TERCERA PARTE

CRISTIANO, MODERNO Y PROFANO


Si lo sacro es inevitable (por eso, si acaso, se dan transformaciones de lo sacro, no destrucción), no es un esfuerzo sin sentido dedicar tiempo a reflexionar sobre la mejor forma (teórica y práctica) de que aparezca en su valencia propia.

No se trata de crear una teoría, sino de comentar lo que está ahí, de hablar de una serie de hechos que, tercos, se resisten a los anuncios de desaparición. Teoría y cultura: algunas reflexiones sobre por qué lo sacro y algunas consideraciones sobre prácticas sacras, ya que el término práctica religiosa necesita una temporada de descanso para que pueda sonar en toda su fuerza.

Se trata de ensayar, es decir, de contribuir, con elementos de pensamiento, a que se caiga en la cuenta de que estamos recorriendo sólo un trecho en esa larga historia de lo sacro. No es época de profetizar, sino de observar lo que siempre ha estado ahí, en la esquina de la vida: el tranquilo aliento de la paciencia de Dios.

 

LA NECESIDAD DE LO EXTRAORDINARIO

Más por el gusto de conocer que por el deseo de «utilizarlo», el hombre se ha dedicado crónicamente al estudio del hombre. Como es de prever, resulta imposible resumir el contenido de esos estudios, pues el hombre está no sólo en las llamadas ciencias humanas y/o sociales, sino en todo el amplio ámbito de las otras ciencias que él mismo ha construido y, sobre todo, en los productos innumerables del arte. Homero, Dante, Goethe, Shakespeare, Cervantes, Dostoievsky —o Leonardo, Velázquez, Miguel Angel, Goya— tienen más que decir sobre el hombre que la inmensa mayoría de los psicólogos, sociólogos y antropólogos de los siglos xix y xx. Y a esa lista mínima podrían añadirse músicos —Bach, Mozart, Beethoven, Verdi, Wagner—, arquitectos, incluso los artistas anónimos de las mal llamadas «artes menores» (decoración, orfebrería, miniatura, etcétera).

Vamos a pasar revista a las clasificaciones de algunos psicólogos sobre los motivos básicos del hombre, que equivalen a sus necesidades. La historia es mucho más antigua. Los tratados clásicos sobre las pasiones tenían ya —desde Aristóteles y, antes, desde Platón— un antiguo repertorio: amor, deseo, gozo, te-mor, ira. Los modernos psicólogos, acompañados en esto por los antropólogos (sobre todo los de la escuela funcionalista), han sido más empíricos. Poffenberger distinguía, en 1932, los siguientes motivos básicos:

  1. Beber.

  2. Comer.

  3. Sexo.

  4. Descanso, comodidad.

  5. Huir del peligro.

  6. Relaciones interpersonales.

  7. Afirmación de sí mismo, deseo de independencia.

  8. Paternidad. Maternidad.

  9. Juego.

  10. Pertenencia, deseo de ser aceptado por otro, en conflicto con el deseo de soledad.

  11. Deseo de novedad, curiosidad, en conflicto con el deseo de lo familiar.

  12. Propiedad, interés por coleccionar cosas.

Notemos ya cómo en esa enumeración falta «la necesidad de lo extraordinario», rótulo genérico que engloba algo más difícil de delimitar, pero más profundo: la «necesidad» religiosa. Pero ya se sabe que una buena parte de los psicólogos se mueven, muy poco científicamente, en el ámbito de un cierto agnosticismo.

H. A. Murray distinguía en 1938 seis grupos de necesidades, cada uno de los cuales estaba integrado por cuatrp o cinco. Resultaban en total 28:

Grupo A (asociadas con objetos inanimados): adquisitiva, instinto de propiedad, instinto de conservación, necesidad de coleccionar, reparar, limpiar y preservar cosas, necesidad del orden, de organizar, de limpiar, de retener cosas que no se usan, de construir.

Grupo B (necesidad de hacer): ambición, voluntad de poder, prestigio, necesidad de hacer cosas.

Grupo C: dominancia, deferencia, mímesis, autonomía, espíritu de contradicción.

Grupo D: agresión, sumisión, vergüenza.

Grupo E: afecto, amor, tener amigos, ser apreciado, protección.

Grupo F: otras necesidades adicionales socialmente re-levantes.

En 1941, C. N. Allen distingue entre motivos primarios y secundarios.

primarios                                                 secundarios

Comida                                                     Universalidad

Bebida                                                      Salud

Comodidad personal                                 Eficacia

Huida del peligro                                      Conveniencia

Sexo                                                         Fiabilidad

Bienestar de la familia                              Economía

Aprobación social                                     Belleza

Superioridad, poder                                 Limpieza

Exito, superación de las dificultades        Curiosidad

Juego                                                        Cultura

José Luis Pinillos, de quien tomo estos resúmenes, comenta que «lo importante de la motivación humana estriba justamente en su plasticidad y carácter creador; en virtud de sus propias creaciones motivacionales, rompe el hombre con todos los es-quemas fijos —en el fondo, calcados de la noción de instinto—y consigue que sus necesidades no sean pulsiones necesarias, sino deseos, sujetos en último extremo a la regulación superior de su voluntad1.

1 J. L. PINILLOS, La mente humana, Madrid 1969, pp. 132-133.

La psicología, basada muchas veces en lo que empíricamente —con todas las limitaciones del caso— se puede detectar en el cerebro, no consigue encontrar un lugar para la «necesidad de lo extraordinario», a pesar de que es una de las constantes humanas. Tanto en un orden individual como cultural esa necesidad de lo extraordinario se presenta siempre. Se puede decir que es ineliminable.

No hay que extrañarse de que, ante esta miopía de la mayoría de las corrientes psicológicas, sea bueno aventurarse en obras de una corriente de pensadores o visionarios (una constante en la historia), a los que no hay que tomar al pie de la letra, pero que detectan a su modo la existencia de esas «zonas de lo extraordinario» que han tentado siempre al hombre. Todo rito de «iniciación» envuelve siempre cierto carácter extraordinario y, en ese sentido, podría componerse un catálogo antropológico, semejante al realizado por Frazer en La rama dorada o al más aséptico de Lévi-Strauss en las Mitológicas. Pero no interesan tanto los hechos como la tendencia. Interesa la existencia de hombres que han, al menos, imaginado lo extraordinario como normal.

Me voy a detener en una figura que, después de casi un siglo durante el cual fue recubierta de olvido, volvió a la celebridad hacia los años sesenta de nuestro siglo, para después caer de nuevo en la oscuridad. Es Charles Fourier. No es una figura simpática; todo lo contrario. Su egolatría, sus manías obsesivas molestan. De sí mismo decía: «Yo he caminado sólo hacia la meta, sin medios, sin rutas trazadas. Voy a superar veinte siglos de imbecilidad política, y las generaciones presentes y futuras me serán deudoras de su inmensa dicha. Antes de mí, la humanidad ha perdido varios miles de años en luchar incesantemente contra la naturaleza.»

Nada o casi nada ha quedado del mundo ideado por Fourier, de ese «orden nuevo» que, según él, se iba a instaurar en el mundo, gracias a su obra. Lo interesante en Fourier es «su caso», la demostración palpable de la capacidad humana de desear lo extraordinario. En Fourier, hay nada menos que una transformación radical del mundo. De un buen estudio sobre Fourier extraigo esta síntesis: «Los mares dejarán de ser salados y tomarán el gusto de una especie de limonada que nosotros llamamos vinagre de cedro. La fauna marina actual, que corresponde a nuestro estado degradado de civilización, será reemplazada por servidores anfibios, cuya aparición profetiza el buen Fourier. Habrá simpáticos antitiburones que ayudarán a los pescadores a capturar pescados, potentes antiballenas que arrastrarán los barcos y rápidos antileones que servirán de corceles reemplazando a nuestros caballos. El hombre vivirá, como media, ciento cuarenta y cuatro años y al cabo de nueve generaciones alcanzará la talla media de siete pies. En ese momento le nacerá un nuevo miembro, el "archibrazo", que supondrá "concurso y apoyo para todo movimiento del cuerpo". En las esferas celes-tes, el advenimiento del mundo armónico será signo de redención para las almas de los antepasados que vegetan "en estado de languidez y de ansiedad" mientras se perpetúan los "horrores del estado civilizado, bárbaro y salvaje". Los astros mismos, al estar regidos por las leyes de la atracción amorosa (Fourier habla de su "copulación" y los considera hermafroditas), alcanzarán la felicidad armónica»2.

2 Jean-Christian PETITFILS, Los socialismos utópicos, Emesa, Madrid 1979, p. 143.

Como es sabido, Fourier tuvo entusiastas seguidores que fundaron «falansterios», todos de vida efímera y pobre. Mientras duraron, los integrantes «creyeron» en la instauración de ese orden nuevo que había anunciado el maestro. Los llevaba a obrar así esa necesidad de lo absolutamente diverso, de lo extraordinario.

La «necesidad de lo extraordinario» tiene mucho que ver en la adhesión al marxismo, pese a que el materialismo histórico se presente como «socialismo científico» frente a los anteriores socialismos que serían «utópicos», según la famosa distinción de Engels. Los «padres fundadores del comunismo» no ahorraron vaticinios sobre la transformación, verdaderamente extraordinaria, que se iba a operar en la sociedad. Muchos militantes comunistas se quedaron sólo con esas «profecías» faltos de inteligencia y de paciencia para entender el resto de las consideraciones marxistas.

La presentación del marxismo como una muestra más de la «necesidad de lo extraordinario» puede parecer insólita, debido, en buena parte, a que el comunismo se ha considerado a sí mismo como la verdadera ciencia de la historia. Pero ahí están las afirmaciones de Marx, Engels, Lenin, Trotsky. De Marx y Engels, en La ideología alemana, es la famosa afirmación de que la sociedad comunista dará al hombre «la posibilidad de hacer hoy esto, mañana aquello, cazar por la mañana, pescar por la tarde, practicar la cría de animales por la noche, criticar a mi antojo, sin ser nunca pescador, ganadero o crítico», es decir, la abolición de la división del trabajo. De Crítica del programa de Gotha, el famoso: «En la fase avanzada (...) el angosto horizonte del derecho burgués podrá quedar totalmente superado y la sociedad podrá escribir en sus banderas: de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades.» El texto, de 1875, había sido anticipado en 1847, en el Manifiesto: «En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surge una asociación donde el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos.»

Lenin, en El Estado y la revolución, de 1920, es decir, realizada ya la revolución soviética, anuncia la gradual desaparición del Estado; los asuntos de la «administración de las cosas» (que sustituirá, según la famosa frase de Saint-Simon, al gobierno sobre los hombres) serán tan fáciles que podrán ser llevados «por una cocinera». Cuatro años después, Trotsky escribe en Literatura y revolución: «El hombre llegará a ser inconmensurablemente más fuerte, más sabio y más sutil; su cuerpo se hará más armonioso, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical. Las formas de la vida serán dinámicamente bellas. El hombre medio se elevará a la altura de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx.»

La necesidad de lo extraordinario no se explica por la previa «inexistencia» de ciencia. No es el primitivo el único que «crea» lo extraordinario para compensar la falta de una visión científica del mundo. Esto es una de las superficialidades que el «progre-sismo» —desde el siglo XVIII a hoy— ha hecho «creer» a no pocos. No puede pensarse que Marx, Engels, Lenin, Trotsky no estaban bastante al día de la ciencia de su tiempo; una ciencia que, además, era «racionalista», anti-mito, desveladora de los auténticos enigmas del universo. Pues bien: a pesar de esa ciencia, caen en la «visión de lo extraordinario».

La necesidad de lo extraordinario no está en relación de oposición con la persistencia de lo ordinario. Al contrario: precisamente porque lo ordinario es lo normal, el hombre desea, a su lado, lo que se sale de lo corriente, lo que exalta, asombra, anima, asusta, aterroriza, emociona, atrae, hace llorar. La necesidad de lo extraordinario es, con la necesidad de lo ordinario, un dato del funcionamiento humano, una constante. Cualquier manifestación de lo humano se realiza, simultáneamente, en estos' dos raíles. También lo sacro requiere manifestación extraordinaria. Lo sacro basado en lo Santo, en Dios, está repleto de esas manifestaciones. Una de las más famosas teofanías relatadas en el Viejo Testamento puede servir de ejemplo: «Moisés apacentaba el ganado de Jetró, su suegro, sacerdote de Madián. (He aquí la actividad ordinaria.) Conduciendo el ganado más allá del desierto, llegó al monte de Dios, al Horeb. Allí se le apareció el ángel de Yavé en llama de fuego, en medio de una zarza. Miró y vio que la zarza ardía sin consumirse. (Se junta lo ordinario con lo extraordinario: la zarza arde fácilmente; aquí, ardía y no se consumía.) Moisés se dijo: Voy a acercarme a ver esta gran visión: por qué la zarza no se consume. (Lo extraordinario es advertido en cuanto tal, en medio de lo ordinario.) Viendo Yavé que se acercaba para mirar, lo llamó de en medio de la zarza diciendo: ¡Moisés! ¡Moisés! Y él respondió: Heme aquí. Dios le dijo: No te acerques. Quita el calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás es tierra santa» (un gesto ordinario, descalzarse, como símbolo de la consciencia de lo extraordinario, en este caso, de lo sagrado en forma extraordinaria). Este texto del Exodo (capítulo 3, versículos 1-5) es precioso. Se podría decir que, en su revelación, Dios aprovecha la «necesidad de lo extraordinario» que está en el hombre, y la atrae mediante el prodigio de la zarza.

La necesidad de lo extraordinario se registra en todas las actividades del hombre. Sin embargo, es corriente que cuando lo extraordinario roza con el tema del «más allá» (lo dejo aquí, adrede, en toda su indefinición) se hable de mito, confundiéndolo con lo religioso. El mito es una forma de expresión de la necesidad de lo extraordinario. La verdadera inteligencia de la religión requiere, por tanto, una previa dilucidación de la categoría «mito».