CUARTA PARTE

"ME QUEDO CON VOSOTROS HASTA EL FIN
DE LOS SIGLOS"

 

1. El Espíritu de Cristo

En una pequeña iglesia de montaña, para mí muy querida, léense estos dos textos a ambos lados del pórtico: «Quédate con nosotros, Señor» (Lc 24,29) y «Me quedo con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,20). Una súplica y una respuesta. Un deseo y su satisfacción. Verdaderamente nos hacía falta que Jesús se quedase con nosotros, pues «está anocheciendo».

Cuando Moisés recibió de Dios la primera orden de gestionar el éxodo de los israelitas hacia el país de la libertad, hacia la Tierra de Promisión, Moisés tembló, se sintió sin fuerzas; pero Yahvé lo tranquilizó prometiéndole: «Yo estaré contigo» (Ex 3,11). A lo largo de este penoso éxodo que la Iglesia va cumpliendo hasta llegar a su destino, la fuerza que la sostiene y la luz que la alumbra es también la misma de antaño: la firme certidumbre de que el Señor camina a su vera. Leer el Apocalipsis es maravilloso cuando uno se encuentra atribulado. No en vano es un libro de consolación, inspirado durante las persecuciones de Nerón y Domiciano para uso de cristianos afligidos; lo escribió «Juan, vuestro hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la paciencia en Jesús» (Ap I,9). El libro conforta, porque pinta majestuosamente el triunfo del Hijo del hombre y la salvación de sus elegidos, y porque, a pesar de ser una visión soberana y celeste, comienza describiendo a Cristo, no en una gloria indiferente y remota, sino entre los candeleros de las iglesias, cuidadoso de cuanto ha dejado sobre el suelo.

Cuenta el Apocalipsis la última etapa de la vida de Jesús. Cierra la historia del Verbo encarnado. Sólo los ojos poderosos del vidente podían contemplar lo que acontece en las esferas del cielo. Para las otras miradas, aquello permanece oculto, velado tras la «nube» de la ascensión. Sabemos qué ocurrió entonces, cuando Jesús subió a la gloria, porque El mismo lo había anunciado: «Yo rogaré al Padre, y El os dará otro abogado, que estará con vosotros para siempre» (Jn 14,16).

Pentecostés es el fruto de la obra realizada por Cristo, el resultado de sus merecimientos, el efecto de su plegaria. Por El nos ha sido concedido el Espíritu Santo. Unas veces se dice que fue el mismo Cristo simplemente quien lo envió (Jn 16,7); otras veces, que fue el Padre, pero o bien a ruegos de Cristo (Jn 14,16) o bien en nombre de Cristo (Jn 14,26); en una ocasión se afirma que lo envía Cristo de parte del Padre (Jn 15,26). Todas estas expresiones denotan lo mismo, la misión del Espíritu por parte del Padre y del Hijo, si bien éste tiene en ello una parte especialmente cualificada, ya que su obra redentora constituía un requisito esencial para tal misión. Juan, el de ojos penetrantes, lo describió más tarde así: «Un río de agua viva, resplandeciente como el cristal, saliendo del trono de Dios y del Cordero» (Ap 22,1).

¿Qué es, en definitiva, el Espíritu Santo sino el Espíritu de Cristo? Así precisamente, «Espíritu de Cristo», es mencionado más de una vez en las Escrituras (Rom 8,9; 1 Pe 1,11); otras veces se le nombra como «Espíritu de Jesús» (Act 16,7), «Espíritu de Jesucristo» (F1p 1,19), «Espíritu del Señor» (Act 8, 39; 2 Cor 3,1718), «Espíritu de su Hijo» (Gál 4,6).

Este Espíritu llenaba ya a Jesús durante su vida. Fue El quien cubrió el seno materno antes de que el Hijo del hombre naciera (Lc 1,35). Más tarde descendió sobre éste, de forma visible, en el momento del bautismo (Mt 3,16), y lo llevó en seguida al desierto (Lc 4,1) y lo devolvió después a Galilea (Lc 4,14). El primer sermón de Cristo comienza así: «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18). De este Espíritu se vale para arrojar los demonios (Mt 12,28) y para pronunciar sus alabanzas al Padre (Lc 10,21). Es el Espíritu quien lo lleva y lo trae, lo menea y sostiene, le inspira y le devuelve la vida. Este mismo Espíritu descenderá en Pentecostés sobre los discípulos de Cristo para prolongar su obra. Los Hechos de los Apóstoles, que son como un apéndice del Evangelio, relatan las hazañas apostólicas llevadas a cabo por influjo del Espíritu. Entre ambos libros, los Hechos y el Evangelio, el gozne viene a constituirlo la muerte y resurrección del Salvador—el gozne en el tiempo; en el espacio, el gozne es Jerusalén: «He aquí que subimos a Jerusalén» (Mt 20,18), dice Jesús cuando se encamina hacia la pasión; y, luego de resucitar, precisa cómo ha de efectuarse la propagación del mensaje: «comenzando por Jerusalén» (Lc 24,47—. La glorificación es el suceso que permite la difusión del Espíritu, antes concentrado todo él en el pecho de Jesús y esparcido después magnánimamente por toda la comunidad de los fieles. Así lo hace constar Pedro el mismo día de Pentecostés: «Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó según vosotros veis y oís» (Act 2,33). Esta es la obra de «los últimos tiempos» (Act 2,17), la consumación de la Pascua, el último misterio del ciclo cristológico. No hay un ciclo o temporada propia del Espíritu Santo, ya que éste no es otro sino el Espíritu de Cristo.

Pentecostés viene detrás de la Pascua: como viene el verano después de la primavera y el fruto a continuación de la flor. ¿No se llama la Pascua de Resurrección «Pascua Florida» y Pentecostés «Pascua Granada»? Después de haber inmolado el cordero, recibieron los israelitas la Ley sobre el monte Sinaí, una ley escrita en piedra por el dedo de Dios (Ex 31,18). Pues he aquí que Pentecostés es a la Pascua cristiana lo que Sinaí es a la Pascua judía. La efusión del Espíritu significa la promulgación de esta nueva Ley del amor, escrita en nuestros corazones por aquel que es Digitus paternae dexterae. Esta bella denominación litúrgica del Espíritu Santo como «dedo de Dios» tiene su fundamento bíblico. Según Mateo, Cristo dice: «Yo arrojo los demonios por el Espíritu de Dios» (Mt 12,28); en la versión de Lucas afirma: «Yo arrojo los demonios por el dedo de Dios» (Lc 11,20).

El Espíritu se halla y opera en la misma línea que Jesús. Si éste afirma que «mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió» (Jn 7,16), aquél también «no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído» (Jn 16,13). Ambos son testigos de cuanto ven y oyen. Cristo asegura: (En verdad, en verdad te digo que nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto» (Jn 3,11), y acerca del Espíritu Santo anuncia: «El dará testimonio de mí» (Jn 15,26). Lo mismo que Jesús glorificó al Padre (Jn 17,4), el Espíritu glorificará a Jesús (Jn 16,14). Así como el Hijo fue enviado por el Padre (Jn 8,42 pas), el Espíritu también es enviado por el Hijo (Jn 16,7). Y de igual manera que no hay disidencias en el seno de la Trinidad, tampoco existe oposición ni discrepancia alguna entre las misiones que las diversas Personas llevan a cabo. Dichas misiones constituyen como una réplica de aquellas procesiones que tienen lugar dentro de la Trinidad. San Ireneo resume: «El Padre se complace y ordena, el Hijo obra y forma, el Espíritu nutre e incrementa» 1.

Incrementar y nutrir. Ninguna novedad sustancial. Simplemente, «os recordará cuanto os he dicho» (Jn 14,26). Aquella otra frase de Jesús: «Cuando venga El, el Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad» (Jn 16,13), no se refiere tanto a noticias nuevas cuanto a una mayor profundización en la doctrina dictada ya por el Maestro. La función magisterial del Espíritu Santo se reducirá a la mayor iluminación de lo ya revelado, a la manifestación de elementos parciales, al descubrimiento de nuevos aspectos en las verdades ya poseídas, a la deducción de consecuencias, al asesoramiento en la aplicación de ciertas verdades a determinados sucesos. Pero no se introducirán novedades propiamente dichas. Cuando los oyentes de Pedro le preguntan qué han de hacer para pertenecer al reino, él les contesta: «Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestras culpas» (Act 2,3738). Lo mismo que predicaba ya el Hijo del hombre en los albores de su ministerio (Mc 1,15), aunque añadiendo ahora el bautismo sacramental y el nombre de Jesús, el nombre acerca del cual el Espíritu rinde testimonio.

He aquí el oficio del Espíritu de Cristo: dar testimonio de Cristo (Jn 15,26; 1 Jn 5,6). El mismo Jesús precisó ya en qué había de consistir dicho testimonio: «Argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio: de pecado, porque no creyeron en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo está ya juzgado» (Jn 16,8-11). El testimonio íntegro versará sobre Cristo, sobre su persona y su obra. Siendo ya el Espíritu Santo, dentro de la Trinidad, el testigo o vivo testimonio del amor entre el Padre y el Hijo, cosa bien natural es que, cuando baje al mundo, atestigüe asimismo acerca de este amor, publicando su acción

1 Adv. haer. 4,38: MG17,11o8.

suprema y condenando a cuantos se obstinaron en embarazarla.

El Testigo por excelencia, animando los corazones de los apóstoles, convertirá a éstos también en testigos: «El Espíritu de verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí, y vosotros asimismo daréis testimonio» (Jn 15,26-27). «La fuerza del Espíritu Santo vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de la tierra» (Act 1,8). Ambos testimonios coinciden forzosamente, pues constituyen uno solo: «Nosotros somos testigos de esto (de la obra de Jesús) y lo es también el Espíritu Santo» (Act 5,32).

Pero no solamente los discípulos serán constituidos testigos de Jesús; cuantos crean en El han de ser investidos de los poderes de profeta, con facultad para anunciar la gloria del Hijo: «Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán» (Act 2,17-18). Así predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de «los últimos días».

Todos los cristianos tienen esta misión de profetizar, de cantar las magnalia Dei (Act 2,11), las cosas maravillosas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que a El se incorporan. Cuantos creemos en la resurrección de Cristo formamos «el pueblo adquirido para pregonar el poder del que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). Formamos la «comunidad de alabanza»—la casa de Dios «se edifica cantando» 2, sobre la cual el Espíritu ha descendido precisamente en forma de lenguas, después de lo cual los discípulos «comenzaron a hablar en lenguas extrañas» (Act 2,4), proclamando las grandezas del Señor. He aquí el reverso de Babel, de aquella confusión originada entre los hombres rebeldes que quisieron alzarse contra el poder del Altísimo. Los apóstoles son escuchados por partos y medos, cretenses y árabes, por hombres de las cuatro puntas, y su mensaje es puntualmente comprendido. Repara la Iglesia el pecado de Babel asociando a todas las almas para este humilde y magnífico menester de

2 SAN AGUSTÍN, Senn. 27,1: ML 38,178.

ensalzar a Dios. En ello estriba nuestra salud, pues la acción por la que El nos salva coincide con la acción en que nuestra alabanza se manifiesta y torna aceptable: ¿qué otra cosa es la eucaristía sino la alabanza perfecta, el vivo agradecimiento del hombre por eso que en ella misma es otorgada al hombre?

Pertenece al número de las tiernas providencias del Padre el que Pentecostés tuviera lugar en la misma casa donde la eucaristía se instituyó. De un mismo punto y emplazamiento empezó a difundirse la sangre de la reconciliación y la palabra de alabanza y gratitud. Hesiquio compone así sus deliciosos ritmos: «Tú, Belén, traes la leche de los pechos virginales; Sión trae el Espíritu del seno paterno. Tú fermentaste el pan y Sión preparó la cena» 3.

Pentecostés quiere decir cincuenta: la misión del Espíritu Santo aconteció cincuenta días después de resucitar Jesús.

Ha sido tarea grata de la primitiva literatura espiritual discurrir sobre semejante número, descomponerlo diversamente, buscarle aguas y alusiones: 5o es la suma de 49 más 1; 49 es el cuadrado de 7, y 7 es el tiempo en que se llevó a cabo la creación del mundo; 49, pues, representa el producto de la creación y la recreación, al cual se añade una unidad para afirmar con mayor fuerza su plenitud.

¿Y por qué no contemplar también en el número 5o el «año jubilar»? Yahvé tenía dispuesto que cada siete semanas de años se celebrara con universal regocijo el año quincuagésimo, en el cual los cautivos recuperarían su libertad (Lev 24, 8-22). ¿Y no es cierto que «donde está el Espíritu, allí se encuentra la libertad»? (2 Cor 3,17). Jesús mismo dijo que «la verdad os hará libres» (Jn 8,32) y que su Espíritu es «el Espíritu de la verdad» (Jn 14,17; 16,13). Ciertamente, en el año quincuagésimo «envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: Abba! ¡Padre! De manera que ya no es siervo, sino hijo, y si es hijo, también heredero por la gracia de Dios» (Gál 4,6-7).

Prefieren algunos comentaristas descomponer el número 50 en otros dos sumandos distintos: 40 y 10; 40 es la cifra de la cuaresma, que se extiende a toda esta vida nuestra en el tiempo, y 10 significa la eternidad que corona de perfección la

3 Serm. 8: MG 93,1480.

cuarentena trabajosa. Otros descubren en estos dos números distintas referencias: si Moisés permaneció cuarenta días en el Sinaí antes de recibir la Ley, no parece impropio que se esperara cincuenta días para recibir el vigor que permite cumplir esa Ley, la cual consta justamente de io mandamientos; por otra parte, el número io, número redondo, sugiere el perfeccionamiento que la nueva Ley trae sobre la antigua, hasta el punto de ser aquélla una liberación de ésta: «Si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley» (Gál 5,18).

Dicho perfeccionamiento y mejoría resalta en muchos de los accidentes que adornaron aquellos dos sucesos tan característicos de una y otra alianza. La primera Ley fue escrita sobre piedra, pero la segunda fue grabada en el corazón: «no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne que son vuestros corazones» (2 Cor 3,3). Sobre el Sinaí, Yahvé se apareció como «un fuego devorador» (Ex 24,17); pero las «lenguas de fuego» (Act 2,3) que bajaron al cenáculo eran de fuego vivificante, de aquel fuego con que Jesús vino a incendiar la tierra (Lc 12,49).

El Espíritu Santo ha inaugúrado las tres economías o etapas de la intervención de Dios. El fue el principio de la primera creación cuando volaba sobre las aguas primordiales depositando en ellas los gérmenes de la vida (Gén 1,2). Cubrió después con su sombra las entrañas de María para hacerlas fecundas (Lc 1,35), para hacer posible la segunda creación. Finalmente, será El quien dé comienzo a la tercera fase, en la mañana auroral de Pentecostés, cerniéndose sobre las cabezas de los príncipes de la Iglesia. Y El estará presente siempre que en un corazón se alumbre al Hijo. Si descendió, tan veloz y animoso y potente, para la concepción de Jesús en el seno de la Virgen, desciende igualmente toda vez que un alma va a ser concebida como hijo, y El le abre los labios para que pueda pronunciar el suavísimo nombre de Padre (Gál 4,6). «Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom 8,14). El Espíritu crea en nosotros el estado de filiación y ésta nos permite luego asociarnos al acto por el cual el Hijo, en el seno de la Trinidad, exhala al Espíritu junto con el Padre.

Otros textos paulinos insisten, con figuras muy expresivos, en esta obra del Espíritu. «Manifiestamente vosotros sois carta de Cristo, expedida por nosotros mismos, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo» (2 Cor 3,3). «Es Dios quien a nosotros y a vosotros nos confirma en Cristo, nos ha ungido, nos ha sellado y ha depositado las arras del Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,21-22). En la carta a los Efesios repetirá esta hermosa imagen del sello: «Fuisteis sellados con el sello del Espíritu Santo prometido» (Ef 1,13).

Nuestra alma es el papel en que se escribe, el cuerpo que es ungido, la cera sobre la cual se estampa el sello. El Espíritu Santo es la tinta, el aceite, el sello. Y como este bendito Espíritu no es otro sino el Espíritu de Jesús, lógicamente el efecto de su operación consiste en la conformidad de nuestras almas con el Hijo, lo mismo que la tinta hace que el papel ostente el pensamiento de quien escribe, lo mismo que el óleo hace que el cuerpo se empape del olor de aquello que ha producido ese óleo, lo mismo que el sello hace que en la cera se grabe y reluzca la cara o inscripción que dicho troquel lleva esculpida. Así también el Espíritu del Hijo, cuando en nuestros pechos se aloja, nos imprime la imagen del Hijo, nos configura según su semblante.

Puesto que el Espíritu Santo no es sino el amor del Padre y del Hijo, su obra en nosotros habrá de ser igualmente amor: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom 5,5). Así como la gracia significa una participación de la naturaleza divina, así también este amor que de ella procede no es otra cosa sino una participación del amor divino, del divino Espíritu. Por consiguiente, los siete dones podemos con todo derecho considerarlos como siete cualidades del amor. Este amor es sabroso, penetrado de sabiduría, la cual nos hace gustar o conocer experimentalmente las cosas concernientes al Señor. Es intuitivo, de potente mirada, que contempla las interioridades merced a ese secreto entendimiento que el Espíritu suministra: «Dios nos lo ha revelado por su Espíritu, que el Espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10). Es un amor que aconseja bien, para elegir con acierto los medios de llegar al objeto de dicho amor, aunque todo ello contradiga los dictados de la humana prudencia. Es vigoroso, lleno de fortaleza, de aquella «fuerza de lo alto» (Le, 24,49) que Cristo vinculó a la efusión de su Espíritu y que permite superar hoy todo estorbo y persecución. Es lúcido; le impide su ciencia confundir el bien con el mal y le concede una visión de las criaturas propia del que es hijo de Dios. Es tierno, transido de piedad, confiado, estrictamente filial, y a la vez es temeroso: tiene sumo cuidado en no disgustar al Padre, pues no en vano trátase de un temor llamado filial.

El Espíritu regala profusamente estos dones, ayudando al alma en su progreso; son los dones como las velas que recogen el viento y alivian la tarea de quien remando va.

 

2. El Cuerpo de Cristo

¿Y dónde se encontrará el Espíritu de Cristo sino en el Cuerpo de Cristo? 4.

Ahora, pues, nos corresponde hablar de la Iglesia, la cual no es tan sólo un medio de salvación, sino mucho más: es el «cuerpo de Cristo», o sea la salvación misma, la forma corporal de esta salvación. La encarnación no terminó con el retorno de Jesús al Padre; continúa de verdad y realmente en una etapa posterior: «Me voy y vengo a vosotros» (Jn 14,28). La Iglesia apostólica prolonga el «apostolado» o envío del Hijo al mundo: «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Jn 20,21).

Volvió el Hijo a su descanso en el regazo del Padre, pero desde allí, encarnado todavía y para siempre, sigue actuando en el mundo. Invisiblemente actúa por medio de su cuerpo celeste y de modo visible a través de su cuerpo terreno, que es la Iglesia. Son los sacramentos o actos de la Iglesia una manifestación de los actos saludables de Jesús; como ya dijimos, mejor que un puente a través del tiempo—que ligase nuestra hora actual con el momento pretérito de la cruz—, los sacramentos constituyen un puente a través del «espacio», son un vínculo entre nuestra existencia en el mundo y el Señor vivo de los cielos. Toda gracia en este sentido puede y debe denominarse sacramental. Cada una de las cimas de la existencia cristiana está coronada por alguno de los siete sacramentos, que esparcen su fuerza y su luz al resto de la vida, a las horas cotidianas. A la par de estas gracias estrictamente

4 SAN AGUSTÍN, In Io. Evang. 27,6: ML 35,1618.

sacramentales, son conferidas por Dios otras, muy numerosas y varias, a ciertas horas que El libremente escoge para su encuentro con los corazones; tales gracias, sin embargo, se aplican al fiel en su condición sacramental de hombre bautizado. Del mismo modo, la vida entera de los casados, toda su convivencia y sus dificultades y alegrías y sinsabores, hállase a la sombra de la gracia del matrimonio, el cual no es sacramento únicamente el día de la boda, sino a lo largo de todo el tiempo en que viven ambos esposos, lo mismo que acontece con la eucaristía, que es un sacramento no limitado por el minuto de la consagración, sino permanente y actual mientras duran sin corromperse las especies. Y, en último término, cualquier gracia que uno se imagine, cualquier gracia extrasacramental, constituye siempre, quienquiera que sea el que la reciba, una gracia que participa de la sacramentalidad: viene en cierto modo comunicada por Cristo a través de ese sacramento primordial que es la Iglesia (la Iglesia es el sacramento de Jesucristo lo mismo que Jesucristo es el sacramento de Dios). Cuanto de bueno, y justo, y recto, y saludable se realiza en el mundo es sacramental y eclesial, y toda la salud procede de la Iglesia 5.

Cristo ha querido asociarnos a su persona con los más apretados lazos, con nudos tan estrechos como aquellos que atan las varias partes de un cuerpo vivo. Un miembro no es, respecto del organismo, lo que un trozo de mineral es respecto de la cantera. La asociación del mineral es meramente extrínseca, mientras que la relación del miembro con el cuerpo a que pertenece es orgánica y vital. Resulta en extremo feliz esta analogía del cuerpo, porque explica cómo el cristiano está insertado en la Iglesia lo mismo que un miembro, con vínculos vitales y muy íntimos, sin que por eso se produzca confusión o absorción ninguna, ya que cada órgano sigue teniendo su finalidad propia.

Esto último no podemos perderlo de vista. Sabido es que en las cartas de Pablo existe una sutil evolución en esta imagen del cuerpo, imagen que él cultivó con insistencia muy particular. En sus primeras cartas se limita a presentarnos a Cristo como interior a todo el cuerpo, como un principio vital que

5 SAN AMBROSIO, Enarr. in Ps. 39,11: ML 14,1061.

anima todas las partes. En sus escritos tardíos, por el contrario, en las epístolas que redactó durante su cautividad, atribuye a Cristo, dentro del gran cuerpo de la Iglesia, un lugar más diferenciado, un sitio eminente, la cabeza; desde lo alto empléase Jesús en difundir la vida sobre los miembros hasta las más apartadas regiones. Fácilmente se echa de ver que la evolución afecta más a las palabras que al pensamiento, pero justamente fueron modificadas las palabras con el fin de que el pensamiento no se descarriase, para que los lectores no diesen a la idea una interpretación desmesurada, torcida. Puesto que la imagen del cuerpo es tan apta para significar esa inenarrable compenetración que se da entre Cristo y los cristianos, era muy conveniente precisarla mejor mediante la imagen complementaria de la cabeza y los miembros inferiores, con objeto de que tal compenetración no fuese llevada al extremo de pensar en una absorción de los fieles por el Señor, en una supresión de la personalidad de cada cristiano. La idea de la cabeza, a la vez que confirma esas relaciones tan cálidas y estrechísimas, aleja el peligro del llamado pancristismo y añade la noción de jerarquía y gobierno, ya que, según la mentalidad del Apóstol, es la cabeza el miembro más noble y el principio rector de todo el cuerpo.

La cabeza tiene sobre el resto del organismo una innegable primacía. Primacía de orden por su colocación y encumbramiento, lo cual conviene muy exactamente a Cristo, que ha sido constituido «por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también en el venidero» (Ef 1,21). A la cabeza pertenece también la primacía de perfección, pues en ella residen todos los sentidos, lo mismo que en Jesús tienen su asiento todas las gracias: «le hemos visto lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). Finalmente, corresponde a la cabeza la primacía del influjo y gobierno, ya que ella mueve y rige las restantes partes del organismo, función que no puede menos de atribuirse a Cristo: «de su plenitud hemos recibido todos gracia sobre gracia» (Jn 1,16).

Los tres primados se hallan incluidos en un texto paulino que trata de Cristo cabeza (Col 1,18-20): «El es la cabeza del cuerpo de la Iglesia; El es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (orden), y plugo al Padre que en El habitase toda la plenitud (perfección) y por El reconciliar consigo, pacificando por la sangre de la cruz, todas las cosas, así las de la tierra como las del cielo (influjo)».

Este influjo o gracia capital puede explicarse con ejemplos de luces. Pues hay algunos seres que sólo tienen luz para lucir ellos; las luciérnagas, por ejemplo. Otros la tienen para alumbrar a los demás, aunque no para comunicarla a los demás, como sucede con las bombillas. Otros, en fin, la poseen y pueden darla, sin sufrir por eso menoscabo su propio lucimiento: así una candela, así el cirio pascual, cuyo lumen Christi va propagándose a las velas de todos los cristianos, en cuyo fuego pueden ir otros prendiendo también sus candelas. De esta manera luce Cristo, alumbrando a todos y comunicando a los demás su propia luz y calor, haciendo a muchos de éstos ministros suyos para difundir más lejos sus gracias.

Todos los hombres, vivos y muertos, salvo aquellos que ya han sido condenados, son miembros de este cuerpo santísimo. Incluso los ángeles, pues reciben influjo vital de Cristo y tienen a éste, aun como hombre, por encima de ellos, y se unen y conversan con los hombres bajo Cristo cabeza. De los hombres, unos son miembros suyos más perfectamente que otros, según grados muy diversos. De modo pleno únicamente lo son los bienaventurados; luego vienen los que, viviendo aún sobre la tierra, andan abrazados a El por la fe y la caridad; después, quienes poseen nada más la vinculación de la fe; a continuación, los que tan sólo en potencia todavía, y no en la actualidad, le están unidos. Cristo es cabeza de todos ellos (de los réprobos es exclusivamente, dominadoramente, Dominus, Señor). A todos ellos alumbra hoy y en ellos influye, así como ayer se revistió de las miserias de todos ellos, hasta el punto de llegar a temblar en Getsemaní, aunque El, y nadie lo ignora, fuese personalmente tan puro.

Para expresar la relación que con sus fieles mantiene, habló Jesús de una vid.

«Yo soy la vid verdadera» (Jn 15,1). El adjetivo no es ocioso. Había en el vestíbulo del templo de Jerusalén una inmensa vid de oro, símbolo de Israel; el mismo emblema lucía en el escudo de los Macabeos. Al afirmar Cristo que El es la vid verdadera, expresa cómo era provisional y meramente figurativa la vid que hasta entonces simbolizó al pueblo de Dios; asimismo era la luz verdadera en comparación del Bautista (Jn 1,9), y el pan verdadero del cielo en contraste con el maná (Jn 6,32).

«Todo sarmiento que no da fruto en mí, lo arranca (mi Padre), y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,2). Según esto, se puede estar en Cristo de dos maneras: sólo por la fe y por la fe unida a la caridad. La fe sola no basta, y el sarmiento será arrancado. Ningún destino más triste que el del sarmiento desgajado de la cepa. ¿Para qué sirve? Así habló Yahvé a Ezequiel: «Hijo de hombre, ¿qué tiene el palo de la vid que no tengan otros palos? ¿Qué es el sarmiento al lado de los otros árboles del bosque? ¿Sacarán de él madera para fabricar alguna obra? ¿Harán de él una percha para colgar cualquier objeto? Arrójase al fuego como combustible, y es consumido de extremo a extremo, y la parte media se convierte en brasa. ¿Servirá para algo más?» (Ez 15, 2-4). Para nada vale el sarmiento más que para las llamas. Si no permanece unido a la vid, no espere que ningún artesano lo tome; es madera inútil, llamada a perecer en seguida. El fuego constituye el único destino posible de aquel que es arrancado de Jesucristo.

También la imagen de la vid es sumamente afortunada. Subraya esa unidad que hace alentar a Cristo y a sus secuaces. Hemos dicho que la precisión de Pablo respecto a la diferenciación y jerarquía existente entre la cabeza y los miembros era muy oportuna para evitar toda interpretación excesiva y errónea. Quizá lo de excesiva no tenga mucho sentido. Efectivamente, ¿puede alguien excederse en imaginar la unión que se da entre Cristo y los cristianos? Puede extraviarse, eso sí; pero nunca llegará nadie a sospechar suficientemente siquiera el grado de semejante intimidad. (Ocurre lo mismo, según ya dijimos, con la presunción: ésta no consiste en esperar «demasiado», sino en esperar mal; constituye la esperanza una virtud cuya cumbre nunca podremos coronar, por más esforzadamente que esperemos; el «exceso» de la presunción no es un exceso cuantitativo, sino una desviación cualitativa.)

El Cuerpo místico significa algo inmensamente más trabado y compacto que un cuerpo moral, algo mucho más sólido que cualquier grupo humano. Se parece a éste en cuanto que sus miembros gozan de una personalidad propia, pero lo supera sin tasa—y coincide así con el cuerpo físico—en cuanto que tienen tales miembros verdadera comunicación vital entre sí y con la cabeza. ¿Y puede darse algo más uno que un organismo vivo? El más pequeño dolor lo acusa el ser entero, y todo el cuerpo espontáneamente trabaja en la reparación de cualquier herida. Obsérvase en el cuerpo una doble unidad: la unidad que liga al cuerpo con el alma y la unidad que relaciona a los distintos miembros entre sí. Esta proviene de aquélla, pues justamente la presencia del alma en cada infinitesimal porción del cuerpo es quien mantiene unidas y en colaboración todas las partes; si el alma desaparece, el cuerpo se disgrega. Así exactamente en el Cuerpo místico: cada uno de nosotros estamos unidos vitalmente al Señor y, sólo por El y en El, permanecemos unidos a nuestros hermanos.

Es de notar cómo la vocación cristiana significa estrictamente una vocación a unirse el alma con Dios insertándose dentro de una sociedad, la del Cristo total. Trátase, pues, de una vocación comunitaria por esencia. El llamamiento a la salud no se cumple más que en la integración del que es llamado dentro de la descendencia de Abraham (Rom 9,7), dentro del cuerpo de Cristo (Col 3,15), participando en la edificación de este cuerpo (Ef 4,11-12). Lo cual viene muy bien explicado en la imagen del rebaño: aunque cada una de las ovejas posea su nombre propio (Jn 10,3), su destino es vivir en la estrecha convivencia del aprisco, de tal suerte que la salvación para cada oveja no consiste meramente en ser encontrada por el pastor (Mt 15,24), sino en ser introducida por éste en el redil, agregada a las otras ovejas (Lc 15,3-7; Jn 1o,16). No es la Iglesia un cierto número de almas que viven en comunión con el Señor, pero inconexas entre sí; la Iglesia es una casa, una familia (1 Tim 3,15; Heb 3,6). Los bautizados pertenecen todos a esta familia de Dios (Ef 2,19; Gál 6,1o), y todos ellos deben ser considerados como miembros de la misma parentela (1 Tim 5,1-2). No se trata de una sociedad general y vaga, sino de algo muy preciso, muy concreto, que permite hablar de «los de dentro» y «los de fuera» (1 Cor 5,12-13; Col 4,5 1 Tes 4,12). Cuando oramos, decimos Padre nuestro; este posesivo plural resulta imprescindible, ya que somos hijos de Dios junto con todos los hermanos: junto con ellos integramos el Cristo uno, sólo en el cual podemos exclamar: ¡Padre! Tampoco la eucaristía significa el encuentro a solas del alma con Cristo, sino que es literalmente una concorporatio cum Christo, el abrazo de todos los cristianos para formar un solo Cristo. En cualquiera de sus más menudos actos sobrenaturales actúa el creyente «como miembro de la Iglesia», «como parte de la Iglesia» 6.

Observemos, sin embargo, que la religión comunitaria no suprime ni embaraza la relación individual del alma con su Creador y Redentor. Cristo rogó la víspera de morir: «Que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Trinidad, pues, será siempre el modelo de toda solidaridad entre los cristianos. Suprema unidad, sin fisuras ni reservas, esa que constituyen las tres divinas Personas. ¿Puede concebirse, no obstante, más señalada personalidad que la del Padre y la del Hijo y la del Espíritu Santo?

El Espíritu, que es amor del Padre y del Hijo, ilustrará con su venida tal distinción: un solo fuego en muchas lenguas, pues «hay diversidad de dones, aunque uno mismo es el Espíritu» (1 Cor 12,4). Cuidadosamente han de ser evitados, en la práctica de la vida cristiana, los dos peligros: el personalismo que dispersa y el colectivismo que uniforma y desnutre. El creyente que reniega de toda forma común de piedad porque piensa que sólo aislándose ora bien, es tan censurable como aquel otro que juzga suficiente para su vida interior el culto público y rechaza cualquier plegaria privada. Pernicioso es apartarse, mientras se oye misa, de los textos litúrgicos para vacar a muy particulares devociones; no menos funesto resulta despreciar la oración personal «en la habitación, con la puerta cerrada» (Mt 6,6).

Dentro de la Iglesia, cada alma conserva su nombre y su peculiaridad. No es el hombre un millón de hombres partido por un millón, ni el cristiano tampoco, mucho menos, es un puro número. Ha sido muy especialmente amado por Dios y rescatado: «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). La metafísica bíblica, desde sus primeras expresiones, defendió la existencia individual como un dato positivo, como un bien, en contraste con todas las metafísicas panteístas, según las cuales la existencia múltiple es nada más mera apariencia, originada

6 CAYETANO, In 2-2 39,1,11.

por esa preocupación mediante la cual se crea el destierro en el país del deseo y del dolor, país del que debe cuanto antes regresar el sabio para sumirse de nuevo en el Todo. Israel ignoró siempre semejante estimación, tan viciosa. El cristianismo, lejos de caminar en ese sentido, ha acentuado vigorosamente el valor del alma individual.

La Iglesia está construida de «piedras», mas no de bloques meramente yuxtapuestos, uniformes, anónimos. Se trata de piedras vivas, cada una de las cuales cumple una función que sólo ella puede realizar: «Sois edificados como piedras vivas en casa espiritual» (I Pe 2,5). Cristo es la «piedra angular, escogida, preciosa» (i Pe 2,6), de esta edificación santa, o bien es su fundamento, o su arquitecto y constructor. Fusionando muy atinadamente las dos imágenes tradicionales, San Gregorio Niseno resume así: Cristo «edifica su propio cuerpo» 7.

Hemos comenzado a hablar ya de la Iglesia en cuanto sociedad de fieles. En este sentido es precedida, si puede hablarse así, de la Iglesia Cuerpo de Cristo, lo mismo que en el misterio eucarístico precede la consagración a la comunión. Misterio de comunicación y comunión: por la comunicación de los sacramentos, propia de la Iglesia «que convoca», conviértese ésta en comunión de los santos, de los «convocados». Pues la Iglesia es, a la vez, seno maternal y fraternidad, redil y grey. Si es verdad que «no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre» 8, débese esto a que la Iglesia ha sido concebida como la madre de cuantos tienen por Padre a Dios, el Altísimo, que hace que «sea nuestra madre la Jerusalén de arriba» (Gál 4,26). El cristiano lleva en su flanco grabados tres nombres: «Sobre él escribiré el nombre de Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la que desciende del cielo de mi Dios, y mi nombre nuevo» (Ap 3,12). Tres nombres—el de Dios, el de Jesucristo, el de la Iglesia—que van indisolublemente enlazados.

Además del elemento escatológico—desarrollo hacia una plenitud—y del sacramental—dependencia de manifestaciones sensibles—, contiene esencialmente el cristianismo un tercer elemento, el elemento social: relación indispensable de los

7 Orat. «guando sibi»: MG 44,1317.
8 SAN CIPRInxo, De unit. Eccl. 6: ML 4,503
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miembros con la cabeza y de los miembros entre sí. Esta unión interior conduce forzosamente a alguna unión externa y visible, a una sociedad organizada. Todo ello, ¿no dimana acaso de la misma encarnación? ¿Qué es, en verdad, la Iglesia? Vista desde el lado de Dios, es el instrumento y espacio en que El sigue actuando, es la encarnación del Hijo prolongada; contemplada desde nuestro lado, es la comunidad de quienes caminan en pos de Cristo hacia el Padre. Uniendo ambas vertientes, vemos que no es otra cosa la Iglesia sino la alianza de Dios con los hombres en Cristo. En el seno de ella se produce el mismo movimiento doble que se daba ya en el corazón del Señor: un movimiento hacia arriba, de adoración al Padre, y un movimiento descendente, de amor redentor a todos los hombres. La Iglesia, pues, constituye una comunidad de culto a la vez que de santificación. Esta misión de cara a los hombres suele desglosarse en tres funciones: gobierno, magisterio y santificación. ¿No se hace, en este triple oficio, nuevamente explícita la continuación de la obra de Jesús, camino, verdad y vida?

Estos tres aspectos, considerados como habitualmente los consideran tantos católicos, ofrecen de la Iglesia una perspectiva muy poco grata, ya que lo único que se pone de relieve es su carácter institucional. La historia, no podemos negarlo, ha coadyuvado en ello, pues la reacción contra la Reforma acentuó dicho carácter, dejando oscurecido el otro elemento, la parte activa de los fieles. Para muchos de ellos, la Iglesia, aun contemplada con el máximo respeto y hasta con amor, es algo que está «enfrente»; no se sienten dentro, sumergidos, amparados, responsables. A lo sumo la consideran un medio —un medio penoso, que con gusto verían suplantado—para obtener el cielo; pero ¿quién piensa que es un anticipo del cielo, una figura de la convivencia bienaventurada? ¿Es que han visto en ella poco calor de hogar, acogidas no muy afectuosas, procedimientos en los cuales ese imprescindible poder de gobierno ejércese de forma más dictatorial que materna? ¿O acaso ellos son muy escasamente cristianos, y su cabeza sigue aún pagana, su corazón incircunciso, su fe exangüe, su amor muy débil? Todo es posible, todo es cierto, todos somos culpables.

Cada uno debe recordar sus obligaciones: el deber que los fieles tienen de prestar obediencia y el deber que a los pastores incumbe de recabar esa obediencia «no por la fuerza, sino con blandura, según Dios; ni por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo; no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo al rebaño» (1 Pe 5,2-3). Autoridad y obediencia, para ser cristianas, han de ser nada más las expresiones correlativas del amor mutuo. Las primeras palabras del mensaje con que Paulo VI, al día siguiente de ser elegido papa, inauguró su magisterio, fueron para recordar que el oficio del pastoreo consiste, según frase de San Agustín, en un amoris officium 9. A la postre, ¿qué es esto sino la puntual correspondencia de aquella obedientia charitatis (1 Pe 1,22) que San Pedro pedía a las ovejas? Y esta relación jerárquica no suprime ni extenúa el otro elemento, el carismático. El Espíritu mueve su Iglesia por arriba y por abajo. No hay duda que todo ello se presta a tensiones muy enojosas, que sólo el amor y la humildad sabrán evitar. Deben los gobernantes estimular la participación eclesial—original, específica—de los fieles, y éstos han de responder siempre con ardor y libertad a la vez que con una sumisión perfecta, la cual no significará pasividad, sino colaboración organizada; colaboración sincera, incluso aceptación de todo riesgo por amor a la verdad y por la verdad del amor. Decía el P. Grandmaison que hay que amar a la Iglesia hasta el punto de hacerse castigar por ella.

Iglesia que, a pesar de todas las defecciones de sus miembros, será siempre Iglesia santa. Para hacerla santa precisamente se entregó a la cruz su Esposo (Ef 5,26). Fue también esto lo que Jesús imploró al Padre la víspera de morir, la santidad y aquellos otros tres rasgos que ennoblecerán siempre el rostro de la bienamada: «Por ellos me santifico yo, para que ellos sean santificados de verdad. Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos han de creer en mí por su palabra, para que sean todos uno» (Jn 17,19-21). He aquí en tan breves y benditas palabras las cuatro notas: la santidad—que sean santificados—, la apostolicidad—la transmisión autorizada de la palabra, a la cual los hombres de la posteridad prestarán fe—, la catolicidad—«todos»—y la unidad—«uno»—.

9 In lo. Evang. 123,5: ML 35,1967.

Todos uno. El poner así tan juntos estos dos extremos expresa con elocuente vigor el deseo de Cristo. Luego añade: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste» (Jn 17,23). En el primer miembro de esta cláusula hállase mencionado el ideal y origen de la unidad cristiana, su causa ejemplar y eficiente: yo en ellos como tú en mí; lo mismo que acaba de pronunciar un momento antes: <A fin de que sean uno como nosotros somos uno». El fin inmediato es la unidad de los cristianos, y el fin remoto es que el mundo conozca y reconozca la misión del Hijo. Pablo formulará así, con rítmica acumulación, esta unidad santa, esta unidad tres veces triple, fundamentada en la unidad del Dios Trino: «Un solo cuerpo, un solo Espíritu, una sola esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,4-6).

El que es espejo de la unidad suprema llevará a buen término nuestra unidad: «conducidos todos a la unidad por el Unico» 10. Conducidos por El a esa unidad que en El halla su principio, cifra y coronamiento. Cristo es el segundo Adán, mas no porque de El nazca una nueva raza que se multiplique indefinidamente, sino, al contrario, porque en El se recoge y condensa todo lo multiplicado y disperso, porque en El todo se recapitula (Ef 1,1o). Más que segundo Adán, es el último Adán (1 Cor 15,45), el último hombre en el cual todos los hombres se reúnen. En cuanto Adán o engendrador, su fruto consiste en una «criatura nueva» (2 Cor 5,17), pero esta criatura es «un solo hombre nuevo» (Ef 2,15). Toda división y discordia queda vencida por su mano, por esa demolición del muro que El llevó a cabo mediante su muerte, de tal forma que ya «no hay judío ni griego» (Gal 3,28; Col 3,11).

La Iglesia es una porque Cristo es uno. San Atanasio argumenta: a Jesús <mo le cortaron la cabeza como a Juan, ni fue aserrado como Isaías, para que conservase en la muerte el cuerpo íntegro y así no tuviesen pretexto los que quieren dividir la Iglesia» 11.

10 SAN AGUSTÍN, Serm. 195,2: ML 38,1018.
11 De incarn. Verbi 24: MG 25,1
37.

Cristo, que derribó el muro que separaba a los hebreos de los gentiles (Ef 2,14), lleva esta obra a más amplia ejecución aboliendo toda posible frontera espiritual. «No hay ya bárbaro ni escita» (Col 3,11). Pentecostés es un signo maravilloso. Ese día, partos y medos, habitantes de Mesopotamia y de Capadocia, de Frigia y Panfilia, oyeron hablar a los apóstoles con perfecta comprensión de sus palabras. Pero ¿significa esto que Cristo ha querido consumar ya la unificación de los hombres en el nivel humano?

El milagro de Pentecostés es menester explicarlo por el carisma de la glosolalia. No se trata precisamente de que los discípulos predicaran en diversas lenguas, latín, griego, copto, propias de los oyentes que se habían congregado en torno suyo. Se trata de un lenguaje extático, más celeste que humano, que sólo captaba aquel cuyos oídos Dios quería abrir; de otra forma no se explica que muchos, en son de burla, dijesen que estaban ebrios (Act 2,13). Pablo nos induce a esta interpretación cuando dice: «Supongamos que la Iglesia toda se halla reunida en un lugar y que todos hablan en lenguas: si entrasen no iniciados o infieles, ¿no dirían que estáis locos?» (1 Cor 14,23). Parece, pues, que aquella predicación hay que relacionarla con las «lenguas nuevas» prometidas anteriormente por Jesús (Mc 16,17). ¿No impera sobre todo ello un acento escatológico? Del mismo modo que las resurrecciones efectuadas por Cristo durante su ministerio eran como una figura de la resurrección final, así también la unidad de naciones que por un momento se obtuvo el día de Pentecostés, cuando gentes de tan diversa procedencia escuchaban el mensaje pascual, constituye tan sólo una figura anticipada de aquella congregación y concierto de todas las razas que únicamente tendrá lugar el día postrero. ¿No volvieron luego a sus tumbas Lázaro, y la hija de Jairo, y el muchacho de Naím? Pues también Pedro se servirá más tarde de Marcos como intérprete, y los hombres continuarán debatiéndose hasta el fin en la falta de mutua inteligencia.

La división de lenguas es una secuela del pecado, lo mismo que la enfermedad y la muerte. ¿Qué pensar, pues, de esos intentos, una y otra vez renovados a lo largo de la historia, por conseguir un idioma común? En cuanto tentativa de sacudir una imposición de Dios, constituyen una prolongación del mismo pecado de rebeldía que presidió en Babel el origen de tal miseria; en cuanto significan una nostalgia del paraíso perdido y un humilde esfuerzo por dar más cauces a la caridad, son dignos de loa, ya que representan una preparación de la unidad escatológica y pertenecen al número de gestiones santas con que nos es lícito «apresurar» la parusía (2 Pe 3,11). Pero nunca debemos olvidar que la unidad plena únicamente se alcanzará en el paraíso nuevo, cuando los hombres «de toda nación, tribu, pueblo y lengua» (Ap 7,9) alaben unánimemente a Dios y al Cordero.

La unidad implorada por Cristo para su Iglesia, la unidad que nosotros debemos esforzarnos en conseguir, no significa precisamente uniformidad ni tampoco desaparición de esas dificultades de mutuo entendimiento anejas al estado de naturaleza caída. Tampoco la santidad de la Iglesia arguye la supresión de las concupiscencias en los hombres que la integran.

El milagro de Pentecostés nos instruye sobre algo que está muy por encima de las ventajas que reportaría un lenguaje común, y esto es lo verdaderamente importante: la unidad escatológica comenzó ya con Cristo. El sabrá llevarla a su plenitud.

La llevará por caminos divinos, que distan de nuestros caminos tanto como el cielo dista de la tierra. A cuantos quieran reflexionar sobre el misterio de la Iglesia y de su historia les será de gran provecho tener siempre ante los ojos la esencial ruptura que respecto del mundo presente entraña toda auténtica escatología.

Junto a tal ruptura, aquella continuidad que caracteriza igualmente al momento escatológico aparece muy restringida y decantada: refiérese tan sólo al nivel sobrenatural. Pertenecen, es verdad, a la historia de la Iglesia sus relaciones con el mundo de la cultura humana: esos rasgos con que las diversas civilizaciones han contribuido a dar un determinado semblante a la Iglesia e, inversamente, la manera y medida en que ha influido ésta sobre aquéllas, mejorándolas, dándoles un sentido más espiritual y trascendente. Pero no es esta tarea, la de lograr que las leyes sean más humanas, o la distribución de riquezas más equitativa, o las relaciones entre los hombres más pacíficas, lo que constituye propiamente la materia de la historia eclesiástica. La historia honda y verdadera, la historia decisiva, abarca en primer término las magnalia Dei en el tiempo, el desarrollo de las obras de Dios por la predicación y los sacramentos. Todo cuanto atañe al perfeccionamiento humano, la Iglesia debe cuidarlo con exquisito esmero y dedicar a ello grandes esfuerzos e ilusiones—el haberlo hecho ya, a lo largo de los siglos, en tan alto grado no es un honor que ella tenga empeño en despreciar—, pero todo esto posee nada más un valor estricto de consecuencia.

A pesar de su inmersión en el mundo, a pesar de los influjos que ejerza o padezca, seguirá siendo siempre la Iglesia para el mundo un cuerpo extraño, inasimilable (Jn 17,1 1.16). Esto merece ser subrayado. Porque muchos admiran a la Iglesia, pero no atinan en su admiración. Hablan con elogio de su firmeza y estabilidad, que ha asegurado tantos tesoros. Alaban el benéfico influjo que sobre la sociedad ha venido ejerciendo, contrarrestando con sus normas de cohesión y respeto los gérmenes de disolución, con sus voces amonestadoras la tiranía de los opresores, con su predicación de la hermandad universal la rivalidad de los pueblos, con sus constantes llamamientos a la paz esa tendencia tan arraigada de los hombres a la guerra. Se aplaude su tarea educadora, su mecenazgo en favor de las artes, su solicitud por los desheredados, el impulso que presta a toda forma de bien, el consuelo que ejerce sobre cualquier sufrimiento. En ella están puestas todavía algunas humanas esperanzas... Todo esto, sin embargo, no representa el título esencial de la Iglesia, su misión más específica, su gloria augusta. Si sólo eso constituyera su acervo, «seríamos los más miserables de todos los hombres» (1 Cor 15,19).

Su riqueza es otra; su obra primordial ha sido de otro orden. Bien miserable sería la Iglesia si su hacienda no consistiese en la sangre de Cristo, bien estéril habría sido si no hubiese engendrado almas para la gloria del Padre. Acerquémonos a ella con amor y sin prejuicios para descubrir su verdad más íntima, para saber qué piensa ella de sí misma. Entonces veremos que la única hermosura de que se precia es la de 1 rostro escarnecido de su Esposo; la única sabiduría que estima es la locura de la cruz; la única diadema que valora es la corona de espinas; el único título que acepta es el de sierva de su Señor; el único legado de cuya custodia se gloría es la palabra del Verbo. El único sueño de su corazón es el día de las eternas bodas, y toda su gloria y fortuna las cambiaría por paja con tal de que nadie le arrebatara su eucaristía.

Hay, además, otra cosa. Por encendidas y sinceras que sean las alabanzas que se le tributen, sabe la Iglesia de sobra que su papel, a los ojos del mundo, no puede ser muy lucido. ¿No es, y seguirá siendo hasta el fin, el corpus humilitatis, la prolongación de la humildad de un Dios encarnado? Aunque en su seno se haya criado San Agustín, y Pascal, y Santo Tomás, y tantas lumbreras, nunca la estadística modificará aquella apreciación de Pablo: «Efectivamente, no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; antes al contrario, eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes, y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruirlo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1,26-29). Por razones mucho más hondas que las meramente estadísticas —las cuales en cualquier sociedad deducen un porcentaje mínimo de grandes hombres—, el tono medio de la Iglesia tiene que ser forzosamente de una gran mediocridad humana. Si así no fuera, habría serios motivos para preocuparse y temblar. ¿No ha recibido ella el encargo de perpetuar «la figura de siervo» de su Fundador?

¿Qué fue Israel? ¿Acaso una nación gloriosa? Nunca ni en nada: ni por sus hazañas guerreras, ni por su civilización, ni por la feracidad de su suelo, ni por los descubrimientos de sus hijos. Quien visita el Museo del Hombre tropieza en un rincón con la vitrina más decepcionante de todas, la dedicada a la cultura palestinense: sólo una pala y un arado, esto es todo cuanto Israel ha aportado al desarrollo de la humanidad. ¿Qué fue Israel? «El más pequeño de todos los pueblos» (Dt 7,7). Su origen es humillante: «El día que naciste, nadie te cortó el ombligo, no fuiste lavada en el agua para limpiarte, no fuiste frotada con sal ni fajada; nadie hubo que pusiera en ti sus ojos para compadecerse de ti, sino que fuiste arrojada con asco al campo el día que naciste» (Ez 16,4-5).

La Iglesia sigue sus huellas, porque así lo ha querido Dios. «Para que nadie pueda gloriarse». ¡Oh, sí, la Iglesia, no menos que Israel, en muchos de sus miembros más representativos, ha sido a menudo infiel! Ha querido en ocasiones olvidar la modestia de su cuna, se ha sonrojado de su Esposo cubierto de oprobios, se ha aliado con las potestades del mundo. «Su tierra está llena de plata y de oro, sus tesoros no tienen fin, llena de caballos y carros sin número» (Is 2,7). ¿Quién se atreverá a negarlo? «Pisáis con vuestros pies al pobre y le exigís la carga de trigo, os habéis construido casas de piedra tallada» (Am 5,"). ¿Quién osará desmentirlo después que Pío XI, con tanta pesadumbre y lágrimas, habló del «pecado de la Iglesia en el siglo xix»? Pero, afortunadamente, no faltaron los profetas, que supieron clamar contra los abusos y desviaciones. Y la dialéctica de la historia judía viene repitiéndose en la historia de este nuevo Israel, pues el Señor no abandona a su pueblo y le manda, como la mayor de sus mercedes, las persecuciones oportunas. ¡Qué gran primavera la de esta Iglesia hoy hostigada, que reconoce sus culpas, que públicamente se golpea el pecho, que acude con renovada solicitud al lado de sus hijos más pobres!

La Iglesia es santa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante. Lo sabemos muy bien, y esta certeza nos consuela de nuestros yerros. Y, cuando decimos que es santa, no nos referimos a ese resto, a ese puñado de justos que sigue, a pesar de todo, haciendo brillar de alegría los ojos de Yahvé. Esta palabra de resto es bíblica, y estimable, y justa, pero puede inducir a una idea de exigua minoría—puñado de justos—, idea que no sabemos si nuestra ingenuidad o nuestra pasión de hijos se resiste a admitir. ¡Creemos en la santidad oculta de tantas ,y tantas almas! Pero la Iglesia no es santa precisamente por ellas. La Iglesia es santa en absoluto, porque es el cuerpo de Jesucristo, y los pecados de sus miembros y de sus mismos jerarcas no mancillan nunca su faz, puesto que son pecados cometidos todos ellos fuera de su ámbito: en la medida en que un hombre peca se hace ineclesial; no todo lo que parece estar dentro de la Iglesia pertenece a la Iglesia. «El que es pecador y está manchado con alguna fealdad, en ningún modo puede llamarse de la Iglesia de Cristo» 12. Es cierto que las prevaricaciones

12 SAN JERÓNIMO, In epist. ad Eph. comen• 3,5: ML 26,531.

de los cristianos provocan el escándalo y parece que desmienten la verdad de la gracia. Pero nada deja de ser providencial. La Iglesia no es sólo objeto de nuestra fe, sino también prueba de nuestra fe. Bien puede suceder que alguien, cuando le pregunten qué es lo que más le ayuda y lo que más le entorpece en su progreso hacia Dios, dé esta respuesta, única, doble e indivisa: «La Iglesia». Y quizá aquello que a primera vista parece entorpecer y embarazar, sea en el fondo lo que más le ayude, lo que más nos aproveche; porque así sólo se nos ocurrirá gloriarnos del poder de Jesucristo. En uno de sus célebres Himnos a la Iglesia, implora Gertrudis von le Fort con mucho tino, muy despierta y muy entregada: «Madre, pongo mi cabeza entre tus manos: ¡protégeme de ti!»

Loisy escribió: «Jesús anunció el reino de Dios, pero lo que llegó fue la Iglesia». Es una frase terrible, y aquel de nosotros a quien no le duela, que se pregunte con valor acerca de sus sentimientos filiales. Pero, aunque la frase sea tremenda, es bien explicable: continúa en la línea de las palabras pronunciadas por todos cuantos rechazaron a Jesús. También los judíos esperaban un rey, pero lo que llegó fue un maestro ambulante nacido en Nazaret, de donde ninguna cosa buena podía esperarse; acusado de basfemo y poseso.

«Bienaventurado el que no se escandalizare de mí» (Lc 7,23). Tal vez no sea otra la máxima tentación propuesta por Satán al alma: escandalizarse de esta nueva encarnación de Cristo en una Iglesia tan escasamente brillante, esta pobre Iglesia nuestra...

 

3. El mundo de Cristo

Mundo: he aquí una palabra enormemente ambigua. Y la ambigüedad de la palabra proviene justamente de la complicada historia que ese mundo ha tenido, de las diversas fases por que ha ido atravesando, cada una de las cuales ha dejado en él su huella. Si se pudiera dar un corte en profundidad, distinguiríamos varios estratos; la significación del vocablo «mundo» dependerá del estrato que elijamos.

La capa más honda, el momento más antiguo, conceden al término «mundo» un sentido vastísimo y neutro: el conjunto de la creación. Cuando Juan afirma que «el mundo fue hecho por El» (Jn 1,1o), simplemente repite lo que siete versículos antes había dicho ya: «todas las cosas fueron hechas por El». Ahora bien, como el hombre resulta ser la criatura por excelencia, a la cual todas las demás de la tierra se enderezan y subordinan, es sumamente probable que, si escogemos un momento de la historia posterior al sexto día, «mundo» signifique únicamente, enfáticamente, la realidad humana, el conjunto de los hombres; así lo entiende Juan cuando dice que la luz, «viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Mas he aquí que el primer hombre pecó, se insolentó contra el Creador y transmitió a toda su descendencia los gérmenes de la rebeldía; nada tiene, pues, de extraño que la voz «mundo» exprese más concretamente esta humanidad manchada y rebelde; la génesis de tal palabra ha sido paralela a la del término «carne». El día en que «por un hombre entró el pecado en el mundo» (Rom 5,12), este mundo hasta entonces bueno se hace mundo malo, que no acepta la luz que le visita (Jn 1,1o). Tíñese el vocablo peyorativamente: «el mundo que estriba en el Maligno» (1 Jn 5,19). Resulta, por consiguiente, lógico que a ese ser que personifica el mal se le designe con el nombre de «príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11). Hay un «espíritu del mundo» (1 Cor 2,12) y hay «elementos del mundo» (Gál 4,3.8; Col 2,20), los cuales maquinan contra el Señor. Cuando el Hijo de Dios, que no es de este mundo (Jn 8,23; 17,10), viene al mundo, viene precisamente para argüir contra él (Jn 16,8), para vencerlo (Jn 16,33). Pero viene también para salvarlo (Jn 2,17), pues El es la luz del mundo (Jn 8,12) y el pan que da la vida al mundo (Jn 6,33). Aquí, en esta doble misión del Verbo encarnado, aparentemente contradictoria, radica la última ambigüedad de la palabra «mundo». Es condenado el mundo en cuanto dominación de Satán (Jn 12,31) y es salvado en cuanto objeto de redención (Jn 1,29; 17,21; 1 Jn 2,2; 4,14). La consumación de esta obra restauradora acabará, al fin de los siglos, otorgando al término «mundo» la máspreciosa acepción: una tierra nueva emparejada con un cielo nuevo (Is 66,22), imperecedera, radiante.

El mundo nace bueno de las manos de Dios. No olvidará el Génesis constatar esto ninguno de los seis días de la creación, conforme vayan las cosas saliendo sucesivamente a la luz: «Y vio Dios que era bueno» (Gén 1,4.7.10.12.18.21.25.31). El cosmos es obra del Señor y participa de El por la creación; no como enseñó la filosofía griega, diciendo que este mundo terreno debe su existencia a una degradación, a una suerte de alienación o anonadamiento de Dios, sino todo lo contrario: el mundo se consolida por un movimiento ascensional, de abajo arriba, desde la nada a su Hacedor, por asunción. En este sentido, anterior al contacto depravador de la mano o del pensamiento del hombre, todo es puro: «Yo sé, y bien persuadido estoy en el Señor Jesús, que nada hay de suyo impuro» (Rom 14,14). Todo es bueno y todo es, consiguientemente, amado por Dios; mejor dicho, es bueno, es simplemente, porque Dios lo ha amado y lo ama. «Tú amas todo cuanto existe, y nada aborreces de lo que has hecho, pues si hubieras odiado algo, no lo habrías creado. ¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras o cómo podría conservarse sin ti?» (Sab 11, 25-26).

Dios ama el mundo. Y, puesto que en rigor no puede amarse más que a sí mismo, lo ama porque en él encuentra su propio reflejo, porque las criaturas todas son participación suya, speculum Trinitatis. Tal amor divino hace que las cosas existan, y que existan según un orden esencial de amor. Nadie puede negar el nombre de amor a todo eso que, más diferenciadamente, llamamos leyes físicas de afinidad, atracción, imantación, gravitación. Es el amor quien mantiene en pie las construcciones atómicas, moleculares o celulares; él hace que este menudo girasol tenga del sol su cara prendida, y que los animales se ayunten, y que se cumplan las carreras de los astros, y que los minerales no se disgreguen. Decimos que Dios es espíritu, y decimos verdad; pero no es menos cierto que la materia en ningún modo puede serle ajena y que cuanto en ella hay de valioso está de veras contenido en El de modo eminente. Asimismo, aunque Dios sea infinito reposo, porque es suficiencia absoluta, tampoco el movimiento puede serle extraño; lo que éste significa en nosotros de defectuosidad—búsqueda de algo—, no se da en Dios, pero sí se da aquello que de valor encierra el movimiento, ya que Dios es acto puro y plenitud de vida.

Todo cuanto existe es amado por Dios, y todo, al mismo tiempo, ama a Dios: tienden todas las cosas esencialmente a su fin, el cual para cada una de ellas posee razón de bien; y esa tendencia, ¿qué otra cosa es sino amor? Amor ciego, tendencia determinada, pero amor. Y como todo bien participa forzosamente del Bien supremo, cada criatura desea y suspira por una especial participación de ese Bien: a su manera, ama a ese Bien.

Dios habló y las cosas salieron de la nada. Ahora, a su vez, los elementos responden y dicen Dios. A la Palabra que realiza corresponde siempre una palabra realizada que, mientras no pierda el ser, no pierde su elocuencia. En la creación, Dios se ha dado un nombre. Y la tierra toda resuena dócilmente, «canta a Dios, se postra y entona salmos» (Sal 66,1-4).

En esas palabras que las cosas emiten escuchó el hombre primitivo la primera revelación de su Señor. «Le dio ojos para que viera la grandeza de sus obras, para que alabara su nombre santo y pregonara la excelsitud de sus obras» (Eci 17,7-8). Y las cosas trocáronse en hierofanías. La roca significaba la veracidad de Dios, y el cielo su condición estable, y la lluvia su fecundidad. Es la creación material el eco material de la Palabra increada, como los profetas serían luego su eco humano, hasta que la misma Palabra llegue un día a encarnarse.

El pecado del hombre, como era de suponer, no dejó inalterada la creación. Esta quedó «sujeta a la vanidad, no de buen grado, sino a causa de quien la sujetó» (Rom 8,20). Ella ninguna culpa tuvo; Pablo se limita a repetir lo que el mismo Dios pronuncia en el paraíso: «Será maldita la tierra por causa de ti» (Gin 3,17).

Consiste esta vanidad de las cosas en que ya no cumplen como antes su doble misión de glorificar al Señor y servir al hombre. Fueron vaciadas de su mejor sentido, de su referencia al Creador, y convertidas en ídolos: «A1 fuego, al viento, al aire ligero, o al círculo de los astros, o al agua impetuosa, o a las lumbreras del cielo, tomaron por dioses rectores del universo» (Sab 13, 2). El hombre obligó a las cosas a que colaborasen en su rebeldía contra Dios. Pero, al mismo tiempo, ellas también se alzaron contra quien las había profanado, y vinieron a transformarse en ejecutoras del dolor y del exterminio. La naturaleza se hizo enemiga y fiera porque el hombre había perdido su impasibilidad, porque su cuerpo habíase hecho vulnerable, inclinado a la corrupción.

Mas este mundo primeramente puro y apacible, después mancillado y hostil, fue redimido por el Hijo del hombre. Las «bendiciones» constituyen en cierto modo la aplicación de ese rescate. Se bendice el agua, y la que era trono de Leviatán ofrece su seno a la virtualidad santificadora. Las cosas son susceptibles de uso santo y capaces también, por la fuerza de Dios, de santificar. Consiste hoy la tarea del hombre en descubrir esa nueva semilla santa que fue depositada por el Redentor en la intimidad de toda criatura. Continúan expuestas al mal trato y, por consiguiente, conservan su peligrosidad, pero demuestran a la vez una docilidad gustosa a cualquier operación de retorno, y hasta un cierto deseo cuyo nombre ignoramos, un ansia que Pablo se atrevió a llamar, inmejorablemente, ansia de parto (Rom 8,20-22). La ambigüedad se mantiene aún, y a ella se refería San Agustín cuando escribió: «Esta luz corporal, con su atractiva y peligrosa dulzura, sazona la vida del siglo a sus ciegos amadores; mas cuando aprenden a alabarte por ella, ¡oh Dios creador de cuanto existe!, la transforman en himno tuyo, sin ser asumidos por ella en su sueño» 13. El mundo es tal cual lo hace el hombre. «Si tu ojo es puro, todo tu cuerpo estará luminoso» (Mt 6,22): el hombre es el ojo del universo. O, si queréis, el hombre es la circuncisión general del mundo: cuando de él corta y cercena todo lo «mundano».

Todas las cosas, ya lo hemos dicho, se encaminan a Dios. El pecado torció ese rumbo degradándolas, estropeándolas, como un niño que pisotea y desorienta una hilera de hormigas. Ahora el hombre está obligado a restituirles su sentido, tiene incluso el deber de procurar que tal sentido vaya haciéndose cada vez más expreso y convincente. Debe el hombre poner letra a esa música del gran concierto general de las criaturas; debe convertir en gloria formal tanta y tan maravillosa gloria material. A aquel movimiento inicial del mundo creado, a aquella progresiva maduración que culminó en el hombre, en un ser magníficamente predispuesto al cual Dios luego infundió su espíritu, corresponde hoy por parte del hombre este honroso trabajo de ir haciendo a dicha creación, a través de

13 Conf. 10,34,52: ML 32,801.

órdenes sucesivos, más y más capax Dei. Hemos de ayudar a las cosas en su postración; tiene que conmovernos «esa mirada de abajo arriba de toda la naturaleza», que Claudel supo sorprender. Que la cima arrastre en pos de sí, hacia la altura, las faldas y raíces. Porque el hombre se halla fuertemente radicado en la tierra; no es un espíritu a quien la materia le fuese extraña. Hay corrientes muy íntimas entre todos los niveles del mundo creado y ese resumen último que llamamos microcosmos. No se encuentra el hombre situado sobre la tierra como un águila sobre la roca, sino como una manzana en el extremo de una rama de manzano. Así como está llamado a una estrecha comunión con «el otro», con todos sus semejantes, también ha de obedecer a la vocación de alianza con la naturaleza, abreviando progresivamente esa distancia respecto de «lo otro», del mundo físico.

Si, desde el punto de vista de Dios, fue entonces la creación entera como el amoroso aparejamiento de una habitación destinada al hombre y sigue a toda hora constituyendo un canto de amor divino hacia el hombre, siéntese éste hoy dulcemente forzado a hacer de tal mundo un incesante canto de gratitud al Señor Dios. En el hombre y por medio del hombre, debe el «orden de los cuerpos» entrar en el «orden del espíritu» y, a través de éste, llegar al «orden de la caridad». De ello sacará el hombre, a buen seguro, notables ventajas. No es sólo por el bien de las cosas, sino también por nuestro propio beneficio, por lo que debemos usar de las criaturas inanimadas en nuestra vida religiosa. Nunca será suficientemente ponderado el valor y eficacia de los símbolos litúrgicos, del agua y del fuego, de la ceniza y la sal, del pan y el aceite. Sin ellos, las profundidades de nuestro ser, ese estrato adonde la razón y su política no llegan, quedarían sin evangelizar, tierra propicia para que el hombre pagano que con nosotros camina nos pusiera mil estorbos.

Todas las cosas tienden y se estiran hacia Dios. El mundo entero está orientado de cara a Dios. Pero por Cristo y a través de Cristo. Mientras no llegue el día en que el Hijo del hombre, tras haber consumado su obra, haga aquel inenarrable ofertorio cósmico al Padre, todo se halla hoy enderezado a Cristo del mismo modo que todo fue hecho y rehecho por Cristo (1 Cor 15,24-28). ¿Cabe más delicada y majestuosa ordenación que ésta: «Todas las cosas son vuestras; vosotros, de Cristo, y Cristo, de Dios»? (1 Cor 3,22-23).

El universo mundo es de una continuidad perfecta: desde el espíritu puro hasta el barro impuro, todo se halla tan íntimamente trabado como, dentro del hombre, trabados están su cuerpo y su alma, su amor y su sangre. El hombre, a la vez materia y espíritu, emparentado con la tierra y el cielo, alma encarnada en un cuerpo animado, encarnación del espíritu y punto de emergencia del espíritu sobre la carne, condensa de admirable forma, en su microcosmos, el cosmos íntegro. Pues bien, al hacerse hombre el Hijo de Dios, la continuidad se extiende misteriosamente hasta el mismo seno de la Trinidad.

Cristo ha operado la restauración de las cosas por lo que ha hecho: porque ha elegido como vías de santificación estos objetos materiales, respetando exquisitamente el poder simbólico que en ellos residía; si ha escogido el agua para purificar las almas y darles la vida divina, es porque el agua limpia y fecunda; si prefirió el pan y el vino para alimentarnos en el orden sobrenatural, es porque también en el plano natural esas realidades siguen siendo nutritivas. Jesús, al fundar la esfera sacramental, no sólo devolvió a la creación inanimada su honor primero, sino que la levantó y enalteció sin tasa. Pero, sobre todo, esto lo consiguió, más que por lo que El hizo, por lo que El es. ¿Qué es, pues? Un Dios encarnado, un Dios que ha. hecho de la materia vehículo de su divinidad. Revélase así la encarnación como el ideal más excelso de la relación Dios-mundo.

El orbe entero ha sido asociado a la fiesta. «En la sexta edad del mundo, Jesucristo, Dios eterno, Hijo del Eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísimo advenimiento, nació en Belén», reza el pregón oficial de la Iglesia para conmemorar la Navidad. Es como una recreación esplendorosa. Cada año, las liturgias bizantina y armenia repiten ese día los primeros capítulos del Génesis. Nadie ha dejado de advertir la coincidencia de tal fecha con el solsticio hiemal. «Con la aparición del Salvador se renueva no sólo la condición de la humanidad, sino también la claridad del sol» 14. «Por

14 SAN MÁXIMO TAUR., Serm. 2 de Nativ.: ML 57,537.

una misma y única elevación, ha traído la luz tanto a los hombres como a los días» 15. El mismo sol que se ocultará de pena la tarde que muera el Señor comienza a levantarse con pujanza el día de Navidad, alargando las jornadas, trayendo alegría a la naturaleza, hasta culminar en Pentecostés con su luz más radiante. Notemos que toda la plenitud que nos traiga la venida del Espíritu, al cual se atribuye «la renovación de la faz de la tierra» (Sal 104,30), hallábase ya germinalmente en el Niño que nació en Belén. Por eso es llamado ese Niño, de muy gentil modo, «nuestra alegre primavera» 16. No faltan exegetas que, leyendo eudokia en nominativo, desglosan así la frase de los ángeles: «Gloria a Dios en las alturas, paz en la tierra, benevolencia para los hombres». Un paralelo a esta lectura puede encontrarse ya en el canto de Daniel (Dan 3,52-90), donde primeramente son invitadas a la alabanza de Dios las criaturas celestes, luego la tierra, después los hombres; y lo mismo sucede en el salmo 148 (1-14). ¿No es acaso el día de Navidad día de holganza para el mundo entero? ¿No van a reír las flores, y las bestezuelas, y los astros? «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5); ese día empezaban ya a ser nuevas.

Los milagros que en su vida Cristo realice tendrán también esta indudable significación. No son tan sólo expresión de su poder y confirmación de su divinidad. Son igualmente signos anunciadores de la creación escatológica, anticipaciones de la «tierra nueva» (Is 66,22). Cuando el Salvador camina sobre las aguas, quiere revelarnos cómo será la naturaleza transfigurada, cómo será el día que ésta deponga por completo su enemistad y se haga cómplice de todos los castos deseos del hombre. La multiplicación de los panes expresa de igual forma el tránsito dichoso de esta situación que es abrojos y escasez a aquel estado en que todo será abundancia y plenitud.

Pero es principalmente en la resurrección de Jesucristo donde se hizo visible y efectiva esta exaltación del universo a una categoría nueva. Los cataclismos que acompañaron su muerte, el temblor de tierra, el rasgarse el velo, el abrirse las peñas, representan un anticipo de las hecatombes finales. Las predicciones de Amós o de Habacuc valen, según escalas rela-

15 Ibid., c.536.
16 PS. GREGORIO TAUMAT., Horn. 4: MG 10,1145
.

tivas, tanto para uno como para otro acontecimiento. En aquella ruina simbólica pereció ya el viejo mundo, el mundo que «pasa» (1 Cor 7,31). El día que Cristo expiró, recibió el golpe de muerte. Y en ese mismo instante hizo irrupción el nuevo mundo, patente en «los cuerpos de los santos» resucitados (Mt 27,53). Dicha hora pertenece ya a la parusía, pues en la muerte y resurrección del Hijo del hombre hállase condensado el misterio escatológico, que irá en su lento despliegue coexistiendo con el tiempo hasta «la hora de la consumación de todas las cosas» (Act 3,21).

El mundo venidero aparece ya, potente y puro, en el Resucitado, cuyo cuerpo constituye el modelo de la nueva creación. Ese cuerpo es como una llama que va prendiendo, hasta que acabe de incendiarlo todo. El Cristo glorioso no ha sido constituido solamente cabeza de la Iglesia, sino Primogénito de la creación completa. Cualquiera que sea el resultado de las hipótesis acerca de la existencia de seres racionales en otros planetas, sabemos que esta tierra—que no es ciertamente el centro cosmológico del mundo ni tal vez tampoco el último paso de la evolución cósmica—constituye sin ningún género de duda el centro teologal de todo el universo.

No podía la tierra estar ausente de la renovación del hombre. ¡Hay entre ambos tan grande, tan entrañable, tan historiada vinculación!

Esta tierra que sin cesar engendra los hombres, dándoles su zumo, y que es engendrada también por ellos, porque ellos la amasan, la manipulan, la transforman, acompañará a los hombres en su retorno a Dios. Decimos retorno, pero no se trata de una simple vuelta a los comienzos, al paraíso perdido. La restauración es coextensiva al proceso de la creación, de forma que el último día habrá más realidad que el día primero, y la parusía alumbrará un mundo mucho más rico que aquel otro que Adán arruinó. No obstante, será un verdadero retorno, porque volveremos al Señor—esta vida consiste en salir de las manos plasmadoras de Dios para volver a sus manos retribuidoras, de su seno fecundo a su regazo caliente—, y porque nada del olor y sabor de la tierra se habrá perdido. «No beberé ya del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mt 26,29).

Efectivamente, «ni la sustancia ni la materia de la creación serán aniquiladas»; lo único que se disolverá será su «figura» 17. Me acuerdo de un viejo hai-kai japonés:

Este mundo de rocío
no es más que una gota de rocío.
Y sin embargo..

Sin embargo, es bello; sin embargo, nos cautiva. Sin embargo—también---, permanecerá para siempre, como una gota de rocío hecha diamante, durísima, más preciosa, de más ricos destellos.

El «nuevo cielo» reclamará la «tierra nueva», igual que nuestra alma pedirá unirse con nuestro cuerpo. Y lo mismo que nuestro cuerpo será, transfigurado, el mismo cuerpo que entreguemos a la tierra en depósito el día de nuestra muerte, así también el cosmos del siglo futuro ha de guardar una indiscutible relación con aquella precisa figura de mundo que haya obtenido por fin el cultivo y esfuerzo de los hombres. En el pan y el vino eucarísticos no sólo se resume la creación material, sino también el trabajo humano. «Poblad la tierra y sometedla» (Gén 1,28).

Someter la tierra es someter y explorar sus tesoros, pero es también, más hondamente, ayudarle a cumplir la voluntad del Señor común. Ayudar al capullo a que se convierta en rosa, ayudar al agua, señalándole caminos, para que fertilice las huertas. Debe el hombre socorrer al universo en este parto tan laborioso en que se debate con gemidos.

Y el sol de la nueva tierra será Jesús: «su lumbrera será el Cordero» (Ap 21,23). Jesús será también su Esposo, cuando ella esté ya del todo despierta para el amor. El corazón del Hijo del hombre, que aquí anduvo tan abandonado y en tanta soledad, se verá allí repleto de todas las cosas, porque las cosas se alojarán gozosas en él como en el único aire respirable. En cuanto Hijo del hombre, Cristo hereda la tierra; en cuanto Señor, la sujeta; en cuanto Esposo, la disfruta y obsequia.

Amemos esta tierra. Algún día, a pesar de que se nos aparezca tan remozada y bella, acabaremos reconociéndola. El «he aquí que hago nuevas todas las cosas» significa una «regeneración» (Mt 19,28) o «restauración de todas las cosas» (Act 3,21).

17 SAN IRENEO, Adv. haer. 5,36: MG 7,1221.

Aquel día será sin ocaso. Cuando la alegría de los hijos se pinte en el rostro de la recién parida, de la madre feliz. Todo lo que de ella hoy nos asusta porque lo encontramos tremendo, está hecho efectivamente a la medida de nuestro goce. Será hermoso. Porque estos espacios siderales inmensos, ese polvillo de las galaxias, es polen.

 

4. El tiempo de Cristo

La vida total de Jesucristo habría que dibujarla según círculos concéntricos: en el centro, una circunferencia de muy corto radio, suficiente para contener el espacio de tres décadas, correspondería a su breve vida mortal; alrededor de este pequeño círculo, otro mucho más amplio, coincidiendo con los límites de la historia humana, incluiría todo el tiempo anterior a Jesucristo—tiempo de la alianza cósmica y de la alianza mosaica—y los siglos posteriores—siglos de la Iglesia—hasta la consumación del mundo; finalmente, una circunferencia que ya no es tal, porque no se halla inscrita en nada, porque se derrama y extiende por toda la eternidad: es la existencia intemporal del Verbo.

Los dos primeros círculos no sólo se hallan incluidos dentro de la eternidad, sino también impregnados por ella y embebidos; de ella participan en la dimensión del «sin fin». Efectivamente, los hombres un día creados, los hombres con principio, durarán siempre, incorporados a la existencia interminable del Hijo de Dios; y la encarnación no es sólo una etapa en el tiempo y un punto infinitesimal tangente a la actualidad perenne de lo eterno, sino que sobre ella se cimentan tanto la Iglesia del tiempo como la Jerusalén celeste: el templo, luz, arroyo y trono del Cordero no desaparecerán jamás (Ap 21, 22-23; 22, 1.3).

Ahora, en este minuto en que yo escribo, en cualquiera de estos siglos cristianos, Jesús vive en «la gloria que tenía antes de que el mundo existiese» (Jn 17,5), y vive en las almas por El rescatadas, en su pueblo. Pero, además de todo esto, Jesús es «el que ha de venir» (Ap 1,4.8). Comienza Juan su obra diciendo: «En el principio era el Verbo» (Jn 1,1) y la termina así: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20).

Estos siglos que median entre su primero y segundo advenimiento constituyen el desarrollo de la humanidad de Cristo mientras va alcanzando su «plenitud» (Ef 1,23). Son el tiempo de Cristo, que al fin desembocará en el tiempo de la Trinidad: «Luego que todo le fuere sujeto, entonces también el mismo Hijo se someterá al que todo se lo sometió, para que Dios sea todo en todo» (i Cor 15,28). Tenemos, pues, hoy algo ya realizado y que en este sentido pertenece al pretérito: la encarnación y glorificación de Jesús, la definitiva vinculación en El de la naturaleza divina y la naturaleza humana; hay a la vez algo que incesantemente se viene realizando: la edificación del cuerpo de Cristo; finalmente, hay algo que corresponde todavía al futuro: la consumación, el pleroma, la parusía. Los tres momentos, pasado, presente y venidero, se condensan en el misterio eucarístico, que es a un tiempo memorial, representación y profecía: «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz (presente), anunciáis la muerte del Señor (pasado) hasta que El venga (futuro)» (i Cor 11,26).

Hay una concepción griega del tiempo, desengañada, escéptica: el tiempo no nos traerá nada nuevo, todo es reiteración, todo es ciclo; lo divino es inmóvil, y su reflejo lo constituye la repetición. Frutos de semejante criterio, la melancolía y la ineptitud para una adecuada comprensión de la historia evolutiva. Frente a esta mentalidad existe otra, la hebrea, que defiende un progreso rectilíneo, que abomina de toda repetición. Sus ojos miran febriles hacia el porvenir, que traerá el acontecimiento decisivo, acontecimiento que no depende para el judío de una conjetura o de un esfuerzo propio, sino de la promesa divina. Por eso su espera se halla configurada como esperanza.

Al lado de estas dos opuestas concepciones, encontramos la concepción cristiana, la cual afirma, contra los griegos, que el tiempo trae novedad, y, contra los judíos, que esta novedad ya ha llegado: es la resurrección de Cristo. Mientras éstos colocan el gran suceso al final y aquéllos al principio—el tiempo es una degradación—, el pensamiento cristiano lo sitúa en el centro. Cristo es el centro de la historia: cuanto le antecede es preparación; lo que sigue se deduce de El.

La concepción cristiana es completa, participa de las otras dos y a ellas se opone. Coincide con los griegos en que lo decisivo está en lo alto y no emana del tiempo, sino que hay ruptura; pero disiente de ellos al afirmar, con idéntico vigor, una suerte de continuidad. Efectivamente—y en esto adopta la modalidad del pensamiento hebreo—, lo decisivo, la inauguración del nuevo eón (Lc 20,35), se halla en el tiempo, sucede al fin de «este siglo», puesto que la muerte de Cristo constituye un término. He aquí que esta muerte representa el punto de tangencia de lo que está arriba y lo que está abajo, el encuentro paradójico de la ruptura y la continuidad. Señala la Pascua la irrupción del Espíritu en la carne, y el cristiano vive, con su espíritu y su carne, en ambos niveles; su salvación se opera en «este siglo», pero precisamente por el abandono de este siglo y la inmersión en el «siglo venidero», ya presente. Trátase, pues, de un movimiento hacia adelante y hacia adentro, de una aproximación a algo que está ya en sus entrañas.

A cualquier hora, en todas sus caras y aspectos, es el cristianismo—«locura» siempre, puesto que se inspira en la cruz—una radical paradoja. El pensamiento israelita genuino, en cuanto revelado, en cuanto precristiano, contradecía la noción de las religiones paganas—para las cuales la suprema realidad es aquella, adscrita al tiempo mítico, que precede al tiempo fugaz—afirmando que lo decisivo estaba por llegar y que alguna vez llegaría. Ahora el pensamiento cristiano—contra la idea judía superada, «anacrónica», y contra las modernas teorías de la evolución—proclama que ya lo decisivo se ha efectuado y prohibe pensar que algo en el futuro rebasará esto que nosotros poseemos.

No queda, evidentemente, para el cristiano anulada por completo la esperanza. Todavía el porvenir autoriza—más, impone—la esperanza como esencial atributo de esta existencia terrena: vivimos de cara a la parusía. Pero ¿qué significa ésta sino la plena realización de algo ya operante y poseído? Su presencia es disfrutada desde ahora por los creyentes (Heb 6,5). ¿Y qué es la resurrección de Jesús sino una virtualidad potentísima que va actualizándose hasta el día final? Limítase la historia a detallar estas realizaciones progresivas. El Cristo pascual es ya el Cristo de la parusía, y ésta no será más que una explicación última del misterio pascual. Cuando Jesús vivía aún en la carne y tenía ante los ojos tanto su propia glorificación como la consumación de la obra, incluía ambos momentos en un horizonte único (Mt 26,64); para que nosotros, situados hoy en la historia entre uno y otro extremo, podamos atinar en la penetración de la verdad, vémonos obligados a abandonar estas precarias categorías del tiempo. «Carísimos, no se os caiga de la memoria que delante de Dios un solo día es como mil años, y mil años como un solo día» (2 Pe 3,8).

La resurrección del Hijo del hombre constituye, a la vez, el punto de partida del tiempo nuevo y el centro inmóvil en que ese tiempo se halla fijado para siempre. Nuestro tiempo no es, como querían los griegos, un «eterno retorno», pero sí es un retorno a la eternidad.

A partir de Pentecostés, afirma Pedro que nos hallamos ya en los «últimos días» (Act 2,17). Pablo, calificando de «figura» y anuncio cuanto ha precedido, escribe desde la «plenitud de los tiempos» (1 Cor Es verdad que los oyentes de Pedro y los corresponsales de Pablo fácilmente podían entender la idea de últimos días en un sentido obvio y simple. Muchas cosas de la comunidad cristiana primitiva sólo se explican hoy apelando a una convicción bastante generalizada acerca del inminente fin del mundo. Después que cesaron las persecuciones, cuando la religión de Jesús se difundía con rapidez y se consolidaba en un estilo de vida establecida, en una peculiar cultura cuyo sino era durar y perfeccionarse, aquella noción física de las postrimerías fue reemplazada por otras interpretaciones más profundas y perspicaces. No hay duda de que éstas constituyen, dentro del pensamiento cristiano, un avance muy precioso. Pero ¿no significa al mismo tiempo para el creyente una pérdida, un empobrecimiento en el nivel de su conciencia, la desaparición de aquella tensión o ansiedad esperanzada, de aquella ansiosa esperanza?

Hoy el hombre juzga que la existencia cósmica e histórica se rige por ciertas leyes de desenvolvimiento autónomas. Asimismo, el creyente medio, usufructuario de una situación cristiana que parece haber alcanzado plena estabilidad en el mundo, aunque admita que esta existencia se halla abocada a un fin—más bien remoto que próximo—, aunque abiertamente confiese que el mundo acabará en el preciso momento en que el Señor así lo disponga, ha dejado, no obstante, de ser sensible a la idea de una cercanía estremecedora de Dios. Al perder la «inminencia» su significación elemental, cronológica, no ha adquirido, para la inmensa mayoría de los cristianos, su sentido propio, hondo, verdadero, que consiste en la incesante vecindad de lo eterno con lo temporal; simplemente la idea se ha disuelto. Y, sin embargo, la inminencia sigue vigente y, si reflexionáramos con seriedad, viviríamos mucho más en vilo. ¿Es que los cuatro caballos del Apocalipsis no galopan ya sobre el mundo? Sus cascos abren tremendas hendiduras en nuestra vida. Limítase el hombre profano a dar a los males una explicación filosófica, considerándolos como elementos imprescindibles del devenir histórico, o tal vez llega a concederles una generosa atención desde algún punto de vista sociológico; el hombre cristiano los contempla ciertamente desde un ángulo moral, en cuanto castigos de Dios o en cuanto estímulos a la caridad y a la paciencia. Pero ¿quién de nosotros piensa en ellos como síntomas de la proximidad de lo eterno? Y, sin embargo, así es. Constituyen los puntos frágiles en que la eternidad se insinúa dentro del tiempo, reclamando de nosotros otra manera de vida, probablemente también otra forma de cristianismo, más lúcida para ese precipicio que se abre entre «este _ siglo» y el «siglo futuro». Es menester volver a suscitar aquella aptitud para entender «dos signos de los tiempos» (Mt 16,3).

La vida cristiana es permanente tensión, tensión entre lo ya cumplido y lo que aún está por realizar, entre un presente ya superado y un porvenir ya presente. Ha sido el creyente arrancado de este siglo (Gál 1,4) e introducido en la nueva era (Ef 2,7; Heb 6,5). Ha de vivir en este siglo, pero sin permitir ser seducido por él (Tit 2,12; 2 Tim 4,10); ha de moverse en el mundo sin ser del mundo (Jn 17,15-16). El conflicto perdurable a lo largo de la historia entre el Espíritu y la carne se hace drama íntimo y personal para cuantos tienen que vivir del Espíritu dentro de una carne todavía no glorificada. En cada corazón se realiza ya «el juicio de este mundo» (Jn 12,31).

Lo mismo que la Mujer del Apocalipsis, triunfante ya, revestida de sol, pero debatiéndose aún en los dolores del parto, viven la Iglesia y toda alma cristiana en tensión irrenunciable. Somos, siempre y a cualquier hora, acto mixto, en parte realidad y en parte posibilidad, redimidos ya del pecado y sujetos aún a sus servidumbres. Hemos resucitado con Cristo (Col 2, 12), pero debemos completar su pasión (Col 1,24). Hemos encontrado la perla y todavía nos vemos obligados a vigilar. Porque todavía tiene que venir, como un ladrón, el Señor que ha venido ya. Estamos indeciblemente unidos a El, pero no le vemos. Somos repetidamente exhortados a la alegría (Flp 4,4) cuantos queremos participar de la bienaventuranza reservada a los que lloran (Mt 5,5). Es la salvación para nosotros algo ya adquirido (Ef 2,5.8; 1 Cor 1,18; Rom 1,16) y, al mismo tiempo, algo por adquirir (F1p 2,12; 1 Tes 5,9; Rom 8,3.11). Anhelamos las realidades celestes en la medida en que las poseemos ya. El Espíritu que nos ha sido otorgado constituye tan sólo—nada más, nada menos—las primicias (Rom 8,12.23) y las arras (2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14). Vivimos la hora de los carismas, concedidos tanto para que sepamos «apresurar» la parusía como para que tengamos paciencia durante la espera (1 Cor 1,7). Nuestros días son ambiguos: son días «propicios» (2 Cor 6,2) y días «malos» (Ef 5,16). Pero malos precisamente porque son fugaces, insuficientes. Se pueden rescatar: redimentes tempus. La eternidad cristiana es la redención del tiempo.

Estas realidades nuestras participan—a la par, no de modo sucesivo—del tiempo presente y del tiempo futuro. Vida eterna no se opone tanto a vida temporal cuanto a vida terrena; es vida celeste que existe ya: hemos pasado de la muerte a la vida (Jn 5,24); el siglo venidero se hace actual para cada hombre en el momento de su justificación (Ef 5,8), la cual no consiste sino en romper por la virtud de la gracia esa tenuidad que separa los espacios en que ambos siglos coexisten. «Ahora somos hijos de Dios, pero no se ha manifestado aún lo que seremos» (1 Jn 3,2). Poseemos verdaderamente esta filiación (Ef 1,5; Rom 8,29; Gál 4,5), mas su resplandor estallará cuando consigamos la redención de nuestros cuerpos (Rom 8,21.23). Habita la Iglesia en el cielo, pero camina sobre la tierra (2 Cor 5,6), vive del Espíritu en la carne (2 Cor 10.3). «Ciudad peregrina sobre la tierra, cimentada en el cielo» 18, extraña ciudad cuyo «fundamento está arriba» 19

18 SAN AGUSTÍN, Serm. 105,7: ML 38,622.
19 SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 86,3: ML 37,1103.

La conciliación de aspectos tan diversos en esta novedad sin mudanza, en este movimiento inmóvil, en este devenir y esta fijeza en lo eterno, tiene su adecuada ilustración—según afirmamos ya al comienzo—en el circulus anni, en el año litúrgico.

Acaba el año litúrgico lo mismo que empezó: el evangelio del primer domingo de Adviento y del último domingo después de Pentecostés versan sobre el mismo tema, sobre la parusía. Nótese cómo el movimiento circular alude simultáneamente, en cuanto movimiento, a esta vida, que es camino, y, en cuanto circular, a la eternidad, que es reposo. Mas no se trata de un círculo por completo cerrado, mera repetición a usanza griega, que sólo melancolía podría engendrar. Se trata más bien de una espiral, cuya curva cada vez más amplia, a la vez que va atravesando todos los años los mismos ejes, idénticas conmemoraciones, va también abriéndose cada año más y más hacia horizontes más dilatados. Cada Pascua es una maduración. El alma celebra el mismo misterio, pero con un ardor mayor, más transida de Jesucristo, más llena del Espíritu y la carne más macerada. Es la misma alma, pero distinta. El mote de los Bernouilli, inventores del cálculo infinitesimal, dice así al pie de una espira: Eadem mutata resurgo. Me levanto igual, pero diferente. Maduración, crecimiento, desarrollo. Aunque el evangelio del primer domingo del año litúrgico coincide con el último, la epístola de ese día trae una frase de Pablo en extremo oportuna, que cada año señala un jalón nuevo: «Ahora está más cerca nuestra salud que cuando empezamos a creer» (Rom 13,11). Desarrollo, progreso. Y ninguna experiencia que tienda a desmentir tal progreso debe desalentarnos. Porque no edificamos sobre nuestra experiencia, sobre nuestros tesoros, sino sobre la gracia del Señor. La decepción que puede deducirse del repaso del año transcurrido no ha de descorazonarnos jamás; antes al contrario, tiene que contribuir a aumentar nuestra esperanza: a darle una base cada vez más firme, pues la purifica de toda falsa confianza en nosotros mismes. Año nuevo, vida nueva. Sin embargo, puesto que para cuantos creemos en la resurrección de Jesucristo ya no es posible novedad sustancial ninguna, y también porque las palabras modestas cuadran mejor a nuestra pobre historia, digamos, en vez de vida nueva, vida renovada.

Los que aún caminamos somos tributarios del tiempo en múltiples sentidos, y nuestra vida religiosa no es tampoco ajena a él por varios capítulos. La ordenación litúrgica actual representa un buen argumento: despliega a lo largo de doce meses los sucesivos pasos de Cristo, pasos que en realidad se hallan todos concentrados en un único misterio, el misterio pascual. Hasta el siglo iv era la Pascua la fiesta de todo el año. Todavía San Gregorio Nacianceno escribe: «Tal es la fiesta que hoy celebras; celebra, pues, en este banquete natalicio a la vez que funeral, a Aquel que nació por ti y por ti murió» 20. Luego se fue imponiendo la tendencia a desglosar esa fiesta y a esparcir a lo largo del año las distintas conmemoraciones: Natividad, Pasión, Ascensión, efusión del Consolador. Obedecía este sistema a la conveniencia de sustituir por festividades cristianas los grandes días paganos; asimismo contribuyó a ello la influencia de lo que ya se venía haciendo en Jerusalén, donde a las conmemoraciones, de antemano situadas en el lugar, lógicamente se les asignaban también los días aniversarios precisos. No deja de ser pedagógica y convincente semejante distribución de las fiestas según el discurrir del año—la Ascensión cuarenta días después de la Pascua, Pentecostés diez días después de la Ascensión—, pero podría empezar a dejar de serlo si este aspecto histórico excesivamente subrayado fuese debilitando el aspecto teológico, según el cual constituye la Pascua la condensación de todos los misterios y de todos los tiempos.

Toda existencia cristiana ostenta igualmente un desarrollo, a la par que se halla siempre resumida en una superior unidad, coincidente con ese momento en que el alma se abre a lo eterno. Utilizando en otro sentido el famoso juego de palabras de San Agustín 21, diríamos que el creyente se halla distentus, distendido en el tiempo; intentus, o replegado en aquel instante pascual eterno en que su tiempo se funda, y extentus, o extendido por la esperanza hacia la eternidad a la cual su tiempo se endereza.

Los hombres tratan de buscarle sentido a la historia. Para unos es degradación y para otros es evolución indefinida, sin que falten quienes pretendan adjudicarle un ritmo alterno,

20 Orat. 45,21: MG 36,652.
21 Conf. 11,29,39:
ML 32,825.

más o menos explicable, más o menos azaroso. Pero el hondo sentido de la historia humana excede a su protagonista. No podemos nosotros ignorar que ese sentido consiste únicamente en el puntual desarrollo de la redención. El cristiano está persuadido de que la historia no es más que «el tiempo de Cristo», el tiempo en que paulatinamente se realizan las virtualidades de la muerte y resurrección del Salvador.

Ya dijimos cómo la historia de la Iglesia y la historia humana en general se interfieren y complican de muy variadas formas. Recibe la Iglesia el influjo de las sucesivas civilizaciones en las que arraiga o por las cuales atraviesa; a su vez, estas culturas quedan más o menos profundamente afectadas por los correctivos o estímulos con que sobre ellas opera la Iglesia y por los gérmenes que en su seno deposita; finalmente, pertenece la historia humana al contexto general de la historia cristiana en esa medida imposible de prever en que la «tierra nueva» vendrá a ser una transfiguración de la tierra que los hombres hayan poblado y sometido. Pero ya dijimos también que la verdadera y más estricta historia de la Iglesia la constituye el cumplimiento de su tarea característica, de su misión: la tarea de consumar la obra del Hijo del hombre.

Esta historia no es tranquila, porque es la historia de una perpetua batalla de la luz contra las tinieblas. Martirios y apostasías, herejías y conversiones, forman un entramado misterioso, un complejo que sólo el alma bien consolidada en su fe sabrá aceptar sin caer en el escepticismo ni tampoco en la arrogancia de pensar que posee su secreto. Quizá el progreso de la historia consista no en que el hombre sea cada vez más civilizado, ni siquiera más justo, sino en que su adhesión o su repulsa a la cruz sea cada vez más decidida, más rotunda, hasta la extrema violencia de los últimos tiempos, cuando se libre la pelea del anticristo.

Viene a ser el domingo como un sacramento del tiempo.

Es el día octavo, que se inserta en el tiempo recomenzando la semana y se libera del tiempo en cuanto que el número ocho simboliza aquella eternidad que subsigue al tiempo caduco. Y es así porque todo domingo significa una octava de la Pascua: «el número ocho es figura del mundo futuro, ya que posee la virtud de la resurrección» 22. Por eso los baptisterios de la antigüedad tenían a menudo forma octogonal. Por eso también se entretuvieron los Padres en buscar al número ocho todas sus posibles resonancias: ocho fueron los hombres salvados en el arca, principio de una posteridad que jamás será destruida, y octavo era el día en que todo israelita sufría la circuncisión, tras haber permanecido siete días fajado, los cuales aluden al tiempo en que las almas se hallan encadenadas por la carne.

Esto que el domingo significaba al cabo de la semana significa Pentecostés todos los años, merced al simbolismo, páginas atrás expuesto, del número cincuenta. Cuaresma y Pentecostés, cuarenta y cincuenta, representan la sucesión del tiempo y la eternidad, la preparación y la consumación. Ambas épocas se engarzan mediante el quicio de la Pascua, igual que el evangelio sirve de gozne entre el Antiguo Testamento y la historia de la Iglesia. Esta historia de los siglos eclesiales es como una revelación del Espíritu Santo—el libro de los Hechos ha sido denominado el evangelio del Espíritu Santo—, del mismo modo que el evangelio reveló al Hijo y las escrituras antiguas revelaron al Padre. La historia completa de la salud constituye de esta forma una progresiva revelación de la Trinidad.

Pero ya explicamos en qué sentido tan hondo y peculiar es el Espíritu Santo Espíritu de Cristo. ¿Hace falta recordar que todos estos santos que el Espíritu suscita a lo largo de la historia de la Iglesia no son sino los frutos y resultados de la redención? El día de los ácimos ofrecían los hebreos a Yahvé la primera gavilla del año; cincuenta días más tarde tenían que llevarle todos, «de su casa», dos panes elaborados con el trigo de la recolección (Lev 23,9-21). Pues bien: Cristo es la gavilla que inaugura la cosecha, es «las primicias» (1 Cor 15,20); los santos son los panes de las mieses ya recogidas y metidas en casa, la ofrenda de esta humanidad que ha trabajado después, si bien con la fuerza que sólo de Dios procede. Cristo y sus santos pertenecen a la misma cosecha, y El y ellos son ofrecidos para gloria del Padre.

El año declina, y llegan esos domingos de otoño fuertemente impregnados de un culto «vespertino». La liturgia nos ofrece

22 ORÍGENES, Sei. in Ps. 118,164: MG I2,1624.

a propósito textos de Daniel y de Ester, relaciones y plegarias del tiempo del exilio; fragmentos también de los Macabeos, de los últimos tiempos de Israel. Un cielo gris trae al alma el pensamiento de las postrimerías. Noviembre está traspasado de la evocación de nuestros muertos.

Pero, como jirones de una luz fresquísima, intercala la Iglesia sabiamente capítulos de profetas. Al corazón se le obliga a mirar adelante. Se le conforta, se le susurran palabras acerca de un Adviento cada vez más próximo. Espera, corazón, espera. Espera y recuerda. Así como un día— ¿lo recordáis?—os libró el Señor de la cautividad de Egipto, también ahora os sacará de Babilonia. Así como resucitó a su Hijo en primavera, así también os resucitará a vosotros muy pronto para poneros junto a El. «El que comenzó en vosotros la buena obra la llevará a su cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6).

Entre las mimbres de los ríos de Babilonia, en tierra extranjera, suspira el alma por el monte Sión. Suspira y dice: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). Jesús: el nombre con que se cierra la revelación, con que se cerrará la historia, el mismo nombre «que le fue impuesto por el ángel antes de ser concebido en el seno» (Lc 2,21). El nombre sencillo y apto para la intimidad, el nombre pequeño que cabe en la boca.