CAPÍTULO XXXVII

G E T S E M A N I
 

1. Su tristeza

Caída ya la noche, salieron.

Tres caminos había para ir desde la Ciudad Alta hasta Getsemaní. Uno, más septentrional, que cruzaba los atrios del templo entrando por la puerta de Hulda y saliendo por las murallas de oriente. Otro, al sur, que descendía directamente por una escalinata hasta la piscina de Siloé. El tercero, intermedio, daba vueltas y revueltas en torno a la colina de Ofel antes de bajar al Cedrón. Es muy probable que Jesús prefiriera la ruta meridional, más despejada, más solitaria. Instintivamente el corazón rehuía todo encuentro y le empujaba, por los sitios más apartados, hasta el paraje más escondido. Hasta el refugio de Getsemaní. Quizá atravesaron el Cedrón por el puentecillo próximo a la tumba de Absalón. La noche era clara, iluminada por la luna de Nisán.

Cuando llegaron al huerto, despidió el Maestro a sus discípulos—primero a unos, después a otros—y avanzó entre los olivos. Solo. Siente una necesidad inmensa, casi física, de hacer oración. Se detiene junto a unas rocas. Son las mismas rocas sobre las cuales la piedad cristiana levantó muy pronto un altar, a fin de que la sangre omnipotente, fresca cada mañana, siga regándolas mientras el mundo subsista. Besarlas hoy es tenderse junto al Salvador tembloroso, es notar de repente que nuestras espaldas soportan un enorme peso. Besarlas no significa tanto veneración cuanto contrición.

Se detiene junto a unas rocas y cae abatido. «Se postró en tierra», dice Marcos (Mc 14,15). Lucas escribe simplemente: «se puso de rodillas» (Lc 22,41). Y Mateo precisa más: «cayó sobre su rostro» (Mt 26,39). De ordinario los judíos no oraban así, sino de pie. ¿Por qué eligió Jesús una actitud de tanta postración? Su plegaria iba a revestir las formas de la humildad más desacostumbrada, y tal vez su agotamiento tampoco le permitía mantenerse derecho.

Es la alta noche. Algunas veces, ver caer la tarde es un consuelo para el afligido, cuando la noche viene dulce como el sueño, piadosa como el olvido. Más a menudo la noche añade zozobra al corazón, saca las alimañas y los miedos de sus madrigueras para multiplicar el tormento. En estas horas nocturnas llegará a su extremo la congoja de Jesucristo. El evangelio suele ser sobrio, se limita a relatar la sustancia de los hechos con una total economía de detalles; esta vez, sin embargo, nos ofrece datos suficientes: habla de un extraordinario sudor de sangre y, sobre todo, pone en labios del Hijo del hombre las palabras más estremecedoras. La epístola a los Hebreos nos asegura que «en los días de su carne presentó, con violento clamor y lágrimas, ruegos y súplicas al que podía salvarle de la muerte» (Heb 5,7). ¿Qué súplicas fueron ésas? He aquí la información preciosa de los evangelistas: Jesús imploró, a quien podía salvarle de la muerte, que lo salvara... Pidió a Dios que le librase de morir. Es, sin duda, un dato suficiente: por inverosímil, por increíble. Nadie puede entenderlo sino de manera muy imperfecta, quizá tan sólo en la medida en que la fe le exige esfuerzo para creerlo.

Las angustias de un hombre enamorado al que súbitamente se le arrebata el pan y la sal son muy pálida figura de esos padecimientos que los místicos atraviesan durante las llamadas «noches del sentido» y «noches del espíritu». Y éstas son miel junto a la agonía de Getsemaní. Hace falta ser infinitamente puro para sufrir infinitamente. Jesús, en aquella hora, era el Justo contemplando los pecados de la humanidad en todo su volumen y exacto número. Pero no los contemplaba desde su divinidad invulnerable, no desde el trono, no como el sol contempla, en su giro impasible, los muladares de la tierra; los veía desde abajo, sintiéndose cercado por ellos, oprimido, sofocado. Y esto es todavía poco: El era entonces el ser infinitamente puro que se nota por dentro tocado por la maldad, abrumado por todas las culpas del mundo, «hecho pecado» (2 Cor 5,21); como Si de la conciencia del Justo, tras haber sido suplantada por la conciencia del Pecador, sólo quedase la facultad de valorar el pecado en toda su magnitud y la capacidad de experimentar su repugnancia en todas las dimensiones del horror. Añadid a esto lo inimaginable, lo que nos apresuramos a calificar de absurdo: la angustia de Dios por un mundo amadísimo que amenaza escapársele, que se le va de las manos. ¿No resonaron acaso en sus oídos, como fondo de las blasfemias, las carcajadas victoriosas de Satán? Y un crujido horrible, el crujido de la creación tambaleándose. ¿Cómo traduciremos aquella frase impenetrable del salmo? Dice así: «¿Qué utilidad se deduce de mi muerte?» (Sal 30,10). Indudablemente Jesús saboreó aquella noche las hieles muy particulares del fracaso.

Desglosar los motivos de su tristeza puede hacernos cobrar una más viva idea de semejantes sufrimientos. Sabemos, sin embargo, cuán inútiles serán todos los esfuerzos para lograr entender algo adecuadamente. Pensamos en aquello en lo cual El pudo pensar: la abyección de Israel; los pasos de Judas, que se encaminaba ya para dar el beso sacrílego; la inmediata traición de Simón Pedro; la defección de sus discípulos; los pecados, todos los pecados, incontables, de las generaciones; el desprecio que los cristianos iban a hacer de su sangre... Podemos preguntarnos si todo esto no resulta una visión unilateral, inexacta por tanto, de las cosas. ¿Es que no tuvo también presente, aquella noche, cuanto de bueno, recto y generoso iban a realizar los hombres a lo largo de la historia? El celo de sus misioneros, la caridad de muchos corazones inflamados, los martirios de tantos seguidores suyos, la exquisita virginidad de tantos hombres y mujeres que se harían eunucos por amor de su nombre, las lágrimas de los arrepentidos, las tiernas preces de los niños antes de acostarse, la hermosura del alma de su Madre... Todo esto, ¿no significó nada para Cristo en aquella hora? Nada en absoluto. Cualquier fuente de gozo había sido previamente cegada. Si la visión facial de su Padre no le reportaba alivio ninguno, mucho menos podía extraer consuelo de otros pensamientos menores. Por una Libre resolución—de los méritos de esa libertad vivimos nosotros—había apartado de sus ojos cuanto pudiera confortarle. Era, sí, este ceñirse al espectáculo sombrío fruto de su libre querer, paro ya el recuerdo de esta misma decisión había sido sepultado junto con todos los posibles motivos de consuelo. No sólo rehusó el alivio, sino que olvidó también que lo había rehusado libremente. Ignoraba cuanto podía saber y se negaba, al sacrificarlo todo, la satisfacción de pensar que todo era nada más un magnífico sacrificio. Si sólo El podía sufrir tanto, también es verdad que solamente El, al sufrir de esa manera, era capaz de no caer en la desesperación.

La tristeza no perturbó su mente. Mas esta impasibilidad de la razón no la aprovechaba El para discurrir sobre cuánto le amaba su Padre o cuán presto pasaría la congoja, sino para otra cosa muy distinta: para entregar tranquilo sus potencias al máximo dolor, sin ese descanso que procura toda distracción originada por el aturdimiento o el vértigo.

¿Y aquellas otras ansias y amarguras que llamaríamos meramente personales, propias de Jesús de Nazaret? Nos referimos a su particular temor en vista de los dolores físicos que le aguardaban, nos referimos a su pavor extraordinario ante la muerte. Puede ser muy útil camino para despertar el amor hacia El, un amor de fraternidad entre hombres menesterosos, pensar en ese miedo y esas apreturas. Pensar, después de haber ponderado despacio las razones de su sed espiritual de redentor—« ¡Tengo sed!»—, pensar en su sed de moribundo desangrado, la terrible sed de su boca, de todos los poros de su cuerpo, abiertos como bocas implorantes.

Sin embargo, todo esfuerzo por comprender es a la larga estéril. Sólo podemos obtener medidas infinitesimales de aproximación. Para alcanzar la perfecta inteligencia de Getsemaní se necesitaría antes entender tres cosas, las cuales sobrepasan indeciblemente nuestros talentos: qué es el pecado, qué es Dios, qué es la unión del Padre y del Hijo.

Una tímida objeción surge en el espíritu de quien lee el evangelio: Tal tristeza, ¿no es indecorosa, indigna del Hijo de Dios?

La objeción es viejísima, y ya San Agustín replicó que, si se niega esa tristeza por juzgarla inconveniente, sería preciso negar también toda la realidad de su naturaleza humana. ¿No dice la Escritura que «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos»? (Heb 2,17). Jesucristo, que una hora antes ha platicado largamente con los suyos sobre la tristeza y el gozo, sabe no sólo que hay tristezas lícitas compatibles con el gozo obligatorio de los hijos de Dios, sino también que existe cierta especie de tristezas santas que dimanan necesariamente de ese mismo gozo, cuando éste se repliega a la cima del alma, sin efectos ya sobre la parte sensible. Conservamos un sermón predicado en el concilio de Efeso, y en él léese una frase que no puede pagarse con todo el oro de la tierra: «Nada considera Dios ignominioso íhara El si es causa de salud para el hombre» 1. Aquello que luego los teólogos tratarán de explicar mediante la teoría de las «propasiones», lo intuye de golpe cualquier alma a la que un día Dios descubre un poco su corazón.

Llámanse propasiones las pasiones de Cristo, por cuanto nunca llegaron a trastornar su mente. Su tristeza fue de esta índole, es decir, no llegó en ningún momento a invadir el terreno de la razón. No en balde, a juicio de los teólogos, escribe Mateo escrupulosamente que «comenzó a entristecerse y angustiarse» (Mt 26,37). ¿Hay que deducir de ello que fue una tristeza mitigada, disminuida? Observemos lo que el mismo Jesús afirma, en el versículo siguiente, acerca de su tristeza: «Mi alma está triste hasta la muerte». Hasta la muerte: la frase no tiene sentido temporal—tal sentido es demasiado obvio—, sino cualitativo. Como si dijera: Mi alma tiene tristeza de muerte, una tristeza capaz de producirme la muerte. Y no es imposible esta otra lectura: Mi alma está triste hasta el punto de desear la muerte. Ningún inconveniente puede aducirse contra esta última interpretación. ¿No confesó El mismo que deseaba con vehemencia evitar aquel trance tan amargo? ¿No llegó incluso a dar forma de imploración a semejante deseo?

Ya tratamos antes de las dos, de las tres voluntades de Cristo; de sobra sabemos cómo entender ese deseo suyo de

1 THEODOCTO ANCYR., Homil. 2,2: MG 77,1372.

rehuir el cáliz. La frase «Pase de mí este cáliz» (Mt 26,29,par) hay que leerla sobre el fondo de esta otra: «El cáliz que me ofreció mi Padre, ¿no he de beberlo?» (Jn 18,11). El Hijo del hombre permitió a la parte inferior de su alma desear aquello que la parte superior no quería que le fuese concedido, precisamente para añadir así, a todos los sufrimientos que ya tenía, esa nueva pena que nace de ver insatisfecho un deseo. Deseó evitar la cruz y expresó esta aspiración suya en una plegaria que sólo el Padre y los olivos más próximos escucharon, pero que después tuvo El la incalculable misericordia de transmitirla a sus biógrafos: para facilitarnos así las oraciones que nuestra flaqueza nos dicta y también para que supiésemos hasta qué nivel tan hondo había asumido nuestra miserable condición.

Getsemaní, por eso, más que un primer capítulo de la historia de la pasión, viene a ser su introducción o prólogo, uno de esos prólogos imprescindibles de ciertas obras en los cuales se nos explica la clave del libro. La oración del huerto constituye un prólogo sin el cual la cruz no nos entregaría lo mejor de su enigma. Porque la pasión no fue solamente una suma de tormentos e ignominias sufridos por el Hombre-Dios, que condesciende y transige, sino también una angustia tan imposible de medir como difícil de clasificar, un cáliz de tan horrible amargura que el Dios-Hombre quiso apartar de sus labios y no pudo.

Añade a continuación: «pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Diríamos que esto resulta ya para nosotros superfluo: demasiado sabemos que Jesús no podía afirmarse contra la voluntad del Padre; sabemos muy bien que su oración tenía siempre que ser sumisa y templada. Pero ignorábamos que pudiera ser tan humana, tan profunda y patéticamente humana, tan parecida, en este aspecto, a nuestras pobres y desoladas oraciones...

Y ahora, después de insistir en la congoja, no queremos dejar de aludir a algo que buenamente llamaríamos ternura. La ternura que, desde su gran dolor, desde un jardín de la tierra regado con sangre, demuestra Cristo hacia su Padre celestial. Según Marcos y Lucas, le llama «Padre». Mateo subraya lo amoroso del tratamiento: «Padre mío». ¿Se trata de un matiz puramente literario? San Jerónimo no lo juzgó así, y se demoró emocionado en este mínimo detalle, y escribió al margen de la página: le llama Padre mío y «lo dice acariciando» 2.

 

2. Su miedo

Cuando Israel se disponía a librar una batalla, los capitanes, por orden de Yahvé, amonestaban así a sus soldados: «Quien tenga miedo y sienta desfallecer su corazón, que se marche, que vuelva a su casa, para que no desfallezca como el suyo el corazón de sus hermanos» (Dt 20,8).

Mal consejero es el miedo en el momento de emprender una lucha. ¿Acaso lo ha olvidado Jesús? Porque El, en esta hora preliminar de la pasión, tiene miedo: «empieza a sentir pavor y angustia» (Mc 14,33). El Hijo del hombre tiene miedo, el Hijo de Dios tiene miedo... ¿Es posible?

Muchos grandes comentaristas de la antigüedad lo negaron. En parte porque a ello les constreñía su labor apologética contra los arrianos: éstos, fundados en textos bíblicos de viciosa interpretación, negaban la divinidad de Jesucristo; hacíase, por tanto, urgente insistir ante todo en la defensa de esta divinidad. Nada tiene, pues, de extraño que este propósito polémico suyo les llevase derechos a entender en un sentido «divino» todas aquellas frases del evangelio que parecen cargar la mano con exceso en la descripción de la humanidad del Salvador. Añádase a esto la particular psicología de unos hombres muy propensos a mirar desdeñosamente cuanto supusiera una debilidad del corazón; el mismo San Agustín, el alma más tierna de su época, se creyó en el deber de pedir excusas por haber llegado a derramar algunas lágrimas cuando murió su madre. Era una constitución de espíritu demasiado compacta la de aquellos hombres aguerridos y elementales, ruda, enteriza, pobre en matices.

«Pase de mí este cáliz»: cualquier explicación de esta frase que pudiera remotamente sugerir una flaqueza, quedaba abolida. Por eso multiplicáronse las versiones decorosas, laudatorias. Según San Hilario, pase de mí quiere decir que «de mí se extienda a los demás; como si dijera: Igual que yo bebo el

2 In Mt. Evang. 4,26: ML 26,198.

cáliz, que lo beban también los otros, sin quebranto de la esperanza, sin aprehensión del dolor, sin miedo a la muerte» 3. En otra ocasión atribuye a ignorancia o impiedad el creer que Cristo tembló; imposible que temblara ante la muerte «Aquel para quien la muerte había de ser iluminación en las delicias» 4. San Jerónimo entiende el cáliz como si se tratase del «cáliz del pueblo judío, al que no excusa su ignorancia»; tras afirmar que «el Señor sintió realmente la tristeza para probar que era verdadera su naturaleza humana», niega rotundamente que hubiera sentido miedo ante la pasión: «su aflicción no se debía al temor de sufrir, pues a eso había venido El y había reprendido a Pedro por su timidez; era solamente por el desgraciado Judas, por el escándalo de los otros apóstoles, por la repulsa del pueblo judío, por la destrucción de la infeliz Jerusalén» 5. A juicio de San Ambrosio, el temor de Cristo no se debía a su pasión, sino a nuestra dispersión; temía y se dolía «de mis quebrantos, no de los suyos» 6.

Los siglos fueron trayendo una mayor precisión respecto de lo que era y no era posible en el alma de Jesucristo, respecto de lo que es y no es indigno en los sentimientos humanos, respecto de lo que es y no es lícito en la interpretación de un texto bíblico. Ya Maldonado escribía: «No hay más remedio que admitir que Cristo temió a la muerte; lo cual no podría negarse sin negar la autoridad de la Escritura» 7.

Hoy no hay derecho ya a preguntarse si es posible o si es conveniente que el Hijo del hombre diera cabida en su pecho a eso que llamamos miedo. En vez de hacer esta ilación: «Puesto que el miedo es una pasión indecorosa, Cristo no tuvo miedo», hay que plantear otra premisa y sacar una conclusión muy diferente: «Puesto que Cristo tuvo miedo, el miedo no es ninguna pasión indecorosa». Viene bien, en verdad, hacer explícita la deducción, y publicarla, e insistir sobre ella, ya que en muchos sectores del pensamiento, incluso cristiano, todavía el miedo es mirado con franca repulsa.

Semejante condenación del miedo, aparte de ese fundamento bastante justificado que le prestan ciertas formas muy fre-

3 Comment. in Mt. 31,7: ML 9,1069.
4
Tract. in Ps. 138,26: ML 9,805.
5
In Mt. Evang. 4,26:
ML 26,197.
6
Exp. in Lc.
10,57: ML 15,1818.
7
Comentarios al Evangelio de San Mateo (BAC, 1956) p.966.

cuentes de miedo innoble, apóyase de ordinario en una actitud orgullosa, altanera, no menos recusable que las más viles expresiones del miedo. Se trata además de una actitud que en el fondo está también secretamente nutrida de aquello que a grandes voces reprueba: quien condena el miedo suele ser víctima del mismo miedo que a los demás aflige, pero agravado con otra suerte de miedo, el miedo a aparecer miedoso. Aquí es donde se instala la soberbia, y viste ropas de disfraz, y dicta sentencia, corrompiendo todo el mundo mental de quien así procede. ¿Por qué no somos sinceros y reconocemos, por ejemplo, que gran parte de las adquisiciones humanas débense precisamente a la inspiración del miedo? En este apartado sería menester situar las grandes construcciones imaginarias como fruto de la facultad evasiva del alma—que huye de una realidad inhóspita y temerosa—y los orígenes remotos de las ciencias, que hunden sus raíces en aquella necesidad del hombre primitivo 1e conjurar los tenebrosos poderes inefables. Y esos estratos, los más hondos, del amor humano, ¿qué otra cosa son sino miedo, consciente o inconsciente, a la soledad? No hace falta que el miedo venga provocado del exterior, pues mana de nuestro mismo núcleo, brota espontáneo de nuestra misma contingencia. ¿Será algo que Dios quiere que superemos y destruyamos o será, por el contrario, algo que Dios prefiere que reconozcamos y utilicemos?

Sabido es que el miedo procede del pecado, de esa acongojante soledad que el pecado crea o revela. San Agustín hace arrancar toda su especulación acerca del mal de este sencillísimo punto de partida: «O es un mal lo que tememos o el que temamos es ya un mal» 8. El miedo, además, a menudo trae funestas consecuencias. ¿A qué otra cosa sino al miedo hay que atribuir esa forma paralizante, tan común, de la tibieza? El corazón teme, teme aquel salto en el vacío que toda fe adulta reclama, teme abandonar estas seguridades terrenas en las que ha encontrado suficiente acomodo. Si hay ciertas especies de fe tibia que se inspiran en el temor al más allá, temor que algunos creen poder neutralizar mediante la adhesión a un credo religioso, no es menos verdad esto otro: lo que con frecuencia impide que la fe remisa, cobarde, se transforme en una fe

8 Conf. 7,5: ML 32,736.

vigorosa, rica en grandes gestas, suele ser el miedo al desasimiento.

No obstante, lo único que todo esto viene a demostrarnos es que el miedo resulta susceptible de mal uso. Pero no hay derecho a deducir de ahí un fallo condenatorio contra él. El dato, inconmovible, de que Cristo tuvo miedo nos obliga a replantear nuestras ideas, nos impone una nueva visión: no sólo puede ser lícito el miedo, sino también santo. ¿Es todavía capaz alguien de considerar indigno de los hijos de Dios un sentimiento que el Hijo natural de Dios no se desdeñó de asumir? Avergonzarse hoy un cristiano de sentir temor equivaldría a renegar de Jesús, sería tanto como sonrojarse de ser su discípulo. El miedo puede ser santo. Como todo aquello que toca la mano del Señor, quedó el miedo santificado desde aquella noche terrible bajo los olivos. Y el miedo santificado tórnase santificante (lo mismo que la tristeza purificada puede hacerse purificadora). ¿Por qué el dolor fue tan pronto reconocido y utilizado como fuente de virtud, mientras el miedo ha sido secularmente escarnecido? Ahora que la ascética no atiende, como antiguamente solía, a las grandes, extraordinarias penitencias, descúbrense parcelas del mayor interés espiritual dentro de la vida cotidiana, vulgar, nada hazañosa: la ascética del trabajo, la ascética de la vida matrimonial, la ascética del «pequeño camino» y las cosas insignificantes, la ascética de un cultivo inteligente de los valores humanos... ¿Ha descendido el tono vital del hombre medio? ¿Se ha enriquecido en complejidad el alma humana?

Hace falta mucha madurez—no tanto en el escritor cuanto en la mentalidad ambiente—para que Bernanos escriba esto, tan hermoso y verdadero: «Ved cómo, en cierto sentido, el miedo es, en definitiva, hijo de Dios, rescatado en la noche del Viernes Santo. ¡No es hermoso de ver! Unas veces ridiculizado, maldecido otras, renegado por todos... Y, no obstante, no os engañéis: está a la cabecera de cada agonizante, él intercede por el hombre...»

«Entrado en agonía, oraba con más fervor, y su sudor vino a ser como gotas de sangre que caían sobre la tierra» (Lc 22,44). Sobrecoge pensarlo. Se hace incluso difícil de imaginar.

¿Cómo sería aquel dolor para resolverse así? Fray Luis de León, queriendo ser muy objetivo, da esta explicación admirable: «No entiendo que fue el temor el que le abrió las venas y le hizo sudar gotas de sangre; porque, aunque de hecho temió, porque El quiso temer, y temiendo probar los accidentes ásperos que trae consigo el temor; pero el temor no abre el cuerpo ni llama afuera la sangre, antes la recoge adentro, y la pone a la redonda del corazón, y deja frío lo exterior de la carne, y por la misma razón aprieta los poros de ella. Y así no fue el temor el que sacó afuera la sangre de Cristo, sino, si lo habernos de decir con una palabra, el esfuerzo y el valor de su ánima con que salió al encuentro y con que al temor resistió, ése, con el tesón que puso, le abrió todo el cuerpo» 9.

Aún se podría poner, respecto al temor de Jesús, una pequeña objeción de sabor escolar. Dícese que el temor nace de un daño futuro y que la tristeza nace de un daño presente. Ahora bien, para que el daño sea realmente futuro, parece ser que debe existir alguna esperanza de poder evitarlo, puesto que, de lo contrario, el daño obraría ya en presente y, más que temor, provocaría tristeza. Según esto, sabiendo Cristo que la cruz era para El inevitable, ninguna esperanza pudo abrigar contra ella; por tanto, tampoco pudo sentir verdadero temor. Esta es la objeción que Santo Tomás se hace a sí mismo y a la cual contesta del siguiente modo: «El temor admite una doble consideración: la primera, en cuanto que el apetito sensitivo, por su naturaleza, rehúye la lesión del cuerpo, por la tristeza si la lesión es presente y por el temor si es futura. Así considerado, el temor, igual que la tristeza, fue experimentado por Cristo. La segunda consideración, en cuanto a la incertidumbre del suceso futuro: como cuando por la noche un ruido desacostumbrado provoca en nosotros el temor, porque no conocemos su origen. Y así entendido, no hubo temor alguno en Cristo» 19.

No obstante, podríamos decir que también en este segundo sentido pudo Jesús tener verdadero temor. Todo dependería de la clase de «ciencia» que en aquel momento hubiese querido El utilizar. Por razón de su ciencia beata e infusa, es claro que poseía El una certeza absoluta de que la pasión iba a tener inmediatamente lugar; pero su ciencia adquirida, que era limi-

9 Los nombres de Cristo: BAC, Obras completas castellanas (1951) p•554.
10
Suma Teol. 3,15,7.

tada y progresiva, bien podía en aquel momento ofrecerle aún cierto margen de conjetura o incertidumbre. ¿A cuál de sus saberes prefirió acogerse? Si hemos de juzgar por la súplica que presentó al Padre, parece que era la ciencia adquirida la que en aquella hora usaba: de lo contrario, carecería de sinceridad su imploración. Por otro lado, nos es lícito pensar que en cada instante se sirvió de una u otra ciencia, en uno u otro grado, según más convenía a su obra redentora; concretamente, a la sazón, según uno u otro conocimiento le capacitaba para una aflicción mayor. Valióse, pues, de su saber total y claro sólo para tener bien presente ante los ojos el cúmulo de dolores que le aguardaban. Y, por el contrario, se sirvió de su ciencia limitada en la medida en que el margen de incertidumbre que ésta permite, lejos de procurarle algún alivio con la esperanza de evitar el cáliz, le añadía un nuevo sufrimiento, como suele acontecer en todo peligro, mucho más terrible mientras permanece incierto; cuando al fin se nos revela la solución, aunque ésta sea la más desfavorable, experimentamos un innegable descanso.

Tuvo miedo, desde luego, porque quiso. Si hubiese preferido no temer, habría ido a la cruz con los ojos iluminados, entonando con voz clamorosa el Hallel. Por eso, porque su temor fue una cosa voluntaria y libremente escogida, no puede en modo alguno decirse que careció de intrepidez. Precisamente la libre asunción del temor es un argumento de su valentía. El fue, en verdad, mucho más valeroso que todos los mártires que han marchado al potro o a las llamas como si se encaminaran al paraíso, desafiantes y firmes, superiores, con una rosa en la boca.

Pero fue Cristo, con su miedo, con su temblor, quien ganó para sus mártires aquella gracia de poder ir al suplicio sin miedo ni temblor. Por El las almas triunfan de sus flaquezas, porque El despejó la ruta. «El cáliz de salud es la copa de la pasión, copa amarga y saludable a la vez, que el enfermo no se atrevía a llevar a sus labios si el médico no la hubiese gustado antes» 11.

Vale más que sucedieran las cosas tal como sucedieron. Nuestros desgraciados ánimos se confortan con su debilidad,

11 SAN AGUSTÍN, Serm. 329,2: ML 38,1455.

se enriquecen con su pobreza. Porque aquel miedo, desde el principio, despojó a la pasión de toda grandeza sobrehumana. Todo en ella fue ya simplemente humano y simplemente divino: nada hubo de sobrehumano.

 

3. Su abandono

Llegó Jesús al huerto con sus once discípulos. Luego, de ellos, tomó a tres—Pedro, Santiago y Juan—, y a los demás los despidió, recomendándoles que se quedaran allí mientras El iba a hacer oración. Con aquellos tres apóstoles más íntimos, se internó bajo los árboles.

Caminaron juntos unos metros, y les dijo: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo». Después, según Mateo y Marcos, «se adelantó un poco». Lucas dice: «Se separó de ellos como un tiro de piedra». Espontáneamente preferimos esta última lectura: nuestro insaciable deseo de información se satisface mejor con el detalle, tan preciso y meticuloso, de Lucas. Además, el verbo que éste emplea es más significativo. «Se separó de ellos», se arrancó de ellos: no expresa únicamente el hecho físico de su alejamiento, sugiere también el esfuerzo que le costaba a Jesús desprenderse de aquella última, menguada compañía.

Velad. Velad conmigo. Consejo imperativo del Maestro: «Vigilad, estad alerta, para que podáis vencer la tentación». Súplica encarecida de un hombre agobiado por la angustia y el miedo: «Vigilad conmigo, estad a mi lado, no me dejéis solo».

Los discípulos desoyeron al Maestro; los amigos abandonaron al amigo. La noche iba ya muy avanzada y el cansancio era muy grande. Uno a uno fueron cayendo, rendidos de sueño. Lo mismo que se apagan, una tras otra, las candelas del tenebrario en el Oficio de Tinieblas; sólo una queda encendida. Sólo Jesús, en aquel huerto bañado de luna, permanecía en vela. El amor, según dicen, es más fuerte que la muerte. Digamos que el sueño es más fuerte que el amor. Asegura Lucas que se durmieron «de tristeza». Contra la tristeza hay remedios que hemos dado en llamar heroicos. Jesús les había recomendado: «Vigilad y orad». Vigilad y orad contra la tristeza precisamente, pues el mismo Santiago escribirá después: «¿Está triste alguno de vosotros? Haga oración» (Sant 5,13). Pero contra la tristeza existen también otras medidas menos gloriosas: el sueño, por ejemplo, ese modesto paraíso que ni siquiera a los esclavos ni a los criminales se niega. El sueño como refugio, como asilo, como posibilidad de huida. El sueño, también, como recurso del instinto de conservación. Los seres imperfectos tienen, aun sin querer, organizadas sus pobres defensas.

«Y viniendo a los discípulos los encontró dormidos, y dijo a Pedro: ¿De modo que no habéis podido velar conmigo una hora? Vigilad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es flaca. De nuevo, por segunda vez, fue a orar, diciendo: Padre mío, si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. Y, volviendo otra vez, los encontró dormidos; tenían los ojos cargados. Dejándolos, de nuevo se fue a orar por tercera vez, diciendo aún las mismas palabras. Luego vino a los discípulos y les dijo: Dormid ya y descansad» (Mt 26,40-45).

Resalta, en primer término, la obstinada infidelidad de estos hombres a las exhortaciones de Cristo, su incomprensión, su falta de solicitud... Pero cuando los teólogos se han preguntado acerca del valor de su conducta, unánimemente los han absuelto de pecado grave; la misma sentencia pronuncian sobre su huida, esa fuga cobarde que emprenderán en cuanto su Maestro sea maniatado: éste les había dado permiso para marcharse (Jn 18,8).

¿Qué sabían ellos? Eran como niños que asisten a una de esas tragedias que exceden sin tasa su capacidad de entendimiento. ¿No habéis visto qué es lo que hacen los niños pequeños cuando su madre agoniza? Si una mano piadosa no se ha ocupado de alejarlos, ellos se distraen con los frascos y las cajas, preguntan a la moribunda si el sábado les llevará al cine; al final acaban durmiéndose, acunados por las oraciones de la recomendación del alma. ¿Qué podían entender, de lo que estaba pasando allí, Pedro, Juan y Santiago? ¿Y qué sabía lo que se decía Clodoveo cuando mostró su indignación contra los tres apóstoles? El obispo Remi estaba catequizando al monarca bárbaro, y le contó el episodio del prendimiento; entonces Clodoveo gritó: «!Si yo hubiera estado allí con mis huestes!» Nosotros, los que estamos de sobra informados, los que tenemos bien medida y despreciada la repercusión de nuestras infidelidades, los que sabemos muy a ciencia cierta a qué hora van a llegar otra vez los enemigos; nosotros, los que, sin comprender la magnitud de la tristeza de Cristo, sabemos, sin embargo, que es incomprensible justamente por ser tan grande..., nosotros somos los verdaderos culpables.

Decíamos que en el relato de Getsemaní destacan sobre todo las reiteradas muestras de flaqueza que dan los discípulos: tres veces acude Jesús junto a ellos y tres veces los encuentra dormidos. Sin embargo, después de leer con detenimiento esa página, ¿no resulta mucho más significativo y conmovedor el puro hecho de que Jesús se levante tres veces de la oración para ir en busca de sus amigos? Impresiona contemplar este desasosiego del Hijo del hombre, esta implacable necesidad suya de buscar consuelo, sea en el cielo o sea en la tierra; esta patética agitación pendular que lo lleva de un sitio a otro, del Padre insensible a los hermanos dormidos, y de éstos nuevamente hasta la peña regada de sangre... Crucificado en el aire, entre el cielo y el suelo, bajo un cielo de plomo, sobre un suelo de púas.

Pero ¿qué podía encontrar El en aquellos hombres? Una comprensión a lo sumo muy superficial, una adhesión de epidermis, una mansa mirada, alguna promesa muy frágil y presuntuosa en exceso. Lo cual, no obstante, aunque poco, era algo: un calor de humanidad. Y aun eso le es negado una y otra vez. ¿Recordó aquel sollozo del salmo? «Esperé que alguien se compadeciese de mí, y no hubo nadie; alguien que me consolase, y no lo hallé» (Sal 69,21). Unicamente le quedaba el calor de la tierra, la fraternidad de la tierra, poder meter la mano dentro de la tierra.

Jesús estuvo solo, perfectamente solo. Era, sin embargo, como un desierto poblado de fantasmas gimientes: en torno de El, la humanidad entera dolorida, entregándole febril todas sus congojas y sufrimientos para que los hiciera suyos, para que quedasen benditos.

«Luego vino a los discípulos y Ies dijo: Dormid ya y descansad». La frase no tiene sentido directo, no quiere decir que Cristo, en vista de la inutilidad de sus recomendaciones, transigiese ya con ellos y les permitiera dormir, puesto que, «estando El hablando todavía, llegó Judas». La frase posee un sentido irónico, tiernamente irónico. No hay burla ninguna en los labios del Salvador, sino una piedad inmensa. Ahora que los ve en peligro, quisiera protegerlos más que nunca, decirles cómo les ama a pesar de todas sus debilidades. Cuando, acto seguido, los esbirros del sanedrín se presenten para prenderlo, El les dirá con toda la autoridad de que es capaz todavía: «Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos» (Jn 18,8). Será la última gestión que haga en vida a favor de ellos. Será la última preocupación, su cuidado postrero: «Para que se cumpliese la palabra que había dicho: No he perdido a ninguno de aquellos que me diste».

En aquella noche sin parangón, ¿no hizo nada el Padre por aliviar a su Hijo? Lucas nos dice que «un ángel del cielo se le apareció para confortarle».

Nueva medida para estimar su anonadamiento. El autor de la epístola a los Hebreos se propuso ensalzar la superioridad de Cristo sobre los ángeles, y escribió así: «¿A cuál de los ángeles dijo alguna vez: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy? Y luego: Yo para El seré Padre y El será Hijo para mí. Y cuando de nuevo introduce a su Primogénito en el mundo dice: Adórenle todos los ángeles de Dios. De los ángeles dice: El que hace a sus ángeles espíritus y a sus ministros llamas de fuego. Pero al Hijo: Tu trono, ¡oh Dios!, subsistirá por los siglos de los siglos; cetro de equidad es el cetro de tu reino. ¿Y a cuál de los ángeles dijo alguna vez: Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos por escabel de tus pies? ¿No son todos ellos espíritus administradores, enviados para servicio en favor de los que han de heredar la salud?» (Heb 1, 5-8.13-14). Pero a Aquel que es superior a todos los ángeles y potestades celestes, Dios quiso hacerlo inferior (Heb 2,7). Hasta que por su resurrección no sea levantado de nuevo a su rango natural, «por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación» (Ef 1,21), seguirá siendo inferior a los ángeles, capaz de recibir de ellos consolación y bálsamo.

Un ángel descendió y le trajo refrigerio. No se postró a sus pies para glorificarle: «Tú eres, Señor, el Fuerte, el Eterno, el Dios de los ejércitos». No; simplemente le confortó, recordándole los bienes y ganancias de su pasión, presentándole materia para que ejerciese el hábito de su ciencia infusa.

Nadie puede saber el consuelo efectivo que tal visita le procuró. Sólo sabemos que El hizo del consuelo un uso sobrio y casto. Lo cual es también una lección muy oportuna para nosotros, tan aficionados a buscar gustos sensibles en la oración, gustos que vorazmente agotamos, gustos que amamos quizá más que a Aquel que los envía... Un alma que haya meditado muy seriamente alguna vez sobre Getsemaní, se avergonzaría de pedir insistentemente alivios a quien tan privado anduvo de ellos; más bien se limitará a poner sus angustias junto a las angustias del Hijo. Es muy probable que esta compañía en el común desamparo le reporte a la larga más firme consuelo que todas las dulzuras.

Getsemaní será ya lugar de cita para las almas aprovechadas. «Muchos años—escribe Santa Teresa—, las más noches antes que me durmiese, cuando para dormir me encomendava a Dios, siempre pensava un poco en este paso de la oración del Huerto, aun desde que no era monja, porque me dijeron se ganavan muchos perdones; y tengo para mí que por aquí ganó muy mucho mi alma, porque comencé a tener oración sin saber qué era, y ya la costumbre tan ordinaria me hacía no dejar esto como el no dejar de santiguarme para dormir» 12.