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LA VOZ DEL AMADO: 2,8-17


a) Lenguaje simbólico

El lenguaje simbólico tiene un valor primordial para el hombre. El Concilio Vaticano 11, más que darnos una definición de la Iglesia, la describió mediante la integración de múltiples imágenes tomadas de la vida pastoril, agrícola, familiar o de la construcción. El símbolo orienta más que analiza; inspira más que explica. Habla a todo el hombre, incidiendo directamente en la vida de fe. Incluso en nuestro mundo técnico, eficientista y desacralizado, el hombre en los momentos fundamentales de su existencia no puede por menos de recurrir a los símbolos, es decir, dar un significado no material a las cosas. Nacimiento y muerte, la comida y la misma relación sexual son algo más que pura biología, se cargan de significado interno. El comer, por ejemplo, no es un simple engullir alimentos; el comer se hace banquete, celebración, comunión con los demás. El hombre, espíritu encarnado en el mundo, hace de las cosas símbolos, cuyo significado transciende su valor material inmediato. En esta realidad humana entra Jesucristo en su encarnación. Dios se comunica al hombre entero, en su ser corpóreo y espiritual, sin dualismo alguno. Hechos, palabras y cosas son sacramentos, signos visibles que manifiestan y realizan en la Iglesia lo que significan.

Los símbolos en la liturgia constituyen un lenguaje que prolonga e intensifica la palabra; su poder evocador ilumina la palabra y saca a la luz los sentimientos interiores del hombre. La alianza de Dios con su pueblo se sella con gestos y ritos y no solamente mediante palabras. Más aún, palabra y acción están íntimamente vinculadas. Los siete sacramentos, signos sacramentales de la Iglesia, realizan lo que significan. Y no sólo los sacramentos, toda la liturgia es acción; une palabra y cosas, que se cargan de significado: piedra como memorial del encuentro divino (Gén 28,18), óleo derramado como unción de reyes o sacerdotes, incienso como símbolo de la nube de la presencia de Dios, que baja al hombre, o de la oración del hombre que sube a la presencia de Dios, ceniza como signo de duelo penitencial, "sal de la alianza de Dios" (Lv 2,13; Nm 18,19). El Nuevo Testamento recoge los símbolos del Antiguo, dándoles un nuevo significado: pan, vino, agua, aceite, perfume. La Iglesia sigue haciendo lo mismo: fuego nuevo, luz, mezcla de leche y miel, flores, el soplo del hálito, imposición de manos.

Los símbolos cósmicos en la liturgia reciben una significación nueva al convertirse en símbolos históricos. Ya Israel injerta en ellos una referencia a la historia de la salvación. La Iglesia los enriquece refiriéndolos a Cristo. El símbolo llega a su plenitud cuando el hombre le incorpora a sí en el gesto litúrgico, entrando en contacto corporal con él. Entonces el símbolo, bajo la acción del Espíritu Santo, actúa sobre el creyente y realiza lo que significa. Así el agua se convierte en baño lustral o inmersión regeneradora; el aceite, en unción; el pan, en comida; la luz, en iluminación. La liturgia no es una oración mental, se expresa por medio de los labios, se traduce en actitudes corporales. Y es que la Revelación no divorcia el cuerpo y el alma; ve al hombre en su unidad, como espíritu encarnado en el mundo. En el hombre lo espiritual y lo corporal están unidos; por ello, un culto puramente espiritual no sólo no sería humano, sino que es imposible.

La liturgia no se celebra en la interioridad, sino en el ámbito de lo sensible; primero, porque es comunitaria y con los otros nos comunicamos por los sentidos; y segundo, porque es preciso incorporar la dimensión corporal, esencial al ser humano. La celebración litúrgica, por ello, despierta y plenifica todos los sentidos del hombre y, a través de su corporeidad, toda la persona. Por la liturgia, la palabra se inserta en un arte total, en una experiencia de santa belleza, que transfigura nuestros sentidos, todas nuestras facultades. Todos los aspectos de la celebración, —perfume, incienso, luces vivas, cantos—, son símbolos del cielo y de la tierra unidos y renovados en el cuerpo de Cristo bajo las llamas del Espíritu. En la liturgia, con su belleza y armonía, los símbolos y gestos llevan al hombre a participar plenamente del misterio divino manifestado en Cristo Jesús. Con san Juan, podemos decir: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1Jn 1,1-4).

La Escritura no aprecia la belleza en sus formas quietas, como hacen los griegos. En el Cantar, el movimiento de atracción de los amados conmociona lo que les circunda. Todos los seres saltan, van y vienen, buscan, se pierden y encuentran, como reflejo exterior de la búsqueda, del encuentro, de la ausencia o del gozo de la unión del amado y la amada. El entorno participa de la vida de la pareja, celebrando su amor y prestándose como símbolo verbal de sus vivencias inefables. Las descripciones son siempre celebrativas, expresadas en símbolos que implican todos los sentidos. Pero más que en la piel de las cosas, la belleza para la Biblia radica en el interior; se descubre mejor con el corazón que con los ojos. La belleza se encuentra en lo amado. Bello es lo que se ama y produce gozo. El amor a una persona lleva a desvelar su belleza oculta. Por ello, cuando el Cantar celebra la belleza del amado o de la amada, no se refiere a sus formas, a sus rasgos exteriores, sino a su figura que suscita atracción, enamoramiento, amor. La belleza se percibe en la gracia, que enciende e ilumina los ojos del corazón.


b) ¡La voz de mi Amado!

En el episodio anterior, amado y amada respiraban el aire impregnado de los efluvios del otoño, con el sabor agridulce y embriagador de la vendimia. Luego ha llegado el invierno y las lluvias, separándoles. La amada ha quedado recluida en la intimidad de la casa, rumiando con nostalgia los anteriores momentos de gozo. El esposo ha emigrado con los rebaños a lugares más cálidos. Ahora vuelve y estalla la primavera por fuera y por dentro. La primavera ha llegado, pero la esposa no siente sus rumores y perfumes hasta que le llega la voz del amado. La esposa siente el mundo externo mediante los sentidos del esposo. Sin él todo está mudo, no toca ni estremece su corazón. Sólo la voz y presencia del amado da esplendor a los seres de la creación. La voz del amado despierta el universo, al despertar el corazón de la amada. Higueras en flor y viñas en cierne, frutas y aromas, montes y colinas, gacelas y ciervos, y el canto de la tórtola alertan el oído y la vista, incitando a la amada a salir del invierno frío para celebrar en el campo su pertenencia al amado. El contraste entre invierno y primavera resalta la diferencia entre la ausencia y la presencia. Con la llegada de la primavera todo se hace lenguas para anunciar el tiempo del encuentro y del canto de amor.

El amor da oídos para oír lo que los demás ni oyen ni entienden (Mc 4,9). "El pastor llama a sus ovejas una por una y las saca fuera; las ovejas le siguen porque conocen su voz" (Jn 10,3s). La esposa, embriagada de amor, se ha quedado dormida. Pero, antes de que llegue el esposo, ya oye su voz: ¡La voz de mi amado! La voz tiene una luz que ilumina; la luz del oír es más clara que la luz de la mirada, a la que engañan las apariencias. El oído es el sentido de la fe que no falla (Rom 10,17). A Isaac le engañaron los sentidos del gusto, del tacto y del olfato; sólo el oído, al que no dio crédito, le mostró la verdad (Gén 27,18ss). También a Samuel, el vidente, las apariencias engañaron a sus ojos (1Sam 16,6ss). La fe ilumina lo ojos del corazón, con los que se ve al amado. Antes de que él traspase el umbral de la casa ya le ve la amada: ¡He aquí que llega! Salta por los montes, brinca sobre los collados.

El amor pone alas en los pies. Es el amado quien desciende siempre de los montes en busca de la amada. Él toma la iniciativa del amor. El esposo irrumpe en el silencio y espera de la amada. La tensión del abandono se rompe con su presencia como se rompe el invierno con la explosión de la primavera. La brisa cálida ahuyenta sombras y temores. El amor hace florecer la vida. "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva de la paz!" (Is 52,7). Con oír su noticia el horizonte desolado del invierno se transforma en cuadro de colores y en música coral de ecos y voces en armonía: "¡Oh Dios!, tu mereces un himno en Sión. Tú cuidas la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida; la acequia de Dios va llena de agua, preparas los trigales; riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja mullidos, bendices sus brotes; coronas el año con tus bienes, las rodadas de tu carro rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan" (Sal 65).

Cuando Moisés dijo a los israelitas "en este mes vais a ser liberados" (Ex 12,2), le contestaron: ¿Cómo vamos a ser liberados si todo Egipto está lleno de la inmundicia de nuestra idolatría? Moisés les contestó: Puesto que Él desea vuestra liberación no se fija en la idolatría, sino que "salta sobre los montes", que no son otra cosa que los ídolos, pues "sobre las cimas de los montes sacrifican y sobre las colinas ofrecen incienso" (Os 4,13).

"¡Ojalá escuchéis hoy su voz!" (Sal 95,7). Día tras día, "mientras dure este hoy" (Heb 3,13), el amado despierta con su voz a la amada. Ella, con Pablo, dice cada día: "Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, con el deseo de conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de los muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús" (Flp 3,7ss).

La voz del Amado le levanta hasta el tercer cielo (2Cor 12,2-4), donde escucha palabras inefables, que suscitan el deseo de contemplar el rostro amado. Por ello con gozo exclama: ¡He aquí que viene! El Amado viene, se deja ver, pero desaparece. Viene bajo una figura cada vez distinta (Mc 16,12). Cada aparición del Señor confirma lo que la voz de los profetas había anunciado (Sal 67,12). La profecía se cumple: "Lo que habíamos oído lo hemos visto" (Sal 47,9). Habíamos oído: "He aquí que viene", y esto es lo que hemos visto con nuestros ojos: "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Heb 1,1).

Viene el Amado, saltando sobre los montes y los collados, pisoteando y disolviendo la maldad de los demonios, pues "los arroja al fondo del mar" (Sal 45,3-4). El Señor dice a sus discípulos: "Yo os aseguro que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: ¡desplázate de aquí allá! y se desplazará" (Mt 17,20); se refería al demonio lunático (Mt 17,15). 0 como dice Marcos: "Yo os aseguro que quien diga a este monte: ¡quítate y arrójate al mar! y no vacile en su corazón, sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá" (Mc 11,23). Así viene el Amado, saltando sobre los montes y colinas, destruyendo a todos los enemigos, poniendo bajo sus pies el león y la víbora, el leoncillo y el dragón (Sal 90,13), la serpiente y el escorpión (Lc 10,19), es decir, todos los demonios7.

7 Cfr. Mt 9,32-33; 17,14ss; Mc 1,23ss; Mt 8,28ss; 2Cor 10,5

Por la voz es como primero se conoce a Cristo. Cristo envía primero su voz a través de los profetas y así, aunque no se le veía, sin embargo se le oía. Se le oía gracias a lo que anunciaban acerca de él, y la Iglesia, que se venía congregando desde el comienzo del tiempo, estuvo escuchando sólo su voz hasta que pudo verle con sus ojos y decir: Mira, él viene saltando sobre los montes, brincando sobre los collados. Saltaba, efectivamente, sobre los montes que son los profetas, y sobre los santos collados, o sea, quienes en este mundo fueron portadores de su imagen. Si queremos ver al Verbo de Dios, oigamos primero su voz y luego podremos verle cuando pase el invierno de las pruebas. Pasada la tribulación la esposa reposará con la cabeza apoyada en el esposo, abrazada por él, para que no vacile en la fe. "Los montes altos son para los ciervos" (Sal 103,18), mensajeros de la Buena Noticia: "Sube a un monte alto, alegre mensajero para Sión; levanta con fuerza tu voz, alegre mensajero para Jerusalén" (Is 40,9). Juan Bautista, que ha oído su voz y ha exultado con ella, se hace mensajero del Amado y clama: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29).

Hipólito, en su comentario, como alegre mensajero, proclama: "Oigo a mi Amado. He aquí que llega, saltando por los montes, brincando por las colinas. Mi Amado se parece a una gacela, a un cervatillo. El Verbo saltó del cielo hasta el cuerpo de la Virgen. Del vientre sagrado saltó luego a la cruz. De la cruz saltó a los infiernos. Y desde allí, en la carne de la humanidad, a la tierra. ¡Oh, nueva resurrección! Luego saltó enseguida de la tierra al cielo y allí está sentado a la derecha del Padre, hasta que dé un salto de nuevo para volver a la tierra en la salvación final".


c) Como un joven cervatillo

Es mi Amado como una gacela o un joven cervatillo. Vedle que se para detrás de nuestra tapia, mira por las ventanas, atisba por las celosías. El mostrarse y esconderse, atisbar por las celosías de las ventanas sin entrar, es propio de enamorados. Es el juego del amor, absurdo o necio para los extraños, pero que deleita a los amantes. Dios mismo se recrea en el juego del escondite. Se muestra al hombre y se esconde para que éste le busque. El esposo, antes de aparecer a la vista de la esposa, se da a conocer solamente por la voz; luego se muestra ya a la mirada, pero saltando sobre los collados y los montes, igual que el ciervo y la gacela. Viene a toda prisa al encuentro con la esposa. Sin embargo, al llegar donde mora la esposa, se para detrás de la casa, de modo que se perciba su presencia, pero sin dar señales de querer entrar en la casa, porque primero quiere, como cualquier enamorado, mirar a la esposa a través de las celosías de las ventanas.

Como un gamo salta de monte en monte y de llano en llano, de árbol en árbol y de cercado en cercado, así el Señor saltó de Egipto al Mar Rojo; del Mar al Sinaí; del Sinaí al futuro que ha de venir. En Egipto le vieron, según su promesa: "pasaré por la tierra de Egipto" (Ex 12,2); en el Mar "vio Israel su gran poderío" (Ex 14,31); y en el Sinaí le vieron, pues "cara a cara les habló en el Monte" (Dt 5,4). Al manifestarse la gloria del Señor en la noche de Pascua, dando muerte a los primogénitos (Ex 12,29), él cabalgó sobre una nube ligera y fue a Egipto (Is 19,1), corriendo como una gacela y un cervatillo. Protegió las casas donde estábamos y se paró detrás de nuestras tapias, miró por las ventanas, atisbó por las celosías y vio la sangre del sacrificio de Pascua sobre nuestras puertas.

El esposo se queda junto a la tapia, pues su deseo, no es entrar, sino sacar a la esposa fuera: "Sal de tu casa y ve donde yo te conduciré" (Gén 12,1). Cuando llegue en la noche y le pida que le abra la puerta, tampoco entrará dentro; su deseo es sólo levantar a la esposa del sueño y hacerla correr en su busca (5,2-3). Dios es un Dios de vida. Su presencia no es estática, no instala al hombre en su mundo y en sus inestables seguridades. Su presencia es pascua, paso, irrupción, que pone al hombre en éxodo. El pueblo, siempre, se siente tentado a quedarse en sus seguridades, renunciando al futuro prometido (Ex 16,3). Pero la bendición del futuro es incompatible con las "lentejas" del presente (Gen 25,29-34). El hombre que se atiene a lo que tiene, a lo que posee, a lo que él fabrica, pierde a Dios, el inasible, que lleva al pueblo al desierto, donde no puede agarrarse a nada tangible, siguiendo una nube que día y noche le precede.

Aunque el esposo promete a la esposa, a los discípulos elegidos: "Mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,20), sin embargo, también les dice que el amo llamó a los criados, repartió dinero a cada uno para que negociaran con él y se marchó; y luego vuelve a pedir cuentas. Por eso, en el drama de amor del Cantar, el esposo a veces está presente y a veces ausente. Como si se hablara del esposo ausente, en medio de la noche se siente un clamor de gente que dice: ¡Viene el esposo! (Mt 25,6.14s; Lc 19,12). El esposo, pues, está presente y enseña; está ausente y se le desea. Lo uno y lo otro se aplica a la Iglesia y a cada creyente. En efecto, cuando se permite que la Iglesia padezca persecuciones y tribulaciones, parece que él está ausente de ella; y luego, cuando crece en paz y florece en la fe y en las buenas obras, se entiende que está presente en ella. Esta situación, de presencias y ausencias, la sufrimos durante toda nuestra vida hasta que el Salvador nos diga: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,22s).

En el Antiguo Testamento el anuncio de Cristo estaba oculto por un velo. Al quitar el velo a la esposa, la Iglesia convertida al Señor (2Cor 3,14-16), ella ve al esposo que salta sobre los montes de la ley y sobre los collados de los profetas. En cada página de la Escritura encuentra a Cristo (Mt 17,lss). La voz del Señor, la ley y los profetas, llega hasta Juan Bautista, que dice: "Preparad el camino del Señor, enderezad las sendas de nuestro Dios" (Mt 3,3). La voz hacía que "como el ciervo ansía las fuentes del agua, así mi alma tiene ansia de ti, Dios mío" (Sal 41,2). Y "el ciervo amigo" (Pr 5,19), ¿quién podría ser sino aquel que aplasta a la serpiente, que sedujo a Eva (Gén 3,4;2 Cor 11,3) y con el soplo de su palabra inoculó el veneno del pecado, contagiando a toda la prole venidera? El ciervo amigo vino, pues, a eliminar en su carne la enemistad (Ef 2,15) que el maligno había creado entre Dios y el hombre. Por ello la esposa compara al esposo con el cervatillo y no con el ciervo, pues "siendo de condición divina" (Flp 2,6), "un niño se nos ha dado, un niño nos ha nacido; y su poder, sobre sus hombros" (Is 9,5). Por tanto, cervatillo, porque nació niño chiquito. Es el "más pequeño de los cervatillos". En las manadas de ciervos, cuando salen a pastar, no son los adultos quienes abren la marcha, sino los más pequeños, y todos los demás se adaptan a su paso. El esposo se asemeja, pues, al más joven de los cervatillos; va delante de todos, abriendo el camino, que los demás siguen.


d) Levántate, amada mía

Empieza a hablar mí Amado y me dice: Levántate amada mí, hermosa mía, y vente. La voz del Señor resuena con fuerza: "Escucha, Israel, Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Queden en tu corazón estas palabras; átalas a tu mano como una señal, como una insignia entre tus ojos" (Dt 6,4). La palabra queda guardada en la memoria y en el corazón de la amada. Ahora la recuerda, dándola vueltas en su interior (Lc 2,18) y proclamándola en voz alta. En ello encuentra su gozo y su vida: "Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa para la salvación" (1 Cor 10,8ss).

Cuando llegó la mañana (Ex 12,22), el Amado tomó la palabra y dijo: Levántate, ven, asamblea de Israel, amada mía desde el principio. ¡Parte! ¡Sal de la esclavitud de Egipto! ¡Mira! El invierno ha pasado, han cesado ya las lluvias y se han ido. El tiempo de la esclavitud, que es como el invierno, se ha acabado; y el dominio egipcio, que es como la lluvia incesante, ha pasado y se ha ido; ya no lo veréis nunca más (Ex 14,13). Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones ha llegado, el arrullo de la tórtola se deja oír en nuestra tierra. Moisés y Aarón, que son como las flores de la palma, han aparecido para obrar prodigios en la tierra de Egipto (Ex 4,29s). El tiempo de la poda de los primogénitos ha llegado. Y la voz del Espíritu, arrullo de la paloma, anuncia la redención de que hablé a Abraham; ya llega a su cumplimiento. Ahora me complazco en hacer lo que juré con mi palabra.

Echa la higuera sus yemas y las viñas en ciernes exhalan su fragancia. Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente. La Asamblea de Israel, que es como los primeros frutos de la higuera, abrió su boca y dijo el cántico del Mar Rojo (Ex 15,1). Hasta los pequeños y lactantes, las yemas y las viñas en ciernes, alabaron al Señor con sus lenguas (Sab 10,20; Sal 8,3). Incluso los embriones en el seno de sus madres son invitados a cantar: "En las asambleas bendecid a Dios, al Señor, fuente de Israel" (Sal 68,27). "Fuentes de Israel" son las madres; por consiguiente, desde el seno de las madres, bendecid al Señor. Al oír el cántico, el Señor dijo: ¡Levántate, ven, Asamblea del Israel! Amada mía, bella mía, sal de aquí, ven hacia la tierra que juré a tus padres que te daría (Ex 13,5; 33,1). La misma voz anuncia a Israel cautiva que llega su salvación: "¡Despierta, despierta! ¡Levántate, Jerusalén!" (Is 51,17). Es la voz que repite en cada cautiverio: "¡Despierta, despierta! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, ciudad santa! Sacúdete el polvo, levántate, cautiva Jerusalén. Líbrate de las ligaduras de tu cerviz, cautiva hija de Sión. Soy yo quien dice: Aquí estoy" (Is 52,1 ss). "¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria de Yahveh sobre ti ha amanecido!" (Is 60).

Es también la voz del Rey Mesías que pregona: "¡cuán bellos son sobre los montes los pies del que trae buenas noticias!" (Is 52,7). Mirad, se ha parado tras la tapia, está mirando por la ventana, atisba por las celosías. Las ventanas y celosías son la ley y los profetas, por los que llega a la casa del mundo la luz verdadera (Jn 1,9), iluminando a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte (Lc 1,79). Con la voz de los profetas, el Amado dice a la Iglesia: ¡Levántate, amada mía, hermana mía!¡Vente! Ha pasado el invierno, el tiempo del hielo de la idolatría, en que se han convertido quienes han hecho los ídolos y cuantos en ellos han puesto su confianza (Sal 113,16). Como quien contempla a Dios se asemeja a Dios, quien mira a los ídolos se hace semejante a ellos (Ez 36,25-26), se congela. Pero llega el sol de justicia (Mal 3,20) y con él el deshielo. El hielo se hace agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14): "Envía su palabra y hace derretirse el hielo, sopla su viento y corren las aguas" (Sal 147,7), pues "cambia la peña en un estanque y el pedernal en una fuente" (Sal 113,8).

Para las aves, el tiempo del canto es el tiempo del amor. La tórtola, que durante el invierno emigra, vuelve con la primavera y deja oír su voz en nuestra tierra. Hay un tiempo para todo, tiempo para llorar y tiempo para cantar (Eclo 3). Y cada cosa tiene sus signos anunciadores: "Cuando la higuera echa sus brotes se sabe que está cerca el verano" (Mc 13,18). El Amado dice: ¡Levántate de la nada y vive! ¡Levántate del sueño de la muerte y recobra la vida! ¡Levántate del pecado y vuelve a mí! ¡Responde al amor con amor! ¡Levántate y ven! ¡Yo he abierto para ti un camino desde la muerte a la vida! ¡Yo soy el camino y la vida! ¡Ven!

Referido a Cristo y a la Iglesia, la casa en que habitaba la Iglesia significa las Escrituras de la ley y los profetas, pues en ellas se halla la cámara del tesoro del rey, repleta de sabiduría (Col 2,3). En este sentido, Cristo, al venir, se paró un poco detrás de la pared del Antiguo Testamento, pues no se manifestó al pueblo abiertamente; pero, cuando llegó el tiempo, invitó a la Iglesia a salir de la letra de la ley, para ir hacia él, pues si no camina, pasando de la letra al espíritu, no puede unirse a su esposo, incorporarse a Cristo. Por eso la llama y la invita a pasar de lo carnal a lo espiritual, de lo visible a lo invisible, de la ley al Evangelio.

La palabra de los profetas, que llegan hasta Juan Bautista (Lc 16,11), es la lluvia del invierno (Is 5,6). Con la muerte y resurrección de Cristo se puede decir que el invierno ha pasado y la lluvia se ha ido. Esto fue una ganancia para la Iglesia, pues, ¿qué necesidad hay de lluvias allí donde el río alegra la ciudad de Dios (Sal 45,5), donde en cada corazón creyente brota un manantial de agua viva que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14)? ¿Y para qué se necesitan las lluvias donde ya aparecieron las flores en nuestra tierra y donde, desde la venida del Señor, no se ha vuelto a cortar una higuera por no dar fruto? Ahora, efectivamente, ha producido ya sus higos (Mt 21,19). Y también las viñas han exhalado su fragancia, "porque para Dios somos buen olor de Cristo" (2Cor 2,15). Ya no tiene necesidad de mandar sobre la tierra el agua de la nube de los profetas. La misma voz de la tórtola hablará en la tierra: "Yo mismo, el que hablaba, estoy presente" (Is 52,6). Con la resurrección ha pasado el tiempo de la poda de la pasión. La Iglesia, a la que Cristo tenía oculta en la higuera, esto es, en la ley, no aparece ya árida ni sigue la letra que mata, sino el espíritu que florece y da vida (2Cor 3,6).

Incitándola a levantarse, dice Orígenes, Cristo está llamando a la esposa a salir de la carne para vivir en el espíritu: "Pues vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu" (Rom 8,9). En efecto, Cristo no puede llamarla esposa mía, si ella no se une a él y se hace con él un solo espíritu (1 Cor 6,17); ni llamarla hermosa, si no ve que su imagen se renueva en ella de día en día (2Cor 4,16); ni paloma mía, si no la ve capaz de recibir el Espíritu Santo, que descendió sobre él en forma de paloma en el Jordán (Mt 3,16). En efecto, esta alma, por amor a Cristo, deseando llegar a él en raudo vuelo, ha dicho: "¿Quién me diera alas de paloma, para volar y descansar?" (Sal 54,6). El Verbo de Dios, mirando por la ventana y dirigiendo su mirada a la esposa, la exhorta a levantarse y a venir a él, esto es, a dejar las cosas visibles y apresurarse hacia las realidades invisibles y espirituales, "puesto que las cosas que se ven son temporales, mas las que no se ven son eternas" (2Cor 4,18). Así también se dice que el espíritu de Dios va buscando almas dignas (Sab 6,16) y capaces de convertirse en morada de la sabiduría. Por otra parte, el mirar por las celosías significa que el alma, mientras está en la casa del cuerpo, no puede captar la sabiduría de Dios en desnuda claridad, sino sólo a través de ciertos indicios e imágenes de las realidades visibles puede contemplar las invisibles.

Lo mismo dice Gregorio de Nisa: "El anuncio, que escucha la Iglesia a través de los profetas, sólo es sombra de lo venidero, pues la realidad es el cuerpo de Cristo" (Col 2,17). La realidad le llega con el Evangelio, que derriba el muro de separación y muestra a Cristo, que anula en su carne la ley, para crear el hombre nuevo (Ef 2,14s). Por ello el esposo no sólo le dice: Levántate, amada mía, sino que añade: ¡Vente! Levántate y camina, dice Jesús al paralítico (Mt 9,5ss). Es la voz potente del Señor (Sal 67,34), que crea lo que dice (Sal 32,9). Así, la esposa recibe la orden y, con ella, la fuerza para hacer cuanto le manda. Acercándose a la luz se transforma en luz, sobre la que se transparenta la imagen de la paloma, con la que es figurado el Espíritu Santo (Lc 3,23). Sí, el esposo la invita a levantarse y caminar tras él. Es la llamada continua a la conversión hasta formar en ella la imagen cada vez más perfecta del Amado: "Todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, y nos vamos transformando en esa misma imagen de gloria en gloria; así es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,18).

La Iglesia proclama esta lectura en la fiesta de la visitación de María a Isabel. Es una invitación a salir del propio mundo cerrado y a derramar sobre la humanidad el amor recibido del Amado. Brotan las flores en la tierra. Es el momento de cogerlas y hacer una guirnalda. Lo dice la tórtola, es decir, la voz que grita en el desierto, Juan Bautista (1Jn 1,23; Mt 3,3). Él escuchó la voz estando en el seno de su madre y saltó de gozo (Lc 1,44). Luego, como amigo del novio que se alegra con su voz (Jn 3,29), se presentó como precursor de la esplendorosa primavera, mostrando la flor que despunta del tronco de Jesé (Is 11,1), el cordero que toma sobre sí los pecados del mundo (Jn 1,29). Anuncia que el invierno ya ha pasado y han cesado las lluvias. De otro modo lo anuncia también Pablo: "Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, pues la muerte ya no tiene poder sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús" (Rom 6,8-11). Los apóstoles, pasada la tempestad de la Pasión, con la resurrección de Cristo encontraron la calma y dieron frutos de fe para vida eterna. El Espíritu Santo dejó oír su voz en ellos. La tórtola encontró en los creyentes en Cristo un nido donde colocar sus polluelos (Sal 83,4). La higuera dio fruto en los apóstoles, que difundieron el perfume de la fe con la difusión del Evangelio.

En realidad, de la misma manera que quienes reciben la muerte de Cristo y mortifican sus miembros aquí en la tierra (Col 3,5) se hacen partícipes de una muerte semejante a la suya (Rom 6,5), así también reciben la fuerza del Espíritu Santo y son por él santificados y colmados de dones. Y como él apareció en forma de paloma, también ellos se vuelven palomas, para volar a los espacios celestiales en alas del Espíritu Santo. Pasado el invierno de las perturbaciones y la borrasca de los vicios, no andando ya más fluctuando a la deriva ni siendo juguete de todo viento de doctrina (Ef 4,14), entonces comienzan a brotar las flores, frutos del Espíritu Santo. Pues entonces se oirá la voz de la tórtola, es decir, la voz de aquella sabiduría de Dios, oculta en el misterio (1Cor 2,6s). La higuera echa sus yemas, que llevan el germen de los frutos del Espíritu Santo: gozo, amor, paz... (Gál 5,22). El árbol bueno da frutos buenos (Mt 12,33).


e) Paloma mía

La paloma, con la que el esposo compara a la esposa, es la paloma "que tiene su nido en las hendiduras de la roca". En estas palomas la fidelidad está más acentuada que en las demás. La pareja permanece unida de por vida. Macho y hembra se prodigan recíprocamente las más variadas demostraciones de afecto. La hembra encuba ininterrumpidamente desde las tres de la tarde hasta las diez de la mañana; el macho lo hace las otras pocas horas restantes. Durante el largo tiempo en que la hembra está en el nido el macho le lleva el alimento. Cuando llega al nido, deja el alimento ante la hembra y se prodiga en reverencias, zureando suavemente hasta que ella, alargando el cuello, toma el alimento. El macho no parte hasta que la hembra, respondiendo a sus muestras de afecto, saca fuera la cabeza, aureolada con las blancas plumas del cuello y, mostrándole el rostro, le despide con un breve zureo. Entonces satisfecho emprende el vuelo.

El esposo, que anima a la esposa a emprender con confianza el camino hacia él, le describe el lugar donde quiere que descanse con él: al abrigo de la peña. Allí desea que ella vaya para, quitándose el velo, contemplar su cara al descubierto (2Cor 3,13-18; 1 Cor 13,12). Quiere ver su cara y oír voz, seguro ya de que su rostro es hermoso y su voz, suave y deliciosa: Paloma mía, en los huecos de la peña, en los escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante. Sólo desea el amor y el canto de su paloma: rostro y voz, luz y sonido, ojos y oídos.

La paloma es el símbolo de Israel. Como tal la ve el Señor: "Efraím se ha tornado cual ingenua paloma" (Os 7,11). ¿A qué se pueden comparar los israelitas cuando salieron de Egipto? A una paloma que, huyendo del halcón, se fue a refugiar en una grieta de la roca y encontró que allí anidaba una serpiente, que había llegado antes que ella. La paloma no podía entrar en la grieta de la roca, porque la serpiente estaba en su nido, ni podía volver atrás porque el halcón la perseguía. ¿Qué hizo entonces la paloma? Comenzó a zurear y a golpear sus alas para que la oyera el dueño del palomar y viniera a salvarla. Semejante a la paloma fueron los israelitas junto al Mar. No podían entrar en el Mar porque todavía no se había abierto para ellos. Ni podían volver atrás porque el Faraón les perseguía. ¿Qué hicieron? "Los israelitas sintieron gran temor y clamaron a Yahveh" (Ex 14,10), y al punto "salvó Yahveh en aquel día a Israel" (Ex 14,30).

Y ¿por qué el Santo, bendito sea, les puso en tal aprieto? Se parece a un rey que tenía una hija única y estaba ansioso por conversar con ella. ¿Qué hizo? Hizo pública una proclama, diciendo: ¡Que todo el pueblo vaya al campo! Y una vez que fueron, ¿qué hizo? Hizo una señal a sus siervos, que cayeron sobre la hija del rey como salteadores. Ella entonces comenzó a gritar: ¡Padre, padre, sálvame! Él le dijo: Si no te hubiera hecho esto, no habrías gritado: ¡Padre, padre, sálvame! Así, cuando los israelitas estaban en Egipto, los egipcios los oprimían, y ellos comenzaron a gritar y a alzar los ojos al Santo: "acaeció, al cabo de aquellos largos días que falleció el rey de Egipto y los hijos de Israel gemían bajo la servidumbre y clamaron" (Ex 2,23) y al punto "Yahveh escuchó su lamento" (Ex 2,24) y los sacó con mano fuerte y brazo extendido. Y como estaba ansioso de oír su voz de nuevo, ¿qué hizo? Hizo que cambiara la opinión del Faraón y les persiguiera: "endureció el corazón del Faraón, rey de Egipto, y les persiguió" (Ex 14,8). Cuando los vieron: "los israelitas alzaron sus ojos y allí estaban los egipcios y gritaron a Yahveh" (Ex 14,10) con el mismo grito con que lo habían hecho en Egipto. Cuando Dios lo oyó, les dijo: Si no hubiera hecho esto, no habría oído vuestra voz. De aquella ocasión está dicho "paloma mía, en los huecos de la peña déjame oír tu voz; no dice "la voz", sino "tu voz", la que ya oí en Egipto.

Jeremías también invita a Israel a dejar las ciudades para acomodarse en la peña, "como las palomas que anidan en las paredes de las simas" (Jr 48,28). El alma fiel establece su morada en el Señor. Al abrigo de la roca que salva se ríe de los ataques de la serpiente y del halcón. La hendidura del costado de Cristo está abierta como refugio de la débil paloma, que no tiene el pico o garras del águila con que defenderse. En los huecos de la peña, "y la peña era Cristo" (1Cor 10,4); en la fe en Cristo, se apoya la esposa y así puede contemplar su gloria, como Dios mismo prometió a Moisés: "Yo te pondré en la hendidura de la peña y me verás" (Ex 33,18-23). La peña, que es Cristo, no está cerrada por todas partes, sino que tiene una hendidura en su costado. En esa hendidura, entrando en ella, se le revela Dios al creyente. Pues, en realidad, "nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). Lo mismo dice Juan: "A Dios nadie lo vio jamás: el Hijo unigénito de Dios, que está en el seno del Padre, él lo dio a conocer" (1Jn 1,18), "porque os he dado a conocer todas las cosas que oí de mi Padre" (Jn 15,15). Y además dice: "Padre, quiero que donde yo estoy ellos estén también conmigo" (1Jn 17,24).

Entonces la esposa, despojada del velo a requerimiento del esposo, que desea ver su rostro, puede decir: "Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14). Y quien ve a Cristo, ha visto también al Padre. Es lo que dice Pablo: "Por tanto nosotros, mirando a cara descubierta" (2Cor 3,18) le "veremos cara a cara" (1 Cor 13,2), pues "sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3,2). En todo semejante a Cristo, renovada en ella la imagen del que la creó, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada, tal cual Cristo se presentó la Iglesia a sí mismo (2Cor 4,16; Col 3,10; Ef 5,27), hace exclamar al esposo: ¡qué hermosa tu figura! La proclama hermosa en su figura, pues su corazón, inflamado en amor, la hace toda hermosa: "Signo del corazón en los buenos es la cara alegre" (Si 13,26), pues "el corazón alegre hermosea la cara" (Pr 15,13). El corazón está alegre cuando tiene en sí el Espíritu de Dios, cuyo primer fruto es el amor, pero el segundo es la alegría (Gál 5,22). Por ello, exultante de alegría, desbordando de amor, exclama la esposa: Mi Amado es mío y yo soy suya.

Filón de Carpasia pone en labios de la esposa la súplica: Muéstrame tu rostro y déjame oír tu voz. Éste era el deseo de Moisés: "Déjame ver tu rostro" (Ex 33,13.18). Pero el Señor le dijo: "Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo" (Ex 33,20). Pero, en la plenitud de los tiempos, accediendo al deseo de la esposa, mostró su rostro de carne, al ser engendrado por el poder del Altísimo en el seno virginal de María (Lc 1,35). Así pudimos verle con nuestros ojos, oír su voz y palparle con nuestras manos ((1Jn 1,1). Y su voz fue muy dulce para nosotros, al decirnos: Venid a mí todos los que estáis cansados y sobrecargados y yo os daré descanso" (Mt 11,28), "¡ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados!" (Mt 9,2), "¡ánimo, hija, tu fe te ha salvado!" (Mt 9,22), "tanto ha amado Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (1Jn 3,17)...


f) Las raposas

Cazadnos las raposas, las pequeñas raposas que devastan las viñas, pues nuestras viñas están en flor. Después que hubieron pasado el Mar, los hijos de Israel murmuraron a causa del agua (Ex 15,22.24; 17,1-7). Vino entonces contra ellos el impío Amaleq (Ex 17,8), que les tenía odio a causa de la primogenitura y de la bendición que Jacob, su padre, había quitado a Esaú (Gén 27,1-41), y presentó batalla contra Israel, porque se habían separado de los preceptos de la Torá. En aquella hora la casa de Israel, que es como una viña, hubiera merecido ser destruida, si la flor de los justos de aquella generación no hubiese exhalado el buen perfume de incienso que sube a lo alto del cielo.

Las "raposas pequeñitas" son las crías de los chacales, que consumen los racimos de uva en maduración. La viña en flor es símbolo del esplendor de la amada, toda vida, frescura, floración y perfume (1,6). La zorra, animal impuro, como Herodes Antipas (Lc 13,32), desencadena la fuerza de la lujuria, de la violencia y del odio contra el amor desarmado e inocente de la vid en ciernes. El Amado sabe que las raposas merodean por su heredad (Jr 12,9s).

Gregorio de Nisa pone en labios de la amada las palabras: En los huecos de la roca. Piedra es la gracia del Evangelio (1Cor 10,4; Mt 7,24), donde la esposa es invitada a refugiarse, pasando de estar bajo la ley a estar bajo la gracia. Es lo que pide la esposa: Muéstrame tu rostro y déjame oír tu voz. Esto le basta como al anciano Simeón: "Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación" (Lc 2,29-30). Lo que Simeón vio es lo que desea ver la esposa; y escuchar su voz como la escucharon los que le dijeron: "Tu tienes palabras de vida eterna".

El esposo acoge la plegaria de la esposa y, para mostrarse abiertamente, manda a los cazadores que atrapen a esos zorros, que destrozan la viña. Esos zorros son el asesino (1Jn 8,44), potente en el mal, cuya lengua es como espada afilada (Sal 51,3-4) o flechas de guerrero afiladas con brasas de retama (Sal 119,4), que está siempre tendiendo insidias desde su guarida (Sal 9,30). Es el gran dragón (Ez 29,3), el infierno con la boca abierta (Is 5,14), dominador del mundo tenebroso (Ef 6,12), que posee la fuerza de la muerte (Heb 2,14), con sus lomos de bronce, su columna dorsal de hierro (Job 40,18). El demonio y sus secuaces son, sin embargo, "pequeñas zorras", cuya caza encomienda el Señor a sus cazadores, a quienes también llamó pescadores de hombres (Mt 4,19).

No hubieran podido recoger en las redes del Señor a los que se salvan si no les hubieran arrebatado de los lazos del maligno. Estos cazadores o pescadores hacen lo uno y lo otro con la potencia de quien ordenó: Arrojad el jabalí que devasta la viña de Dios (Sal 79,14) o el león rugiente (Sal 21,14) o la gran ballena (1Jn 2,1) o el dragón de debajo de las aguas (Ez 32,2). A los cazadores el Señor ha dado poder para arrojar todas estas bestias de su viña (Ef 6,12). La viña del Señor es la esposa de la que se dice: "tu esposa como vid florida en el secreto de la casa" (Sal 127,3).


g)
Mi Amado es mío y yo soy suya

Mi Amado es mío y yo soy suya, el pastorea entre mis rosas. Dijo la Asamblea de Israel: "Mi Amado es mío y yo soy suya". Él es mi Dios y yo soy su pueblo: Es mi Dios, pues me dijo: "Yo, Yahveh, soy tu Dios" (Ex 20,2); y yo soy su pueblo, pues me dijo: "Escúchame, pueblo mío, préstame oído" (Is 51,4). Él es mi padre y yo soy su hijo. Él es mi padre (Jr 31,9) y yo soy su hijo, su primogénito (Ex 4,22). Él es mi pastor (Sal 80,2) yyo su rebaño, ovejas de su pastizal (Ez 34,30). Él es mi guardián (Sal 121,4) y yo soy su viña (Is 5,7).

Él me cantó y yo le canté. Él me alabó y yo le alabé. Él me llamó: "hermana mía, esposa, paloma mía, la más pura" (Cant 5,2). Y yo dije de Él: "Así es mi Amado y mi amigo" (Cant 5,16). Él me dijo: "¡Qué hermosa eres, mi amor!" (Cant 4,1). Y yo le contesté: "¡Qué hermoso eres, mi amor, qué maravilloso!" (Cant 1,16). Él me dijo: "¡Dichoso tú, Israel, quién como tú!" (Dt 33,29). Y yo le dije: "¡Quién como Tú entre los dioses, oh Yahveh!" (Ex 15,11). Él me dijo: "¡Quién hay como Israel, nación única en la tierra!" (2Sam 7,23). Y yo dos veces al día declaro que Él es único (Dt 6,4).

Mi Amado es mío y yo soy suya, "carne de mi carne, hueso de mis huesos". Unidos somos "dos en una sola carne". La amada evoca y acoge la alianza que Dios reiteradamente ofrece a Israel: "Vosotros sois mi pueblo y yo soy vuestro Dios" (2Cor 6,16). La repetición de la fórmula de pertenencia mutua (Cant 2,16;6,3;7,11) es expresión de la continua renovación de la alianza. Las montañas de Beter son una clara alusión a la alianza sellada con Abraham (Gén 15,10). Antes de que expire la brisa de la tarde y se alarguen la sombras (Jr 6,4), la esposa espera que su Amado vuelva, ligero como una gacela o un gamo y pase con su antorcha de fuego, como hizo con Abraham, entre los "montes separados" (Beter), quemando los animales partidos de la Alianza (Gén 15,7ss). La unión debe renovarse continuamente porque las ausencias, las distancias y los silencios son constantes en la vida. El encuentro, en la tarde, a la hora de la brisa, es siempre una sorpresa, un don, algo esperado en vela y con trepidación cada día.

Antes que sople la brisa del día y huyan las sombras, ¡retorna, Amado mío.f, como una gacela o un joven cervatillo por el monte de las balsameras. A los pocos días los hijos de Israel hicieron el becerro de oro (Ex 32,1-6). Entonces se alzaron las nubes de la gloria, que le habían dado sombra, y quedaron al descubierto, privados del adorno (Ex 33,5ss) de sus armas, sobre las que estaba escrito el gran Nombre. El Señor les hubiera destruido y barrido de este mundo si no hubiera recordado el juramento hecho a Abraham, a Isaac y a Jacob (Ex 32,13), quienes fueron solícitos como una gacela y como un joven cervatillo en rendirle culto; si el Señor no hubiera recordado el sacrificio que ofreció Abraham en el monte Moria (Gén 22,1ss), monte de las balsameras, les hubiera destruido.

La noche es la hora de las sombras y de los chacales (Sal 44,20). Es la hora en que reina la muerte. La esposa le implora: Retorna, Amado mío, con la brisa de tu Espíritu, que ahuyente las sombras y amanezca el día sin noche ni sombras de muerte.