CAPÍTULO III

A LA DIESTRA DE DIOS PADRE .

 

1. Pontífice

Al comienzo de la Suma nos revela Santo Tomás el plan de su obra trazando a lápiz el más simple y amplio esquema. Promete escribir primeramente sobre Dios, principio de todo y particularmente de los hombres; después tratará de los hombres, de su movimiento hacia Dios, fin esencial de todo; en tercero y último lugar, estudiará a Cristo, que es el camino entre Dios y los hombres 1. La estructuración es majestuosa y de una magnífica sencillez. Aparece Cristo en su debido puesto, que es justamente en medio, y en su papel más propio, que es el de unir los extremos.

Mediador: he aquí la palabra que califica al Verbo hecho carne. No es un tercer ser, ni Dios ni hombre, sino todo lo contrario: es a la vez Dios y hombre (la unión hipostática lo constituye formalmente en mediador). Lo que es expresa su mediación ontológica, así como lo que hace expresa su mediación moral o dinámica: El es intermedio e intermediario. Intermedio: por su naturaleza humana dista de Dios y conviene con los hombres, mientras que por su naturaleza divina coincide con Dios y está a mil leguas de los hombres. Intermediario: lleva las cosas de Dios a los hombres y las de los hombres a Dios; es la Palabra que el Padre envía y la Respuesta que recibe.

Ya se comprende que el Verbo encarnado resulta mediador nuestro no en cuanto Verbo, sino en cuanto encarnado; en cuanto hombre, no en cuanto Dios: «Uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús» (i Tim 2,5). No puede de suyo la divinidad ser medianera; lo es la humanidad de quien, al encarnarse, sigue siendo Dios. Esta humanidad de Cristo es extraordinaria, es verdadera, pero muy singular; es frágil como todas, pero santa como ninguna; por eso justamente es una humanidad media-

1 Suma Teol. 1,2 ant.1.

dora. «Entre la Trinidad y la debilidad e iniquidad del hombre fue hecho mediador un hombre, no inicuo, aunque débil, para que por la parte que no era inicuo te uniera a Dios y por la parte que era débil se acercara a ti» 2.

El oficio de mediador brota espontáneo de su situación intermedia. Nos trae la doctrina de Dios, sus preceptos, sus dones, su vida (Jn 10,10; 14,9-1o). Y levanta hasta Dios nuestras cosas mediante su propio sacrificio y su interpelación constante ante el trono; por El llegamos hasta el Padre (Jn 14,6). Constituye Cristo el nudo de las relaciones entre Dios y el hombre: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad» (Jn 17,23).

Su vida terrena terminó ya. A quien pregunte qué es lo que ahora hace Cristo, se le dará esta respuesta: «Vive siempre para interceder por ellos» (Heb 7,25). Después de la ascensión, su existencia continúa ligada a estos hombres, ya que subió al cielo «para comparecer ahora en la presencia de Dios a favor nuestro» (Heb 9,24). Dulcemente fuerza al Padre, con la exhibición de sus llagas, a que éste nos mire con cara piadosa y nos mande sus mercedes, las cuales serán concedidas en atención a El. «Cuanto pidiereis al Padre os lo dará en mi nombre» (Jn 16,23). Y lo mismo que las gracias otorgadas pasan por su mano, también pasan las súplicas: «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre, pedid y recibiréis» (Jn 16,24). Que toda oración sea hecha per Christum Dominum nostrum. Cualquier camino, de subida o bajada, es por Jesús. Por El descendió el perdón y la primera muestra amorosa hacia los hombres pecadores, por El suben nuestros ruegos, por El bajan los dones que estos ruegos solicitaron, por El sube la gratitud de las almas en vista de tales dones. No hay más vía que aquel que dijo: «Yo soy el camino» (Jn 14,6).

Aquello que estaba disociado y en pugna—el «arriba» divino y el «abajo» pecador (Jn 8,23), «el que viene del cielo» y «el que procede de la tierra» (Jn 3,31), lo que nace «de Dios» y lo que nace «de la carne» (Jn 1,13)—ha sido puesto en paz por la virtud de Jesucristo. Un abismo separaba la «luz inaccesible» de Dios (1 Tim 6,16) y las «tinieblas» que el pecado produjo (Eci 11,16); pero he aquí que «la luz verdadera, vi-

2 SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 29,1: ML 36,216.

niendo a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), y el resultado de su venida queda expresado así: «Fuisteis en algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor» (Ef 5,8). De este modo, aquel por quien las cosas fueron hechas, las rehizo a su debido tiempo; el Verbo restaurador fue el Verbo creador. Primero llevó las criaturas a la existencia, y luego, tras rehacerlas, las devolvió a Dios: medium in egressu y medium in regressu, sintetiza San Buenaventura 3; en otro lugar discurre con maestría acerca de la función mediadora del Verbo, la Persona divina predispuesta ya a este oficio porque en la vida trinitaria ocupara el término medio: entre el Padre, que sólo produce, y el Espíritu Santo, que sólo es producido, hallase el Hijo, el cual es producido y produce 4.

Cristo apartó todos los obstáculos, derribó la valla, dejándonos expedito y franco el paso hasta Dios: «por El tenemos el poder de acercarnos al Padre» (Ef 2,18; 3,12; Rom 5,2). Al hacerse hombre, al hacerse mediador, se constituyó en Camino quien ya era Verdad y Vida. Por eso no es un mero camino cuya misión acabe en el dintel de la casa. El camino se mete dentro. El Cristo mediador no significa una simple posibilidad de acceso a Dios, sino la forma permanente, esencial, de todo contacto con Dios. El per Christum desemboca en el in Christo. San Agustín dice que la misma persona que, por su humanidad, es «el camino por el cual vamos», es también, por su divinidad, «la patria a la cual vamos» 5.

La epístola a los Hebreos da una afortunada explicación de este camino cuando dice: «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el santuario que El nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su carne» (Heb 10,19-20).

Se trata de un camino abierto en la carne, se trata de un acceso a través del sacrificio. Aunque en la mediación de Cristo se incluyen muchos beneficios y gestiones—la proclamación de la doctrina y dones de Dios, la ejemplaridad de las virtudes sobrenaturales, la interpelación ante el Altísimo—, el acto que podríamos llamar principal de dicha mediación lo constituye

3 De reduct. artium ad Theol. n.23.
4
Brevil. 4,2,6.
5
Serm. 123,3: ML
38,685.

la redención del hombre en la cruz. Tras hacer el elogio de la sangre del rescate, el autor de la mencionada epístola agrega: «Por esto es el mediador de una nueva alianza, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna» (Heb 9,15). La misma ilación establece Pablo: «Uno es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos» (1 Tim 2,5-6).

¿Qué es el mediador sino un puente tendido entre dos extremos? ¿Qué es un pontífice más que un puente? Cristo, «constituido Pontífice», entró en el tabernáculo perfecto por la virtud de su sangre (Heb 9,11-12).

Es Cristo verdadero Pontífice, pues fue llamado y diputado por Dios: «No se exaltó a sí mismo, haciéndose Pontífice, sino el que le dijo: Tú eres mi Hijo, hoy te engendré. Y conforme a esto dice en otra parte: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec» (Heb 5,5-6). Cumple asimismo de modo perfecto la otra condición sacerdotal, que consiste en «compadecerse de los ignorantes y extraviados, por cuanto El está también rodeado de flaqueza» (Heb 5,2): efectivamente, Cristo «ofreció en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas..., y, aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia» (Heb 5,7-8). La epístola insiste una y otra vez en el cumplimiento de esta cláusula, insiste en la real humanidad de Jesucristo, que «hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel» (Heb 2,17-18; 4,15). No obstante, esta común naturaleza humana no impidió que El fuese «Pontífice santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos» (Heb 7,26), pues asumió todo lo que a esta naturaleza pertenece, «excepción hecha del pecado» (Heb 4,15).

Si su debilidad hizo posible el sacrificio, su inocencia consiguió que éste fuera eficaz. Los sacerdotes que le precedieron habían de entrar todos los años en el santuario, porque su sacrificio era baldío; Cristo, en cambio, entró «una vez por todas» (Heb 7,27; 9,24-28; 10,10.12.14). El sacrificio de la cruz fue válido y sobrado; por eso es eterno, por eso es siempre actual. Para siempre permanece El en ese tabernáculo «mejor y más perfecto, no hecho por mano de hombres» (Heb 9,15), y para siempre continúa, gracias a El, abierto y sin tropiezos el acceso de los hombres a Dios (Heb 6,17-20; 9,23; 10,19).

El sacerdocio eficaz de Cristo es una prerrogativa de su naturaleza humana, porque ésta subsiste en una persona divina. Derívase, como toda mediación suya, de la unión hipostática. Su ordenación sacerdotal tuvo lugar en el momento de la encarnación, cuando el Verbo se hizo Cristo o Ungido, ungido por Dios sin aceites de esta tierra, sin necesidad de ceremonia posterior (Heb 1,9).

Fue a la vez sacerdote y hostia; hostia por el pecado, hostia pacífica y holocausto. Los tres frutos del sacrificio los obtuvo juntos y en grado incomparable mediante su inmolación: la remisión de los pecados (Rom 4,25), la gracia de la salvación (Heb 5,9) y la perfección de la gloria (Heb 10,19).

Ya toda santidad cristiana será, en el más riguroso sentido, santidad básica: santidad cultual. El cuerpo de los cristianos es un «templo» (1 Cor 6,19ss); «templo» es también la comunidad cristiana (1 Cor 3,16ss), y cualquier tarea en el plano de la santidad es una «victimación» (Rom 12,1) y una oblación de «sacrificios espirituales, aceptos a Dios por Jesucristo» (1 Pe 2,5). Por El son aceptas al Padre, y de agradable olor, las hostias de alabanza que por El ofrecemos (Heb 13,15).

 

2. Rey

A primera vista sorprende que la Iglesia haya elegido, para evangelio de la misa de Cristo Rey, aquel fragmento donde se recoge la conversación que Jesús y Poncio Pilato mantuvieron en el pretorio. No es ciertamente una estampa esplendorosa, no es una viñeta muy adecuada para decorar un título regio.

Humillado, escarnecido, desde el lugar ínfimo de los reos, Cristo habla con un magistrado romano, representante de la máxima potestad de la tierra, el cual altivamente condesciende hasta el punto de dirigirle la palabra... La elección de semejante texto para una festividad de gloria, ¿no ha sido una elección por demás desafortunada? Podría haberse escogido aquella otra página de Juan en que se cuenta cómo la multitud, entusiasmada tras el milagro de la multiplicación de los panes, persigue al taumaturgo para proclamarle rey. Hubiese sido incluso preferible acotar unos cuantos versículos del día de Ramos, aquellos en que se contienen los vítores y hosannas al Mesías triunfante.

¿Por qué, no obstante, la Iglesia se decidió por un capítulo de pasión? Quiso con ello inculcar a sus fieles que el reino de Jesucristo no pertenece a la tierra. «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36); esta frase, que centra el evangelio de la misa, que impregna todos los otros textos litúrgicos del día, define muy expresamente, aunque de modo negativo, la superioridad absoluta de la realeza de Cristo.

Su reino no es de este mundo. Su territorio no se mide en millas. Su poderío no se cuenta por bosques, rebaños y bastiones. Su fuerza no reside en las armas. Pero el enunciado—«mi reino no es de este mundo»—tiene aún otro sentido más taxativo y hondo: el espíritu de su reinado es opuesto al que inspira las operaciones del «príncipe de este mundo» (Jn 12,31).

Nada de esto, sin embargo, arguye contra los plenos derechos que Cristo posee sobre la tierra y sobre todos cuantos la habitan. El mundo es suyo porque ha sido por El vencido: «Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). En aquella precisa hora en que, tras la conversación habida entre Pilato y Jesús, adueñáronse de éste sus enemigos para llevarlo a morir, entonces justamente eran derrotados y su jefe sufría el total expolio: «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31). En aquel instante recobraba Cristo lo que nunca había dejado de ser suyo; «despojando a los principados y a las potestades, los sacó valientemente a la vergüenza, triunfando de ellos en la cruz» (Col 2,15).

El mundo como esfera del pecado quedaba destruido. Desvanecióse el imperio del pecado para dar paso al reino de la gracia y de la luz. «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia, para que, así como reinó el pecado por la muerte, así también reine la gracia por la justicia para la vida eterna, por Jesucristo nuestro Señor» (Rom 5,21). El pecado es la obra del diablo, y «el Hijo de Dios vino para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3,8). La muerte es el fruto o «estipendio del pecado» (Rom 6,23), pues «por el pecado entró la muerte» (Rom 5,12); ahora bien, destruido el pecado, quedaba la muerte vencida (1 Cor 15,21-26.54-57). Cristo es el capitán que ha triunfado sobre la muerte (Ap 1,18; 2,8). Es, por tanto, Rey «de este mundo», ya que lo ha sojuzgado, ha desceñido la cintura de su príncipe y lo ha puesto bajo sus pies. Y a la vez no es Rey de este mundo, porque ya este mundo se ha disuelto en la nada bajo el aliento poderoso de su boca; no es Rey de este mundo porque el reinado de este mundo es tan sólo tiniebla y vacío.

Es Cristo Rey del universo por derecho de conquista. Su pasión fue acción esforzada y victoriosa. Su sangre ha sido el precio estipulado, un «precio alto» (1 Cor 6,2o; 1 Pe 1,18-19).

Pero ¿no era ya Rey por otras ejecutorias? Lo fue desde siempre, desde la eternidad, por ser Dios. «Tiene sobre su manto y sobre su muslo escrito su nombre: Rey de reyes, Señor de señores» (Ap 19,16). Los caudillos y gobernantes de la tierra han estado en todo momento bajo su dominio. «Como arroyo de agua es el corazón de los reyes en mano de Yahvé, que El dirige a donde le place» (Prov 21,1). Sucediéronse los pueblos y dinastías conforme a lo que el Rey celeste tenía dispuesto. Y sólo un objetivo presidía estas inescrutables labores del Rey: su decisión de encarnarse en el día oportuno. Unicamente El sabía hasta qué punto era «el Deseado de las naciones» (Gén 49,10).

Esta cita del Génesis que acabamos de mencionar constituye el pasaje más antiguo de la Escritura entre todos aquellos que se refieren a un Mesías Rey: «No faltará de Judá el cetro, ni junto a sus pies el báculo». Dice a continuación que «atará a la vid su asnillo» y «lavará en vino sus ropas». Los libros posteriores insistirán en este vaticinio del reinado pacífico que el asno sugiere (Zac 9,9) y en las riquezas innumerables que demuestra la abundancia de vino (Gén 49,11-12; Am 9,13; Jl 4,18; Is 25,6; Cant 1,2; 2,4). La promesa hecha a David (2 Sam 7,14ss) constituye el auténtico comentario a tal predicción. Fue el rey David la más espléndida y popular imagen que prefiguraba al Rey venidero, el cual todos sabían que había de nacer de su estirpe. Resulta para nosotros difícil concebir al rey tal como lo entendió el pueblo antiguo: su significación, más que política, era religiosa; él encarnaba la anticipación del futuro Mesías. Sobre este tejido de toscas prefiguraciones y desfiguraciones inevitables, aparecerá «en la plenitud de los tiempos» el Rey por el cual tantas generaciones suspiraron.

Pero su reino no es de este mundo. Viene de arriba y conduce a sus súbditos hacia lo alto. Baja del mismo seno de Dios. «Yo he constituido mi Rey sobre Sión, el monte santo. Voy a promulgar su decreto: Yahvé me ha dicho: Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado. Pídeme y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra» (Sal 2,6-8). El Rey es el Hijo, y su realeza tiene un título muy específico, que el Nuevo Testamento, hablando ya de Jesucristo con precisión histórica, no olvidará citar: a El «lo constituyó heredero de todas las cosas» (Heb 1,2). Daniel, muchos siglos antes, había visto cómo «el Hijo del hombre se llegaba hasta el Anciano de días y le era entregado por éste el señorío, la gloria y el reino» (Dan 7,13-14).

Cristo, Hijo de David e Hijo de Dios, es Rey del universo por derecho de conquista. Y por derecho de herencia. Y también porque es Cabeza de la Iglesia y porque tiene la plenitud de la gracia. Ahora falta que lo sea por un último título hermosísimo que El aprecia grandemente: por derecho de elección.

Pero todo hombre que se decida a ser súbdito suyo deberá rendir homenaje precisamente a un Rey que, después de pronunciar las palabras más mansas en un pretorio, es vilipendiado y llevado a la cruz. «Bástale al discípulo ser como su maestro y al siervo como su señor» (Mt 10,25). Decididamente, la Iglesia procedió con mucho tino al escoger sus textos para la liturgia de Cristo Rey.

 

3. Juez

De los tres poderes que caracterizan la potestad real—legislativo, judicial y ejecutivo—, nos detendremos especialmente en el segundo, que es en cierto modo el atributo capital al cual rinden sus buenos oficios, preparando y consumando, los otros dos. ¿Qué significa que Cristo subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre? «Entended por diestra la potestad de juzgar» 6. Está sentado a la mesa de un tribunal: «Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo» (2 Cor 5, 1o). Pedro, ante el centurión Cornelio y los otros infieles deseosos de instruirse en los rudimentos de la nueva religión,

6 SAN AGUSTÍN, De symb. 7,16: ML 40,646.

declara como punto básico: «Nos mandó que predicásemos y testificásemos al pueblo que El es el que está constituido por Dios como Juez de vivos y muertos» (Act 10,42).

Será El precisamente, y no el Padre, quien juzgue. «El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar» (Jn 5,22). En lo cual se observa un admirable orden y respeto a las diversas cualidades. ¿No es el Hijo la Verdad? ¿A quién, sino a la Verdad, corresponde la comprobación, la medida, el juicio? De la misma forma que el Padre creó el mundo por medio del Hijo, porque éste es el Arte de Dios, así también, llegado el día, juzgará al mundo por medio del Hijo, porque éste es la Verdad. «Nosotros, y todas las almas racionales, juzgamos según verdad de las cosas inferiores; pues bien, de nosotros sólo la misma Verdad juzga, cuando nos adherimos a ella. De ella ni siquiera el Padre juzga, pues no es menor que El. Por eso, todo cuanto juzga el Padre, lo juzga por ella» 7.

Pero ¿solamente porque es la Verdad le ha sido reservado al Hijo el poder judicial? Para ejercer este poder posee aún otro título muy privativo, que lo acredita doblemente como Juez. El Hijo de Dios será Juez de vivos y muertos precisamente por ser Hijo del hombre; se sentará a dictar sentencia vestido de su carne como de una toga de especial autoridad. La Verdad medirá y ponderará las acciones humanas valiéndose de un instrumento muy afín, muy adecuado, por cuanto ella también se encarnó y se hizo hombre. «Juzgará la tierra con justicia por medio de un hombre a quien ha constituido Juez» (Act 17,31).

Su ejercicio de la facultad judicial no estará exento de una cierta nota de desagravio; será como un enaltecimiento correspondiente a la humillación que padeció cuando El mismo fue sometido por los hombres a un juicio inicuo. No olvida San Agustín subrayar tal aspecto: «Se sentará como juez el que estuvo sujeto al juez; condenará a los verdaderos reos el que falsamente fue reputado reo» 8. La experiencia del juicio que sufrió no habrá de estar ausente del juicio que instruya y de la sentencia que pronuncie. Aparecerá como un juez particular en extremo, ya que la materia sometida a su fallo no será otra sino la con-

7 SAN AGUSTÍN, De vera relig. 1,31: ML 34,147-8.
8 Serm.
127,7: ML 38,711.

ducta que los procesados observaron respecto de El aquí, en el mundo. «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con El, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos» (Mt 25, 31-32). ¿Qué criterio seguirá para hacer este discernimiento? El mismo lo dice a continuación: serán salvos los que me trataron bien, serán condenados los que me trataron mal. Por eso el Juez asumirá al mismo tiempo el papel de fiscal, de acusador irrefutable; para lo cual no habrá menester de parlamentos ni laboriosas rebuscas, sino que le bastará exhibirse en su carne adornada de cicatrices. San Juan Crisóstomo anuncia que presentará la cruz como inculpación decisiva, «lo mismo que un apedreado que mostrara los guijarros y el vestido lleno de sangre» 9.

El juicio será justo y el Juez no se ha de ablandar. Toda la vida tuvo el reo a este Juez como socorro incesante y puerta de clemencia; en aquel momento ya sólo resplandecerá la verdad. Por eso San Gregorio señala el contraste entre 1as dos posturas del Señor: «Estar sentado es propio del juez, pero estar en pie es propio del que pelea o ayuda. Así, pues, a nuestro Redentor ascendido al cielo, que todo lo juzga, Marcos lo describe sentado, porque aparecerá al fin como Juez; Esteban, en cambio, en medio de la lucha, vio a Cristo en pie, porque entonces le tenía por ayudador» 10.

Cristo estará sentado y dictará sentencia inapelable. Parécenos la severidad condición imprescindible de todo juez; ya el nombre mismo de juez pone en aprietos al alma. ¿Cómo será, pues, aquel juez que antes ha sido víctima de un juicio perverso? Santo Tomás, sin embargo, entre las razones que él tiene por congruentes para que el poder judicial lo desempeñe precisamente Cristo hombre, aduce ésta: «así el juicio será suavius, más llevadero a los hombres» 11. ¿No representa acaso una ventaja y motivo de mayor tranquilidad ver delante la figura familiar de un hombre, que no ese Dios inimaginable de cuya presencia nada sabemos?

El Hijo del hombre será nuestro juez. Juez, ya lo hemos

9 In Mt. hora. 76,3: MG 58,698.
19
In Evang. hom. 2,29: ML 76,1217.
11
Suma Teol. 3,59,2.

dicho, muy singular, que asume el papel de acusador aun sin querer. Pero, además de fiscal y juez, es también nuestro abogado, lo cual viene a constituirlo en una categoría absolutamente única, desconocida, inverosímil para quien sólo tiene experiencia de estos procesos de la tierra. «Si alguno peca, tenemos un abogado ante el Padre: Jesucristo justo» (i Jn 2,1). ¿O acaso su función de defensor sólo la ejerce mientras el reo anda aún en este mundo? Aquella misión que la epístola a los Hebreos asigna al Cristo celeste: «estar en la presencia de Dios intercediendo en favor nuestro» (Heb 9,24), ¿cesará en el momento del juicio?

Sabemos bien que la clemencia divina tiene su hora para cada hombre, mientras el hombre es capaz de arrepentirse, y que después de la muerte ya no hay lugar para el mérito, ni para la súplica, ni para la retractación. Esto es innegable. Pero tampoco podrá nadie negar que Dios es más grande que todas las ideas que acerca de El hayamos podido forjarnos. No resulta menos cierto que la justicia divina es sin tasa más perfecta que nuestra justicia, esta justicia que estamos nosotros habituados a ejercer y padecer. Sopesará, desde luego, todas esas mínimas impurezas de intención que el fiscal más sagaz de la tierra es incapaz de escudriñar. Pero también sabrá descubrir los mil atenuantes que en nuestra pobre naturaleza, en nuestra herencia, en nuestra debilidad, ocúltanse en capas tan hondas que ningún defensor es capaz de percibir y exhibir. Ya dijimos páginas atrás que sería injurioso a la divina justicia imaginarla como en una afanosa inquisición de culpas con que engrosar el pliego de cargos. Ya dijimos cómo no sólo debemos confiar en la misericordia de Dios, sino también en su justicia. ¿No es significativo y consolador que Juan hable de Jesucristo justo cuando lo describe precisamente como abogado?

Podemos, después de todo, preguntarnos si tiene algún sentido hablar del juicio de Dios con categorías humanas. ¿Acaso no resulta ya la palabra juicio un término de suyo impropio para significar un acto de la Verdad que, en cierto momento indivisible, se limitará a confirmar y hacer público aquello que ya de antemano está resuelto? Sí, así es; pero el prurito de evitar todo antropomorfismo nos conduciría irremediablemente al silencio absoluto. Por fuerza hemos de servirnos de ideas y figuraciones más o menos ineptas. Nunca lograremos la total limpieza y exactitud. Hemos dicho que el juicio se reducirá a un acto de la Verdad, pero también esto es excesivo: ningún acto resulta posible en aquel que es ya el Acto Puro.

De hecho Jesús nos habló del juicio en términos muy humanos, pintándonos un inmenso fresco en el que ningún detalle judicial faltaba: la convocación de los acusados, el tribunal, la encuesta, la defensa, el debate, la sentencia y su ejecución (Mt 25,31-46). Pablo añadirá luego unas enérgicas pinceladas: «El mismo Señor, a una orden, a la voz del arcángel, al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero; después nosotros, los vivos, los que quedamos, seremos, junto con ellos, arrebatados en las nubes al encuentro del Señor en los aires» (1 Tes 4,16-17). El Apocalipsis describe el terror de los hombres en aquel día, cómo buscarán escondrijo pidiendo a grandes voces a los montes y a las peñas: «Caed sobre nosotros y ocultadnos de la cara del que está sentado en el trono y de la cólera del Cordero» (Ap 6,16). Pero sus deseos no se verán satisfechos; sucederá lo contrario: «El cielo se enrolló como un libro que se enrolla, y todos los montes e islas fueron removidos de sus lugares» (Ap 6,14). Los hombres todos quedarán en cueros ante la presencia de su Juez, cuya luz los embestirá y traspasará.

¿Con qué parte, de estos dramáticos cuadros, debemos quedarnos?

La palabra juicio nos remite, en su origen, a la lógica. El juicio es una operación de la mente que enuncia la conformidad o disconformidad entre un sujeto y un atributo. Dicho enunciado puede ser fruto de la evidencia, o de la certeza científica, o de la certeza moral. Cuando la evidencia no existe, han de preceder al juicio múltiples faenas que permitan luego la enunciación de la verdad: investigaciones, informaciones, testimonios, discusiones, comprobaciones. Al final de este proceso se llega a lo que propiamente es el juicio: eso que llamamos sentencia. En terminología forense, el juicio coincide con el proceso e incluye todas las operaciones preliminares de la sesión.

Es evidente que esta última acepción no puede admitirse cuando nos referimos al juicio de Dios. ¿No penetra El con su mirada hasta la misma medula de los huesos? Del mismo modo, es puramente simbólico cuanto la Escritura dice acerca de la preparación y ejecución de la sentencia. Todo se producirá en la instantaneidad rigurosa del acto divino, «en un abrir y cerrar de ojos» (1 Cor 15,52). La escenografía es únicamente un recurso pedagógico. Sólo los dramatis personae subsisten en su nuda realidad. El mismo evangelio, en las parábolas de la parusía, elimina toda decoración y reduce el juicio a la admisión de los justos en el reino y a la exclusión de los réprobos (Mt 22,11-14; 24,40.45-51; 25,1-13). El Bautista habla muy sobriamente de un agricultor que almacena el grano y quema la paja (Mt 3,12). El juicio, en definitiva, no es sino la actividad eficaz del Hijo del hombre, que a unos acoge y a otros expulsa; es simplemente una fuerza que segrega y se impone.

Pero incluso esto mismo, ¿no habría que restringirlo? Jesús confesó que «Dios no envió al mundo a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El» (Jn 3,17). Lo cual no vale sólo para su primera y misericordiosa venida, sino para toda su obra, para la economía íntegra de la encarnación, que se prolonga en la eternidad: El no juzgará tampoco en su segundo advenimiento (Jn 12,47-48). Sin embargo, hay otra frase suya que dice: «Yo he venido a este mundo para un juicio» (Jn 9,39). ¿Cómo conciliar ambas afirmaciones?

El creyente no es juzgado (Jn 3,18), simplemente es vivificado, pasa de la muerte a la vida (Jn 3,36); por lo que al no creyente respecta, es él mismo quien se juzga y condena cuando rechaza la palabra de vida (Jn 12,48). Pero al mismo tiempo sigue siendo verdad que Cristo juzga: su juicio consiste en la vivificación de los elegidos, y la «resurrección del juicio» (Jn 5,29)—en contraste con la «resurrección de la vida»—será el efecto dimidiado de la potencia redentora que se ha detenido en su obrar, impedida por la resistencia que el hombre le ofrece. La causalidad de Cristo, por tanto, en este juicio de condenación puede simultáneamente ser afirmada y negada por cuanto se trata de una causalidad indirecta.

No juzgará Cristo al réprobo, sino la palabra—palabra de salud—que aquél pronunció y éste se obstinó en rehusar (Jn 12, 48). No lo acusará Cristo, sino Moisés y todos aquellos en quienes él ha puesto vanamente su esperanza (Jn 5,45). Por esto cabe decir que Jesucristo, mejor que juez, será el juicio mismo, y cada alma será el «lugar» del juicio, en cuanto que cada alma significa el ámbito donde la encarnación halla su cumplimiento o resulta estéril. Cristo será el juicio o razón del discernimiento.

La bendición no se halla al mismo nivel que la maldición, como si el hombre hubiese tenido que optar entre dos posibilidades iguales y abstractas. Hácese el hombre objeto de maldición por el puro hecho de sustraerse a la bendición; será maldito, no porque no haya sido escogido, sino precisamente porque, habiendo sido escogido, fue infiel a la elección. Las tinieblas no significan un espacio vacuo sin luz; son resistencia a la luz (Jn 1,5).

Todos los vivos y muertos, cuando venga el Juez, se colocarán aquel día espontáneamente en el sitio que les marque, según su conciencia, la relación en que se encuentren respecto de El. El Juez—tremendo Cristo, dulce Cristo—será como la nube antigua: tenebrosa por un Lado y por el otro radiante.

 

4. Esposo

Y al final, lo último de lo último, será Cristo Esposo, el descanso nupcial, la grandeza haciendo potente y firme la dulzura, la magnificencia decorando el íntimo deleite.

El Apocalipsis, que es un libro todo entero sobre el Hijo del hombre, comienza hablando de Aquel que camina entre los candelabros y dirige cartas a las comunidades. Después viene la visión del libro cerrado con siete sellos, pero el Cordero lo abre y revela el sentido de la existencia. ¿Y la madre con el Niño, y la persecución del dragón, y la apoteosis del Cordero rodeado de la muchedumbre de elegidos? El Verbo vence con «la espada de su boca», con la manifestación de la verdad, librada ya de toda opresión y paciencia, verdad poderosa contra la cual ya ninguna resistencia es concebible. Al lado del «consuelo» sitúase la «venganza», y tanto uno como otra pertenecen al «triunfo», a la «luz», a la «belleza». Cristo es el jinete montado sobre caballo blanco. Todo es oro y blancura. Los ancianos, vestidos de blanco ropaje, se ciñen con cinturones de oro; empuñan los ángeles insignias áureas y se cubren de cándido lino. Los fundamentos de la nueva ciudad son de jaspe y zafiro, de amatista y calcedonia, de doce piedras preciosas, y su plaza es de «oro puro, como cristal translúcido».

El Vencedor, el Juez, el Consumador, el que irrumpe, y desvela los secretos, y destruye las bestias maléficas, es «Jesús», el nombre que cierra la revelación. Júntase el final con el principio, como un círculo de perfección, como una herida que cicatriza. Todo cuanto existe viene de El, porque es el Logos, y todo retorna a El, porque es el Esposo. La creación entera, tras el lavado de los cataclismos, tórnase núbil y apta para ser por El desposada.

«El Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que escucha diga: Ven» (Ap 22,17). La Esposa llama, y llama por el Espíritu, sin el cual nadie puede decir «Señor Jesús» (1 Cor 12,3).

Al final de todo será Jesucristo Esposo. La Iglesia, a través de los siglos, camina penosamente hacia su descanso, como la mujer que, al casarse, encontrará el gozo y el apaciguamiento (Rut 1,9; 3,1). Camina hacia el reposo, el cual no consistirá sino en la participación de la vida del marido. ¿Y cómo es esta vida? Es la vida eterna. Atributo semejante no significa una indefinida prolongación, pues esto sería permanecer en el tiempo, y la eternidad es no-tiempo, superación del tiempo, actualidad permanente, simultaneidad plena y dichosa. En el tiempo están las cosas que empiezan y acaban; el tiempo es la manera de existir esas cosas, las cosas finitas. La eternidad, por el contrario, es el modo de existir la realidad infinita. Cuando el tiempo fenezca, será la Esposa acogida en esta existencia propia de Dios. Cuando el tiempo de la Iglesia caminante termine, o mejor dicho, cuando sea absorbido y pierda su opacidad, se desvelará ese ser que la Esposa lleva hoy dentro de sí, comunicado ya en la encarnación y glorificación del Esposo. Pues la unión nupcial de Cristo y su Iglesia es como un desenvolvimiento de la unión hipostática.

¿Osaremos decir que Dios, antes de la creación, andaba buscando, lo mismo que Adán antes de ser creada Eva, una «ayuda semejante a él», un ser para la compañía y el amor? Sería cosa muy errada pensar que a Dios le faltaba entonces algo, que se hallaba solo con sensación de soledad, que suspiraba por el diálogo. Totalmente falso. La creación nada añade a quien crea únicamente por difundir su propio bien; es Dios el ser suficiente por definición. Dentro de sí mismo poseía ya en grado eminente aquello que la compañía más sabrosa puede reportar, hasta el punto de que el matrimonio humano es figura palidísima y reflejo muy tosco de los tratos íntimos de la Trinidad: «Dios creó al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; los creó macho y hembra» (Gén 1,27; 5,1-2).

Nadie, sin embargo, podría hablar de una realidad propiamente matrimonial en la unidad y trinidad del Señor. Aunque el nacimiento de Eva, que nació del pecho de Adán, y el nacimiento del hijo, que nació de la unión entre ambos habida, nos suministran alguna idea para entender, mediante analogías terrenas, cómo el Hijo procede del Padre y el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, no se nos oculta que tal analogía ofrece un margen de desemejanza excesivamente grande. Esos estrechos lazos que median entre el Padre y el Hijo en el Espíritu son tales que, aun permitiendo la alteridad de personas, la naturaleza de las personas sigue siendo siempre una e idéntica. La imagen nupcial, como es sabido, postularía no sólo dos personas, sino también dos naturalezas numéricamente distintas. Ahora bien, esta imagen va a ser verificada en la unión que el Creador establecerá con una porción de sus criaturas. Dichas criaturas serán el «otro», y, puesto que han de ser admitidas a participar de la misma vida de Dios, serán el otro «semejante», el simile sibi. Cristo, Dios hecho hombre, vendrá a ser el «lugar» donde se consume la alianza conyugal entre Dios y los hombres.

La imagen del matrimonio, tantas veces utilizada en la Biblia para significar la dichosa atadura de Dios y los hombres, subraya aquella distinción que por fuerza existe entre las dos; partes que se unen, pues marido y mujer son seres diferentes. Al mismo tiempo, esa intimidad, máxima entre todos los medios humanos de acercamiento, que sugiere el amor conyugal, expresa con notable vigor hasta qué límite se juntan esos seres que realmente son distintos. La intensidad de la unión viene acentuada por otras figuras bíblicas: la del cuerpo humano, la de la vid. Son imágenes que nos han sido facilitadas por el mismo Dios para que podamos de algún modo entender esos nudos tan estrechos con que ha querido ligarse a nuestras almas. Evitando cuanto pueda degenerar en confusionismo, menester es advertir que nunca podremos declarar suficientemente el grado de unión tan apretada que al Señor nos vincula. Evitando cuanto pueda insinuar alguna menesterosidad en Dios, nos es preciso confesar que no vemos cómo pueda exagerarse la plenitud de entrega y amor que entraña la imagen de los desposorios, por El mismo dictada.

Largamente se ha empeñado Dios en demostrar a los humanos cuánto les quiere. No ha ahorrado títulos y argumentos. Ha hablado del amor de amistad, les ha llamado «amigos», ya no más «siervos». Ha insistido en su condición paterna, para hacer ver a quienes tanto ama que vela por ellos con providencia constante y afectuosa. Se ha manifestado también, ante estos hijos, como madre, como una madre que levanta hasta sus mejillas al niño pequeño, como una gallina que quiere recoger a sus polluelos bajo las alas. No ha omitido demostración ni figura alguna. Pero en los últimos tiempos ha subrayado preferentemente la relación matrimonial que con los hombres tiene establecida. «Entonces, dice Yahvé, me llamará mi marido, no me llamará señor» (Os 2,16). Es la revelación postrera, que Pablo se encargará de glosar; éste será el trato que, entre Cristo y su Iglesia, se mantendrá vivo y dulcísimo por los siglos inacabables.

Entonces me llamará mi marido. ¿Es que no ha sido siempre la humanidad esposa del Verbo? Sí y no. Acontece con este título lo mismo que con el título de hijos. Siempre fueron los hombres hijos de Dios; pero, mientras permanecieron bajo tutores en el régimen del Antiguo Testamento, su condición no difería de la condición de esclavos; llegados a mayoría de edad, pudieron clamar Abba!, ¡Padre!, en virtud del espíritu que en los nuevos tiempos les fue infundido. Así también nuestro Señor desde siempre había elegido por esposa a su Iglesia, cuya existencia empezó, en cierto sentido, cuando empezaron las almas justas. Pero esta esposa era muy niña, y los tratos, regalos y caricias que el Esposo le dispensaba eran como a una niña no casadera, sin entendimiento aún. Tres fases es dado observar en el crecimiento de esta doncellica: tiempo de «naturaleza», tiempo de «ley» y tiempo de «gracia». Conforme la muchacha iba haciéndose mujer, así fueron las maneras que con ella usó el Esposo. Al llegar la encarnación, fueron celebradas las bodas y consumado el enlace, que se hará para todos los elegidos perfecto y pleno cuando todos ellos se hayan incorporado a la gloria de la carne transfigurada del Verbo, al final de los siglos. El deseo y las ganas bien encendidos están hoy en el pecho de esta mujer, que suspira sin cesar: Ven, Señor Jesús.

Los tres misterios de la Manifestación expresan del mejor modo esta teoría del matrimonio. En la epifanía, los presentes que los Reyes ofrecen significan la dote. Caná es un convite nupcial. Y, en medio, el bautismo de Cristo—la Iglesia fue bautizada en su Cabeza—alude al baño preparatorio. «Pasé yo cerca de ti y te vi sucia en tu sangre... Te lavé con agua, te quité de encima la sangre, te ungí con aceite» (Ez 16,6.9). Necesitaba la esposa ser sometida a esta lustración y era el Esposo el único que podía llevar a cabo semejante oficio de amor; así, pues, «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, limpiándola mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela gloriosa, sin mancha o arruga o cosa similar, sino santa e intachable» (Ef 5,25-26).

Los Padres han enaltecido la importancia del agua en las alianzas del Antiguo Testamento, recordando cómo Rebeca fue prometida a Isaac cerca del pozo de Eleazar, y cómo junto al agua desposó Jacob a Raquel, y Moisés a Séfora. San Ambrosio se demorará luego con Rebeca, contemplando sus pendientes y brazaletes, «porque del mismo modo la hermosura de la Iglesia resplandece en los oídos y en las acciones» 12. ¿No hablaba ya el Apocalipsis de los ornamentos de la Esposa? «Han llegado las bodas del Cordero y su Esposa está preparada, y le fue concedido vestirse de lino brillante, puro, pues el lino son las obras justas de los santos» (Ap 19,7-8). Pero todos estos ornatos ya sabemos de dónde proceden. Sabemos bien que la riqueza con que la Esposa refulge ha sido aportada por Jesucristo. Las pulseras de sus manos significan los méritos que éste le ha granjeado, y los anillos de sus orejas no son sino las promesas de amor que le ha susurrado al oído. El mismo que le quitó la sangre sucia, y la lavó, y la ungió con perfumado óleo, dice después: «Te vestí de recamado, te calcé de piel de tejón, te ceñí de lino fino y te cubrí de seda. Te atavié con joyas, puse pulseras en tus brazos y collares en tu cuello, arillo en tus narices, zarcillos en tus orejas y espléndida diadema en tu cabeza. Estabas adornada de oro y de plata, vestida de lino y seda en recamado; comías flor de harina de tri-

12 De Isaac 3,7: ML 14,505.

go, miel y aceite; te hiciste cada vez más hermosa y llegaste hasta reinar» (Ez 16,10-13). La Iglesia sube «del desierto apoyada sobre su amado» (Cant 8,5), viene del desierto de su pobreza, pero enriquecida ya, porque se apoya sobre el hombro de aquel a quien ama.

Procede la santidad de la Iglesia de aquella comunicación de bienes que es característica de todo matrimonio bien acordado. Para Pablo, la unión conyugal no sirve sólo como ilustración del amor que se tienen Cristo y su Esposa; vale también para significar cómo todo aquello que era propio de Cristo ha pasado a ser también posesión de la Iglesia, hasta el punto de constituir ambos un sujeto único de atribución, pues ya la vida es común a entrambos, y la Esposa, que ha perdido ya el apellido de su casa nativa, goza ahora de la personalidad del Esposo. La caridad de Cristo bulle en el pecho del cristiano (2 Cor 5,14) y son comunes los sufrimientos del Señor y de su apóstol (2 Cor 1,5; Gál 6,17; Flp 3,10; Col 1,24). Los nombres de Cristo e Iglesia llegan a ser intercambiables (1 Cor 12,12; Act 22,7-8).

Considera Pablo tan verdadera, tan sólida y estricta la unidad conyugal de Cristo y su Iglesia, que, mejor que explicarla mediante la unión de hombre y mujer, lo que hace es proceder a la inversa: de la intimidad, rigurosamente nupcial, que reina en el seno de la alianza mística, deduce los deberes de caridad de los casados. El matrimonio no es tanto el punto de partida para un simbolismo aleccionador; es más bien la unión de Cristo y su Esposa la que permite entender y vivir mejor los enlaces de la tierra. Tal vez el matrimonio se instituyó para esto: para que, a la vista de él, entendiéramos mejor la última razón de ser de la creación, esos desposorios inenarrables del Señor con la humanidad.

El «dos en una carne» (Gén 2,24) que el hombre y la mujer realizan aquí abajo es nada más una sombra, un dibujo muy pobre de ese superior ayuntamiento que se obtiene en el nivel de las relaciones divino-humanas. Ya hemos citado otra vez esta vigorosa formulación de San Ambrosio: «El cuerpo de Cristo es la cámara nupcial de la Iglesia», la cual sube al tálamo «no como novia, sino como casada» 13. Desemboca así la simbología en el misterio cumbre de la pasión, directamente

13 In Ps. 118; 1,16: ML 15,1207.

aludido ya en el baño del agua, anticipo del bautismo cruento. La cruz o talentum mundi fue asimismo la fuerte suma con que el Esposo rescató a su amada, cautiva de las potencias. Fue también el lecho de la fecundísima coyunda adonde llegó el Rey «adornado con la diadema que le puso su madre el día de las bodas», la corona de espinas con que la Sinagoga ciñó las sienes de su hijo; este lecho lo encontramos ya descrito en el Cantar: «Hizo de plata sus columnas, de oro su respaldo; su fondo, de púrpura, recamado, obra de las hijas de Jerusalén» (Cant 3,I0-II).

Todo fue consumado aquel día. Pero, mientras dure este tiempo perecedero, la Esposa no ha hallado todavía su total disfrute y apaciguamiento. Todavía suspira, y dice: Ven, Señor Jesús. Con el corazón dolorido por la ausencia, pero con muy firme esperanza, camina hacia el definitivo reposo, hacia el encuentro.

San Juan de la Cruz refiere cuanto tiene que hacer esta tortolica mientras anda fuera su consorte: no asentarse en ramo verde de deleites mundanos, no beber el agua de las honras, no ponerse a la sobra de ningún favor y amparo de criaturas, no juntarse con ninguna otra compañía 14. Son los mandamientos de la fidelidad.

14 Cántico espiritual 34,5.