CAPÍTULO XLI

FUE CRUCIFICADO, MUERTO Y SEPULTADO
 


1. Vía crucis

«Después que se burlaron de El, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos y lo llevaron a crucificar» (Mt 27,31).

Hay algo en la pasión que los pintores y escultores de todos los siglos han soslayado respetuosamente, casi diríamos caritativamente. Pero se trata de algo que resulta innegable, algo cuya consideración no puede ser evitada sin faltar a la verdad, sin privar al misterio de una de sus facetas más terribles. Nos referimos a la presencia de lo grotesco, tan activa, tan constante, tan atroz. Jesús cubierto con un trapo de ignominia, sosteniendo en sus manos un cetro de caña, es una estampa que no suscita únicamente compasión. Su rostro no sólo estaba lleno de sangre—en un rostro así puede brillar todavía una majestad inmensa—, sino también cubierto de salivazos; era una cara desfigurada, en la cual sólo los ojos, tras un detenido examen, revelarían una cierta, extraña dignidad. Ante esta figura irrisoria, las mofas no habían sido escasas ni leves: «Arrodilláronse delante de El, le hacían burla diciendo: Salve, Rey de los judíos. Y le escupían, cogían la caña y golpeaban su cabeza» (Mt 27,29-30). No cesó allí el escarnio; continuó hasta el final. La gran sinfonía patética que llenará por siempre los espacios presenta esta nota discordante, aguda, horrísona. «Los transeúntes le injuriaban moviendo la cabeza y diciendo: ¡Ah!, tú que destruías el templo de Dios y lo edificabas en tres días, sálvate y baja de la cruz. Igualmente los príncipes de los sacerdotes se mofaban entre sí con los escribas, diciendo: A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse. ¡El Mesías, el Rey de Israel! Baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos. Y los que estaban crucificados con El le ultrajaban» (Mc 15,29-32). La paz última, que a ningún criminal se niega, fue rehusada al Hijo del hombre. Y coronando la escena, en la punta del palo, lo que desde entonces llamamos el INRI.

No puede ser estéril esta atención que dedicamos al más lacerante tormento de la pasión: el tormento del ridículo. Tiene el alma que repasar despacio los varios modos en que ella misma ha intervenido en semejante tortura. Todos los sarcasmos y vejaciones de que ha hecho objeto a sus hermanos pertenecen a la historia estricta de la pasión. Y también esos otros pecados que han tenido su fuente y origen en el miedo al ridículo: sus omisiones por respeto humano, sus irónicas alusiones al heroísmo, su culta repugnancia de esteta melindroso. Los que amáis el primor, los que venís complaciéndoos en la hermosura de la liturgia, en los muros severos, en las flores muy escogidas, en los símbolos depuradísimos; los que os desdeñáis de leer un libro sobre la pasión de Nuestro Señor Jesucristo sólo porque está escrito en una prosa negligente, todos vosotros pensad si, cuando amáis la belleza— ¡oh, sí, la belleza es un atributo de Dios!—, no la amáis demasiado... Es decir, pensad si no preferís vuestro deleite a la gloria de Dios. Pensad si no sentiríais sonrojo ante el Cristo de la clámide burlesca.

«Y tomaron a Jesús. El cual, cargando sobre sí la cruz, salió hacia el sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice Gólgota» (Jn 19,16-17).

Del pretorio al Calvario, el camino es corto, medio kilómetro aproximadamente. Pero es muy probable que le obligasen a dar un rodeo por aquel dédalo de calles abigarradas, con sus penetrantes olores a carne vieja y almizcle: tenía interés el sanedrín en que todo el mundo conociera la derrota del galileo. De todos modos, había que bajar hasta el arroyo del Tyropeón y luego subir otra vez; bajar cincuenta metros y subir cincuenta y cinco. Serpenteaba el camino por la colina de Gareb en dirección occidental. Jesús tenía que alejarse de la ciudad, como las tribus de Israel, para ofrecer su sacrificio sobre la montaña (Ex 3,18; 5,1-3).

La vía es tortuosa. Las energías del reo, muy mermadas. No ha probado bocado desde el día anterior, y en aquella cena la emoción fue excesiva; ha perdido ya mucha sangre, en el huerto y en los sótanos de la torre Antonia; la noche íntegra la ha pasado en vela, sometido a interrogatorios abrumadores. El suelo es irregular. Nada tiene de extraño que Jesús caiga. Ha podido ser un tropiezo o un empujón involuntario. O quizá una zancadilla. Un hombre condenado a muerte es siempre un objeto de diversión.

La piedad cristiana, en esta marcha penosísima, introdujo un breve paréntesis de consuelo para el Señor. Se ha inventado un encuentro con la Virgen Madre. ¿Fue un encuentro totalmente silencioso o se cruzó entre ambos alguna palabra? María, lo sabemos muy bien, no pudo decir ni media sílaba destinada a disuadir a su Hijo del camino emprendido. Han llegado a afirmar algunos Padres que era tanta su compenetración con las ansias redentoras de Cristo, que, si los sayones hubiesen renunciado a su tarea, ella misma lo habría clavado en la cruz. Bien; pero ¿no podemos imaginar en las palabras de María un acento específicamente maternal, algo que le recordase a Jesús aquellas advertencias que recibió cuando era pequeño, cuando ella le recomendaba no exponerse a ningún peligro? Y Jesús, ¿qué dijo? ¿Le dijo tal vez que su madre y hermanos eran todos cuantos, asociándose a la pasión, cumplían la voluntad del Padre? ¿O le dijo otra cosa de más inmediato consuelo, de más directa ternura?

Lo que sí menciona el evangelio es el encuentro con el Cirineo. Aquel propósito de los jefes de dar la máxima publicidad a su victoria sobre Jesús de Nazaret, razón por la cual eligieron un itinerario más largo, tropezó con la alarmante debilidad del reo. Y como su afán era que llegase con vida hasta el patíbulo, decidieron buscarle una ayuda: «obligaron a tomar su cruz a uno que pasaba y venía del campo, Simón de Cirene, padre de Alejandro y Rufo» (Mc 15,21).

Cargó Simón con la cruz—solamente el travesaño, pues el poste principal era fijo y no se movía del lugar del suplicio—. Cargó con la cruz de madera; la otra, la gran cruz, la cruz interior, la cruz del amor despreciado, era intransferible. No puede negarse, sin embargo, que, por obra del Cirineo, Jesucristo sintió algún alivio, aunque éste fuera puramente físico. ¿Cómo le diría luego gracias? ¿Con qué palabras o con qué mirada? El pensamiento de esa mirada sostiene el brío de tantos corazones consagrados a hacer menos dura la vida de sus semejantes; cuando reciban, al otro lado del mundo, tal galardón, se considerarán sobradamente pagados.

Jesús cae de nuevo. Una, dos, tres, incontables veces. Cae y se levanta, se levanta y vuelve a caer. Uno no sabe qué admirar más: si ese decidido afán de consumar la obra en toda su plenitud o esa conmovedora debilidad que cada cinco metros lo tumba en tierra. Al levantarse, nos explica cuánto nos ama; al caer, nos demuestra cuán necesitado está de que le amemos. No busca otra cosa sino que le concedamos algún amor, por pequeño que sea. Un día soñó con el amor de los hombres, con un amor rendido y total, el amor de adoración; quiso luego otro tipo de amor, el amor noble de la amistad, y se encarnó. Pero ambos le fueron negados. Decidió colmarnos de bienes y prometernos grandes recompensas, por ver si al menos le otorgábamos un amor de gratitud o un amor de interés. Nada de esto movió tampoco el empedernido corazón de los humanos. Y al final transigió con lo más ruin y pobre: se humilló hasta el extremo, cayó al suelo y se arrastró por el polvo, para conseguir siquiera eso, la última especie de amor, para obtener al menos un amor de conmiseración.

Luego viene un paso extraordinario.

«Le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de mujeres, que se herían y lamentaban por El. Vuelto a ellas Jesús, dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque días vendrán en que se dirá: Dichosas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no amamantaron. Entonces dirán a los montes: Caed sobre nosotros, y a los collados: Ocultadnos, porque, si esto se hace en el leño verde, en el seco qué será?» (Lc 23,27-31).

Se trata, hemos dicho, de un paso excepcional. Por un momento aflora el tremendo poder de Jesucristo. Desde su abatimiento levanta la cabeza y pronuncia unas frases que no son de ajusticiado en busca de piedad. Son palabras que el Hijo de Dios solemnemente dirige al mundo. Que el mundo tema, que el mundo considere lo que va a sobrevenir.

¿Quiénes eran esas mujeres? A los condenados no se les pe rmitía el habitual cortejo de plañideras; ¿era, pues, el llanto del las mujeres una valiente protesta? Nadie sino ellas tuvo, a lo argo del camino, una muestra de adhesión hacia el reo.

Finalmente, después de cruzar la puerta de Efraím, llegan al Calvario—loma «calva»—, que es un pequeño altozano de cinco metros de altitud.

Jadeante, exhausto. Todo su esfuerzo se centra en un único objetivo: mantenerse en pie. Le ofrecen vino mirrado. «Dad licor a los miserables y vino a los afligidos: que bebiendo olviden su miseria y no se acuerden más de sus dolores» (Prov 31, 6-7). Era costumbre reservar para el último trance este gesto de clemencia hacia los condenados; les daban un vino fuerte mezclado con granos de incienso, una bebida estupefaciente que aliviaría sus sufrimientos. «Y después de probarlo, no quiso beber» (Mt 27,34). Lo probó por gratitud hacia aquel que se lo brindaba, lo rechazó por amor a todos los que se lo hemos negado. Era menester privarse de todo refrigerio para beber la otra copa—«el cáliz de amargura»—hasta las heces.

Ahora despojan al Señor de sus vestidos, que los soldados en seguida se repartirán; la túnica será sorteada. Luego lo tienden sobre el suelo—un momentáneo dolor agudísimo en la espalda, una momentánea relajación de grandísimo alivio—, porque van a comenzar a clavar sus manos. Cierra Jesús los ojos instintivamente: un miedo irreprimible le obliga a ello, y también la luz cegadora. ¿Ha visto quizá el cielo? Todavía no hay nubes; es un cielo de perfecto azul, un cielo de Ascensión... ¡Oh, la Ascensión! ¿Cuándo llegará ese día? La mano del verdugo sujeta su mano. El primer golpe: como una explosión de la masa del cerebro. Y después otro y otro. Jesús no siente ningún impulso contra estos hombres. Están cumpliendo con su deber, no saben nada, son asalariados que necesitan ganarse la vida.

Ya están clavadas las manos. Con ayuda de un cordel que le rodea el pecho, es izado hasta quedar erguido sobre el palo vertical. Este palo tiene un soporte donde el cuerpo es colocado a horcajadas, el apoyo que Tertuliano comparaba con un cuerno de rinoceronte. «Cabalgar la cruz» es, pues, una expresión técnica. A continuación le clavan los pies; con dos clavos, no con uno.

El arte, piadosamente, nos ha dado una visión falsificada de la cruz. Todos nuestros crucifijos poseen una gran dignidad y armonía; sus partes están sabiamente equilibradas; el cuerpo, aunque sangriento, adopta una postura majestuosa. La supresión del sedile, reemplazado pronto por un descansillo en los pies, vino dictada por razones estéticas. Cuanto contribuía a la repugnancia o al deshonor fue esmeradamente suprimido. Recordemos, no obstante, por un momento, que la escena de un hombre crucificado era mucho más horrible que cuanto nos manifiesta la imaginería cristiana. Los perros que acudían a beber la sangre y se alzaban a morder los pies del reo, los chiquillos que jugaban con piedras al blanco contra su cabeza, los buitres que osaban llegar hasta el cuerpo aún vivo, éstos y otros muchos detalles aterradores pertenecen a las más objetivas crónicas de la época. Podía la muerte sobrevenir rápidamente por desangre, por cualquier desgarro íntimo; pero con frecuencia ciertos organismos de mejor complexión resistían con vida muchas horas y hasta días enteros, por lo cual los soldados decidíanse a apresurar el desenlace partiéndoles los fémures a golpe de clava o levantando un humo de hoguera muy denso que les produjera el ahogo.

Agradecemos profundamente a los artistas que hayan omitido cuanto a la piedad pudiera ofender. Mas no dejamos por eso de reprochar al arte su insuficiencia expresiva. Quizá sea que la habilidad del hombre y su corazón no pueden dar más de sí. Personalmente preferimos, entre todos, los santocristos románicos, los cuales, dentro de su tosquedad, tienen una maravillosa estilización interior. A ellos se ajusta con facilidad nuestra idea propia del Crucificado, la idea del amor que cada cual prefiere, al fin y al cabo la única válida para cada uno. Porque la verdad desnuda es que la visión más elocuente del Cristo muerto será siempre, para cada uno de nosotros, el cadáver de un ser cualquiera a quien hemos amado mucho.

Ya está Jesús clavado en la cruz, levantado por encima de la tierra. Sobre su cabeza, el cielo implacable. Son las doce del mediodía. La hora tercia de Marcos y la hora sexta de Juan se concilian sin dificultad merced al distinto cómputo horario —división del día en cuatro o doce secciones—que uno y otro prefirieron. Es el día 14 de Nisán. Al sur, en el mercado de animales, contiguo al mercado de maderas, balan angustiados los corderos que van a ser sacrificados para la cena de esta noche. Largamente, inagotablemente, va a correr hoy la sangre de cordero.

 

2. Ultimas palabras

Pero, antes de expirar, el Hijo de Dios tiene algo que decir. Escuchémosle, pues «el madero en que están fijos los miembros del hombre que muere, es también la cátedra del maestro que enseña» 1.

Y Jesús decía: Perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34).

Pedro, en su sermón del templo, se hará eco de esta desconcertante estimación cuando les diga a los judíos, refiriéndose a la muerte del Maestro: «Ya sé, hermanos, que hicisteis esto por ignorancia, como también vuestros príncipes» (Act 3, 17). Lo mismo escribirá Pablo: «Si hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria» (1 Cor 2,8).

Np obstante, recordamos aún perfectamente una frase de Cristo, pronunciada el día anterior: «Si yo no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían culpa; pero ahora no tienen excusa de su pecado» (Jn 15,22). ¿Qué partido tomar? Tras una lectura desinteresada de las narraciones, nos sentimos inclina-

1 SAN AGUSTÍN, In ]o. Evang. 119,2: ML 35,1950.

dos a atribuir a quienes mataron a Jesús una plena conciencia de sus actos, una responsabilidad imposible de declinar. Nos aferramos, sin embargo, al testimonio de la víctima agonizante, porque esta palabra, como todas las suyas, pertenece al número de aquellas que—aunque pasen el cielo y la tierra, aunque a la postre resulten inválidas todas las operaciones y enjuiciamientos de la mente humana—no pasarán.

Busquemos una conciliación. Ha dicho el Señor que no saben lo que hacen; esto nos mueve a eximirlos de culpa. Pero ha dicho también «Perdónales», y el perdón no puede ejercerse si no existe un delito susceptible de ser perdonado. Sucede que cualquier acción del hombre encaja siempre dentro de esa amplísima gama que limita—sin penetrar nunca en ninguna de esas dos zonas—con la inocencia perfecta del espíritu puro y la malicia absoluta del diablo. El hombre nunca «sabe» lo que hace: su saber es parcial, lento, mezclado forzosamente con errores, mediatizado por motivos externos, por el vaho de los sentidos, que empaña todo discurso.

La ignorancia de quienes crucificaron a Jesús era voluntaria y, por tanto, culpable. Sin embargo, mitigaba en cierto sentido la gravedad de su acción. He aquí la precisa benevolencia de Cristo: de todo aquel suceso elige, como con pinzas, esto nada más, la pequeña circunstancia atenuante, y la presenta a la misericordia del Padre.

«No saben lo que hacen». Es cierto; aunque supieran todo lo demás, ignoraban una cosa: el amor de Jesús, pues nadie conoce de verdad ese amor si no ha respondido a él.

«Crucificaron con El a dos ladrones. Uno a la derecha y otro a la izquierda» (Mt 27,38).

Así, hasta el fin de los siglos, habrá tres cruces sobre la punta del monte: la del Inocente, la del penitente y la del obstinado. En la primera, sólo El y su santa Madre. A nosotros nos corresponde elegir entre la segunda y la tercera cruz. Llega un momento en la vida en que ya no queda otra opción. Ya no puede uno estar contemplando los suplicios de Jesús y haciendo mofa de ellos, ni puede estar escondido en algún rincón de Jerusalén, medroso y desengañado, proyectando volver a las monótonas tareas de la barca; ni tampoco es posible no saber nada y andar preparando el haroseth para una inútil cena pascual. Llega un día en que es menester dejarse crucificar, porque nadie podrá esquivar al fin el dolor y la muerte. Y entonces será preciso—entonces, ahora—escoger decididamente: a la derecha o a la izquierda de Cristo.

Lo cual equivale a elegir ya en esta vida—sólo nosotros, cada uno de nosotros, elegimos—nuestro lugar eterno: «pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda» (Mt 25,33). Estar entre las ovejas será sencillamente estar con Jesús, pues el paraíso consistirá solamente en disfrutar de su compañía y obsequio. El mal ladrón le insultaba, el buen ladrón salía por sus fueros; entonces Cristo le dijo a éste: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,43).

Ir al paraíso era antes ir «al seno de Abraham» (Lc 16,22). Después que Cristo muera, será «morir para estar con Cristo» (Flp 1,23).

María se halla junto a la cruz. Esto ya no es, como el encuentro en la calle de la Amargura, una suposición espontánea de la piedad, sino un dato del evangelio. Destaca notablemente esta presencia de la madre en el Calvario si la contrastamos con el discreto y misterioso apartamiento en que ha vivido durante los años públicos de su Hijo. Ahora que ha cesado el ministerio propiamente pastoral, ahora que ya no hay milagros asombrosos ni polémicas doctrinales, ahora que Jesús es nada más un moribundo impotente, la madre encuentra de nuevo su sitio junto a El.

Y ahora que Jesús es el Redentor a punto de dar cima a su obra, Dios trae aquí a María, porque ésta va a desempeñar, junto a la cruz precisamente, una misión muy propia, irreemplazable, específicamente materna. Aquí, en esta hora tremenda, va ella otra vez a ser madre. Cuando renunció a la fecundidad natural, fue constituida madre del Verbo; ahora que va a renunciar al Unigénito, ofreciéndolo desde su angustia al Padre, será constituida madre de los hombres, madre de los hermanos menores del Primogénito. Ahora va a consumar su obra maternal antigua: no llega a ser plenamente madre de Cristo hasta que no acaba de engendrarlo en nuestro alumbramiento a la existencia filial. Pero no es madre nuestra por una mera prolongación de su maternidad inicial en el orden de la encarnación, sino por el sacrificio de esa maternidad en el orden de la redención. Aquello que en las otras mujeres representa el punto final y remate de su función materna, aquel acto interno por el cual, el día que su hijo llega a adulto, renuncian a conservarlo para sí, en María significa, por el contrario, el comienzo de una maternidad nueva, completa. La cual—al revés de lo que sucedió en Belén—no se realizará ahora sin dolor. «Multiplicaré los trabajos de tu preñez, parirás con dolor los hijos» (Gén 3,16). La amenaza del Señor se cumplirá esta vez en María; pero no será castigo del pecado, sino reparación del pecado.

«Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, María la de Cleofás y María Magdalena. Viendo, pues, a la madre y a su lado, de pie, al discípulo a quien amaba, dijo Jesús a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,25-26).

Juan es ya desde ahora hijo de María, y, en Juan, los hombres todos. Ya todos tienen madre, ya tienen madre Adán y Eva. (La Institución Teresiana mantiene en Jerusalén una pequeña comunidad con este único y tierno objetivo: ir todos los días, ya llueva o haga sol, hasta el Calvario para agradecer allí a Dios la merced de habernos dado una Madre.) Juan es símbolo de la Iglesia, símbolo de todos los hombres. No Pedro, sino Juan: la maternidad no se inserta en el plano jerárquico, sino en el nivel de la intimidad; crea relaciones individuales con cada uno de los hijos, lo cual no estorba para que este oficio de la Virgen contribuya, con una nueva razón hermosísima, a la unidad de la Iglesia, a la unión de los hermanos. Ahora, ahora precisamente, es María madre nuestra: las palabras del Salvador han tenido una eficacia cuasi sacramental. «Esto es mi cuerpo», y el pan se transforma en Cuerpo; «Mujer, he ahí a tu hijo», y los huérfanos se convierten en hijos.

«Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la tomó consigo» (Jn 19,27).

¿Se trata, en esta segunda frase, solamente de confirmar el don hecho ya en el párrafo anterior? No; estas nuevas palabras poseen un nuevo sentido, hacen al menos explícito y urgente un matiz que antes estaba velado. Efectivamente, muy bien podía nuestra condición filial haber permanecido oculta, es decir, podía haber existido y ser origen de muchos bienes sin que nosotros nos viéramos obligados a hacerla consciente y responder personalmente a ella. Pero Cristo quiere otra cosa, quiere que actualicemos esta conciencia y que nuestro comportamiento cristiano incluya, visible y activa, una cordial devoción a la Señora. Esta devoción consiste en que el alma imita la piedad filial del Primogénito, tratando y regalando a su Madre como El lo hizo; consiste, más profundamente, en que el alma participa en esa misma piedad de Jesús, amando a la Madre con el mismo corazón y afectos de Jesús, corazón que tiene bien vivo en su propio pecho cada cristiano por obra de la gracia.

Todo esto es, en el fondo, favor para nosotros. Cuando Dios nos concede oportunidad de hacer algo por su Madre nos libra de ese penoso estado en que se halla quien, habiendo recibido muchos dones, siéntese incapaz de corresponder. Las grandes personas que dan mucho, suelen negarse a recibir nada; pero el gran Dios es más que grande: es humilde; su bondad es tan fina como enorme. He aquí que la Virgen María, cuidadosa de sus hijos y por ellos bendecida, es como una mano: una mano que sirve para acariciar y ser acariciada.

¿No tenían también las frases de Cristo, además de su principal significación redentora, un conmovedor alcance familiar? ¿No llegaron a crear unos peculiarísimos lazos entre María y Juan? Dícese que dar en este sentido una madre al hijo del Zebedeo pudiera parecer vano y hasta injurioso para su madre carnal, que aún vivía; tampoco María necesitaba de un refugio, pues podía continuar la misma existencia que había llevado hasta entonces durante toda la vida pública de Jesús. Sin embargo, preferimos pensar otra cosa, pensar como piensa San Ambrosio: «Desde la cruz, Cristo hacía su testamento, y distribuía, entre la madre y el discípulo, las obligaciones de la piedad; el Señor suscribía entonces un testamento no sólo público, sino también doméstico» 2.

Testamento doméstico... San Juan no pudo escribir sin un temblor de emoción estas palabras: «Desde aquella hora el discípulo la tomó consigo». Buena capellanía tuviste, Juan. Nadie, ni los papas, fueron tan afortunados como tú.

( ¿Por qué nos produce tanta ternura imaginarnos a Santa María ya anciana, menesterosa, agradeciendo mucho las mínimas atenciones, la ventana entreabierta, los alimentos más adecuados, el cojín más mullido?)

2 Epist. 1,63,109: ML 16,1218.

Pero al decir «Mujer, he ahí a tu hijo, ocurría también algo bien triste: Jesús se despedía de su madre, la alejaba íntimamente de sí. Como si esa consoladora compañía le estorbara para sumirse en el abandono que no tiene nombre. El Redentor necesita estar por dentro solo, absolutamente solo.

Tan absolutamente solo, que el Padre va a abandonarlo. «Desde la hora de sexta se extendieron las tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora de nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte, diciendo: Eli, Eli, lema sabachtani! Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Algunos de los que allí estaban, oyéndolo, decían: A Elías llama éste» (Mt 27,45-47).

El novelista Nikos Kazantzaki ha descrito, con las tintas más execrables, la última tentación de Jesucristo. Cuenta que el diablo, en los últimos momentos, arrebató su mente y lo llevó en triunfante caballo sobre las maravillas del mundo. Le pintó la delicia de una vida normal sumergida en el placer y llegó a demostrarle que «el reino de los cielos no es otra cosa que la armonía entre el corazón y la tierra»; le probó cómo había sido inútil, ridículamente inútil, su vida despojada y pobre, cómo había sido equivocada... Era el reverso de la gran tentación del principio: la de irrumpir como Mesías mundano y glorioso. Cristo venció esa tentación yendo progresivamente, a través de los sucesivos expolios, hasta el negro vacío de la cruz. He aquí el punto culminante de la tentación: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Se siente, como Dios, abandonado de los hombres; como hombre, abandonado de Dios. Nunca Satán ha sido tan poderoso, pues nunca el Hijo del hombre se había hallado tan inerme.

¿Cómo entender tal desamparo? Sin duda que Bourdaloue se excedía cuando afirmaba que en cierto sentido era equiparable a la pena de daño. Dios lo abandonó, como dice la teología, non recedendo, sed non adiuvando: no alejándose de El, sino privándole de su socorro. Sabemos que hay una sociedad entre el Padre y el Hijo que nunca puede romperse: la llamada «circuninsesión», la convivencia más estrecha que ningún enamorado es capaz de disfrutar; tampoco puede romperse la unión de la divinidad y la humanidad en la persona del Hijo, pues si la redención resulta posible, es porque Cristo es hombre, y si resulta valedera, es porque es Dios; debemos igualmente afirmar como irrompible la fusión de la voluntad de Jesús con la voluntad paterna—Jesús es el Santo—, y no menos aquella que desde el primer día se estableció entre el alma de Jesús y la gloria que le compete, su visión facial de Dios. Estas cuatro formas de ayuntamiento no hay poder que sea capaz de deshacerlas. Sólo la quinta forma, la que se refiere a la unión de protección, disuélvese y crea el vacío. Un vacío por dentro, una fuga de las entrañas, un removerse de todo soporte íntimo.

Se ha dicho que tal grito no fue de desamparo. Pertenecen sus palabras, es verdad, a un salmo que en conjunto más bien representa una oración de magnífica confianza; se trata del salmo 22, en el cual abundan versículos tan confortadores como éste: «No desdeñó (Yahvé) ni despreció la miseria del afligido, ni apartó de él su rostro, antes oyó al que imploraba su ayuda». ¿Quiere decir esto, sin embargo, que no existe fundamento para atribuir al alma de Jesús un verdadero abandono?

Lo que falta no es base para atribuirlo, sino inteligencia para explicarlo, palabras para enaltecerlo, corazón para compartirlo. Jesús hace suyas las primeras palabras del salmo, Jesús habla sinceramente, Jesús se queja desde el fondo del abismo. Los santos han experimentado a veces atroces desamparos, pero siempre en la fe y desde la fe: poseyendo una medida, abarcando su congoja, utilizando una luz. En el caso de Cristo, toda luz ha sido sorbida por «la hora de las tinieblas»; cualquier reflexión liberadora acerca de lo que le está sucediendo ha sido previamente sacrificada. Hace falta que muera todo para que todo resucite. Sólo la Omnipotencia pudo llegar a esa impotencia: su posibilidad extrema toca el límite exacto de lo imposible, aquello que ninguna criatura alcanzará jamás. Nadie sabrá nunca como el Hijo qué es ser abandonado por el Padre, porque nadie ha sabido como el Hijo qué es estar unido al Padre, descansar en El, servirle y ser regalado por El. Las palabras humanas, para contar todo esto, resultan tan inútiles como un caramillo para reproducir el concierto de una tempestad.

Después Jesús dijo: Tengo sed. Lo dijo «para que se cumpliera la Escritura» (Jn 19,28). Desde el fondo de la oscuridad, atiende el Hijo del hombre escrupulosamente, en sus detalles mínimos, a la imagen concebida por el Padre para El. Alguien tomó una esponja, la empapó en vinagre, la colocó en la punta de una caña y le dio a beber.

«Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: Consummatum est».

Todo está consumado: las profecías han sido ya cumplidas; la redención, terminada; los hombres, rescatados; la ira del Padre, aplacada; el amor del Padre, satisfecho. Ya nada queda por hacer. Lo que sigue será tan sólo una rúbrica, un grito que ya no pertenece al moribundo, sino al vencedor: «Y Jesús, dando una gran voz, dijo: En tus manos entrego mi espíritu» (Lc 23,46).

Todavía una postrera cosa: obedecer, por última vez, a la ley de la gravedad, a la ley de todo cuerpo terrestre, aún terrestre. «Bajó la cabeza» (Jn 19,30).

La muerte de Cristo fue más bien rápida. «Pilato se extrañó de que hubiese muerto ya» (Mc 15,44). Los más recientes estudios médicos han demostrado que el corazón de Cristo tuvo que romperse antes de ser desgarrado por la lanza; sólo así se explica que el elemento sanguíneo y el acuoso salieran por separado: una rotura anterior produjo la hemorragia interna en el pericardio y la consiguiente descomposición de la sangre.

Es muy verosímil, pues, que Jesús muriese con el corazón literalmente destrozado a causa de un dolor moral insoportable.

 

3. La muerte muerta

El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!

Y aún sería más exacto, más elocuente, más justo, usar otro signo de puntuación: «El Rey ha muerto: ¡Viva el Rey!» El simple punto de la primera escritura, que simplemente unía, separando, dos frases sin mayor conexión mutua, es sustituido por estos dos puntos, los cuales expresamente publican que el muerto y el viva están de tal modo ligados, que éste es la consecuencia de aquél. No reemplaza un nuevo Rey al Rey difunto. Es el mismo Cristo que ha muerto quien ahora vive, y vive precisamente porque ha muerto: vive con vida plenaria e imperecedera porque ha muerto aquello que en El era defectuoso y caduco. Cuando Pedro dice que Jesús «murió en la carne» (1 Pe 3,18), no acentúa murió, sino en la carne.

Siempre ha hablado Cristo de su muerte en relación con su resurrección. Unicamente en dos ocasiones mencionó aquélla sola (Lc 9,44; Mt 26,2). Cuando solemnemente predice su pasión, los sinópticos—por no hablar aún del concepto triunfal que es característico del cuarto evangelio—no olvidan citar la exaltación como fin natural del abatimiento (Mt 16,21; 17, 22-23; 20,18-19 y par.). La muerte es nada más una primera etapa, que conduce a una gloriosa meta final. Siempre que El se refiere a su muerte, la abarca como un punto que cae dentro de su vida, como un suceso que queda sumido dentro de un contexto más amplio de vida invulnerable. Porque El es, según propia confesión, la Vida (Jn 11,25).

«La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo» (Sab 2,24). Vencido el diablo, quedaría vencida la muerte, «la última enemiga» (1 Cor 15,26). Murió Cristo «para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Heb 2,14). Así, «la muerte ha sido sorbida por la victoria» (1 Cor 15,55). Muerto por el pecado y la debilidad de la carne, Jesús muere al pecado y a la debilidad de la carne; cuando expira, da cumplimiento a la antigua amenaza: «Yo seré tu muerte, ¡oh muerte!» (Os 13,14). Al sucumbir, introdújose en los dominios sombríos de la muerte, pero entró en ellos ya como Vida—«la muerte no tiene dominio sobre El» (Rom 6,9)—, y, en el momento en que comenzó a lucir allá, potentísimo, el Sol de justicia, el agua que estaba helada por una noche tan larga comenzó a licuarse y reír.

Tras la muerte, la vida. Hay en esto algo más que mera sucesión: hay transformación.

Mientras los sinópticos, a lo largo de la pasión, contemplan sobre todo a un inocente condenado, Juan ve en El ya al vencedor. La perspectiva escatológica, Juan la trae con suavidad y energía, con verdad, hasta el tiempo de Cristo mortal; nos da el discurso de la cena, que trata de lo presente, mientras los otros recogen las palabras del discurso escatológico, que se refiere a lo venidero. El reino, tantas veces mencionado por los sinópticos a lo largo del ministerio público y pasado por alto en las páginas finales, aparece con sistemática frecuencia en el relato que de la pasión nos hace Juan, el cual no alude a él anteriormente más que en una sola ocasión (Jn 3,3.5).

Con Pablo es aún más fuerte el contraste que nos ofrece el cuarto evangelio. Pablo tiene siempre ante los ojos la cruz como «maldición» (Gál 3,13); para Juan, en cambio, la cruz es ya una «elevación». «Como Moisés puso en alto la serpiente en el desierto, así es menester que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea en El tenga la vida eterna» (Jn 3,14). «Y yo, cuando fuere levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Esto lo decía indicando de qué muerte había de morir» (Jn 12,32-33). «Cuando levantéis al Hijo del hombre, entonces conoceréis que soy yo» (Jn 8,28). Ya se comprende que estas «elevaciones» no tienen un significado puramente material, sino que representan una exaltación o enaltecimiento, puesto que a ellas van ligadas pruebas bien clamorosas de poderío.

Mientras Pablo distingue muy nítidamente las distintas fases de humillación y gloria, para Juan todo constituye una única y espléndida «manifestación» (1 Jn 1,2; 3,5.8). Mientras Pablo habla de «anonadamiento» (Flp 2,7), se complace Juan en hablar de «gloria» (Jn 1,14).

La categoría usual con que el Apóstol de los gentiles describe la redención es la de rescate. En los escritos de Juan, esta categoría es la de juicio. A la hora en que los enemigos parecen enseñorearse del destino de Jesús, justamente entonces se convierten en instrumentos de su propia derrota (Jn 11, 49-52). «Viene el príncipe de este mundo, mas en mí no tiene nada» (Jn 14,30). Para el momento de la muerte es esta palabra victoriosa: «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31); «el príncipe de este mundo está ya juzgado» (Jn 16,11). Juicio equivale, desde luego, a condenación (Jn 3,17; 12,47; Ap 6,10; 19,2).

La muerte de Cristo constituye en el cuarto evangelio una verdadera «glorificación» (Jn 12,23; 13,31-32; 17,5). Es Juan el evangelista preocupado en todo momento por subrayar lo que esa muerte tuvo de acto voluntario y libre, o sea acto de potencia. Copia aquellas terminantes palabras del que se adelanta a morir porque quiere, porque ésa es su voluntad: «Nadie me quita la vida, soy yo quien la doy» (Jn 10,18). Nos cuenta con qué libertad tan soberana, después de arrojar al suelo a quienes iban a prenderlo, extiende sus manos a los grilletes (Jn 18,6.8.11). No se olvida de recoger aquellas altivas palabras con que Cristo atestigua ante Caifás su independencia (Jn 18,20-21) y aquellas otras, dirigidas a Pilato, en las cuales afirma que toda la autoridad de éste procede de lo alto (Jn 19,11). Anota, en el preciso momento de la muerte, su grito de triunfo (Jn 19,30). Ve, en definitiva, en la muerte de Jesús su «tránsito» de este mundo al Padre (Jn 13,1), un suceso donde se revela de modo admirable la fuerza de quien hizo pasar a Israel a través del mar Rojo.

Dux vitae mortuus regnat vivus.

Con la muerte de Cristo, el imperio de la muerte ha sido aniquilado. La cruz significa para nosotros la llave de la Vida, el retorno al paraíso. Entre aquel «árbol de la Vida» que mostraba sus lozanos frutos en el primer jardín (Gén z, 8-14) y el «árbol de la Vida» que recrea a los elegidos en el cielo (Ap 22,2), álzase este otro árbol lindero, fronterizo entre el mundo de la muerte y el mundo del gozo, este árbol que es pelado y atroz para nuestra vista, pero que, desde Dios, es más bello que todos los cedros del Líbano.

Cuenta una sabrosa conseja medieval que, estando Adán ya para morir, su hijo Set corrió al paraíso y pudo cortar una rama del árbol de la vida, una rama con la cual esperaba devolver el color y las fuerzas al anciano exhausto. Pero, cuando llegó a su vera, éste había muerto. Plantó Set, junto a la tumba de su padre, la rama prodigiosa, y ésta creció y se hizo árbol frondosísimo. En tiempos del rey Salomón, los arquitectos lo cortaron para que sirviera en la edificación del templo, pero, como no se ajustaba a sus planos, lo rechazaron e hicieron con él un puente. Cierto día en que la sibila fue a atravesar el río, se negó a cruzarlo por ese puente, en virtud de un secreto presentimiento que luego manifestó a Salomón: «Con el madero de este puente se hará, dentro de muchas semanas de años, una cruz para el Redentor del universo».

La cruz es verdaderamente el árbol de la Vida. Es la razón de la salvación, es la cima del evangelio. «Cuando se predica a Cristo—escribe Orígenes—, es menester predicarlo crucificado. Quien afirma que Jesús es el Cristo callando alguno de sus prodigios, no me parece tan infiel como aquel que pasa por alto su crucifixión» 3.

 

4. El refugio de la paloma

En seguida que Jesús murió, ocurrieron cosas portentosas que Mateo no olvidó enumerar (Mt 27,5152).

«Tembló la tierra y las piedras se partieron», lo cual venía a ser un adecuado acompañamiento y participación de las cosas en el luto universal; era también un signo de cómo los corazones, duros igual que peñas, se ablandaban y deshacían en contrición por obra y gracia de la muerte redentora: «Y toda la turba que había concurrido a aquel espectáculo, al ver las cosas sucedidas, se volvía golpeándose el pecho» (Lc 23,48).

«Los sepulcros se abrieron y resucitaron muchos cuerpos de. santos que habían muerto». He aquí que aquellos justos a quienes la muerte detenía hasta entonces en su abismo, presos y gimientes, recobraron nueva vida y salieron de la cárcel victoriosos, pues la muerte del Inocente había soltado sus cadenas.

«El velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo». Era este velo la gran cortina que ocultaba el sancta sanctorum, adonde nadie, excepción hecha del sumo sacerdote, tenía acceso. «Quería mostrar con esto el Espíritu Santo que aún no estaba expedito el camino del santuario mientras el primer tabernáculo subsistiese» (Heb 9,8). Esta tela, igual que una tela demasiado vieja, se rasgó, y desde entonces ya todas las almas podrán ser acogidas en la intimidad divina. «Teniendo, pues, hermanos, en virtud de la sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el santuario que El nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de su carne» (Heb 10,1920).

Se rasgó el velo del templo y se rasgó «el velo de la carne». Aquello era tan sólo una señal más pública de esto y de lo que esto en verdad entrañaba. Juan nos cuenta cómo ocurrió. «Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con El;

3 Comm. in Mt 12,19: MG 13,1025.

pero, llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; él sabe que dice verdad para que vosotros creáis; porque esto sucedió para que se cumpliese la Escritura: No romperéis ni uno de sus huesos. Y otra escritura dice también: Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,31-37).

¿Os acordáis del paraíso, de las muchas delicias que allí había, y cómo éstas, después del pecado, se hicieron inaccesibles para el hombre? ¿Recordáis que fue colocado un ángel con espada de llamas en la mano para guardar la puerta? Durante siglos y siglos esta espada flameante y terrible estuvo amenazando a los hombres que, hostigados por la nostalgia del jardín perdido, acercábanse a sus umbrales. Nadie pudo jamás entrar. Pero una tarde, un día muy suspirado y a la vez imprevisto, volvió el ángel la espada contra la puerta y fue él mismo quien abrió y dejó bien desembarazado el acceso. Era el día de Viernes Santo, y la espada era la lanza, y la puerta estaba en el costado de Jesús. Y el paraíso estaba, y sigue estando, dentro de ese costado.

«El Rey me ha metido en la cámara nupcial» (Cant 1,3), declaró la enamorada del Cantar con voz prestada, con la voz de la Esposa de los siglos venideros. San Ambrosio lo explicará muy concisamente: «La cámara nupcial, reservada a la Iglesia, es el cuerpo mismo de Cristo» 4. La herida del costado es la puerta de rubíes que, una vez franqueada, introduce en la sala de las maravillas y deleites. Aquí es donde hacemos «la vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3).

Aquí es donde se refugia y solaza la muchacha del Cantar, que es como una paloma para su amado, una paloma que gusta de anidar «en la hendidura de las rocas, en las grietas de las peñas escarpadas» (Cant 2,14). El corazón abierto del Señor viene significado por esta hendidura donde el alma hace su vivienda y halla su placer.

Todas las imágenes son pocas para cantar la hermosura y provecho de aquello que la lanza nos ha conseguido. La llaga del costado es el postigo del arca, es el brocal del pozo, es el

4 In Ps. 118 1,16: ML 15,1207.

pórtico del santuario, es el puerto seguro, es la frontera del país donde toda riqueza tiene su asiento, es la ventana que mira a oriente, es el agujero que nos recuerda el nacimiento de la nueva Eva, es el escotillón por donde se baja a la bodega de las mayores dulzuras, es la boca que da paso a las minas inagotables, es la compuerta que no se cerrará nunca, porque el amor rebasa los muros; es un jirón entre las nubes, es la fuente que no cesa, es la rosa abierta que ya da su olor. San Buenaventura se asomó a esa llaga y descubrió el corazón, y luego escribía: «Tu corazón, Jesús, es el rico tesoro, la piedra preciosa que hemos descubierto en tu cuerpo herido, como en campo cavado» 5.

Por qué quiso el Salvador que su pecho fuese desgarrado y su corazón quedara al descubierto? Santa Catalina de Siena copia para nosotros esta declaración: «Muchas razones había para ello, pero te diré la principal. Mi deseo para con el linaje humano era infinito, y el acto de pasar penas y tormentos era finito. Por esto quise que vieseis el secreto del corazón, enseñándooslo abierto para que comprendierais que amaba mucho más y que no podía demostrarlo más por lo finito de la pena» 6.

Pena finita, porque el tiempo y el espacio no pueden dar cabida al amor de nuestro Señor. Pero ese corazón lacerado nos recuerda que «en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). Para nuestros ojos humanos, éste ha sido el gran testimonio. ¿Qué mejor muestra, más manifiesta y persuasiva, de ese amor de Dios, que nada en el mundo creado puede contener o abarcar? ¿Qué mejor muestra que un corazón humano herido? El amor que no cabe en ninguna parte, y mucho menos en nuestro entendimiento, se ha albergado todo entero en un corazón vulnerable. Lo que era infinito, al encarnarse en esas pequeñas dimensiones, ha explicado de la mejor manera su infinitud.

En el corazón del Hijo del hombre se dan la mano la divinidad y la humanidad, el mundo espiritual y el corporal. ¿No brota agua y sangre de este corazón? Cuando Juan afirma que Jesús «vino por el agua y la sangre» (1 Jn 5,6), está aludiendo a los dos componentes del ser de Cristo, a su singular

5 Vitis Mystica 3,3.
6
El Diálogo 2,4,2.

constitución divina y humana. Y esta constitución va a hacerse en cierto sentido extensiva a los hombres todos. Juan, en los demás textos, relaciona siempre muy estrechamente el agua con el Espíritu: o bien es el agua un principio de salud que opera en virtud del Espíritu (Jn 3,5), o es una metáfora que significa la gracia y la comunicación del Espíritu (Jn 4,14), 0 representa la misma persona del Espíritu y sus dones (Ap 22,1). Esta agua, agua extraña a nuestra pobre naturaleza, agua que desciende de muy alto, obra en nosotros una inefable transmutación a través de esa «sangre» que es la humanidad de Cristo, sangre que nos es vecina y familiar.

Muchos han visto en el agua y la sangre que manan del costado claras alusiones al bautismo y la eucaristía, o a la fe y la caridad. Lo cual permite enlazar dos textos de Pablo que nos invitan a adentrarnos en la contemplación del corazón abierto. Pide el Apóstol «que habite Cristo por la fe en vuestros corazones y arraigados y fundados en la caridad... para que podáis conocer la caridad de Cristo, que supera todo conocimiento, y seáis llenos de toda la plenitud de Dios» (Ef 3,17-19). El segundo texto es el que antes hemos citado: «En Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad, y vosotros estáis llenos de El» (Col 2,9-10). Esta última frase denota el movimiento descendente, la divinidad que baja hasta la carne de Jesús y se derrama luego a todos los hombres que se incorporan a El. El fragmento de la carta a los Efesios tiende a provocar la marcha ascendente, la correspondencia del hombre mediante la fe y el amor de Cristo a fin de llegar a embriagarse de la divina plenitud. Todo se junta y se realiza en Cristo, en su corazón abierto y para siempre inexhausto, en ese vértice que une la tierra con el cielo, a Dios con el hombre.

Esta llaga y las otras cuatro no se cerrarán jamás. Toda la eternidad estarán abiertas, irrestañables, porque nunca se agotará el amor de Dios a sus elegidos, ni acabará tampoco ningún día el agradecimiento del Padre y de los hijos menores hacia el Primogénito, el cual con tanto dolor y trabajos obedeció el decreto y rescató las almas. Esas llagas serán como las enseñas del vencedor, las honrosas cicatrices del mártir, los poderes del Hijo ante el Padre cuando interceda por los hombres, los argumentos del Juez contra los réprobos.

Por las cinco benditas llagas, ya los cuatro elementos del mundo y el corazón del hombre han sido puestos a salvo.

 

5. «Un sepulcro nuevo» (Jn 19,41)

Una vez obtenida la autorización de Pilato, el cuerpo de Cristo fue descolgado de la cruz. José de Arimatea, judío influyente, hombre de dineros y varón probo, se ocupó de hablar con el procurador y de tener todas las cosas a punto: «José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo colocó en su propio sepulcro, nuevo, que había excavado en la roca. Después hizo correr una gran piedra sobre la puerta del sepulcro y se marchó» (Mt 27,59-60).

Esto es cuanto el evangelio nos relata acerca de Jesús muerto. Añade algunos otros pormenores concernientes a la sepultura; dice que envolvieron el cadáver en lienzos y lo perfumaron con «una mezcla de mirra y áloe, como de cien libras» (Jn 19,39). Todos los detalles, como veis, se refieren al cuerpo del Señor. ¿Y su alma? Los evangelistas guardan silencio respecto a este punto; será Pedro quien alce después un cabo del velo: «Murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu, y en El fue a pregonar a los espíritus que estaban en la prisión» (1 Pe 3,19). El Credo—la inclusión de tal verdad venía muy recomendada por razones de simetría con la Ascensión—ha incorporado la misma admirable noticia: «descendió a los infiernos».

Puede la pasión encararse de dos maneras: como pasión o suma de padecimientos soportados por una víctima inocente y como la contienda recia y denodada que el Justo libró contra las potencias del mal, contienda de la cual salió vencedor y adornado con las más preciosas insignias. Una vez muerto, después de haber conseguido en la tierra tan señalada victoria, no se detuvo, sino que corrió a los infiernos, persiguiendo al demonio hasta su última guarida, y allí, rompiendo las puertas del Hades, lo deshizo y deshonró del todo—«despojando a los príncipes y potestades» (Col 2,I5)—y le arrebató las presas que tenía secuestradas en el reino de la oscuridad. Libertó a cuantos yacían en la muerte, les «anunció el Evangelio» (1 Pe 4,6), redimió a los esclavos, inundó de claridad las viejas sombras hechas de suspiros. Lo mismo que en la noche pascual irrumpe el cirio nuevo en la iglesia a oscuras y su luz poderosa va prendiéndose en todas las candelas, así la muchedumbre de los santos que esperaban—los hijos de Abraham, y los de Noé, y los de Adán—se arrimaron al triunfador, y sus almas se encendieron, y aprendieron de El la alegría, y formaron un gran cortejo para alabanza de su nombre.

En distintos niveles, el mismo misterio de liberación: Cristo salva estas almas del «lago en que no había agua» (Zac 9,11), como fueron un día salvados los israelitas en el mar Rojo de sus perseguidores egipcios, como son salvados de la idolatría y del mal cuantos se acercan a las aguas bautismales, lo mismo que serán salvados los cautivos de la Bestia en el último día, emergiendo del «mar de vidrio mezclado con fuego» (Ap 15,2).

El descenso de Cristo a los infiernos fue figurado también por el ángel que bajó al horno de Nabucodonosor con el fin de impedir todo daño y ruina a los tres jóvenes arrojados a las llamas. Cristo es el «cuarto hombre», que nadie había visto introducirse en el horno y que tanto señorío demostró sobre el fuego y los tormentos, aquel del cual se dice: «el cuarto de ellos parece un hijo de dioses» (Dan 3,92). Cristo salva, libera, vivifica, levanta a sus elegidos. Y los lleva con El al espacio sin medidas de su gloria.

Comienza esta tarde el sábado que ya sólo se denominará, de ahora en adelante, Sábado Santo. El segundo y definitivo sábado de Dios, su descanso más cierto y mejor ganado. Mientras Jesús llevaba a cabo su misión en la tierra, no guardaba Dios el reposo sabático que los judíos le atribuían, sino que seguía trabajando (Jn 5,17). Dios reposa cuando Jesús reposa. «Por tanto, queda otro descanso para el pueblo de Dios. Y el que ha entrado en su descanso, también descansa de sus obras, como Dios descansó de las suyas. Démonos prisa, pues, a entrar en este descanso» (Heb 4,9-II).

Pero las almas que aún andan en el mundo siguen esperando. Su gozo lo constituye precisamente esa fe en el descanso prometido; allí se juntarán con la Cabeza. Esta vida, esta vigilia de la Esposa, se desarrolla todavía en la noche. Mientras el Oriente llega, esperemos.

«Estaban allí María de Magdala y la otra María, sentadas delante del sepulcro» (Mt 27,61).

Al otro lado de la piedra redonda, el cuerpo de Jesucristo, esperando también. San Agustín compara, con muy delicados modos, este sepulcro nuevo, virginal—«en el que todavía nadie había sido colocado» (Lc 23,53; Jn 19,41)—, con el vientre sin estrenar de Nuestra Señora 7. Jesús saldrá también esta vez sin romper nada, con gran limpieza y poderío.

7 Serm. 248,1: ML 39,2204.