CAPÍTULO XL

JUDAS

 

1. La vida de Judas

Retrocedamos ahora cuarenta y ocho horas. Volvamos al miércoles, ese día hueco del que nada sabemos. ¿Qué hizo Jesús ese día? No estuvo en el templo; probablemente permaneció la jornada entera en Betania, orando, consolando a los apóstoles, quizá también dejándose consolar.

Pero ese miércoles los enemigos de la luz no descansaron. «Se reunieron los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo en el palacio del pontífice, llamado Caifás, y se consultaron sobre cómo apoderarse con engaño de Jesús para darle muerte. Pero se decían: Que no sea durante la fiesta, no vaya a alborotarse el pueblo. Entonces se fue uno de los doce, llamado Judas Iscariote, a los príncipes de los sacerdotes, y les dijo: ¿Qué me dais y os lo entrego? Convinieron en treinta monedas de plata; y desde entonces buscaba ocasión para entregarle» (Mt 26,3-5.14-16).

Treinta siclos de plata. Cuando un buey embestía a un esclavo y lo dejaba inválido, el dueño del buey tenía que pagar, a título de indemnización, treinta siclos de plata al dueño del esclavo (Ex 21,32). En esta vieja norma inspiráronse los miembros del sanedrín para estipular con Judas el contrato: ello les evitaba divagaciones y regateos y, además, les procuraba la satisfacción suplementaria, nada despreciable, de considerar como un esclavo al altivo Rabí de Nazaret.

El gesto de Judas y, sobre todo, su cínica propuesta causan horror a cualquier corazón bien nacido. Con todo, la pasión que sus palabras demuestran iio es propiamente horrible, como lo sería, por ejemplo, un odio satánico. Es más bien una pasión repugnante, sórdida, si bien llevada a un extremo incalificable. Se trata, simplemente, de baja codicia, y concuerda muy bien con el apunte que antes nos trazó de este apóstol el evangelio: «Era ladrón y, llevando él la bolsa, robaba de lo que en ella echaban» (Jn 12,6).

No podemos menos, sin embargo, de hacernos esta pregunta: ¿fue la avaricia nada más lo que impulsó a Judas a vender a su Maestro? En tal caso, ¿cómo explicar el episodio posterior, cuando, despechado, arrojó el dinero sobre las baldosas del templo? (Mt 27,3-5). Cualquier conocimiento, además, que del alma humana poseamos, por muy ligero y superficial que sea, hace que nos resistamos a aceptar una explicación tan simplista.

La génesis de la traición de Judas debió de ser larga. Un año antes este discípulo se hallaba ya muy distante de Cristo. Cuando, a raíz del discurso sobre el Pan vivo, la confusión se apoderó de los apóstoles, exclamó Jesús: «¿No os he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un demonio». Juan precisa inmediatamente: «Hablaba de Judas Iscariote, porque éste, uno de los doce, había de entregarle» (Jn 6,70-71).

Aquella mañana en que tanto escandalizó a los judíos la promesa de la eucaristía, no pocos de los discípulos claudicaron y rompieron definitivamente sus relaciones con el Maestro. ¿Por qué se quedó Judas? ¿Por qué, si su alma había desertado ya, prefirió seguir dentro del colegio? Tal vez andaba ya torvamente calculando una ventaja, tal vez sintió simplemente curiosidad por ver de cerca cómo acababa todo aquello. Acaso, quién sabe, obró de buena fe: conocedor de su miseria, pensó quizá— ¿tanta era la diferencia entre él y el resto de los apóstoles?—que con el tiempo bien podría enmendarse y rectificar.

El día que fue elegido, sus disposiciones íntimas no eran precisamente menos honestas que las de los otros. Tendría sus defectos, desde luego. ¿Acaso no los tenía Pedro, el jactancioso, y Juan, tan rígido e inflexible, y el hermano de Juan, hambriento de gloria, y el otro, y el otro? Judas fue también enviado a predicar, y vio el fruto copioso de su misión, y seguramente hizo milagros como los demás (Mc 10,5; Lc 6,13). Después de la Ascensión, cuando hubo que cubrir la vacante, Pedro recuerda aún: «era contado entre nosotros, habiendo tenido parte en este ministerio» (Act 1,17). ¿No era él un apóstol como cualquier otro?

Judas, por supuesto, no ha carecido de literatura apologética. No han sido infrecuentes los pensadores que se consagraron a defenderlo e incluso a exaltar su figura.

Algunos han dicho que obró a instancias de su conciencia, indiscutiblemente recta, aunque quizá no muy perspicaz: como israelita responsable, creyóse al fin en el deber de denunciar a un presunto Mesías que poco a poco se le fue revelando como seductor peligroso, hábil en hurtar el bulto. Creyeron otros que procedió así precisamente para obligar a su Maestro, tan titubeante en lo que al programa mesiánico concernía, a una acción decisiva, resuelta, inequívoca; arrostró, pues, el peligro de un oprobio a costa de desencadenar los acontecimientos, que, a su juicio, ya no era posible mantener en suspenso. ¿Y por qué no pensar también en un espíritu dispuesto al máximo sacrificio? Efectivamente, aun a sabiendas de la condenación eterna en que incurría, este hombre fuerte y generoso, con vocación de víctima, hizo aquello que todos habían de considerar una infamia, lo cual, sin embargo, era imprescindible que alguien hiciera a fin de que la redención del mundo pudiera llevarse a término.

Es ocioso advertir que, si la explicación demasiado sencilla no nos satisface, las versiones excesivamente complicadas nos satisfacen menos.

No ha faltado tampoco quien hiciese al mismo Cristo culpable del triste fin que su discípulo sufrió. A éste, precisamente a éste, conociendo de antemano su innata debilidad por la rapiña, entregó Jesús desde el primer día la bolsa del tesoro. ¿Por qué? ¿Por qué escogió a Judas para que anduviese siempre en contacto con lo que El más aborrecía, con el dinero, con eso que, según El mismo, dificulta tanto a los hombres su acceso a la santidad, con eso que mancha y escarnece, corrompe y mata? ¿Por qué? Ya no se trata aquí tan sólo de la presciencia divina configuradora de todo destino humano; se trata más concretamente de una activa elección muy precisa, muy preparada, cuya crueldad sólo ese prejuicio acerca del amor universal del Salvador nos impide ver.

El apóstol traidor era, de todos los apóstoles, el único judío. Puede pensarse, por tanto, que su naturaleza y educación lo aproximaban, más que a los otros, al mundo mental de los fariseos. Estaba, sin duda, más cerca de éstos, era más sensible a su autoridad y prestigio, y, consiguientemente, más apto para padecer desconcierto ante la actitud que contra ellos tomó Jesús. Aquella constante rivalidad entre el Maestro—galileo al fin y al cabo—y los jefes más indiscutidos de Israel tuvo que suponer forzosamente, para el hombre de Querioth, una tentación de escándalo mucho más fuerte que para los pescadores de Genesaret.

Nada nos impide tampoco pensar en una particular inclinación suya a la violencia. Debió de admirar sinceramente al Señor, que prometía: «No he venido a traer la paz, sino la espada». Debió de sentir malestar, en cambio, ante la insistencia con que acto seguido ese mismo Señor hablaba de perdón y caridad, de reconciliación con los enemigos, de amor a los extranjeros. El hombre judío se imaginaba muy diferente al enviado de Yahvé, menos embarazado por los blandos sentimientos. Aquella forma de hablar sobre la paciencia y la misericordia, ¿no contradecía la más general e inveterada idea de lo que debe ser Dios? ¿Dónde estaba la cólera magnífica que siglos atrás estalló en el Sinaí? Un día, es verdad, Cristo arrojó iracundo a los mercaderes del templo; otro día brillaron sus ojos de modo indescriptible cuando zahería vicios ocultos... Judas se aferraba a estos pocos recuerdos con el fin de alimentar su esperanza, cada día más débil. De ellos hacía punto de partida para sus especulaciones nocturnas. Pero no, al día siguiente Jesús se levantaba y volvía a insistir en la mansedumbre y la pobreza; con palabras, además, demasiado corrientes, ordinarias, en las cuales un vecino de Nazaret hubiese encontrado giros muy familiares.

¿Y el reino mesiánico? ¿Y aquellos sueños de gloria que todo israelita llevaba en su cabeza? Un desengaño paulatino: he aquí el proceso indudable de una adhesión vocada a la infidelidad. Andaba Judas más prendido que nadie de esos brillantes proyectos. Pero poco a poco—mucho antes, desde luego, que sus compañeros—comprendió que era inútil empeñarse en soñar. Tras la multiplicación de los panes entendió ya, por la terminante resistencia que el Maestro opuso a toda aclamación, que éste no iba a encargarse de repartir el mundo, como un botín, entre sus colaboradores. Bien pronto supo que Jesús rechazaría cualquier realeza temporal. Judas fue quizá el apóstol a quien menos asombro causaron las predicciones de la pasión.

Los últimos meses le confirmaron más y más en esta certidumbre decepcionante. Presintió que el fin se avecinaba y que la causa de Cristo estaba de antemano perdida. ¿No sería ahora, justamente ahora, una gran estratagema pasarse al lado de los enemigos ofreciéndoles el mejor servicio? Si, como era ya seguro, el Maestro iba a caer en la más ruidosa de las derrotas, también sus discípulos veríanse envueltos en la ignominia, en el desprecio, tal vez en la persecución... Judas sabría defenderse jugando con ventaja: demostrando, cuando aún había tiempo, que él, lejos de ser un secuaz de semejante impostor, era el hombre que más decididamente había de intervenir en su eliminación.

Quizá por aquí se alumbre una estimable vena: Judas era vil. Los otros apóstoles tenían sus vicios, acaso graves, acaso muchos; eran todos ellos hombres imperfectos. Pero éste, además, era vil. Muy probablemente cualquier explicación del adjetivo, cualquier intento de argumentar con la palabra, nada nuevo aduciría sobre lo que el simple vocablo de suyo expresa: Judas era vil.

Tal cualidad nos presta un gran auxilio para entender cómo la larga convivencia de varios años con Jesús, en vez de constituir una oportunidad incesante de conversión, supuso más bien para él un motivo de endurecimiento. Solemos engañarnos a menudo pensando en las ventajas que entrañaría la vida de comunidad con el Hijo de Dios. Es falso. Podemos empezar a presentirlo observando lo difícil que resulta, para un alma pequeña, tener que soportar constantemente a su lado la grandeza de un alma demasiado elevada. Las dificultades crecen sin tasa cuando esta alma grande es Cristo. ¿Cómo tolerar sin resentimiento la compañía de la misma santidad, la compañía de Aquel cuya mera presencia, por contraste inevitable, subraya la miseria del otro? Y, sobre todo, ¿cómo soportar su actitud habitual de inmolación, esa compañía tan humillante de alguien que nunca se defiende, que nunca se queja, que nunca ataca? Una persona así es mucho más terrible que el peor de los adversarios. Cualquier gesto de amistad —aquel bocado, por ejemplo, que Cristo brindó a Judas durante la última cena—hunde más en el odio a quien se ha hecho ya incapaz de amor. Creemos que todo lo arreglaría un sincero reconocimiento de nuestra miseria ante Aquel que resulta ser la misma definición de la misericordia. Pero, al pensar así, olvidamos que Jesús gusta siempre de mantenerse en esa media luz que hace posible nuestra libertad, y demostramos también desconocer lo que es exactamente un alma vil.

¿Nos atreveremos a suponer que, en el pecado de Judas Iscariote, la «aversión al Creador» predominó sobre la «conversión a la criatura»? ¿Que su odio a Jesús de Nazaret fue mayor que su amor al dinero?

Quien haya conocido la ferocidad de una pasión exclusiva, esa peculiar vehemencia del amor, tan próximo al odio, no desestimará la explicación de los celos como un posible camino de acercamiento al misterio de Judas. ¿Tal vez no pudo éste aguantar que el Señor se defraudara al conocer sus pequeñas infidelidades iniciales? ¿Tal vez no tuvo fuerzas para admitir que Pedro fuese elegido jefe y cabeza, que Juan gozara de una intimidad que él había apetecido locamente? No es imposible que el amor de Judas por Cristo poseyera esa insensata violencia, esa vocación al descarrío que constituye, en todo amor, el espíritu de propiedad.

Amó, sin duda, a Jesús, pero quizá no supo tolerar el tener que compartirlo; lo quería para él solo. Lo amó, pero no soportó ser amado por El menos que otros. ¿No fue precisamente de este linaje el pecado de Caín? Caín llevó a mal que las ofrendas de su hermano encontrasen mejor acogida a los ojos de Yahvé, y desde entonces «se enfureció y andaba cabizbajo» (Gén 4,5). Ciertamente el primer criminal no careció de amor a Dios, y la exégesis moderna juzga infundado el reproche de quienes atribuyen a su culto perversas disposiciones; la epístola a los Hebreos dice nada más que los sacrificios de Abel eran «más excelentes» (Heb 11,4). Pero Caín no supo tolerar en paz, humildad y desprendimiento la libre elección de Dios, el cual prefiere a quien le place.

No son pocos los teólogos que hacen consistir también el pecado de Lucifer en un orgulloso extravío del amor: se rebeló frenético ante la sola idea de que el Hombre fuese más amado que él.

Juan y Lucas hacen intervenir al demonio activamente en los propósitos de la traición. Ya antes de la cena se nos dice que «el diablo había puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, la voluntad de entregarle» (Jn 13,2). Al terminar la cena, se insiste en ello con palabras que parecen significar una verdadera posesión diabólica: «entró en él Satanás» (Jn 13,27). Lucas utiliza estas mismas palabras cuando trata del acuerdo que tomó el traidor con los perseguidores: «Entró Satanás en Judas» (Lc 22,3). ¿Era sólo Mammón el diablo que encontró tan buen alojamiento en aquella alma? El día que Cristo vaticinó la gran perfidia, empleó igualmente términos muy duros que emparentaban ya la acción infame de su apóstol con el poder de las tinieblas: «uno de vosotros es un demonio» (Jn 6,7o).

Tal reiteración en aludir a las potencias nos obliga a situar el pecado en un nivel de misterio, para llegar al cual las aproximaciones psicológicas representan el instrumento más tosco e inadecuado. Pedro, en su discurso, proclama decididamente, sin torpes miramientos, que «era preciso que se cumpliese la Escritura, que por boca de David había predicho el Espíritu Santo acerca de Judas» (Act 1,16).

El misterio, sin embargo, el cumplimiento de los arcanos designios, no suprime la realidad de conciencia del hombre Judas, natural de Querioth. En una homilía sobre el infortunado apóstol, se pregunta San Juan Crisóstomo «de dónde procedió el cambio», y contesta: «del libre albedrío» 1.

 

2. La muerte de Judas

Judas seguía con vivísimo interés la marcha del proceso contra Jesús. ¿Cómo acabaría aquello que él tan fácilmente provocó? Al fin supo que su Maestro había sido condenado a muerte. Quizá él nunca esperó una sentencia de tal gravedad, quizá pensó que bastaría una flagelación y un escarnio público para devolver a aquel pobre soñador a su banco de carpintero. ¿O acaso el odio de Judas exigía algo más?

«Entonces Judas, el traidor, viendo que lo habían condenado, arrepentido, devolvió a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos los treinta siclos de plata, diciendo: He pecado entregando sangre inocente. Ellos le respondieron: ¿Qué nos importa a nosotros? Tú verás. El arrojó los siclos de plata en el templo y se marchó» (Mt 27,3-5).

Deliberadamente hemos dejado incompleto este último

1 In prodit. Iudae 1,4: MG 49,378.

versículo. Hemos cortado la frase con el fin de intercalar una pregunta: ¿Qué hará Judas ahora? Se ha arrepentido, ha confesado su crimen, ha proclamado públicamente la inocencia del inculpado, ha devuelto el dinero injustamente adquirido... ¿Qué resolución tomará? ¿No son buenos todos los indicios?

Pensemos: se trata de un apóstol que durante muchos meses ha seguido, día tras día, al Señor. Le ha visto muy a menudo ejercer el perdón más magnánimo, con usureros y prostitutas, con pecadores de toda calaña. Oyó un día cómo le decía a Pedro: Hay que perdonar setenta veces siete. Sabe bien que El jamás ha desmentido este precepto con una conducta contraria. No puede abrigar duda alguna acerca de los sentimientos de Jesús, tan reiteradamente demostrados en las más diversas ocasiones. Recuerda aún con suficiente detalle aquella parábola del hijo pródigo, en la cual habló de la misericordia en términos conmovedores... ¿Qué hará Judas ahora?

¿Qué harán los demás discípulos? Porque todos ellos, más o menos, han tenido igualmente un comportamiento indigno, reprobable: «se dispersaron como cuando es herido el pastor» (Mt 26,31). ¿Y Pedro? Pedro también es un traidor. ¿Sabe Judas esto?

«Arrepentido», dice el evangelio. He aquí un calificativo vano, inútil, inexplicable ya. Podía haber sido otro arrepentimiento distinto, eso que normalmente entendemos por arrepentimiento cuando nos postramos ante la divina clemencia. Podía haber sido. Mientras el hombre vive, por muchos y atroces que hayan sido sus crímenes, tan sólo una levísima cortina de humo lo separa del perdón: con un suspiro nada más de contrición, esta cortina se rasga. Podía haber sido así. Dios hubiera tenido un santo más; nosotros, los traidores, hubiéramos tenido un patrono al cual encomendarnos.

¿Qué hará Judas? Hoy este interrogante no tiene para nosotros ninguna emoción. Sabemos bien qué es lo que Judas hizo. Pero este interrogante mantuvo en vilo el alma del Redentor, mucho más que la incógnita que en aquel mismo momento se cernía sobre su propio destino.

¿Dolió al apóstol la desdeñosa respuesta de los jefes? «A nosotros, ¿qué nos importa?» Quizá su corazón, embargado totalmente por algo más trascendental, era ya insensible a semejante desprecio. Pero tal vez vino éste a darle la medida de su soledad, de su absoluta soledad. Quien no se ha sentido alguna vez por completo solo—solo, solo—, no sabe lo que significa ser tentado de desesperación.

Completemos ya el versículo de Mateo: «se marchó y fue a ahorcarse». El libro de los Hechos añade: «Cayó de cabeza, reventó y se derramaron todas sus entrañas» (Act 1,18).

¿Cuáles fueron los últimos afectos de su alma? Lanza del Vasto puso en los labios exangües del traidor esta última frase estremecedora: «Me has vencido, Jesús; mas no lo bastante para que te llame en mi ayuda». ¿Era Judas consciente de que en ese momento, mientras ataba la cuerda al árbol, se hacía responsable de un pecado inmensamente más grave que el de colaborar en el prendimiento de Jesús? ¿Sabía que la mayor injuria que podía hacer al Maestro no era precisamente considerarlo digno de la cruz por impostor, ni era tampoco traficar con su sangre o darle un beso de burla, sino considerarlo incapaz de perdonar cualquiera de estos pecados? Tal vez Judas dudó. Tal vez sintió— ¿hasta qué punto, en un alma invadida por Satanás, puede filtrarse todavía un buen pensamiento?—el remoto deseo de marcharse de allí, de ir caminando hasta el Calvario, donde sabía que podía encontrar aún vivo al que sus manos entregaron. Ir allí, arrojarse a sus pies y decir..., repetir simplemente lo que acababa de decir ante los representantes del sanedrín. De él, de él tan sólo y de nadie más, dependía el poder dar esta última alegría a quien quizá tanto, tan extraviadamente, había amado. Pero ¡no! ¿Quién detuvo sus pasos? ¿Quién le obligó a retroceder y anudar la cuerda?

Un minuto más tarde, su cuerpo rodó por el precipicio.

¿Y su alma? «Desesperar es descender al infierno» 2.

Jesús aseguró de este hombre que «más le valía no haber nacido» (Mt 26,24). Lo llamó «el hijo de la perdición» (Jn 17,12). Título durísimo, atroz, que Pablo reservará para el anticristo (2 Tes 2,3).

2 SAN ISIDORO, Sent. 2,14: ML 83,617.

Y aquí debemos detenernos. Nos gustaría mucho poder creer aquella revelación con que Dios, según cuentan, obsequió un día a Santa Gertrudis: «No te diré lo que he hecho con Judas para que no se abuse de mi misericordia». A falta de otros datos más fehacientes, preferimos superponer estos dos planos, estos dos textos bíblicos: «El ahorcado es maldición de Dios» (Dt 21,23). «Maldito el que es colgado del madero» (Gál 3,13). Esta última frase es un arreglo de la cita anterior, que Pablo aprovecha cuando explica cómo Jesús convirtióse por nosotros en maldición. Preferimos cotejar ambos textos, ambas imágenes: ya se comprende que no es precisamente para subrayar el contraste.

Pero basta ya. Debemos prohibirnos enérgicamente cualquier conjetura. El misterio de Judas merece infinito respeto, no menos que el de cualquier otra alma. Y mejor que especular vanamente, llevados por un natural sentimiento de compasión que a buen seguro brota de nuestro mismo instinto de propia defensa, será ponernos la mano sobre el pecho y preguntar: «¿Seré yo por ventura, Señor?» (Mt 26,22).