LA REALIDAD DEL MITO


«Es algo mítico». «Pertenece a la categoría del mito»: frases como ésas, usuales hasta hoy, se dicen en un contexto de contraposición de realidad e irrealidad. Probablemente, ese sentido de «mito» como algo irreal no desaparecerá fácilmente. Pero es útil, desde ahora, dejar claro que no es el único sentido del término mito. Una larga tarea de cientos de estudiosos —que tienen su precursor en el gran Giambattista Vico— llevan casi dos siglos desentrañando la necesidad y la realidad del mito, intentando borrar esta dicotomía de razón-mito equivalente a real-irreal. Ese largo esfuerzo está ya dando resultados positivos, sobre todo cuando se observa el nacimiento de mitos en nuestros mismos días, y, sobre todo, la persistencia de mitos de siempre, como el del «héroe» (¿qué diferencia sustancial hay entre Heracles —el Hércules latino— y Supermán?).

La vida emprendida como una búsqueda, un viaje está en la mayoría de los mitos primitivos, inspira la Odisea de Homero, toda la literatura del ciclo de Arturo, la novela de caballerías, su famosa crítica (El Quijote) y cientos de obras hasta llegar —por ahora— a la deformación mítica del mito en el Ulises de James Joyce. Los motivos constantes son muchos. Es la persistencia de los temas míticos lo que tiene que hacer reflexionar.

Durante mucho tiempo, la mitología por antonomasia ha sido la griega, recibida en la cultura greco-latina y transmitida después a toda la literatura posterior. Pero los estudios antropológicos y la recogida de material etnográfico han ensanchado nuestro conocimiento. Como ejemplo de mito, para las reflexiones que seguirán, reproduzco uno de una cultura distinta, de los thongas: «Cuando los primeros hombres salieron del cañaveral pantanoso, el jefe de ese pantano envió al camaleón a llevarles el siguiente mensaje: "Los hombres morirán, pero resucitarán".

El camaleón se puso en camino, con lentitud, según su costumbre. Entretanto, el jefe cambió de idea y envió al gran lagarto de cabeza azulada, el galagala, a decir a los hombres: "Moriréis y os pudriréis en la tierra". Galagala partió inmediatamente a toda velocidad y sobrepasó pronto al camaleón. Cumplió su cometido y cuando, por fin, el camaleón llegó con el suyo, los hombres le dijeron: "Llegas demasiado tarde, ya hemos recibido otro mensaje". He aquí por qué los hombres mueren»1.

Naturalmente que esto «no pasó». Mucho más importante que eso es la necesidad del mito para explicar una realidad (que es la realidad de ese mito): la muerte del hombre. Nunca el hombre se acostumbrará a tener que morir; nunca podrá pensarse inexistente; siempre dirá, de una forma o de otra, ese «non omnis moriar» de Horacio. Pero como la muerte «está ahí», siempre, en todas las culturas se ha intentado una explicación. Otro pueblo africano, los bassa, han mantenido el mito según el cual, al principio, los hombres eran inmortales; no hay enemistad alguna entre hombres y animales; todos vivían en paz. La divinidad que nunca dormía —Lolomb— dijo a los hombres que se mantuvieran siempre en vela, bajo pena de muerte. Los hombres no pudieron resistirse al sueño y así entró la muerte en el mundo2. Los ejemplos podrían multiplicarse: «Entre los basomghé, el creador Fidi Mukullu hizo todas las cosas, y también a los seres humanos. Plantó asimismo los plataneros. Cuando los plátanos estuvieron maduros, envió al sol para recogerlos. Este trajo un saco lleno de ellos a Fidi Mukullu, quien le preguntó si había comido alguno. El sol respondió negativamente y el creador decidió someter su respuesta a una prueba de control. Hizo descender al astro del día a un hoyo cavado en la tierra, después le preguntó en qué momento desearía salir de allí. El sol respondió: "Temprano, mañana por la mañana". "Si no has mentido —le dijo el creador— saldrás pronto mañana por la mañana". A la mañana siguiente, el sol apareció en el momento por él deseado, lo que confirmó su honradez. Se le dio a su vez

1 H. A. JuNOD, Moeurs et coutumes des Bantous, París 1936, tomo II, p. 306.
2 Cfr. D. ZAHAN, Espiritualidad y pensamiento africanos, Madrid 1980, p. 80, quien se apoya en los datos suministrados o recogidos por H. ABRAHAMSSON, The Origin of Death, Upsala 1951.

a la luna el encargo de recoger los plátanos de Dios y se la sometió a una prueba semejante. También ella salió victoriosa. Le tocó el turno al hombre, que fue enviado a efectuar el mismo trabajo. Sin embargo, de camino hacia el creador, comió una parte de los plátanos recolectados y afirmó no haberlo hecho. Sometido a la misma prueba de los astros, deseó salir del hoyo al cabo de cinco días. Pero no salió de allí jamás. Fidi Mukullu dijo entonces: "El hombre ha mentido. Por ello morirá y no reaparecerá jamás"»3.

Las realidades fundamentales o bien las realidades imprescindibles son pocas: la vida y la muerte, el amor y el odio, el trabajo y el descanso, el hambre y la comida, la sed y la bebida... Sobre estas realidades los mitos se multiplican y, lo que a veces ha sorprendido, con una coincidencia de fondo. Desechada desde hace tiempo la hipótesis exclusivamente difusionista (que habría un origen único del mito y una difusión), no queda otra explicación, anotada en su tiempo por Frazer, aunque tarada por el prejuicio evolucionista a ultranza, de una identidad de la naturaleza humana, de unas «constantes» que originan los mismos resultados, con variaciones accidentales. Quienes no han conocido o han desechado un planteamiento metafísico de esas constantes, han hablado de «inconsciente colectivo», de «arquetipos» (Jung), pero el nombre es lo de menos. Si se da, respecto a las cosas primordiales, una experiencia «primordial» (por ejemplo: creación del hombre, falta del hombre, introducción de la muerte en el mundo), lo que resulta apodíctico es afirmar una identidad en la naturaleza humana.

Los mitos son resultado de esa identidad; de ahí su aire de familia. El mito, en este otro sentido, es, por tanto, una exigencia humana. El relato del mito —que es lo que indica la palabra griega mythos— es algo que viene después; se transmite, se relata o se escribe porque antes es vivido como experiencia de todos. En este sentido, el mito es un fenómeno colectivo y espontáneo y tiene un fundamento verdadero: al menos, la verdad de la interrogación, de la inquietud por la explicación.

3 ZAHAN, Espiritualidad y pensamiento africanos, pp. 80-81.

Desde este punto de vista, el mito satisface y es consecuencia de la «necesidad de lo extraordinario», tan radicada en la experiencia humana. De un «extraordinario» —ya se vio— imbricado en lo ordinario. Después, es probable que, sobre el mito, se haga literatura (ése ha sido el singular destino de la mitología clásica), a veces con tonos muy barrocos; pero incluso detrás de las más ostentosas elaboraciones literarias de los mitos (piénsese en obras como las Metamorfosis de Ovidio) se esconden las interrogaciones esenciales y existenciales de la condición humana.

Y ahora puede plantearse con claridad un tema difícil: las relaciones entre religión y mito.

Existen dos posibilidades para tratarlo: considerar la religión como una creación humana, una «realización» cultural semejante al arte, a la ciencia, a la técnica; es decir, algo que el hombre se ha visto en la necesidad de inventar; o bien, ver la religión como la respuesta, por parte del hombre, de una iniciativa trascendente a él y, por tanto, proveniente de Alguien superior a él, de Dios.

En el primer caso, la religión se identificaría con el mito. Si, a su vez, se tiene del mito un concepto «peyorativo» (mito como lo no lógico, como estadio «infantil» del pensamiento humano), la religión necesitaría ser «desmitificada». Esos intentos se han dado desde el siglo XVII, alcanzando su máxima boga en el trabajo de autores como Bultmann. El resultado ha sido la reducción de la religión a una especie de «sociología de lo sacro». Cuando, en cambio, se mantiene una concepción «positiva» del mito, no se ve la necesidad de «desmitificar» nada, sino de hacer que convivan mito y religión como dos formas culturales de la necesidad humana de explicar las interrogaciones fundamentales.

Si, tanteando esa otra posibilidad, se ve la religión como algo irreducible a lo exclusivamente humano (puesto que su origen radical es divino), el mito puede ser también tratado de dos maneras. Según la primera, el mito sería la falsedad que precede a la verdad (la religión) o bien realidades culturales que son consecuencias de la desvirtuación de la religión. Incapaces de sostenerse en la verdad religiosa, el hombre se habría fabricado mitos. Se impone, por tanto, aunque en un sentido muy distinto al de Bultmann, una tarea de «desmitificación». Sin embargo, si el mito es una exigencia humana, una «necesidad» que no dejará de darse, ¿no cabría una convivencia entre el mito y la religión trascendente, con tal de que los terrenos se deslindasen claramente en el análisis?

El tema es difícil, lleno de consecuencias de todo tipo y, además, muy amplio. Por fortuna, puede ser tratado en un caso concreto y paradigmático: la «coincidencia» formal entre el relato de los primeros capítulos del Génesis y una serie de mitos no sólo mesopotámicos, como se repite con incomprensible insistencia, sino de casi todas las culturas.

Sobre el asunto existen interesantes documentos de la Iglesia católica. El primero está constituido por las respuestas de la Comisión Bíblica acerca del carácter de los primeros capítulos del Génesis4.

4 Texto en castellano en DENZINGER, El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, nn. 2.121-2.128.

Esas respuestas, con fecha del 30 de junio de 1909, permiten concluir: a) que no se apoyan en sólido fundamento los sistemas exegéticos que propugnan excluir el sentido literal de los tres primeros capítulos del Génesis; b) que no puede enseñarse que esos capítulos contienen, no narraciones de cosas realmente sucedidas, es decir, que respondan a la realidad objetiva y a la verdad histórica, sino fábulas tomadas de mitologías y cosmogonías de los pueblos antiguos, y acomodadas por el autor sagrado a la doctrina monoteísta, una vez expurgadas de todo error de politeísmo; c) que no puede enseñarse que esos capítulos contienen alegorías y símbolos, destituidos de fundamento de realidad objetiva, bajo apariencia de historia, propuestos para inculcar las verdades religiosas y filosóficas; d) que no puede enseñarse que esos capítulos contienen leyendas, en parte históricas, en parte ficticias, libremente compuestas para instrucción o edificación de las almas; e) que no puede ponerse especialmente en duda el sentido literal histórico donde se trata de hechos narrados en los mismos capítulos que tocan a los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre otros, la creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo; la peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer del primer hombre; la unidad del linaje humano; la felicidad original de los primeros padres en el estado de justicia, integridad e inmortalidad; el mandamiento, impuesto por Dios al hombre, para probar su obediencia; la transgresión, por persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del mandamiento divino; la pérdida por nuestros primeros padres del primitivo estado de inocencia, así como la promesa del Reparador futuro.

Las mismas respuestas dejan claro: a) que no todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos han de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de suerte que no sea lícito apartarse nunca de él, aun cuando las locuciones mismas aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente; b) que, presupuesto el sentido literal e histórico, puede emplearse la interpretación alegórica y pro tica de algunos pasajes; c) que no ha de buscarse en la inter}>tctación de estas cosas exactamente y siempre el rigor de la lengua científica, dado que no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer capítulo del Génesis, enseñar de modo científico la íntima estructura de las cosas visibles y el orden completo de la creación, sino dar más bien a su nación una noticia popular acomodada a los sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje común del tiempo.

Se puede advertir con facilidad la filigrana de estas respuestas. Más de treinta años después, una carta del secretario de la Comisión Bíblica al Cardenal Suhard, arzobispo de París, vuelve sobre el tema; la carta fue aprobada por Pío XII el 16 de enero de 1948. En la carta se lee que las respuestas de la Comisión Bíblica (la citada aquí, de 1909, otra anterior, de 1905, y otra posterior) «no se oponen en modo alguno a un examen ulterior verdaderamente científico de estos problemas, según los resultados obtenidos durante estos últimos cuarenta años». Aborda después la cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del Génesis, afirmando que «es mucho más oscura y compleja. Estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los géneros literarios grecolatinos o modernos. No puede consiguientemente negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos capítulos sin aplicarles indebidamente las normas de un género literario bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos no se encuentra historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución positiva a todos los problemas que plantea. Declarar a priori que sus relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, dejaría fácilmente entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las inteligencias de una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo que la descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo escogido»5.

5 DENZINGER, n. 2.302.

Se habrá notado una cierta modificación en este texto de 1948 respecto al de 1909. En resumen es esto: si por historia se entiende la historia tal como se hace hoy, en esos capítulos no existe ese tipo de historia; pero las verdades fundamentales son afirmadas con carácter histórico, en el sentido de que las cosas fueron, que el contenido es ése. Lo que se trata de aquilatar es la forma o género literario con los que esas cosas fueron escritas. Pío XII, en la encíclica Humani Generis, del 12 de agosto de 1950, toca este tema. Se queja de algunas interpretaciones que se han dado a la carta antes citada, y precisa: «Esta carta abiertamente enseña que los once primeros capítulos del Génesis, si bien no convienen propiamente con los métodos de composición histórica seguidos por los eximios historiadores griegos y latinos o los eruditos de nuestro tiempo, sin embargo, en un sentido verdadero, que a los exégetas toca investigar y precisar más, pertenecen al género de la historia; y que esos capítulos contienen en estilo sencillo y figurado y acomodado a la inteligencia de un pueblo poco culto, tanto las principales verdades en que se funda la eterna salvación que debemos procurar, como una descripción popular del origen del género humano y del pueblo elegido».

Después de esta repetición, añade: «Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos de las narraciones populares (lo que ciertamente puede concederse), nunca debe olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina, que los hacía inmunes de todo error en la elección y juicio de aquellos documentos. Y lo que de las narraciones populares ha sido admitido en nuestros Libros Santos, en modo alguno debe ser equiparado con las mitologías o creaciones de este linaje, que más bien proceden de una desbordada fantasía que no de aquel amor a la verdad y sencillez que tanto brilla aún en los libros del Antiguo Testamento y que obliga a poner a nuestros hagiógrafos abiertamente por encima de los antiguos escritores profanos»6.

Las cosas cambiaron poco desde entonces. En realidad, la Iglesia, como es natural, mantiene siempre expresamente la verdad del contenido de la Escritura. Lo que empieza a entenderse quizá cada vez mejor es que la utilización de fuentes humanas, de estilos y géneros literarios diversos no invalida en modo alguno la verdad. Una misma verdad puede ser expresada de muchas formas y estilos: didáctico, poético, alegórico, simbólico. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum, dice: «Para averiguar cuál fue la intención de los hagiógrafos es necesario tener en cuenta los géneros literarios, entre otras cosas. Pues la verdad se propone y expresa de muy diversas maneras en los diferentes textos históricos, o proféticos, o poéticos, o en otros modos de decir. Además, conviene que el intérprete busque el sentido que el hagiógrafo quiso expresar o expresó en circunstancias determinadas, según las particularidades de su época y de su cultura y empleando los géneros literarios de su tiempo. Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar por escrito es preciso prestar la debida atención tanto a los usuales modos indígenas de sentir, de decir o de narrar que estaban vigentes en tiempos del hagiógrafo, como a los que se solían emplear en las relaciones entre los hombres»7.

6 DENZINGER, n. 2.329.
7
Constitución dogmática Dei Verbum, n. 12.

Pienso que ya es posible extraer algunas conclusiones. La primera: que se necesitaría una nueva palabra para expresar ese «género literario» de tantos pueblos que es el mito genuino, el que nace de una vivencia compartida, el que no ha sido sometido aún a una expresa reelaboración literaria. La existencia de un término evitaría el uso de «mito» que aún está contaminado por la equiparación con «lo falso», «lo fabuloso», «lo incoherente». Segundo: que la terminología del Concilio «modos de narrar» se puede aplicar al mito genuino, al que surge de la consciencia de la situación limitada —creatural— del hombre. No es nada escandaloso que el hagiógrafo utilizara un modo de narrar semejante a los «mitos» existentes en aquella época (y, como ya sabemos, en todas las épocas), llevando así a la imaginación y a la inteligencia de un «público» sencillo hacia la verdad de la creación del hombre, de su caída, de la aparición del dolor y de la muerte.

En definitiva, la necesidad o «inevitabilidad» del mito no supone una «relativización» de la religión. Al contrario, la Escritura, al servirse también del género literario que —a falta de nombre mejor— hay que resignarse a llamar «mítico», lo purifica y lo pone al servicio de una verdad que se desea transmitir. De esto se obtiene, entre otras, la siguiente consecuencia: la sencillez de la narración, sin perjuicio de su claridad y de su belleza. Incluso los más acérrimos estudiosos de «mitología comparada» —que suelen trabajar en el sentido de una relativización de las creencias— no ponen en duda la mayor claridad, diafanidad y sencillez del relato bíblico. Ya no hay en ese texto la corriente confusión entre hombres y animales; ya los animales no son intermediarios. Dios habla directamente a los hombres y es para acentuar esto por lo que se recurre —un nuevo «género literario»— al antropomorfismo. En otros términos: los mitos, como formas balbucientes o poéticas (balbuciente no es sinónimo de falta de profundidad), han sido «superados» en el relato bíblico, a la vez que el autor sagrado no dudó en utilizar algunos de sus elementos, según la mentalidad existente en su tiempo (por lo demás, muy parecida a la mentalidad de muchos pueblos en todas las épocas y culturas).

Por otro lado, cuando la conciencia de esa «superación» decae, no es extraño que vuelvan a aparecer mitos, y, con frecuencia, los mismos mitos, dentro de una gama que va desde la simple superchería hasta la «adivinación» cargada de sentido pre-metafísico y, corrientemente, poético. La «necesidad del mito» es satisfecha por la religión, que «revela» de este modo lo que en el mito era un «balbuceo». Y más aún: la religión sólo «desmitifica» en la medida en que quita al mito su oculto carácter de explicación (de pretendida explicación). La religión puede «recibir» el mito y devolver «misterio». Es decir, en cierto modo, la religión quita un intento larvado de «racionalismo» que existe en la mayor parte de los mitos.

Toda esta cuestión quedará invenciblemente ambigua por la falta de un término que designe al «mito» como «balbuceo de las constantes metafísicas humanas». En un artículo muy notable sobre el tema8 puede leerse: «Cuando se considera la explicación racional como la única válida, se desprecia el mito; y cuando se comprueba que el hombre no se agota ni se satisface con las explicaciones racionales, lo mítico se revaloriza de una u otra forma. Falta considerar el mito partiendo, como efectivamente es, del hecho de que la razón humana puede alcanzar algo más allá de lo fenoménico, de que puede llegarse a un cierto conocimiento racional de la esencia de las cosas y de sus causas primeras y últimas. Entonces puede hacerse una equilibrada y acertada valoración de los mitos, descubriendo en ellos su sustrato racional común, un núcleo de elementos fundamentales correspondientes a la experiencia y reflexión metafísica y religiosa natural al hombre; un núcleo de verdades naturales que se revisten en el mito, con la imaginación y con las diversas experiencias históricas de los pueblos, de elementos y escenificaciones más o menos fantásticas y más o menos deformadoras del sustrato esencial. Pero nos parece que tal tarea de confrontación, decantación y valoración de los mitos, partiendo del hecho del alcance real y de los límites de la razón humana, está aún por desarrollar.»

8 L. ALONSO MARTÍN, Mito, en GER, 16, pp. 58-63.

Que en los mitos de muchos pueblos primitivos y en sus poemas haya muchos elementos de esas «aspiraciones naturales», de esas «constantes humanas» es patente. Baste un ejemplo de un canto de los bassutos, citado por Casalis: «Nos hemos quedado fuera, / Nos hemos quedado para la pena, / Nos hemos quedado para los llantos. / ¡Oh, si hubiese en el cielo un lugar para mí! / ¡Que no tenga yo alas para volar allí! / Si una fuerte cuerda descendiera de arriba / Me asiría a ella, subiría a lo alto, / A vivir allí»9.

9 E. CAs ais, Les Bassoutos, París 1933, p. 304.