CREACIÓN


A) LA CREACIÓN CANTA LA GLORIA DE DIOS

Dos relatos complementarios de la creación abren el libro del Génesis (Gn 1-2). Son el pórtico de la fe en la salvación, elección y alianza de Dios con su pueblo. Apuntalan esta fe con el testimonio de que el Dios de la alianza con Noé, de la vocación de Abraham y de la alianza del Sinaí es el Creador del mundo. Muestran el camino que Dios siguió con el mundo y con los hombres hasta la llamada de Abraham y la constitución de la comunidad, de tal modo que Israel, partiendo de su elección, puede en la fe contemplar retrospectivamente la creación. Y desde la creación, como designio de Dios, contemplar la salvación de Dios. Los dos relatos de la creación son el prólogo de la alianza, el primer acto del drama que, a través de las variadas manifestaciones de la bondad de Dios y de la infidelidad de los hombres, constituye la historia de la salvación.

La primera frase de la historia de la creación -"en el principio creó Dios cielo y tierra" (Gn 1,1)- es el resumen de un largo proceso de reflexión de la fe de Israel. Puesto que este proceso fue madurando en el exilio, en la confrontación de la fe en Yahveh con las cosmogonías de los cultos religiosos de Egipto y Babilonia, esta frase refleja una fe consciente: el mundo no ha nacido de una lucha entre dioses, tampoco de un huevo primigenio o de una materia primera. Al decir que "Dios ha creado el mundo" se pone de manifiesto que Dios ha querido el mundo y que éste no es de esencia divina. No es una emanación de su ser eterno, sino el resultado de su decisión voluntaria. Cielo y tierra, creados por Dios, no son ni divinos ni demoníacos. No son eternos como Dios, pero tampoco son vanos, carentes de sentido. Son buenos: obra de Dios.

Dios crea el mundo de la nada mediante su palabra: "Mira al cielo y a la tierra y ve cuanto hay en ellos y entiende que de la nada hizo todo Dios y todo el linaje humano ha venido de igual modo" (2M 7,28). El Génesis distingue claramente entre crear y hacer. La interpretación de la creación como creatio ex nihilo es una atinada circunlocución de lo que la Biblia quiere dar a entender con el término creación. El mundo no ha sido creado de una materia preexistente ni de la esencia divina. Fue llamado a la existencia mediante la libre voluntad de Dios. Y cuando decimos que Dios creó el mundo desde la libertad, debemos añadir inmediatamente desde el amor: "Amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. Y ¿cómo subsistiría algo si Tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su existencia los seres, si Tú no los hubieses llamado? Pero Tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor, que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas" (Sb 11,24-12,1; Dt 23,5). Si Dios crea el mundo libremente, lo crea amorosamente: "Del amor del Creador surgió glorioso el universo", canta Dante. La complacencia con que el Creador celebra la fiesta de la creación expresa que la creación fue llamada a la existencia por su amor gratuito.

Dios crea el mundo mediante la palabra: "Dijo Dios: haya luz, y hubo luz" (Gn 1,3). Su palabra es lo que vincula al Creador con la creación. La palabra de Dios no es una palabra vacía, sino cargada de potencia creadora (Dt 32,47; Is 55,10-11; Sal 33,6.9). Es la palabra que crea el mundo y dirige también la historia (Is 9,7; 50,10s; Jr 23,29; 1R 2,27). Esta creación que brota de la palabra de Dios es buena, responde al plan de Dios (Sal 10). Canta la gloria de Dios (Si 42,15- 43,33). "Desde la creación del mundo, lo. invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son conocidos mediante sus obras" (Rm 1,20; Sal 18,2.4-5). A la palabra creadora de Dios sigue la acción ordenadora de Dios. Dios ordena su creación separando la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, la noche del día. Mediante la separación ordenadora, las criaturas adquieren forma identificable, ritmo y simetría. La narración bíblica de la creación nos presenta el nacimiento de los seres y de la vida en el marco litúrgico de una semana; ocho obras son intencionadamente distribuidas a lo largo de seis días, mientras que es el descanso del séptimo día el que consagra la conclusión de la acción de Dios.

La creación comienza con la penetración de la luz en el caos. La luz es la primogénita de las criaturas. Sin luz no hay creación; ella hace surgir el contorno de las criaturas, difuminadas por las tinieblas. La luz se derramó y puso al caos en difuso amanecer. Entonces Dios separa en esta confusión la luz de las tinieblas, como día y noche. El día es luz de la luz primigenia; la noche es la oscuridad caótica, donde las formas creadas se diluyen en lo informe, el caos vuelve a alcanzar un cierto poder sobre lo creado (muchos salmos y cánticos de vísperas expresan los sentimientos de las criaturas ante la noche preñada de angustias). Y en cada mañana, se vuelve a repetir algo de la primera creación. Como la primera creación, cada intervención de Dios es gratuita, fruto de su amor. Su última intervención será la creación de cielos nuevos y tierra nueva (Is 65,17; 2P 3,11-13; Ap 21,1), de los que los primeros son imagen y figura.

La separación de la luz y las tinieblas es el primer acto del Creador y al final de la historia de la salvación la nueva creación no tendrá ya noche, pues Dios mismo será su luz (Ap 21,5.23; 22,5). De la luz que alterna con las tinieblas de la noche se pasará a la luz sin ocaso que es Dios mismo (lJn 1,5). Hasta su consumación, la historia se desarrolla en forma de conflicto entre la luz y las tinieblas, enfrentamiento idéntico al de la vida y la muerte (Jn 1,4ss). Así, pues, la luz ocupa un puesto central entre los simbolismos de la Escritura. Luz y tinieblas son hechura de Dios (Is 45,7); por eso cantan el mismo cántico de alabanza al Creador (Sal 19,2ss; 148,3; Dn 3,71s). Pero esto no es obstáculo para que luz y tinieblas tengan un significado simbólico opuesto. La luz evoca las teofanías. La luz es como el reflejo de la gloria de Dios, es el vestido en que Dios se envuelve (Sal 104,2). Cuando aparece, su resplandor es semejante al día (Hb 3,3s). En cuanto a las tinieblas, no excluyen la presencia de Dios, puesto que El las sondea y ve lo que acaece en ellas (Sal 139,11; Dn 2,22). Sin embargo, la tiniebla por excelencia, la del seol, es el lugar en el que los hombres son "arrancados de su mano" (Sal 88,6-7.13). En la oscuridad Dios ve sin dejarse ver, está presente sin entregarse. Hay, pues, una asociación entre la luz y la vida; la luz no es sólo la luz que se ve, sino también la luz de la vida, la luz de la alegría y el júbilo (Is 9,1; 60,19-20; Jn 8,12). Nacer es "ver la luz" (Jb 3,16; Sal 58,9). El ciego que no ve "la luz de Dios" tiene un gusto anticipado de la muerte (Tb 3,17; 5,11s; 11,8). Y el enfermo, a quien Dios libra de la muerte, se regocija al ver brillar de nuevo en sí mismo "la luz de los vivos" (Jb 33,30; Sal 88,13).

Luz y tinieblas tienen así para el hombre valores opuestos que fundan su simbolismo. Librando al hombre de las tinieblas del pecado, Dios es para él su luz y salvación (Sal 27,1), ilumina sus pasos (Pr 6,23; Sal 119,105), le conduce al gozo de un día luminoso (Is 58,10; Sal 36,10; 97,11; 112,4), mientras que el malvado tropieza en las tinieblas (Is 59,9) y ve extinguirse su lámpara (Pr 13,9; 24,20; Jb 18,5-6). Cristo se presenta a sí mismo como la luz, y en él no hay tinieblas (1Jn 1,5). Y "el que le sigue no camina en tinieblas, sino que tiene la luz de la vida" (Jn 8,12; 9). Desde las tinieblas del pecado "Dios nos llama a su luz admirable" (1P 2,9), para compartir con su Hijo la suerte de los santos en la luz (Col 1,12ss). Nacido al reino de la luz por el bautismo, el cristiano es llamado hijo de la luz y camina, como luz del mundo (Mt 5,14), hacia la Jerusalén celestial, donde será iluminado por la luz del Cordero (Ap 22,4ss). Tal es la oración que la Iglesia dirige a Dios por sus fieles en el momento de despedirlos en la tierra: "La luz eterna les alumbre. Que no caigan en la oscuridad, sino que el arcángel Miguel les introduzca en la santa luz" (Ritual de exequias).

El segundo día Dios crea el firmamento, como muro de separación entre las aguas superiores y las aguas inferiores. Las aguas tienen un significado ambivalente: aguas de muerte y aguas de vida. Es un milagro de bondad que Dios haya marcado una frontera salvadora a las aguas de muerte. Los salmos y los profetas hablan de las aguas que huyen ante Dios que las increpa, marcándolas la frontera que no deben franquear (Sal 104,7-9; Jr 5,22); su potencia caótica se halla bajo la vigilancia de Dios (Jb 7,12). Si se sublevan, Dios las acallará (Sal 89,10; Jb 26,12). En el diluvio, las aguas de abajo y las aguas de arriba rompen los diques que Dios les ha impuesto y es el retorno al caos (Gn 7,11). Por ello, el signo de la alianza de Dios con la creación, en Noé, aparece ante él en las nubes, a las que no permitirá más descargarse diluvialmente sobre la tierra.

El agua es, en primer lugar, fuente de vida. Sin ella la tierra es desierto árido, sin vida. El salmo 104 resume maravillosamente el dominio de Dios sobre las aguas: El creó las aguas de arriba y las del abismo. El regula el suministro de sus corrientes, las retiene para que no aneguen la tierra, hace manar las fuentes y descender la lluvia, gracias a lo cual se derrama la prosperidad sobre la tierra, aportando gozo al corazón del hombre. El agua es signo de la bendición de Dios a sus fieles (Gn 27,28; Sal 113,3). Cuando el pueblo es infiel, haciendo "un cielo de hierro y una tierra de bronce" (Lv 26,19; Dt 28,23), Dios le llama a conversión con la sequía (Am 4,7). Dios, abriendo las compuertas del firmamento, deja caer sobre la tierra el agua en forma de lluvia (Gn 1,7; Sal 148,4; Dn 3,60) o de rocío, que por la noche se deposita sobre la hierba (Jb 29,19; Ct 5,2; Ex 17,13). Dios cuida de que caiga regularmente, "a su tiempo" (Lv 26,4; Dt 28,12); si viniera demasiado tarde, se pondrían en peligro las siembras, como también las cosechas si cesara demasiado temprano (Am 4,7). Por el contrario, las lluvias de otoño y de primavera (Dt 11,14; Jr 5,24), cuando Dios se digna otorgarlas, aseguran la prosperidad de la tierra (Is 30,23ss).

El agua no es sólo poder de vida, sino que tiene también un poder purificador (Ez 16,4-9; 23,40). El pecador que abandona sus pecados y se convierte es como un hombre manchado que se lava (Is 1,16); asimismo Dios lava al pecador a quien perdona sus faltas (Sal 51,4). Por el diluvio "purificó" Dios la tierra exterminando a los impíos (1P 3,20s). Juan bautiza en agua "para la remisión de los pecados" (Mt 3,11p), sirviéndose de las aguas del Jordán que en otro tiempo habían purificado a Naamán de la lepra (2R 5,10-14). Este simbolismo del agua halla su pleno significado en el bautismo cristiano. El bautismo es un baño que nos lava de nuestros pecados (1Co 6,11; Ef 5,26; Hb 10,22; Hch 22,16), purificándonos con la sangre redentora de Cristo (Hb 9,13s; Ap 7,14;22,14). San Pablo añade otro simbolismo fundamental: la inmersión y emersión del agua por parte del neófito simbolizan su sepultura y resurrección con Cristo (Rm 6,3-11).

El tercer día aparece la tierra con su vida orgánica. La tierra, interpelada por la palabra de Dios, produce plantas con sus semillas y árboles de frutos donde esa semilla se contiene. La palabra de Dios señorea sobre la fecundidad de la tierra. El cuarto día Dios crea los astros. Los astros son considerados dependientes de la voluntad creadora de Dios. Cuidadosamente se ha evitado dar los nombres de sol y luna, para evitar toda tentación idolátrica. El texto señala además expresamente su finalidad de servicio a los hombres, contra todas las creencias astrológicas de la época. Su finalidad es señalar los tiempos para regular el culto y el trabajo de los hombres (Dt 4,19; Jr 10.2; Jb 31,26; Is 47,13; Si 43,1-8).

El quinto día Dios crea los peces y las aves, seres dotados de vida. Aparece de nuevo el verbo crear. La vida no es suscitada solamente por la palabra, sino que procede de una acción creadora de Dios más directa. Esta vida, que ha sido creada por Dios, recibe su bendición, con la que les comunica una fuerza de vida, que les capacita para transmitir, mediante la procreación, la vida que ellos han recibido. La enumeración, desde los monstruos marinos hasta los más pequeños peces y aves, expresa que ningún ser vivo queda fuera de la voluntad creadora de Dios, buenos todos ellos a sus ojos (CEC 279-301; 337-341).


B) CREACIÓN DEL HOMBRE

El sexto día Dios completa la obra del quinto con la creación de los animales que pueblan la tierra: fieras, ganados y reptiles. Y, luego, con marcada diferencia, el texto describe la creación del hombre, que proviene con inmediatez total de Dios. El verbo crear (bará) alcanza la plenitud de su significado en este acto creador de Dios. Aparece tres veces en un solo versículo a fin de que quede claro que aquí se ha llegado a la cúspide de la creación. La creación del hombre está además precedida por la fórmula solemne de la autodecisión de Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y según nuestra semejanza" (Gn 1,26).

Adán es un nombre colectivo, que el texto especifica en la bipolaridad "hombre-mujer". Es el hombre en la totalidad de su ser, como espíritu encarnado y bisexualmente relacionado, abierto al amor y fecundidad y a la comunión, tal como ha sido llamado a la existencia como imagen de Dios amor y comunión en su vida intratrinitaria. La división de sexos es de orden creacional, señalada expresamente en el texto. Por voluntad de Dios el hombre no ha sido creado solitario, sino que ha sido llamado a decirse "yo" frente a un "tú" de otro sexo. Sobre esta imagen de Dios en la tierra, que El mismo ha creado, derramó su bendición, capacitando al hombre para crecer y multiplicarse.

Esta nueva y única intervención creadora de Dios se debe a la creación de su imagen en la tierra. Lo que diferencia a los hombres -hombre y mujer- es su destino a ser imagen de Dios. En el plan, en la voluntad de Dios, la creación no sólo es obra de sus manos, sino que, con la creación del hombre, manifiesta su voluntad de reconocerse a sí mismo en su obra. La creación de la imagen de Dios en la tierra significa que Dios encuentra en su obra el espejo en el que se refleja su propia faz. Como imagen de Dios en la tierra, los hombres responden a las relaciones trinitarias de Dios y también a las relaciones de Dios con los hombres y con toda la creación. Responden a las relaciones internas de Dios, uno y trino, consigo mismo, con el interno y eterno amor de Dios, que se expresa y revela en la creación.

Las tradiciones mesiánicas de la semejanza con Dios permiten decir que las criaturas destinadas a ser imagen de Dios -los hombres- son también los destinatarios de la encarnación del Hijo de Dios, encarnación en la que se consuma el destino de ellos. La "imagen del Dios invisible" (Col 1,15), creada en el principio, está destinada a convertirse en "imagen del Hijo de Dios encarnado". El destino inicial de los hombres se revela así plenamente a la luz de Cristo: "Aquellos que han sido llamados según su designio, de antemano los conoció y también los llamó a reproducir la imagen de su Hijo, para que El fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,28-29; 1Co 15,49; 2Co 3,18; Ef 1,3-14; 4,24; Flp 3,21).

El superlativo de Gen 1,31: "vio Dios todo cuanto había hecho y he aquí que estaba muy bien" formula la complacencia de Dios en la obra de la creación. Cuando el hombre, iluminado por la fe, contempla la creación y vuelve sus ojos hacia Dios, lo único que puede decir es que Dios creó un mundo bueno. Todos los seres de la creación son buenos. Pero sin el hombre, el mundo es mudo (Gn 2,4-7). El hombre es el liturgo de la creación, que da gloria a Dios contemplando sus obras y dando nombre a las criaturas. Extremadamente sugestivo es el salmo 148, que nos ofrece una liturgia cósmica en la que el hombre es sacerdote, cantor universal, predicador y poeta. El hombre es el artífice de una coreografía cósmica, el director del coro en el que participan los monstruos marinos, los abismos, el sol, la luna, las estrellas lucientes, los cielos, el fuego, el granizo, la nieve, la niebla, los vientos, los montes, las colinas, los árboles frutales, los cedros, las fieras, los animales domésticos, los reptiles, las aves... Y el salmo 150, conclusión del Salterio, a la orquesta del templo de Jerusalén asocia en el canto de alabanza a "todo ser que respira". Dios ha creado todos los seres y el hombre, dándoles nombre, les conduce a la celebración litúrgica.

La acción creadora de Dios, por medio de la palabra (Sal 104,7; 147,4; Sb 9,1; Is 40,26), bajo la guía de su sabiduría (Pr 8,22-31; Jb 1,26), aparece como una acción libre de Dios, que manifiesta la absoluta gratuidad con que actúa tanto en la historia de la salvación (Rm 9;8,30) como en la llamada del mundo a la existencia. Dios crea y se da por puro amor: "la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios: pues no existe si no es porque, creado por amor, por ese mismo amor es siempre conservado. Ni vive plenamente según la verdad a no ser cuando reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador" (CEC 27). En la creación, como en la elección y la alianza, se da la primacía del amor y de la gracia de Dios. Es el amor de Dios el que dirige la historia y la llevará a término como la puso en marcha al principio.

El mundo ha sido creado para la gloria de Dios. Y dice San Ireneo: "La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la visión de Dios. Si la manifestación que hace de sí mismo creándolas confiere la vida a todas las criaturas que viven sobre la tierra, cuánta más vida da la manifestación del Padre por su Verbo a los que ven a Dios". Y Clemente de Alejandría dice: "El hombre inmortal es un hermoso himno divino".

La creación salida de las manos de Dios "en el principio" es una creación abierta hacia la consumación, que consiste en convertirse en morada de la gloria de Dios. Los cristianos experimentan ya, en la historia, la presencia de Dios en su vida, la inhabitación de Dios en ellos por su Espíritu. Estas primicias de Dios en su vida les llevan a esperar que, en el reino de la gloria, Dios habitará por completo y para siempre en ellos y rescatará su creación del mal y de la muerte. Esto es lo que anuncia "desde el principio" el sábado (CEC 342-379).
 

C) SÁBADO: FIESTA DE LA CREACIÓN

Según la narración del Génesis, la creación del mundo y del hombre está orientada al sábado, la fiesta de la creación. La creación se consuma en el sábado. El sábado es el distintivo bíblico de la creación. La culminación de la creación con la paz sabática diferencia la concepción bíblica del mundo de cualquiera de las otras cosmogonías, que ven el mundo como naturaleza siempre fructífera, en progreso, en evolución, que conoce tiempos y ritmos, pero desconocen el sábado: el reposo. Y precisamente lo que Dios hace santo no es la naturaleza, las cosas, buenas todas, pero no santas ni sagradas, con poderes mágicos; lo que Dios hace santo es el tiempo, el sábado: "Y dio por concluida Dios en el séptimo día la obra que había hecho, y cesó en el séptimo día de toda la obra que hiciera. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó, porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho" (Gn 2,2-3).

Dios se reposa, hace fiesta, se regocija con su creación. El sábado es la corona de la creación. El Dios creador llega a su meta, a su gloria precisamente en el reposo sabático. Los hombres que celebran el sábado captan el mundo como creación de Dios, pues permiten que, en el reposo sabático, el mundo sea creación de Dios. Dios bendice y santifica el séptimo día, es decir, le separó, le puso aparte para que le sirva a El. El sábado es puesto entre Dios y la creación. Es un día cargado de poder salvífico, como explicitan los profetas (Ez 20,12.20ss; 22,8.26; Is 56,2.4.6; 58,13). En el plan de Dios sobre la creación se manifiesta ya su plan de salvación como alianza con su pueblo e incluso su consumación escatológica. Como día último de la creación, el sábado carece de límite, falta la fórmula conclusiva: "y atardeció y amaneció". En los demás días, según la narración de la creación, tras el día viene la noche, pero el sábado de Dios no conoce noche, se convierte en la fiesta sin fin. Para esta fiesta del Dios eterno fueron creados cielo y tierra, y cuanto vive en ella.

En el descanso del sábado se haya ya presente el descanso que la epístola a los Hebreos espera de manera escatológica (Hb 4). Israel celebra el sábado de la creación en el tiempo de su historia. Y el sábado, que se repite cada semana, no sólo interrumpe el trabajo y el ritmo de vida, sino que además apunta al año sabático, en el que se restablecen las primigenias relaciones interhumanas y entre el hombre y la creación: cada semana de años se deja en libertad a esclavos y deudores y se hace descansar la tierra (Ex 21,2; 23,20s; Dt 15,1ss; Lv 25,3s). Y este año sabático apunta al año jubilar: al cabo de siete semanas de años todo vuelve a la situación original, reconociendo que el hombre no es dueño y señor de la creación; es el año de la liberación por excelencia (Lv 25,8; Jr 25,11s; Dn 9,24). Y este año jubilar apunta en la historia al reposo del tiempo mesiánico: "año de gracia del Señor" (Lc 4,19). Cada sábado es una anticipación de la redención del mundo.

Gracias al sábado, los hombres conocen la realidad en que viven y lo que son como creación de Dios. El sábado abre la creación a su verdadero futuro. El sábado es la presencia de la eternidad en el tiempo y una degustación anticipada del mundo venidero. El sábado es alegría, santidad y descanso; la alegría es parte de este mundo; la santidad y el descanso son del mundo venidero (Dt 12,9; 1R 8,56; Sal 95,11; Rt 1,19). El sábado es un "signo que une a Yahveh y a sus fieles" (Ex 3 1,17), en él Dios santifica al hombre (Ez 20,12). Reposar es mostrarse imagen de Dios. Reposar significa que uno no sólo es libre, sino también hijo de Dios.

El designio de Dios, su plan acerca del hombre, como interlocutor y partícipe de su vida, preside su actividad creadora. Dios nos ha hecho para la fiesta, para que lleguemos a la plenitud de vida en una comunicación vivificante con El: "Así nos eligió en Cristo desde antes de la creación para ser santos e inmaculados en su presencia mediante el amor" (Ef 1,4). El hombre, como imagen de Dios, ha sido creado para el sábado, para reflejar y ensalzar la gloria de Dios que penetra en su creación. El sábado permite al hombre entrar en el misterio de Dios. No consiste sencillamente en cesar en el trabajo, sino en celebrar con gozo al Creador y al Redentor. Puede llamarse delicia, pues el que lo celebre "hallará en Dios sus delicias" (Is 58,13ss).

El libro de los Proverbios presenta la Sabiduría de Dios -que el Nuevo Testamento y los Padres aplican a Cristo o al Espíritu Santo- "jugando con la bola de la tierra y deleitándose con los hijos de los hombres" (Pr 8,22-31). Sin duda, el hombre -varón y mujer en unidad y comunión de amor-, como imagen de Dios, ocupa una posición especialísima en la creación, pero el hombre no es el centro. El hombre, junto con las demás criaturas del cielo y de la tierra, ha sido creado para alabar la gloria de Dios y disfrutar de la divina complacencia en el reposo sabático.

El sábado es un día de paz y armonía, paz entre los hombres, paz dentro del hombre y paz con toda la creación. En este día el hombre no tiene derecho a intervenir en el mundo de Dios, a cambiar el estado de las cosas. En la quietud del sábado, los hombres no intervienen en su entorno con el trabajo, sino que permiten que el mundo sea por completo creación de Dios. Reconocen el don de la creación y santifican ese día mediante su propia alegría por existir como criaturas de Dios en comunión con la creación. La paz del sábado es, ante todo, la paz con Dios, pero esta paz abarca a todo el hombre como persona, consigo mismo y en relación con los demás y con los seres de la creación. El vestir, el comer, el comunicarse, el cantar y alabar a Dios llenan de júbilo el sábado.

El hombre está llamado a ser el ser vivo eucarístico, a expresar la experiencia de la creación en agradecimiento y alabanza (Sal 8; 19; 104). Los "salmos de creación" son cantos de acción de gracias y alabanza al Creador. Expresan la conciencia de que el mundo es regalo de Dios. El hombre, en gratitud, presenta en su canto el don recibido y aceptado al donante, a Dios. En el fondo, todas las criaturas de Dios son, como dones suyos, seres eucarísticos, pero el hombre ha sido capacitado para expresar ante Dios la alabanza de las criaturas; con su canto de acción de gracias da voz a la lengua muda de la creación. El sol, la luna, la tierra, las aves, peces, animales glorifican a Dios a través del hombre (Dn 3,51-90). Por eso el hombre canta la liturgia cósmica en la alabanza de la creación; y el cosmos canta a través del hombre el canto eterno de la creación ante el Creador: "Cuanto tiene aliento alaba al señor" (Sal 150,6) y "los cielos y la tierra ensalzan la gloria del Señor" (Sal 148).

Quien quiera entrar en la santidad del sábado, primero debe abandonar la profanidad del bullicio del trabajo. Se trata de tomar conciencia de que el mundo ya ha sido creado y que sobrevivirá sin tu trabajo. El sábado es el día en que prestamos atención y cuidado a la semilla de eternidad sembrada en el espíritu del hombre. El sábado no es una ocasión para la diversión o frivolidad. El trabajo sin dignidad es causa de miseria; el descanso sin espíritu es origen de depravación. Por eso la oración de la tarde para el Sabbat judía dice: "Que tus hijos se den cuenta y entiendan que su descanso viene de ti y que descansar significa santificar tu Nombre".

"Si llamas al sábado tu delicia, entonces te deleitarás en Yahveh, que te alimentará con la heredad de Jacob" (Is 58,13-14). El hombre en su totalidad participa de esta bendición de Dios. Pero el hombre moderno, al negar a Dios y la posibilidad transcendente del hombre, cae en el vacío. El espacio bíblico de la fe está abierto hacia arriba. Hay una escala que marca y orienta la mirada del hombre (Gn 28,12-19) hacia la morada de Dios y puerta del cielo.

La civilización técnica se caracteriza por la conquista del espacio por parte del hombre. En ella se gasta tiempo para conseguir espacio. Aumentar el poder en el mundo del espacio es el principal objetivo. Pero tener más no significa ser más. El poder que se consigue en el mundo del espacio acaba bruscamente en el limite del tiempo. Dar importancia al tiempo, celebrar el tiempo, lo santo de la creación, es vivir; no es poseer sino ser. Pero, en realidad, sabemos qué hacer con el espacio, pero no con el tiempo. Ante el tiempo el hombre siente un profundo temor cuando se enfrenta a él. Por ello, para no enfrentarse al tiempo, el hombre se refugia en las cosas del espacio, se afana en poseer cosas, llenar el vacío de su vida con cosas. Pero el afán de poseer, ¿es realmente un antídoto contra el miedo que crece hasta ser terror ante la muerte inevitable?

La verdad es que para el hombre es imposible evitar el problema del tiempo, que no se deja dominar con la posesión de las cosas. Sólo podemos dominar el tiempo con el tiempo, con la celebración del tiempo. Por ello, la Escritura se ocupa más del tiempo que del espacio. Presta más atención a las generaciones, a los acontecimientos que a las cosas. Le interesa más la historia que la geograña. Sin que esto signifique despreciar el espacio y las cosas. Espacio y tiempo están interrelacionados. No se puede eludir uno o despreciar el otro. Las cosas son buenas. Pasar por alto el tiempo o el espacio es estar parcialmente ciego. La tarea del hombre es conquistar el espacio y santificar el tiempo. Conquistar el espacio para santificar el tiempo. En la celebración del sábado nos es dado participar de la santidad que está encerrada en el corazón del tiempo. Ese es el espíritu de la liturgia festiva del día de reposo. Seis días a la semana vivimos bajo la tiranía de las cosas, el séptimo sintonizamos con la santidad del tiempo (CEC 345-348; 2168-2173).

El sábado no está hecho para los días laborales, sino éstos para el sábado. No es un intermedio, sino la cúspide de la vida. El descanso sabático, como día de abstenerse de trabajar, no tiene por finalidad recobrarse de las fuerzas perdidas, para mejorar la eficacia productiva. El sábado es fin y no medio: "Ultimo de la creación, primero en la intención". Es el día para cantar la vida y a Dios creador de la vida. Para los cristianos, la resurrección de Cristo "el primer día de la semana", el día después del sábado, hace que el Domingo se convierta en el Día del Señor, día primero y octavo, símbolo de la primera creación y de la nueva creación, inaugurada con la Resurrección de Cristo (CEC 1166ss; 2174ss). "Para nosotros ha surgido un nuevo día: el día de la Resurrección de Cristo. El séptimo día acaba la primera creación. Y el octavo día comienza la nueva creación. Así, la obra de la creación culmina en una obra todavía más grande: la Redención. La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera" (CEC 349; 2174-2188).