CAPÍTULO XXXVIII

EL TRIBUNAL JUDÍO
 

1. Ilegalidad del proceso

Porque los hijos de las tinieblas son más avisados y diligentes que los hijos de la luz, mientras éstos duermen, aquéllos conspiran, se asesoran, se rodean de cautelas, pónense en movimiento.

Llegan al huerto, conducidos por Judas, los esbirros encargados de prender a Jesús. Se trata de «una turba con espadas y palos, de parte de los príncipes de los sacerdotes, de los escribas y de los ancianos» (Mc 14,43; Mt 26,47). Se trata, pues, de asalariados del sanedrín, consejo supremo nacional y reli-

12 Libro de la Vida c.9 n,4.

gioso de Israel. Los tres estamentos que componían dicha asamblea quedan detallados en el texto de Marcos: los sumos sacerdotes, que eran todas aquellas personas graves que durante algún tiempo habían estado investidas de la suprema dignidad; frente a esta aristocracia religiosa, ocupaba un buen número de escaños la aristocracia laica, los ancianos, varones potentados de gran relieve e influjo social; finalmente, los escribas constituían el tercer elemento, más popular y dinámico, integrado en su mayor parte por fariseos peritos de la Ley.

El piquete comisionado para la detención del Maestro era, por consiguiente, de claro y exclusivo carácter judío. Es verdad que Juan menciona «la cohorte y el tribuno» (Jn 18,12), pero las palabras griegas originales no expresan ninguna unidad y jerarquía militar determinadas, lo cual puede inducirnos a pensar que la contribución romana al prendimiento se redujo probablemente a una asistencia más o menos pasiva, destinada a proteger el orden en caso de mayor tumulto. La responsabilidad judía, en cambio, aparece directa y total.

Judas se destaca del grupo y avanza hasta Jesús. Le da un beso: era la señal convenida con los hombres encargados de detenerlo. Pero, antes de entregarse, quiere el Hijo de Dios dar una última muestra de su poder. Les pregunta: «¿A quién buscáis?» «A Jesús Nazareno», responden. Bastan dos palabras —«Yo soy»—, dos palabras pronunciadas por la misma voz que mantenía temblorosos a sus padres ante la cumbre del Sinaí, para que aquellos israelitas caigan rodando en tierra. Dos únicas palabras pronunciadas por quien se sabe defendido por «más de doce legiones de ángeles». ¿O acaso fue simplemente la extraordinaria majestad de Jesús Nazareno lo que derribó a sus enemigos? Ya no es la víctima acongojada que hace un rato sudaba sangre; vuelve a ser el hombre excepcional a quien nadie puede argüir de pecado y que tiene gran interés en demostrar que se entrega El mismo libremente, porque quiere; es Aquel cuya vida nadie puede arrebatar. Durante unos segundos los mira tendidos en el suelo. Judas teme; si en algo pudiera pensar, pensaría en huir o en negar que él estuviera implicado en todo esto; si algo fuera capaz de recordar, se acordaría de aquella ocasión en que, con tanto consuelo como desconsuelo, vio cómo su Maestro alejábase, altivamente, de quienes intentaban apresarlo. «¿A quién buscáis?», les pregunta de nuevo, esta vez ya con aquella entonación que solía usar para hablar de los lirios del campo o de los viñadores homicidas, con la voz de quien ha renunciado por entero a sus legiones de ángeles. Y se deja arrestar.

Simón Pedro—es menester apuntar su hazaña, que tanto y tan poco le honra—ha intervenido. Ha tratado de defender por la violencia a su Maestro, ha golpeado a un siervo del pontífice y le ha cortado la oreja derecha. «Mete la espada en la vaina», le ordena Cristo. El que se ha privado de toda protección celeste prescinde también de todo socorro que pueda provenir de la tierra. Y de este gesto, tan inoportuno, del apóstol conservará únicamente, como una pepita, como una gota destilada, el recuerdo del impulso que lo hizo posible, un impulso de amor y adhesión por encima de todas las flaquezas.

«Entonces todos los discípulos lo dejaron y huyeron» (Mt 26,56). ¿Por un súbito movimiento de pavor? ¿Desconcertados quizás por la actitud que su Maestro terminó adoptando? Prefirió Jesús no mirarles cuando se marchaban. Es muy triste contemplar la fuga de los amigos. Y para los amigos que huyen, abandonando a un amigo, es muy bochornoso sentirse observados en tan mal momento. Jesús tiene con ellos la caridad de no mirarlos.

Comienza ahora el vilipendio. Comienza la terrible procesión de tribunal en tribunal, los atropellos, los escarnios, la ilegalidad de los procedimientos legales.

Lo conducen primero a casa de Anás. Anás, a la sazón, no ocupaba ningún cargo público, pero era el hombre irreemplazable que conservaba aún un invisible poder, el hombre experimentado y prestigioso cuyas manos tejían y destejían el destino interno de la nación. Es descrito por Flavio Josefo como «alma dichosísima», porque había desempeñado con aceptación universal el sumo sacerdocio y porque había sabido legar tan alto cargo a cinco de sus hijos. Y a un yerno suyo, José, llamado Caifás, que ocupó el puesto durante casi veinte años.

Es Caifás precisamente el sumo sacerdote en el momento en que Jesús es detenido, culpable, al parecer, de grandes delitos que urge examinar. Lo trasladan, pues, inmediatamente al palacio de Caifás. Hay prisa por que comience y acabe pronto el proceso. Se traen testigos para que depongan. Andan febrilmente buscando un testimonio que constituya suficiente acusación. «Pero no lo encontraban; porque muchos testificaban falsamente contra El y sus testimonios no eran acordes» (Mc 14,56). ¿Qué hacer? Alguien recuerda una antigua frase suya que puede conmover decisivamente al tribunal, ya demasiado predispuesto. «Nosotros le hemos oído decir: Yo destruiré este templo, hecho por mano de hombre, y en tres días edificaré otro sin mano de hombre» (Mc 14,48). Eso no era cierto; Jesús simplemente había dicho: «Destruid este templo y yo lo reedificaré». Pero, como resulta bastante improbable que alguien se levante para rectificar tan importante matiz, repítese la acusación, más enérgica, acentuando la insolencia de la frase pronunciada por el Nazareno.

El cargo que le hacen es de mucha consideración, pues el templo representa lo más sagrado que Israel posee. Antiguamente Jeremías había sido condenado a morir por haber profetizado la ruina de la casa de Dios; pero el profeta supo defenderse y encontrar magistrados más imparciales (Jer 26). Un hombre, un hombre cualquiera, es siempre más hábil para esquivar el golpe y utilizar las armas adecuadas; además un hombre que tan sólo es hombre santo, tiene el derecho—porque su propia debilidad se lo otorga—de implorar el auxilio y venganza de Yahvé. Pero el Hijo de Dios no. El Hijo de Dios calla. «¿No respondes nada? ¿Qué testifican éstos contra ti?»

Jesús calla. Y quien calla, según dicen, acepta. Mas esto no basta. Sería preferible algo más contundente y rotundo, con alguna muy grave intervención del mismo reo, a fin de que la sentencia se desprendiese por sí sola. No es que busquen, por supuesto, los jueces una mayor equidad; no pretenden siquiera librarse de enojosos escrúpulos de conciencia que pudieran seguirse de un fallo insuficientemente fundado. No; lo único que buscan es que el pueblo entero, que todo Israel comprenda cuán justo es el veredicto que ellos tienen ya, desde hace muchos días, firmado y rubricado. Sólo esto persiguen. Por lo demás, la suerte del culpable no es incierta.

Intercala el cuarto evangelio un breve interrogatorio acerca de la doctrina y discípulos del acusado. Este se niega a responder. Cuando lo hace, su respuesta es tan digna que llega a irritar: «Yo he hablado públicamente al mundo; yo he enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos. Yo no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los oyentes qué les he dicho. Ellos saben lo que he hablado». Entonces uno de los guardias le dio una bofetada: «¿Así hablas al pontífice?» La respuesta de Cristo es tan digna que llega a desarmar: «Si he hablado mal, dime en qué; si bien, ¿por qué me hieres?» (Jn 18,19-24).

Punto muerto. Mas he aquí que el pontífice, súbitamente inspirado, encuentra la fórmula más feliz: obligar a Jesús, mediante una pregunta imposible de sortear, a que se condene El mismo. «Te conjuro por el Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». ¿O también ahora se negará a responder? No; aunque indigna, aunque obcecada, era la autoridad suprema de Israel quien de un modo oficial y perentorio pedía a Cristo una franca información acerca de su naturaleza y designios. Jesús, esta vez, contestará.

¿Y cuál es su respuesta? Según Marcos, tajantemente afirmativa: «Yo soy». Según Mateo, parece que equivale también a una afirmación: «Tú lo has dicho». Hay, sin embargo, comentaristas modernos que, después de haber estudiado a fondo este giro hebreo, interpretan la respuesta como una negación: «Eso lo dices tú». A juicio de estos autores, niega Jesús ser el Mesías en el sentido que Caifás otorgaba a esta palabra. ¿Cómo explicar entonces semejante contradicción entre uno y otro evangelio? ¿Cómo entender, sobre todo, la reacción del tribunal—« ¡Ha blasfemado!»—si la respuesta era negativa? Disuélvese fácilmente la contradicción mediante el contexto —Jesús afirma en seguida su condición mesiánica, si bien entendida de manera muy diferente—; asimismo es el contexto inmediato lo que explica la airada condenación de los jueces. Efectivamente, la proclamación del verdadero ser de Cristo no se halla tanto en su declaración de Mesías o de Hijo de Dios—ya explicamos antes cómo este título poseía de ordinario un contenido meramente mesiánico y extensivo a cualquier enviado de Yahvé—cuanto en esas otras palabras que siguen, mucho más graves, reveladoras, según la profecía de Daniel, de una dignidad absolutamente superior, prácticamente divina: «Yo os digo que un día veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha del Poder, venir sobre las nubes del cielo». Aquí, en esta última frase, es donde hay que situar la pretendida blasfemia, pues quien así habla se adjudica un rango celeste, sobrenatural 1. El hecho de proclamarse Mesías jamás fue juzgado una blasfemia: Theudas, Judas el Galileo, otros varios judíos que para sí recabaron el título mesiánico, fueron tratados como impostores, mas nunca como blasfemos.

«Entonces el pontífice rasgó sus vestiduras diciendo: Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Ellos respondieron: Reo es de muerte» (Mt 26,65-66).

¿Era realmente Caifás un pontífice celoso del honor de Yahvé? Como autoridad máxima del pueblo elegido, tenía la misión, suprema entre todas, de velar por ese honor, de castigar severamente a quien mancillase el nombre divino. Pero ¿procedía en aquel momento con lealtad, a instancias de su conciencia?

Quizá tenía ya Caifás su conciencia depravada, quizá tenía el corazón cargado de resentimiento y de odio. Aquel Rabí de Nazaret no era para él ningún extraño. Hacía tiempo que venía recibiendo noticias frecuentes acerca de sus actividades. Incontables días el recuerdo de ese hombre había ahuyentado su sueño, había acibarado sus comidas. ¿Por qué? ¡Oh, no es que temiera ser destronado por él! Nunca hubiese llegado Caifás a sentir aquel pavor que sintió Herodes cuando le comunicaron que había nacido un nuevo Rey. Sin embargo, ese galileo le era aborrecible: andaba predicando siempre exactamente lo contrario de lo que él defendía y practicaba. Era su antagonista. Exaltaba el valor de la pobreza, y Caifás era rico. Parecía despreciar la importancia del templo, y Caifás era el cancerbero del templo. Quebrantaba las leyes, y Caifás era el legislador inapelable. Se rodeaba de indoctos, y Caifás amaba la sabiduría. Andaba siempre entre plebeyos, y Caifás era un patricio. Vaticinaba la ruina de Israel, y Caifás era el más cualificado representante de la nación.

Cada palabra que pronunciaba era para Caifás un insulto; cada gesto que hacía era un atentado.

1 Tal opinión no se halla, por supuesto, libre de dificultades. Pero no consideramos éste un lugar oportuno para entretenernos en impugnarla.

« ¡Reo es de muerte!» La venganza, en algún momento, puede producir un placer tan fuerte que sólo los corazones muy envilecidos son capaces de imaginar.

He aquí la sentencia: «Reo es de muerte». Todavía faltan bastantes condiciones, y muy molestas, para que el reo efectivamente muera; pero el fallo ya está dado. Se trata de un veredicto solemnemente pronunciado por un tribunal. Cuando este hombre expire, nadie podrá hablar de crimen, sino de ejecución.

Irrita el alma ir, paso a paso, comprobando las innumerables transgresiones de la ley que fueron perpetradas, a sangre fría, durante el proceso de Jesús. Hubiese sido más leal asesinarlo en Getsemaní que andar cínicamente fingiendo respeto a la justicia. Pero Pascal razonaba muy bien: «Cristo no quiso ser matado sin las formas de la justicia, porque es mucho más ignominioso morir por justicia que por una sedición injusta».

Comenzó por ser impía la delación, contraria a lo que el Levítico prescribe: «No depondrás contra la vida de tu prójimo» (Lev 19,16). ¿Y el juicio celebrado durante la noche? La ley mandaba que todo proceso debía llevarse a cabo antes de la puesta del sol. En cuanto a la segunda parte del proceso, fue también ilegal por efectuarse en víspera de sábado. Item más: la ejecución de la sentencia, en los casos de pena capital, debía diferirse al día siguiente de su pronunciamiento. Jesús fue condenado y ajusticiado dentro de la misma jornada. ¿Y el bofetón? Pablo argüirá más tarde enérgicamente contra quien quiso hacerle objeto de parecido atropello (Act 23,3).

No hubo tampoco tal blasfemia: para que este delito existiese era necesario proferir distintamente el nombre de Dios; no bastaban sus equivalentes, el Poder, el Trono, el Cielo, ni siquiera su abreviatura. El testimonio de los acusadores constituyó asimismo la más repugnante farsa. En asunto de vida o muerte, los testigos, antes de deponer, tenían que escuchar largas recomendaciones acerca de la trascendencia del acto a realizar: «No olvides que sobre tus espaldas gravita la sangre del acusado y de todos los posibles descendientes que hubiera tenido hasta el fin de los siglos»; a continuación se les recordaba solemnemente que, si sus testimonios contenían falsedad, incurrirían en la misma pena dispuesta para el encartado. En cuanto a los jueces, cuya condición de imparciales la Ley subrayaba insistentemente, habían de esperar, si su decisión era condenatoria, todo un día para dictar sentencia, debiendo vivir esas horas en oración y ayuno. ¿Cuántos de estos requisitos fueron observados en el proceso contra Cristo?

¿Y con qué derecho habían clamado: « ¡Reo es de muerte!»? El sanedrín, durante la dominación romana, no sólo carecía de competencia para fulminar penas capitales, sino que incluso no podía, en tales asuntos, reunirse para juzgar sin antes haber obtenido autorización expresa del procurador. Y cuando los jueces judíos acudieron a éste, ¿qué hicieron? Silenciar por completo la sustancia de su juicio, que se había reducido a temas religiosos, sobre los cuales no podían esperar sino el desprecio del romano, y presentar otro pliego de censuras muy diferentes. ¿Qué cargos tenían ahora contra el reo? Tres, los tres políticos, aptos para conmover al procurador; pero los tres rigurosamente falsos (Lc 23,2): ellos sabían muy bien que nunca Jesús había alentado una sedición, que jamás se había proclamado rey—es más: cuando las turbas quisieron coronarlo, El se evadió (Jn 6,15)—, y que, lejos de disuadir de la tributación a Roma, había dicho expresamente: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mc 12,17). ¿Se comportará Pilato con más equidad que los jueces de Israel? También en su actuación obsérvanse flagrantes violaciones del derecho, de aquellas normas que él precisamente tenía el deber de custodiar y aplicar. No exigió la postulatio, anterior a toda acusación, ni la delatio nominis, ni el juramento previo, en el cual los acusadores declaraban no sentir envidia ni odio hacia el imputado; ni tampoco dio a Jesús oportunidad de citar testigos en su descargo, opción que el derecho romano con tanta energía ordenaba respetar. ¿O consideró Pilato que un miserable judío no podía acogerse a ninguna de las garantías de un derecho elaborado para ciudadanos más nobles? Pero ¿observó al menos los postulados básicos de la justicia natural, las leyes, siquiera, de la lógica humana? Oigámosle: «Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo y, habiéndole interrogado yo delante de vosotros, no hallo en él delito alguno de los que alegáis contra él; ni tampoco Herodes, pues nos lo ha vuelto a enviar. Nada ha hecho digno de muerte. Por consiguiente, le soltaré después de castigarlo» (Lc 23,14-16). ¿Qué significa ese por consiguiente que liga una premisa de inocencia con una conclusión de castigo?

No queremos, sin embargo, insistir demasiado en las formalidades de la ley judía: de algunas de ellas no tenemos certeza de que estuviesen todavía en vigor en tiempos de Cristo. Se trata de ciertas disposiciones talmúdicas—las que prohibían, por ejemplo, los juicios nocturnos o la ejecución de la sentencia el mismo día de producirse el fallo—que muy bien pueden datar de una época posterior a la dispersión, cuando el código penal sufrió una sensible reforma hacia modos más humanos y benignos. ¿Prueba esto, no obstante, que los judíos se comportaron correctamente? ¿Los absuelve acaso de alguna culpa? Hay algo mucho más injusto que la sagaz omisión de ciertas cláusulas, algo que de ningún modo puede ser ocultado o mitigado: la injusticia radical, el mal de raíz que vicia enteramente el proceso.

Porque no fue la justicia, sino la pasión, la que tejió los hilos y dictó sentencia. Fue el odio del sanedrín. Los príncipes de los judíos: he aquí los verdaderos culpables de la muerte de Jesús. Ninguna exégesis sutilísima, ninguna penetrante investigación podrá jamás atenuar el delito de aquellos hombres contra los cuales el clamor de la historia es cada vez más poderoso y unánime.

Sabemos, sin embargo, que nos queda por decir lo más importante. Sabemos que el acierto no es pleno, que la verdad de estas apreciaciones no es total mientras no nos situemos en el nivel del misterio redentor. Pues si el responsable de aquella muerte histórica es Israel—no el pueblo judío como tal, desde luego, sino en cuanto representado por unos dirigentes de aviesa condición—, no es menos cierto que Israel actuaba a la vez como representante de un pueblo más vasto, de todo un linaje de hombres culpables: la humanidad entera, que secularmente ha rechazado al Hijo del hombre. Nosotros, los que sómos hijos de Abraham por ser depositarios de una feliz promesa que no se verá incumplida, somos también miembros de Israel en otro sentido, en un sentido muy triste e innegable. Pretender negarlo sería la forma más directa de demostrarlo.

 

2. «Que muera uno por todos» (Jn 18,14)

Mas ¿fue únicamente el odio, la envidia, el ramo de pasiones innobles, lo que indujo al sanedrín a decretar la muerte de Jesús Nazareno?

«Caifás era quien había dado a los judíos este consejo: Es mejor que un solo hombre muera por el pueblo» (Jn 18,14). Cuando el pontífice hizo esta observación, tan aguda y eficaz, a sus magistrados, ¿hablaba sólo por boca de su peor demonio? Nadie nos prohibe suponer, en aquel corazón sofocado por los malos impulsos, la existencia de algún sentimiento menos vil. Debió de pensar Caifás que un Rabí tan influyente, un hombre que tanta popularidad había alcanzado tiempo atrás entre las turbas, constituía un peligro constante para Israel. De sobra sabía él que no se trataba de un agitador de masas, de un sedicioso violento; pero, con todo, el peligro subsistía: el pueblo, ya de suyo un pueblo levantisco, era capaz de obligar a su ídolo, en algún momento de obcecación y frenesí, a adoptar otra actitud más enérgica, podía forzarle algún día a aceptar el caudillaje sobre un grupo muy numeroso de insurrectos. Y entonces ¿qué ocurriría? Caifás recordaba bien las desastrosas sublevaciones de Simón el Rebelde, de Judas el Galileo, miserables ilusos que insensatamente habíanse alzado contra el poder invasor y sólo habían conseguido que las condiciones que gravaban sobre la nación fuesen más duras aún y más despóticas; recordaba aquellas dos mil cruces que ensombrecieron el suelo de la patria, aquellas dos mil vidas que Varo se cobró en compensación por las molestias que le supuso ahogar en sangre una despreciable rebelión de locos. Caifás tenía todo esto en cuenta. No sin razón calculaba que un Mesías es siempre un lujo ciertamente peligroso. Si ese Jesús provocaba una manifestación un poco demasiado activa, la venganza de Roma sumiría en luto a todo el país.

Aquel pontífice caviloso que ponderaba sus propios perjuicios, las graves dificultades que a él personalmente le supondría un suceso de esa naturaleza, permitíase la generosidad de pensar también en el bienestar de la nación. Y, sin esforzarse mucho, sacó esta luminosa consecuencia: «Es preferible que muera uno por todos». Que el hombre destinado al sacrificio sea inocente, ¿qué importa? ¿No es la razón de Estado la que da contenido a la noción de justicia? ¿Qué es, a la postre, justicia y qué es injusticia? Muchos siglos más tarde, desde su confortable seguridad, desde su propia seguridad siempre amenazada, osaría escribir Goethe: «Es mejor la injusticia que el desorden».

Que muera, pues, un hombre por todos. Caifás era inconsciente del alcance profético que sus palabras poseían.

A nosotros, formados en una mentalidad tan distinta, modelados por unos principios atentos siempre a los derechos del individuo, fácilmente nos enoja la nefanda decisión del sumo sacerdote. Pero ¿no fue ésa precisamente la resolución adoptada por el mismo Dios? ¿No gira acaso la redención sobre este quicio escandaloso: la expiación del «Justo por los injustos»? (1 Pe 3,18). «Tengo que pagar lo que nunca tomé» (Sal 69,5): he aquí la declaración que haría Jesús Nazareno ante el tribunal del sanedrín, ante el tribunal de la historia, ante el tribunal de su Padre, si por una vez se dignara romper el silencio.

Debemos, ante todo, firmemente subrayar esta idea: en la obra redentora, más que sustitución, existe solidaridad. Cristo murió por nosotros, pero no en lugar nuestro; no sufrió para dispensarnos de expiar, sino para dar valor a nuestra expiación. La cabeza constituye un solo cuerpo con los miembros y da a éstos vida, movimiento, dignidad. Muy gráficamente explica Santo Tomás la redención cuando dice: Cristo «nos libró, en razón de miembros suyos, de los pecados por el precio de su pasión, como si un hombre, mediante una obra meritoria ejecutada con las manos, se redimiese de un pecado que había cometido con los pies» 2.

La humanidad, por sí sola, nunca hubiese podido saldar la cuenta que con Dios tenía pendiente. La deuda eran los diez mil talentos de la parábola (Mt 18,24-25), es decir, lo imposible de pagar: estábamos obligados a restituir a Dios el mundo intacto y entero, ya que nuestra culpa había consistido en arrebatárselo y sembrar en él los gérmenes del desorden; teníamos que devolverle nuestras propias personas, sustraídas al servicio divino por la insurrección que todo. pecado com-

2 Suma Teol. 3,49,1,

porta; debíamos incluso poner en sus manos a Dios mismo, que se nos había entregado mediante el amor (mediante ese tremendo y piadosísimo riesgo que supone un amor ofrecido a quien es capaz de rehusarlo), y al cual, pecando, traicionamos. ¿Dónde encontrar caudal para pagar semejante deuda?

Nada podía hacer la humanidad por sí sola para mejorar su suerte. Todas las concepciones autorredentoras son vanas, estériles, ridículamente especulativas. Ni una más justa distribución social, ni el progreso de la ciencia, ni la sabia represión de los deseos, ni el cumplimiento del deber por el deber, ni el infinito acercamiento del yo empírico al yo puro, ni tampoco la suplantación de esta humanidad cobarde y compasiva por una sociedad de superhombres vigorosos e inmisericordes... Todo es inane como el humo, como el sueño. Tiene la redención que venir de algo que esté fuera de la órbita de las cosas caídas, de alguien superior y puro. Por eso la verdadera redención, que viene de arriba, es gratuita iniciativa, alianza con sentido de testamento, intervención de Dios por medio de su Ungido.

Eramos esclavos del pecado (Rom 6,16.19-20), estábamos bajo el pecado (Rom 3,9), encadenados a la ley del pecado (Rom 7,23). Y la redención consiste en la liberación del pecado (Rom 6,18.20.22), liberación de la ley del pecado y de la muerte (Rom 8,2) para servir a la justicia (Rom 6,18). Nosotros, esclavos sin posibilidad de escapar de nuestro cautiverio, quedamos libres cuando otro dueño nos compró; estábamos «vendidos por esclavos al pecado» (Rom 7,14), y el Señor nos compró pagando un alto precio (1 Cor 6,20; 7,23). «Nuestro rescate» es Cristo (1 Cor 1,30), «en quien tenemos la redención por la virtud de su sangre» (Ef 1,7).

Pero ¿a quién pagó Dios semejante rescate? Ciertamente no al pecado o a las potencias, pues nada existe enfrente de Dios. Observemos cómo siempre las metáforas, junto a su belleza y pedagogía, ostentan una esencial miseria: no pueden ser llevadas hasta el fin, no podemos agotarlas. La analogía jurídica del rescate, cuando es exagerada, conduce a extravíos. Pues Dios no debe nada a nadie. De ahí que el concepto estricto de redención deba ser matizado, castigado y enriquecido con otras notas que resplandecen igualmente en el hecho de nuestra salvación.

Si el pecado es un estado de servidumbre, no es menos un estado de enemistad con Dios; la salvación, por tanto, habrá de ser una reconciliación: «siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom 5,1o). Mas ¿quién pudo obtener dicha reconciliación? No, por supuesto, el ofensor, no ningún hombre nacido de varón y mujer. Siempre reconcilia y pone de acuerdo a ofensor y ofendido un tercero, o uno que haga de tercero haciendo de mediador: poniéndose en medio, participando a la vez de las condiciones del ofensor y del ofendido. Puesto que el hombre ofensor es incapaz de levantarse hasta Dios ofendido, abájase éste hasta el hombre, echa sobre sí el vestido de la humildad y se hace medianero. De Dios es, pues, la iniciativa, y la acción es divina por antonomasia; por eso decimos que Dios «en Cristo nos ha reconciliado consigo mismo» (2 Cor 5,18-19).

Desaparece así también el segundo posible escándalo que a una mente no avisada pudiera ocasionar la redención: que el Misericordioso exija justicia. Ya expusimos en un capítulo anterior este tema, y llegamos a la conclusión de que tal justicia venía a ser la expresión máxima de la misericordia. Puesto que no se trata de justicia legal—para Dios no hay más ley que El mismo—, ni tampoco conmutativa—nadie puede ser acreedor ante Dios—, sino de una justicia muy propia y singular—lo que Dios se debe a sí mismo, definido como Amor—, la reparación que esa justicia postula por fuerza será también particular en extremo: significa la respuesta a la exigencia del amor que Dios se debe a sí mismo. Dicha reparación se debe además—y ésta es maravilla que mucho hay que agradecer—a la exigencia del amor de Dios hacia sus hijos y a la exigencia del amor que éstos deben a Dios. Como un bienhechor cuya benevolencia fuese más profunda, lúcida y fina: en vez de dar limosna, da trabajo, y fuerzas para trabajar, y título para el honor; así Dios prefirió suministrar al género humano el medio para que por sí mismo—entendiendo ya el género humano en su acepción más amplia, elástica e inverosímil: contando dentro de él al Hijo de Dios—solventase la deuda.

En vez de hacer que la misericordia pasara por encima de la justicia, quiso el Señor que la misericordia triunfara en el ejercicio de la justicia más rigurosa. Así quedan magníficamente de manifiesto dos extremos: la excelencia de su bondad y la gravedad de nuestra ofensa.

Caifás pensó bien: es preferible que muera uno a que mueran todos. El éxito de la frase estriba en la bivalencia del verbo morir: separación temporal del alma y el cuerpo y separación eterna del hombre y Dios. Que muera, pues, Jesús Nazareno, que lo crucifiquen y expire, para que los hombres todos puedan librarse de la cólera divina. Estos también, todos y cada uno, deberán morir corporalmente, y, además, en un sentido o en otro, todos crucificados; pero su muerte, incorporada a la muerte del Hijo del hombre, les abrirá las puertas de una vida sin llanto, sin fin.

Caifás, sin embargo, no sabía nada de esto. Hablaba palabras de un idioma que él ignoraba. ¿Sabía acaso el pueblo lo que se decía cuando demandó frenético: « ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!»? (Mt 27,25) No obstante, era verdad: vox populi, vox Dei.

 

3. Las negaciones de Pedro

La historia de las negaciones de Pedro arranca de muy atrás: arranca exactamente de sus afirmaciones. De aquellas afirmaciones suyas demasiado rotundas y presuntuosas: « ¡Yo daré por ti mi vida!» (Jn 13,37). «Aun cuando todos se escandalizaren, yo no me escandalizaré... Aunque fuera preciso morir contigo, yo jamás te negaré» (Mc 14,29.31).

En el momento en que hacía estas jactanciosas protestas, andaba ya en realidad el discípulo negando a su Maestro, porque estaba apoyándose en sí mismo, en sus propias menguadas fuerzas, porque estaba negando la necesidad de la gracia. De tales protestas a las negaciones que tuvieron lugar, la noche del Jueves Santo, en el patio de Caifás, el camino es derecho, la pendiente inevitable: sólo es menester que la ocasión se presente.

La ocasión viene en figura de mujer. Una criada del pontífice se acerca a Pedro y, tras mirarle detenidamente, asegura: «Tú estabas también con Jesús el Galileo». ¿Qué responderá el apóstol bizarro? ¿Va a desenvainar otra vez su espada? Dice: «No sé siquiera de qué hablas». Tiembla, se aleja hacia la sombra del pórtico. Pero ya se ha dado la voz de alerta, y todos cuantos por allí merodean le miran con curiosidad. Van hacia él; hay alguien que le reconoce: «Tú también eres de ellos». Acorralado, Pedro niega; y, para dar mayor fe, niega con juramento. Después de estas declaraciones tan vehementes, espera que lo dejarán ya en paz. Por eso vuelve al atrio y, muy seguro de sí, se aproxima a la hoguera que los guardias del relevo han encendido. Pero, al cabo de una hora, llega un criado que había formado parte de la escuadra del prendimiento, pariente de aquel a quien Pedro hirió, y le grita: «Tú andabas con él. ¿Acaso no te vi yo en el huerto?» Los demás se suman a la acusación: «Tú eres de ellos, tu acento galileo te delata». El desdichado apóstol se siente perdido, «y comenzó a maldecir y jurar: Yo no conozco a ese hombre». Perjurios, imprecaciones, todo es válido si consigue convencerlos.

Entonces cantó un gallo. Y Pedro se acordó: «Antes de que el gallo cante dos veces, tú me negarás tres». Se lo había anunciado Jesús aquella misma tarde. Jesús... Jesús es ese hombre que conducen maniatado, y que le mira durante un segundo. Un segundo: el tiempo suficiente.

Pedro «salió afuera y lloró amargo» (Mt 26,69-75; Mc 14, 66-72; Lc 22,55-62; Jn 18,15-18.25-27).

No era en verdad una mirada iracunda. Era simplemente una mirada muy triste. Y así como bastó la amenaza de una portera para que el apóstol arrogante demostrase la flaqueza de su amor, bastó también una mirada, la mirada del Maestro, para que el apóstol infiel demostrara la intensidad de su afecto.

La traición arrancó de la mitad falsa de aquel amor; la contrición se originó en la mitad sincera del amor. Pero podemos preguntarnos incluso esto: el pecado de Pedro, ¿no se debió también precisamente a la mitad sincera, aunque débil, de su amor a Jesucristo? No se trata de restar importancia a la magnitud de su culpa, sino de buscar a ésta—en cuanto hecho material, no en cuanto culpa—una génesis. ¿Por qué negó a su Maestro? Porque se expuso a la tentación. ¿Y por qué se expuso a ella, por qué fue hasta el palacio de Caifás? Porque estaba vivamente interesado en la suerte que su Maestro iba a correr, porque amaba a su Señor. «Pedro le siguió de lejos hasta el palacio del pontífice, y, entrando dentro, se sentó con los servidores para ver en qué paraba aquello» (Mt 26,58). Ciertamente Pedro no habría negado a Cristo si su amor hacia El hubiese sido más firme y sólido. Pero tampoco lo habría negado si su amor hubiese sido menos intenso, menos verdadero, pues en este caso se hallaría aquella noche muy lejos, más o menos indiferente a todo, cuidadoso no más de su propia salvación. ¿Dónde estaban, a esa misma hora, los demás discípulos?

Las negaciones, por lo que tienen de blanco y negro, me recuerdan aquel otro episodio del mismo apóstol: cuando estuvo a punto de naufragar en el lago. También entonces se debió esto a algo negativo: a su escasa fe—«Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31)—. Pero no es menos cierto lo contrario: si estuvo a punto de hundirse, fue precisamente porque su gran fe lo había impulsado a saltar de la barca para llegar cuanto antes a los pies de Cristo. Sus compañeros permanecieron a bordo.

El caso de Simón Pedro es, como veis, grandemente aleccionador.

Nos instruye sobre el peligro de toda presunción, sobre los tremendos riesgos que corre quien confía en sí mismo. Nos habla muy alto de la misericordia infinita del Señor. Nos libra de ilusorias seguridades: Pedro pecó gravemente a las pocas horas de comulgar, a las pocas horas de haber escuchado el más importante sermón de la historia, a los pocos minutos de haber defendido con sus armas el honor del Hijo de Dios. Su historia nos anticipa también la explicación de tantos escándalos como ha habido en la Iglesia, en esta Iglesia cuyo primer papa comenzó siendo un traidor.

Por todo ello, el caso de Simón Pedro constituye una lección preciosísima. También por otra cosa. Pensemos: Si este apóstol aquella noche se hubiera puesto a buen recaudo y no hubiera osado salir de su refugio, no habría sucumbido de la forma que sucumbió. Una cobardía mayor, un amor menor, le hubiesen evitado quizá el pecado mortal. ¡Misterio de la tibieza! Pensemos ahora: Si no hubiera acudido al patio y no hubiera negado a Jesús, tampoco luego se habría arrepentido tan ardorosamente, no habría derramado aquellas lágrimas que le lavaron con lejía el alma. ¿No preferiríamos para nuestro corazón, si nos dieran a escoger, las disposiciones de Pedro en aquel día de Viernes Santo y en los días que siguieron, mejor que aquellas otras que pudieran darse esos mismos días en el corazón de Andrés, o de Santiago, o de Bartolomé? ¡Misterio del pecado!

Misterio de todo cuanto concierne al amor.