NOTA PRELIMINAR

DESDE que la «nube» de la Ascensión ocultó a Jesús hasta el día en que éste baje de nuevo al mundo para juzgar a los vivos y a los muertos, y se manifieste sin velos, andará la Iglesia siempre—porque ése es su menester, el primero, el más tierno e irrenunciable—elaborando y reelaborando el retrato de Aquel a quien ama. Entre todos los rasgos hay uno que es el más fundamental, el más antiguo, y su formulación se halla en la base de todo: Cristo es el Verbo encarnado, Dios y hombre sin confusión ni separación.

Sobre este dato móntase el discurso inacabable, cada día más amplio o más profundo y siempre exiguo, siempre muy pobre. «El hombre—confesaba San Buenaventura—, tanto individual como colectivamente considerado, aunque se convirtiera todo en lenguas, jamás podría tratar bastante de Cristo» 1.

Es Jesús de Nazaret un personaje en cierto modo muy próximo a nosotros: apenas sesenta generaciones nos separan de El. ¿Qué significa esto comparado con las larguísimas genealogías que le precedieron? Sesenta personas, nada más sesenta, podrían colocarse en fila e ir transmitiéndose noticias concernientes al Hombre que mayor curiosidad ha despertado en el transcurso de los siglos. Se trata de alguien que ha realizado la obra más ingente de la historia. Quizá ni nos demos cuenta de ello, pero cualquier nacido de mujer en Occidente piensa y habla con categorías que han sido en alto grado afectadas por Jesucristo. Palabras de uso corriente y que preexistían a su predicación, están hoy fuertemente marcadas con su sello: apóstol, espíritu, Iglesia, pecado, Padre, templo. Y otras más generales y cotidianas tampoco se han sus-traído al poder de su mano, y han sufrido notables modificaciones: verdad, amor, cielo, ley, eterno, puro... ¿Quién habla y no pronuncia a Cristo? ¿Quién escucha y no oye a Cristo? ¿Quién res-pira y su atmósfera no es Cristo? Los detractores de Jesús ayudan a la expansión de su nombre. Los que quieren desconocerlo lo re-conocen sin querer. Quienes le ignoran se alimentan de El. Y casi nadie piensa a Dios en nuestro mundo si no es en función del Hijo de Dios. Una de las criaturas de Malégue decía: «Lejos de serme Cristo ininteligible si es Dios, es Dios quie me resulta extraño no es Cristo».

¿Basta esto para que podamos afirmar que Jesús es conocido, para que podamos al menos negar que sea un desconocido? En realidad, ¿qué sabe el mundo de El? No más de lo que sabe acerca del agua que bebe, acerca de la constitución del cerebro con el cual piensa. Aquellos incluso que por una u otra razón reflexionan asiduamente sobre la vida cristiana, saben bien poco de Jesús. El tiempo que consagramos a su estudio y contemplación suele ser muy corto en comparación del que dedicamos a la gran construcción que, a decir verdad, sólo se apoya en esta piedra única que es el Hijo de Dios hecho hombre. Pablo, sin embargo, afirmaba: «Juzgo que todo es pérdida en comparación de la ventaja de conocer a Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3,8).

Todo conocimiento de Cristo ha de fundarse en ese minúsculo libro de doscientas páginas que se llama los Cuatro Evangelios. Ahí está todo: porque es suficiente y porque es inagotable. Con sus lagunas y anomalías literarias, con sus desajustes y divergencias. Justamente esto hace que el libro sea tan vivo e insustituible. ¿Qué importa que, según Marcos, puedan los discípulos caminar con báculo (Mc 6,8) y que Mateo y Lucas les prohiban el uso 4del báculo? (Mt 10,10; Lc 9,3). El espíritu de desprendimiento incúlcase en la misma medida prohibiendo el bastón y permitiendo, por toda impedimenta, solamente un bastón. Los ejemplos abundan. Después que Jesús caminó impertérrito sobre las aguas, ¿cuál fue la reacción de sus apóstoles? En muy graves dudas veríase enredado quien se limitara a cotejar torpemente la versión de Mateo y la versión de Marcos. Según aquél, «se postraron ante El diciendo: Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios» (Mt 14,33); Marcos, en cambio, nos confiesa que «quedaron en extremo estupefactos, pues no se habían dado cuenta de lo de los panes, y su corazón estaba embotado» (Mc 6,51-52). ¿Cómo conciliar cosas tan contradictorias? Sencillamente, Mateo adelantó a este capítulo la profesión de fe de los apóstoles, la cual, en rigor cronológico, tendríamos que situar en un tiempo posterior. ¿Qué más da? Lo que principalmente importaba para enseñanza de las comunidades era dejar bien sentada la respuesta de la fe apostólica, mucho más que la anécdota circunstanciada que envolvió dicha respuesta. Los evangelios—esto debemos tenerlo siempre muy presente—no son propiamente libros de historia en sentido moderno, sino libros de catequesis, de predicación misionera, «instrucción en orden a la salud» (2 Tim 3,15). Son libros de historia religiosa.

Tales incongruencias, por otra parte, acrecientan el valor histórico de la obra. Heráclito de Efeso decía ya que más vale acuerdo tácito que manifiesto. Lograr la concordia de estos pequeños extremos en oposición no ha resultado tarea verdaderamente difícil ni tampoco demasiado importante. Ni difícil ni, digámoslo así, hacedera. Perdonadnos la paradoja. Queremos significar con ello que la pretensión de redactar una puntual «biografía» de Cristo revélase imposible y vana. Hoy ya nadie lo intentaría. Pero esta modestia, que ha constituido una adquisición reciente, ¿debe hacernos escépticos?

Las mismas discrepancias que son perceptibles en las cuatro columnas del evangelio—«los evangelistas son cuatro; el evangelio, uno» 2—, se dan, indefinidamente multiplicadas, en ese copioso diatessaron de los mil comentarios antiguos y modernos. Es muy improbable que los exegetas se pongan alguna vez de acuerdo para decirnos con exactitud el valor de los treinta ciclos de plata cobrados por Judas; asimismo, mientras unos afirman que el hijo pródigo tenía derecho a reclamar la herencia en vida de su padre, otros lo niegan rotundamente. Estas minucias, desde luego, son despreciables. Pero ¿cuando la divergencia se establece en puntos de mayor monta? Aquella réplica de Jesús a su madre en Caná, después que ésta le pidió remediara la apretada situación de los esposos, hay intérpretes que la leen así: «¿Qué nos importa a mí y a ti?»; otros, en cambio, prefieren leerla de este modo: «¿Qué hay entre yo y tú?» Y quienes discrepan son investigadores de muy alta talla. Son también especialistas en teología bíblica quienes juzgan que la frase «mi hora no ha llegado» (Jn 2,4) se refiere a la hora de su pasión; y no lo son menos aquellos que defienden que se trata simplemente de la hora de su manifestación como Mesías obrador de milagros. «El más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él» (Mt 11,11), mayor que el Bautista. ¿Quién es ese «el más pequeño»? Autores de gran nota dicen que se trata del mismo Cristo humilde; otros de no menor nota afirman que se refiere a cualquiera, al último de los elegidos pertenecientes ya a la nueva alianza.

Disidencias tales, ¿producirán en nosotros algún desaliento? En absoluto. Dichas versiones, aparentemente tan distintas, más que oponerse, se yuxtaponen; más que yuxtaponerse, se superponen, enriqueciendo así más y más, con la aportación de nuevas facetas, la inteligencia del texto. Solía Claudel hablar de «los matices en la garganta de la tórtola».

La labor de los siglos no ha sido inútil. Debemos reconocer además que esos constantes hallazgos de los estudiosos no significan una contribución anárquica y dispersa. Ellos mismos mutua-mente se criban y van forjando entre todos una historia del «he-cho de Cristo», a la vez que humilde, invulnerable. Se trata de un enriquecimiento armonioso, progresivo. Superado hace años el «concordismo» fácil, este trabajo más cauto y más severo de hoy legitima nuestras mayores esperanzas. Vémonos forzados a afirmar que todo, en un sentido u otro, es aprovechable.

Todo es aprovechable a la vez que todo es, desde luego, insuficiente. ¿Quién podría, en efecto, escribir la vida de Jesús? Necesitaría antes dominar la historia de las religiones, poseer plenamente la lengua griega y las semíticas, haber inquirido hasta el fondo en las escrituras del Antiguo Testamento, conocer muy bien el ambiente cultural y psicológico de aquel pueblo, haber comprobado personalmente todas las pistas arqueológicas, ser ade-más un experto en teología bíblica, hallarse muy familiarizado con la historia de la Iglesia, con las deliberaciones de los concilios, con todas aquellas imágenes de Jesucristo que a lo largo de los siglos se han ido forjando en el seno de la cristiandad, suscitadas por las diversas espiritualidades... Y aun esto no bastaría. Tal autor tendría que ser también filósofo, capaz de hacer en cada momento la más fina y rigurosa crítica de sus propias certidumbres. Tarea utópica. Pero, nos preguntamos, ¿no se podría lograr todo esto mediante un concienzudo trabajo en equipo, en el que cada especialista contribuyese con su parte alícuota, exacta, acendrada?

Sabemos bien que la empresa estaba de antemano condenada al fracaso. ¿Por qué? Porque no estriba tanto la dificultad en el sujeto cuanto en el objeto. El fracaso, más que de la falta de preparación o de la tosquedad del instrumento o de la inadecuación de los métodos, provendría de la naturaleza del objeto estudiado: Cristo rebasa toda humana capacidad de entendimiento. Imposible una biografía completa, porque—aun contando con el mayor cúmulo apetecible de datos—resulta imposible cualquier psicología de Jesús. Todo en cuanto en este sentido se ha hecho ha acabado re-velando lo absurdo del intento; en el mejor de los casos, se nos ha dado simplemente la imagen ideal, personal, ruin por consiguiente, que de Cristo abrigaba el escritor. La única posible biografía. tendría que limitarse a señalar el punto en que las cualidades esenciales del Hijo del hombre cesan de ser comprensibles y desembocan en esa esfera secreta que nadie puede captar. ¿Quién no ha hecho la prueba alguna vez? Leemos un fragmento del evangelio; su contexto es claro, inteligible•, percibimos un rasgo cual-quiera del Maestro, ahondamos en él; pero he aquí que en un momento dado, repentinamente, todo se desvanece en la oscuridad. Ya sólo queda optar entre la rebeldía y la adoración, rehusar o aceptar esta verdad: «No son mis pensamientos como vuestros pensamientos» (Is 55, 8)

Para el creyente, Cristo es la luz que ilumina todas las cosas y a todas presta cabal sentido. Pero, lo mismo que la luz, permanece insondable a nuestra mirada. Es Cristo un misterio; tiene forzosamente que serlo. Cualquier visión de El que pretenda ser exhaustiva, viene a ser radicalmente falsa. Ha comenzado por creerlo del todo inteligible y ha viciado en principio su camino, ya que sólo aceptándolo como ininteligible se nos entrega a «los ojos del corazón» (Ef 1,18). Pascal acertó cuando dejó de considerar a Jesús como problema para mirarlo ya siempre como misterio.

¿Deberemos, por tanto, renunciar a todo esfuerzo de comprensión?

El mismo Señor que condenó la torre de Babel aprobó el templo de Sión. La actitud inicial del constructor es decisiva.

Bien alto hemos de repetir que la única Vida de Cristo es su evangelio. El propósito máximo e imprescindible de todos cuantos sobre El quieran escribir debe consistir en hacer comprender el evangelio lo mejor posible; más aún, en invitar del modo más persuasivo a leer y releer mil veces ese magro volumen que por su tamaño pasa inadvertido en cualquier estante y para el cual, sin embargo, se hizo la ancha tierra, sólo para que le sirviera de atril.

No es un libro redactado por hombres. Lo escribió Cristo mismo sirviéndose de Mateo y Marcos, de Lucas y Juan, «como si fuesen manos suyas" (San Agustín). Ponerse en contacto con esas páginas  es darse cuenta de ello inmediatamente. No sólo por las frases de Jesús que nos transmite, sino también por esa sobrehumana austeridad del relato, que no es tanto carencia de medios expresivos cuanto respeto sumo, cuidado en no velar nada de los sucesos con el vaho de las propias emociones, por muy santas que éstas puedan ser; respeto hondo, que se contagia al lector de buena voluntad...

No escribieron los evangelistas para satisfacer una curiosidad, sino para ilustrar una fe: «para que creáis que Jesús es Cristo, Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn 20,31). Si acaso, saciaron la curiosidad en lo que ésta tenía de legítima, de «sobria» (Rom 12,3). Al lado de dichos evangelios canónicos proliferaron luego los evangelios apócrifos, que trataban de dar pábulo a un exceso de curiosidad. Mala señal. Para el alma transida del misterio y vigor de la resurrección vale esta promesa: «Aquel día ya no me preguntaréis nada» (Jn 16,23). Hay una curiosidad torcida que no puede reportar fruto ninguno; a quien se vuelve con esta ansiedad demasiado humana hacia el pasado se le podrían repetir las palabras del ángel: «¿Por qué buscar entre los muertos al que vive?» (Lc 24,5). Cristo adoptó ya otra forma de vida, y nosotros debemos, para encontrarlo, usar de otras potencias. «Desde ahora a nadie conocemos según la carne; y aun a Cristo, si le conocimos según la carne, pero ahora ya no es así» (2 C0r 5,16).

Sólo es santa la curiosidad si procede del corazón, si es una pasión enamorada. En el corazón debemos meter esos textos, asimilándolos cada vez más, hasta «transformar el pecho en una biblioteca de Cristo» (San Jerónimo). Cuando este amor acompaña a cualquier labor de investigación o crítica, ya no hay peligro de que la sabiduría que otorga el Verbo se transforme en ciencia mundana, como tampoco la gracia se convierte en naturaleza cuando llega a ésta para perfeccionarla sin destruirla. Es maravilloso advertir, en tantas áridas inquisiciones de especialistas que discuten un nominativo, la resonancia de algo que pertenece a los dominios del corazón; defienden los puntos y las comas como si se tratase de partículas eucarísticas. Es hermoso ese denuedo, esa escrupulosidad. Hay quien se queja de que los eruditos cogen las sílabas, las miran al microscopio, y, cuando las muestran así agrandadas, recaban de tal modo la atención sobre el sonido, que se pierde el sentido de las palabras; que, en lugar de enseñarnos a mirar el cuadro y comprenderlo mejor, se entretienen en estudiar la composición de los hilos que forman el lienzo. Quizá en algunos casos así sea. Maldonado se quejaba ya, a propósito del famoso versículo quinto del prólogo de San Juan, diciendo que «sería menor la dificultad si nadie lo hubiera comentado». Pero, aparte de que semejantes minuciosas indagaciones son absolutamente necesarias, debemos confesar que de ordinario resulta admirable la pulcritud de tales tareas y esa serena pasión que sólo del corazón puede traer su origen.

Hemos dicho pasión. Porque no es posible escribir sobre Jesús como sobre Tiberio. Carece de sentido pedir o intentar una historia «desinteresada» sin relación con la fe. Nadie puede hablar del color de esta pared como de un color en sí mismo, haciendo caso omiso de las leyes ópticas que rigen nuestra visión de él. Pues bien, la fe es el órgano que nos permite contemplar al Señor. Y la fe, aunque se apoye en los documentos, no nace de ellos, «no procede de la carne ni de la sangre», sino de la gracia que a todo hombre le es concedida, y que el hombre puede aceptar o rechazar. Y así como la fe no nos la dieron los hombres con sus pruebas y razonamientos, tampoco sus refutaciones nos la pueden arrebatar.

Unicamente la fe es lo que permite adquirir un verdadero conocimiento de Jesús. A quienes tienen fe les es otorgado el «conocer» (Mt 13,11) ; cuando su fe es débil, no entienden (Mt 16, 8-11). Para los incrédulos viene a ser la historia de Cristo como una gran parábola: «para que viendo no vean y para que oyendo no oigan ni entiendan» (Mt 13,13). La fe hace hoy también que los evangelios sean inteligibles y constituyan un auténtico alimento para el espíritu. Esos textos que oyen ahora cada domingo en. nuestras iglesias tantos millones de fieles, indiferentes, abúlicos, distraídos, son los mismos que escucharon aquellos primeros cristianos perseguidos, escondidos en sótanos, anhelantes por una Presencia tan amada que las palabras tornaban viva y operante. Son los mismos textos, son muy distintos los frutos. Estos creyentes de hoy, sin embargo, de fe tan frágil, tendrán que optar algún día, deberán dar una respuesta totalmente personal y decisiva al contenido del libro santo. «Inclina, Señor, nuestro corazón hacia tus testimonios» (Sal 119,36).

Es privilegio de la fe la penetración del misterio. De la fe, del amor, de la rectitud de vida. «Quien quiera hacer la voluntad de El conocerá si mi doctrina es de Dios» (Jn 7,17). Las verdades existenciales se van obteniendo conforme se obra, en la medida en que caminamos. Se trata de tener el alma dispuesta, los oídos abiertos. Es Cristo mismo quien nos adoctrina y nos convence. Cuando la autoridad eclesiástica mandó retirar de los monasterios las biblias escritas en romance, Santa Teresa, que no leía latín, recibió de ello mucha pesadumbre, pero el Señor la consoló diciéndole: «No tengas pena, que yo te daré libro vivo» (Libro de la Vida 26,5). De poco sirve la letra si Dios no infunde el espíritu. Es Cristo mismo quien va explicando el atinado sentido al alma que se llega devota-mente a las Escrituras, lo mismo que hizo aquella tarde con los discípulos de Emaús.

«¿Una nueva Vida de Jesús? ¿Y para qué?»

La pregunta es inevitable. Yo mismo me la hice cuando la BAC me encomendó este trabajo. ¿Otra Vida de Cristo? Desde aquella que Ludolfo de Sajonia escribió cuando corría el siglo XIV, son ya muchos centenares las obras publicadas sobre tal tema. Lo cual desanima: ¿Cómo es posible decir ya nada nuevo? Pero en seguida el mismo dato vuélvese confortador y hasta estimulante: Si se ha escrito el libro número 1.234, señal es de que a su autor no le espantó el cúmulo de volúmenes anteriores. Es de esperar que ese libro no haya modificado sustancialmente la situación. ¿Por qué no intentar, pues, la biografía número 1.235?

No, el número no afecta a lo que es ilimitado. El 1.235 dista del infinito tanto como el 1.234 o como el 4. Nada tiene que ver una biografía de Cristo con una biografía de Napoleón. Uno escribe sobre Cristo al dictado de otros argumentos, bajo el im-pulso de otros acicates. ¿Por qué no pensar que, en el fondo, todo libro sobre Jesús constituye la respuesta a una pregunta que éste mismo formuló un día al escritor? La pregunta no es otra que aquella que hace veinte siglos fue formulada junto a Cesarea de Filipo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,15). El autor se apresura a contestar: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», y a dar razón de ello con sus pobres palabras.

La fe mueve su lengua y su mano. Es la misma fe que acompañará a los lectores y dará al autor aquello que San Agustín imploraba para sus obras: «corazones fraternos». ¿No hemos de hallarnos además «prestos siempre a explicar nuestra esperanza a todo el que nos demandare»? (1 Pe 3, 15).

A explicar la esperanza que nos sostiene y el amor que nos empuja. En esta nota preliminar hemos hablado de biografías, pero a buen seguro inoportunamente: en seguida se echará de ver que el libro no es una Vida ni mucho menos. Es más bien como una meditación larga, afectuosa, que ojalá cumpla, en algunas almas, el único objetivo que nos hemos propuesto: que el lector .abandone estas páginas para coger el evangelio, y ya no lo suelte en su vida, y muera con él bajo la almohada. No se trata aquí de ninguna biografía, ni tampoco de un ensayo bíblico o de un estudio de teología. Trátase de una obra de espiritualidad directamente destinada a la piedad cristiana. La inclusión del volumen en la sección cuarta de esta colección, y no en la primera, ni en la segunda, ni en la quinta, anticipa ya cuanto a este respecto podamos decir.

Sobre mi mesa de trabajo, junto a una ruda y deliciosa imagencica de Santa Teresa, de finales del XVII, tengo un letrero con esta frase, una frase donde la santa explica por qué escribe: «Séame de alguna ganancia para después de muerta lo que me he cansado en escrivir esto y el gran deseo con que lo he escrito de acertar a decir algo que os dé consuelo, si tuvieren por bien que lo leáis»1. Estas dos razones, finalmente, confieso que no han sido tampoco ajenas a la redacción de CRISTO VIVO.

1 Libro de las Fundaciones 27,23.