PRESENTACIÓN

a) Canto de amor

El Cantar de los cantares es un canto sublime al amor del hombre y la mujer, como reflejo, imagen y signo del amor de Dios a los hombres. Es un cancionero de bodas, que canta la belleza de la esposa y del esposo, y la alegría de su amor. Lo que canta no es ciertamente el amor erótico de un encuentro ocasional, sino el amor permanente, "más fuerte que la muerte", el amor matrimonial con todos sus encantos y todas las peripecias cotidianas de un amor para siempre y sin vuelta atrás posible.

Este amor es el que se hace signo e imagen del amor de Dios. Es así realmente como el Dios vivo ama a su pueblo y como Israel conoce y recibe a su Señor: con esta novedad, con este asombro, con este vigor insólito, como en el primer día de la creación, como el día del Mar Rojo, de Pascua o del Bautismo. Lo mismo que nadie se instala en el amor verdadero, tampoco hay rutina en la vida ante el Dios vivo. Todo es nuevo, renovado sin cesar. Se comprende que el pueblo del éxodo y del destierro nos haya transmitido este cántico de amor nunca rutinario y siempre joven. ¡Así es como ama el Dios de la alianza, con esa pasión, con esa impaciencia y con ese gozo!

El amor, en toda su belleza, como lo presenta el Cantar, es una invitación a un amor matrimonial plenamente humano, reflejo del amor de Dios, símbolo del amor de Cristo, que lo hace posible, pues tal amor sólo se puede vivir iluminado y fundado en el único amor perfecto: "Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1Jn 4,8). Y Dios, al principio, "creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó" (Gn 1,27). "Llamando al hombre a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor. Dios, al crear al hombre a su imagen, inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación del amor y de la comunión" (Familiaris consortio 11). "Dios es unidad en la comunión. El hombre y la mujer, creados como unidad de los dos, reflejan en el mundo la comunión de amor que se da en Dios. Solamente así se hace comprensible la verdad de que Dios es amor (1Jn 4,16)" (Mulieris dignitatem 7). Juan Pablo Ii, hablando de la familia, concluye: "No hay en este mundo otra imagen más perfecta, más completa de lo que es Dios: unidad, comunión. No hay otra realidad humana que corresponda mejor al misterio de Dios". El hombre y la mujer unidos en una sola carne son el sacramento primordial de Dios, reflejo del amor trinitario y del amor incondicional de Dios al hombre. Es la imagen de Dios, creada por el mismo.

Los profetas, boca de Dios, nos iluminan el misterio del amor de Dios, presentando su amor con el símbolo del amor del hombre y la mujer. El matrimonio es el signo e imagen de la alianza de Dios con su pueblo. Dios es el esposo que ama a Israel con un amor nupcial. En su experiencia conyugal, el profeta Oseas descubre y manifiesta el misterio del amor esponsal de Dios e Israel. El matrimonio de Oseas se ha convertido en signo e imagen de la alianza de Dios con su pueblo. El amor inquebrantable de Oseas a Gomer es un gesto elocuente del amor de Dios a Israel.

Este simbolismo nupcial del amor de Dios para con su pueblo lo repiten Jeremías, Ezequiel e Isaías. El esposo del Cantar se identifica con Yahveh que se dirige a su esposa Israel. El Cantar evoca la historia de las relaciones de Dios con su pueblo orientada hacia el día de la salvación. La cautividad de Babilonia, la liberación y el retorno a la tierra constituyen el trasfondo del Cantar, que canta lo anunciado por los profetas: "Me desposaré contigo para siempre" (Os 2,21); "lo mismo que un joven se casa con su novia, también tu creador se casará contigo. Y el gozo del esposo por la esposa lo sentirá tu Dios contigo" (Is 62,15), "Yahveh crea una novedad en la tierra: la mujer abraza al varón" (Jr 31,22).

Después de la visión inicial de la Escritura, que muestra al hombre y a la mujer en la belleza de su ser y de su encuentro, el Génesis evoca la ruptura entre el hombre y Dios y, consiguientemente, entre el hombre y la mujer. La bondad original se tiñe de violencia. El engaño, astucias, infidelidades y violencias marcan la relación del hombre y la mujer. Este amor, con su marca de miedo, de deseo de dominio, necesita una salvación que lo recree, lo devuelva a lo que era en el designio de Dios. La alianza, vivida por Israel con sus infidelidades, llega a su plenitud en Jesucristo, donde se da la recreación del "principio". En el Cantar se vislumbra al Mesías que viene a Sión. Jesucristo, con el don del Espíritu, renueva el corazón duro del hombre, para que pueda vivir el amor indisoluble con Dios y entre el hombre y la mujer, sacramento del amor de Dios.

El símbolo llega a su plenitud en el Nuevo Testamento. Lo mismo que Dios, al principio, conduce la mujer al hombre, en la plenitud de los tiempos, une a su Hijo con la Iglesia, su esposa, haciendo de ella su cuerpo. Cristo, nuevo Adán, tiene una esposa, la comunidad cristiana. El matrimonio es presentado por san Pablo como sacramento del amor de Cristo ala Iglesia (2Cor 11,2-3; Ef 5,25-27). Cristo renueva a la Iglesia y la prepara para las bodas definitivas en la escatología (Ap 19,7-8; 21,2-9; 22,17). El simbolismo esponsal, aplicado a la alianza de Cristo con la Iglesia, llena todo el Evangelio. El Reino de Dios se describe bajo la alegoría de las bodas o como banquete que prepara el rey para su hijo1. En el Nuevo Testamento el mismo término gamos, no designa directamente el matrimonio humano, sino más bien las bodas escatológicas de Cristo y los rescatados.

1 Mt 8,11; 9,15; 22,2-14; Lc 5,34-35; 12,35-36; 14,16-24; Jn 3,29

Como hay un amor carnal llamado eros y quien ama, según él, siembra en la carne (Gál 6,8); así existe también un amor espiritual, llamado agape, y el hombre interior, al amar, según él, siembra en el espíritu (G 16,8). El portador de la imagen del hombre terreno, según el hombre exterior, se mueve por el deseo y el amor terrenos; en cambio, el portador de la imagen del hombre celeste (1 Cor 15,49) según el hombre interior se mueve por el amor celeste. Este amor viene de Dios, que es amor (1Jn 4,7-8); se ha manifestado en Jesucristo, que dice: "Salí del Padre y vine a estar en el mundo" (Jn 16,27s). Si este "amor permanece en nosotros, Dios permanece en nosotros" (1Jn 4,12), según la palabra del mismo Señor: "El Padre y yo vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,23).

Y como Dios es amor y el Hijo, que procede de Dios, es también amor, está exigiendo en nosotros algo semejante, de modo que nos unamos a Él con una especie de parentesco, de afinidad por amor, haciéndonos un solo espíritu con Cristo, como esposo y esposa se unen en una sola carne. De este amor habla el Cantar de los Cantares. En él arde y se inflama por el Verbo de Dios el alma bienaventurada, y canta este cantar de bodas, movida por el Espíritu Santo, por quien la Iglesia se enlaza y une con su esposo celeste, Cristo, ansiosa de juntarse con Él y así salvarse gracias a esta casta maternidad (1Tim 2,15). El Paráclito, que procede del Padre Un 15,26), que conoce lo que hay en Dios (1 Cor 2,11), anda rondando en busca de almas a las que pueda revelar la grandeza de este amor que viene de Dios (1Jn 4,7).

Bajo esta luz se entiende la interpretación rabínica del Cantar: alegoría del amor de Dios a su pueblo. Esta interpretación es recogida por los Padres, vista en su culminación: el amor de Cristo a la Iglesia. En el Cantar se esconde el designio de Dios y el destino del hombre. Un lazo de fuego une al hombre con Dios. Dios, fuego ardiente, incendia el corazón del hombre, ilumina su mente y marca el camino de sus pasos. "Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas" es la vida del hombre.


b) El Cantar de los cantares como alegoría

Las múltiples alusiones que hay en el Cantar a toda la Escritura han llevado fácilmente a esta interpretación alegórica. El Dios vivo del Sinaí se comprometió un día con su esposa para darle su vida y su amor, y este amor sigue caminando, a través de los siglos, hasta el momento de la gracia final, del amor definitivo en Cristo. El Cantar se encuentra entre el Génesis y el Apocalipsis. La primera mujer del Génesis camina de generación en generación hasta hacerse, por Jesucristo, la nueva Jerusalén, que baja del cielo "como novia adornada para su esposo". Es el "gran misterio" (Ef 5,32) del amor del hombre y la mujer, de Dios e Israel, de Cristo y la Iglesia.

El lugar del encuentro, tálamo de las bodas de la asamblea de Israel con Dios, es el Templo, que acompaña toda la historia de Israel: primero es el Tabernáculo erigido en el desierto, luego el Templo de Salomón, el "segundo Templo" de Esdras y Nehemías y, finalmente, el Santuario mesiánico, en el que la liturgia será totalmente agradable a Dios con su "incienso de aromas de suavísimo perfume". Sólo en él llegará a plenitud el amor y la unión entre Dios y su esposa.

La comunión nupcial del esposo y la esposa se consuma en la oración: la bendición que desciende de Dios y la alabanza que sube del pueblo. La oración hace a la esposa bella y amable a los ojos de Dios. La bendición de Dios hace de ella la "perfecta paloma", de modo que, cuando abre su boca con cantos de alabanza, destila dulzura como leche y miel. Dios anhela oír su voz. Y como Dios anhela oír la voz de la esposa en la oración, así la esposa anhela escuchar la Palabra de Dios. La Palabra es el don de Dios a su esposa. En la escucha de la Palabra Israel logra la más dulce intimidad con su Señor: "El Señor ha hablado con nosotros cara a cara, como quien besa a alguien", dice el Midrás.

El Cantar es un Midrás alegórico que prolonga los textos nupciales de los profetas para conducirlos hacia el cumplimiento de la alianza y de la plenitud del amor: el día en que Dios será conocido por Israel y será verdaderamente amado, como anuncia el profeta Oseas. En la interpretación rabínica, dada por el Targum y el Midrás, el Cantar ofrece, versículo por versículo, la alegoría de toda la historia del Israel, la pasada y la futura. Se dice en el Zohar: "Este Cantar comprende toda la Torá, toda la obra de la creación, el misterio de los Padres; comprende el exilio en Egipto y el cántico del mar; comprende la esencia del decálogo y la alianza del monte Sinaí y el peregrinar de Israel por el desierto, hasta la entrada en la tierra prometida y la construcción del templo; comprende la coronación del santo nombre celeste en el amor y la alegría; comprende la resurrección de los muertos, hasta el día que es el sábado del Señor".

La historia de Israel es interpretada como un diálogo de amor entre Dios y su pueblo. El Cantar se convierte en epopeya y epitalamio. El esposo del Cantar es rey y pastor, correspondiendo a la figura del pastor real que anuncia Ezequiel. El Cantar evoca los momentos concretos de esa historia de amor y profetiza los acontecimientos futuros en que ese mismo amor se va a manifestar. En el Midrás y en el Targum, al precisar el momento histórico al que mejor se adecua cada palabra del Cantar, la espera mesiánica adquiere un relieve singular. El deseo de la restauración escatológica, llevada a cabo por el Mesías, se entiende como una vuelta a la perfección de los orígenes. Por ello son tan frecuentes las alusiones al Edén, con el canto a la belleza de los árboles (1,17), de las flores (2,1), de sus frutos (2,5), de su "agua viva" (4,12;7,3), de sus perfumes (4,13;7,9). El Cantar se impregna de los frutos, olores y cantos del Edén, y también de la espera, el deseo, el sobresalto y la admiración de Adán frente a Eva, de Dios frente a su imagen: "Y vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho" (G,n 1,31). El Cantar celebra la gloria y llora los pecados de su pueblo, conjugando la nostalgia del Edén perdido con la espera de la redención mesiánica. De este modo, la historia se transforma en el canto de amor entre Dios y su pueblo.

La historia pasada, los prodigios de Dios para con su pueblo primogénito, en el Cantar, comentado por el Targum y el Midrás, se transforman en signo y profecía de los días mesiánicos. Por eso, todo tiende a esa espera; de este modo, la promesa del Mesías informa toda la historia de la salvación, desde Moisés al último destierro; a Moisés ya le fue revelado el Mesías e Israel en el destierro no hace sino escrutar el tiempo de la redención. Sólo entonces los pobres serán consolados, alzarán la cabeza de su humillación y se vestirán de púrpura (7,6). Entonces se cantará en Israel el último cántico y callará la penúltima alabanza, el Cantar de los Cantares. El Mesías está, pues, presente en todo el Cantar como protagonista del último acontecimiento de la historia de la salvación. Él es el Rey al que, desde siempre, en el plan de Dios, está reservado el dominio sobre Israel y sobre el mundo; Él reunificará a Israel reconduciéndolo al templo y quien enseñará a su pueblo, de modo nuevo e infinitamente más dulce y eficaz, las palabras de la Torá; Él nutrirá a los elegidos con la carne del Leviatán, con el vino primordial y con los frutos deliciosos del paraíso; por medio de Él le será dada a Israel, como puro don suyo, la salvación.

Los Padres, apoyados en esta tradición rabínica, han leído el Cantar en el mismo sentido, comenzando por Orígenes: "El esposo es Cristo, la esposa es la Iglesia sin mancha ni arruga". San Agustín dice a los catecúmenos: "Ya conocéis al esposo: Jesucristo. Y conocéis a la esposa: es la Iglesia. Honrad a la que se ha desposado como honráis a su esposo, y así seréis hijos suyos". El Concilio Vaticano II nos presenta el misterio de la Iglesia a través de las imágenes que aparecen en el Cantar: pueblo, viña, rebaño, cuerpo, esposa. Lo mismo que el hombre y la mujer están unidos en una sola carne, también lo están Cristo y la Iglesia, ya que "Él se entregó por ella para santificarla, purificándola con el baño del agua acompañado de la palabra; porque quería presentársela así mismo resplandeciente, sin mancha ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5,25-27). La confesión de fe cristiana identifica con Cristo al amado, mientras que la amada se convierte en figura de la Iglesia, comprendida en su totalidad o vista de un modo singular, pues la Iglesia se realiza en cada bautizado. La interpretación espiritual, dice Orígenes, aplica estas palabras a la relación de la Iglesia con Cristo, bajo la denominación de esposa y de esposo, y a la unión del alma con el Verbo de Dios.

Cristo dejó la casa del Padre para unirse a su esposa, haciéndose con ella un solo espíritu (1Cor 6,17). "Grande misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia" (Ef 5,32). La alusión a la unión de Adán y Eva (G,n 2,21-22), le lleva a Pablo a descubrir el misterio de la unión de Cristo, nuevo Adán, y la Iglesia, su esposa. En efecto, como de Adán dormido fue formada la mujer, así de Cristo dormido en la cruz fue formada la Iglesia e incorporada a Él. Como la mujer fue formada del costado de Adán, así también la Iglesia lo fue del costado abierto de Cristo (Jn 19,34-35). Del costado de Cristo brotó sangre y agua. Quien lo vio da testimonio de ello Un 19,35). Con el agua, que brotaba de la roca de Cristo (1Cor 10,4), la Iglesia fue santificada, purificada en el bautismo, para ser presentada al Esposo resplandeciente, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada (Ef 5,26-27). Con la sangre del costado traspasado por la lanza fue redimida y unida a Cristo en alianza nueva y eterna (Lc 22,20; 1Cor 11,23).

Cuando Dios condujo la mujer a Adán, éste exclamó: "Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (G,n 2,22-23). Pablo dice de Cristo y de la Iglesia lo mismo, pues somos miembros del cuerpo de Cristo: carne de su carne y hueso de sus huesos. Cristo tomó nuestra carne humana y, al mismo tiempo, se dio totalmente a la Iglesia, a la que dice: "Tomad y comed, esto es mi cuerpo", "tomad y bebed, ésta es mi sangre" (Mt 26,26-28). Unidos a Cristo, nos hacemos un solo espíritu con Él (1Cor 6,17). Éste es el amor, el beso de su boca, con el que la esposa, cual casta virgen, ha sido desposada con un solo Esposo, Cristo (2Cor 11,1). En el bautismo el rey de la gloria viste a su esposa con el hábito nupcial (Mt 22,11-12), la túnica blanca con la que seguirá al Esposo al banquete de la Jerusalén celestial (Ap 3,4; 21,2ss). Entre la inauguración y la consumación, las nupcias de Cristo con la Iglesia se celebran en la vida sacramental. Dice Teodoreto: "Al comer los miembros del Esposo y beber su sangre, realizamos una unión nupcial".


c) El Cantar es cantar

Hay que leer o mejor oír el Cantar dejando que broten las analogías que evoca. Nos hallamos, más que ante unas palabras escritas, ante unas voces que cantan. La palabra está modulada por la música del amor. En él resuenan todas las modulaciones de la palabra oral en el encuentro de los amantes, que se interpelan y se responden con todos los tonos de voz que el amor sabe inventar. El cantar es cantar: "la música callada, la soledad sonora en el silbo de los aires amorosos" (S. Juan de la Cruz). No habla simplemente del amor. ¡Canta al amor! El amor inefable se desborda del corazón a los labios, con sus llamadas, ecos, preguntas, réplicas, deseos y gozos. Cada momento de presencia reanima las brasas del amor, para mantener vivo el corazón en la ausencia, en vela para un nuevo encuentro.

El cantar es un diálogo personal. Todo es expresión de un yo que se dirige a un tú, o que evoca a ese en el interior durante la ausencia. El oyente del Cantar está invitado a entrar con su yo personal en diálogo con el tú, que le busca, le interpela, desea su presencia o, con su ausencia, suscita el anhelo del encuentro. El oyente es la amada, la hermana, la novia, la esposa, que celebra el amor y anhela la comunión plena con el Amado. Quien no se sienta "enferma de amor" (2,5) no gustará el encanto del Cantar.

Para penetrar en el misterio del Cantar, advierte Orígenes, es necesario tener iluminados los ojos del corazón:

"Aquellos que, en cuanto al hombre interior, son aún de edad tierna e infantil y se nutren de la leche de Cristo y no de comida sólida" (1 Cor 3,2), y apenas han comenzado a "desear la leche espiritual y sin engaño" (1 Pe 2,2), no pueden comprender estas palabras. Porque en las palabras del Cantar se contiene la comida de la que dice el apóstol: "La comida sólida, por el contrario, es de perfectos" (Hb 5,12); y esta comida exige que cuantos escuchan, "para poder participar, tengan los sentidos ejercitados en discernir el bien del mal" (Hb 5,14), "habiendo alcanzado el estado de hombre adulto, la talla de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13). Este hombre espiritual tiene su propia comida, que es "el pan bajado del cielo" Un 6,33.41), y su bebida, que es el agua ofrecida por Jesús: "El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed" (1Jn 4,14).

Como amonesta Gregorio de Nisa, quien se encuentre aún sometido a las pasiones no puede escuchar la palabra del Cantar. Para poder penetrar en los escondidos misterios que se revelan en este libro necesita salir de sí mismo, dar muerte al hombre de pecado. Para acercarse a la montaña santa, donde resuena la voz del Amado, es necesario lavar antes los vestidos del corazón (Ex 19,10ss). Sólo así será posible escuchar, sin morir, el sonido de la trompeta, que resuena con fuerza (Ex 19,13.16), pues es la voz de Dios, que humea como fuego devorador (Ex 19,18). La voz santa, que nos llega desde el Santo de los santos, sólo puede escucharla quien ya ha sido caldeado por el fuego que el Señor ha venido a traer a la tierra (Lc 12,49). "Vosotros, los que siguiendo el consejo de Pablo, os habéis despojado, como de un vestido miserable, del hombre viejo con sus obras y ambiciones, y que os habéis vestido por la pureza de vuestra vida con los vestidos espléndidos que el Señor mostró el día de su transfiguración en el monte, o mejor dicho, que os habéis revestido de nuestro Señor Jesucristo, con su santa túnica, y os habéis transfigurado con Él para veros libres de pasión, oíd los misterios del Cantar de los cantares. Entrad en la incorruptible cámara nupcial, vestidos de la túnica blanca de pensamientos puros y sin mancha".

Lo mismo dice san Gregorio Magno, uniendo el Evangelio de las bodas y el Cantar: "Hemos de venir a estas santas bodas del Esposo y la Esposa con el traje nupcial, pues si no nos hemos vestido con el traje nupcial seremos expulsados de este banquete nupcial a las tinieblas exteriores, es decir, a la ceguera de la ignorancia". Cuantos, siguiendo el consejo de Pablo, se han despojado del hombre viejo (Col 3,9) y se han revestido de las cándidas vestiduras del Señor, con las que Él se mostró durante la transfiguración (Mt 17,2), mejor aún, se han revestido del mismo Señor Jesucristo (Rom 13,14; Ap 6,11) y se han transfigurado con Él (Flp 3,10.21), ellos pueden escuchar los misterios del Cantar de los Cantares. Sólo se entra en el interior de la inmaculada estancia nupcial revestidos de vestiduras blancas (Mt 22,10-13). Vestido de esposa, el bautizado puede unirse con Cristo en el amor. No se entra en la cámara nupcial con el espíritu de temor (1Jn 4,18), ni movido por interés, en busca de dones, sino buscando al que es la fuente de todos los dones.

Entra quien ama al esposo con todo el corazón, con toda la mente y con todas sus fuerzas (Dt 6,5).


d) Comentario del Cantar

Este comentario lo hago guiado, en primer lugar, por el olfato de los rabinos de Israel, siguiendo sobre todo el Targum y el Midrás. Y, en segundo lugar, sigo el rastro de los Padres de la Iglesia: Orígenes, Gregorio de Nisa, Filón de Carpasia y san Bernardo... Merece la pena seguir este múltiple rastreo para acercarnos a la intimidad del amor de Dios a los hombres, al misterio del amor de Cristo a la Iglesia.

Orígenes confiesa que, a veces, es difícil descubrir todos los significados de las palabras de la Escritura: "Me parece encontrarme en situación parecida a la de quien sale a rastrear la caza, valiéndose del olfato de un buen galgo. Ocurre alguna vez que, mientras el cazador, atento sólo a las huellas, cree estar ya cerca de las ocultas madrigueras, de repente el perro pierde el rastro y tiene que volver sobre sus pasos por las sendas ya recorridas, aguzando aún más el olfato, hasta que halla el punto en que la caza tomó, sin que la vieran, otro sendero; y cuando el cazador da con éste, lo sigue más animado por la esperanza cierta de la presa. También nosotros, cuando perdemos el rastro de la explicación, volvemos un poco sobre nuestros pasos, con la esperanza de que el Señor ponga en nuestras manos la caza y que nosotros, preparándola y sazonándola según la ciencia de la madre Raquel, con la salsa de la palabra, merezcamos obtener las bendiciones del padre Jacob (Gén 49,1 ss). Esto supone repetir a veces lo mismo para dar con el significado más adecuado".

Con el Midrás es posible dar interpretaciones diversas de un texto, leído en el contexto de otros, que se arrastran mutuamente, como cerezas sacadas de una cesta, formando una cadena interminable. La Escritura es una, toda ella englobada en el único plan de Dios. De aquí que los hechos se hagan eco entre sí; se preparan y se desvelan mutuamente. La luz de la fe da vueltas a la palabra en el corazón, escrutando cada palabra dentro de la cadena de palabras que la preceden o la siguen. Así la Escritura se ilumina con la misma Escritura. "El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo y el Antiguo se hace patente en el Nuevo" (DV 16). El Antiguo Testamento está, como Moisés (Ex 34,34), cubierto por un velo, que sólo desaparece en Cristo. Cuando alguien se convierte al Señor, se arranca el velo, porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Cor 3,14-17). Por eso se dice que "la letra mata, pero el espíritu vivifica" (2Cor 3,6).

Fray Luis de León reconoce que muchas veces la lengua no alcanza al corazón cuando trata de expresar el entrañable amor de Cristo a su Iglesia: "Bajo los amorosos requiebros explica el Espíritu Santo la encarnación de Cristo y el entrañable amor que tuvo siempre a su Iglesia". Este amor es el corazón del Cantar de los cantares. Amor escondido bajo la corteza de la letra. Quien no ha gustado este amor de Dios no rompe la corteza, quedándose como quien contempla un baile sin escuchar la música que mueve los pies.

Gregorio de Nisa, sin embargo, nos anima: "Quienes emprenden un viaje más allá del mar, movidos por la esperanza de una ganancia, cuando se hallan en alta mar, elevan una oración a Dios, pidiéndole que un viento suave y favorable hinche las velas y envista, según el deseo del timonel, por la popa. Pues, si el viento sopla según sus deseos, es agradable el mar, que espléndidamente se encrespa con sus plácidas olas, mientras la nave se desliza con facilidad sobre las aguas. Ante los ojos de todos fulguran las riquezas que esperan alcanzar, pues la bonanza del mar es buen presagio de ello. Así a nosotros nos esperan grandes riquezas, mediante esta navegación en la barca de la Iglesia. Para ello, también nosotros elevamos a Dios nuestra plegaria, pidiéndole el viento suave y favorable del Espíritu Santo, para deslizarnos por las olas del texto y llegar al conocimiento del amor de Dios hacia nosotros, manifestado en la unión de Cristo con su Iglesia".

Orígenes nos exhorta con las palabras que dirigía a sus oyentes: "Escucha el Cantar de los cantares y apresúrate a repetir con la Esposa lo que dice la Esposa, para poder oír lo que ella misma oyó". Sólo el hombre "espiritual", es decir, el hombre dócil al Espíritu de Dios, puede oír el Cantar como revelación del amor más alto, pues el Espíritu le abre el acceso al misterio del corazón de Dios. Como dice san Bernardo: "El amor habla aquí por doquier. Y si alguno quiere adquirir alguna inteligencia de él, ha de amar. El que no ama, en vano escuchará o leerá este Cantar de amor, pues sus palabras inflamadas no pueden ser comprendidas por un alma fría". Quienes lo viven reconocen "lo que pasa entre Dios y el alma", dice santa Teresa a sus hermanas, comentándolas el Cantar.

No se trata, pues, de explicar intelectualmente el Cantar, sino de hablarlo en nombre propio. La vocación cristiana consiste en ser esa amada en la que se realiza el plan inicial de Dios. Cristo ha venido a salvar a la Iglesia con su amor, haciéndola capaz de amar también ella con amor pleno.