CAPÍTULO II

SUBIÓ A LOS CIELOS


1. El trofeo de la carne gloriosa

Poco a poco se fue elevando. Los apóstoles contemplaban cómo subía, con qué majestad, hasta que una nube lo ocultó. Era la misma nube desde la cual, en los tiempos antiguos, manaba potente la palabra de Yahvé. Esa misma nube lo envolverá cuando descienda de nuevo, al fin de los siglos, para juzgar a los hombres. «Ha hecho de las nubes su carro y vuela sobre las plumas de los vientos» (Sal 104,3).

Hasta el momento en que la nube lo cubrió, es verosímil que su mirada continuase fija, y muy amorosa, en el grupo de discípulos que quedaban en tierra. Traspasado ese momento y nivel, ya no tuvo ojos más que para el Padre, para el inmediato encuentro indescriptible. Una voz que ya no era del mundo retumbaba: «Alzad, portalones, vuestras frentes; levantaos más, puertas eternas, que va a entrar el Rey de la gloria». Los ángeles preguntaron: «¿Quién es ese Rey de la gloria?» Y el diálggo, cada vez más apremiante y más glorioso, seguía: «Es Yahvé, el fuerte, el poderoso; es Yahvé, poderoso en la batalla. ¿Quién es ese Rey de la gloria? Es el Señor de los ejércitos, El solo es el Rey de la gloria» (Sal 24,7-1o). El Hijo del hombre franqueó las puertas con autoridad suma, como quien entra en su propia morada.

La escenificación es obra de los hombres. Como episodio, constituye la ascensión nada más una consecuencia dimanante de la resurrección, hasta tal punto que algunos teólogos opinan que la verdadera y real subida de Cristo a los cielos se produjo el mismo día que resucitó, y que el suceso conmemorado como tal ascensión fue tan sólo un encumbramiento público y ostensible al término de su última aparición sobre la tierra. Pero, aunque prefiramos sujetarnos a la sentencia tradicional, que retrasa hasta el día cuadragésimo el instante de la ascensión, hemos de reconocer que su importancia no estriba tanto en la anécdota, en su carácter notorio y documental, cuanto en el sentido teológico que tal acontecimiento entraña: la glorificación de quien, al encarnarse, se humilló (Ef 4,10) y la entrada del nuevo Pontífice en el santuario (Heb 4,14; 6,20; 9,24).

La importancia secundaria del episodio visible, totalmente subordinada al hecho de la resurrección, queda de modo implícito expresada en las formas verbales que usan los escritores sagrados. No dicen que Jesús ascendió al cielo, sino que fue llevado (Lc 24,51), fue arrebatado (Mc 16,19; Act 1,9), fue asumido (Act 1,2). Unicamente en los textos teológicos, no narrativos, obsérvase la redacción activa: «subió» (Ef 4,10; 1 Pe 3,22), «penetró» (Heb 4,14). Aquella manera pasiva utilizada en los libros históricos denota que Cristo poseía ya la gloria, que no debía esfozarse para escalar los cielos al modo de esos titanes que los mitos apoteósicos ensalzan. Por el contrario, cuando los evangelistas cuentan la resurrección, escriben, los cuatro, en voz activa (Mt 28,6; Mc 16,6; Lc 24,6; Jn 20,9). Y viceversa, cuando la resurrección es mencionada en los escritos doctrinales, empléase con preferencia el modo pasivo: «le resucitó Dios» (Act 2,24; 3,15; 4,10; 5,30; 10,40; 13,30; Rom 4,24; 8,11; 10,9; 1 Cor 6,14; 15,15; 2 Cor 4,14; 1 Tes 1(3); se trata aquí de fórmulas relacionadas con el acto de fe o destinadas a marcar aquel contraste entre la acción de los judíos, que dan muerte a Cristo, y la intervención de Dios, que glorifica a quien los hombres han rechazado. La alternancia de expresiones activas y pasivas en los textos que conciernen a la resurrección puede resumirse en una única verdad: Cristo en cuanto Dios se resucitó a sí mismo en cuanto hombre; en cuanto Dios, su poder coincide con el poder del Padre y del Espíritu: se trata de un poder único, ora referido a la segunda Persona—«tengo poder para dar la vida y volverla a tomar» (Jn 1o,18)—, ora a las otras dos.

«Fue llevado». Esta frase, empleada precisamente para subrayar la tranquila posesión inamisible de su fuerza, a nadie puede inducir a pensar que Cristo anduvo necesitado de ayudas y artificios para levantarse. El término asunción empleado por Lucas (Act 1,2) nada tiene que ver con la asunción de María, la cual subió a los cielos por obra de Dios, no por su propia virtud. Por eso algunos artistas avisados han pintado a la Virgen, en el misterio de su asunción, con los brazos en alto, en actitud de ser asumida o elevada por una potencia superior, mientras que Cristo, cuando asciende, tiene sus brazos caídos, en postura normal, ya que sube por la facultad que de dentro le nace.

Ahora, finalmente, se cumple entero el circuito: «Su salida fue de lo más alto del cielo y llega hasta lo más alto del cielo» (Sal 18,7).

Supone la ascensión una bajada previa, porque «eso de subir, ¿qué significa sino que primero bajó a estas partes inferiores de la tierra?» (Ef 4,9). Su descenso fue hasta muy hondo, y por eso su glorificación ha de ser eminente. Distingue San Bernardo tres escalones de abatimiento: la encarnación, la cruz y la muerte, a los cuales corresponden, en progresión simétrica, tres grados de exaltación: la resurrección, la ascensión y la sesión a la diestra del Padre 1. La ascensión queda así dibujada como contrapartida de la pasión—tras su mucha humillación, un enaltecimiento adecuado—y también, en otro sentido igualmente feliz, como término de la encarnación: quien a la tierra — vino en busca del hombre se introduce ahora, junto con el hombre, en el seno de la Trinidad.

Ciertamente no tienen ningún significado local estas palabras. Subir a la gloria es simplemente volver al Padre. Cristo mismo describió su camino circular con las más justas palabras cuando habló así: «Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28). Puesto que al encarnarse no perdió lo que poseía, su existencia eterna, tampoco ahora recobra en su riguroso sentido la eternidad, sino que simplemente se deja invadir por la gloria de esa eternidad, la cual le acompañó siempre, aunque no con plenitud de efectos. Su vida mortal ha sido como un eclipse: el sol de su propia divinidad seguía brillando, pero la carne extendía sobre El un velo opaco; ahora suprímese el elemento refractario, el tiempo, y cesa la sombra. Todo el ser de Cristo se halla ya investido dluz, de eternidad.

1 Serm. 60,2: ML 183,683.

Mientras vivió en la tierra, su condición filial no había sufrido interrupción: «el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,38). Por eso el término de su carrera se hallaba ya en su mano, pues El, en el más profundo sentido, no había abandonado aquello que dice va a recobrar. «Me voy al que me ha enviado; vosotros me buscaréis y no me encontraréis, pues allí donde yo estoy, vosotros no podéis venir» (Jn 7,33-34). Sube y baja quien no se ha movido de la gloria: «Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo» (Jn 3,13). Una vez efectuada la resurrección, aún resulta mucho más difícil encontrar algún grado, alguna diferencia entre los días que precedieron y siguieron a su ingreso formal en los cielos; efectivamente, ya no era posible, después que resucitó, ningún acrecentamiento en la gloria de su alma ni tampoco en la de su cuerpo. Todo estaba dichosamente consumado ya, y Santo Tomás al momento de la ascensión atribuye tan sólo una mejora «en la decencia del lugar»» 2.

Pero si la subida a la gloria no supuso transformación ninguna en su ser, ya del todo «glorificado», no puede en verdad afirmarse esto mismo de su resurrección. Ya dijimos anteriormente que, aunque El, durante los años mortales, seguía siendo el Hijo muy amado, su existencia filial se hallaba empobrecida respecto al tiempo en que era «rico» (2 Cor 8,9). Por eso pudo con mucha sinceridad implorar en los días de su humillación: «Glorifícame, Padre, cerca de ti con la gloria que tuve cerca de ti antes de que el mundo existiese» (Jn 17,5). Vivía entonces en un cierto «alejamiento» del Padre, en esa distancia que la carne interpone: «mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor» (2 Cor 5,6). Sería falso, herético, injurioso a la humanidad del Salvador, creer que dicha ausencia consistía en la feble categoría del como si. Su ausencia era real, su destierro a las regiones bajas era real, y, cuando oraba, oraba en verdad de profundis: «Desde las profundidades te invoco, ¡oh Yahvé!» (Sal 130,1).

La mañana de la ascensión Jesús subió de un modo pleno y definitivo allí donde ya se encontraba desde hacía cuarenta días. Subió en cuerpo y alma. «Bajó Dios, subió hombre» 3.

2 Suma Teol. 3,57, 1 ad 2.
3
SAN AMBROSIO, In Ps. I18,8: ML 15,1225.

La verdad es ésta: que no llegó a la gloria tal como de ella había salido. La carrera circular que siguió no fue ciertamente vana. El Señor, «que bajó purus del cielo, entra en el cielo carnatus» 4. Semejante aventura no resultó baldía, pues 11eva a su casa, cuando abandona la tierra, un buen trofeo: la carne, la carne humana, la carne en su esplendor. La lleva como un capitán lleva su botín a la tienda, lo mismo que un esposo lleva a su amada hasta el tálamo.

Por eso, los deliciosos autos medievales insistirán en el asombro de los ángeles ante un espectáculo tan desacostumbrado: «eQuién es este Rey de la gloria?»

 

2. El cielo está donde está Cristo

¿Cómo expresar la distancia tan grande que media entre Dios y los hombres? Abrimos los ojos, y lo primero que se nos ocurre, para significar tamaña distancia, es esto: «Dios está en los cielos, y nosotros en la tierra» (Ece 5,1); «los cielos son cielos para Yahvé, la tierra se la dio a Ios hijos de los hombres» (Sal 115,16).

Los autores sagrados adjudicaron a Dios, por su trascendencia y dignidad, la habitación más alta: Dios está «en los cielos» (Is 66,1; Sal 11,4). Parecía aún la expresión demasiado débil y esforzáronse en superarla: Dios está «por encima del cielo» (Ez 1,26), en «el cielo de los cielos» (Dt 10,14; 1 Re 8,27; Neh 9,6; Sal 148,4). Sobre la tierra y los espacios atmosféricos se encuentra el cielo, esa superficie abovedada y azul, la cual no es aún más que el escabel del trono: «Vieron al Dios de Israel; bajo sus pies había como un pavimento de planchas de zafiro, brillantes como el mismo cielo» (Ex 24,10).

¿Qué mejor símbolo que el cielo para atribuirselo al Señor? El cielo no está sujeto a las leyes comunes de la materia, lo domina todo, reina impávido sobre el universo; nadie puede escalarlo; incluso la misma mirada del hombre es impotente para conseguirlo, pues cae como .un pájaro herido antes de arrebatarle su secreto. ¿Qué mejor símbolo, por tanto, para significar la trascendencia del Dios inaccesible? Está luego su firmeza—el cielo es el firmamento—, su gran estabilidad en

4 SAN ZENÓN, Tract. 2,6: ML 11,404.

contraste con las mudanzas de la tierra, lo cual no deja de constituir una preciosa alusión a la eternidad divina. Del cielo, además, desciende la luz y la lluvia, y esto nos recuerda que Dios es el origen de todo conocimiento y fecundidad.

Por eso será siempre subir un acto de ennoblecimiento, de «elevación», y descender será «rebajarse». El emplazamiento geográfico de Jerusalén confirmará estas apreciaciones de los israelitas: ir al Templo o a la Ciudad Santa es subir: «He aquí que subimos a Jerusalén» (Mt 20,18). Yahvé gusta también de hacer sus apariciones sobre los montes, hasta el punto de ser considerado como un «Dios montaraz» (1 Re 20,23), para llegar al cual hay que «subir» (Ex 19,3). Ya el sentido de altitud o latitud se desvanece para dar lugar a una noción de contenido netamente espiritual: la Tierra de Promisión, tierra alta, es el reino de Dios; Egipto, tierra baja, equivale al reino de la muerte.

Dios, decididamente, está arriba: en el Antiguo Testamento, Yahvé desciende (Gén 11,5; Núm 12,5), como luego descendería el Hijo de Dios (Jn 6,33; Ef 4,9-10) y el Espíritu Santo (Lc 1,35; 3,22; Act 10,44). Por consiguiente, «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sal 1,17), mientras que las plegarias y clamores humanos «suben hasta Dios» (Ex 2,23).

En lo alto hállase la vida y la salud, pero el hombre no puede ascender por sus propios medios; querer elevarse merced a la industria, la fuerza o el ingenio, significa repetir el pecado de Babel, y ya sabemos que el propósito de «subir a los cielos» no es otro que el de «ser igual al Altísimo» (Is 14,13-14). Para que el hombre ascienda ha de ser arrebatado por Dios, como Henoc (Gén 5,24) o Elías (2 Re 2,1; 1 Mac 2,58), mediante un «rapto» o «asunción». Cuando Cristo se hizo hombre, cuando bajó al mundo y desde el mundo se remontó, quedó restablecida la comunicación entre la tierra y el cielo.

Ya dijimos que todas estas expresiones no tienen una significación local, sino cualitativa. Por eso hemos abierto este apartado hablando de símbolos. El «Padre que está en los cielos» es el «Padre celestial», de condición celeste: el Señor que posee una existencia pura, libre, dominadora, no circunscrita por los límites de la existencia terrena. Del mismo modo, la ascensión de Cristo no representa ninguna subida física, pues El ya, así como no está sujeto al tiempo, tampoco está sometido al espacio; pertenece al «siglo venidero» y a ese ámbito donde los adverbios de lugar carecen de toda vigencia. Por eso no tiene ningún sentido preguntarse dónde estará el cuerpo de Cristo. La materia de dicho cuerpo se ha librado ya de toda tara, de toda ley de gravedad y corrupción, y ha sido íntimamente penetrada por el vigor y santidad del Espíritu. ¿Dónde está hoy la carne de Jesús? El Canon de la misa de la Ascensión precisa, de manera muy hermosa, hasta donde es posible precisar: «Nuestro Señor, tu Hijo unigénito, colocó a la diestra de tu gloria nuestra frágil naturaleza, unida en El a su divinidad». ¿Está en los cielos exactamente? El autor de la epístola a los Hebreos evita toda restricción cuando afirma que Cristo está «más alto que los cielos» (Heb 7,26).

Cualquier acepción demasiado literal o servil debe ser excluida, pues «si tomamos materialmente la expresión de que Cristo está sentado a la diestra del Padre, resultará que éste queda a la izquierda. ¿Osaríamos decir que el Hijo se halla a la derecha y el Padre a la izquierda? Allí todo es derecha, porque no hay miseria alguna» 5.

Cabría hacer un expresivo paralelismo: de la misma manera que las obras de Dios no son justas porque se acomoden a un ideal de justicia, sino simplemente porque son obras realizadas por El, así también, mejor que decir que Cristo está en el cielo, debemos decir que el cielo está allí donde se halla Cristo.

¿Y no está Cristo en la tierra, no está en lo más hondo de nuestro corazón? De Dios dícese que mora en el alma de los justos, y al mismo tiempo se afirma que «habita una luz inaccesible» (1 Tim 6,16). Ambas cosas son verdad: su inmanencia y su trascendencia. Pero, si entendemos esa luz, hoy inaccesible, como algo que un día la criatura podrá llegar a tocar y disfrutar, nos vemos obligados a decir que lo único que nos impide el acceso a esa luz es la densidad de nuestra carne todavía no glorificada, ya que «la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, ni la corrupción heredará la incorrupción» (1 Cor 15,50). Sin embargo, la carne no significa en nosotros

5 Ps. AUGUST., Serm. 1,4: ML 40,634.

una simple dificultad material; en nosotros es triste señal de otra cosa que estorba más radicalmente nuestra inmersión en la luz: son las «tinieblas», el pecado, todo cuanto en nosotros es impuro. Cuando Jesús dice a los judíos: «Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba», no se refiere a ninguna categoría espacial, sino a dos modos de existir muy diversos, como lo demuestran las palabras que a continuación añade: «Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn 8,23). Pertenecer a este mundo es negarse a las solicitaciones de la santidad, ya que ésta consiste en una segregación del dominio profano con el fin de entrar en la órbita de lo sagrado. Ser de este mundo, pues, implica quedarse abajo, renunciar a la ascensión. «El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Como es el terreno, tales son los terrenos; como es el celestial, tales son los celestiales» (1 Cor 15,47-48).

Para estar con Cristo hay que subir como El subió. Pero esto mismo se dice más claramente así: para subir hay que estar con Cristo, arrimados a El, incorporados a El. Si vivimos así, «somos—somos ya— ciudadanos del cielo». Ya no hace falta sino que se cumpla eso que Pablo a renglón seguido promete: «somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra vileza conforme a su cuerpo glorioso» (F1p 3,20-21).

 

3. «Os conviene que yo me vaya» (Jn 16,7)

En esos diez días que mediaron entre la Ascensión y Pentecostés, ¿qué sucedió? Aquí, en la tierra, apenas nada; tan sólo la elección de Matías para ocupar el puesto que Judas Iscariote había dejado vacante (Act 1,26). Mientras tanto, en los cielos, prepara Cristo activamente la misión de su Espíritu e intercede por las almas que ha dejado en el mundo (Heb 9,24). En realidad no las ha abandonado: de la misma forma que no interrumpió su compañía junto al Padre cuando se encarnó, tampoco ahora se va del todo, sino que permanece de muy secreta, pero eficaz manera junto a los hombres, los cual es son ya suyos porque los ha rescatado.

Convenía a los apóstoles que Cristo se marchara. «Os digo la verdad, os conviene que yo me vaya; porque, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros; pero, si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Antes de morir y resucitar Jesús, hallábanse los hombres en estado de «hombre viejo» (Rom 6,6; Ef 4,22; Col 3,9), incapacitados para acoger al Espíritu Santo (1 Cor 2,14). Antes de morir y resucitar, no era El aún «Espíritu vivificante» (1 Cor 15,45), manantial de aguas vivas, las cuales no empezarían a correr hasta que no se abriese el pecho: «esto lo dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en El, pues todavía no había sido dado el Espíritu porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7,39). Cuando la carne de Cristo haya entrado en estado glorioso, entonces podrá derramar su Espíritu «sobre toda carne» (J1 2,28).

La Ascensión no significa un punto final, es más bien un acontecimiento abierto hacia el futuro, hacia Pentecostés y hacia la parusía, hacia la santificación y glorificación de todos los hermanos que hayan de participar en la suerte del Primogénito, ya que éste «entró por nosotros como precursor» (Heb 6,20). Así como descendió a la tierra por nosotros, por nosotros también subió a los cielos. La Ascensión únicamente representa ventaja y lucro para la humanidad de Jesús, es decir, para nosotros, asociados indisolublemente a esa humanidad. El entra en los cielos como Cabeza, y ya los miembros puede decirse que han entrado a una con El, en cuanto pertenecientes a un mismo cuerpo. Sólo hay un trono, que Cristo compartirá con sus miembros (Ap 3,21). Se marcha, pero como aposentador: «Voy a prepararos lugar» (Jn 14,2).

«Sube abriendo el camino ante ellos» (Miq 2,13).

Cuando uno contempla cómo cae la noche sobre Jerusalén y cómo el último sol se agarra a la cima del Olivete mientras la ciudad entera ha quedado ya sumida en la sombra, se piensa inevitablemente en los apóstoles, apegados aún aquel día de la ascensión—la última media hora, los últimos minutos, los últimos segundos—a la presencia física del Maestro, en esa misma punta del monte en la que se concentra todo el sol del atardecer. Fácilmente puede concebir aquella melancolía de los discípulos quien nota que algo se apaga cuando el acólito apaga el cirio pascual después de terminado el evangelio de la misa de la Ascensión.

Dice Lucas que «volvieron a Jerusalén con gran gozo» (Lc 24,52). Este gozo sólo podía ser una merced del Señor, que acababa de partir. Ellos eran hasta entonces incapaces de percibir los beneficios de la ausencia, incapaces también de amar de tal suerte que sólo les importara el bien del Amado (Jn 14,28).

Ha menester de la gracia el hombre para gozar tan limpiamente y para comprender que «es mejor que El se vaya». Esta gracia—que puede ser un heraldo del Espíritu enviado de antemano a nuestro corazón para persuadirnos de que, cuando éste venga, le hagamos sitio—nos instruye sobre las ventajas de la partida. El día que Cristo abandona el mundo, la fe y sus méritos se hacen posibles. «Voy al Padre y no me veréis más» (Jn 16,10); al hurtarse a nuestra vista, nos permite creer aquello que no vemos y hacernos así acreedores a esa superior felicidad aneja al ejercicio de la fe (Jn 20,29). Los ojos del rostro sólo contemplan lo exterior, y la carne es opaca a la mirada; cuando Cristo visible se despide de nosotros, nos abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) y se sitúa en el radio de acción de esta nueva potencia que acaba de concedernos.

La esperanza recibe un vigoroso impulso, porque la ascensión anda directamente relacionada con aquello que esperamos, con las mansiones que Cristo ha prometido encargarse de aparejar. Esperamos todo de El porque lo esperamos a El, ahora que ya no lo vemos; «porque la esperanza que se ve ya no es esperanza; lo que uno ve, ¿cómo esperarlo?; pero, si esperamos lo que no vemos, esperamos pacientemente» (Rom 8,24-25).

Fe, esperanza, y también caridad. Enciéndese el amor de «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3,1). Tal amor ya no es de la carne, como podría serlo cuando Jesús andaba revestido de humanidad mortal; tal amor ya no es como el antiguo, que tantos estorbos ponía al Espíritu. «Al Espíritu Santo, por ser amor espiritual, le es contrario el amor carnal. Ahora bien, los discípulos estaban aficionados con cierto amor carnal a la humanidad de Cristo, y todavía no se elevaban con amor espiritual a su divinidad, y, por tanto, no eran aún capaces del Espíritu Santo» 6.

Dos maceraciones exige de nosotros el amor del Señor: que

6 SANTO TOMAS, In IO. c.16 leCt.2.

nos desprendamos primero de nosotros mismos y que luego renunciemos también a todo cuanto de sensible pueda haber en nuestro trato con El. Cualquier forma de apego constituye un obstáculo para la irrupción del Espíritu. Nuestra carne es pesada y torpe, un verdadero impedimento, y la carne de Cristo, de por sí, a nadie santifica (Jn 6,63). Hay dos frases de Pablo, en su segunda carta a los Corintios, que tienen aquí muy justo lugar: «Aunque caminamos en la carne, no militamos según la carne» (2 Cor 10,3); «aunque hemos conocido un Mesías según la carne, ahora, sin embargo, ya no lo conocemos así» (2 Cor 5,16). Amor según la carne: cuando amamos con un amor que no rebasa el nivel de las emociones o con un amor rastrero, mercenario, prendido de ciertas retribuciones demasiado terrenales; y cuando amamos al «Mesías según la carne», por sus condiciones visibles y externas, como a puro hombre.

Pero este amor que sólo condenaciones merece no ha de confundirse con el amor correcto en la carne: cuando amamos, a la vez que con la voluntad, con los afectos sensibles del corazón; y cuando amamos, no sólo al Verbo, sino también a la santa humanidad de Jesucristo, aunque sin apartarla, por supuesto, de aquella divinidad que la baña y hermosea. La clásica, sutil distinción escolástica entre objeto material y objeto formal nos permite y obliga a un tiempo a amar a Cristo hombre con total pureza e incontables provechos. Porque la carne glorificada de Jesús ha de ser ya amada, y en el cielo no faltará la reunión de su carne con la nuestra, reunión y abrazo que los contactos sacramentales anticipan, sin los cuales ni la encarnación se prolongaría adecuadamente ni la redención de todo el hombre habría hallado expresión bastante.

No estará de más tener a menudo ante los ojos aquella condenación que el concilio de Viena dictó contra los beguardos, los cuales «tenían por imperfección descender de la pureza y altura de su contemplación hasta la consideración de la eucaristía o de la humanidad pasible de Cristo» 7. ¿Recordáis asimismo aquellas airadas quejas, aquella pesadumbre de Santa Teresa de Jesús cuando pensaba en quienes a todo trance quieren prescindir de la humanidad de nuestro Señor? «Avisan

7 Denz. 478.

mucho que aparten de sí toda imaginación corpórea y que se lleguen a contemplar en la Divinidad; porque dicen que, aunque sea la Humanidad de Cristo, a los que llegan ya tan adelante, que embaraza u impide a la más perfecta contemplación. Traen lo que dijo el Señor a los apóstoles cuando la venida del Espíritu Santo—digo cuando subió a los cielos—para este propósito. Paréceme a mí que si tuvieran la fe como la tuvieron después que vino el Espíritu Santo, de que era Dios y hombre, no les impidiera». En sus primeros tiempos, también la santa cayó en este pernicioso engaño, y lo confiesa con mucho pesar: «Ya no había quien me hiciese tomar a la Humanidad, sino que, en hecho de verdad, me parecía me era impedimento. ¡Oh Señor de mi alma y Bien mío, Jesucristo crucificado! No me acuerdo vez de esta opinión que tuve que no me dé pena y me parece que hice una gran traición, aunque con ignorancia». Luego reprueba tan mal método y sale por los fueros de Cristo hombre en nuestra vida interior: «Que nosotros de maña y con cuidado nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre—y plugiese a el Señor fuese siempre—esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien y que es andar el alma en el aire, como dicen; porque parece no hay arrimo, por mucho que le parece anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» 8.

Bueno será que lean despacio este capítulo de la santa quienes por propia industria se han despegado de Jesucristo hombre y juzgan que así es mayor su progreso. Será también conveniente que consideren cómo es preciso el desasimiento para que el Espíritu pueda hacer su obra todos aquellos que andan pendientes de sus gustos y consuelos cuando se ponen a orar. Que de uno y otro vicio nos libre el Señor. Per admirabilem ascensionem tuam, libera nos, Domine.

8 Libro de la Vida C.22 11.I.3.9•