INTRODUCCIÓN


En el primer tomo de Histoire des croyances et des idées religieuses, Mircea Eliade señala la sinonimia entre «hombre» y «ser religioso». O, en otros términos, que «lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia humana, no un estadio en la historia de esta conciencia»1.

Todo esto es, de forma literal, algo apasionante. Resulta que Eliade es el mayor experto, sobre esto hay pocas dudas, en historia de las religiones: un experto que ve acrecida su «autoridad» por el hecho de que él no es «creyente» en el sentido más usual de esta palabra. Reconozco que esto último siempre me ha extrañado; no entiendo por qué, para poder estudiar algo mejor, haya que estar distanciado de ello, no profesarlo. Y no lo entiendo porque a veces se usa la argumentación contraria, también falsa: «¿Qué sabrán del matrimonio los curas, si no están casados?». Parece bastante lógico que uno no tenga que sufrir de cáncer para poder estudiarlo; y también puede admitirse, sin ofensa para la exactitud metodológica, que un arquitecto «ferviente» pueda hacer la historia de la arquitectura. Estos son enigmas de los prejuicios dominantes.

De cualquier forma, Mircea Eliade es un buen experto. Sus numerosas obras lo demuestran; como, además, tiene talento de narrador, ha influido y sigue influyendo en este tema. Ya nos lo encontraremos más adelante. Ahora me interesa destacar eso: que lo religioso no es un «estadio», sino «un elemento de la estructura de la conciencia humana». Personalmente he preferido utilizar otra expresión equivalente (para lo religioso y para otras realidades): «un dato de funcionamiento». Así funciona el

1 M. ELIADE, Histoire des croyances et des idées religieuses. 1. De l'áge de la pierre aux mystéres d'Eleusis, París 1976, pp. 8 y 15.

hombre, esté donde esté, en cualquier época y en cualquier cultura. Si resulta más clara una terminología tajante, se podría hablar de una «necesidad de lo religioso» (o de «lo sacro», sin entrar ahora en distinciones terminológicas).

Lo que afirma, con fundamento, Eliade es de una importancia trascendental. Con eso cae por tierra cualquier interpretación evolucionista de lo religioso, esa línea que va desde Condorcet a Comte, a Marx y a casi toda la «escolástica» del progresismo de saldo. Se sabe lo que, en el fondo, late en esa posición: el hombre avanza desde la infancia hasta la edad adulta (el Hombre, es decir, la Humanidad). Cuando es niño, «necesita» esa religión que él mismo se fabrica, proyectando «fuera» sus miedos, sus esperanzas, sus temores; luego aprende a usar la razón y, llegada la edad adulta, puede desechar como fantasmas los fantasmas religiosos. Una explicación tan racional, tan cuadradamente racional, tenía que resultar sospechosa incluso para sus mismos afirmadores; pero, ya se sabe, la Edad de las Luces no tenía dudas. Era así y basta.

Eliade, dedicado toda su vida a estudiar el «fenómeno» de la creencia, la encuentra en la edad de la piedra y en la edad de la conquista de la Luna; en todas las culturas, bajo miles de formas, con constantes asombrosas, con riqueza de matices y de tonos. Algo que viene desde siempre y que no termina, a no ser que, con un etnocentrismo chato, se quiera dar a lo que, en parte, sucede en el mundo occidental —la desacralización— una amplitud universal y, lo que es más, irreversible.

He escrito «desacralización» y ahora mismo, de forma frontal y neta, he de decir, con toda la claridad que permitan las palabras, porque ése es el núcleo de este libro, que no existe ni puede existir desacralización.


Algunas precisiones sobre lo sacro

Con carácter provisional, doy algunas explicaciones sobre qué puede significar «sacro». Como suele suceder, empezamos por lo que «no es lo sacro». Sacro no equivale a irracional o antirracional. Lo irracional es, por decirlo así, una categoría erudita. Nadie se comporta irracionalmente, en el sentido profundo de ese adverbio, si es que puede tener algún sentido profundo. La misma locura no es más que una forma de racionalidad extrema. «Irracionales», por una convención humana, son los animales. El hombre actúa siempre anticipando lo que desea con el doble juego de la inteligencia y de la voluntad.

Claro que un comportamiento sacro no es una solución matemática, ni un problema de lógica. Pero la razón no está ausente, por la sencilla razón de que la razón no está nunca ausente.

Lo sacro no es cosa exclusiva del «sentimiento» ni de una afirmación «voluntarista». Pienso que ha llegado el momento en que los diversos planos que el análisis puede descubrir en el comportamiento humano no sean «hipostasiados» como si pudieran llevar una vida independiente.

Lo sacro es, precisamente, un comportamiento global del hombre. Nunca, como en lo sacro, el hombre actúa con más conciencia de que todo él se enfrenta con lo que se puede llamar el Todo.

Es cierto que lo sacro es algo manifiestamente «aparte» (ése es el sentido de la distinción sacro-profano); pero, y ésta es la paradoja, ese comportamiento de «lo aparte» es un comportamiento global. Con lo sacro, el hombre se da cuenta de que todo él tiene que ver con Todo lo existente. Ya llegará la hora de las distinciones que son consecuencias del análisis, pero por ahora hay que retener la globalidad de la categoría. Es algo «molesto», quizá, pero es la única forma de atender a la realidad. También es molesto para el equilibrista, mantenerse, todo él, en la totalidad del cable, pero ésa es la única explicación del fenómeno.

Nos topamos con la limitación del lenguaje. Ojalá en la lengua existiera un término para «lo sacro» que no trajese en seguida a la mente la distinción sacro-profano. Pero no existe ni, quizá, puede existir, porque esa palabra sería «hombre». La conciencia del hombre es conciencia de su totalidad ante el Todo. Y eso es lo sacro. Comportarse sacralmente es comportarse, sin más. Ser sacro es ser hombre, aunque, insisto, sería ideal que pudiera usarse (para evitar confusiones) otro término.


Lo sacro ni se crea ni se destruye

Lo sacro no es una creación cultural (aquí no estoy con Mircea Eliade), por la razón, diáfana, de que es un dato de funcionamiento, un factor incluido en el hecho de ser hombre. El hombre es creado ya sacro. Expresiones tan usuales como «la vida humana es sagrada» evocan esa profunda realidad. Si se quisiera decir que la vida humana «se va haciendo sagrada poco a poco» o que su sacralidad depende del reconocimiento de la sociedad o del Estado, la vida humana ya no sería sagrada. Desde que hay vida, es sacra; desde que existe una vida, allí hay un todo que se compara con el Todo.

Las formas (algunas formas) de lo sacro pueden ser creaciones culturales y lo son. De esto se ocupan los fenomenólogos de la religión y los historiadores de las religiones: hay muchas formas de ofrendas, de sacrificios, de oraciones o, en otro plano, de templos, de lugares sagrados, de tiempos sagrados. Aquí el catálogo es inmenso, desde la Prehistoria hasta el día de hoy. Pero, se perdone la insistencia, lo sacro no es sólo creación cultural; nace con el hombre; el hombre lo encuentra «dado», forma parte de su patrimonio.

Lo sacro no se destruye ni puede destruirse. También aquí la razón es clara: porque forma parte de la conciencia humana, porque es un dato de funcionamiento. Hasta tal punto esto es cierto que, si se pudiera hacer la contraposición sacro-ateo, habría que decir, paradójicamente, que no han existido, ni existen ni existirán, verdaderos ateos. El ateísmo sería, cuanto más, una forma desviada de sacralidad. Ya sé que esto choca con las apreciaciones «sociológicas», pero resulta, con consecuencia inflexible, del hecho de que el hombre es un «ser religioso» y no puede dejar de serlo.


Lo sacro se transforma

Si lo sacro no se crea ni se destruye, sí, en cambio, se transforma. Precisamente nuestra época es una época privilegiada para analizar el fenómeno de las «transformaciones de lo sacro», de la fabricación de «nuevos dioses». Las profundas experiencias de lo sacro, es decir, las manifestaciones de la natural u original religiosidad del hombre, han dado origen, a lo largo de los siglos, a un lenguaje, a modos de comportamiento, a actitudes típicas. Cuando las formas de lo sacro dejan, ahora así, «sociológicamente» de estar vinculadas al fundamento de lo sacro —es decir, a lo santo, al Santo por antonomasia, a Dios— no desaparecen, pero se transforman, se vinculan a otras realidades.

Un catálogo de las transformaciones de lo sacro, de la utilización de su lenguaje, de las variedades de los comportamientos llenaría, él solo, un volumen. A continuación, de modo impresionista, y casi en ráfagas, citaré algunos ejemplos tomados de la simple observación de hechos concretos en nuestro paisaje inmediato. En sí mismas pueden aparecer como algo trivial, coyuntural, simplemente episódico, pero tienen un valor «categorial» y emblemático. No se trata de hechos simples —a pesar de su limitación en el tiempo y en el espacio—, sino de anécdotas que están en lugar de otras muchas anécdotas.

Lo sacro en la política. No extrañe esta primera aproximación. La política es globalidad y ha resultado relativamente frecuente que lo político se vea como un todo. Para tratar con lo referente a ese todo se han utilizado y se utilizan categorías sagradas. Algunos ejemplos. Cuando, en 1953, murió Stalin, el diario romano comunista L' Unitá dedicó gran parte de su número a exaltar la figura del entonces indiscutible líder del comunismo mundial. El titular de la primera página decía literalmente: «Gloria eterna al hombre que ha realizado el comunismo». Aquí nos interesa el adjetivo eterna. Claramente es terminología sacral; analíticamente, a todas luces impropia en boca de materialistas sobre un materialista. Para el comunismo no existe nada parecido a la eternidad. El mundo surge del azar y algún día desaparecerá, se reintegrará a la nada. Pero en todo hombre pervive el deseo de inmortalidad, es un dato —también— del funcionamiento humano. De ahí la «necesidad» de desear y de afirmar «eternidad» para Stalin.

Ortega había analizado algo parecido en una cuestión incidental de En torno a Galileo. He aquí la cita: «Hace pocos días, un ministro socialista pronunciaba un discurso en Oviedo, donde por motivos biográficos resume la trayectoria de su vida. En él encuentro este texto que cito, como he citado textos del siglo xv o del XIII: "La legión socialista, ésta nuestra, cada día en mayor cohesión por ese nuevo espíritu religioso, casi ya tan fuerte como el cristianismo, que se llama solidaridad obrera». ¿Cómo es que este trozo —cualquiera que sea la exactitud o inexactitud del hecho que afirma—, este trozo con su exaltación tan de epístola a los corintios, surge por escotillón en el discurso de este hombre tan denodada y ruidosamente ateo? ¿Qué falta le hace religión y emparejamientos con el cristianismo? ¿Por qué no le basta con la economía política y el socialismo? ¿Por qué estirar éste hasta hacer de él algo religioso. (...) Señores, quiera o no el ministro socialista, eso es esencial cristiano, es cristianismo en hueco»2.

Los críticos radicales, aunque con otra intención, más epidérmica, son proclives a hablar del comunismo soviético como si se tratara de una «iglesia»: de ahí la frecuente expresión «Iglesia del Kremlin» o la aplicación a las obras de Marx-Engels de la terminología «libros sagrados». La intención polémica de este uso terminológico es otra (con frecuencia, superficialmente, juzgar por caracteres externos); pero, inconscientemente, se dan cuenta de cómo el comunismo (y no sólo el comunismo) ha «sacralizado» la política.

Un ejemplo más. El 8 de mayo de 1980 se celebró el funeral del mariscal Tito. Se puso en marcha toda una «liturgia», un «rito de pasaje» celebrado con toda solemnidad. Primero, el himno de entrada: la Internacional, cantada por el coro del Ejército. A las doce en punto de la mañana se inicia el acto. Sonó la marcha fúnebre dedicada a Lenin y apareció el féretro llevado por jerarcas, por ocho generales de las tres Armas. Al mismo tiempo sonaban las salvas de cuarenta y ocho piezas de artillería. La Guardia Presidencial presentaba armas.

El ataúd fue colocado en un armón de artillería, arrastrado por un jeep. Ante el vehículo, algunos oficiales llevaban las condecoraciones de Tito.

2 J. ORTEGA Y GASSET, En torno a Galileo, Obras Completas, Revista de Occidente, tomo V, 6.' ed., 1964, pp. 153-154.

Se dijo entonces la primera «oración fúnebre». Y se inicia el cortejo. Representantes de la vida comunista: cinco obreros metalúrgicos y cinco mineros, símbolos de la juventud de Tito (fue cerrajero). Se abría la procesión con 365 banderas (tantas como días tiene el año); seguían cien héroes nacionales. También los dirigentes del Partido, de las repúblicas, de los tribunales, de los sindicatos y, asombrosamente, de las distintas confesiones religiosas. En las crónicas de aquellas jornadas no se escatimó ningún tipo de adjetivación religiosa: el «fervor», el «religioso silencio», la «comunión», la grandeza del rito. El momento de la muerte ha sido siempre, en todas las épocas y en todas las culturas, momento de manifestación de lo sagrado. En el funeral de Tito estaban presentes todas las «formas» religiosas menos la inspiración profunda.


Etnia y religión

Otras transformaciones de lo sacro tienen lugar sacralizando lo étnico (real o cultural). No hace falta recurrir al famoso precedente de la sacralización de la raza aria en el régimen de Hitler o a la invención de un neopaganismo de raíces sacralizadas, con una «liturgia» que aun hoy resulta impresionante en los documentos que existen sobre aquellos actos. No hace falta recurrir a aquellas soberbias manifestaciones, porque el nacionalismo teñido de religiosidad es un hecho en casi todas partes. Pero incluso cuando el sentido religioso decae, la etnia adopta formalidades sagradas, es decir, de transformaciones de lo sacro.

En España, concretamente en Cataluña, alguien tuvo la idea de fabricar un carnet catalanista, de las mismas dimensiones que el carnet nacional de identidad. En ese carnet estaba impreso el decálogo (no hace falta insistir en las connotaciones de este término) del catalanista. El decálogo estaba compuesto de mandamientos, en los que se mezclaban la «inspiración» sacra con la «crítica» o «científica»: «1. Cataluña es tu tierra. Ella es tu nación. 2. La tierra es sagrada. Traidor quien se atreve a profanarla. 3. Lengua, historia, comarcas, ecología, folklore, instituciones y fiestas nacionales son tu patrimonio: guárdalo celosamente y enriquécelo. 4. No te vendas, Cataluña: ni por partidismo, ni por dinero, ni por ningún tipo de poder... ni por nada. 5. No mates ni atropelles en nombre de cualquier consigna. No te dejes matar ni atropellar porque sí. 6. No regatees el derecho de ser catalán a ningún ciudadano. Todos los que estiman la tierra tienen el derecho de reclamarla como propia. 7. No impongas a nadie tu nacionalidad. Cataluña es tierra de libertad. 8. No te deslumbren las aventuras forasteras. Cataluña es tu campo de trabajo. Ello no te priva de ser solidario con todos los hombres. 9. No sirvas a los enemigos de tu pueblo. Son enemigos de todos los pueblos del mundo. 10. Sé crítico: Cataluña no es la mejor tierra; es simplemente la tuya». Con una mezcla de bon seny, de sentimientos altruistas y de moderación, no resulta menos claro que, de alguna manera, Cataluña ocupa en ese texto el lugar de Dios; no como suplantación, sino como transformación nacionalista de lo sagrado.

En el nacionalismo vasco ocurre algo semejante, aunque con mayor virulencia. Ignoro de dónde procede la expresión de «santuario de los etarras» para referirse a puntos de territorio francés en los que los militantes de ETA se organizan. Pero es sintomático el uso de un término sagrado —nada menos que santuario— para una actividad que nada tiene que ver con la religión, aunque sí con la sacralización del nacionalismo. El tema del apoyo clerical a la lucha armada de ETA no ha sido esclarecido con suficiente desapasionamiento como para poder hacer un comentario de conjunto. En general, las posiciones de algunos clérigos están muy cerca de aquella «teología de la liberación» que apoyó y apoya la guerrilla insurreccional en algunos países hispanoamericanos. La misma raíz de transformación de lo sacro se observa en algunos comportamientos usuales y antiguos. Los «recordatorios» de la muerte de algunos militantes de ETA son una reproducción de los que, en otros muchos sitios, se hace con inspiración religiosa. En el País Vasco los hechos son complejos, porque la misma «transformación de lo sacro» puede darse en el interior de la liturgia católica.

Es posible referirse, por ejemplo, a la celebración de algunas misas, en las que, por la extensión, importancia y relieve, lo central no es la eucaristía, sino la participación coral, con cantos en euskera, de gran parte de los asistentes. Hasta el sacerdote que anima la liturgia dedica un interés mucho mayor a los cantos que a las ceremonias que deberían ser acompañadas por los cantos. El visitante ajeno a esta mentalidad puede tener la impresión de que se trata de una celebración del folklore vasco —de la lengua y del canto— con ocasión de una ceremonia religiosa. Todo esto no es, de modo necesario, algo consciente o directamente querido; simplemente, en muchos casos, se está operando una transformación de lo sacro en la que el centro ya no son las relaciones del hombre con Dios sino las relaciones del vasco con su tierra.

Por otro lado, sería injusto destacar esa transformación sólo en los nacionalismos por así decir «disidentes». Todo nacionalismo implica esa transformación, más o menos acentuada. Así se habla de «el altar de la Patria», la bandera se convierte en algo «sagrado», de distintas formas: cuando las relaciones política-religión son amistosas, la bandera ocupa un sitio privilegiado en el templo. Cuando son relaciones de enfrentamiento, la bandera —o cualquier otro símbolo equivalente— toma el lugar del símbolo religioso. Van der Leeuw observó ya hace tiempo cómo la «razón de Estado» no es más que una especie de «teología secularizada»3.

3. G. VAN DER LEEUw, Fenomenología de la religión, México 1966, p. 261.


Transformaciones menores

El patrimonio de léxico, símbolos, comportamiento y actitudes que ha engendrado lo sacro es tan amplio y diversificado que no resulta extraño que, cuando deja de emplearse en su contexto propio, se extienda a otros ámbitos de la actividad humana.

El juego de la utilización «profana» de lo sacro es muy antiguo. Existen ejemplos memorables en la literatura medieval, como en aquel romance famoso en el que se canta la influencia del amor, hasta tal punto que, en la misma celebración litúrgica, los monaguillos decían «amor, amor», en lugar de «amén, amén». El Arcipreste de Hita tiene trozos importantes en el Libro del Buen Amor, con una parodia, con fondo amoroso (más bien erótico) de algunas oraciones de la Iglesia. Sin embargo, en esa época esas manifestaciones no eran transformaciones de lo sacro, sino, si cabe hablar así, «redundancia» de lo sacro.

Actualmente hay canciones de esas que están de moda durante una temporada y luego pasan, que utilizan símbolos y expresiones religiosas en un contexto transformador y desacralizador. Una canción del cantante Víctor Manuel quería ser una protesta musical contra el fallido intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 (aunque la canción apareció más de dos años después). Obsérvese esta frase sintomática: «déjame en paz, que no me quiero salvar; en el infierno no se está tan mal». Aquí existe una equiparación o una doble correlación: golpistas = salvadores = cielo = religión, por un lado; por otro, antigolpistas = pecadores = tierra = infierno. Se afirma, en otras palabras, el deseo de total autonomía del hombre, sin «salvador» alguno, sin necesidad de redención (aunque, por otro lado, se pueda, en otra ocasión, utilizar el término «redención» para referirse a la de los oprimidos).

Una muestra más benigna de estas transformaciones puede encontrarse en las reseñas de los recitales de los rockeros y otros cantantes. A la hora de «ponderar», de señalar lo «sensacional», lo «fantástico», se echa mano insensiblemente de la terminología de origen religioso. Poco a poco esa terminología adquiere carácter de sustancia: lo musical-joven ha sido, de algún modo, «divinizado». No importa que sea en serio o en broma, o en un tono displicente. Lo importante es ese recurrir a las palabras con sentido, en una civilización que ha perdido el sentido de las palabras.

Sólo un ejemplo: el comentario a una actuación del cantante de rock, Miguel Ríos, aparecido en ABC del 4 de septiembre de 1983: «Y Miguel Ríos al fin, el sumo sacerdote, dijo la misa cósmica con más humildad que prepotencia». Sin duda la utilización de esos términos es consciente, pero inconscientemente traducen lo que, en la actuación de un Miguel Ríos, como en la de otros, puede verse: una celebración, una auténtica ceremonia, una fiesta «sacra». Lo sacro ha sido transformado, una vez más, en un sentido menor, quizá sin gran trascendencia, pero que mantiene la fibra de lo «distinto». Y lo distinto ha sido siempre una de las notas de lo sacro. Las transformaciones menores cobran de este modo la importancia de constituir una cadena de sucesos menudos que alimentan la necesidad de lo extraordinario.


Transformaciones cultas

Otras transformaciones de lo sacro tienen lugar mediante el mecanismo de aplicar categorías de la fenomenología de la religión a asuntos corrientes, lo que contribuye —por ejemplo, en escritores— a dar a la prosa cierta densidad cultural. Lo más corriente es que quienes utilizan estos recursos retóricos no sean creyentes, de forma que nadie pueda tomar literalmente en serio la afirmación de la sacralidad. Sin embargo, el juego es peligroso y a veces este juego con la transformación de lo sacro se convierte en algo serio. Los ejemplos son innumerables. Ya dije que la colección más o menos completa necesitaría un solo volumen para ella sola.

Cito aquí, como muestra, una recensión que hace el crítico literario Andrés Amorós de un libro del escritor Antonio Gala. La admiración del crítico por el escritor en cuestión era conocida; el agnosticismo del crítico, también. El comentario tiene todo él un tono «sacro». Gala, en la presentación de un libro, es aclamado por «miles de personas». Todo se acerca a lo sacro... «El autor se vio envuelto por una masa que quería verlo de cerca, tocarlo, hablarle... Yo recordaba lo que contaba don Américo Castro: al Rey de España —y al de Francia— se le atribuía el don de curar lamparones, sólo con tocar a los enfermos...». Ya está montada la transformación, que se apoya en un comentario de otro escritor, Juan Cueto. «Según eso, al carisma especial de Antonio Gala se pueden aplicar —lo hace Cueto, con ingeniosa paradoja— los caracteres de lo sagrado, de lo numinoso, que definió hace tiempo Rudolf Otto»4.

4 La referencia, en ABC, Madrid 11 junio 1983.

De pronto el juego, como dije, se convierte en algo serio: nada menos que la atribución de cierta «sacralidad», en olor de muchedumbres, a un escritor relativamente joven, viviente y nada «sacro» en sus planteamientos ideales. Este juego se puede hacer con impunidad por el simple hecho de que lo sacro no significa —para quien escribe el comentario— nada ontológico, es una simple «forma» cultural, una especie de metáfora compleja.

Para calcular mejor los efectos de este juego puede verse el ejemplo de lo contrario: la forma en que un escritor creyente —Chesterton— saca lo auténticamente sagrado de las paradojas de la existencia humana. Así, hablando del rito: «me di cuenta de lo inmortal que es todo rito. Me di cuenta del origen y de la esencia de todos los ritos. O sea, que en presencia de esos sagrados acertijos sobre los cuales no podemos decir nada, es a menudo más decente hacer algo. Y advertí que el rito entraña siempre arrojar algo, abandonar algo; destruir nuestro grano y nuestro vino sobre el altar de nuestros dioses»5. Como se ve, es el procedimiento opuesto: advertir lo profundo de ciertas realidades diarias y subir desde ahí a la esencia del rito, como dato humano de funcionamiento. Luego habrá ritos de diferentes especies, pero el mejor rito será el que va dirigido al que hace sagrado lo humano, a Dios. Otro de los personajes de Chesterton, con este mismo procedimiento, llega a decir: «Era un sentimiento no de que la vida careciese de importancia, sino de que la vida era demasiado importante para no ser sino eso: la vida. Me figuro que esto era cristianismo»6.

5 G. K. CHESTERTON, Enormes minucias, Calleja, Madrid s.f., p. 21. Toda la obra de Chesterton está llena de este tipo de anotaciones.

6 Enormes minucias, p. 38.

El ejemplo más complejo de estas transformaciones cultas está constituido por la obra de Jorge Luis Borges. Uno de sus libros más famosos, Historia de la eternidad, es, en este sentido, casi un manifiesto. La atracción de Borges por lo esotérico, su constante afirmación —repetida en diversas salsas— de que todo es todo, de que sólo existe una cosa, de que todo vuelve y retorna, es de tipo «sacro». Su atracción por lo fantástico reviste la misma característica. Relatos como El inmortal son paradigmáticos. Su final: «Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto». En La escritura del Dios, Borges lleva hasta la perfección su mundo mítico, sustitución de lo sacro. El sacerdote azteca recluido en la prisión después de la conquista de los españoles intenta saber cuál es la escritura que el dios escribió al principio. Vale la pena releer el párrafo entero del final: «Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. [Nótese cómo la imposibilidad de comunicación, la inefabilidad, es algo sagrado]. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. [Nótese la evocación de uno de los atributos divinos: la omnipresencia]. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. [Nuevo atributo y aprovechamiento de un motivo sacro: la coincidencia de opuestos agua-fuego]. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi al dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad...»'.

La literatura más importante de Borges no es más que el aprovechamiento humano (transformación de lo sagrado en teosofía) de lo que se ha dicho y escrito sobre Dios y de lo que Dios ha dicho y ha hecho escribir. Lo fantástico de Borges, sus enigmas y secretos, dejando aparte la forma sencilla en que sabe decirlo, no es más que un aprovechamiento sabio de las transformaciones de lo sacro. Casi se podría resumir el pensamiento (o la actitud) de Borges en este sentido con una frase lapidaria, que repitió en multitud de entrevistas: «La muerte es la única

7. J. L. BORGES, El Aleph, Madrid, 6.' ed., 1977, pp. 122-123. El tema vuelve incesantemente en la obra de este autor. En contraste, en negativo, como «transformación» es quizá el escritor del siglo xx que más atención ha dedicado a lo «sagrado».

esperanza que me queda. Sólo espero cesar». Renunciando a la esperanza de un «más allá», Borges transforma en sagrado el enigma del tiempo. Probablemente la clave de gran parte de la obra de Borges es —gracias a una portentosa erudición— aprovechar muchos planteamientos sacros para incluirlos en un constante referirse al tiempo.


Una guía de interpretación

Si lo sacro es una categoría universal y perenne del «ser hombre», las transformaciones de lo sacro no pueden ser ontológicas. Lo sacro es y no puede no ser, porque, en un análisis estricto, se descubre su vinculación con el Santo, con Dios. Caben otras perspectivas para referirse a las transformaciones de lo sacro: la histórica, la psicológica, la sociológica, la estética, la antropológica. Ensayar esto es lo que me propongo aquí. Detectado el fenómeno, descubrir algunas de sus raíces y, sobre todo, muchas de sus manifestaciones. Ensayar es intentar, aportar materiales. El itinerario de este ensayo puede verse en las tres partes que siguen.

La primera parte tiene un carácter histórico, filosófico y, sólo tangencialmente, teológico. Arranca de ese período de hondas transformaciones culturales que fue el siglo xIx y avanza hasta nuestros días. Es como el primer acto de un drama que parece terminar con la «desaparición» de lo sacro, como ya había sido (falsamente) «profetizado» por ese autor importante que es Comte.

El segundo acto, la segunda parte, reserva una sorpresa esperada: la «reaparición» de lo sacro, transformado, en casi todos los ámbitos de las actividades del hombre. Tiene el carácter, casi, de una crónica de la actualidad.

La tercera parte, el tercer acto, es una conclusión: si lo sacro no desaparece, sino que se transforma, ¿queda lugar para lo auténticamente sagrado? Es el proceso de la «reconstrucción» o «recuperación» cultural de lo sagrado y, a la vez, la explicación de todo lo anterior. Porque no se puede olvidar que, junto a las transformaciones de lo sacro, lo específicamente sacro ha pervivido y se mantiene. Es preciso, por tanto, ensayar una explicación teórica de lo sacro y una «mostración» práctica de algunas de sus formas.