CAPÍTULO XXXVI

ÚLTIMA CENA

1. Dibujo y pintura de la única Pascua

Para el evangelista Juan tienen en la vida de Jesús las Pascuas una rara importancia. Menciona expresamente, como tres jalones, las tres Pascuas de su vida pública, y la última es señalada de antemano nada menos que tres veces (Jn 2,13.23; 6,4; 11,55; 12,1; 13,1). No carece de sentido semejante manera de precisar. Una tras otra, esas sucesivas fechas litúrgicas iban aproximando a Cristo a la gran Pascua o tránsito del mundo al Padre. Todos los cristianos debían así computar su vida por Pascuas, como lo hace el estudiante por años escolares, como lo hace el viñador por vendimias.

Ahora ha llegado la última Pascua.

Juan y Pedro tienen ya aparejado todo lo necesario para la cena. Llevaron el cordero al templo y derramaron su sangre al pie del altar de los holocaustos; luego lo han asado concienzudamente. Han preparado también las hierbas amargas y la salsa del haroset, los panes ácimos, el vino y el agua de las purificaciones. Todo está dispuesto. El banquete va a tener lugar en casa de María, madre de Marcos. Una mansión cómoda y espaciosa: después de la Ascensión se reunirán aquí ciento veinte personas para esperar al Paráclito. Al encomendar a sus dos discípulos más íntimos la ejecución de tales preparativos, ha preferido Jesús no publicar la dirección exacta de esta casa: importa mucho que Judas no se adelante en sus maquinaciones y les deje cenar en paz. Por eso les ha hablado enigmáticamente: «Id a la ciudad y os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle, y donde entre, diréis al dueño de la casa: el Maestro dice: ¿Dónde está mi sala para comer la Pascua con mis discípulos?» (Mc 14,13-14).

Todos los judíos están obligados a celebrar solemnemente esta ceremonia, que, por orden expresa de Yahvé Sebaot, mantiene vivo cada año el recuerdo de aquella singular merced, cuando Israel fue liberado de la tiranía egipcia.

Yahvé dijo a Moisés y Aarón en tierra de Egipto: Este mes será para vosotros el comienzo del año, el mes primero del año. Hablad a toda la asamblea de Israel y decidles: El día diez de este mes tome cada uno, según las casas paternas, una res menor por cada casa. Si la casa fuere menor de lo necesario para comer la res, tome a su vecino, al de la casa cercana, según el número de personas, computándolo para la res según lo que cada cual puede comer. La res será sin defecto, macho, primal, cordero o cabrito. Lo reservaréis hasta el día catorce de este mes, y todo Israel lo inmolará entre dos luces. Tomarán de su sangre y untarán los postes y el dintel de la casa donde se coma. Comerán la carne esa misma noche, la comerán asada al fuego, con panes ácimos y lechugas silvestres. No comerán nada de él crudo, ni cocido al agua; todo asado al fuego, cabeza, patas y entrañas. No dejaréis nada para el día siguiente; si algo quedare, lo quemaréis. Habéis de comerlo así: ceñidos los lomos, calzados los pies y el báculo en la mano, y comiendo de prisa, pues es el paso de Yahvé. Esa noche pasaré yo por la tierra de Egipto y mataré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los animales, y castigaré a todos los dioses de Egipto. Yo, Yahvé. La sangre servirá de señal en las casas donde estéis; yo veré la sangre y pasaré de largo, y no habrá para vosotros plaga mortal cuando yo hiera la tierra de Egipto. Este día será para vosotros memorable y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé de generación en generación. Será una fiesta a perpetuidad (Ex 12,1-14).

Han entrado ya todos en el comedor. En el cielo brillan las primeras estrellas; puede, por tanto, empezar el banquete. Acomódanse alrededor del triclinium, tendidos sobre divanes. Se ha modificado ligeramente el ceremonial primitivo: no se cena ahora de pie ni con prisas, puesto que ya los hebreos no son esclavos, como en Egipto, sino señores. El rito de las cuatro copas irá marcando al desarrollo del festín su lento compás. Se comienza escanciando el primer vaso. En seguida es bendecido el vino y el Día, según Hillel; o el Día y el vino, según Shammai. Traen luego las hierbas, los panes ácimos y el haroset; se trata de una salsa muy espesa, a base de higos, almendras y avellanas machacadas, con vinagre y otros aromas; una salsa que, por su color, debe recordar a los comensales el barro con que sus padres fabricaban adobes bajo el látigo de los capataces egipcios. Circula a continuación la segunda copa de vino, mas no sin antes haber bebido todos unas gotas de agua salada para conmemorar las lágrimas de la esclavitud. Tiene el cordero el vivo sabor de las hierbas aromáticas, del laurel, orégano y albahaca. Jesús, en este momento, como presidente de la asamblea y con arreglo al minucioso protocolo del Pesahim, explica el significado de la fiesta. «Cuando os preg unten vuestros hijos: ,Qué significa para vosotros este rito?, les responderéis: Es el sacrificio de la Pascua de Yahvé» (Ex 12, 26-27). Las palabras de Cristo son más concisas, más breves que en años anteriores: como si tuviera prisa por hacer algo más importante. Luego recitan todos la primera parte del Hallel. Se llena, hasta los bordes, la tercera copa: un tercio de vino y dos de agua. La cena es ahora copiosa, no regulada ya por el ceremonial, con manjares muy diversos. Tras una señal del presidente, monótonos y lentos, resuenan los versos que corresponden a la segunda parte del Hallel.

Le amo, porque Yahvé oye la voz de mis súplicas.

Porque inclinó a mí sus oídos en los días en que le invoqué. Me habían asido los lazos de la muerte, habíanme sorprendido las ansiedades del sepulcro, todo era angustia y afán para mí. E invoqué el nombre de Yahvé: Salva, ¡oh Yahvé!, mi alma. Yahvé es misericordioso y justo; sí, nuestro Dios es piadoso. Protege Yahvé a los desvalidos. Yo era un mísero y El me socorrió.

Vuelve, alma mía, a tu quietud, porque Yahvé fue generoso contigo.

Porque libró mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la vacilación.

Y andaré en la presencia de Yahvé, en la tierra de los vivientes.

Lleno estaba de confianza, aun cuando decía: Estoy afligido en exceso.

Habíame dicho en mi abatimiento: Todos los hombres son engañosos.

¿Qué podré yo dar a Yahvé por todos los beneficios que me ha hecho?

Tomaré el cáliz de la salud e invocaré el nombre de Yahvé. Cumpliré los votos que he hecho a Yahvé en la presencia de todo su pueblo.

Es cosa preciosa a los ojos de Yahvé la muerte de los justos. ¡Oh Yahvé! Siervo tuyo soy, siervo tuyo e hijo de una esclava tuya. Tú rompiste mis cadenas.

Te ofreceré sacrificio de alabanza e invocaré el nombre de Yahvé.

Cumpliré mis votos hechos a Dios en la presencia de todo su pueblo.

En los atrios de las casas de Yahvé, en medio de ti, Jerusalén.

¡Aleluya!

Jesús ha recitado el salmo entero, salmo 116, con voz firme, pero con un particular acento que sus discípulos no estaban habituados a escuchar.

Todos beben, finalmente, la cuarta copa.

He aquí la última cena pascual de Cristo tal y como se la imaginaría alguien que no tuviera acerca de ese banquete otros datos que las prescripciones contenidas en el Pesahim, alguien que a lo sumo supiera que Jesús al día siguiente iba a morir.

Pero el evangelio ha enriquecido considerablemente nuestra información y nos ha transmitido detalles muy particulares, valiosísimos. El texto sagrado nos dice que Jesús, según propia confesión, deseó ardientemente comer esta Pascua con los apóstoles. Nos habla luego de la rivalidad que entre éstos se puso a la sazón de manifiesto, pues empezaron a discutir acaloradamente sobre cuál de ellos era el mayor; con mucha paciencia, el Maestro les exhortó ala humildad y al servicio mutuo. Y para mejor inculcarles estas disposiciones, quiso darles ejemplo: se ciñó una toalla y comenzó a lavar a todos los pies, no sin antes haber tenido que vencer la resistencia de Pedro, que en principio se negó rotundamente.

Humildad muy profunda y amor sin parangón. En efecto, después de cenar va a promulgar su ley, bien resumida y memorable: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13,34). ¿Por qué lo llama nuevo? ¿Es que no existía en la antigua moral el precepto del amor? Prácticamente, el carácter universal de este afecto por Cristo predicado, de este amor que abarca a todos los hombres sin excepción, constituye una indudable novedad. Sin embargo, aquí la palabra nuevo no parece expresar de suyo ninguna relación a leyes anteriores. Representa más bien una cualidad absoluta; mejor que decir algo desconocido, o insólito, u original, o sustitutivo de otra cosa caducada, significa algo simplemente perfecto. «La ley nueva es cosa distinta, y mucho más que una nueva ley» 1. Es nuevo también porque Cristo lo ha hecho todo nuevo, porque con El se inaugura una nueva existencia (Ap 21,5). ¿No equivale el mandamiento «nuevo» al mandamiento «mío»? (Jn 15,12). Es el precepto de Jesús, porque éste, al intimarlo, propónese como modelo y dechado para su feliz cumplimiento: «Arnaos como yo os he amado». He aquí una inopinada novedad, la novísima formulación del mandato: ya éste no consiste tanto en que el hombre debe amar a su prójimo «como a sí mismo», sino que debe amarlo como Cristo nos amó. Y ¿cómo nos amó Cristo? Juan da la respuesta: «hasta el fin» (Jn 13,1). Hasta el extremo último, hasta un grado irrebasable, hasta la muerte. Por eso el mismo Juan exhortará más tarde: «Como dio Cristo la vida por nosotros, así nosotros debemos darla por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16). Durante el discurso que tendrá lugar después de la cena pronunciará Jesús esta frase: «Vosotros seréis mis amigos si hacéis las cosas que os he mandado» (Jn 15,14). Ya sabemos qué es lo que nos ha mandado, ya conocemos su mandamiento. ¿Puede darse una razón más poderosa para la caridad? Según El, ésta constituye el índice, preciso y elocuente, de nuestra fidelidad a su amor.

1 SAN BUENAVENTURA, Domirl. 1 Adv. serm.19,

Otras cosas también, muy singulares, sucedieron durante la comida pascual.

La presencia de Judas el traidor impone un aire patético a la escena. No puede ocultar Jesús la angustia que este hombre le produce, no puede menos de hacer constantes alusiones a su perfidia. ¿Quería aún atraerlo, desarmarlo, procurarle una última oportunidad de retractación? «Vosotros estáis limpios, aunque no todos» (Jn 13,10). Un rato después insiste: «No hablo de todos vosotros, yo sé a quiénes he escogido; pero tenía que cumplirse la Escritura: El que come mi pan, levantó contra mí su calcañar» (Jn 13,18). Y un poco más tarde: «En verdad os digo que uno de vosotros me entregará» (Jn 13,21).

Estremece pensar esto: luego que Jesús acabó de lavar los pies a Judas, le miró largamente—¿con qué ojos que no sean tiernos puede mirarnos alguien que está arrodillado ante nosotros?—, pero Judas sostuvo esa mirada, desafiante, implacable, contumaz. O pensar que Judas—¿cínico?, ¿temeroso de ser delatado?—, después que el Salvador aseguró que uno de los presentes lo iba a entregar, preguntó como todos: «Maestro, ¿por ventura soy yo?» (Mt 26,25). O pensar esto otro: Jesús ofreció con su propia mano un bocado a Judas, y éste lo comió; acto seguido, salió para parlamentar con el sanedrín. «Era de noche», anota Juan (Jn 13,30).

Después que el traidor se marchó, tal vez Cristo invitó a los que quedaban—«todos vosotros estáis limpios»—a acercarse más a El, a estrechar el círculo. Ahora va a ocurrir lo inenarrable. Jesús tiene en las manos un trozo de pan...

Es la noche de la Pascua. Pero ¿de qué Pascua? San Juan Crisóstomo escribe de manera inmejorable: «En una misma mesa se celebran las dos pascuas, la de la figura y la de la realidad. Así como los pintores, en la misma tabla, trazan primero las líneas del contorno y añaden luego los colores, así hizo también Cristo» 2. Era la Pascua hebrea no más que un diseño, el tosco y elemental ensayo que prefiguraba lo que esta noche, en casa de María, madre de Marcos, está aconteciendo. (Acostumbrábase en tal ocasión reservar un cubierto para Elías profeta, anunciador del Mesías, y mantener de par en par

2 In prodit. Iudae 1,4: MG 49,379.

abierta la puerta de la estancia para no impedir su venida; era como un rito más de la expectación. Robert Arón, un historiador hebreo de nuestros días empeñado en el cordial acercamiento entre judíos y cristianos, se pregunta: «En la comida de la cena que precedió a su pasión, Jesús ¿había conservado un lugar para el enviado del Mesías? ¿Había dejado abierta la puerta para recibirle o bien había preferido cerrarla detrás de sus apóstoles y él?» 3. Este interrogante no tiene para nosotros sentido, aunque nos resulte bien conmovedor en labios de Arón.)

Jesús ha anticipado de forma sacramental—«mi cuerpo entregado», «mi sangre derramada»—el sacrificio que va a consumar al día siguiente.

Pascua significa «paso, tránsito» (Ex 12,11). Primeramente, el paso del ángel exterminador por delante de las tiendas marcadas con la sangre del cordero, respetando la vida de los primogénitos de Israel; es «pasar de largo». Luego, el paso del pueblo elegido por el mar Rojo hacia la tierra prometida; es «pasar a través». Pero todo esto no era más que sombra y figura, esquemáticas líneas a lápiz. Juan dio el verdadero contenido a la palabra, al esbozo, cuando escribió: «Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre...» (Jn 13,1).

El cordero inmolado es Jesucristo (i Cor 5,7). Competirán luego los Padres en la tarea de buscar jugosos simbolismos. Las distintas partes del animal, sobre las cuales el Exodo hacía muy precisas observaciones, ostentan ciertas correspondencias con los misterios de Jesús. La cabeza significa la divinidad; las patas, la encarnación al fin de los siglos; las entrañas, las verdades ocultas y reservadas al conocimiento místico. O bien la cabeza simboliza su primera encarnación, mientras que su parusía final está representada en las patas. Tal vez cabeza, patas y entrañas aluden a la altura, longitud y profundidad del amor de Jesús (Ef 3,18), ninguno de cuyos huesos fue quebrantado (Jn 19,36), ya que no estaba permitido romper hueso alguno del cordero pascual. Y aquellos cuatro días que debían mediar entre la elección de la res y su inmolación, ¿no anuncian el tiempo intermedio entre el prendimiento y

3 Los años oscuros de Jesús (Taurus, Madrid 1963) p.123.

la muerte del Cordero? Las hierbas amargas guardan una clara referencia a las amarguras de la pasión.

¿Y por qué no contemplar, en esas hierbas de ingrato sabor, la tristeza sobrenatural de quien con mucha contrición se acerca al convite de Cristo? No omiten tampoco los Padres sus aplicaciones ascéticas, tan arbitrarias como justas. Hay que ceñirse los lomos con el cíngulo de la penitencia, o de la castidad, o de la sumisión a la letra del evangelio. El báculo representa la esperanza, la cual nos mantiene mientras peregrinamos por la tierra. También el pan ácimo alude a esta nuestra condición fugaz sobre el mundo; mientras el pan fermentado simboliza la instalación, la vida arraigada, pingüe y estable, el pan ácimo es «el pan de la aflicción» (Dt 16,3). ¿Y cómo silenciar la recomendación del Apóstol? «Alejad de vosotros la vieja levadura para ser masa nueva, como sois ácimos, porque nuestra Pascua, Cristo, ya ha sido inmolada. Así, pues, festejémosla, no con la levadura de la maldad y la malicia, sino con los ácimos de la pureza y la verdad» (1 Cor 5,7-8).

«Tomad y comed». «Bebed todos de él».

Todo sacrificio conduce a una suerte de comunión con Dios. Abriga el oferente la esperanza de ponerse en contacto con Aquel a quien presenta la oblación; intenta participar de su vida en algún sentido. En torno a la mesa donde las ofrendas descansan, se sientan los hombres para comer de aquello que, tras haber sido aceptado por Dios, ha pasado a ser posesión divina, de la cual El tomará y con ella benévolamente se dignará obsequiar a sus criaturas, que son sus huéspedes, puesto que el altar es la «mesa de Yahvé» (Ez 41,42; Mal 1,7. 12). Por eso siempre la comunión ha formado parte integrante del sacrificio eucarístico; por eso fue un sacrificio de comunión, un cordero pascual, y no un holocausto, la figura elegida para representar el sacrificio de Jesús (1 Cor 5,7), prueba de que este sacrificio no pertenece exclusivamente al plano jurídico como mero acto destinado a saldar una deuda.

El fruto de tal sacrificio consiste en que el hombre, hasta ahora aborrecido de Dios, tórnase agradable a sus ojos, apto para ser admitido al convite celeste: «para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino» (Lc 22,30). La conexión de este convite futuro con el banquete sacrificial, eucarístico, Jesús mismo se encarga de hacerla explícita mientras sostiene una copa entre los dedos: «Os digo que ya no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mt 26,29).

La cena, esta segunda parte de la cena, es ya un banquete escatológico, porque pertenece a los tiempos mesiánicos, recién inaugurados, los tiempos de aquella felicidad futura que los profetas describieron sobre manteles repletos: «Vosotros, los que tenéis sed, venid a las aguas; venid los que carecéis de dinero; escuchadme y comeréis lo que es bueno, y vuestra alma se deleitará con manjares opíparos» (Is 55,1-3).

Santo Tomás precisa: «La eucaristía no nos introduce inmediatamente en la gloria, pero nos concede el poder llegar allí; por eso se llama viático» 4.

La cena pascual era un sacrificio: «el sacrificio de la Pascua de Yahvé» (Ex 12,27). La eucaristía lo es también, como representación incruenta, pero real—no como símbolo—del sacrificio de la cruz.

En todo sacrificio se distinguen dos tiempos: la oblación del hombre y la aceptación de Dios. Ofrece el hombre su don a la divinidad después de realizar sobre él todas las operaciones de lustración y purificación que tienden a hacer más digna su oblata, segregada ya de todo uso profano. Cuando se utiliza el fuego, éste corona perfectamente la consagración de la ofrenda, ese fuego que es «combustión de Yahvé» (Lev 2,16). Así, el don del hombre sufre una saludable transformación, prueba de que ha sido acepto a Dios, de que se ha convertido en «pan de Yahvé» (Lev 21,6.8).

La muerte del Salvador constituye esa primera parte de todo sacrificio, esa fase que consiste siempre en urea donación: «Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros» (Le 22,19). El Hijo del hombre no vino al mundo para otra cosa sino «para dar su vida» (Mt 20,28). Pablo describirá muchas veces su muerte con estas simples palabras: «Se dio a sí mismo, se entregó» (Gál 1,4; 2,20; Ef 5,2.25; 1 Tim 2,6; Tit 2,14). Mediante su sacrificio, Cristo entregó al Padre aquello que en El no pertenecía aún a la trascendencia divina, aquello que en cierto sentido poseía una existencia profana—es decir, no separada

4 Suma Teol. 3,79,2 ad 1.

del mundo profano—, aquello por lo cual Cristo se encontraba todavía en el atrio del templo, capaz aún de entrar en el santuario (Heb 9,24). Al morir, Cristo atravesó el fuego del umbral, las llamas de la transformación. La segunda parte del sacrificio, la aceptación por parte de Dios, vino a demostrarse de forma bien manifiesta en la glorificación que en seguida el Padre hizo de su Hijo, colocándolo a su diestra con indescriptibles honores. Verdaderamente el sacrificio de Jesús fue un «sacrificio de olor agradable» (Ef 5,2).

El pan y el vino eucarísticos guardan en su seno, condensada, la historia de la dolorosa transmutación operada en Jesucristo. Este era el grano de trigo arrojado en el surco: «Si el grano de trigo no muere...» (Jn 12,24). Etapas de dolor: la muerte del grano escondido; luego será aventado en la era; después, triturado en el molino; cocido, más tarde, en el horno. La uva también, antes de convertirse en vino, habrá de ser pisada en el lagar, tendrá que someterse a la fermentación.

El símbolo de la vid, elegido por el mismo Cristo, facilita el recuerdo de sus muchos sufrimientos, devotamente enumerados por San Buenaventura 5. Efectivamente, la vid no se siembra, se planta: así Jesús fue transplantado del seno de Dios al seno de la Virgen, al cual bastó, para su florecimiento, el riego del Espíritu Santo. La vid fue luego sometida a una minuciosa poda: le fue arrancada la gloria con el cuchillo de la ignominia, el deleite con el cuchillo del dolor, el poder con el cuchillo de la pobreza, la amistad con el cuchillo del temor. No faltó tampoco la cava de esta bendita vid mediante la falsedad de los conspiradores; ni las ligaduras: el cordel de la obediencia, la atadura del prendimiento y de la columna, los vínculos de los clavos. ¿No fue toda la existencia terrestre de esta Vid existencia de continuos trabajos y aflicciones?

¿No fue toda su vida una preparación para el sacrificio? Jean du Bos pintó en el siglo xv un cuadro que es como una puntual lección de teología. Ocupa el lugar central de la tabla una austera y amable Virgen, revestida con las ropas pontificales del Antiguo Testamento. Junto a ella está su Hijo, en actitud de recibir. La leyenda, que nace de las manos de un hombre postrado, dice así: Digne vesture au Preste Souverain. Esto es verdad. Cristo tomó de su Madre el cuerpo que le

5 Vitis Mysticá c.1-q.

permitía subir al altar del holocausto. En el seno de aquella mujer, como en muy limpia y aderezada sacristía, cubrióse con los ornamentos sacerdotales. La carne era la vestidura para su misa, y también la hostia de su misa. Por eso resume espléndidamente San Agustín: «Nuestro Sacerdote recibió de nosotros lo que por nosotros iba a ofrecer: nuestra carne» 6.

Toda su vida fue un encaminarse sin titubeos hacia el altar. La pasión fue su misa, y cuando exclamó, con voz potente, Consummatum est, fue en realidad Ite, missa est lo que dijo.

Y la misa continúa en estas misas nuestras, que prolongan indefinidamente el sacrificio del Calvario. Porque Jesús no se limitó en su cena última a consagrar el pan y el vino, sino que dio a sus discípulos potestad para repetir el portento con sus propias manos, con su propia boca, hasta la consumación de los siglos. «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1 C0r 11,24). Junto con la eucaristía, instituyó el sacerdocio, que ha de durar, lo mismo que aquélla, «hasta que el Señor venga» (1 Cor 11,26).

Así como en la eucaristía y en la cruz vino a resumirse la vida íntegra del Salvador, enderezada toda ella a ese punto culminante, así nuestra misa es una concentración de todos los misterios de Cristo. De forma inversa, el año litúrgico, a lo largo del cual se van pausadamente conmemorando dichos misterios, no es en realidad más que una larguísima misa mayor, una misa desarrollada para el mejor aprovechamiento de los espíritus. El carácter circular de este año litúrgico alude a la eternidad quieta, redonda, perfecta, en que está guardado, y operante, el sacrificio que un día, «una vez por todas» (Heb 9,26), se cumplió.

Del mismo modo que el pan, nuestro pan terreno, se convierte en cuerpo de Cristo, así también el momento de la celebración, nuestro tiempo fugitivo, transfórmase en eternidad, La naturaleza y el tiempo son consagrados en el misterio universal y permanente de la eucaristía.

Todos los días de la historia, en todos los lugares del mundo, la eucaristía perpetúa el sacrificio del Señor, vencedor de las limitaciones del tiempo y del espacio,

        4 Enarr. in Ps. 129,1-3: ML 37,1791

Cristo proclamó la continuidad de este sacrificio con los sacrificios de la alianza antigua al escoger, para la institución de la eucaristía, el momento preciso de una cena pascual. Obsérvese, sin embargo, que no sólo hay continuidad, sino también ruptura. ¿Por qué no tomó el cordero, la víctima propiamente mosaica, como materia de consagración?

De todos es sabido que las inmolaciones sangrientas corresponden a un estadio de imperfección en la historia de Israel. Yahvé se limitaba a tolerarlas benignamente en atención a la naturaleza de aquel pueblo: «a causa de su índole carnal, de su corazón de piedra, y para evitarles caer en la idolatría» 7. Pero su predilección no se dirige hacia esos holocaustos. Por eso Jesús va a preferir, para el sacrificio del Nuevo Testamento, otra realidad más simple y más pura. El relato evangélico de la cena ni siquiera menciona el cordero; tan sólo nombra el pan y el vino. Jesús tomó un cáliz de vino. Jesús tomó un pan; el texto griego no lleva artículo: se trataba, pues, de un pan cualquiera, un trozo de aquellos que estaban sobre la mesa.

El pan y el vino, por ser cosas universales y elementales, son símbolos muy aptos para representar tanto la universalidad de la nueva economía, no restringida ya a un pueblo particular, como la asunción de todo el cosmos, de la creación entera, en la gran obra realizada por el Primogénito de toda criatura.

Cristo no es un sacerdote de la dinastía de Aarón, sino que pertenece al «orden de Melquisedec» (Heb 5,10), el hombre adrede desdibujado y casi simbólico—«sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio de sus días ni fin de su vida» (Heb 7,3)—, aquel hombre que presentó a Abraham, en un gesto transido de religiosidad, pan y vino. Muy pocos días antes del jueves en que tuvo lugar la santa cena, se describió Jesús a sí mismo, utilizando el salmo 110, como el gran pontífice prefigurado en el sacerdocio de Melquisedec (Mt 22,41-46).

Jesús tomó el pan y el vino y los convirtió en su carne y sangre. Era la Pascua, el tránsito: el paso de la primera alianza a la segunda y definitiva, el paso de Israel a la Iglesia, no limitada ya por frontera alguna. Ahora ya, «desde levante has-

7 SAN AGUSTÍN, In IO. Evang. 10,4: ML 35,1468.

ta poniente, mi nombre es grande entre los pueblos, y en todo lugar se sacrifica y se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Mal 1,11).

Nadie será capaz de explicar ni de comprender lo que ocurrió aquella noche del Jueves Santo, lo que sigue aconteciendo cada vez que un sacerdote pronuncia cinco palabras sobre un trozo de pan. Todos los esfuerzos del pensamiento son incapaces de penetrar ese núcleo velado que sólo admite una palabra, la palabra que la Iglesia introdujo en el mismo corazón del momento eucarístico: mysterium fidei.

Ninguna lengua, de hombre ni de ángel, podrá nunca alabar suficientemente el designio de Cristo al instituir su eucaristía; nadie podrá jamás ponderar con adecuadas palabras el valor de la santa misa. Pero cosas muy hermosas se han escrito ya en honra y gloria del misterio y para enseñanza de las almas. Fray Antonio de Molina, monje de Miraflores, escribió hace tres siglos y medio esta página excelente:

«Si se junta la caridad que han tenido todos los hombres desde el principio del mundo hasta ahora, y tendrán los que hubiere hasta el fin dél, y los merecimientos de todos y las alabanzas que han dado a Dios; aunque entren en esta cuenta los tormentos y pasiones de todos los mártires, que con tanta caridad y tan heroica fortaleza ofrecieron sus vidas por la honra de Dios; y los exercicios y virtudes de todos los santos, confesores, patriarcas, profetas, monjes, anacoretas, solitarios y todos los demás que, con otro género de martirio más prolijo y en alguna manera más dificultoso y penoso, se hicieron verdugos de sí mismos y se martirizaron con ayunos, vigilias, penitencias y mortificaciones; y, finalmente, junta toda virtud y perfección que ha habido y habrá en todos los santos hasta que se acabe el mundo, y todos sus merecimientos, y los servicios que hicieron a Dios y le harán, aunque sean los mayores y más heroicos que se puedan pensar. Todo esto junto no da a Dios tanta honra ni tan perfecta alabanza, ni se agrada tanto, como una sola misa, aunque sea dicha por el más pobre sacerdote del mundo» 8.

La Iglesia se ha esmerado en rodear del máximo honor la celebración del santo misterio. Toda su liturgia tiende a de-

8 Instrucción de sacerdotes (Pamplona 1715) p.193.

corar y agradecer esa Pascua constante por la cual, junto con Cristo, pasamos los cristianos del mundo al Padre. La semilla de estos oficios, alabanzas y júbilos estaba ya en el pecho de María, la hermana de Aarón, cuando cogió un tamborcillo para festejar la pascua o paso de Israel a través del mar Rojo; y decía: «Cantad a Yahvé, que ha hecho resplandecer su gloria, precipitando en el mar al caballo y al caballero» (Ex 15,22).

 

2. Sermón de despedida: de la tristeza y el gozo

Después de leer y releer cuanto las Escrituras nos dicen acerca de lo sucedido en la noche del jueves, no podemos evitar esta impresión predominante: Jesús, aquella noche, se sentía muy solo.

«Mis pequeños hijos, todavía estaré un poco entre vosotros. Me buscaréis, y, como les dije a los judíos: Adonde yo voy, vosotros no podéis venir, también os lo digo a vosotros ahora». Simón Pedro le pregunta adónde va, porque quiere ir con El, porque está dispuesto a morir con El. Cristo le mira con infinita pena y trata de desengañarle; mansamente, sin enojo ninguno, le anuncia su deserción (Jn 13,33-38). Más adelante vuelve a predecir: «He aquí que llega la hora, y ya ha llegado, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y a mí me dejaréis solo» (Jn 16,32).

¿Le dejarán, en futuro? No, ya le han dejado. En estos momentos Jesús se encuentra ya solo, perfectamente solo. Su conocimiento de lo que va a ocurrir lo tiene aislado, sin que pueda comunicarse con sus amigos, porque son incapaces de entender; nada puede explicarles, no puede descansar en ellos, toda adhesión le es negada. Está triste con esa tristeza del que marcha delante, solo, despegado de toda humana compañía. Mas tampoco puede permanecer en silencio, porque antes de ir a la muerte tiene aún muchas cosas que decir, cosas hoy ininteligibles, pero que irán fructificando lentamente, hasta el fin de los siglos, al calor de la meditación cristiana.

Y empieza a hablar. Aunque El sabe y los demás no saben, en sus palabras no se percibe arrogancia alguna, ni tampoco ninguna vana esperanza de comprensión inmediata, ninguna urgencia por hacerse entender. No está sentado entre sus apóstoles como un jefe que se hallara rodeado de seguidores torpes y vacilantes; es el Salvador ante un grupo de almas por redimir, esos hombres que El libremente ha escogido, que no son los más despiertos, ni los más cultivados, ni siquiera los más fieles. Pero ¿es solamente el Hijo de Dios quien habla esta noche? ¿No hay también, en algunas de sus palabras al menos, como el latido anhelante de un gran desamparo, como una mano que, al mismo tiempo que ofrece mucho, suplica un poco?

El discurso de la cena, que sólo Juan ha conservado, son cuatro o cinco páginas inclasificables. Nos acordamos del discurso del Monte, pero este otro es muy distinto; si estuviera permitido adjetivar y comparar, diríamos que éste es más compacto y más divagante, más íntimo y más oscuro, dicho en voz muy baja y con resonancia en el cielo de los cielos. El sermón del Monte, además, pertenece a los primeros días del ministerio, en la clara Galilea. Este discurso, en cambio, pronunciado en un recinto cerrado, mientras los enemigos acaban de puntualizar los últimos detalles del prendimiento, tiene el peculiar acento de las despedidas. Jesús dice adiós a los suyos, a quienes tanto ama; Jesús va a volver al Padre, cuyo amor le guía y sostiene. Estos dos amores, estas dos formas de un único amor, se entrelazan en el discurso y crean círculos y argumentos, tristeza y gozo.

No es posible reducir sus palabras a una unidad lógica; cualquier ensayo de sistematización resultaría artificioso y estéril. La unidad que da coherencia a estas páginas no es de orden lógico, es más bien una unidad psicológica, es un cierto clima, una atmósfera peculiarísima. El sermón entero se halla presidido y empapado por el pensamiento de la próxima partida. Las mismas recomendaciones, preciosas, sobre la caridad mutua y la entereza en los momentos difíciles, sobre la venida del Consolador y la fuerza de la plegaria, están todas bordadas sobre este trasfondo del adiós, las advertencias insistentes y memorables que suelen hacerse a última hora. Luego viene la llamada «oración sacerdotal», que es como el memento de la tremenda misa que va a celebrar sobre el monte. Es una oración apretada y densa.

Al hilo de las constantes alusiones a la separación, ya inminente, aparecen y vuelven a aparecer menciones de un gozo muy singular. ¿Cuántas? Jesús quiere decantar bien y consolidar la alegría de sus discípulos, quiere consolarlos, desterrar la tristeza de su corazón, delimitar el espacio de la tristeza saludable; trata de apartarlos de la tristeza mundana y también de la alegría mundana; quiere, en suma, trasfundirles su propio gozo. ¿Su gozo? Siempre me ha sorprendido aquella curiosa observación de San Buenaventura cuando contempla el cuadro de la cena: «Jesús les servía con alegría, los apóstoles comían sin alegría» 9.

El gozo del Salvador, indestructible, alójase en ciertas regiones de su espíritu adonde ningún género de tristeza—la pena de abandonar esos frágiles corazones, la pena de saberlos tan frágiles aún y tornadizos—tiene acceso. Tal gozo puede coexistir con estas y otras tristezas, y la superposición de ambos sentimientos crea la especial temperatura del discurso. Es un gozo muy santo que Cristo quiere a toda costa transmitir a esos hombres, preocupados por cuanto El mismo les ha dicho acerca de su partida y de las dolorosas circunstancias que van a envolverla. Por eso empieza así: «No se turbe vuestro corazón» (Jn 14,1).

¿Cómo confortará esos espíritus ya tan turbados? Orientando su atención hacia aquellas supremas realidades que desconocen, mucho más firmes y potentes que cuantas hoy los desazonan. Sí; El se marcha, pero precisamente para prepararles a ellos en la gloria el lugar más deleitoso (Jn 14,2-3). Se marcha, pero pueden seguir vinculados a El por la fe y la oración (Jn 14,12-14). Se marcha, pero, mientras dure su ausencia, les enviará otro abogado (Jn 14,15-17.25-26). Se marcha, pero va a adquirir de ahora en adelante una situación de mayor proximidad a ellos, un modo de presencia mucho más íntimo y entrañable, basado en el amor recíproco (Jn 14,18-23).

Se marcha, pero, justamente porque se aleja, deben ellos alegrarse: «Si me amaseis, os alegraríais, porque voy al Padre» (Jn 14,28). Convídales a un gozo más generoso: aquel que tiene por motivo no la presencia del amado, sino la felicidad del amado. Mas no reprueba con indignación su falta de entusiasmo; se acuerda muy bien de lo que El mismo dijo un día: «¿Por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos? Ya vendrá la hora en que les será

9 Medit. de Pass. I. Christi c.1.

arrebatado el esposo, y entonces ayunarán» (Mt 9,15). Esa tristeza, quizá egoísta, ¿no es un homenaje que le rinden? ¿Qué saben ellos de la gloria, de la alegría? Se necesita mucha luz, largos años, para aprender que la alegría más verdadera de aquí abajo es a la alegría de los cielos lo que es la gracia respecto de la gloria: un disfrute imperfecto, un germen amenazado, una posibilidad de fracaso tanto como de éxito. ¿Quién puede envanecerse de poseer la pura alegría? Hace falta para ello ser puro, santo, poderoso.

Después de esto, y luego de asegurarles que ya muy poco tiempo podrá seguir hablando con ellos, parece poner brusco fin a su discurso: «Levantaos, vámonos de aquí» (Jn 14,31).

No obstante, el discurso se prolonga un buen rato. ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? Bien puede tener semejante anomalía una explicación meramente redaccional: Juan intercaló más tarde estas páginas, después de haber pensado terminar ahí su relato, igual que hizo con el capítulo 21, el cual fue escrito no sin antes haber afirmado que el libro concluía con el capítulo 20. 0 quizá el accidente se debe a una razón de puro procedimiento: una manera un poco extraña de dividir la disertación en dos partes, partes simplemente literarias, no históricas. No se excluye, sin embargo, un tercer esclarecimiento, por el cual, sin duda, el corazón acaba optando: Jesús quiso terminar aquí y dio la orden de salida; pero, al ver tan abatidos a sus discípulos, siguió sentado y continuó hablando, hablando, insistiendo todavía en sus palabras de consuelo.

Les habla ahora de la estrecha unión en que han de vivir siempre con El, lo mismo que los sarmientos están unidos a la cepa. De esta suerte podrán ellos también participar de su gozo: «Todas estas cosas os he dicho para que mi alegría esté en vosotros y vuestro gozo sea perfecto» (Jn 15,11). Más adelante, dirigiéndose al Padre, repetirá: «Ahora voy a ti y digo estas cosas en el mundo para que ellos mismos tengan mi alegría plena» (Jn 17,13). Mi alegría: no sólo la alegría que yo les brindo o la alegría que de mi persona fluye, sino mi propia y personal alegría; que participen de mi regocijo, pues éste es el tesoro que yo quiero con ellos compartir. Mi gozo se funda en la certeza de que voy al Padre; por eso, si me aman, se alegrarán de lo que les digo. Se trata de amor. Mi gozo consiste también en saber que el Padre me ama.

El texto inmediato precedente, y de sobra explicativo, dice así: «Si vosotros guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,10). Se trata siempre, en uno y otro caso, de amor. Amadme: os alegraréis de mi gozo y con mi gozo.

El texto inmediato subsiguiente agrega: «Este es el mandamiento mío, que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Vuestro gozo, pues, será participación del mío si me amáis y si recíprocamente os amáis. Esto segundo se desprende de lo primero. Sabed que la caridad es una fuente de gozo irrestañable.

Como de un timbalero, ha de ir la caridad precedida de la alegría, en cuanto que ésta debe necesariamente acompañar su ejercicio: «El que practica la caridad, hágalo con alegría» (Rom 12,8). Y la alegría, una alegría cada vez más crecida y firme, constituirá a su vez el premio natural de tan generoso menester: «Al amor de caridad sigue por fuerza el gozo. La consecuencia de la caridad es el gozo» 10. La verdadera alegría es siempre comunitaria. Tampoco el gozo de los cielos carecerá de este esencial atributo: los bienaventurados serán socialiter gaudentes, «porque no es jocunda la posesión de un bien cuando se goza de él a solas» 11. La vida del cristiano en la Iglesia, en cuanto anticipo de esa alborozada convivencia, resuélvese igualmente en alegría (Act 2,46). Si abrazar la fe de Jesucristo es para el creyente alumbrar la vena del regocijo (Act 8,8.39; 13,48; 16,34), Si Pablo interpreta su misión evangélica como una colaboración a la obra de la alegría (2 Cor 1,24), no resulta menos cierto que la expansión de la Iglesia, el progreso del evangelio, contribuye al júbilo de cuantos se afanan en la misma tarea (F1p 2,2; 4,1; 1 Tes 2,19-20). Viene así a crearse el circuito del gozo en la práctica de esa caridad la más eminente, que es la difusión de la fe. Y esto ocurre aunque los trabajos realizados sean muy recios, ya que tales sufrimientos inspirados en la caridad de Cristo son manantial de gozo (Col 1,24; Flp 2,17).

10 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 1-2,70,3.
11 SAN BUSNAVSNTURA, Solil0q. 4,I3.

Todavía los apóstoles ignoran esta forma de alegría que se deduce de los dolores. Tras anunciarles las tribulaciones y quebrantos que les aguardan en su vida misionera, se percata Jesús de que aquellos semblantes se han ensombrecido: «Porque os he dicho estas cosas, vuestro corazón se ha llenado de tristeza» (Jn 16,6).

No es fácil ni holgada la vida que tendrán que soportar los discípulos. El Maestro les previene de antemano para que no crean que su futura acción apostólica va a resultar tan gustosa y llana como aquellos primeros ensayos de Galilea. «Y El les dijo: Cuando os envié sin bolsa y sin alforja y descalzos, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada. Y El les dijo: Mas ahora el que tenga un saco que lo lleve, y lo mismo la alforja; y el que no tenga espada, venda su túnica y compre una» (Lc 22,35-36). No obstante, a pesar de todos los temores y aflicciones, debe la alegría enseñorearse del alma y desplazar cualquier otro sentimiento: «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa en los cielos será grande, pues así persiguieron a los profetas que hubo antes de vosotros» (Mt 5,12).

Llegará un día, dichoso más que ninguno, en que estos hombres, hoy acongojados por la perspectiva que acaba de presentarles su Maestro, «fuéronse contentos de la presencia del tribunal porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Act 5,41). Santiago, temeroso hoy y muy consternado, escribirá por esas fechas: «Tened, hermanos míos, por sumo gozo veros rodeados de muchas calamidades» (Sant 1,2). Pedro, que esta misma noche va a ser traidor en defensa propia, exhortará algún día: «Habéis de alegraros en la medida en que participáis de los padecimientos de Cristo» (1 Pe 4,13).

Mas hoy no son aún capaces de estimar ese gozo que embarga al Redentor ante la idea de su próxima muerte. El va a dar su vida y sabe muy bien que «Dios ama al que da alegremente» (2 Cor 9,7). Está contento porque vuelve al Padre, porque termina su carrera en el mundo; pero sabemos que este júbilo lo tuvo ya en la primera hora: «se lanzó alborozado a recorrer, como un gigante, su camino» (Sal 19,6). Es el Cristo, el «ungido con el óleo de la alegría» (Heb 1,9).

¿Será, pues, ya imposible toda tristeza? ¿Será; si el corazón 1e da cabida, pecaminosa?

No, porque Cristo predice: «En verdad, en verdad os digo que vosotros lloraréis y gemiréis mientras el mundo se alegrará» (Jn 16,2o).

Suele la tristeza ser mala—«enfermedad babilónica», octavo pecado capital de los antiguos libros penitenciales—, por sus efectos: porque conduce al mal, porque agosta el espíritu, porque cría repugnancia a esos esfuerzos que el ejercicio de la virtud reclama, porque suscita afición a los placeres sórdidos. Es mala también por su origen, por su fuente sucia: porque casi siempre se engendra en el mal. Existe, efectivamente, una estrecha relación entre estas dos notas: «sin mancha y con alegría» (Jud 24). Suele la tristeza engendrarse en el pecado: en el orgullo herido o en la falta de fe, ya que sólo la soberbia nos hace vulnerables a cierto género de presuntas ofensas y sólo la ausencia de fe nos impide comprender que ciertas mutilaciones en nuestra vida son grandemente útiles a nuestra alma para hacerla más desasida, mejor dispuesta a las ascensiones espirituales. Podríamos describir así el pecado contra la alegría: se peca contra la esperanza decretando prácticamente inoperantes las razones del consuelo divino, y se peca contra el amor debido al prójimo haciendo enojosa la vida de la comunidad. El pecado precede, acompaña y subsigue a la tristeza.

Existe, sin embargo, una tristeza buena. Puede suceder que la tristeza sea un mal penal, pero no un mal culpable. Quizá se trate de una amargura que en principio proviene del pecado, mas luego hay que hacer de ella instrumento de purificación para la destrucción del pecado: lo mismo que acontece con la polilla, la cual nace de la madera y destruye la madera. «La tristeza que es según Dios, es eficaz para una penitencia saludable» (2 Cor 7,10). Aconseja en general el Pastor Hermas evitar la tristeza, ya que ésta suele expulsar del alma al Espíritu Santo; pero en seguida añade: «si bien es verdad que también le recupera» 12. He aquí la descripción de esta pesadumbre saludable: es una tristeza residual que queda en el alma después de haber hecho ésta los convenientes esfuerzos por sacudirla, esa tristeza que tiene ya carácter de castigo impuesto por Dios al corazón que, por sus flaquezas, ha venido a hacerse indigno de la alegría.

Tristeza buena: la que es dolor de los propios pecados.

12 Mand. io: MG 2,940.

Y también la que nace de ver cuánto se peca en el mundo y aquella que representa una compasión con las desdichas del prójimo.

«El mundo se alegrará». En la medida en que se alegre, vosotros debéis sufrir aflicción, pues debéis compadecer los dolores de Aquel a quien la alegría mundana afrenta y crucifica. Y, en la medida en que vosotros sufráis, el mundo se alegrará, ya que creerá que os va deshaciendo, borrándoos de su esfera, donde vuestra sola presencia constituye para él una acusación insoportable. A ese mundo que así se alegra, a ese mundo que por dentro se debate en muy graves dolores, vosotros marcháis llevando una insignia de tormentos, una cruz. No obstante, los que viven en el mundo clamarán desde su vacío, desde su falsa alegría, pidiéndoos alguna alegría más firme y duradera. Sabed que no lleváis oro ni plata, que no podéis aportar la sal que ellos buscan. Pero podéis y debéis llevarles el gran gozo, el gozo superior, el nombre de Jesús.

Jesús dice a continuación: «Vosotros sentís ahora tristeza; pero de nuevo os veré y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar la alegría» (Jn 16,22). Por eso, alegraos ya en la esperanza.

Asegura Pablo que «la tribulación produce la paciencia, la paciencia causa una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza, y la esperanza no quedará confundida» (Rom 5,3-5). Y mientras dura la esperanza, ésta engendra ya el gozo (Rom 12,12). Efectivamente, de la esperanza procede la alegría: aunque en cierto sentido la esperanza hace sufrir, pues se carece de la presencia real del bien apetecido, también causa gozo, y muy subido, en cuanto estima ya presente ese bien futuro 13.

La esperanza hizo vibrar de júbilo el espíritu de Abraham: «Abraham, vuestro padre, se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró» (Jn 8,56). Lo vio «como si viera al Invisible» (Heb 11,27). Todas las promesas mesiánicas, los grandes motivos de la esperanza hebrea, son exhortaciones a la alegría (Zac 9,9; Sof 3,14-17; Jl 2,21.23.27; Is 54,1). Esas promesas y esas invitaciones culminan en una palabra que está aún sonando en los aires y que jamás se extinguirá, la palabra con

13 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 1-2,32,3.

que Gabriel saludó a la que iba a ser la madre del Mesías: «!Alégrate!» (Lc 1,28).

Llega Jesús al mundo y con El se encarna la alegría. Su nacimiento es proclamado como «un gran gozo» (Lc 2,10). Su primera aparición en público significa para el Precursor «un gozo cumplido» (Jn 3,29). Su actuación provoca el júbilo de la muchedumbre (Lc 13,17). Su retorno al mundo, después de haber muerto, hinche de contento el corazón de quien lo ve (Jn 20,20; Lc 24,41). Su advenimiento al fin de los tiempos traerá la exultación y el gozo (1 Pe 4,13).

Cuando subió definitivamente a los cielos, en la mañana azul de la Ascensión, los discípulos «volvieron a Jerusalén con grande regocijo» (Lc 24,52). ¿Por qué? ¿No habían perdido al que tanto amaban? No; El iba a volver en seguida: dentro de una semana, poco más, les mandaría su Espíritu, cuyo fruto es el gozo (Gál 5,22). La piedad cristiana denomina al Espíritu Santo con los nombres de «gozo» y «fruición», y no podemos menos de pensar que se trata de un pleonasmo enfático cuando Lucas afirma que los discípulos estaban «llenos de alegría y del Espíritu Santo» (Act 13,52).

Jesús, en su discurso, les acaba de decir: «Dentro de poco ya no me veréis; dentro de otro poco me volveréis a ver» (Jn 16,16). ¿Se refería a su propia muerte como límite del primer poco y a sus apariciones, una vez resucitado, como término del segundo poco? ¿O más bien englobaba bajo la primera medida todo el tiempo anterior a la Ascensión? En tal caso, «me volveréis a ver» señala la fecha de la parusía, individual o general, y este poco, este brevísimo lapso en que Cristo resume la vida de oscuridad de sus amigos y la historia completa del mundo, coincide con aquel espacio de tiempo al cual pone fin el pronto del Apocalipsis (Ap 3,11; 22,7). Mientras este tiempo transcurre, la esperanza—y, por consiguiente, la alegría—nunca debe abandonar sus espíritus. La razón que Pablo da en sus insistentes exhortaciones a la alegría es que «el Señor está próximo» (F1p 4,4). Hácese constante la recomendación en sus labios: «Alegraos... De nuevo os digo: Alegraos...» (2 Cor 3,11; Flp 2,18; 4,4; 1 Tes 5,16). «Alegraos, hermanos míos, en el Señor; escribiros siempre lo mismo no es molesto para mí, y para vosotros es saludable» (Fip 3,1).

Alegraos siempre. «Nadie os podrá quitar la alegría». La alegría corresponde al fondo inconmovible del espíritu, los dolores son siempre superficiales. El gozo pertenece a la profundidad del alma cristiana lo mismo que al ojo le pertenece la luz, igual que el color rojo le pertenece a la sangre.

Ahora les dice: «Hasta hoy no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16,24).

¿Han de pedir a Dios el gozo? El gozo no es aquí precisamente el objeto de la plegaria, sino la consecuencia natural de toda plegaria hecha en nombre de Cristo. Santiago recomendará más tarde: « ¿Está triste alguno de vosotros? Haga oración» (Sant 5,13). Mucho tiempo atrás los israelitas buscaban saciar en el templo su sed de alegría, porque Yahvé había prometido: «Les daré alegría en la casa de la oración» (Is 56,7).

Que oren, que amen, que esperen, que soporten con buen ánimo la tribulación. Cristo quiere a todo trance, en esta noche cargada de los peores presagios, comunicar a sus apóstoles, tan angustiados, tan medrosos, la gran alegría de la que El se alimenta. Una alegría firmísima, basada en la paz. «Os he dicho estas cosas para que en mí tengáis paz» (Jn 16,33). En la paz está el cimiento y la consumación de la alegría. Sin una serena paz no hay alegría que resista un minuto de reflexión; y al final de todo, la alegría se configurará como paz, ya que el gozo se compara al deseo como el descanso se compara al movimiento.

Después de esto, levantando sus ojos al cielo, dijo:

Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú diste les dé El la vida eterna. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese.

He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti; porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos ahora las recibieron, y conocieron verdaderamente que yo salí de ti, y creyeron que tú me has enviado. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste; porque son tuyos, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo; pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti. Padre santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Mientras yo estaba con ellos, yo conservaba en tu nombre a estos que me has dado, y los guardé, y ninguno de ellos pereció, si no es el hijo de la perdición, para que la Escritura se cumpliese. Pero ahora yo vengo a ti, y hablo estas cosas en el mundo para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los aborreció porque no eran del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados de verdad.

Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros, y el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí. Padre, los que tú me has dado, quiero que donde esté yo estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí, y éstos conocieron que tú me has enviado, y yo les di a conocer tu nombre, y se lo haré conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Jn 17,1-26).

Toda su tristeza— ¿quién es tan ciego que no la ha visto?—, esa tristeza demostrada a lo largo del discurso, esa tristeza que no impide lo más mínimo su gozo, pero sí lo matiza y tiñe, alcanza en los últimos renglones su formulación más nítida e impresionante: «Padre justo, el mundo no te conoció». ¿No suena a desagravio, no parece un extraño consuelo brindado al Padre eso que viene a continuación: «pero yo sí te conocí»? Y luego— ¿dónde quedan ya las amargas predicciones de la desbandada?—, una mirada de ternura, casi de agradecimiento, a estos hombres cuyos rostros iluminan mal unas lámparas a punto de consumirse: «Y éstos conocieron que tú me enviaste...»

Mas, aunque así no fuera, aunque todo hubiese sido en los apóstoles infidelidad y obcecación, al alma le quedaría hoy suficiente motivo de gozo: bastaríale saber que el Hijo glorifica suficientemente al Padre. Cuando sobrevienen las tribulaciones, encuentra aún la alegría muchas razones a punto. Pero, cuando llega aquella hora que es inmensamente peor que todos los sufrimientos, todavía queda esta frase que llena los cielos, estas pocas palabras suficientes: «Yo sí te conocí».