CAPÍTULO XXXV

DISCURSO ESCATOLOGICO

 

1. Las postrimerías

«Al salir Jesús del templo, iba caminando, y sus discípulos se le acercaron para señalarle los edificios del templo. Entonces les dijo Jesús: ¿Veis todo esto? Pues yo os aseguro que no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea destruida» (Mt 24, 1-2). Esto sucedía en la falda occidental del monte de los Olivos, con el Cedrón de por medio.

Era, en ese mismo monte, cualquier tarde sin memoria precisa. Era, eso sí, un jueves: los salmos de vísperas expresaban mi amor personal a la ciudad santa. «Si yo me olvidare de ti, Jerusalén, olvídese de mí mi mano derecha; que mi lengua se pegue al paladar si no me acordase de ti, si no pusiera a Jerusalén por encima de cualquier alegría» (Sal 137,5-6). Estaba yo sentado sobre una piedra, probablemente funeraria; tenía ante mis ojos, en primer término, la desolada extensión de lo que unos años antes había sido cementerio hebreo. La última guerra de los árabes había dejado estas huellas; todas las lápidas sepulcrales se hallaban removidas y profanadas. Era un espectáculo atroz, que daba de nuevo la razón a Jesús, a sus antiguas predicciones inexhaustas. Tal vez había celebrado yo misa aquella mañana en la capilla del Dominus flevit, cien metros más arriba. El evangelio de la misa, texto fijo todo el año en ese altar de excepción, repetía los tremendos vaticinios sobre la ciudad infiel: «Te abatirán, a ti y a los hijos que tienes dentro, y no dejarán de ti piedra sobre piedra, por no haber conocido el tiempo de tu visitación» (Lc 19,44). Insistía en el mismo motivo el fragmento del ofertorio: «La cigüeña conoce su hora; la tórtola, la golondrina y la grulla conocen los tiempos de sus migraciones; pero mi pueblo no conoce los juicios de Yahvé» (Jer 8,7). La pequeña iglesia del Dominus flevit posee un ábside impar: tan sólo una inmensa cristalera desnuda. A través del vidrio, la vista de Jerusalén ceñida de murallas—el mismo horizonte que contempló Cristo el día de sus sollozos—constituye hoy un retablo sin parangón. Desde la cupulilla de la Dormición hasta la puerta de San Esteban, un paño único, un fresco de viejas tintas, para mirarlo con ojos húmedos. El crucifijo del altar tiene allí su fondo exacto.

Abajo, en lo hondo, se encuentra el valle de Josafat. En él, los tres cementerios: el judío, el musulmán y el cristiano. Bajo tierra, los huesos que esperan las trompetas del juicio. La proximidad del Galicanto es una penosa alusión difícil de esquivar: esas trompetas tendrán el carácter acusador que tuvo el «canto del gallo».

Todo autoriza allí esa sabia confusión de planos que presenta el discurso escatológico de Jesús. La misma estampa de la ciudad, por obra y gracia de su declive, parece uno de esos grabados medievales, ingenuos y minuciosos, en los que ninguna ley de perspectiva existe: lo que está lejos se pone simplemente encima. Lejos y encima, la torre del YMCA y la torre de San Salvador.

Cristo, en sus predicciones del Martes Santo camino de Betania, mezcla y superpone tres cuadros: la ruina de Jerusalén y expansión de la Iglesia, el fin de la vida para cada hombre, el reino definitivo del Padre. Tres son, por consiguiente, las parusías: la final, el día del juicio; antes, esa que constantemente se produce en cada muerte humana; y, por último, la más inminente, la destrucción de la ciudad y difusión del nuevo reino, que no son sino resultados de la muerte y resurrección del Redentor, suceso que propiamente inaugura los tiempos escatológicos. Entre estos diversos acontecimientos hay una íntima ligazón; desconocerla es, a la par, cerrarse a toda posibilidad de exégesis satisfactoria y a toda esperanza de tener el corazón activo y tranquilo.

La asolación de Jerusalén será precedida de señales. «Cuando viereis a Jerusalén cercada por los ejércitos, entended que se aproxima su ruina. Entonces los que estén en Judea huyan a los montes; los que estén en medio de la ciudad retírense; quienes en los campos, no entren en ella, porque días de venganza serán ésos para que se cumpla todo lo que está escrito. ¡Ay entonces de las preñadas y de las que estén criando en aquellos días! Porque vendrá una gran calamidad sobre la tierra y gran cólera contra este pueblo. Caerán al filo de la espada y serán llevados cautivos entre todas las naciones, y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que se cumplan los tiempos de las naciones» (Lc 21,20.24).

¿Qué significan estos «tiempos de las naciones»? Quizá sea simplemente el tiempo que Dios tiene destinado para usar de las naciones, como si fueran la «vara de su cólera» (Is Io,$), contra el pueblo predilecto y traidor, lo mismo que antiguamente utilizó al rey Asur para castigar a los prevaricadores de Israel. Quizá se refiera más bien a aquel tiempo postrero en que las naciones habrán sido ya evangelizadas; un texto de Mateo viene a favorecer esta última interpretación: «El evangelio del reino se predicará en el mundo entero como testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin» (Mt 24,14). ¿No trata también Pablo, fundiendo ambas cosas, de la reintegración de los judíos y de «la plenitud de las naciones»? (Rom 11,25-26).

¿Podríamos igualmente hablar de señales precursoras al mencionar las otras parusías? Para el fin individual de cada hombre no nos ha dejado Cristo más que insistentes exhortaciones a la vigilancia: el Esposo viene de improviso. ¿Y el fin del mundo? ¿No habrá algún signo anunciador como aquel de la higuera: «Cuando ya sus ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, conocéis que se acerca el verano» (Mt 24,32)?

Los textos que acabamos de citar, referentes a la expansión misionera como condición previa al retorno de Israel, designan ciertas etapas que deberán cumplirse antes de que el fin sobrevenga. Pedro también, obligado a dar razón de la demora que sufría el segundo advenimiento de Cristo, asegura: «No retrasa el Señor su promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos lleguen a penitencia» (2 Pe 3,9).

No obstante, las palabras de Pedro que vienen a continuación nos desengañan de la seguridad de todo signo: «Pero el día del Señor vendrá como un ladrón». Parecidas palabras trae el Apocalipsis, en primera persona, en un tono más perentorio: «Si no velas, yo vendré como un ladrón, y no sabrás a qué hora llegaré a ti» (Ap 3,3). «He aquí que vengo como un ladrón; dichoso el que vigila y guarda sus ropas, para no tener que andar desnudo, dejando ver sus vergüenzas» (Ap 16,15). Y no solamente será inesperado el desenlace de cada existencia humana, sino asimismo la catástrofe general del mundo. «Porque como en los días de Noé, así será la aparición del Hijo del hombre. En los días que precedieron al diluvio comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca; y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrebató a todos. Así será a la venida del Hijo del hombre» (Mt 24,37-40).

Ninguna de estas dos palabras puede ser suprimida, ni la que se refiere a la tarea apostólica preliminar ni la que anuncia la llegada imprevista del gran Juez. ¿No es la historia una encarnación prolongada? Pues ya se sabe que en la encarnación ambos elementos, divino y humano, son imprescindibles. Sólo el poder de Dios llevará esta encarnación a su cumplimiento final, sólo el poder de Dios obtendrá la esperada liberación de los creyentes y el inesperado juicio de los hijos del mundo. Mas esto no se hará sin el hombre, sin el elemento humano de dicha encarnación. Por eso puede escribir Pedro: «Ya que todas estas cosas han de disolverse, ¿cuál no debe ser vuestra santidad y piedad, esperando y apresurando la llegada del día del Señor?» (2 Pe 3,11-12). He aquí algo no tenido ordinariamente en cuenta, he aquí que el hombre es capaz de apresurar la parusía: puede acelerar la conversión del mundo a fin de que se acorte el «tiempo de la esclavitud»; lo que no puede hacer es anticipar la parusía con menoscabo de la evangelización del mundo, abreviando el «tiempo de la penitencia».

Tanto uno como otro elemento pertenecen al desarrollo de los tiempos escatológicos. La colaboración humana, prolongación de la carne de Cristo, juega su papel irreemplazable, pero sin que jamás llegue a suplantar la libre determinación de Dios. Esto nos persuade de que la consumación de la historia, tal como el cristiano la concibe, nada tiene que ver con el progreso humano, con su presunta culminación. Entre las adquisiciones del hombre mundano y las realidades del reino media un hiato esencial; en este sentido, la parusía constituirá una irrupción vertical absoluta. Sería lo más alejado de la realidad pensar que la ciudad celeste constituirá el último perfeccionamiento de la ciudad terrestre. Por eso, mejor que decir que Cristo vendrá al fin de los tiempos, hay que afirmar que, cuando venga Cristo, dará fin a los tiempos. La horizontal existe tan sólo dentro del nivel del Espíritu: la ciudad celeste es una coronación de la ciudad terrestre sólo en el aspecto de la caridad, en cuanto esta virtud ha sido ejercida mientras la ciudad iba siendo aquí abajo edificada.

La continuidad es posible merced a la inserción de la eternidad en el tiempo: la escatología ha comenzado.

Ciertamente la resurrección del Salvador no ha llevado la salvación a su cumplimiento total. De lo contrario, ¿cuál sería el valor de los tiempos actuales? Significarían nada más un resto de tiempo inútil, sin contenido teológico alguno. Sabemos que estos siglos poseen una muy íntima significación: no son un tiempo residual, ni son tampoco un mero paréntesis de evocación y espera entre dos momentos—resurrección y retorno de Cristo—a los cuales exclusivamente estaría reservada toda trascendencia; nuestro tiempo es un tiempo decisivo, porque en él la escatología se va realizando. Sin embargo, esto mismo acentúa el carácter de desarrollo que nuestros siglos poseen, desarrollo de una realidad que irrumpió en el mundo con la muerte y resurrección de Jesús. La escatología está ya presente en virtud de la permanente actualidad de este suceso que constituye la cima de toda historia, humana y cósmica.

Lo cual, de pasada, viene a solucionar el problema de la «inminencia» de la parusía. Semejante problema no se resuelve sólo en el sentido de que tal inminencia resulta innegable para cada hombre, sorprendido siempre por la muerte como un ladrón, mientras que esta dilación a la cual asistimos, y que tanto desconcertó a algunos cristianos de las primeras generaciones, corresponde nada más al juicio universal. No es esto solamente. Diríamos que la inminencia posee un carácter más bien espacial: no se refiere a un futuro próximo en el tiempo, sino a una presencia real, aunque misteriosa, de la eternidad en el tiempo. No está la eternidad después del tiempo: subyace a éste, coexiste con él. La parusía última, pues, tendrá lugar no tanto cuando el tiempo expire, sino más exactamente cuando el tiempo pierda del todo su opacidad. El Apocalipsis mezcla muy atinadamente los momentos: «las cosas que han de suceder pronto» (Ap 1,1; 22,6), el aviso de que «vengo en seguida» (Ap 22,7.12; 2,5.16), de que «viene ya sobre las nubes» (Ap 1,7); la aspiración de los que aguardan y dicen «Ven» (Ap 22,17.20); todo esto alterna con palabras en las cuales se atestigua que el fin ha llegado ya (Ap 11,15.17; 16,17; 19,6-8).

No pueden considerarse como señales inductoras las persecuciones contra la Iglesia, ni la aparición de falsos mesías, ni el enfriamiento del amor, ni las disidencias originadas en motivos religiosos (Mt 24,4-12), puesto que todo ello pertenece al desenvolvimiento constante del reino en el mundo. En cuanto a los cataclismos de la naturaleza, es claro que poseen un sentido supraterrestre.

«En aquellos días el sol se oscurecerá, la luna no dará su luz, las estrellas caerán del cielo y los poderes del cielo se conmoverán» (Mt 24,29). ¿Qué otra cosa significa esto sino la purificación de la tierra vieja a través del fuego? «Los elementos, abrasados, se disolverán» (2 Pe 3,10). Sólo entonces hará su aparición «la tierra nueva» (Is 65,17; Ap 21,1), fresca, gozosa, para siempre virgen. La hecatombe última será el último esfuerzo del parto por el cual gimen ya hoy las criaturas (Rom 8,22); será el pléroma de la creación, será la apoteosis final del Génesis.

Una cosa es capital, y sólo ella: concentrar las postrimerías en Jesucristo. El juicio no es sino Cristo, que en su redención sufrió ya el «juicio» de Dios. El cielo y el infierno son las medidas de su poder santo, de su amor acogido o rechazado. Así como la epifanía fue la revelación de su natividad, así la parusía será la manifestación de su resurrección.

«Como el relámpago que viene de oriente, así ocurrirá la venida del Hijo del hombre» (Mt 24,27). Oriente ha de ser ya en lo sucesivo el objeto de toda mirada anhelante, el blanco de la espera amorosa. La hermana de San Basilio, Macrina, estando ya para morir, «tendía hacia su Amado, no hablaba con los presentes, sino con El, en el cual tenía fijos los ojos, pues su lecho estaba colocado hacia donde sale el sol» 1. En la ceremonia del bautismo, la abjuración a Satanás se hará mirando a occidente, y la profesión de fe, con el rostro yuelto hacia oriente. Pero oriente no es sólo la dirección de quien espera el fin, sino también la de cuantos recuerdan el principio. Puesto que «el jardín fue plantado al oriente» (Gén 2,8), mirar hacia el sol que nace expresa también la añoranza del Paraíso. Las postrimerías enlazan así con el comienzo. El Juez será el mismo Verbo creador: será el Resucitado.

 

2. Vigilad y negociad

En el fondo de todo pecado cometido por un creyente hállase esta pobre explicación: «Mi amo tarda en venir». En el fondo de toda apostasía late esta deducción insensata: «Puesto que tanto se ha demorado mi dueño, no hay tal dueño, todo es una absurda farsa, absurda e incómoda, apta ya para el desván».

Jesús termina su predicación del martes con tres parábolas. La primera de ellas dice así: «¿Quién es el siervo fiel y prudente a quien constituyó su amo sobre la servidumbre para darles provisiones a su tiempo? Dichoso el siervo aquel a quien, al venir su amo, hallare que hace así. En verdad os digo que le pondrá sobre toda su hacienda. Pero si el mal siervo dijera para sus adentros: «Mi amo tardará», y comenzare a golpear a sus compañeros y a comer y beber con' borrachos, vendrá el amo de ese siervo el día que menos lo espera y a la hora que no sabe, y le hará azotar y le echará con los hipócritas; allí habrá llanto y crujir de dientes» (Mt 24,45-SI).

Esta progresiva tibieza nuestra, estos pecados de la tarde, los pecados de la fatiga o los pecados que acaban aceptándose tras una larga experiencia de impunidad, cuando uno ha olvidado ya el fervor de su noviciado, cuando hemos arrumbado ya, entre las «cosas de novicio», tanto el amor como el temor, todo esto, tan triste, tan sucio, tan temerario como cobarde, se explica así: «Mi amo tarda en venir».

1 SAN GREGORIO NISENG, De vita S. Macrinae: MG 46,984.

¿Resistirá la fe? ¿No morirá, al fin, sofocada por los pecados? Pedro habla de este linaje de incrédulos: «Ante todo debéis saber cómo en los últimos días vendrán, con sus burlas, escarnecedores, que viven según sus propias concupiscencias, y dicen: ¿Dónde está la promesa de su venida? Porque, desde que rpurieron los padres, todo permanece igual desde el principio de la creación» (2 Pe 3,3-4).

¿Recordáis lo que sucedió en tiempos de Noé? Sí, sobrevino un diluvio de cuarenta días y cuarenta noches que arrasó la tierra. Pero ¿antes? Antes toda la gente comía y bebía, holgaba y prevaricaba. Noé, mientras tanto, construía afanosamente un arca: un arca grande, enorme, perfectamente inútil. Burlábanse de él sus vecinos. ¿No seguía, en efecto, dando vueltas el mundo como siempre? ¿No era todo tranquilo y normal? Después... El diluvio demostró que Noé tenía razón. Pues hay algo más firme y sólido que las apariencias, más seguro que la evidencia de los sentidos, más exacto que las conclusiones de nuestra cabeza: la palabra del Señor. La palabra que ha prometido el fin de todas las cosas para la hora más impensada.

La segunda parábola es semejante a la primera.

Jesús habla de diez «vírgenes»: diez muchachas convidadas a la boda de una amiga. Han de vestir a la novia, han de acicalarla, han de acompañarla con sus risas en esas interminables horas que preceden a la llegada del esposo. Cuando éste venga, integrarán ellas el vistoso cortejo de la ceremonia y participarán, en los primeros puestos, de la algazara del festín. Diez vírgenes. «Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no tomaron consigo aceite, mientras que las prudentes tomaron aceite en las alcuzas juntamente con sus lámparas. Como el esposo tardaba, se adormilaron y durmieron. A la media noche se oyó un clamoreo: Ahí está el esposo, salid a su encuentro. Se despertaron entonces todas las vírgenes y se pusieron a preparar sus lámparas. Las necias dijeron a las prudentes: Dadnos aceite del vuestro, porque se nos apagan las lámparas. Pero las prudentes respondieron: No, porque podría ser que no bastase para nosotras y vosotras; id más bien a la tienda y compradlo. Pero mientras fueron a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban prontas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Llegaron más tarde las otras vírgenes, diciendo: Señor, señor, ábrenos. Pero él respondió: En verdad os digo que no os conozco. Velad, pues que no sabéis el día ni la hora» (Mt 25,2-13).

Enseñanza desnuda: nuestra obligación de velar a toda hora, de permanecer en vigilia la noche entera. Los otros elementos de la parábola son nada más decorativos, y quizá desconcertantes. Hay algo en nuestro corazón que se resiste a aprobar aquel rigor demostrado por el esposo; en cuanto a las vírgenes afortunadas, no nos parecen sólo prudentes: son también mezquinas, egoístas. Ya lo hemos dicho: elementos ornamentales. Sin embargo, reflexionemos. Existe algo—por muy extraño que esto nos parezca—más importante que la misma caridad. Es decir, anterior al ejercicio de la caridad: la capacidad de ejercerla. No puede, efectivamente, arder el amor si no hay aceite que nutra la llama. Nadie puede enseñar sobre aquello que desconoce. Nadie es capaz de salvar a un náufrago si no sabe nadar. «Si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en la hoya» (Mt 15,14).

De la fe en la parusía deduce Pablo el deber de cultivar todas las virtudes. Primeramente, la templanza (1 Tes 5,6.8). El desprendimiento: «Dígoos, pues, hermanos, que el tiempo es corto. Sólo queda que los que tuvieren mujer, vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo» (1 Cor 7,29-31). El cuidado por evitar toda contaminación: «para que seáis puros e irreprensibles en el día de Cristo» (Flp 1,1o). En otra ocasión acumula una serie de exhortaciones—alegría, modestia, ausencia de vana inquietud, atención a todo lo saludable—bajo este epígrafe: «El Señor está próximo» (F1p 4,4-9). Tampoco la caridad es ajena a esta motivación última: «mientras haya tiempo, hagamos bien a todos, y principalmente a los que por su fe pertenecen a nuestra misma familia» (Gál 6, to). Los propósitos de santidad, en general, deben mirar a este blanco: «para que seáis dignos del Dios que os llama a su reino y a su gloria» (1 Tes 2,12). Que todos sean «irreprochables en la santidad, ante Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos» (1 Tes 3,13). Sólo los santos pueden formar en el séquito magnífico del Hijo del hombre.

La muerte no llegará como un ladrón nocturno para aquellos que son «hijos de la luz e hijos del día, no hijos de la noche ni de las tinieblas» (1 Tes 5,5). No puede la muerte sorprender a quien, por su vigilancia, reflexión y pureza de costumbres, la está esperando en paz. ¿No será éste acaso el más hondo sentido de aquella súplica de las letanías: «De la muerte repentina, líbranos, Señor»? Que nos libre Dios, no tanto de una muerte fulminante, cuanto de esa frivolidad y ánimo derramado que hacen de toda muerte una muerte inesperada.

Insiste la tercera parábola en la misma idea de vigilancia, pero dando a ésta un contenido más positivo y operante. Mientras esperamos la llegada del último día, no podemos permanecer ociosos. Se trata de una espera colmada de actividad.

«Porque es como si uno, al emprender un viaje, llama a sus siervos y les entrega su hacienda, dando a uno cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad, y se va. Luego, el que había recibido cinco talentos se fue y negoció con ellos y ganó otros cinco. Asimismo, el de los dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno se fue, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su amo. Pasado mucho tiempo, vuelve el amo de aquellos siervos y les toma cuentas. Llegando el que había recibido los cinco talentos, presentó otros cinco, diciendo: Señor, tú me has dado cinco talentos; mira, pues, otros cinco que he ganado. Y su amo le dice: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré en lo mucho; entra en el gozo de tu señor. Llegó el de los dos talentos y dijo: Señor, dos talentos me has dado; mira otros dos que he ganado. Díjole su amo: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu señor. Se acercó también el que había recibido un solo talento y dijo: Señor, tuve cuenta que eres hombre duro, que quieres cosechar donde no sembraste y recoger donde no esparciste, y, temiendo, me fui y escondí tu talento en la tierra; aquí lo tienes. Respondióle su amo: Siervo malo y haragán, ¿conque sabías que yo quiero cosechar donde no sembré y recoger donde no esparcí? Debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros, para que a mi vuelta recibiese lo mío, con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez, porque al que tiene se le dará y abundará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará, y a ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes» (Mt 25,14-30).

Notemos que este último criado entrega puntualmente el talento que recibió; no lo ha dilapidado en francachelas. Recordemos también que las vírgenes necias no se marcharon durante la noche a mancillar el honor del esposo: simplemente fueron víctimas del sueño y de la imprevisión. ¿Y aquel rico Epulón que no pudo obtener siquiera, en el infierno, el alivio de una gota de agua? ¿Cuáles fueron sus pecados? Nada más éste: no haber reparado en las necesidades del mendigo Lázaro, al cual, sin embargo, no infligió daño alguno. Del mismo modo, cuantos fueron arrojados a las llamas inextinguibles a nadie habían expoliado, a nadie habían robado el pan: simplemente se abstuvieron de vestir al desnudo, de dar pan al hambriento.

Ninguno de ellos, pues, hizo nada malo. Tan sólo dejaron todos de hacer algo bueno. Y todos fueron condenados al suplicio que no tiene fin.

He aquí que el no hacer es presentado insistentemente por Jesús como razón suficiente del mayor castigo. Quien no hace, quien no trafica, quien no llena de aceite su lámpara, quien no obra misericordiosamente, todos estos ociosos incontables que pueblan la tierra, no sólo se ven desposeídos de la felicidad, sino que son positivamente atormentados. ¿No existe en ello una manifiesta desproporción? Cristo nos obliga a replantear nuestras medidas morales, viene iracundo hasta el lecho de nuestra plácida inactividad, nos sacude violentamente y nos grita: ¡No sólo engendra el obrar; el no obrar engendra también, engendra y pare frutos muertos, frutos de maldición! Para Jesús, para el Juez que nos ha de juzgar, tiene el pecado de omisión verdadera entidad de pecado.

Nuestro examen de conciencia versa de ordinario sobre el mal que hemos hecho. Algunas veces llegamos a pensar en lo mal que hemos hecho el bien. Pero casi nunca, o nunca, nos preguntamos acerca del bien que hemos dejado de hacer. El peligro de esta práctica tan defectuosa se nos revela incalculable. ¿Es que hemos olvidado las amenazas del Señor?

Ocurre que, de diez mandamientos, siete están formulados negativamente. Nos parece, pues, que permanecen inviolados mientras no se ponga un acto positivo, cualquiera de los actos que esos preceptos explícitamente prohiben. Pero ¿y el primer mandamiento? ¡Qué alcance tan ruin solemos atribuirle! Nos basta no cometer sacrilegios, no ser supersticiosos, no inscribirnos en sectas de franca oposición a la Iglesia, para persuadirnos de que no hemos quebrantado dicho mandamiento; llegamos a creer que así efectivamente cumplimos el deber primordial de amar a Dios... Pero ¿es esto realmente amar? ¿Puede aceptar un enamorado semejante descripción del amor?

La redacción prohibitiva de los mandamientos hace que éstos se nos muestren más rotundos, más perentorios, cuando somos solicitados al mal. Así resultan, sobre todo, más inteligibles. Manejamos más fácilmente los conceptos negativos, a ellos estamos más habituados. Por eso concebimos la eternidad —algo tan plenario y positivo como es la eternidad—como una duración sin principio ni fin; y la Inmaculada, la llena de gracia, es para nosotros sencillamente el ser sin pecado, la «no manchada». Pero, si nos detenemos en el ámbito de lo puramente negativo, corremos el riesgo de no entender nada. Y si reducimos nuestro deber de perfección a no hacer el mal, somos víctimas del peor de los engaños. Es verdad que en cierto modo basta «no cometer» pecado, ya que esta existencia pura sólo es posible a quien realmente ama. Sabido es también que, si de veras amamos, nos sentiremos interiormente urgidos a hacer el bien. Mas esto no impide—según nos lo dice la experiencia—que en la mayoría de los casos disfrutemos de una cierta paz de espíritu basada casi exclusivamente en la certeza de no haber perpetrado acciones malas. El peligro de tal situación se advierte en cuanto invertimos el orden de la frase en que acabamos de buscar consuelo: si es verdad que no hacer mal manifiesta un positivo amor, también es cierto que un amor cuyas realizaciones se limitan a no obrar el mal demuéstrase tan frágil, tan exiguo, tan indefenso y vulnerable, que muy pronto, sin duda, añadiremos, a los no registrados pecados «de omisión», verdaderos pecados «de comisión».

Siete de los diez mandamientos de la ley de Dios son, en su formulación, prohibitivos. Pero ¿en su fondo, en sustancia, en sus reales exigencias? ¿No se condensa la ley de Dios en dos únicos mandamientos que obligan gravemente a amar? Y nada hay más positivo, más dinámico, más operante que el amor. ¿O es que amar al prójimo consiste en «no matar» o en «no hacer mal a nadie, ni en hecho, ni en dicho, ni aun por deseo»?

Vigilad y negociad. Vigilemos también el modo, estilo y nivel de nuestra vigilancia. Vigilemos para que el ladrón no nos sorprenda desde el exterior y asalte nuestra casa; pero espiemos también sin cesar las silenciosas operaciones de ese enemigo doméstico que dentro llevamos, el que se agazapa entre nuestros propios pensamientos. Una casa no sólo se puede asaltar; puede también ser minada.