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EL ESPÍRITU Y LA NOVIA DICEN: ¡VEN!: 7,12-8,4


a) ¡Aleluya.
, ¡Maranathá!

Cristo, en su resurrección, se ha manifestado vencedor de la muerte y ha derramado su Espíritu sobre la Iglesia, como don de bodas a su Esposa. La Iglesia, gozosa y exultante, canta el Aleluya pascual. Pero el Espíritu y la Esposa, en su espera anhelante de la consumación de las bodas, gritan: ¡Maranathá! La Iglesia vive en tensión entre el Aleluya y el Maranathá. Tenemos las primicias del Espíritu, pero aún esperamos la redención del cuerpo. Somos hijos de Dios y le llamamos Abba, pero todavía ansiamos la filiación. La fe es certeza y dolor al mismo tiempo. La fe es siempre pascual, es vivir crucificado con Cristo esperando la liberación no sólo del "cuerpo de pecado", sino del "cuerpo de muerte" (Rom 7,24).

La celebración cristiana es memorial, presencia y esperanza de la salvación. La memoria del misterio salvador de Cristo hace presente esa salvación, suscitando la esperanza anhelante del Maranathá: ¡Ven, Señor Jesús! El anuncio gozoso de que el Señor está presente entre nosotros suscita la llamada al Señor para que venga, pues estando presente continúa siendo el que ha de venir. Esto hace del presente un kairós. Para la Iglesia el momento presente, grávido de la gracia de Cristo muerto y resucitado y que viene con gloria y potencia, es fecundo de frutos de vida para el mundo. La esperanza no aliena al cristiano del presente y del mundo, sino que le sumerge en el mundo como fermento que transforma todas sus realidades, como sal que da sentido y sabor. La esperanza en una vida más allá de la muerte llena de sentido la vida del más acá de la muerte.

El acontecimiento esperado de la manifestación gloriosa del Señor transforma la existencia cristiana; da al cristiano una actitud nueva y un estilo nuevo de vida. El cristiano encuentra un sentido al sufrimiento, a la persecución, a la vejez, a todo lo que le anuncia el final de su peregrinación y le acerca al encuentro con el Señor al término de su existencia y al final de los tiempos. Esta vida con la mirada en la Parusía del Señor le invita a vivir cada instante como kairós de gracia, en perenne adviento. El acontecimiento esperado da significado a la vida en Cristo, al llevar en nuestro cuerpo por todas partes el morir de Jesús, para que también en nuestro cuerpo se manifieste su gloria cuando Él vuelva.

La Parusía es un acontecimiento real y actual, como lo es la resurrección de Cristo, que garantizan la fe y la esperanza cristiana. La resurrección de Cristo es ya el anuncio de nuestra resurrección; su parusía gloriosa será la realización plena de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, llevando con Él, como cortejo de gloria, a todos los rescatados del señor de la muerte. La fe en Jesús como Siervo de Yahveh es inseparable de la esperanza en Cristo como Hijo del Hombre, Señor del Universo.

La celebración del Adviento hace presente al cristiano que este mundo está en tránsito. Nada en él es estable, duradero. Pasa la escena de este mundo con las riquezas, los afectos, llantos, alegrías y construcciones humanas (1 Cor 7,29-31). El poder y la gloria que ofrece "el señor del mundo" es efímero (Mt 4,1-11). Cristo ha vencido el pecado, venciendo a Satanás y desposeyéndole de su reino. Pero el cristiano aún vive este tiempo en tensión entre la carne y el Espíritu. Recibiendo el Espíritu, vive según el Espíritu, libre del poder del pecado, "condenando como Cristo el pecado en sí mismo". Lo que en Cristo ha sido una realidad cumplida, definitiva, el cristiano lo vive cada día, de conversión en conversión. En el aquí y ahora, gracias a la acción de Dios en el hombre, se hace presente el Reino de Dios. El creyente vive así el hoy de su vida como kairós de gracia. La presencia del Espíritu de Dios le anticipa la vivencia del Reino. Con esta experiencia de vida eterna, el cristiano persevera con firmeza, aguardando la plenitud futura del Reino, anhelando la consumación que nos traerá "el Día del Señor"11, es decir, la Parusía de Cristol2,

11 Cfr. 1Cor 1,8;5,5;2Cor 1,14;Flp 1,6.10;2,16;1Tes 5,2;2Tes 2,2.
12 Cfr. 1Tes 4,15;2Tes 2,1;1Cor 15,23;1,7;2Tes 1,7.

cuando tenga lugar la resurrección (1Cor 15,51-52; 1Tes 4,14-17), la renovación de la creación (Rom 8,19-22) y el mundo presente llegue a su fin (1Cor 15,24-28). Siendo todas las manifestaciones del Espíritu Santo tan solo una primicia de la gloria futura, comienzo y anticipación de la plenitud de la vida prometida, el Espíritu Santo se hace la garantía de la esperanza, con lo que el cristiano vive en el gozo y en el anhelo de la consumación. Como dice san Ireneo:

Ahora recibimos sólo una parte de su Espíritu, que nos prepara a la incorrupción, habituándonos poco a poco a acoger y llevar a Dios. El Espíritu es la prenda que nos ha sido conferido por Dios: "En Cristo, después de haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de nuestra salvación, habéis recibido el sello del Espíritu de la promesa, que es prenda de nuestra herencia" (Ef 1,13-14). Si, pues, esta prenda, que habita en nosotros, nos hace gritar `Abba, Padre", ¿qué sucederá cuando, resucitados, le veamos cara a cara? (1 Cor 13,12; (1Jn 3,2). ¡Nos hará semejantes a Él, según el designio de Dios, pues hará realmente "al hombre a imagen y semejanza de Dios':!

Rebosando de esperanza, el cristiano une, pues, su invocación al suspiro del Espíritu/ invitando al Señor a volver glorioso para consumar la historia y la salvación: "El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!" (Ap 22,17).


b) ¡
Ven, Amado mío!

Yo soy de mi Amado y hacia mí tiende su deseo. La esposa, que ha hecho del esposo la roca de su corazón, siente que "su bien es estar junto a Dios, pues se ha cobijado en el Señor, a fin de publicar todas sus obras" (Sal 72,28). Con firmeza proclama: "Yo exulto a la sombra de tus alas; mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene" (Sal 62,8-9). Con esta confianza, desea salir al mundo a proclamar las maravillas que él ha hecho en ella. Por ello dice al Amado: ¡Ven, Amado mío, salgamos al campo!, pasemos la noche en las aldeas, amanezcamos en las viñas. Las mandrágoras han exhalado su fragancia. A nuestras puertas hay toda clase de frutas. Las nuevas, igual que las añejas, Amado mío, que he guardado para ti. "El campo donde ha sido sembrada la semilla de la Palabra es el mundo" (Mt 13,38). Por todas partes se ha extendido el Evangelio y las Iglesias han surgido en todas las aldeas. La predicación ha florecido en las viñas; en ellas se ha esparcido el suave aroma de los granados, teñidos del color de la sangre de Cristo. Los pechos de la Iglesia han nutrido a los fieles, las mandrágoras han exhalado su fragancia, con el aroma de la fe.

El campo, por otra parte, se contrapone a la ciudad por su aire abierto; ofrece a los amantes la posibilidad de sumergirse en la primavera en flor. La naturaleza se llena de vida, signo de la recreación que hace el amor. El día despierta con la aurora invitando a recorrer los campos, para ver si ha brotado la vid en "la viña de Yahveh, que es la casa de Israel" (Is 5,7). La hija de Sión, que lleva en su seno la esperanza mesiánica desde Eva, suspira por la llegada del Mesías. Cuando Israel pecó, el Señor lo desterró a la tierra de Seír, heredad de Edom. Dijo entonces la Asamblea de Israel: Te suplico, Señor, que acojas la oración, que elevo a ti desde la ciudad de mi exilio, en la tierra de las naciones. Los hijos de Israel se dijeron el uno al otro: Alcémonos pronto, en la mañana, busquemos en el libro de la Torá y veamos si ha llegado el tiempo de la redención, el tiempo de ser rescatados del exilio; veamos si ha llegado el tiempo para subir a Jerusalén y allí alabar al Señor, nuestro Dios.

Antes era el esposo quien invitaba a la amada a salir (2,10-14). Ahora es ella quien le invita a él a salir al campo en la madrugada para descubrir los signos de la primavera; a recorrer los senderos de los prados perfumados por el brotar de la vida. Apenas despunte la aurora recorrerán la viñas, que están echando sus yemas. Con la mirada saltarán de las flores a los granados, símbolo del amor y la fecundidad. El áspero aroma de las mandrágoras les mantendrá despierto el amor. Todo será una invitación al amor: "Allí te daré mi amor", los frutos exquisitos del corazón: frutos frescos y fragantes y también frutos conservados de la estación anterior: "Comerán de cosechas almacenadas y sacarán lo almacenado para hacer sitio a lo nuevo" (Lv 26,10). El amor antiguo se hace nuevo cada día: "Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio. Este mandamiento antiguo es la palabra que habéis escuchado.

Y sin embargo, os escribo un mandamiento nuevo, lo cual es verdadero en él y en vosotros, pues las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya" (1Jn 2,7-8.


c) ¡Ay! ¡Si
fueras mi hermano!

¡Oh si fueras mi hermano, amamantado a los pechos de mi madre! Al verte por la calle te besaría, sin que me despreciaran. Te besaría como se besaron aquellos dos hermanos, es decir, Moisés y Aarón, cuando éste "fue y, al verlo en la montaña de Dios, le besó" (Ex 4,27). Cuando se manifieste el rey Mesías a la Asamblea de Israel, los hijos de Israel le dirán: ¡Ven, y estáte con nosotros como nuestro hermano! Subamos a Jerusalén y mamemos contigo las palabras de la Torá, como un lactante mama del pecho de su madre (Pr 5,19). Pues como en el pecho de la madre el lactante siempre encuentra leche, así las palabras de la Torá, como pechos inagotables, están llenos de leche para tus hijos.

El Amado no defrauda a la amada. En la plenitud de los tiempo "envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva". Realmente el Amado se hizo hermano nuestro: "No se avergüenza de llamarnos hermanos. Pues, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también él participó de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por el temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. Por eso se asemejó en todo a sus hermanos" (Heb 2,11,ss). Y, como hermano, se ha amamantado a los pechos de María, nuestra madre: "Mientras Jesús hablaba, una mujer de entre la multitud dijo en voz alta: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron" (Lc 11,27).

El Hijo de Dios se ha hecho realmente hermano nuestro, pues a todos los elegidos, el Padre "los conoció de antemano y los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos" (Rom 8,28-30). Dice san Cipriano: "Dos hombres son hermanos entre sí porque son hijos del mismo Padre; dos cristianos, por el contrario, son hijos del mismo Padre porque antes son hermanos, hermanos de Cristo; en Cristo tenemos acceso al Padre". La filiación divina del cristiano está vinculada a la hermandad con Jesús. Él nos presenta al Padre como hijos. El evangelio (Mc 3,33) llama "hermanos" de Jesús a quienes cumplen la voluntad de Dios y escuchan su palabra de labios de Jesús. De esta nueva familia de Jesús Dios es Padre. La invocación de Dios como Padre crea una familia, una comunidad, constituye una Iglesia. El que invoca a Dios como Padre está descubriendo que tiene como hermanos a cuantos le invocan con el mismo nombre. Como dice el beato Isaac de Stella:

El Hijo de Dios es el primogénito entre muchos hermanos. Por naturaleza es Hijo único, por gracia asoció consigo a muchos para que sean uno con él. Pues a cuantos lo recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios. Haciéndose él Hijo del hombre, hizo hijos de Dios a muchos. Él, que es Hijo único, asoció consigo, por su amor y su poder, a muchos. Éstos, siendo muchos por su generación según la carne, por la regeneración divina son uno con Él. Cristo es uno, el Cristo total, cabeza y cuerpo. Uno nacido de un único Dios en el cielo y de una única madre en la tierra. Muchos hijos y un solo Hijo. Pues así como la cabeza y los miembros son un Hijo y muchos hijos, así también María y la Iglesia son una madre y muchas, una virgen y muchas.

Te conduciría y metería en casa de mi madre, para que me instruyeras. Te daría a beber el vino aromado, el licor de mis granadas. Del campo pasan a la ciudad. La esposa desea ser iniciada en el amor, pues el amor nunca se acaba de aprender: "El amor es paciente, es servicial; no es envidioso, ni se jacta ni se engríe; es decoroso, no busca su interés, no se irrita, no toma en cuenta el mal; no se alegra con la injusticia, sino que se alegra con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, soporta todo. No acaba nunca" (1 Cor 13,4ss). La asamblea de Israel dice a sus hijos: "Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Dios" (Is 2,3-3). Es la misión del Siervo de Yahveh: "El Señor me ha dado lengua de discípulo para que haga saber al cansado una palabra alentadora" (Is 50,4). Es el vino nuevo del Evangelio. El vino, mezclado con especies y aromas, es oloroso y agradable, y se conserva sin picarse por el calor. Vino y jugo de granadas son el símbolo repetido del amor de la esposa a su Amado. "Aquel día los montes destilarán vino y las colinas fluirán leche; por todas las torrenteras de Judá fluirán las aguas; y una fuente manará de la Casa del Señor que regará el valle de las acacias Q14,18; Am 9,13). El Señor dará a beber el vino bueno guardado hasta el final (1Jn 2,10). Es el vino del Espíritu Santo, con el que se embriagarán los discípulos de Cristo resucitado.

Pentecostés era la fiesta de la recolección, cuyas primicias habían sido ofrecidas el día después de pascua, con lo que ambas fiestas quedaban unidas como principio y fin de la cosecha. Luego, Pentecostés pasó a ser la fiesta de la donación de la Ley de la alianza. Pentecostés será el don pleno de la ley de la nueva alianza: el Espíritu Santo. Las tablas de la ley fueron escritas por el dedo de Dios (Ex 31,18). En adelante ese dedo será el Espíritu Santo (Lc 11,20), que graba la ley nueva en el corazón de los cristianos. Así como el nuevo santuario es Jesucristo, abierto a todas las naciones, la ley nueva será el Espíritu Santo, que da testimonio de Jesús en todos los pueblos. Los discípulos hablan la lengua de todos los pueblos, anuncian en esas lenguas las maravillas de Dios. Dice san Cirilo de Jerusalén:

"Burlándose decían: están llenos de mosto" (He 2, 8). Decían la verdad, aunque fuera de burla. Porque el vino era realmente nuevo: la gracia del Nuevo Testamento. Este vino nuevo procedía de la viña espiritual que había dado muchas veces fruto en los profetas y que había rebrotado en el Nuevo Testamento. Porque así como de manera visible la viña permanece siempre la misma, pero a su tiempo da frutos nuevos, de igual modo el mismo Espíritu, permaneciendo lo que es, actuó muchas veces en los profetas, pero ahora se ha mostrado en modo nuevo y admirable. Ahora ha venido sobreabundantemente. Pedro, que tenía el Espíritu Santo, dice: «Israelitas éstos no están ebrios como vosotros pensáis'; sino como está escrito: "Se embriagarán de la abundancia de tu casa y les darás a beber de los torrentes de tus delicias" (Sal 35,9). Están ebrios con sobria embriaguez que da muerte al pecado y vivifica el corazón, con una embriaguez contraria ala del cuerpo. Ésta produce el olvido incluso de lo conocido y aquella proporciona el conocimiento incluso de lo desconocido. Están ebrios porque han bebido de la vid espiritual que dice: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos" (1Jn 15,15).

La embriaguez del Espíritu es embriaguez no de vino, sino del Espíritu Santo, por lo que es sobria, lúcida y penetrante. San Pablo dice a los Efesios: "No os embriaguéis con vino, que es causa de libertinaje; llenaos más bien del Espíritu y recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados" (5,18s). Comenta Orígenes:

Nuestro Salvador después de su resurrección, cuando todo lo viejo había pasado y todo se había hecho nuevo (2Cor 5,17), siendo Él en persona d hombre nuevo (Ef2,15) y el primogénito de entre los muertos (Col 1,18), dice a los Apóstoles, renovados también por la fe en su resurrección: `Recibid el Espíritu Santo" (1Jn 20,22). Esto es sin duda lo que él mismo había indicado en el Evangelio al decir que el vino nuevo no puede verterse en odres viejos (Mt 9,17), sino en odres nuevos, es decir, en los hombres que anduvieran conforme a la novedad de vida (Rom 6, 4). Sólo ellos pueden recibir el vino nuevo, es decir, la novedad de la gracia del Espíritu Santo.

Su izquierda está bajo mi cabeza y su derecha me abraza (Cfr. 2,6). La oración ardiente de la esposa atrae con sus deseos al esposo, que se hace presente y le abraza. Él es fiel a su palabra: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca halla; y ál que llama se le abrirá" (Mt 7,7-8). "Yo os digo: Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis" (Mc 11,24). Quien pide con fe, sin vacilar, recibe lo que desea (Sant 1,6). No hace esperar el esposo a la amada que le invoca, sino que enseguida se presenta ante ella (Lc 18,8). El deseo de la esposa es el deseo del esposo: "que donde yo esté, estéis también vosotros" (1Jn 14,3).

Os conjuro, hijas de Jerusalén, no despertéis, no desveléis a mi amor hasta que le plazca (Cfr. 3,5). Oigamos a san Juan de la Cruz: "¡Oh noche, que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada! ¡Oh noche que juntaste amado con amada, amada en el amado transformada! Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el amado; cesó todo, y dejéme dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado".


d)
Apoyada en el Amado

Terminada la oración, sigue la vida con los demás, que preguntan: ¿Quién es esa que sube del desierto, apoyada en su Amado? (3,6; 6,10). Siempre crea estupor el milagro del amor de Dios, que se manifiesta en la amada, trasformada por su amor. La Amada apoyada en el brazo del Amado, en abandono total de sí misma en él, es "un espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres" (1Cor 4,9). El amor, manifestado en Cristo, es algo extraordinario (Mt 5,47). El amor y la unidad son los signos de la presencia de Dios entre los hombres: "Amaos como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos" (1Jn 13,34). "Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que yo soy tu enviado" (1Jn 17,21).

Dice san Agustín: El Señor dice a sus discípulos: "Os doy el mandato nuevo: que os améis como yo os he amado". ¿Por qué llama nuevo a lo que nos consta que es tan antiguo? La novedad está en que nos despoja del hombre viejo y nos reviste del nuevo. Porque el Señor renueva en verdad al que cumple este mandato, teniendo en cuenta que no se trata de un amor cualquiera, sino de aquel amor acerca del cual, para distinguirlo del amor carnal, añade: "Como yo os he amado". Éste es el amor que nos renueva, que nos hace hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, capaces de cantar el cántico nuevo. Este amor es el que hace que el género humano, esparcido por toda la tierra, se reúna en un nuevo pueblo, en el cuerpo de la nueva esposa del Hijo único de Dios, de la que se dice: Resplandeciente, en verdad, porque está renovada por el mandato nuevo. Este amor es don del mismo que afirma: "Como yo os he amado, para que os améis mutuamente". Para esto nos amó, para que nos amemos unos a otros; con su amor nos ha otorgado el que estemos unidos por el mutuo amor y, unidos los miembros con tan dulce vínculo, seamos el cuerpo de tan excelsa cabeza.

De la esposa se dice que "camina por la vía de la justicia" (Pr 8,20). No se desvía ni a la derecha ni a la izquierda porque se apoya en "el árbol de la vida" (Pr 3,18), que nutre a los que se apoyan en él como sobre una columna firme. El Señor es vida y apoyo. Por eso dice a la esposa: "Guarda mis palabras en tu corazón. Adquiere sabiduría y no te apartes de las palabras de mi boca. No la abandones y ella te guardará y será tu defensa. Adquiere sabiduría y ella te ensalzará; si tú la abrazas, pondrá en tu cabeza una diadema de gracia, te protegerá con una espléndida corona de delicias" (Pr 4,4ss). "En tus pasos será tu guía; cuando te acuestes, velará por ti; conversará contigo al despertar" (Pr 6,22). Con estas palabras el esposo enciende el amor de la esposa, atrayéndola hacia él, pues dice: "Yo amo a los que me aman" (Pr 8,17).

Tú, Iglesia, eres hermosa. De ti se dice: ¡Oh hermosa entre las mujeres! De ti se dice también: ¿Quién es ésa que sube blanqueada?, es decir, iluminada. Pues se acercó la gracia iluminándote. Primeramente fuiste negra, ¡oh alma mía!, mas después te hiciste blanca por la gracia de Dios: "Fuisteis en algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor" (Ef 5,8). También se dice de ti con admiración: ¿Quién es esa que sube tan hermosa, tan llena de luz, tan sin mancha ni arruga (Ef 5,28)? ¿Por ventura no es ésta la que yacía en el cieno de la iniquidad? ¿No es ésta la que se hallaba en medio de la inmundicia de toda concupiscencia y deseo carnal? Luego, ¿quién es ésa que sube blanqueada? "Bendito quien confía en el Señor y busca en él su apoyo, pues él no defraudará su confianza. Será como árbol plantado a las orillas del agua, echando sus raíces junto a la corriente. No temerá cuando venga el calor, su follaje seguirá verde; en año de sequía no se inquieta ni deja de dar fruto" (Jr 17,7-8).


e) Debajo del manzano

Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, allí donde tu madre te dio a luz. La asamblea de Israel dice: "Debajo del manzano te desperté" se refiere al Sinaí. ¿Y por qué se compara con el manzano? Como el manzano produce sus frutos en el mes de Siván, también la Torá fue dada en el mes de Siván. ¿Realmente fue en el Sinaí "donde les dio a luz su madre"? Se parece a uno que pasó por un lugar peligroso y se vio libre de la muerte. Cuando le encuentra un amigo, le dice: ¿Pasaste por ese lugar? ¡Hoy te ha dado a luz tu madre! ¡Hoy has nacido de nuevo! Después de pasar por tantos sufrimientos eres un hombre nuevo. Lo mismo dice la asamblea cristiana viendo a los recién bautizados acercarse al banquete con sus túnicas blancas, apoyados en Cristo, al que se han incorporado. Sepultados con Cristo, debajo del árbol de la cruz, han sido despertados de la muerte, resucitando con Cristo, para sentarse a la mesa de los santos. Sobre el árbol de la cruz, del costado abierto de Cristo, ha nacido la Iglesia, como Eva fue formada del costado de Adán dormido en el Edén.

El esposo mismo es el manzano, bajo cuya sombra se cobijó la amada (2,3). En sus brazos se ha quedado dormida, tras su largo caminar por los campos y las viñas. El esposo, que ha vigilado el sueño de la amada, pidiendo a las hijas de Jerusalén que no la molesten, ahora la despierta y la hace salir de la sombra del manzano, de sus brazos, para sacarla y conducirla al coronamiento de su amor. En el árbol donde su madre Eva la engendró es donde ahora es despertada y desposada. El árbol de la vida recreada es el árbol de la cruz. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rom 6,20).

Bajo un árbol en pecado nos concibió Eva, bajo todo árbol frondoso se prostituyó la madre Israel (Jr 2,20), bajo el árbol de la cruz fuimos despertados del sueño. de la muerte y devueltos a la vida, cuando la espada atravesó el costado del Amado y de él "brotaron sangre y agua" (Jn 19,34). La salvación consiste en la recreación de lo que había destruido el pecado. Para ello, Cristo ocupa el lugar de Adán, la cruz sustituye al árbol de la caída y María ocupa el lugar de Eva. De esta manera se desata el nudo del pecado. La desobediencia fue vencida por la obediencia, la muerte con la resurrección.

El esposo, después del largo camino de noviazgo, desea sellar con alianza eterna su amor a la amada. Él mismo despierta a la amada, dormida entre sus brazos; con ella sale de casa, dispuesto a celebrar la unión nupcial definitiva. Ella, del brazo del esposo, apoyada en él, avanza suscitando la admiración de las doncellas de su cortejo nupcial. Antes (3,4), la Amada ha abrazado al Amado y lo ha llevado a casa de su madre; ahora, ella se abandona en los brazos del esposo, que la sostiene y conduce, allanándola el camino: "Hablad al corazón de Jerusalén y decidle bien alto que ya ha cumplido su milicia, ya ha satisfecho por su culpa. Una voz clama: En el desierto abrid camino al Señor, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado y todo monte o cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas, planicie" (Is 40,1ss; Mt 3,3).


f) Sello sobre el corazón

Grábame como sello sobre el corazón, como tatuaje sobre tu brazo. Porque es fuerte el amor como la muerte, implacable como el sol, la pasión. Saetas de fuego sus saetas, una llama del Señor. En aquel día la asamblea de Israel dice a su Señor: Te suplicamos, ponme como un sello de anillo en tu corazón, como un sello de anillo sobre tu brazo para que no vuelva más al exilio. Porque fuerte como la muerte es mi amor por ti, pero duro como el Se'ol es el odio con que los pueblos nos odian. La hostilidad que nos tienen arde como brazos de fuego de la Gehenna, que tú, Señor, creaste en el segundo día de la creación del mundo, para quemar a los idólatras.

Nacida de la cruz de Cristo, la Iglesia quiere llevar el sello de la cruz en el corazón y en los brazos: en el corazón para mantenerse firme en la fe y en el brazo para que toda actividad sea conforme a esa fe. La esposa desea que el esposo la lleve como sello en el corazón, sede del pensamiento y decisiones, y como tatuaje en el brazo, sede de la acción. Es el deseo de ser indisolublemente suya en todo, en su fe y en la vida, sin divorcio posible. El sello colgado del cuello, sobre el corazón, o en la mano es signo de la misma persona (Jr 22,24): "Aquel día, oráculo del Señor, te tomaré a ti, Zorobabel, y te haré mi sello, porque a ti te he elegido" (Ag 2,23). La esposa, que desea hacerse una carne con el esposo hasta decir "ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20), le suplica: Haz lo que en tu corazón planeaste, al decir "he aquí que sobre las palmas de mi mano te he grabado, tus muros están ante mí de continuo" (Is 49,16). ¿Puede acaso un hombre olvidar sus manos, o una mujer a su hijo de pecho? "Pues aunque éstas llegasen a olvidar, Yo no te olvido" (Is 49,15). Que tu corazón y tus manos, Amado mío, lleven esculpida mi imagen para que nunca te olvides de mí. La esposa hace eco a las palabras del Amado: "Escucha, Israel. Yahveh nuestro Dios es el único Dios. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Graba estas palabras en tu corazón. Las atarás a tu mano como una señal, y serán como una insignia ante tus ojos; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas" (Dt 6,4ss).

El sello del Espíritu Santo nos configura con Cristo. Dice san Atanasio: "El sello confiere la forma de Cristo, que es quien sella a cuantos son sellados y hechos partícipes de Él. Por eso dice el Apóstol: "Hijos míos, nuevamente estoy por vosotros como en dolores de parto hasta que Cristo tome forma en vosotros". La unción con el sello del Espíritu en el bautismo significa que Dios acoge al recién nacido como hijo en el Hijo. Lo sella, lo marca con su Espíritu. Luego, la vida entera del cristiano será sostenida y marcada por el Espíritu "hasta hacerle conforme a Cristo", hasta hacer de él "fragancia de Cristo" (2Cor 2,15): "Quienes se dejan conducir por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y cohere deros de Cristo" (Rom 8,14.17). "En Cristo vosotros, tras haber oído la Palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, y creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de vuestra herencia, para redención del Pueblo de su posesión, para alabanza de su gloria" (Ef 1,13-14). Marcados con el sello del Espíritu, los fieles se hacen cristóforos, portadores de Cristo, conviniéndose en templos de la Trinidad. Lo dice bellamente una fórmula del rito de confirmación de la Iglesia oriental: "Oh Dios, márcalos con el sello del crisma inmaculado. Ellos llevarán a Cristo en el corazón, para ser morada trinitaria".

San Pablo se siente confortado en sus tribulaciones sabiéndose ungido con el sello del Espíritu: "Es Dios el que nos conforta en Cristo y el que nos ungió y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,21-22). Para vivir la unión con Dios en Cristo es necesaria la acción del Espíritu Santo que imprime en nuestros corazones, como en la cera, la imagen de Cristo, que es imagen visible de Dios. Dice san Cirilo de Alejandría:

El Espíritu Santo es fuego que consume nuestras inmundicias, fuente de agua viva que fecunda para la vida eterna y sello que se imprime en el hombre para restituirle la imagen divina. Nos hace conformes con Dios y nos ensambla en el cuerpo eclesial de Cristo con su fuerza unificadora, que funde en la unidad la Cabeza y los miembros. El Espíritu Santo no diseña en nosotros a la manera de un pintor que, siendo extraño a la esencia divina, reprodujera sus rasgos; no, no nos recrea a imagen de Dios de esta manera. Porque Él es Dios y procede de Dios, se imprime, como en la cera, en los corazones de los que le reciben, a la manera de un sello invisible; así por esta comunicación que hace de sí mismo, devuelve a la naturaleza humana su belleza original y rehace el hombre a imagen de Dios.

Es centella de fuego, llamarada divina. Fuerte como la muerte es el amor que Dios os tiene (Mal 1,2), "es llama de fuego que devora el rastrojo y consume la paja" (Is 5,24). Sólo resisten el fuego devorador de Dios el oro, la plata y las piedras preciosas, que salen de él acrisoladas; en cambio quedan abrasadas la madera, el heno y la paja (1 Cor 3,10ss). Sólo el amor es eterno, no acaba nunca (1Cor 13,4). Su llama es fuerte como la pasión, es un rayo que cruza del cielo a la tierra y la abrasa (Job 1,16; 2Re 1,10ss). El amor es más potente que las aguas incontenibles, que arrollan lo que encuentran a su paso. Ni una inundación, que desbordara los ríos, extinguiría "el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5). "Ni la tribulación, ni la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada, ni la muerte ni la vida... podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro" (Rom 8,35ss). El amor sobrevive a la muerte misma. La llama de Dios es invencible, arde en la zarza sin consumirse ni consumirla (Ex 3,2). La llama de amor es Dios: "Dios es amor" (1Jn 4,8).

El amor es más fuerte que la muerte y que el Seol, que nunca se sacia (Pr 15,16). Sus llamas son inextinguibles. La fuerza de las aguas arrolladoras no lo apagan. La llama del Señor abre caminos en el mar y sendas en las aguas caudalosas (Is 43,16). Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los bienes de su casa por el amor, se granjearía el desprecio. El Señor dijo a la casa de Israel: Aunque se reúnan todos los pueblos, que son como las grandes aguas del mar, no podrán apagar mi amor hacia ti; y aunque se reúnan todos los reyes de la tierra, que son como las aguas de los ríos, no podrán anegarte (Sal 46,2-4). El que construye su vida sobre la roca del amor indefectible de Dios está seguro. Aunque caiga la lluvia, se desborden los torrentes, soplen los vientos y embistan contra ella, no caerá por estar edificada sobre roca (Mt 7,24ss).

Comenta Balduino de Cantorbery: Es fuerte la muerte, que puede privarnos del don de la vida. Es fuerte el amor, que puede restituirnos a una vida mejor. Es fuerte la muerte, que tiene poder para desposeernos de los despojos de este cuerpo. Es fuerte el amor, que tiene poder para arrebatar a la muerte su presa y devolvérnosla. Es fuerte la muerte, a la que nadie puede resistir. Es fuerte el amor, capaz de vencerla, de embotar su aguijón, de reprimir sus embates, de confundir su victoria. Es fuerte el amor como la muerte, porque el amor de Cristo da muerte a la misma muerte. Por eso dice: "Oh muerte, yo seré tu muerte".

El Señor, "vestido de esplendor y majestad, arropado de luz como un manto, que hace de las nubes su carro y se desliza sobre las alas del viento" (Sal 103,1 ss), hace también de sus apóstoles saetas de fuego, que recorren la tierra: "tomas por mensajeros a los vientos, a las llamas de fuego por ministros" (Sal 103,4). Ellos son los ejecutores de su voluntad (Sal 102,21). Llenos del Espíritu Santo, posado sobre ellos en forma de lenguas de fuego, proclaman las maravillas de Dios a todos los hombres (He 2,lss). Con este fuego divino no tienen miedo a salir abiertamente de sí mismos, pues "¿quién nos separará del amor de Cristo? En todo salimos vencedores gracias a aquel que nos amó" (Rom 8,35).

Si alguien diera todos los bienes de su casa por el amor, se granjearía el desprecio. El amor es gracia, don, libertad. Es superior a todos los bienes de este mundo, "más precioso que las perlas" (Pr 3,15), más que las piedras preciosas, ninguna cosa apetecible se le puede comparar (Pr 8,11s). El amor de Dios, como la sabiduría divina, es "preferible a cetros y tronos, y en comparación con ella nada es la riqueza. Ni la piedra más preciosa se la puede equiparar, porque todo el oro a su lado es un puñado de arena, y barro parece la plata en su presencia" (Sb 7,8s). Es el tesoro escondido y la perla preciosa, que colma de alegría a quien la halla y todo el resto ya no le interesa (Mt 13, 44ss).