SEGUNDA PARTE

LOS NUEVOS DIOSES

Los intentos de destrucción de lo sacro han dado lugar a un ateísmo intelectual y, quizá, a una generalización de la indiferencia ante la realidad de lo religioso. Pero lo sacro, que no es creado, no puede ser destruido. Incluso considerado como simple «categoría de la conciencia», lo sacro no tiene más remedio que permanecer.

Cuando la referencia sacra fundamental y esencial —la vinculación de lo sacro con lo santo— se hace menor, y esto es un tema cultural, lo sacro no desaparece, sino que «reaparece», transformándose. En «nuevos dioses».

En el siguiente caleidoscopio de lo sacro pueden verse algunas de las manifestaciones o de los «reventones» de lo sacro cuando su fuerza propia es reprimida de algún modo. El catálogo ha tenido que ser reducido, porque casi literalmente todo se hace «sacro» cuando lo sacro no encuentra su corriente de expresión. Uno de los «gustos» de nuestro tiempo es, precisamente, vivir como «sagradas» las cosas más abyectas.


EL PODER DE LA MAGIA

Si se incluyen en un solo concepto todos los fenómenos que encajan en lo genéricamente llamado «sobrenatural» (y, a la vez, se hace coincidir esto con lo «no científico»), se estará en las mejores condiciones para no entender casi nada de lo que ocurre en el hombre. Y, sin embargo, algunos especialistas en la materia, algunos etnólogos o antropólogos culturales, han caído a veces en ese vicio. Al estudiar las sociedades primitivas se ha pasado sin más de lo religioso a lo mágico: a la hechicería, a la brujería. Ciertamente existen también autores que han acudido al estudio con un instrumento metodológico más matizado. Ahora estamos en condiciones de distinguir, bastante claramente, entre religión y magia (e incluso entre magia y hechicería o brujería).

Marcel Mauss habla de religión «stricto sensu» cuando está clara la noción de «sagrado» y cuando existen verdaderas obligaciones del hombre hacia Dios. En cambio, la magia y la adivinación tienen poco que ver con lo sagrado y no se refieren a estrictas obligaciones1. Refiriéndose a la magia, añade que raramente se sirve el mago de cosas sagradas; y, si lo hace, se estima que es sacrilegio2.

1 M. MAUSS, Introducción a la Etnografía, Istmo, Madrid 1974, p. 331.
2
Introducción a la Etnografía,
p. 382.

Esta línea de distinción entre lo religioso y lo mágico aparece también en Mair: «En cuanto a la diferencia existente entre la religión y la magia, la gente normal tiene la idea general de que sabe en qué consiste, y esta idea general es correcta. Cabría resumirla como la diferencia entre comunicarse con seres y manipular fuerzas. Cuando domina la idea de la comunicación, la actividad es primordialmente religiosa; y cuando es la idea de  la manipulación la que domina, la actividad es primordialmente mágica»3. No se insistirá lo suficiente en la importancia de esta distinción. Sin ella es muy difícil entender qué está ocurriendo en nuestro tiempo, cuando la «desacralización» no trae consigo, en modo alguno, una «desmagización». «Por lo común, recuerda Lienhardt, los antropólogos han seguido a Frazer, Malinowski y otros, en lo que concierne a la distinción de "magia" y "religión", tomando como referencia la actitud del practicante y las técnicas empleadas. La magia, en este aspecto, logra sus fines mediante fórmulas y actos que son considerados intrínsecamente efectivos en una forma casi determinista; por lo tanto es, según Frazer, una equivocada forma de ciencia. Por otra parte, la religión comprende un sentido de dependencia de poderes más altos cuya ayuda se suplica y cuya ira se aplaca, pero que no están sujetos en ninguna forma al dominio del hombre»4.

3 L. MAIR, Introducción a la antropología social, Alianza, Madrid 1978, p. 221.
4
G. LIENHARDT, Antropología social, F.C.E., México D.F. 1974, p. 203.

Si se desea aún más claridad, he aquí una contraposición de conceptos que delimitan los exactos «territorios» de lo religioso y de lo mágico:

religión  

magia

globalidad

marginalidad

normalidad

anormalidad

desinterés

interés

entrega a otro

dominio de lo otro

Es muy discutible, por otro lado, la opinión de Frazer (seguida por muchos) de que la magia es algo así como una ciencia imperfecta cuando no puede darse ciencia verdadera. Discutible, sobre todo, basándose en este hecho: entre los primitivos, coexisten «ciencia» y «magia». Como mostró bien Malinowski, los isleños de las Trobriand recurren a una artesanía de base científica para fabricar en forma inmejorable sus embarcaciones; pero cuando se trata de botarlas, de exponerlas a los desconocidos peligros del océano, recurren a la magia, en el intento de «controlar» las fuerzas del mar, en beneficio del hombre. Y hay más: en los pueblos actuales, cuando muchas ciencias han adquirido un estatuto claramente delimitado, la magia no ha desaparecido.

El fenómeno registrable es el siguiente: se ha utilizado la ciencia para intentar desbancar la religión. Y, en esta operación, cuando «socialmente» ha desaparecido la religión, no desaparece la magia. Una prueba más de que estas tres realidades se distinguen: ciencia, magia y religión.

Por otro lado, se puede señalar cómo existe una mayor conexión entre ciencia y magia que entre ciencia y religión o entre magia y religión. La ciencia es el intento de controlar la naturaleza («saber es poder», decía Bacon y, en el mismo sentido, Descartes). La magia no pretende otra cosa. La religión es, en cambio, adoración, en sentido de dependencia, entrega. Con la religión, el hombre no intenga «controlar» a Dios, sino «amarlo» por ser quien es. No tiene nada de extraño, por tanto, que la disminución del sentido religioso refuerce el interés por la ciencia (la realidad efectivamente controlable) y por la magia (la realidad que, aun no controlada, se desea poseer). Manipular lo que aún está oculto: de ahí el «ocultismo».

En este tema es útil seguir al filósofo tanto como al antropólogo5. Pieper escribe: «Magia es el intento de tener a disposición, mediante un determinado hecho, poderes sobrehumanos y ponerlos al servicio de fines humanos. Entendida así, la magia sería lo opuesto al acto religioso: la religión es adoración, entrega, servicio; la magia, por el contrario, es en el fondo un intento de usurpación. Con lo que se pone de manifiesto algo más: que la magia no es en modo alguno mero objeto de la etnología, sino una perversión, posible en cualquier época, de la actitud del hombre hacia Dios y que, además, visto desde fuera, un hecho concreto apenas podrá decirse si es religioso o mágico6. Ahora se comprende que quepa un uso «mágico» de la religión (es decir, de las formas exteriores del hecho religioso), pero no como residuo de una época pasada, sino como algo actual. De manera semejante cabe un uso «político» del hecho religioso, como es patente en ideologías de distintos y aun opuestos signos.

5 Cfr. sin embargo E. EVANS-PRITTCHARD, Las teorías de la religión primitiva, Siglo XXI, Madrid 1976, con un enfoque mucho más comprensivo y con la bibliografía fundamental.
6
J. PIEPER, La fe ante el reto de la cultura contemporánea, Rialp, Madrid 1980, p. 43.

La magia no es sólo una ciencia pre-científica. De hecho, con toda la ciencia posible, sigue habiendo magia. La magia explota el territorio de lo desconocido, o bien porque no es conocido todavía o porque probablemente nunca lo será. En efecto, no depende de ciencia alguna conocer por qué ha descarrilado precisamente el tren en el que yo iba. Ante esa posibilidad —siempre latente, sea cual sea el estado de la ciencia—algunas personas recurren a un rito que quiere ser mágico. Es decir, creen que un gesto determinado —o un amuleto o la consulta a un adivino— les dará una certeza que no pueden obtener de otro modo. La actitud religiosa ante esa misma situación es muy distinta, cualitativamente. Se invoca a Dios, al que se reconoce como autor del mundo y señor de los hechos, pidiéndole que, si es su voluntad, libre de todo peligro. Aquí no hay ningún intento de controlar nada: están, en cambio, la adoración y la impetración, el reconocimiento del dominio de Dios sobre todas las cosas.

Mucho más alejada está aún la religión, si cabe, de esa forma de magia que persigue directamente el daño sobre las cosas o sobre las personas: la brujería o hechicería. Es inconcebible que pueda invocarse a Dios, Bien supremo, para pedirle un mal. Por eso cualquier utilización de formas religiosas para fines malévolos es un pecado contra la virtud de la religión. Esto es suficientemente conocido y es una desgracia que la mayoría de los antropólogos culturales no hayan repasado, aunque sólo fuese por curiosidad, algunos tratados de teología moral y leído atentamente lo que allí se escribe.

En resumen: magia y hechicería son realidades, en el sentido de que se han dado y se dan en muchos pueblos. Pero su esencia no tiene absolutamente nada que ver con la religión. En los dos casos se trata de creaciones humanas, en el intento de controlar lo incontrolable (porque se desconocen sus leyes naturales o porque nunca se dará con esas leyes). Ni el mago, ni el hechicero ni el brujo son «hombres de Dios». Cuando actúan lo hacen en nombre propio o de algo impersonal. Por todas estas razones no está nunca de sobra la ilustración para que lo auténticamente religioso no se mezcle con lo que no lo es. No se trata de limpiar la religión de «residuos mágicos», sino de impedir que lo religioso sea entendido «mágicamente» y, por tanto, desnaturalizado.

«No obstante —escribe Pieper—, uno podría, puesta la mirada, por ejemplo, en la categoría sacramento, formular la siguiente pregunta: ¿no entiende la misma Iglesia (católica) la acción sagrada de tal modo que la especial presencia de Dios en ella no tiene lugar precisamente en virtud de la entrega del sacerdote (ex opere operantis), sino ex opere operato, esto es, en virtud del mismo acontecimiento fáctico? ¿Y no es esto, según la definición, magia?»7. En realidad existe una única respuesta: el sacramento no es una acción humana, sino divina. Naturalmente, para admitir esto es necesaria la fe, pero eso es precisamente lo que la fe dice: que el sacramento no depende de la bondad del que lo administra, ni —por ejemplo— de que se dé un determinado quorum. Se comprende que, sin fe, la acción sacramental parezca una acción mágica, pues se entiende que un hombre, en nombre de lo humano, quiere hacer que una cosa tenga una virtud superior a la de su naturaleza.

Pieper resume así la respuesta, en cuatro tesis, de la teología sacramental: «Primera: el que los sacramentos realicen lo que significan no tiene su causa en modo alguno en una acción humana, sea o no religiosa, sino sólo en un acto de libre disposición de Dios. Segunda: actuar ex opere operato no significa que el efecto sacramental no haya de ser al mismo tiempo un acto verdaderamente humano, esto es, consciente y libre, realizado al menos en la intención de hacer lo entendido por el sacramento. Tercera: quien actúa propiamente en el sacramento es el mismo Cristo, quien de hecho no quiso vincular su don, pensando en favor de los hombres, a la disposición ocasional de su encargado. Cuarta: del fruto del sacramento nunca participa el recipiendiario automáticamente, sino en cuanto se abre a él con entrega de creyente»8.

7 PIEPER, La fe..., p. 43.
8 PIEPER, La fe..., p. 44.

Todo esto se resume aún más, de forma práctica, con la idea de que, por tanto, no es necesario —para la esencia y validez del sacramento— ayudar con artificios humanos, más o menos útiles. Un bautismo no es más porque lo reciban miles de niños al mismo tiempo. Una misa no lo es más porque todos los asistentes canten o se muevan alrededor del altar o se unan en un corro. Un matrimonio no es más sacramento por el hecho de estar presidido por un cardenal. Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero aquí interesa apuntar otra observación: precisamente intentar reforzar de esos modos las acciones sagradas es lo que puede engendrar, en algunos, la confusión entre lo mágico y lo religioso.

En este tema, lo importante es señalar, de forma continua, qué es lo esencial. Y lo esencial es la acción de Dios, objetiva, sobrenatural. Como es una acción de Dios dirigida a los hombres, las formas y maneras humanas no sólo no son obstáculo, sino que son instrumentos de esa acción. Si el agua adquiere, por la palabra sacramental, la capacidad de ser instrumento que confiere la gracia, más cerca de Dios está la palabra humana, su gesto. No hay que extrañarse de que palabras o gestos o acciones tengan cierta semejanza con ritos no cristianos, algunos con miles de años de antigüedad. La coincidencia se debe a que así es el hombre; y es así porque de ese modo ha sido creado por Dios. Materia y forma se dan también en otras muchas acciones humanas, que nada tienen que ver con la religión. Una compraventa en el Derecho romano —al menos en determinadas épocas— era algo muy parecido (en lo exterior) a un sacramento. La línea de distinción sigue, sin embargo, siendo clara: acción de Dios, no del hombre; o, mejor, acción con un agente principal (Dios) y uno instrumental (el hombre).

Históricamente, cada vez que se ha ignorado este sentido sobrenatural de la acción sagrada se ha incidido en formas mágicas, más o menos extrañas. Recuérdese, por ejemplo, el culto a la Diosa Razón, en algunos momentos de la Revolución Francesa; la «nueva religión» ideada por Comte, etc.

Dejando aparte los sacramentos, otras acciones sagradas (procesiones, funerales, peregrinaciones, etc.) están radicadas en cuanto tales acciones en la naturaleza del hombre. Por eso se han dado siempre, en todas las épocas (aunque no necesariamente todas a la vez), y son, en ese sentido, insuprimibles. Sólo cambia en nombre de quién se realizan esas acciones. No hace falta extenderse mucho en las fiestas de las Olimpiadas (un rito pagano seguido a rajatabla), en las procesiones políticas de algunos partidos de masa, en el «culto a la personalidad» —viva o difunta—, etc. El hombre no tiene más remedio que actuar así.

Si esto es así —puede preguntarse—, ¿por qué cualquier acción corriente no puede convertirse también en una acción sagrada? Una nueva cita de Pieper servirá para advertir la objeción con un caso concreto: «Un joven párroco de gran ciudad, entrevistado exhaustivamente en la televisión y muy elogiado, trasladó sin más la misa dominical al club de sus jóvenes feligreses, sentados juntos allí para tomar Cocacola y patatas fritas. "Si no venís a mi prédica, ¿por qué no he de sentarme con vosotros a la mesa y hablaros aquí?". Puede pensarse, en principio, en un procedimiento plausible, casi obvio. No queda claro, sin embargo, si ese hombre decidido era de la opinión de que con tal intercomunicación se lleva a cabo todo aquello alcanzado por el sacrificio eucarístico, y si no todo, al menos lo principal, el núcleo. Los autores del reportaje televisivo parecían convencidos de esto»9. La actuación de ese párroco es algo humano, amistoso, pero no se convierte en sagrada por el simple hecho de que él o sus amigos lo piensen así. La acción sagrada es de Dios. En la celebración del sacrificio de la Misa, escribe Pieper, «acontece algo, intuido y ansiado por todos los cultos humanos y en buena medida prefigurado por ellos: la verdadera presencia de Dios entre los hombres, o dicho más exactamente, la presencia viva del logos divino hecho hombre y su muerte redentora en medio de la comunidad celebrante. ¡Celebrante! Con lo que queda claro que aquí se excluye la arbitrariedad del lugar e incluso del comportamiento. Dignidad y gravedad no es algo que pueda darse en cualquier lugar y de cualquier modo. Tales solemnidades exigen un espacio delimitado expresamente respecto de lo trivial y cotidiano. Y aunque el muro de separación estuviera tan sólo constituido por los cuerpos vivos de quienes asisten a la celebración, como ya ocurrió bastante frecuentemente en los campos de concentración de los poderes terrenos. Lo que se exige, ante todo, es la comunidad de quienes adoran con fe» 10.

La presencia real de Dios es lo que delimita esencialmente la naturaleza del sacrificio de la Misa, que es el centro del culto cristiano. En el momento en que esto se pierde de vista, lo que se hace empieza a adquirir —ahora sí— el sentido de algo sólo humano, esotérico o campechano, pero en cierto modo «mágico». Esto quiere decir que no se reduce una supuesta desviación «mágica» disminuyendo el carácter sagrado, ritual, solemne de las celebraciones. Precisamente ocurre lo contrario. El mago, brujo o hechicero en muchos pueblos primitivos se caracteriza por su actuación «original», arbitraria. Todo lo contrario del ordo consagrado durante muchos siglos en la liturgia religiosa. Precisamente la aparente «rigidez» del culto tiene, entre otras razones, la de señalar lo característico de esas acciones.

9 PIEPER, La fe..., p. 54.
10
PIEPER, La fe..., p.
60.