nuevo a Israel para ungir a Jehú como rey de Israel y a Eliseo como profeta, sucesor suyo. Elías halla a Eliseo, que está arando con doce yuntas. Pasando junto a él, le echa su manto y Eliseo, dejando los bueyes corre tras él y le dice: "Déjame ir a abrazar a mi padre y a mi madre y te seguiré" (1R 19,20). Elías le responde: "Vete y vuelve, ¿qué te he hecho?". Eliseo vuelve atrás, toma el par de bueyes y los sacrifica; con el yugo y el arado de los bueyes cuece la carne e invita a comer a sus gentes. Después se levanta, se va tras Elías y entra a su servicio. En la mente de Jesús está presente esta escena cuando declara: "Nadie que pone la mano sobre el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios" (Lc 9,62; CEC 2582-2584).

El espíritu de Elías pasa a Eliseo. Discípulo y maestro marchan hacia Jericó. Elías trata de alejar de su presencia a Eliseo, pero éste no lo abandona. Con su manto abre Elías las aguas del Jordán y los dos pasan a la otra orilla. Elías dice a Eliseo: "Pídeme lo que quieras que haga por ti antes de que sea apartado de ti". Y Eliseo le dice: "Dame dos partes de tu espíritu". Replica Elías: "Dificil cosa has pedido. Si logras verme cuando sea arrebatado de ti, lo tendrás; si no, no lo tendrás". Mientras caminan y hablan, un carro de fuego separa a uno del otro, y Elías es arrebatado al cielo en el torbellino. Eliseo mira y clama: "iPadre mío! iCarro de Israel y auriga suyo!". Y ya no ve más a Elías. Entonces Eliseo agarra su túnica y la rasga en dos; luego recoge el manto, que se le ha caído a Elías, se vuelve y con el manto de Elías golpea las aguas del Jordán, diciendo: "¿Dónde está Yahveh, el Dios de Elías?". Las aguas se dividen y Eliseo las cruza. Al verlo, los hermanos profetas comentan: "Se ha posado sobre Eliseo el espíritu de Elías" (2R 2).

Al nombre de Eliseo se vincula la desaparición del reino del norte: "Cuando Elías fue arrebatado en el torbellino, Eliseo recibió dos tercios de su espíritu. En vida ni príncipe ni nadie pudo dominar su espíritu. Nada era imposible para él. Durante su vida hizo prodigios, y después de su muerte fueron admirables sus obras. Y, con todo, el pueblo no se convirtió, ni se apartó de sus pecados, hasta que fueron deportados de su tierra y esparcidos por el mundo entero. Sólo quedó un pueblo reducido, con un príncipe de la casa de David. Algunos de ellos hicieron lo agradable a Dios, pero otros multiplicaron los pecados" (Si 48,12-16).

Como en la noche oscura emiten su resplandor las estrellas, así brillan Elías y Eliseo en medio de aquella sociedad idolátrica y corrompida del siglo IX. Ambos combaten la idolatría. La palabra ardiente de Elías le hace ser una antorcha que ilumina en medio de las tinieblas. Lo mismo afirma Jesucristo de Juan Bautista, que le precede con el espíritu de Elías (Jn 5,35; Lc 1,17). Los evangelistas aplican la profecía de Malaquías (Ml 4,5-6) a Juan Bautista. El ángel presenta a Juan como precursor del Mesías, que camina "en el espíritu y poder de Elías" para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto, y "reducir los corazones de los padres a los hijos y los rebeldes a los sentimientos de los justos" (Lc 1,17). Y cuando los discípulos preguntan a Jesús sobre la venida de Elías, les responde que Elías ha venido ya (Mt 17,10-13; Mc 9,10-12), refiriéndose a Juan Bautista (Mt 11,10; Mc 1,2). A Elías alude también cuando exclama: "He venido a traer fuego a la tierra y como desearía que estuviera encendido" (Lc 12,49). Durante la transfiguración de Jesús, Elías aparece junto a Moisés, representando el testimonio que la Ley y los profetas dan de Cristo (CEC 555). Y Eliseo, con sus prodigios, en favor de Israel y de los extranjeros (curación de Naamán el sirio), es figura del Salvador, enviado como "luz para iluminar a los gentiles y gloria de Israel" (Lc 2,32). Jesús, el verdadero profeta de Dios, repite centuplicados los milagros de Eliseo (2R 4,42-44; Mt 14,16-20; Lc 9,13; Jn 6,9-12; iR 5,lss; Lc 4,27).


B) AMÓS Y OSEAS

En el siglo VIII (2R 14,23ss), también en el reino del Norte, aparecen los profetas Amós y Oseas. Amós, el pastor de Tecua, nos narra su vocación: "Yahveh me arrancó de detrás del ganado y me dijo: Ve y profetiza ami pueblo Israel" (7,15). Para ser su profeta, Dios le revela sus planes: "No hace cosa Dios sin revelar su plan a sus siervos los profetas. Ruge el león. ¿quién no temerá? Habla el Señor, ¿quién no profetizará?" (3,7-8). El Señor es el león, que ruge antes de lanzarse sobre la presa; el profeta es la voz de ese rugido, que denuncia el pecado e invita a conversión; si Judá no escucha su palabra y se convierte, el león atrapará su presa. La vocación de Dios es irresistible. Amós no puede sustraerse a ella.

Bajo el reinado de Jeroboam II (783-743), Israel alcanza la cima del poder y prosperidad. El eclipse de las grandes potencias durante este período dejó algún respiro a los pequeños reinos. En el reino del Norte encuentra Amós abundancia y esplendor en la tierra, elegancia en las ciudades y lujo en los palacios. Los ricos tienen sus residencias de invierno y de verano adornadas con costosos marfiles y suntuosos sofás con almohadones de damasco, sobre los que se reclinan en sus magníficos banquetes (3,13-15). Han plantado viñas y se ungen con preciados aceites; las mujeres se dan al vino (4,1-3). A los pobres se les explota y hasta se les vende como esclavos. Los jueces están corrompidos. En este momento, arrancado por Dios de su vida tranquila en el campo, Amós, cuidador de higos de sicómoro, es enviado desde Jerusalén, morada del Señor, al reino del Norte a denunciar el pecado de Israel y anunciar su inminente catástrofe.

Amós recuerda a Israel los prodigios realizados por el Señor en su favor para que resalte más el pecado de su infidelidad. Les recuerda que el Dios de Israel es el Dios que acompañaba a su pueblo en la marcha por el desierto (2,10). La vida en tiendas creaba una hermandad entre todos, pendientes de la mano de Dios. Ahora, en la tierra, surgen las desigualdades entre ellos por el olvido de Dios (5,4-6). Con la paz que el Señor les ha concedido, a Israel le ha llegado la prosperidad; pero con ella ha entrado el lujo, la confianza en los bienes de la tierra y la corrupción. El pueblo se prostituye con el culto a los Baales, dioses de la fertilidad, en cuyo honor eleva altares o estelas en cada colina. Ahora el Señor, que ha elegido a Israel, le toma cuentas. Amós ve a Dios actuando en la historia. En lo oscuro del presente distingue los signos de una acción de Dios ya en marcha. Las cinco visiones (7-9) muestran cómo el profeta percibe el significado de unos acontecimientos que los demás consideran insignificantes. Una invasión de langostas, una sequía, una plomada, unos frutos maduros, un terremoto son signos donde el profeta descubre la actuación de Dios.

La ira divina se alza contra el pecado. Dios no soporta a quienes unen el culto y la iniquidad: "Escuchad, hijos de Israel, esta palabra que dice el Señor a todas las familias que saqué de Egipto: A vosotros solos os escogí, entre todas las familias de la tierra; por eso os tomaré cuentas por vuestros pecados" (3,1-2). El amor de predilección al ser despreciado duele. Por ello "el Señor ruge desde Sión, alza la voz desde Jerusalén" (1,2). Esta es la profecía de Amós, fuente de esperanza. Israel busca a Dios, El va a encontrarse con Israel. Dios mismo suscita el hambre y la sed de su palabra: "He aquí que vienen días en que yo mandaré hambre a la tierra, no hambre de pan, ni sed de agua, sino de oír la palabra de Yahveh" (8,11). El Señor salvará a un resto de supervivientes gracias a su fidelidad a la elección de Israel. El Señor castigará a su pueblo, pero no lo destruirá; lo enviará al destierro, pero un resto se salvará y volverá a poseer la tierra prometida: "Los plantaré en su campo y no serán arrancados del campo que yo les di, dice el Señor tu Dios" (9,15). "Así dice Yahveh: Como salva el pastor de la boca del león dos patas o la punta de una oreja, así se salvarán los hijos de Israel" (3,12). "He aquí que los ojos del Señor están sobre el reino pecador; voy a exterminarlos de la faz de la tierra, aunque no exterminaré del todo a la casa de Jacob" (9,8).

Oseas es el profeta de la decadencia y caída del reino del Norte que sigue a la muerte de Jeroboam II. Con sus sucesores, -cinco reyes en diez años-, Israel se prostituye, contaminándose en alianzas con Asiria y Egipto. Dios se lamenta: "Todos los reyes han caído; no hay entre ellos quien me invoque" (7,7). Oseas, como los demás profetas, se opone al culto vano que se rinde a Dios en el templo. No se opone al culto; busca más bien la autenticidad cultual. Lo que no soporta es el divorcio entre el culto y la vida. El profeta vincula el culto verdadero con la existencia auténtica del pueblo de Dios. Oseas critica a los sacerdotes, no por ser sacerdotes, sino por no serlo: "Vuestra piedad es como nube mañanera, como rocío de madrugada que se evapora. Deseo amor y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos" (6,4-6; CEC 2100).

Oseas no se cansa de acusar el pecado capital de Israel: la infidelidad al Señor, que presenta como prostitución y adulterio. Esta infidelidad se muestra ante todo en el culto a los ídolos, con sus altares y sacrificios, los cultos de fertilidad y la prostitución sagrada. En segundo lugar acusa la alianzas de Israel con Egipto y Asiria, que es otra forma de infidelidad a Dios. Oseas grita a Israel que la confianza en Egipto y Asiria les llevará más bien al exilio: "Retornarán a la tierra de Egipto y Asiria será su rey, pues se niegan a volver a mí" (11,5). Sin embargo el amor de Dios por Israel es indestructible. Dios es incapaz de abandonar al pueblo que ama entrañablemente (11,8). Oseas no ha sido enviado a anunciar la destrucción, sino a llamar a conversión para que Israel vuelva al amor primero: "Cuando Israel era un niño, yo lo amé, y llamé a mi hijo de Egipto. Yo fui quien enseñó a caminar a Efraim, lo alcé en mis brazos, con cuerdas humanas, con correas de amor lo atraía a mí, me inclinaba y le daba de comer" (11,1-6). Oseas añora el tiempo de los esponsales de Israel con Dios en el desierto. A Israel, la esposa, que ha roto la Alianza, Dios le dice: "Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón, y me responderá allí como en su juventud, como el día en que la saqué de Egipto" (2,16; 12,10).

Oseas canta el amor de Dios como esposo y como padre. En la experiencia personal del adulterio e infidelidad de su esposa, Oseas comprende profundamente el amor de Dios: la infidelidad del pueblo a la alianza es un adulterio, pues el amor de Dios es el amor apasionado de un esposo, capaz de perdonar todo y de volver a comenzar de nuevo. Oseas revela los designios de Dios con su propia persona (1-3). Su matrimonio es símbolo vivo de las relaciones de Dios con su pueblo. Con su amor a "una mujer adúltera" proclama el amor con que "Dios ama a los hijos de Israel" (3,1). Dios ama a Israel, esposa infiel, aunque con sus adulterios e idolatrías provoca sus celos y su furor. Tras probarla, ocultando su rostro por un instante, le devolverá las alegrías del primer amor: "Voy a ocultarme hasta que busquen mi rostro. En su angustia me buscarán" (5,15). Para atraer y seducir de nuevo a la esposa infiel la colma de dones: amor, compasión, justicia y fidelidad, hasta hacerla digna de su amor. Aquel día, -oráculo del Señor-, me llamará "Esposo mío", no me llamará más "Baal mío". Arrancaré de su boca los nombres de los ídolos y no se acordará de invocarlos. Aquel día haré para ellos una alianza. Me desposaré contigo en matrimonio perpetuo, me desposaré contigo en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yahveh. Me compadeceré de "No-Compadecida" y diré a "No-es-mi-pueblo": "Tú eres mi pueblo", y él dirá: "Tú eres mi Dios" (2,16-25).

El matrimonio de Oseas ha sido escogido por Dios para constituir un mensaje tangible, visible, dirigido a Israel, para representar proféticamente la fidelidad de Dios a la alianza. La fidelidad conyugal de Oseas, mantenida contra viento y marea, es algo sorprendente, inaudito, yz por tanto elocuente. Es algo muy cercano a los gestos de Jesucristo en el Evangelio. En la vida matrimonial, Oseas, guiado por la experiencia existencial de lo que Dios representa para Israel, ha llevado a cabo su misión, en la que vemos un anticipo, aún velado, de la visión sacramental del matrimonio en el Nuevo Testamento. San Pablo lo expresa con la fuerza de Oseas: "Maridos amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada... Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,25ss; CEC 762; 796; 2380).


C) ISAÍAS Y MIQUEAS

En el reino del Sur, durante el mismo siglo VIII, se encuentran los profetas Isaías y Miqueas. Durante el largo reinado de Uzías, Judá alcanza la cima del poder (2R 15). Su éxito lo convierte en el gobernante más grande de Judá desde la división del Reino. Pero su fortaleza se convierte en su debilidad, al llenarlo de orgullo. En su arrogancia intenta usurpar el poder del sacerdocio, hasta entrar en el Templo del Señor para quemar incienso en el altar, una misión reservada al Sumo Sacerdote. Al oponérsele los sacerdotes monta en cólera y, mientras la ira va en aumento, la lepra comienza a brotar en su frente. "Y el rey Uzías fue leproso hasta el día de su muerte, y por ser leproso habitó en una casa apartada, pues fue excluido de la casa del Señor" (2Cro 26,18-21).

Isaías recibe su llamada como profeta en el año de la muerte de Uzías. En su nombre, "Yahveh salva", lleva marcada su misión: "Aquí estamos yo y los hijos que me ha dado Yahveh como señal para Israel" (8,18). La intervención de Dios en la vida de Isaías le "aparta de seguir la ruta que sigue el pueblo" (8,11). El drama de su predicación es que el plan de Dios choca con los planes humanos. Son planes que distan el uno de los otros como el cielo y la tierra. Los planes de los hombres son inconsistentes. El profeta toma conciencia del plan de Dios cuando es enviado con la misión de anunciarlo (6,9-13). Esta misión consiste en invitar a los hombres a que abandonen los planes inútiles, a los que prestan tanta atención, y que dirijan sus miradas al designio, el único eficaz, de Dios. El plan de Dios, a primera vista, es extraño, misterioso, pero cuando se lo comprende resulta admirable (28,29). La obra de Yahveh pasa, como la del labrador, por la devastación, la aniquilación, la muerte; pero de ello brota la vida (6,13).

Como los reyes de Judá alardean de su orgullo y arrogancia de corazón (2R 16-17), el territorio de Judá es devastado y Jerusalén sitiada. "El corazón del rey Ajaz y el corazón de todo el pueblo se conmovieron como los árboles del bosque se agitan con el viento" (7,2). En ese momento Isaías transmite la palabra de Dios al rey: "iAlerta, pero ten calma! No temas ni desmaye tu corazón por ese par de cabos de tizones humeantes" (7,4), que planean conquistar Judá. El temor del rey no disminuye con la palabra del profeta. En un intento che convencer al rey, Isaías se ofrece a confirmar sus palabras con un signo: "Pide para ti una señal de Yahveh tu Dios en lo profundo del abismo o en lo alto de los cielos". Pero Ajaz replica: "No la pediré, no tentaré a Dios" (7,11). Ajaz, sitiado y acosado por sus enemigos, decide que es más prudente ser "hijo y siervo" del rey de Asiria que hijo y siervo del Dios invisible. Así Judá se rinde a los pies de Asiria. El rey, para llegar a un acuerdo con la potencia más grande del mundo, está dispuesto a abandonar la fe en Dios, "concertando un pacto con la muerte" (28,15). Isaías, que ve la historia como escenario de la acción de Dios, donde los reinos e imperios surgen por un tiempo y luego desaparecen, percibe un designio más allá de las sombras del momento: "Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que la virgen está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (7,14; Mt 1,23; 2R 18-20).

El profeta grita (40,6) la palabra de Dios; pero también la comunica con gestos. Camina por Jerusalén con vestidos de esclavo, como símbolo de lo que espera a los pueblos en que Judá pone su confianza. Isaías se opone a toda alianza con Asiria o con Egipto: "Sólo volviéndoos a Dios seréis salvados; en la quietud y confianza está vuestra fuerza" (30,15). "Los egipcios son hombres y no Dios; sus caballos, carne y no espíritu" (31,3). La preocupación de Isaías no es la política de Judá, sino el estado interior de Israel. La gente compra, vende, se regocija, pero Isaías está consumido por la angustia. No puede quedarse indiferente ante los crímenes que contempla: opresión de los pobres y adoración de los ídolos. Jerusalén, "la ciudad fiel se ha tornado una prostituta" (1,21). Isaías contempla la aflicción de Dios, que se siente abandonado por sus hijos: "Hijos crié y saqué adelante y ellos se rebelaron contra mí. Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, Israel no conoce, mi pueblo no discierne. Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel" (1,2-3). El hombre ha llegado a ser una carga y aflicción para Dios, que odia su culto y celebraciones (1,11-20). Pero todas estas acusaciones no son más que la expresión de su amor herido. Son "sus hijos" (1,2), aunque sean "hijos rebeldes" (30,1). Su enfado dura un instante, no perdura para siempre. Y en ese instante de ira el Señor invita a su pueblo a esconderse para no perecer: "Vete, pueblo mío, entra en tus cámaras y cierra tus puertas tras de ti, escóndete un instante hasta que pase la ira" (26,20). La aflicción de Dios es lo que nos describe la canción de la viña de Dios, "Amigo" de Israel (5,1-7; 27,2-5).

También Miqueas, contemporáneo de Isaías, se siente llamado a "declarar a Jacob su delito y a Israel su pecado" (3,8). El pueblo, peregrino por el desierto bajo la protección de la nube de Dios, en Canaán se ha instalado; los israelitas sestean "cada cual bajo su parra y su higuera" (4,4). Miqueas ataca a los poderosos que abusan del pobre; a los potentes que oprimen con su codicia a los súbditos; a los jueces que se dejan corromper con regalos y a los profetas a sueldo. Miqueas es el primero en anunciar la destrucción de Jerusalén. Los dirigentes están "edificando a Sión con sangre y a Jerusalén con iniquidad. Por eso Sión será arada como un campo, Jerusalén será un montón de ruinas" (3,10.12). La gente se inclina idolátricamente a la obra de sus manos, es inevitable la desgracia.

Sin embargo, ésta no es la última palabra de Miqueas. Como Isaías, también Miqueas anuncia la salvación: "Aquel día reuniré a los dispersos, a los que afligí. Ellos serán el resto sobre los que reinará el Señor en el monte Sión desde ahora y por siempre" (4,6-8). La angustia del destierro no es angustia de muerte, sino angustia de parto, creadora de una vida nueva. El dolor es camino de salvación; en la aflicción el pueblo experimentará la salvación de Dios (4,9-10), cuando "dé a luz la que ha de dar a luz". Con ojos de profeta, Miqueas ve la gloria de Belén, patria de David y de su descendiente, el Mesías: "Y tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el salvador de Israel" (5,1-7). Entonces el hombre agradará a Dios, haciendo lo que El desea: "que ames la misericordia y que camines humildemente con tu Dios" (6,8). Con gozo concluye: "¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia. Volverá a compadecerse y arrojará a lo hondo del mar todos nuestros pecados" (7,18-20).


SOFONÍAS, NAHÚM, HABACUC Y JEREMÍAS

En el siglo VII, cuando Jerusalén se encamina hacia la catástrofe, sostienen al pueblo los profetas Sofonías, Nahún, Habacuc y Jeremías (2R 22-25). El rey Josías es el gran restaurador de Jerusalén; proscribe el culto de los santuarios locales y desarraiga los restos de la idolatría. Sofonías colabora con él en esta obra renovadora. Sofonías, recogiendo la tradición de los anteriores profetas, es el profeta del "resto" formado por los pobres de Yahveh, creyentes que escuchan su palabra y se apoyan en su Nombre (3,13). Al final proclama el gran anuncio de salvación: "Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel, alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado &tus enemigos. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás... El Señor se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta" (3,14-18).

Mientras Nahúm canta la ruina de un imperio (Asiria), Habacuc contempla la aurora de otro (Babilonia). Los dos cantan al Señor que dirige el curso de la historia. El impío se hincha, confía en su propio poder, y perece; el justo, en cambio "vivirá por su fe" (Ha 2,4). Ni la opresión presente, ni el futuro turba la confianza del justo que se gloría, no en sus fuerzas, sino en el auxilio del Señor: "Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré en el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador. El Señor es mi fuerza, él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas" (Ha 3,17-19).

Jeremías, el gran profeta de este siglo VII, se sabe llamado por Dios desde el seno materno: "La palabra del Señor se reveló a mí diciendo: Antes que te formara en el vientre te conocí, y antes que nacieras te consagré; yo te constituí profeta de las naciones" (1,5). De nada le vale apelar a su corta edad: "iAh, Señor! Mira que no sé hablar; que soy un muchacho". El Señor le replica: "No digas: Soy un muchacho, porque donde te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No tengas miedo, pues yo estoy contigo para salvarte" (1,6-8). Jeremías describe su llamada como seducción por parte de Dios: "Me sedujiste y me dejé seducir" (20,7). La vocación de Dios sumerge a Jeremías en un dolorosa soledad (15,17). Pero, como profeta, testigo de Dios, toma parte en el consejo de Dios, donde es informado de sus secretos (23,18.22). Es Dios mismo quien pone sus palabras en sus labios (1,9): imposible no hablar.

Jeremías es enviado a anunciar el hundimiento de Jerusalén. Pero él no piensa que el mal sea inevitable. Por encima de la ceguera del hombre está el prodigio de la conversión, el pasillo abierto por Dios para que el hombre vuelva a él. Jeremías grita: "Vuélvete, Israel apóstata; no estará airado mi semblante contra vosotros, porque soy piadoso y no guardo rencor para siempre" (3,12). Sin embargo, todos sus intentos son vanos. Lleno de orgullo, el pueblo desoye sus palabras. Sus ojos de profeta contemplan cómo se tambalean los muros de Jerusalén. Por ello llama, grita, llora, urge al pueblo a arrepentirse, pero no es escuchado. Consciente de la hora que llega, acusa al pueblo de provocar la ira de Dios: "Los hijos de Judá no hacen más que provocarme la ira por la obra de sus manos" (32,30-35).

Heredero espiritual de Oseas, Jeremías toma de nuevo el símbolo nupcial y opone la infidelidad de Israel al amor eterno de Dios. El pecado del pueblo, su infidelidad, su idolatría y los excesos sexuales ligados al culto de los dioses cananeos quedan estigmatizados en la alegoría de la unión conyugal. Recuerda con nostalgia el tiempo del desierto: "Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierras yermas" (2,2). Pero la vida ulterior ha cambiado por completo: "Sobre todo collado y bajo todo árbol frondoso te acostaste como una prostituta" (2,20), o peor, "igual que una mujer traiciona a su marido, así me traicionó Israel' (3,20). Y lo peor es que, después de tanta iniquidad, tiene la osadía de afirmar: "No estoy contaminada" (2,23), "soy inocente, yo no he pecado" (2,35). Por ello, Jeremías tiene que convencer al pueblo de la gravedad de sus acciones. Con imágenes cargadas de colores oscuros y fuertes describe el libertinaje de la esposa infiel (2,20-25; CEC 1611)

Sin embargo, a pesar de todas las amenazas Jeremías termina señalando la fidelidad del amor de Dios: "Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad te reconstruiré y quedarás construida, capital de Israel' (31,3-4). Dios no sólo perdonará a Israel su pecado, sino que lo transformará. Dios dará a su pueblo un corazón nuevo y un camino nuevo para que nunca más se aparte de Él: "Mirad, yo los congregaré de todos los países por donde los dispersó mi ira. Los traeré a este lugar. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios. Les daré otro corazón y otro camino. Haré con ellos alianza eterna y no cesaré de hacerlos bien. Pondré mi temor en su corazón para que nunca más se aparten de mí" (32,37-44). Jeremías quiere inculcar en el pueblo el amor de Dios: "Te he amado con amor eterno, por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada" (31,3ss), "pues yo soy un padre para Israel, y Efraim es mi primogénito" (31,9). En la promesa de reconstrucción de Israel se vislumbra la nueva y definitiva alianza, que constituye la cumbre del mensaje de Jeremías: "Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (31,33; CEC 218-220).

La vida y pasión de Jeremías, a quien Dios acrisoló con el sufrimiento, es como una anticipación de la de Cristo (Hb 2,10-18; 4,15; 5,7-10). El Señor y su palabra hieren el corazón de Jeremías, pero también sufre por Israel: debe condenar a quien ama. Para realizar su misión, el muchacho débil y sensible, arrancado de la paz apacible de Anatot, una pequeña aldea rural, es transformado en la antítesis de su personalidad: "He aq.Yí que yo te pongo hoy como ciudad fortificada, por columna de hierro, por muro de cobre, contra toda la tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes, y el pueblo de la tierra" (1,18). Jeremías es llamado a desarraigar, derribar, destruir y arruinar antes de confortar, ofrecer esperanza, edificar y plantar (1,10). A él, que ama entrañablemente a su pueblo, hasta entregar su vida para salvarlo, se le considera un enemigo del pueblo y, como a tal, se le persigue: "Ni he prestado ni me han prestado y todos me maldicen" (15,10). Los mismos hombres de Anatot, su pueblo siempre añorado, claman contra él y tratan de matarlo (11,21). Con angustia confiesa: "Yo, como cordero llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que tramaban contra mí: cortemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra de los vivos, que su nombre no se pronuncie más" (11,18-19). Su vocación llega a hacérsele intolerable, arrancando a Jeremías los más terribles lamentos e imprecaciones: "¿No habría sido mejor no nacer?" (20,7-18). El profeta necesita que Dios le conforte para mantenerse fiel a su misión, que termina con el destierro a Egipto, "donde no se invoca el nombre de Yahveh".

Los profetas se caracterizan por su atrevimiento. Su palabra lleva el convencimiento de que no es palabra humana, sino Palabra de Dios, que no puede dejar de cumplirse. "Hombres como eran, hablaron de parte de Dios, movidos por el Espíritu Santo" (2P 1,19-21). Invadidos por el Espíritu Santo, vida y mensaje del profeta quedan fundidos. Rechazar su palabra es rechazarles a ellos. Jesús dice: `Jerusalén, que matas a los profetas" (Mt 23,37). El martirio es el sello que da autenticidad a la profecía. Discutidos siempre, con frecuencia perseguidos, los profetas son los testigos de Dios en medio del pueblo. Cuando callan los profetas, al pueblo le falta la palabra de Dios (1M 4,46; 9,27; Sal 74,9). El silencio de Dios, al faltar los profetas, aviva el deseo y la esperanza del Profeta prometido (1M 14,41): "Yo les suscitaré, de en medio de sus hermanos, un profeta semejante a ti, pondré mis palabras en su boca, y él dirá todo lo que yo le mande" (Dt 18,18; Hch 3,22). Ya en el Nuevo Testamento, la cercanía de Dios se anuncia con Juan Bautista, "profeta y más que profeta" (Lc 7,26), precursor del Profeta esperado (Jn 1,25;6,14): "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Hb 1,1). Tras la multiplicación de los panes, que recordaba el maná del Éxodo y el milagro de Eliseo, las gentes se pusieron a gritar: "Este es verdaderamente el profeta que debía venir al mundo" (Jn 6,14). Al oír sus palabras las gentes dijeron: "iÉste es realmente el profeta!" (Jn 7,52). Jesús no sólo es la boca de Dios, sino la Palabra de Dios encarnada. Escucharle, acogerle es escuchar y acoger al Padre que le ha enviado (CEC 64).

Y, con el don del Espíritu Santo en Pentecostés, en el seno de la Iglesia se da una renovación permanente de la profecía. Todos sus miembros están llamados a recibir el don del Espíritu Santo que les hace profetas (Hch 8,15-18; 10,44-46). Y además, dentro de la comunidad cristiana, algunos miembros se distinguen por ese don y reciben el nombre de profetas. Con sus palabras y gestos edifican la asamblea de los fieles (Hch 21,10; CEC 1286-1287).