PERVIVENCIA DE LA SUPERSTICIÓN


La superstición es una realidad antigua y actual. Consiste en atribuir a seres creados fuerzas que no poseen. En este nombre genérico de superstición pueden englobarse fenómenos muy diversos: la adivinación, la magia, el ocultismo, el espiritismo, etc. Las creencias genéricamente religiosas de numerosos pueblos —primitivos y civilizados— incluyen teorías o prácticas supersticiosas, pero es preciso aclarar desde el principio que la Biblia conoce estos hechos y los condena del modo más enérgico. «No ha de haber en ti nadie que haga pasar a su hijo o a su hija por el fuego, que practique la adivinación, astrología, hechicería o magia, ningún encantador o consultor de espectros, ni adivino, ni evocador de muertos. Porque todo el que hace estas cosas es una abominación para Yahveh tu Dios»1.

1 Deuteronomio. 18, 10-12. Cfr. también Levítico 20, 27.

El creyente, por tanto, admite sólo dos órdenes de conocimientos: el natural (en el que se incluye la explicación científica de la realidad, así como la explicación filosófica y de otras ciencias humanas y sociales) y el sobrenatural, revelado por Dios. Puede decirse, por tanto, con la más plena seguridad que las reminiscencias o residuos supersticiosos que se puedan dar en la práctica religiosa no tienen nada que ver con la religión. Sin embargo, las teorías sobre la religión que se difunden a partir del siglo XVIII y se desarrollan a lo largo de los dos últimos siglos tienen la tendencia a considerar el cristianismo simplemente como una «sublimación» de las prácticas supersticiosas. Para esto suele apoyarse en la existencia de estas prácticas en personas que se confiesan, al mismo tiempo, creyentes.

Esto puede darse y de hecho se da, pero ni su existencia ni su extensión quieren decir nada, al lado de la claridad de la doctrina de la Iglesia sobre esta materia y, si se desea un contrapunto sociológico, de la conducta de muchísimos cristianos que viven la fe sin mezcla supersticiosa alguna. Ahora bien, cuando los libros sagrados advierten, casi continuamente, sobre la ilicitud de estas prácticas, esto quiere decir que la tentación supersticiosa —como tantas otras— está siempre presente, en cualquiera de sus formas.

La razón es clara. Existe un desnivel constante entre lo que el hombre sabe o puede y lo que desearía saber y poder. El hombre religioso adopta una actitud a la vez natural y sobrenatural: procura saber todo lo que es accesible al uso de la razón y deja lo demás en manos de Dios. Pero es corriente que se quiera forzar la propia ignorancia, bien «creando» un mundo intermedio entre la ciencia y la religión, bien utilizando lo religioso para fines de conocimiento que no le son propios.

Algunas de estas formas no constituyen nada más que insulsos juegos sociales (en las sociedades civilizadas) o creencias basadas en el desconocimiento de la ciencia y de la religión (así, en muchas sociedades antiguas). Es el caso, por ejemplo, de la adivinación, en cualquiera de sus formas: astrología, necromancia, augurio, ornitomancia, quiromancia, sortilegio, etc. No es digno del hombre intentar saber el presente o el futuro a través de algo irracional: las rayas de la mano, el estado de las vísceras de las aves, los sueños, la consulta con los muertos, las cartas, etc. Esta superstición, que es superchería, no tiene futuro. Es una realidad, pero arqueológica; es decir, se encuentra en el mismo estado hoy que hace miles de años. Y, sin embargo, ha habido siempre creyentes que no han dudado en recurrir a estas prácticas. «También los juicios de Dios medievales (ordalías) tenían raíz pagana. La Iglesia los toleró durante largo tiempo e incluso intentó darles un espíritu cristiano, porque entonces eran medios legales, y también porque los hombres de aquella época, con una fe profundísima y una mentalidad candorosa, admitían la intervención especial de Dios para salvar a los inocentes de algún falso delito. Debe advertirse que los Papas, desde Nicolás I, consideraban las ordalías como una superstición y las combatieron con toda energía»2.

2 MAUSBACH, Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974, II, pp. 282-283.

Algo parecido puede decirse de la creencia en brujas. No es éste el lugar para un estudio antropológico cultural. Muchos pueblos han creído en la hechicería y la han practicado. Hechicería o magia que podían tener finalidades tanto benéficas como maléficas. Por limitarnos a los pueblos de Occidente, brujas existieron, en el doble sentido de: a) personas que entretenían un trato con el Demonio o, b) simplemente, en el sentido —mucho más corriente— de personas aquejadas de alguna enfermedad mental y que, a causa de esto, eran vistas como «raras» por el pueblo (en consecuencia, esas mismas personas recibían desde fuera el estatuto de anormalidad y con mucha frecuencia lo acogían incluso como forma de ganarse la vida). «Los códigos de Sajonia y de Suabia, en conexión con las antiguas disposiciones del Derecho romano, castigaban la hechicería y la brujería con la muerte en la hoguera. Después de los desórdenes causados por los cátaros creció también en la Iglesia el temor a las influencias diabólicas y la creencia en brujas. La superstición efectiva y pecaminosa se multiplicó rápidamente de una manera alarmante en otras esferas. La Inquisición comenzó a perseguir la brujería como una especie de herejía (en 1275 son quemadas las primeras brujas en Toulouse; en 1484 publica Inocencio VIII la bula contra las brujas; en 1487, J. Institotis y J. Sprenger publican su Martillo de las brujas). En el siglo xvi el fanatismo de Lutero superó incluso el de la Edad Media; los protestantes Fischardt y Bodin abogaron por una durísima persecución. Esta obcecación alcanzó su punto culminante en Alemania después de la Reforma, mientras que Italia sólo muestra algunos vestigios de semejante extravío. Contribuyeron al acrecentamiento y propagación de la creencia fanática en las brujas y a su cruel persecución la corrupción moral y la excitación enfermiza de la época, así como la tétrica preocupación intelectual de no pocos teólogos, juristas y médicos. Los períodos verdaderamente grandes de la Edad Media, al igual que cualquier otra época con una fe vigorosamente desarrollada, no dejaron surgir este inquietante horror a los demonios: "Teme a Dios y no tendrás necesidad de temer a nadie más"»3.

Esta última frase nos da la pista para entender, en su conjunto, los fenómenos englobados bajo la expresión de «vana observancia»: el culto exagerado a los santos, la atribución de milagros inexistentes, la superchería en las reliquias, el uso de amuletos considerados objetos sagrados, etc. No es cierto que la fe traiga consigo el «peligro» de esa posibilidad; la fe es, precisamente, lo contrario de la credulidad. Esto se puede demostrar por el hecho de que, desaparecida en algunas personas la fe, no desaparece en cambio la credulidad que lleva a estos fenómenos, como se ve claro por el auge del ocultismo, la astrología y, en épocas ya pasadas (pero eran las del siglo XIX, siglo del Progreso), el espiritismo.

Por otro lado, no se puede desconocer una experiencia de miles de años que enseña a ver que hay muchas cosas desconocidas «entre el Cielo y la Tierra» o, sencillamente, a ver la Tierra como una ocasión para que se ejercite el poder real de los demonios. Mausbach —tan ponderado en sus juicios— se refiere de este modo a los fenómenos de espiritismo: «La explicación de estos fenómenos exige, en primer lugar, una aguda crítica de los supuestos hechos; la mayoría de ellos se reducen a simple engaño, alucinación o procesos hipnóticos. Otros hechos sorprendentes se explican por los fenómenos de la lectura del pensamiento y de la clarividencia. Sin embargo, existen algunos hechos, atestiguados por investigadores serios, de los cuales podría deducirse cierta intervención de una fuerza y una inteligencia ultramundana. En tal caso, no se puede pensar en la acción de los ángeles y de las almas buenas, ya que ello se opone a la prohibición divina de toda adivinación. Se ha de tener también en cuenta el carácter superficial de la mayoría de las revelaciones espiritistas»4.

3 MAUSBACH, Teología moral..., II, p. 285.
4
MAUSBACH,
Teología moral..., II, pp. 288-289.

En otros términos: entre el mundo científicamente aséptico de los racionalistas y la realidad sobrenatural accesible por medio de la fe existe un mundo intermedio, si cabe expresarse así, del que no se pueden excluir, por un parte, algunos fenómenos de parapsicología y, de otra parte, la intervención «sobrenatural» pero no divina, sino diabólica. Este mundo no puede ser «conjurado» sin ofensa a Dios, porque trae inevitablemente el mal: el apartamiento de Dios y, con frecuencia, la ruina psíquica, además de la ruina moral, del hombre.

Nada tiene que ver con esto la vana observancia mucho más superficial, lo que ordinariamente se entiende por supersticiones. Por ejemplo, el temor ante ciertos días aciagos, el uso de amuletos, talismanes, la creencia en el «mal de ojo», etc. En general, estos hechos no son más que hábitos de credulidad engendrados por la observación de las coincidencias entre días, cosas, etc., y hechos negativos (dejando de observar las numerosas no coincidencias). A esta especie de vana observancia pertenece la mala suerte atribuida al día 13, al gato negro, etc. Muchas de estas prácticas han desaparecido solas, porque son modas del tiempo.

El público de la credulidad ha sido siempre muy amplio, pero no es cierto que desaparezca con el simple aumento de la ciencia. Hoy día, por ejemplo, se siguen vendiendo, como ya ocurría en todas las épocas pasadas, amuletos, talismanes y otros objetos «cargados» de un poder mágico. Minerales magnéticos, cruces «etruscas» o «mayas», piedras meteoríticas («con el poder extraterrestre»), etc. Existe un público relativamente amplio para ese tipo de mercancía. Pero, además, a esta credulidad clásica se ha añadido otra, que se aprovecha del mismo filón, pero que se alimenta de la credulidad ante la ciencia.

En ese mismo mercado de los objetos cargados de poder mágico se encuentra, por ejemplo, el «catalizador psíquico», el «generador de ondas». Toda la terminología más o menos propia del moderno mundo de la electrónica es usada con estos fines; se habla de diodos, de descodificadores, de condensadores. Pero se descodifica el futuro, se condensan las sensaciones extra-sensoriales, en una mezcla de psicología barata y de electrónica.

La publicidad de esta credulidad se basa también, en muchos casos, en un recurso habitual y viejo como el mundo: mostrar ejemplos de la eficacia de lo que se intenta vender. «Esta mujer tenía un mal incurable en el pecho. Los doctores no pudieron dar con él, y fue desahuciada. Hablando con un familiar, éste le recomendó nuestro analizador de microondas, con propiedades telúricas aún no analizadas del todo, pero de eficacia demostrada. Esta señora llevó el analizador durante dos semanas colgado del cuello (es un aparato sencillo, producto de la más moderna tecnología). Ahora ha recobrado completamente la salud. Los médicos no saben aún cómo explicarlo.»

La credulidad suministra también el próspero mercado de los «comerciantes de la buena ventura», toda una colección de astrólogos, adivinos, nigromantes, videntes, psicoquinésicos, telepáticos y parapsicólogos. Sólo en el género de los «curanderos» se contaban 40.000 (y la cifra cierta es difícil de precisar) en Francia, en 1980. «La industria que florece en el campo de la parapsicología tiene un volumen de negocios cifrado en cincuenta millones de francos (...). Las editoriales tienen ya colecciones especializadas. Revistas como Horoscope (110.000 ejemplares), Astres (80.000), Inconnu o L'Autre Monde, por citar sólo las más conocidas, son tan prósperas que alimentan ya una amplia publicidad. El horóscopo se ha convertido en algo cotidiano en los periódicos y en la radio (50 horas al año). La célebre Mme. Soleil, en Europa I, recibe unas 15.000 consultas anuales, a las que se suman 17.000 cartas»5.

Y el fenómeno va en aumento. «Según un sondeo realizado por IRES-Marketing en 1968, el 60 % de la población (30 % de hombres, 70 % de mujeres) está al corriente de su horóscopo. El 71 % entran en contacto con esto en una edad comprendida entre los 18 y los 25 años. En la misma fecha, ocho millones de personas habían realizado alguna consulta de este tipo. Son los empleados, técnicos y comerciantes los que integran el mayor número de los interesados»6.

5 Datos tomados de «Les commerciants de la bonne aventure», en «Le Monde Dimanche», 23 noviembre 1980, pp. IV-V. A su vez este amplio reportaje se basa en la encuesta realizada por el mensual Christiane, n. 355.
6 «Le Monde Dimanche», p. V.

Al parecer, la mayoría de los científicos piensan que estamos ante un retorno de la falta de confianza en la razón: lo irracional está invadiendo, según algunos, la civilización occidental. Es realmente curioso ese aumento creciente de la atención a algo que se sabe, de algún modo, que no puede ser verdad, pero en lo que se necesita creer, a pesar de todo. «Cuando la ciencia lo invade todo, cuando ciertas realizaciones —en el campo nuclear o en el de las manipulaciones genéticas— hacen nacer el miedo, se siente la tentación de escapar hacia lo desconocido, para reencontrar el sentido de la vida»7.

7 «Le Monde Dimanche», p. V.

Estos son fenómenos que pueden considerarse dentro de lo que se entiende por magia, en el sentido más amplio: el querer controlar el futuro (qué será de mí en cuanto al amor, el dinero, la salud y el trabajo) por medios humanos, no religiosos. Naturalmente el contexto general es muy distinto al de la magia en los pueblos primitivos. Hoy la credulidad está mezclada con la ciencia y los mismos videntes utilizan —como ya se ha visto—la terminología científica. No en modo alguno el método. Aquí no se trata de una metodología experimental. El médium, el vidente, el astrólogo saben. No se les pregunte por qué, ni que muestren el camino que les ha llevado a ese conocimiento. Es algo que poseen naturalmente, la «revelación» en ellos de unos poderes ocultos en la naturaleza e inaccesibles al común de los mortales.

Pueden extraerse muchas conclusiones de este «retorno a lo irracional». La primera, y principal, que coincide con un estadio muy evolucionado de la ciencia. La segunda, que ese retorno a lo irracional no es una vuelta a lo religioso, con lo que se tiene la prueba experimental —si hiciera falta— de que la religión no está en el ámbito de lo irracional. Para el que consulta al vidente, en muchos casos, la religión es poco eficiente: ese ponerse en manos de Dios, suplicarle, adorarle es poco productivo, ya que no da resultados inmediatos y contabilizables. De ahí que la consideración de lo religioso como algo mágico sea, también desde el punto de vista práctico, una completa tergiversación. El auge del ocultismo, la astrología y de todas las formas de «adivinación» intentan llenar un vacío, el que deja lo religioso cuando los hombres dejan de creer para adoptar la credulidad.

Las prácticas supersticiosas, permanentes y en cierto modo indestructibles, provocan, por otro lado, la siguiente reflexión: La «necesidad» de ese extraño sobrenatural, ¿es consecuencia de que la ciencia todavía no ha podido dar con la explicación total del Universo y de los problemas humanos? ¿Es debido, en otro supuesto, a la naturaleza irremediablemente enigmática del hombre, surgido del azar con una también incurable ambigüedad entre la materia y lo que se puede llamar el espíritu? ¿Es debido, finalmente, a una muestra en negativo de la insuficiencia de la simple respuesta racionalista? Sólo la última hipótesis está de acuerdo con la naturaleza de la verdadera religión. La ciencia no lo explica hoy todo y, se puede decir, nunca conseguirá hacerlo, sencillamente porque el hombre no es sólo razón y esos otros aspectos de su naturaleza son accesibles a la razón, pero sin que ésta consiga agotarlos.

Los hombres necesitan la fe en Dios, porque están hechos para Dios. Pero Dios es el autor del mundo y el origen de cualquier poder por encima de lo natural. Hay que recordar, en este contexto, que el diablo es una criatura de Dios, porque lo contrario significaría afirmar la existencia eterna de dos principios irreconciliables y casi en el mismo plano: el del Bien y el del Mal, solución adoptada desde antiguo por todas las formas de maniqueísmo. El hombre vive, a la vez, en el mundo natural y en el «sobrenatural», en cuanto —consciente o no conscientemente— sirve a Dios o al diablo. Esto quiere decir que esa realidad no puede ser suprimida por la afirmación de que todo esto no es científicamente (experimentalmente) verificable.