HISTORIA DE LA IGLESIA (1)


A) LA HISTORIA DE LA IGLESIA ES HISTORIA DE SALVACIÓN

La historia de la Iglesia es historia de salvación, pues Dios es Señor de la historia y como tal la conduce. La encarnación de Dios (Jn 1,14) es la base de la Iglesia y el principio de su historia. Cristo anunció la extensión de su reino como un crecimiento inesperado (Mt 13,31), sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas (Ef 2,10) y bajo la dirección del Espíritu Santo (Jn 16,13). Este desarrollo de la Iglesia se manifiesta en el culto, en la teología, en la administración, en la doctrina y en la compresión de sí misma, siempre mayor a lo largo de los siglos. El contacto con los diversos pueblos y culturas ha provocado en la Iglesia cambios profundos. Este desarrollo no siempre ha seguido una línea recta. Pero "Dios escribe derecho con líneas torcidas", pues este desarrollo se ha llevado a cabo bajo la asistencia del Espíritu Santo (Mt 16,18; 28,20). El concilio Vaticano II nos recuerda que "la Iglesia, por virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como fiel esposa de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo", sin embargo, la Iglesia sabe muy bien que "no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios" y sabe también que aún hoy día "es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de sus mensajeros, a quienes está confiado el Evangelio" (GS 43; CEC 853).

La Iglesia desde el principio está llamada a extenderse en todos los pueblos "hasta los confines de la tierra" (Mt 28,19-20). Sólo al fin de los tiempos irrumpirá el reino de Dios con toda su plenitud. Hasta entonces es Iglesia de pecadores, necesitada de renovación todos los días. Pero en su esencia, a lo largo de su historia, la Iglesia permanece fiel a sí misma, infalible en su núcleo e inequívocamente inmutable. La historia de la Iglesia no puede olvidar que es historia de la Iglesia de Dios, que tiene su origen en Jesucristo, con un orden jerárquico y sacramental establecido por El, que camina en el tiempo asistida por el Espíritu Santo y se orienta a la consumación escatológica. Esta identidad de la Iglesia se mantiene a través de todos los cambios de forma en que se manifiesta a lo largo de todas las épocas.

Nosotros somos herederos y protagonistas de la historia de la Iglesia. En ella conocemos nuestros orígenes. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y nosotros somos sus miembros con nuestras cualidades y defectos. Nada extraño que en su historia nos encontremos con deficiencias y pecados. Pero en esa historia está la acción de Dios, "pues el Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos, está presente en esta evolución" (GS 26). Para mirar al futuro con esperanza necesitamos ahondar en nuestras raíces, conocer la historia, con sus grandezas y miserias, de la que procedemos. Amar a nuestra Madre, la Iglesia, significa asomarnos a su historia, conocer el ayer de nuestra comunidad de fe, esperanza y amor, que nos engarza a través de las diversas generaciones con Jesucristo, nuestro Señor. Tantos santos, tantos misioneros han mantenido viva la tradición de la Buena Noticia para que llegara hasta nosotros: "Cristo, el único mediador; instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y amor; como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia. La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (LG 8), anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que El venga. Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra con todo esplendor (CEC 771).

El nombre de Jesucristo y su salvación se han ido transmitiendo de generación en generación durante veinte siglos hasta llegar a nosotros. Esta transmisión se realiza mediante la comunidad de los que escucharon la llamada de Dios proclamada por Jesucristo. Por eso, en la tradición de la Iglesia, en su historia, nos encontramos con Jesucristo. Los acontecimientos y personas, que constituyen la historia de la Iglesia, nos interesan hoy a nosotros, que entramos en esa historia de salvación. La historia no es el pasado, sino el pasado que llega vivo hasta el presente. El tiempo que media entre Cristo y su parusía es el tiempo de la Iglesia en el mundo. Tiempo misterioso de crecimiento y de lenta madurez, semejante al grano de mostaza (Mt 13,31). Como el grano de trigo germina y brota, echa tallo y espiga, pero permanece siempre trigo (Mc 4,28), así la Iglesia realiza su ser y misión en el proceso histórico con formas diversas, pero permanece siempre igual a sí misma. La semilla sembrada por Cristo está madurando hasta llegar a su plenitud "para completar en nosotros lo que falta a la pasión de Cristo" (Col 1,24). Es el camino del hombre hacia Dios. Cristo quiso que la Iglesia fuera comunidad de hombres, bajo el gobierno de hombres. Sin embargo, no la abandonó a sí misma. Su fuerza vital, interior, es el Espíritu Santo que la preserva de error, crea y mantiene en ella la santidad y la puede acreditar con milagros. Es la continuación de los Hechos de los Apóstoles, donde la Iglesia aparece como acontecimiento de salvación que se realiza en el tiempo y en el espacio. La Iglesia, comunidad de santos, se presenta como un cuerpo en continuo crecimiento. La Historia de la Iglesia llegará a su término cuando la obra comenzada por Dios Padre en la creación se realice plenamente y se cumpla el designio de la voluntad salvífica de Dios: recapitular todas las cosas en Cristo (Ef 1,10). El cuerpo de Cristo es, pues, el verdadero sujeto de la historia.


B) IGLESIA APOSTÓLICA

La vida y la obra de Jesús es el fundamento de la Iglesia. Dado que sus palabras fueron pronunciadas para todos los tiempos (Mt 24,35) y él mismo prometió estar con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20; Jn 15,1; 8,12), todo lo que él es y lo que dijo e hizo es la base de la Iglesia, que él mismo funda. Jesús, tras su bautismo, comienza el anuncio del Reino llamando a los primeros apóstoles, destinados a continuar su obra (Mc 1,16-20). Esta primera llamada la completa con la elección de los Doce (Mc 3,13-19), a quienes constituye apóstoles "para que estén con El y enviarles a anunciar el Evangelio del Reino, con poder de expulsar demonios" (Mc 6,7-13). Los apóstoles prolongan la misión de Cristo, que "recorrió toda Galilea predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios" (Mc 1,39), pues "es preciso que el Evangelio sea predicado a todas las gentes" (Mc 13,10). El tiempo de la predicación del Evangelio es el tiempo de la Iglesia.

El misterio pascual de Cristo es el acontecimiento culminante de su vida. Jesús muere y resucita en Jerusalén. También en Jerusalén se aparece a los once apóstoles (Lc 24,49-52; Hch 1,4-12). Sus discípulos permanecen en Jerusalén "unánimes en la oración con las mujeres y María, la madre de Jesús y sus hermanos" (Hch 1,14). Eran unos 120 hombres (Hch 1,15) los que estaban reunidos esperando el don del Espíritu Santo, prometido por Jesús. Este es el núcleo de la primitiva comunidad de Jerusalén. A ellos se unirán los convertidos por la predicación de Pedro el mismo día de Pentecostés (Hch 2,5-41; 4,4). Los convertidos a Cristo forman una comunidad que "acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar" (Hch 2,42-47). Es la Iglesia modelo para todos los tiempos, pues su descripción forma parte de la revelación.

Cristo, el esposo divino, hace a la Iglesia, su esposa, el gran don de su Espíritu. En efecto, "terminada la obra que el Padre había encomendado al Hijo realizar en la tierra (Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, para que santificara constantemente a la Iglesia" (LG 4). Los Apóstoles han sido constituidos "testigos de Cristo en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta el confin de la tierra" (Hch 1,8; Ef 2,20; Ap 21,14). La historia de los Hechos de los Apóstoles narra el cumplimiento de esta palabra, al difundirse del Evangelio, concluyendo con la llegada a Roma de Pedro, el "Príncipe de los apóstoles", y de Pablo, el "Apóstol de las gentes", sellando con su sangre la fe en Cristo que predicaban.

La Iglesia no se puede pensar sin Cristo o al margen del Espíritu. "El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia" (CEC 1099). "En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo recuerda a la asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. De este modo, el Espíritu Santo despierta la memoria de la Iglesia, suscitando la acción de gracias y la alabanza" (CEC 1820; 1716-1724). El origen de la Iglesia en el Espíritu es el misterio de Pentecostés. Por irremplazable que haya sido la fundación institucional de la Iglesia por Cristo mismo, -elección de los apóstoles, designación especial de Pedro, educación progresiva de los Doce y envío a la misión (LG 9)-, la Iglesia no hubiera sido lo que Jesús quería, sin la misión del Espíritu Santo (Jn 16,7-15). El testimonio de los Hechos sobre la función del Espíritu Santo es explícito: nada fue hecho hasta que el Espíritu, enviado por Cristo desde el Padre, dio a la institución eclesial su vida "de arriba" (Hch 1,6-11).

La venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles produce en ellos una transformación interior profunda y permanente. Los incultos y medrosos pescadores son transformados en apóstoles, confesores, predicadores del Evangelio y en mártires de su fe en Cristo. Esta transformación afecta al núcleo del judaísmo. Esos hombres que esperaban la instauración del reino de Israel, con la luz interior del Espíritu Santo, que les lleva a la verdad plena, comprenden el espíritu del Sermón de la Montaña, la interioridad de la fe, la pobreza de espíritu, la mansedumbre, la renuncia y la tontería de la cruz. El Espíritu les concede proclamar a Jesús como único Señor (1Co 12,3) y que sólo en el nombre de Jesús está la salvación (Hch 4,12). Los Hechos de los Apóstoles son el testimonio del Espíritu Santo impulsando a la Iglesia en su misión evangelizadora.

El Espíritu irrumpe en Pentecostés sobre los discípulos y con Pentecostés arranca el anuncio de Jesucristo y su Evangelio. En la evangelización, el Espíritu Santo guía a los apóstoles hasta marcándoles el itinerario (Hch 16,6-7; 19,1; 20,3.22-23; 21,4.11). El Espíritu Santo interviene en cada uno de los momentos decisivos de la misión de los apóstoles. San Lucas va señalando una especie de pentecostés sucesivos: en Jerusalén (Hch 2; 4,25-31), en Samaría (8,14-17); en Cesarea (10,44-48; 11,15-17); en Efeso (19,1-6).

La Iglesia vive para la misión. Es un pueblo en camino, itinerante en sus enviados a anunciar el Evangelio hasta los extremos de la tierra. Vive en este mundo en la diáspora, en exilio, sin hogar permanente (St 1; 1P 1,1; 2,11; Hb 3,7-4,11; 11,8-16.32-34). Así pasa por el mundo haciendo presente a Jesucristo Profeta, Sacerdote y Rey para los hombres (1P 2,4-10). La Buena Noticia es el anuncio del Reino, como realidad presente en Jesucristo, pero encaminada a su culminación futura en la Iglesia y mediante la Iglesia. Para este anuncio Jesús instruye a sus Apóstoles (Mt 9,35-10,42). En las parábolas del Reino (Mt 13) aparece ya la Iglesia en misión.

La Iglesia es el campo en el que se siembra la Palabra, como germen del Reino, pero en el que crece la cizaña con el trigo hasta el final; la Iglesia es igualmente la red que recoge toda clase de peces, en vistas al juicio que separará los buenos de los malos. En la pequeñez de la semilla escondida bajo tierra, como grano de mostaza, o como levadura que desaparece en la masa, la Iglesia encierra un tesoro, una perla preciosa, que es capaz de hacer fermentar toda la masa o de cobijar a todos los hombres (Mt 13). Merece la pena venderlo todo por ella, para ser "discípulo del Reino". La vida de los discípulos es una novedad de solicitud, amor en la verdad, comunión con Dios y perdón mutuo (Mt 18). Esta vida, en Cristo, es la garantía de la bendición final: "Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 24-25).


C) IGLESIA PRIMITIVA

La edad antigua corre desde el s. I al s. V y se caracteriza por la primera difusión y por las formas de vida que asume la Iglesia en el mundo helenístico-romano. Lo más sobresaliente es el principio de unidad interna y externa (Jn 17,11-21) que en esta época presenta la Iglesia. Con esta unidad sobrepasa los límites del suelo nativo de Judea y se difunde por el Imperio hasta los confines de Occidente, aunque no sea reconocida por el poder civil y sea perseguida por él hasta los tiempos de Constantino el Grande.

La Iglesia, sobre la palabra de Cristo y sus apóstoles, crea las formas fundamentales de su propia vida interna: piedad, liturgia y organización. Los Padres apostólicos buscan la edificación de la comunidad cristiana. Consideran a la Iglesia unida a la persona de Cristo, como la prolongación sacramental de sus acciones salvíficas. La vida de las primeras generaciones cristianas se funda en la catequesis y la predicación, que enseñan a los cristianos la responsabilidad de su nueva dignidad. El fin de la Iglesia es el anuncio del misterio de Cristo en vistas de la conversión. Sigue la catequesis, que detalla los elementos de la fe y de la vida cristiana. Y en tercer lugar, la didascalía que consiste en una enseñanza superior de profundización y análisis del misterio de Cristo. Los Padres se limitan a transmitir la herencia recibida (Flp 4,9; Ap 22,18), sin preocuparse de presentar un sistema de doctrina organizada. Así aparece en la Didajé que, con la doctrina de "los dos caminos", muestra a los cristianos cómo deben alejarse de la vía del mal para elegir la vía del bien. La vía del bien, que conduce a la vida, es el Sermón de la montaña.

La persona de Jesús, gracias a los discípulos de los apóstoles, sigue influyendo directamente en la comunidad cristiana hasta el año 130 aproximadamente. Esta inmediatez con las fuentes del cristianismo da a los cristianos una fuerza singular. La imagen y hasta casi la voz del Señor, en labios de sus testigos oculares, actuaban como algo próximo y vivo. Esto explica la inconcebible pujanza de expansión de esa "pequeña grey" (Le 12,32), aparentemente perdida e insignificante, en medio de la potencia mundial de la Roma pagana. El entusiasmo de la fe y el amor entre los hermanos son algo contagioso. Desde Palestina la fe en Cristo pasa a Samaria, Siria, Asia menor, Macedonia, Grecia, Antioquía, Roma y España, que se considera "el fin de la tierra".

Con la toma de Jerusalén en el año 70 desaparece el judaísmo como pueblo, dispersándose por todo el Imperio romano. Con ello la Iglesia se ve libre del que ha sido su principal enemigo hasta entonces, tanto en cuanto judaísmo rígido, enemigo de los cristianos, como en cuanto cristianismo judaizante, que se infiltraba en las comunidades cristianas, suscitando dudas y divisiones (Rm 2; Ga 2,14; 5,lss). Pero la toma de Jerusalén también significó la dispersión de la primitiva comunidad cristiana más allá de Palestina. La Iglesia comienza a vivir en medio del mundo helénico romano. La Iglesia, sin ser del mundo, comienza a vivir en medio del mundo (Jn 18,36). Es el tiempo de los Padres apologistas, que elaboran su concepto de Iglesia frente al Estado que persigue a la Iglesia y con vistas a impugnar las herejías. Cuando la Iglesia entra en contacto con el mundo de los filósofos, aparece en la comunidad cristiana una problemática nueva, modos de pensar y métodos nuevos. El cristianismo debe dar una respuesta a las críticas que se le hacen. Los Padres apologistas deben contrastar la vida cristiana con los vicios paganos del mundo en que viven insertos. Clemente de Alejandría y Orígenes, en Oriente, y más tarde Ambrosio de Milán y Agustín, en Occidente,, sirven de intermediarios entre la filosofía griega y la revelación cristiana. Con los apologistas griegos del s. II, el cristianismo entra en contacto con la cultura y religión helenístico-romana, se sirve de la filosofía griega para la formulación del dogma trinitario y cristológico en los cuatro primeros concilios ecuménicos.

El cristianismo se difunde rápidamente en el imperio romano. Desde Palestina, la buena nueva pasa a Asia menor, que se convierte en el primer país cristiano. Los centros principales de la vida cristiana en los primeros siglos son África del norte y Roma. El Evangelio se extiende con los soldados, los comerciantes y los evangelizadores a lo largo de las vías, de comunicación del imperio, que en principio es tolerante con todas las religiones. Pero ya en el año 64 la Iglesia comienza a sufrir la persecución. Nerón lleva al martirio a Pedro y a Pablo. Se cumple, desde el principio lo que había predicho Jesús a sus discípulos: "Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros. Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 10,16-22).

La vida de los cristianos se nos describe en la carta a Diogneto: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, ajuicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho.

Viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos los combaten como a extraños y los gentiles los persiguen, y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben explicar el motivo de su enemistad".

Los cristianos son acusados de ateos, lo que les hace enemigos del Estado. San Policarpo, por ejemplo, se niega a proclamar al Cesar como Señor y la muchedumbre grita: "Es el aniquilador de nuestros dioses". Obedientes a las leyes del Estado se niegan a reconocer como Señor a otro que no sea Cristo. Esto les vale el martirio. Con firmeza se mantienen fieles a Cristo en medio de los tormentos (Mt 10,28; Mc 8,38). De Blandina, mártir en Lyón, se dice en las actas del martirio: "Ella, la pequeña y débil cristiana despreciada, revestida del grande e invencible Cristo, tenía que derribar al adversario en muchas batallas y en la lucha ser ceñida con la corona de la inmortalidad". Con el testimonio de fe de los mártires se difunde cada día más el cristianismo. Se ha hecho famosa la frase de Tertuliano: "La sangre de los cristianos se convirtió en semilla de cristianos".

El emperador Trajano (98-117) describe la situación de los cristianos con estas palabras: "Hasta ahora he procedido así contra aquellos que me eran indicados como cristianos: les preguntaba si eran cristianos. Si confesaban, les hacía dos o tres veces la misma pregunta, amenazándoles con la misma muerte. Si continuaban obstinados, los mandaba ajusticiar. Pues no dudaba en absoluto que, cualesquiera que fuesen sus faltas, se debía castigarlos por su terquedad e inflexible obstinación". Bajo Trajano murió Ignacio de Antioquía. Sus cartas son para nosotros la más preciosa fuente de la situación de la Iglesia de su tiempo. La fe en Cristo le lleva a desear el martirio para estar con el Señor: "Busco al que ha muerto por nosotros; quiero al que ha resucitado por nosotros. Mi nacimiento es inminente".

Bajo el imperio de Marco Aurelio (161-180) murió Justino. Y en Lyón, en 177, tuvo lugar la sangrienta persecución de innumerables mártires. Más sistemática aún fue la persecución de Septimio Severo (193-211), que trató de impedir el crecimiento del cristianismo, prohibiendo las conversiones a él. En Egipto es encarcelado Leónidas, el padre de Orígenes. En Cartago son martirizadas Perpetua y Felicidad, cuyas actas de martirio son una muestra de la fe de los cristianos. Bajo el reinado de Decio (249-251) se desencadenó la primera persecución general, pretendiendo aniquilar el cristianismo en todo el Imperio. En Roma mueren mártires el Papa Sixto II y su diácono Lorenzo y en Cartago Cipriano, el gran defensor de la unidad de la Iglesia.

Sólo el confesarse cristiano era motivo de condena a muerte. El odio a los cristianos, considerados como "enemigos de la humanidad", llevó a considerarles responsables de todas las calamidades públicas. Las calumnias o falsas interpretaciones de las prácticas supuestamente antinaturales de los cristianos en sus reuniones secretas alimentaron el odio contra ellos. Se les acusaba de ateos, porque no participaban en los ritos idolátricos de los templos paganos; se les consideraba bárbaros porque, en sus reuniones nocturnas, sacrificaban a un niño y comían su carne y bebían su sangre. Se les acusaba de inmorales, pues se reunían en la noche hombres y mujeres juntos. San Justino, en sus apologías responde a estas acusaciones, describiendo las celebraciones eucarísticas de los cristianos.

De todos modos, a paganos del Imperio romano, con su panteón lleno de dioses, el cristianismo les pareció algo completamente desconocido, algo inaudito. Hasta los espíritus más elevados vieron en la fe cristiana algo totalmente nuevo. Con su oposición a la idolatría y al culto al emperador se ganaban el reproche de ateos. Y el ateísmo significaba un atentado contra el Estado. Y sobre todo les llamaba la atención la vida de los cristianos. Nunca antes habían visto un amor semejante. Ante ellos no podían contener la exclamación: "Mirad cómo se aman" (Jn 13,34-35). La unidad entre fe y vida era algo único nunca antes visto. La fe para los cristianos no es algo reservado al templo y a unos momentos, sino que abarca toda la vida en todo lugar y tiempo.

Las persecuciones se suceden hasta que subió al poder Constantino el Grande (312-337). Con Constantino, tras la victoria de Monte Milvio (312) y el edicto de Milán (313), y sobre todo con Teodosio (394) el cristianismo se convierte en la religión del Imperio. La celebración de los cultos paganos es declarada delito de lesa majestad. Desde este momento la organización de la Iglesia se apoya en las regiones en las que está dividido el Imperio; los concilios ecuménicos llevan el sello de concilios imperiales y la posición preeminente del obispo de Roma mantiene la comunión con los patriarcas orientales. Durante este tiempo, en que la Iglesia vive en armonía con el Estado, el emperador pasa a ser considerado como enviado de Dios, defensor de la Iglesia contra los herejes e incrédulos. Los escritores formados en la filosofía neoplatónica griega ven a la Iglesia como maestra de la verdad. Mientras que los teólogos que viven en contacto con la filosofía popular romana, de tendencia más bien práctica, ven principalmente a la Iglesia como sociedad jurídica con su autoridad y leyes precisas

Con el rápido crecimiento del número de cristianos, que supuso la libertad de la Iglesia, no se pude evitar que la cristianización resulte frecuentemente muy superficial. Los paganos no dejan sus vicios en las aguas del bautismo. Pero Cristo y el testimonio de vida cristiana de los mártires que les han precedido florece también ahora, dando frutos en los confesores de la fe. El culto litúrgico se celebra con mayor solemnidad, aunque con menos participación interior. En este período tenemos grandes santos obispos y teólogos, que forman como verdaderos pastores a sus comunidades. En Milán está San Ambrosio y en el norte de Africa, San Agustín. Con ellos hay que recordar a San Jerónimo, que vive durante dos años como ermitaño en Oriente y difunde el monacato en Occidente.


D) EL MONACATO

El siglo IV es el siglo del monacato. Con la libertad de la Iglesia, terminada la época de las persecuciones, se dieron las conversiones en masa y esto hizo que descendiera el nivel de la vida cristiana. Entonces surge el monacato para mantener vivo el Evangelio. Al comienzo, los eremitas viven al margen de la Iglesia visible, entregados sólo a la meditación de la Palabra de Dios y a la penitencia. Pero su oración y su palabra inspirada sirve a muchos de apoyo, de fuerza nutricia para la vida de la Iglesia. Ya en la mitad del siglo III, en Egipto, por el deseo de una vida más perfecta, nace y se desarrolla una floreciente vida eremítica.

El primer eremita del que tenemos noticia es Paulo, cuya vida escribe San Jerónimo. Pero el más célebre es Antonio, nacido hacia la mitad del siglo III de una familia acomodada de Egipto. Hacia los veinte años abandona la familia, vende sus bienes y se retira, primero a un lugar cercano a su pueblo natal, después a una localidad más alejada, terminando por asentarse en el desierto entre el Nilo y el Mar Rojo, donde permanece hasta su muerte hacia el 356. Antonio apenas se movía, si no era para visitar a sus discípulos, que se habían instalado no muy lejos de él a lo largo del curso del Nilo. Antonio no es sacerdote ni clérigo, pero son muchos los que se dirigen a él buscando consejo. En sus últimos años se le unen otros ascetas para tomar de él consejo y dirección. Así surgen los primeros impulsos para la vida comunitaria (cenobitismo) de estos ermitaños: "Una gran cantidad de hombres santos, que se concentran en lugares inhabitables, como en una especie de paraíso", los define San Jerónimo.

Antonio tiene muchos imitadores, cuya vida conocemos por los escritos recogidos en los libros Vidas de los Padres, Historias de los Monjes y las colecciones de dichos de los Padres. El más importante es el libro escrito por Atanasio Vida de San Antonio. San Agustín se hace eco de este libro en sus Confesiones. En general los eremitas llevan una vida ascética bastante dura. La perfección es vista en la penitencia física. Pero tampoco falta una sincera piedad, nutrida de oración continua, de la participación a los sacramentos, de humildad, paciencia, caridad y amor al trabajo. Muchos "dichos de los Padres" atestiguan su profunda vida interior.

Pacomio tiene una gran importancia en la evolución del monacato. Licenciado del servicio militar, permanece tres años bajo la dirección del eremita Palemon y después funda una pequeña comunidad en el alto Egipto hacia el año 320. Pacomio da forma a un sistema de vida que pretende conservar los valores de la vida anacoreta, añadiéndole los frutos de la comunión: "La voluntad de Dios es que te pongas al servicio de los hombres para invitarlos a ir a El", siente que le dicen en su interior. En la oración el Señor le aclara: "Reúne todos los monjes jóvenes, habita con ellos y dales leyes, según las normas que te dictaré". En seguida se multiplicaron los monasterios. La novedad introducida por Pacomio es la de la vida común bajo la guía de un abad, con la ventaja sobre la vida eremítica de recibir una edificación mutua entre los monjes, llevar una vida más equilibrada sin tantas singularidades y buscar la perfección en el sacrificio del propio yo a través de la obediencia. Junto a la oración, el trabajo ocupa una buena parte del día. La vida en comunidad hace necesario un reglamento. Pacomio lo escribe, naciendo así la primera regla monástica, que sirve de modelo para otras reglas posteriores. Lo que Pacomio desea es que la comunidad viva a imagen de la primitiva comunidad de Jerusalén "con un solo corazón y una sola alma" (Hch 4,32). Por eso, los hermanos se ayudan mutuamente a imagen de Cristo, que se hizo servidor de todos: "El amor de Dios -decía- consiste en sufrir unos por otros" (Col 3,12-15; Ga 6,2; lTs 5,11).

La vida monástica comunitaria en la soledad pasa de Egipto a Palestina y Siria. Se debe a San Basilio en el Asia Menor, a finales del siglo IV un progreso ulterior en la concepción de la vida monástica. San Basilio atenúa las mortificaciones físicas y pone como base de la vida religiosa la obediencia: la perfección ya no se hace consistir en el esfuerzo fisico, sino en el sacrificio de la propia voluntad mediante la obediencia, considerada como la primera virtud y fuente de las demás. Pero no es que con San Basilio desaparezcan las otras formas de vida eremítica, con sus excesos o formas singulares y extrañas como la de los estilitas, que pasan la vida o largos períodos sobre una columna, como San Simeón el Viejo. El criterio fundamental para reconocer la autenticidad de estos carismas es, como lo ha sido siempre, la humildad y la obediencia a la jerarquía. Simeón el Viejo, por ejemplo, apenas recibe la orden del Obispo de abandonar la columna, sin la menor duda se dispone a descender de ella. Superada la prueba, el Obispo le autoriza a continuar sobre ella.

En Occidente, el monacato se difunde a partir de la vida de san Antonio escrita por Atanasio, que es exiliado de Oriente a Roma y Tréveris. Se fundan varios eremos en las islas del Mediterráneo, suscitando sospechas y desprecios. Más tarde aparecen comunidades cenobitas, que dedican gran parte de la jornada al estudio y la caridad. Así aparece un cenobio en Roma bajo la guía de san Jerónimo, que defiende la vida monástica contra todos los detractores. San Agustín instituye en África, en Hipona, una forma de vida común, escribiendo él mismo las bases de una regla monástica, que ejerce un gran influjo en varios institutos religiosos de la Edad Media.

En Francia el monje más conocido es sin duda San Martín de Tours. Nacido en el año 316, presta primero servicio militar en el ejército romano y a los dieciocho años recibe el bautismo, ejerce como exorcista con San Hilario de Poitiers, se hace monje y termina como obispo de la diócesis de Tours. Incluso como Obispo trata de conciliar los deberes pastorales con la vida monástica, que promueve en Galia, España y Britania. En la Galia meridional, San Honorato, Obispo de Arlés, funda hacia el año 410 el famoso monasterio de Lerín (cerca de Niza), del que salen muchos Obispos. El monasterio de Lerín no sólo es semillero de Obispos, sino también de escritores, como Silvano de Marsella, Fausto de Riez y Vicente de Lerín, conocido sobre todo por su doctrina sobre la evolución del dogma, distinguiendo entre cambio y progreso.

Poco después, Casiano, que se ha formado en un monasterio de Belén y ha pasado varios años entre los anacoretas egipcios, funda en Marsella dos monasterios, convirtiéndose en puente entre el monacato oriental y el occidental. En la mitad del siglo VI, Cesáreo de Arlés escribe unas excelentes reglas para monjes y monjas: muy rígido en cuanto a la clausura, los ayunos, oficios, pero sin olvidar subrayar el valor de la obediencia y la caridad.

San Benito es quien da al monacato de Occidente una organización estable. San Benito, nacido en Nursia hacia el 480 de familia noble, comienza sus estudios en Roma, pero muy pronto se retira a Affile y luego a Subiaco como anacoreta. Desde Subiaco, San Benito reúne en doce monasterios a las personas que aspiran a una vida monástica bajo su dirección. Ante la hostilidad del clero local tiene que alejarse de Subiaco y, en el año 529, llega a Monte Casino donde edifica un monasterio conforme a sus deseos. Allí muere en el año 547.

El mayor mérito de San Benito es la composición de la regula monachorum moderada en su contenido y clara en su forma literaria. Benito se inspira sobre todo en la Sagrada Escritura y en los Santos Padres latinos, sirviéndose además para su composición de las muchas reglas monásticas ya existentes, imprimiéndolas un nuevo espíritu. En la regla se subraya la autoridad del Abad, que se parece más al pater familias que al señor feudal. Por parte de los monjes se señala fuertemente la obediencia como la virtud más necesaria para el monje "como la vía más segura para llegar al Señor". Es esencial para el monje la permanencia estable en la abadía en que ha ingresado, oponiéndose en esto a la tendencia bastante común de los religiosos giróvagos sin ocupación fija y sin el freno de la autoridad.

El monasterio de San Benito es también un vasto organismo, posee todo lo necesario para vivir con autonomía material: agua, molino, huerto, horno y artes diversas. Con esto se evita todo pretexto de salida del monasterio, aunque la pobreza está a la base de la vida del monje, que ha de renunciar a cuanto posee, pasando todo a ser propiedad del monasterio. San Benito se muestra moderado en relación a la comida y al descanso nocturno. El fin principal del monje es el opus Dei (el oficio divino), a lo que se subordina todo lo demás. El rezo del oficio divino está minuciosamente reglamentado; a él se añade la oración personal, es decir, la lectura meditada de la Escritura. Además de la oración, los monjes se dedican al trabajo en los campos o en casa, según las necesidades: "De este modo serán verdaderamente monjes, si viven del trabajo de las propias manos, como nuestros Padres y los Apóstoles. Pero todo esto hágase con moderación, para no desanimar a los pusilánimes". "Ora et labora" es la enseña de los benedictinos. La lectura y el rezo del oficio divino suponen la existencia de libros en el monasterio y también la necesidad de enseñar a leer a quienes ingresan sin saberlo. Así, estos lugares de huida del mundo se convierten en centros de configuración del mundo para la Iglesia, el Estado y la ciencia.

Un punto importante de la regla benedictina es el de la hospitalidad: "Todos los huéspedes que llegan al monasterio serán acogidos como Cristo". Para acoger a los huéspedes, los monasterios tienen la hospedería y el abad come con ellos. Gradualmente, hacia mitad del siglo VIII, la regla benedictina se impone en los monasterios occidentales y San Benito es considerado como "cabeza e inspirador de todos los monjes occidentales". Todas las ramas de monjes occidentales que surgen después acogen y practican la regla de San Benito.

CONTINÚA