CAPÍTULO XXXIV

LAS ÚLTIMAS DISCUSIONES

 

1. La higuera estéril

Si hacemos caso omiso de esa nueva teoría que anticipa al martes la celebración de la cena pascual, vémonos obligados a seguir a Marcos, un poco a tientas, para fijar con más detalle la cronología de, la Semana Santa. Los otros sinópticos hablan del lunes y martes en términos muy vagos. Mateo, por ejemplo, se limita a anotar el regreso de Jesús a Betania la misma tarde del domingo y el nuevo viaje que al día siguiente emprende desde allí a la ciudad (Mt 21,17-18). Marcos, en cambio, nos permite seguir más de cerca al Maestro: repite el dato conservado por Mateo (Mc 11,11-15), pero añade que el lunes, al atardecer, abandonó Jesús de nuevo Jerusalén (Mc 11,19); después de pernoctar fuera, enderezó otra vez sus pasos hacia el templo—sin duda muy de mañana, pues «todo el pueblo madrugaba para escucharle» (Lc 21,38)—, donde estuvo largamente predicando y discutiendo (Mc 11,27). ¿Y cuándo debemos situar la «salida del templo» mencionada en 13,1? Todas las probabilidades concurren sobre la tarde de ese mismo día, martes. Por tanto, muy verosímilmente el miércoles no estuvo en la ciudad.

¿Dónde pasaba Cristo todas esas noches? Según Mateo y Marcos, en Betania. Según Lucas, «en el monte llamado de los Olivos» (Lc 21,37). ¿Iba a la soledad del monte para orar, en busca del consuelo divino? ¿O prefería llegarse hasta casa de sus amigos, humillado hasta el punto de ir buscando un consuelo humano? Su lastimado corazón se había hecho sensible a este género de confortaciones que la amistad procura, y su alma santísima bien podía acogerlas como un alivio procedente del cielo. La providencia del Padre abarcaba todos los medios de hacerse presente al Hijo, lo mismo que la denominación topográfica de Olivos incluía también el pequeño poblado de Betania, sito en la falda oriental del monte.

Son Mateo y Marcos los dos únicos cronistas que mencionan el episodio de la higuera, episodio que es menester encuadrar en la mañana del lunes (Mt 21,18-19; Mc 11,12-14).

Jesús iba de camino y sintió hambre. Desvióse hacia una higuera próxima. El Deuteronomio autorizaba a los viandantes a tomar algún fruto de las propiedades que hallaban en su ruta, con tal que los comiesen allí mismo y no hiciesen acopio (Dt 23,24). Pero he aquí que el árbol no tenía más que hojas. Entonces Jesús, decepcionado, lo maldijo: « ¡Nunca jamás des fruto!» Asegura Mateo que en aquel mismo instante la higuera se secó. Marcos retarda hasta el día siguiente el cumplimiento de la misteriosa maldición (Mc 11,20). ,

¿Qué significa tan extraña anécdota? El inciso de Marcos, en el cual se nos dice que todavía no era tiempo de higos (Mc 11,13), aumenta las dificultades de una exégesis trivial, dispuesta siempre a satisfacerse con explicaciones que no trastornen el régimen banal e inconsistente de la justicia. Pero, al mismo tiempo, obligándonos a abandonar este nivel inferior de la pura justicia, tal inciso facilita grandemente la interpretación del hecho, pues nos fuerza, queramos o no queramos, a poner el comentario en un plano mesiánico.

Se trata, efectivamente, de una parábola en acción. No son infrecuentes estas parábolas a lo largo de las Escrituras. Jeremías estrelló contra el suelo una vasija para dar a entender a sus compatriotas el tremendo castigo que les tenía reservado Yahvé (Jer 19); en otra ocasión, una faja de lino escondida durante mucho tiempo entre las rocas, podrida ya cuando fue a tomarla de nuevo, revelará al profeta el triste fin de la nación que no quiso ceñir sus lomos con la faja del sometimiento a Dios (Jer 13). Isaías anduvo descalzo y desnudo para significar públicamente el expolio de Egipto y Etiopía (Is 20). De la misma forma, quiso Jesucristo describir, en la desgracia de aquel árbol maldito, la suerte que iba a correr Israel, pueblo farisaico que, por su abundancia de ceremonias y exterioridades, muy adecuadamente podía ser representado mediante el símbolo de la higuera, árbol pomposo, de exuberante follaje.

Si nos fijamos en las frases que Jesús dirige luego a sus discípulos, impresionados al contemplar la súbita ruina del árbol, puede también entenderse esta parábola como una exhortación muy elocuente a la fe, que puede obrar en cualquier momento las más inusitadas maravillas: «Tened fe en Dios. En verdad os digo que si alguno dijere a este monte: Quítate y arrójate al mar, y no vacilare en su corazón, sino que creyere que lo dicho se ha de hacer, se hará así. Por esto os digo: todo cuanto orando pidiereis, creed que lo recibiréis y se os dará» (Mc 11,23-24).

No obstante, es preciso concluir que aquí se trata fundamentalmente de una lección en estilo profético, destinada a predecir la desventura de un pueblo infiel a sus promesas. Es el único milagro, de todos los realizados por Jesús, que no procede de su bondad, y esto nos lo hace particularmente sombrío y extraño. Pero incluso en él es posible distinguir un indudable propósito de benevolencia: mientras que, para significar la energía de su gracia curativa en las almas, se valió de la curación de cuerpos humanos, quiso, en cambio, para anunciar sus castigos, servirse del daño producido a un ser irracional.

Queda siempre, por supuesto, en el episodio un margen incomprensible. Este margen precisamente alude a la radical paradoja del mensaje de Cristo, a lo insólito y demoledor de su enseñanza nueva, a lo absoluto de sus demandas. Ante su presencia tambalea toda medianía, toda discreta excusa, todo criterio razonable. El viene y reclama los frutos, sea o no sea tiempo de sazón. El alma que espera su estación oportuna para saciar el hambre de Jesús, está ya condenada. Y es inútil invocar la justicia delante de un Dios que libremente ha querido sufrir hambre.

 

2. El nuevo Israel

Tras esta parábola en acción, va a pronunciar Jesús tres nuevas parábolas, las cuales, lo mismo que aquélla, sólo tienen un objetivo: declarar la culpa y pena de Israel, el grave pecado que ha cometido y el castigo tan terrible que le espera.

«¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos, y, llegándose al mayor, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en la viña. El respondió: No quiero. Pero después se arrepintió y fue. Y llegándose al segundo, le habló del mismo modo, y él respondió: Voy, señor; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? Respondiéronle: El primero. Díceles Jesús: En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os precederán en el reino de Dios» (Mt 21,28-31). La mención de las meretrices permite aplicar esta parábola a dos categorías o linajes de almas: la de los justos envanecidos y la de los pecadores contritos. Con todo, el nombre de publicanos, recaudadores al servicio de Roma, nos sugiere ya que muy probablemente la parábola tiene en cuenta, sobre todo, aquellas dos castas que todo judío distinguía con despiadada nitidez: el pueblo elegido y las naciones paganas. Conviértese tal probabilidad en certeza después de haber leído las otras dos parábolas: la de los renteros homicidas y la de los invitados a la boda del rey. Acerca de esta última ya escribimos anteriormente, demorándonos en sus aplicaciones morales, válidas para todo tiempo y para cada alma.

«Oíd otra parábola: Un padre de familia plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar, edificó una torre y la arrendó a unos viñadores, partiéndose luego a tierras extrañas. Cuando se acercaba el tiempo de los frutos, envió a sus criados a los viñadores para percibir su parte. Pero los viñadores, cogiendo a los siervos, a uno le atormentaron, a otro le mataron, a otro le apedrearon. De nuevo les envió otros siervos en mayor número que los primeros, e hicieron con ellos lo mismo. Finalmente, les envió a su hijo, diciendo: Respetarán a mi hijo. Pero los viñadores, cuando vieron al hijo, se dijeron: Es el heredero; ¡ea!, a matarle, y tendremos su herencia. Y cogiéndole, le sacaron fuera de la viña y le mataron. Cuando venga, pues, el amo de la viña, ¿qué hará con estos viñadores? Le respondieron: Hará perecer de mala muerte a los malvados y arrendará la viña a otros viñadores que le entreguen los frutos a su tiempo. Jesús les respondió: ¿No habéis leído alguna vez en las Escrituras: La piedra que los edificadores habían rechazado, ésa fue hecha cabeza de esquina; del Señor viene esto y es admirable a nuestros ojos? Por eso os digo que os será quitado el reino de Dios y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos. Y el que cayere sobre esta piedra se quebrantará, y aquel sobre quien cayere será pulverizado. Oyendo los príncipes de los sacerdotes y los fariseos sus parábolas, entendieron que de ellos hablaba, y, queriendo apoderarse de El, temieron a la muchedumbre, que le tenía por profeta» (Mt 21,33-46).

La descripción con que Jesús comienza su parábola constituye una clara referencia a ciertos versos de Isaías, lo cual permite dar un nuevo giro a la reflexión: Israel no sólo está representado por esos renteros que matan a los criados y al hijo del dueño—a los profetas y al Hijo de Dios—, sino también por la misma viña, heredad especialmente estimada por Yahvé, a la cual fueron dispensados los cuidados más solícitos: «Tenía mi amado una viña en un recuesto fértil; la cavó, la escardó y la plantó de cepas selectas. Edificó en medio de ella una torre y construyó en ella un lagar» (Is 5,1-2).

¿A quién simboliza esta viña tan diligentemente cultivada? El mismo Isaías responde: «La viña de Yahvé Sebaot es la casa de Israel, y los hombres de Judá son su amado plantío» (Is 5,7).

En la rápida y vigorosa pintura que de la viña nos hace el profeta hállase contenida ya toda la verdadera doctrina acerca de los orígenes de Israel. Este pueblo, antes de ser elegido, no era más que eso, unas hectáreas de tierra común, un suelo que necesitaba ser cavado y limpiado de piedras y abrojos. Es decir, un conjunto de hombres como cualquier otro: ni más numeroso y fuerte (Dt 7,7), ni tampoco de mejor naturaleza (Dt 9,4-6). Ningún mérito ha precedido a la elección: antes de tomar Yahvé a Israel en su mano, era éste como una mujer desnuda (Ez 16,7).

La primera vez que el nombre de Israel irrumpe en las Escrituras es en aquella página en que se nos relata la misteriosa lucha librada por Jacob contra un enviado de Dios. Tras esa batalla, el nombre de Jacob va a ser sustituido por otro: «En adelante no te llamarás ya Jacob, sino Israel, pues has peleado con Dios y con hombres, y has vencido» (Gén 32,29). Pero la etimología del nuevo nombre—sara, luchar, y el, Dios: «duchó con Dios»—, que parece fundarse en ese episodio, no responde exactamente a las exigencias gramaticales: siempre que en la composición de un vocablo aparecen un verbo y un sustantivo, éste desempeña el oficio de sujeto, no de complemento. Por consiguiente, la significación de la palabra sería más bien: «Dios lucha». Otras innumerables etimologías han sido propuestas. De todas ellas dedúcese que el nombre de Israel contiene la idea de alguna dominación o victoria de Dios, y lo que resulta innegable es que Dios, en dicho nombre, juega el papel más decisivo.

Toda la razón de ser del pueblo elegido depende simplemente de su relación con Yahvé. Su existencia no descansa, como la de otros pueblos, en un sentimiento político aglutinante, sino en un peculiar culto religioso que agrupa siempre a varias tribus. Israel es fundamentalmente el pueblo de Yahvé. ¿Acaso no es también Yahvé el Dios de Israel?

Sí, Yahvé es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. En esta verdad sin precedentes estriba toda la paradoja y constante tragedia del pueblo elegido. Aquello que constituyó la raíz de su vida habrá de ser también la ocasión de su desastre.

Su conciencia de pueblo excepcional y preferido por Dios habíale salvaguardado de todas aquellas corrupciones que amenazaban filtrarse por sus fronteras: las culturas aberrantes y maravillosas de Egipto, de Babilonia, de Grecia, se estrellaron contra el monoteísmo inconmovible de sus más genuinos representantes. En los aciagos tiempos del exilio, el pensamiento de Yahvé mantenía alerta los corazones. Cualquier contacto con extranjeros suponía un peligro de contaminación; era, por tanto, menester evitarlo. ¿Puede pensar alguien que este exclusivismo sólo encerraba un inmenso orgullo y que estaba inspirado nada más en razones bastardas? Criterio semejante, tan simplista como injusto, se hace a todas luces insostenible. Eran los israelitas depositarios de una verdad delicada y suprema, y de ello tenían exacerbada conciencia. Su áspero apartamiento, que en demasiadas ocasiones llegó ciertamente a convertirse en un desdén profundo hacia los demás pueblos, le salvó de la idolatría. En aras de esa promesa que le había sido confiada por Yahvé, sacrificó muchos otros bienes, inmoló sus mejores hombres, soportó las mayores humillaciones. ¿Tiene mucho de sorprendente que, cuando se le pidió renunciara a su privilegio secularmente defendido, se resistiera a hacerlo, negándose a reconocer en ese ruego la voz de quien tan especialmente lo había amado?

No cabe duda que también la vocación universalista pertenecía al tesoro de aquella gran tradición religiosa. Sabiamente había dispuesto Dios las alternativas—acentuando ora la idea nacional, ora la idea de apertura—en el progreso paulatino de su revelación.

La primitiva raíz exclusivista tendía a afirmar la santidad de Dios, su trascendencia, y la segregación consiguiente de cuanto El había reservado para sí. Cuando este pensamiento vino a degenerar en fórmulas políticas, alzaron los profetas su grito, prohibiendo a Israel toda vana soberbia (Am 9,7-8) y exhortándole a que considerara su título de excepción nada más como un motivo de muy grave responsabilidad (Am 3,2). Desde la primera dispersión, permitida por Dios en castigo a los muchos pecados de su pueblo, los vaticinios apuntan hacia la incorporación de las naciones, previa la abjuración de sus ídolos (Jer 16,19); al monte santo acudirán todas las gentes para adorar al Dios verdadero (Is 2,2-5; Sof 3,9-10). Es notable que la infidelidad de Israel presenta estas dos facetas, curiosa-mente fundidas: el abandono de la misión encomendada y un hondo sentimiento de superioridad con respecto a los demás países de la tierra. Cuando los jefes, indignos y obcecados, se prometen la impunidad—« ¿No está con nosotros Yahvé? Ninguna desgracia nos ocurrirá» (Miq 3,11)—, Dios envía contra su pueblo las peores desventuras.

Pero he aquí que, al mismo tiempo, el Deuteronomio sub-raya nuevamente la singular condición de Israel como descendencia santa (Dt 7,6). Por ser santa no le está permitido cualquier pacto con extraños, principalmente las alianzas matrimoniales (Dt 7,3). Ezequiel cierra las puertas del templo a «todo extranjero incircunciso de corazón e incircunciso de carne» (Ez 44,9). Ahora bien, ¿no hay contradicción entre todo esto y las anteriores consignas? Hasta el segundo Isaías no serán superadas semejantes oscilaciones. Muy vigorosamente confirma Isaías la predilección que Yahvé ha otorgado a su pueblo (Is 41,8-10; 54,10), mas a la vez canta, con muy robusta voz, al Dios único de todos los pueblos que existen sobre la tierra (Is 44,6; 45,22-24). En el mismo Isaías podemos hallar la clave de esa feliz coincidencia de perspectivas: Israel es la porción que Dios ha escogido precisamente para que sea su testigo en todo el mundo (Is 42,10-12; 55,4-5), el medio de salvación ofrecido a todas las gentes, hasta los últimos confines (Is 52,10).

A la vuelta del destierro se reavivará con exceso la conciencia nacionalista. Para extenuarla fue redactado el libro de Rut, la moabita, y el libro de Jonás, donde se demuestra que Dios, a despecho de la susceptibilidad hebrea, ama tiernamente a Nínive.

Hasta el fin subsistirá este extraño vaivén. Incluso en un mismo libro de preces hallaba el judío alimento para esos dos impulsos del alma aparentemente tan opuestos: imprecaciones contra la gentilidad impía (Sal 9; 59; 137) y generosos votos al Dios creador de las naciones (Sal 86; 102) y Rey de todos los pueblos (Sal 97), con ánimo de que su gloria reluzca sobre el universo mundo (Sal 96). La preponderancia de este acento o de aquél estará secretamente regulada por el Dios que debía conducir su obra hasta el punto culminante de toda revelación: Jesucristo, hijo de David y Redentor de todos los hombres.

¿Qué actitud adoptará Israel ante la llegada del Deseado? Ciertamente, el pueblo hebreo no había renegado de su fe. Pero ¿qué grado de pureza poseía esta fe?

El firme monoteísmo de Israel había oscurecido las leves insinuaciones con que Dios quiso ir preparando la declaración de su ser más íntimo, la doctrina exquisita destinada a sus hijos, la doctrina sobre la Trinidad (Prov 1,22-31; 8,32-36; Eci 4,11-19; Sab 7,24ss). Ocurrió también que su extremada reverencia al Altísimo había hecho de Dios algo demasiado lejano y temible, tornando muy difícil el contacto del alma con El: el nombre de Yahvé era inefable y hacía falta reemplazarlo por voces comunes—Adonai, El, Elohim—o por circunloquios abstractos: el Nombre, la Gloria, el Poder, el Cielo, el Santo. Asimismo, su veneración por los libros sagrados habíase convertido en un respeto paralizante a la letra, a las fórmulas intocables y casi mágicas. La ley, el templo, los ritos, el sábado, habían llegado a ser poco menos que verdaderos ídolos. Agreguemos el nacionalismo muy enconado de última hora, sus esperanzas mesiánicas orientadas en sentido predominantemente mundano, el prestigio nefasto de los fariseos...

¿Qué decisión tomará Israel ante un galileo que a sí mismo se proclama el Mesías? Su idea monolítica de Dios le impide entender cuanto éste dice acerca del Padre; acabará tachándolo de blasfemo porque se hace Hijo de Dios. ¿Y esas insólitas enseñanzas sobre la dulce providencia universal? ¿Y esa frase suya escandalosa y despectiva: «la letra mata»? Jesús, además, se comporta extrañamente. Comete acciones intolerables: quebranta la ley, viola el sábado, omite los ritos de purificación, perdona los pecados, se confiesa superior al templo. ¿No dice incluso que es más que Abraham, más que David, más que Moisés? Se insolenta contra los fariseos, les dirige reproches durísimos y les asegura que los gentiles irán delante de ellos en el reino.

Después de todo esto, ¿es muy asombroso que Israel rechazara a Jesús? No hace falta advertir que el pecado colectivo, en cuanto atribuible a una conciencia colectiva, propiamente no existe. Son las almas juzgadas una a una, y si en el cielo no hay «griego ni judío» (Gál 3,28), tampoco lo hay ante el tribunal que concede o niega ese cielo. Cada corazón—el de Anás, el de Nicodemo, el de Simón Pedro, el de la Virgen María, el del herrero de Efrén, el de todos los judíos de todas las épocas—será valorado por sus propios actos, por su adhesión o repulsa, totalmente íntimas y personales, al nombre de Jesucristo. Pero, en cuanto pueblo, no es posible negar que Israel rechazó al Hijo del hombre y bebió su propia condenación. La responsabilidad principal recae sobre los dirigentes (Mt 9,34; 12,14.24.38; 23,ISS), mas también la turba se hizo culpable y fue, por eso, objeto de maldición (Mt 11,16ss). A juicio de Mateo, era unánime el clamor que respaldó las gestiones criminales de sus jefes: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mt 27,25). Pedro también, en discurso solemne, acusará de crimen a «todos los judíos y habitantes de Jerusalén» (Act 2,14.23).

La muerte de Jesús será para Israel como un segundo pecado original. Al repudiar al Mesías, se prefirió, como Adán, a sí mismo, prefirió su propia gloria cerrada y egoísta, su orgullo. Por supuesto que tratará siempre de enmascarar su pecado bajo capa de servicio a Yahvé. Condujo a Cristo a la cruz porque «blasfemó» (Mt 26,65). Dará muerte después a los apóstoles, «pensando así rendir culto a Dios» (Jn 16,2). Pablo ha confesado que le inspiraron esos mismos móviles a perseguir a los cristianos: «el celo por el judaísmo» (Gál 1,13-14; Act 26,9). En el Midrash Bemidbar Rabba se puede leer aún: «Quien derrame la sangre de los impíos es lo mismo que quien ofrece a Dios un sacrificio». Los renteros de la viña seguirán, durante algún tiempo, matando.

Israel. De él dijo Bernanos sin ira: «macerado en su orgullo como un muerto entre el incienso».

Mas ¿quién osará afirmar que todo Israel padeció condenación en bloque? El Mesías fue acogido en el corazón de un número «suficiente» de judíos. Esta porción fiel era el resto de que hablaron los profetas. Menester es incluso aludir, con el fin de contrarrestar la visión acusadora de Mateo, a la visión benigna que del pueblo hebreo en general—ese laos nombrado siempre con tanto respeto—demuestra Lucas en varios pasajes de la pasión (Lc 19,48; 20,26.45; 21,37-38; 22,2; 23,27.48).

Durante mucho tiempo ha existido entre judíos y cristianos una hostilidad tan compacta que llevaba a unos y a otros a negar rotundamente cualquier punto de contacto entre sus formas respectivas de piedad. El judaísmo tardío suprimió de plano todo cuanto, en sus textos religiosos contemporáneos o posteriores a Jesús, parecía más o menos afín a la doctrina por éste predicada. De igual forma, los escritores cristianos se dedicaron a hacer resaltar exclusivamente, del acervo de la piedad judía, aquello que era más mezquino y lamentable, con el fin de presentar como antitéticos uno y otro mundo, la espiritualidad cristiana y la espiritualidad hebrea. Actualmente, por el contrario, una investigación más seria y más honrada por ambas partes viene demostrando, de modo cada vez más manifiesto, la profunda vinculación de la piedad cristiana original con el pensamiento religioso judío. Un claro y reciente testimonio de tal actitud lo constituye, por parte del mundo hebreo, Los años oscuros de Jesús, de Robert Arón (un judío que podía haber militado en lo que Newman llamaba «el partido de Jesús»). ¿Puede por esto vacilar alguien en su fe acerca de la novedad esencial, creadora, aportada por Jesucristo?

Sería también poco leal negarse a reconocer el papel tan importante que las colonias de la Diáspora desempeñaron en la primera difusión del mensaje evangélico. Unas veces obligados por las deportaciones, otras veces conducidos por motivos mercantiles, innumerables israelitas se habían asentado en los puntos más remotos de la tierra; seguían, no obstante, conservando estrecha relación con la comunidad palestina. A través de estos judíos, de sus células y sinagogas, la enseñanza de Cristo se propagó con notable rapidez. La antigua invitación de Tobías cobraba de pronto una hermosa e insospechada urgencia: «Confesadle, hijos de Israel, ante las naciones, pues El nos dispersó entre ellas para pregonar su majestad» (Tob 13,3-4).

Dentro y fuera de los límites nacionales, un puñado de hombres circuncidados, justos y sensibles a la voz del cielo, seguían «esperando la consolación de Israel» (Lc 2,25). Ellos iban a asegurar la continuidad del «Israel de Dios» (Gál 6,16) con el Israel histórico. El pueblo que Cristo adquirió para sí (Tit 2,14) no puede menos de coincidir en gran parte con el pueblo que siglos atrás adquirió Yahvé (Ex 19,5).

Son los destinatarios de la nueva alianza (1 Cor 11,25; 2 Cor 3,6) en conexión con la antigua; hijos de Abraham según la carne, engendrados ahora como hijos de Abraham según la fe (Gál 4,23.29; Rom 9,6-11). Su honor es muy grande, pues constituyen el olivo fecundo al cual van injertándose los demás creyentes (Rom 11,16-21). La Sinagoga no era una concubina, sino la esposa 1. Dios envía su bendición primero a ellos, a los hijos de los profetas (Act 3,25-26); a ellos han de dirigirse primero los apóstoles para darles esa «buena nueva» por la cual ellos han suspirado como nadie (Act 13,46). El reino, según voluntad de Cristo, ha de extenderse partiendo de Jerusalén y siguiendo el orden de irradiación del mundo israelita (Lc 24,47; Act 1,8). Los gentiles se incorporarán al reino a través de los medios de captación judíos. A esto se reduce toda la gloria de los gentiles: a ser «conciudadanos de los santos» (Ef 2,19).

Ahora bien, ¿significa realmente la sangre hebrea un título de superioridad en el reino fundado por Jesucristo? En absoluto. Dentro de la Iglesia no subsiste ya diferencia alguna entre griegos y judíos, pues Cristo «hizo de los dos pueblos uno solo, derribando el muro de separación» (Ef 2,14). Ya no hay «paganos en la carne» y «circuncisos en la carne» (Ef 2,11), pues la carne, después de haber sido macerada en la cruz, no representa nada. Unos y otros forman ya la «criatura nue-

1 SANTO TOMÁS, In 4 Sent. 27,3,1.

va» (2 Cor 5,17), más allá de esas categorías, ya enteramente caducadas, de circuncisos e incircuncisos (Gál 6,15). Pedro, que tuvo sus dificultades para comprender esta verdad, confesó al fin: «Reconozco que no hay en Dios acepción de personas, sino que en toda nación el que teme a Dios y practica la justicia le es acepto» (Act 10,34-35).

Ya la carne y la sangre nada importan, porque Cristo ha resucitado.

Con mucha verdad puede decirse que para el pueblo de la vieja alianza fue la muerte y resurrección del Salvador lo que fue para El mismo: un tránsito a otra vida distinta, traspasada de espíritu. Las promesas de Yahvé, desde su primera formulación en el Jardín (Gén 3,15), irán concretando más y más su ámbito: el tronco de Set, la rama de Sem, el pueblo de Abraham, la tribu de Judá, la familia de David... Hasta llegar al hijo de María, que enlaza con los orígenes porque pertenece al «linaje de la mujer». Pero, mientras viva sometido a la carne, el Hijo del hombre conservará todavía su vinculación al Israel carnal (Mt 15,24; Mt 10,5-6). Será preciso que muera por la ley y por la flaqueza de la carne, para que todo en El muera a la ley y a los límites de la carne. Entonces, en ese preciso momento, la economía antigua se extingue también: el velo del templo, expresión de dicha economía provisional (Heb 9,8), se rasgó de arriba abajo (Mt 27,51).

Todo lo anterior queda así definitivamente superado. Ya no hay simiente, porque ha brotado la flor. Ya no tiene sentido la candelica, porque el sol brilla en su cenit. Si Israel se niega a aceptar el hecho de Jesucristo glorioso, condénase a sí mismo: ya no vive en régimen de promesa, porque lo prometido ha llegado; ya nada puede esperar, porque lo ha rechazado todo. Mientras duró la alianza, Israel era sitio de privilegio impar: Cristo estaba ya allí, con los que comían un alimento celeste y bebían de la roca: «la roca era Cristo» (1 Cor 10,4). Los gentiles, en cambio, estaban «sin Cristo, alejados de la sociedad de Israel» (Ef 2,12). Unicamente en Israel se hallaba Cristo, porque aún no había sido derribado «el muro de separación». Ahora bien, esta presencia era todavía meramente carnal, eficaz tan sólo en función de la resurrección futura: de suyo la carne no sirve para nada (Jn 6,63). Para nada vale el simple parentesco con Jesús «según la voluntad de la carne» (Jn 1,13).

Todo cuanto en la vieja alianza era imagen y figura queda automáticamente, una vez sobrevenida la realidad figurada, reducido al plano de lo inane y estéril: «ordenanzas carnales» (Heb 9,10), sumisión a los «flacos y pobres elementos» (Gál 4,9), nada más que «sombra» (Col 2,17). La alianza que los judíos invocan ha pasado a ser estrictamente «alianza antigua» (2 Cor 3,14), que «se hace anticuada, a punto de desaparecer» (Heb 8,13). Seguir la Ley es «acabar en la carne», pero entendiendo ésta no como mera debilidad, sino como oposición al Espíritu (Gál 3,3). Ellos mismos ya no son judíos más que «en lo exterior» (Rom 2,28), «Israel según la carne» (1 Cor io,18), pueblo empobrecido y repudiado, equiparado a Agar, la esclava (Gál 4,24). La sementera es un campo de sal. Todo está vacío y desfondado. Se ha cumplido la palabra de Jesús: «Se os quedará vuestra casa desierta» (Mt 23,38). Serán instrumento de bendición, mas no objeto de bendición. Por consiguiente, los israelitas que se niegan a abrazar la salvación ofrecida en Cristo, permanecen en sus pecados y son más culpables que los gentiles (Rom 2,21-24; 3,10,19). Incurren así en la cólera de Dios (1 Tes 2,16).

El Cristo resucitado significa el salto vertical que rompe con la carne hebrea en cuanto carne de muerte. Su novedad es absoluta, y la mano del hombre no puede buscarle antecedentes y preparaciones. Mas al mismo tiempo sigue siendo verdad que Jesús es un hijo de David y se inserta en la línea horizontal de las generaciones. Esta doble vertiente de ruptura y continuidad se apreciará también, de modo muy expresivo, en la elección de los apóstoles. Los apóstoles, efectivamente, eran doce, lo cual quiere decir que Jesús confirma la alianza de Dios con las doce tribus de Israel (Mt 19,27-30); pero se trataba de doce hombres desconocidos, sin jerarquía alguna en las representaciones oficiales de la nación. Eran, por tanto, en Israel, el principio de un nuevo Israel.

Un nuevo Israel. El que sea nuevo demuestra la inutilidad actual del primero: «al decir un pacto nuevo, declara envejecido el anterior» (Heb 8,13). El que sea Israel, la conservación del nombre, bien a las claras manifiesta que se mantiene una línea de innegable continuidad. ¿Y el nombre de Iglesia? La palabra Iglesia es el término con que la traducción griega de la Biblia solía mencionar la asamblea de quienes seguían a Moisés a través del desierto, el Quehal Yahvé. Verdaderamente, «los patriarcas pertenecían como nosotros al cuerpo de la Iglesia» 2.

Ellos también eran Iglesia, nosotros también somos Israel. ¿No afirmó Pío XI que «espiritualmente los cristianos somos semitas»? Y Juan XXIII, cuando recibió en audiencia a doscientos delegados judíos de la «United Jewish Appeal», les abrió afectuosamente los brazos, exclamando con gozo: «Yo soy vuestro hermano José». En el oficio de Sábado Santo pide la liturgia públicamente a Dios que «todos los hombres del mundo pasen a ser hijos de Abraham y alcancen la israeliticam dignitatem». Lo mismo que hizo Yahvé con el pueblo elegido: «Te lavé con agua» (Ez 16,9), hizo Cristo con su Iglesia, «purificándola con un baño de agua» (Ef 5,26).

No será ocioso para algunos advertir que esta continuidad entre Israel y la Iglesia no es solamente de índole mística—el «pueblo de Dios» fue ayer Israel, hoy es la Iglesia—, sino también espiritual en un nivel humano (Mons. Duchesne decía que los primeros cristianos no fueron sino judíos progresistas): un mismo estilo de vida religiosa, un mismo estilo de oración—los salmos, por ejemplo, pan de la plegaria hebrea y cristiana—, incluso unas determinadas tentaciones comunes. El desprecio de los judíos hacia todo lo samaritano, ¿no tiene entre nosotros múltiples y muy concretas versiones? (una curiosísima muestra de antisamaritismo es el antisemitismo de tantos cristianos).

Nosotros somos hijos de Abraham: «Si sois de Cristo, sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Gál 3,29), pues la verdadera posteridad de Abraham es Jesús: «A Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas. No dice a sus descendencias, como si fuesen muchas, sino a una sola: Y a tu descendencia, que es Cristo» (Gál 3,16). Cristo es, al mismo tiempo, el objeto de la promesa otorgada a Abraham y el heredero singular al cual estaba reservada la promesa, puesto que El constituye la cima de Israel, el cumplimiento pleno y bilateral de la alianza: en su persona cele-

2 SANTO TOMÁS, Suma Teol. 3,8,3 ad 3.

bran perfecto consorcio la invitación divina y la correspondencia humana. Adherirse a Cristo es tener parte en la herencia: «herederos de Dios, coherederos con Cristo» (Rom 8,17). Los judíos que lo rechazaron abdicaron de sus derechos: confiados en los títulos de la carne, viéronse envueltos en el repudio del hijo carnal. Pues el tronco de Israel se bifurca en dos ramas: los judíos recalcitrantes, que integran la posteridad desheredada de Ismael, y los cristianos, hijos de Isaac, destinatarios de la promesa, sentados en el banquete junto con Abraham, Isaac y Jacob. «No todos los nacidos de Israel son Israel, ni todos los descendientes de Abraham son hijos de Abraham, sino que por Isaac será tu descendencia. Esto es, no son hijos de Dios los hijos de la carne, sino únicamente los hijos de la promesa son tenidos por descendencia» (Rom 9,6-7).

A todos los cristianos, aunque lleven nombres griegos, latinos o bárbaros, si están incorporados a su Hijo, los mira Yahvé y en ellos se complace: «Miró Dios a los hijos de Israel y los reconoció» (Ex 2,25).

¿Y aquella viña de la parábola que había sido puesta en manos de tan inicuos renteros? Será arrebatada a la Sinagoga y ofrecida a la Iglesia.

¿Y aquella viña de Isaías que representaba a los hijos de Israel? «Esperando que le diera uvas, le dio agrazones» (Is 5,2). ¿Qué hará Dios con ella? «Voy a deciros ahora lo que voy a hacer con mi viña: Destruiré su cerca y será ramoneada. Derribaré sus vallas y será pisoteada. Quedará desierta, no será podada ni cavada; crecerán en ella los cardos y las zarzas, y hasta ordenaré a las nubes que no lluevan sobre ella» (Is 5,5-6). Pero no ha de quedarse Dios sin uvas: plantará otra viña que no le defraude, una viña en la cual hallará por fin sus delicias. Se trata de Cristo y los cristianos: «Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleve fruto, lo cortará; y todo el que dé fruto, lo podará para que dé más fruto» (Jn 15,1-2). Por Jesucristo, llena de gozo el nuevo Israel la bodega de Dios.

Jesús termina su parábola y las agrias disputas que siguieron. Tiene el corazón dolorido. Piensa en la viña infructuosa, y llora. Piensa en la viña fértil, y se alivia. Piensa sobre todo—¿por qué, Señor, esa idea tan constante, tan terca?—en el lagar. Piensa en el lagar, y tiembla.

 

3. La resurrección de la carne

La idea de una inmortalidad ligada a la resurrección no era aún una idea muy sólida, no era al menos una idea unánime entre los judíos. La génesis del pensamiento hebreo sobre el más allá ha sido muy lenta, vacilante y confusa. Antes de la cautividad, al hombre que abandonaba este mundo se le adjudicaba una vaga estancia en el sheol, en la habitación del silencio y de las sombras. Tras el destierro, tras aquella grave experiencia, se había ido precisando y robusteciendo la fe en una vida bienaventurada allende estas miserias y estrecheces. Los saduceos negarán a esos pensamientos todo valor. Daniel confirmará la suerte posterior, venturosa o infeliz, de cuantos duermen en el polvo. El Eclesiastés se había mostrado muy parco a este propósito, pero la Sabiduría presta alas al espíritu. Poco a poco, el juicio de ultratumba y una inmortalidad más o menos cualificada van ganando adeptos en Israel.

Pero ¿cómo será la existencia en ese otro mundo cuya frontera oriental coincide con «el último suspiro de la boca», pero cuyo límite, al poniente, nadie sabe todavía dibujar? Un grupo de saduceos, «que niegan la resurrección», se presenta a Cristo para plantearle el problema. Lo mismo que otras veces, sitúan éste en un plano fútil, indigno, con su punta de sarcasmo: puesto que la viuda sin hijos tiene que casarse con el hermano de su marido difunto, si también este hermano muere sin darle descendencia, y así igualmente el tercero, y el cuarto, hasta siete, «en la resurrección, ¿de cuál de los siete será legítima esposa?» Jesús, lo mismo que siempre, se eleva de la mísera base que provoca su respuesta hasta la región de los grandes principios luminosos: «Erráis porque no entendéis las Escrituras ni el poder de Dios. En la resurrección no hay mujer ni marido, sino que son como ángeles de Dios en el cielo. Y sobre la resurrección de los muertos, ¿no habéis leído lo que os fue dicho por Dios, que dice: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,23-32).

Rotundamente afirma Cristo el hecho de la resurrección. En cuanto a su modalidad, son descartados aquellos aspectos que conciernen al uso de la carne. Tal uso carece de sentido en la gloria: el número de los justos ha sido fijado ya. Pero ¿significa esto que los cuerpos quedan excluidos de la bienaventuranza? «Ni la carne ni la sangre poseerán el reino de Dios», afirmará luego el Apóstol (1 Cor 15,50). ¿Qué pensar de todo ello?

Pablo, desde luego, trata casi siempre de la carne en conexión con la muerte y el pecado: el pecado se enseñorea de nuestro cuerpo (Rom 6,12); de ahí que éste reciba con mucha justicia el nombre de «cuerpo de pecado» (Rom 6,6) o «cuerpo de muerte» (Rom 7,24). Históricamente, nuestro cuerpo está ligado a la culpa: el pecado original se perpetró en la carne y se transmite a través de la carne; actúa ahora en la «ley de los miembros» (Rom 7,23). Puede, por tanto, hablarse enfáticamente de «carne de pecado» (Rom 7,13ss; 8,3; 6,6).

Pero adivinamos ya que, para Pablo, carne no significa el elemento carnal del hombre en contraposición de su espíritu, sino todo el compuesto humano en contraste con Dios. Esta acepción, a la vez muy amplia y muy precisa, no es original del Apóstol. Ya el Génesis nos asegura que en tiempos de Noé «toda carne había corrompido su camino» (Gén 6,12); es decir, todos los hombres se comportaban licenciosamente. Cuando el Salmista afirma que «su corazón y su carne se regocijan en el Dios vivo» (Sal 83,3), habla únicamente del júbilo de su corazón. Todos los seres, en su carne y en su espíritu, son objeto de la misericordia divina: «la clemencia de Dios se extiende a toda carne» (Eci 18,13). Isaías se refiere al hombre entero, en su efímera condición, al lamentarse de que «toda carne es heno y toda su gloria como flor del campo» (Is 40,6). La célebre fórmula de Juan: «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), proclama que el Verbo asumió la naturaleza humana completa, en cuerpo y alma.

Pablo adopta esta misma terminología. «Al llegar a Macedonia no tuvo nuestra carne ningún reposo» (2 Cor 7,5); a renglón seguido habla de sus aflicciones, preferentemente espirituales. Para él, carne es sinónimo de debilidad. Jesús había afirmado ya que «la carne es débil» (Mt 26,41), que «el espíritu vivifica y la carne no sirve de nada» (Jn 6,63). Y ya sabemos que el espíritu del hombre, en cuanto tal, tampoco puede nada. «La flaqueza de la carne» significa para el Apóstol la antítesis de «la potencia del espíritu», de tal modo que, mediante una cómoda transposición de elementos simétricos, afirma ya sin rodeos: «Nuestras armas no son carnales, sino poderosas» (2 Cor 10,4); es decir, espirituales, procedentes de Dios. En esta antinomia insinúase ya el famoso duelo entre dos potencias tan desiguales, antinomia que acabará dando al vocablo «carne» una esencial alusión a la esfera del mal: «el apetito de la carne es enemistad con Dios» (Rom 8,7). La «carne de pecado» engendra y abarca todas las realizaciones pecaminosas. Las «obras de la carne» comprenden los odios, las envidias y la idolatría no menos que las fornicaciones (Gál 5, 19-21). Constituye la lujuria una «obra de la carne», mas no porque se ejercite en la esfera de lo sexual, sino porque es un acto de la voluntad del hombre contra la voluntad de Dios. Este antagonismo de Dios-hombre se sobrentiende siempre bajo la antítesis expresa de espíritu-carne. El hombre que vive alejado de Dios, vive «en la carne» o «según la carne» (Rom 7,5; 8,4), aunque su pecado no sea de lascivia, sino de soberbia.

La carne designa este mundo de lo humano en cuanto opuesto a lo divino, en cuanto cerrado orgullosamente dentro de sus propios límites. Carne es, pues, flaqueza y falsa suficiencia. Por eso la confianza en los méritos propios se denomina «confianza según la carne» (Flp 3,3), y quienes pretenden bastarse a sí mismos para obtener la sabiduría son «sabios según la carne» (1 Cor 1,26).

Pero tal parentesco de la carne con el pecado no es intrínseco, sino advenedizo: procede de la voluntad del hombre, de su libre querer, al cual únicamente conviene la facultad de pecar. De suyo la carne, en cuanto elemento corporal, se halla bajo el signo de la indiferencia: si se allega a una meretriz, se hace carne de prostitución; si se une al Señor, se hace espíritu con el Señor. Mientras el hombre anda en su condición mortal, el cuerpo es pesado, le inclina al desorden, es un nido de concupiscencias; pero significa también un buen abrigo, una defensa, la oportunidad de ponerse aún al lado de Dios. Durante su peregrinación por la tierra, al pecador le queda todavía el cuerpo como punto de contacto con Jesucristo, pues ese cuerpo es igual que el del «Verbo hecho carne». Cuando muera, si muere en pecado, ya toda vinculación se habrá extinguido.

Llegamos ahora a una visión totalmente distinta, paradójica, del cuerpo: el cuerpo del cristiano es más bien espíritu que carne, puesto que es ya «templo del Espíritu Santo» (1 Cor 6,19), ámbito privilegiado en que se manifiesta la vida de Jesús (2 Cor 4,10-II), instrumento de alabanza al Señor (1 Cor 6,2o). Debemos, por tanto, tratar a nuestro cuerpo como a una propiedad ajena y muy preciosa, como a la mujer de nuestro prójimo.

Este dato del cuerpo como lugar de culto, como objeto sagrado—el cuerpo del lujurioso es una cosa «profanada»—, nos da ya la cifra de la resurrección.

Al decir Pablo que «ni la carne ni la sangre poseerán el reino de Dios», únicamente proclama la incompatibilidad de este reino con los pecados que se alojan en la carne y en la sangre. Rechaza también la idea de toda corrupción futura, la idea de esa ruina y decadencia que la sola mención de la carne mortal sugiere, ya que «el cuerpo se siembra en la corrupción, pero resucitará en la incorrupción» (1 Cor 15,42).

La gloria no significará para estos huesos una mera reanimación, es decir, una recuperación de la vida antigua, por muy perfecta y dilatada que se imagine. La gloria no libra al cuerpo tan sólo de la muerte en cuanto ésta dice separación efectiva del alma y el cuerpo; hay algo más: lo hurta precisamente a esa condición peculiar, tan precaria, que consiste en la posibilidad de dicha separación. Se desarrollará una existencia nueva, una vida superior: no esta vida del alma que anima al cuerpo, sino la vida potente de Dios que impregnará cuerpo y alma. Cuando Pablo afirma: «Se siembra cuerpo físico, resucita cuerpo espiritual» (1 Cor 15,44), no se refiere a una espiritualización tal que elimine la materia. El no tiene en cuenta eso que para nosotros define lo espiritual: la inmaterialidad; para él, espíritu quiere decir simplemente fuerza, santidad, poderío, luz. Sus conceptos no pertenecen al orden físico, sino al mundo religioso.

La esperanza cristiana propugna la resurrección de la carne. Es opuesta a la esperanza griega, para la cual todo el ideal de felicidad consistía en una «liberación» del cuerpo que permitiera al fin, en las puras regiones del Hades, el ejercicio plenario de la inteligencia, ligada aquí por los estorbos del cuerpo y sus pasiones, sus placeres y apreturas. Nosotros, por el contrario, creemos en la rehabilitación del cuerpo, en la existencia inmortal y dichosa del cuerpo.

Con el fin de que el cuerpo pueda, sin impedimento ni sonrojo, gozar de aquella vida superior, será antes debidamente transformado y equipado. ¿No asistimos, en nuestra experiencia cotidiana, a estos constantes ennoblecimientos de la naturaleza según escalas progresivas? En la flor no se encuentran materiales distintos de los que hay en el suelo que sustenta su tallo; son los mismos elementos, pero levantados a otro modo más excelso de existir. ¿Cómo será exactamente el «florecimiento de la carne»? (Sal 28,7). Lo inanimado es absorbido por lo viviente, y lo viviente por lo humano. ¿Por qué no admitir la posibilidad de un enaltecimiento ulterior del cual aún no tenemos experiencia, algo como una cuarta dimensión existente ya, aunque imposible de entender hoy con nuestros sentidos y con nuestro discurso? Imaginemos unos seres planos cuya facultad de desplazamiento se ejerciese sobre una superficie esférica. Imaginemos que esos seres fueran un día promovidos a un modo de existencia tridimensional: entonces comprenderían bien la convexidad de la tierra que pisaron, sólo entonces; pero a la vez tendrían la impresión de que ya en su vida anterior deberían haber intuido esta otra forma de vida, que se contenía virtualmente en aquélla, puesto que en la curvatura del área que utilizaron para sus movimientos se hallaba ya la tercera dimensión. Pues bien, ¿no es acaso nuestro globo terráqueo—nuestra carne, nuestro tiempo, nuestro amor—todavía un pobre mapamundi?

Tenemos urgentemente que rectificar las nociones usuales sobre Dios y sobre la carne. Dios no es «espíritu puro»: tiene un cuerpo humano adherido a su ser para toda la eternidad. La carne humana es algo más que esta sustancia caediza y enferma: en ella anida un germen de vida inmarcesible.

Nuestra resurrección seguirá los pasos de la pascua del Señor. Así también nuestra vida gloriosa se desenvolverá según la vida propia de Jesucristo, según su gloria específica: «Si quieres hermosearte, toma mi hermosura; si quieres armarte, mis armas; si vestirte, mis vestidos; si alimentarte, mi mesa; si caminar, mi camino; si heredar, mis heredades; si entrar en la patria, la ciudad cuyo arquitecto y constructor soy yo» 3. Ser introducido en el cielo será, en sentido riguroso, «entrar en el gozo del Señor» (Mt 25,23).

«La gracia de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo» (Rom 6,23). La vida eterna no consistirá sino en el desarrollo de la gracia, de esta gracia que nos ha sido dada en Cristo como una incorporación a su vida, como una participación de su condición filial. Será la gloria el disfrute de los hijos en el Hijo. «Ahora somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado todavía lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2). Nuestra visión de Dios tendrá lugar en el Verbo: «en tu luz veremos la luz» (Sal 36, lo). La lámpara de los cielos es el Cordero (Ap 21,23). ¿No vino El al mundo para iluminar? (Jn 1,9). En la gloria se consumará el resultado de la encarnación.

Toda nuestra bienaventuranza será en Cristo y con Cristo. Por El nos llevó Dios a los cielos (Ef 2,6), por El somos ciudadanos de la gloria (Flp 3,20). Los elegidos, para entrar en la vida que no tiene fin, se congregarán alrededor de El (Mt 24,31) y luego serán colocados a su derecha y a su izquierda (Mc 10,35-40). El cielo es un santuario, y los bienaventurados, que entraron allí a través de la carne inmolada de Jesús (Heb 10,20), comparten el eterno sacrificio dichoso. El cielo es un banquete, pero los comensales se sentarán en torno al Salvador: «para que comáis y bebáis en mi mesa» (Lc 22,30). Mi mesa. Más aún: «Venid y comed mi pan, venid y bebed mi vino» (Prov 9,5). ¿No es el festín celeste una prolongación del festín sacramental? Gusta el Apocalipsis de describir la bienaventuranza con frecuentes alusiones eucarísticas: comer del árbol de la vida (Ap 2,7), comer el maná escondido (Ap 2,17), cenar con Cristo (Ap 3,20), regocijarse con el río de agua que sale del trono de Dios y del Cordero (Ap 22,1). El in Christo quiere decir el ámbito adecuado, la atmósfera de la vida gloriosa.

«Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). Dentro de

3 SAN Juan CRISÓSTOMO, In Mt. hom. 76,5: MG 58,700,

esta frase, la felicidad queda expresada no tanto en la palabra paraíso cuanto en la palabra conmigo. Si fuera posible vivir en el cielo sin saberlo, nosotros estaríamos ya allí, pues estamos ya con Jesucristo.

 

4. «Raza de víboras» (Mt 23,33)

Tras su consulta acerca de la resurrección, quedaron los saduceos burlados. Algo muy semejante habíales ocurrido a los fariseos con aquella cuestión del tributo debido al César. A causa precisamente de la respuesta dada por Jesús a este problema, habían cobrado los saduceos alguna esperanza de atraerse al Maestro hacia su bando: al decir eDad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21), ¿no se mostraba decididamente partidario de la colaboración con Roma? Ellos, al menos, así lo entendieron; por eso comenzaron a hacerse ilusiones. Pero Cristo no es partidario de nadie ni de nada; El se limita a decir la verdad, a desenmascarar la mentira allí donde ésta se encuentre. ¿Puede darse cosa más insensata que andar buscando en la conducta de Jesús aproximaciones a un partido o a otro?

Fariseos y saduceos constituían en Israel dos facciones muy marcadas y aguerridas, aunque Josefo los presente más bien como tranquilas sectas filosóficas con objeto de granjearles la estima de los griegos. En realidad se trataba, más que de dos escuelas, de dos partidos político-religiosos, secularmente enfrentados en una contienda agria y sin cuartel. Por lo que a su contenido político respecta, nunca disimuló el bando de los saduceos su adhesión a la autoridad imperial; los fariseos, en cambio, renegaban enérgicamente de todo acercamiento a Roma, aunque en conjunto no llegasen a compartir aquella actitud en extremo nacionalista y violenta de los zelotes, ala extrema de la oposición, célula numéricamente pequeña, pero muy activa dentro del partido.

En el campo político, pues, los saduceos aparecían como liberales y muy predispuestos a todo contacto con el mundo gentil, mientras los fariseos ostentaban con orgullo una actitud cerrada, conservadora, basada en el más puro amor patrio. En la esfera religiosa, por el contrario, los saduceos mostrábanse mucho más inflexibles que sus contrincantes: admitían nada más la esencia estricta de la ley, dando como innovaciones perturbadoras de la palabra de Dios cuantas añadiduras habían ido acumulando los comentadores farisaicos. Efectivamente, éstos no se contentaron nunca con la «Ley escrita» de Moisés y atribuían idéntica—y en ocasiones mayor—validez y fuerza conminatoria a la «Ley oral» o tradición, la cual fue incrementándose, siglo tras siglo, con las menudas glosas y aportaciones de sus escribas.

Los saduceos, partido sacerdotal y aristocrático—el vocablo tiene su origen en Sadoq, cabeza de una insigne familia radicada en el templo—, se apoyaban en las clases rectoras de la nación. Los fariseos, en cambio, buscaban la adhesión del pueblo, de aquella plebe celosa de su independencia y muy apegada a las mínimas tradiciones, que ellos precisamente se encargaban de defender. De ahí que tuvieran un influjo mucho más dilatado entre la masa, mucho más que los saduceos, y sobre todo en materias delicadas, concernientes a la vida religiosa del país. No es extraño, pues, que aparezcan con mucha mayor frecuencia en los relatos del evangelio.

¿Qué pensaba Cristo de los miembros de este partido tan influyente? ¿Qué actitud tomó frente a ellos? En varias ocasiones—tratando de la ley, y del sábado, y de la amistad que El demostró siempre hacia los pecadores—hablamos ya de la vehemente oposición que desde un principio se despertó entre ellos y el recién llegado Rabí de Nazaret. Vémonos ahora obligados a volver sobre el tema, a causa de ese célebre capítulo 23 de Mateo, el cual, de cabo a rabo, no es sino una durísima censura contra los fariseos hipócritas, legalistas, soberbios y obstinados en la perfidia.

¿Hay que deducir de ello que todos los afiliados a la secta farisaica eran tales como se nos describen en las tremendas acusaciones del Martes Santo? Sería una conclusión tan injusta como infundada. Ya dijimos antes también cómo entre los fariseos había espíritus muy nobles y avisados, algunos de los cuales llegaron más tarde a adherirse resueltamente a Cristo. Sería incluso poco honesto silenciar la gran obra positiva que los fariseos habían llevado a cabo durante los últimos siglos de la historia de Israel; constituían, en efecto, un verdadero baluarte que defendió la conciencia judía de las turbias solicitaciones del exterior, salvaguardando esencias muy valiosas. Esto no obstante, es preciso en seguida afirmar que el partido, en cuanto tal partido, se mostró desde la primera hora ferozmente hostil a Jesús; que fueron los fariseos los culpables del giro que adoptó luego la mentalidad de la gente en contra del Taumaturgo victorioso y admirado de los primeros meses; que ellos fueron, en suma, quienes movieron las piezas más decisivas para llevar al patíbulo a aquel hombre calificado de «blasfemo» (Mt 26,65), «malhechor» (Jn 18,3o), «alborotador del pueblo» (Lc 23,14) y «adversario del César» (Jn 19,12). Es muy lógico, por tanto, que los primeros cristianos insistieran en esta oposición de los fariseos, cuyo desprecio y odio seguían ellos mismos todavía padeciendo. La Iglesia se ha hecho eco de tal apreciación y ha señalado, a lo largo del año litúrgico, nada menos que nueve evangelios de domingo con textos contra el fariseísmo.

Aparte de las acusaciones políticas, pura falacia montada a última hora para el proceso ante el tribunal romano—seduce al pueblo en contra del poder civil (Mc 15,31-32), enseña que no hay que pagar tributos (Lc 23,2), quiere hacerse rey (Jn 19,12)—, los fariseos propalaron contra Jesús las más graves acusaciones religiosas: no observa las tradiciones (Mt 15,2), viola el sábado (Lc 14,3-5), come con pecadores (Lc 15,1), es un despreciable samaritano (Jn 8,43), está poseído del demonio (Jn 8,52; 10,20; Lc 11,15), se proclama mayor que Abraham (Jn 8,53), se proclama Hijo de Dios (Jn 19,7), se proclama Dios (Jn 10,33). Concienzudamente dedicáronse a tergiversar todas sus palabras y obras. Aquella frase: «Destruid este templo y en tres días lo reedificaré» (Jn 2,19), es repetida por los fariseos, ante las autoridades, en estos términos: «Yo destruiré este templo» (Mc 14,58). Tras la curación del sordomudo endemoniado, se apresuraron a difundir entre la multitud la especie de que Jesús arrojaba los demonios en complicidad con Beelzebul, príncipe de los demonios (Lc 11, 14-24). Con razón pudo el mismo Cristo sintetizar así, en tan breves palabras, la disposición de los fariseos hacia El: «Me odiaron a mí y a mi Padre» (Jn 15,24). ¿Cabe un resumen más patético, más denso, más terrible?

¿Por qué semejante hostilidad ya desde el principio?

¿Era nada más un leal, aunque equivocado, escándalo ante la idea de una encarnación de Dios, ante la predicción de un Mesías conducido a la muerte? ¿Se trataba sólo del enojoso desconcierto que a los observantes de la letra suele producir esa libertad de quien vulnera la letra invocando razones incomprensibles? Sí, Jesús desnudaba la Ley y la reducía a su más limpio esquema, obligaba a vivir la religión de otra manera distinta... Pero esto precisamente era lo que venía a minar el pedestal de los fariseos, prepotentes ante el pueblo porque poseían el complicado aparato de las interpretaciones exactas. Al desprender de la ley su núcleo simple—la gloria que en cualquier momento el hombre debe rendir a Dios—, al prescindir de todo lo demás y no cuidarse ya en absoluto de aquello que constituía la fisonomía peculiar del pueblo elegido, parecía como que Jesús desbarataba el judaísmo, parecía aventar todo el tesoro del pasado y toda la esperanza del porvenir. Y entonces ¿cuál iba a ser el papel de los fariseos? Porque un buen fariseo era a la vez intérprete, legislador, árbitro, economista, juez.

Ante la presencia turbadora del joven maestro galileo, que decía cosas tan inauditas y actuaba de forma tan inesperada, los fariseos optaron en seguida, y ahí radicó su perdición: en vez de replantearse el sentido de las Escrituras, en lugar de abrirse a una nueva posible luz, se encerraron en sus prejuicios como en una certidumbre inconmovible, y desde estos prejuicios, desde el mismo texto bíblico entendido a su inveterada manera, condenaron a Cristo como impostor. Ya ninguna prueba, ningún milagro, ningún gesto amoroso, será capaz en adelante de modificar lo más mínimo su opinión. Su tarea consistirá, terca, monótona, en multiplicar las preguntas insidiosas, en tramar sucesivas intrigas, en ir preparando pacientemente la conjuración final.

Cristo se defiende y ataca. Se opone intrépidamente a sus enemigos. Realiza milagros para confundirlos: la curación de la mano seca (Lc 6,6-11), la del paralítico yacente en su camilla (Mt 9,1-8), la de la mujer encorvada (Lc 13,10-17), la del hidrópico (Lc 14,1-6). Cuenta parábolas que revelan al público la corrupción de los honorables fariseos: la del fariseo y el publicano, la de los viñadores, la del buen samaritano, la del rico epulón, la del hijo pródigo y el hijo fiel. Pero sobre todo se enfrenta con ellos en discusiones de fondo, en diatribas violentas, en largos reproches minuciosamente razonados.

¿Qué es lo que Jesús achaca a los fariseos? ¿Cuáles son las censuras que contra ellos formula?

En primer término—antes que eso que hoy denominamos «fariseísmo»—, su autosuficiencia. Creían que su propia justicia 1es bastaba, creían que eran capaces de vencer el mal con sus fuerzas nada más. Juzgaban que ellos eran los verdaderos ciudadanos del reino a causa de su observancia, que ya no necesitaban ningún otro auxilio ni ningún otro requisito: así un extranjero que abrigase la ilusión de obtener la nacionalidad de un país con sólo cumplir las leyes vigentes en ese país. Lo mejor y más destilado de su vida religiosa estaba hecho de laborioso esfuerzo, fruto de una áspera exigencia sobre sus propias energías; era una labor de ascensión y conquista; era, en el fondo, «confianza según la carne» (F1p 3,3). Pues bien, he aquí que Jesús llega y predica otras cosas muy diferentes: entrega humilde, rendimiento, confesión de la propia impotencia; pide que el alma permita ser levantada por Dios, obsequiada por El; pide que, desconfiando de sí misma, ponga en El toda su confianza.

Tan altiva autonomía espiritual fundábase en el mero cumplimiento de la ley y se nutría de la satisfacción que ese cumplimiento les procuraba. Y como la observancia se hace más expresa, mensurable y convincente en los preceptos exteriores, dirigían a éstos preferentemente su atención. La religión quedaba así reducida en sus manos a poco más que un régimen de abluciones.

Ciertamente la santidad es, ante todo, cultual: es santo el templo y cuanto está consagrado al culto de Yahvé. Pero bien pronto los profetas a esta noción de santidad añadieron una clara proyección ética, una esencial reclamación sobre la conducta entera del alma: «¿A mí qué—dice Yahvé—todos vuestros incontables sacrificios? Harto estoy del holocausto de carneros... No me traigáis más esas vanas ofrendas. Lavaos, limpiaos, quitad de delante de mis ojos la iniquidad de vuestras acciones. Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien» (Is 1,11-17). La ley prohibía aquellas obras malas, exigía estas buenas acciones. Los fariseos no lo ignoraban... Pero habían llegado a poner en el ejercicio de estas normas morales el mismo estilo que los profetas reprobaron en aquellos israelitas satisfechos con sus prácticas ceremoniales. Porque es posible desmedular la moral de su auténtica sustancia moral. Los fariseos lo habían logrado: su vida interior se consumía en la mera exterioridad. Cuando ayunan, demudan su rostro (Mt 6,16); cuando oran, gustan de hacerlo de pie en las sinagogas o en medio de las plazas (Mt 6,5); cuando dan limosna, se acompañan de trompetas (Mt 6,z). Todos estos vicios los expone Jesús crudamente al inculcar a sus discípulos una conducta por completo diversa: «No hagáis como los fariseos». Pues ¿qué es lo que hacen ellos? Simplemente: «Todas sus obras las llevan a cabo para ser vistos de los hombres» (Mt 23,5).

De la mano de esta vana ostentación venía la hipocresía habitual. En el espacio de muy pocas líneas, dentro del capítulo 23 de Mateo, restalla seis veces este látigo del Maestro: ¡Escribas y fariseos hipócritas! Son hipócritas porque limpian la parte exterior de la copa y por dentro están llenos de rapacidad (Mt 23,26). Son hipócritas, semejantes a sepulcros blanqueados, por fuera vistosos, por dentro repletos de podredumbre (Mt 23,27). Tienen la hipocresía del falso celo por la santidad ajena: « ¡Hipócrita!, quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás de quitar la paja del ojo de tu hermano» (Mt 7,5). Tienen la hipocresía del falso amor al templo de Dios: « ¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mt 15,7-8). Tienen la hipocresía del falso interés por lo perfecto: «¿Por qué me tentáis, hipócritas?» (Mt 22,18). Jesús les dice claramente, sin ambages: «Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones» (Lc 16,15).

Su aspecto exterior era correcto; su actitud, a juicio del pueblo, era siempre edificante. ¿Por qué? Porque ellos, a fuerza de complicar la ley, eran los únicos que la conocían, los únicos que podían observarla: habíanse erigido, pues, en personificación de la ley. Habían llegado a una sobrestima tal de la ley, que la habían convertido, de medio, en fin. El instrumento que tenía la misión de preparar el advenimiento del Mesías había sido transformado en algo absoluto e intangible, algo que ni el mismo Mesías, cuando viniera, podía alterar en lo más mínimo. ¿No estaba incluso Yahvé obligado a ella, sometido ya a su «hija mayor»? Este amor ciego y extraviado a la letra de la ley habíales conducido a una estéril casuística, a sutilezas increíbles que ningún hombre de la plebe podría nunca dominar. Sólo ellos sabían que era lícito jurar por el templo o por el altar, mas no por el oro del templo o por la ofrenda que está sobre el altar (Mt 23,16-18). Tal estado de cosas había situado a los fariseos en una posición privilegiada que les permitía, valiéndose de su finísimo aparato de exégesis, hallar siempre para sí soluciones benignas e imponer a los demás las cargas más graves. «Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas» (Mt 23,4). La condenación de Cristo es terminante: « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y no os cuidáis de lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto. Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello» (Mt 23, 23-24).

Sólo ellos conocían qué era lo perfecto, sólo ellos eran perfectos. Y su soberbia engendraba el pecado contra la caridad: la masa de iletrados vulneraba constantemente la ley, lo cual, a los ojos de los fariseos, convertía a todas esas almas rudas e impuras no sólo en piedra de escándalo, sino también en constante riesgo de contaminación, que a toda costa era menester rehuir. La etimología de la palabra fariseo—separadoles recordaba este deber, redoblaba su urgencia inicial: no sólo tenían que alejarse de todo contacto con los gentiles, sino también de la compañía y frecuentación de estos judíos indoctos, desconocedores de la pureza legal y, por tanto, impíos. Simón despreció a la pecadora que entró en la sala durante la celebración del festín y despreció luego al que permitió ser ungido por una mujer de tal condición (Lc 7,36-49). Ya hemos aludido a la acusación que presentaban contra Cristo: «Este hombre acoge a los pecadores y hasta come con ellos» (Lc 15,2). Cristo responde con incontenible cólera: « ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! No entráis vosotros, y a los que quieren entrar no se lo permitís» (Mt 23,13).

La condenación se cierra con una amenaza sobrecogedora: « ¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis al juicio de la gehenna? Por esto os envío yo profetas, sabios y escribas, y a unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, para que caiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el templo y el altar. En verdad os digo que todo esto vendrá sobre esta generación» (Mt 23,33-36).

¿Es excesivo todo esto, es injusto? Jesús ha comenzado reconociendo la autoridad de los fariseos: «En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos. Haced, pues, y observad todo cuanto os digan, pero no obréis como ellos; porque ellos hablan y no hacen» (Mt 23,2-3). Reconoce autoridad a sus enseñanzas, pero descalifica su comportamiento. Siguen a continuación las imprecaciones, cada vez más despiadadas. ¿Despiadadas? ¿Carentes de piedad? Es ocioso decir que no las inspiró ningún sentimiento de venganza personal, que no las dictó el odio en respuesta al odio. Con esta impresionante predicación del último martes de su vida, no pretendió Cristo otra cosa sino la salvación del pueblo, oprimido y engañado por una secta hipócrita. ¿Y no buscaba también la conversión de esos mismos fariseos, opresores y mendaces? A cada uno de ellos, individualmente, los esperaba a plazo fijo.

 

5. El tributo y la ofrenda

Aquel mismo día los fariseos—como siempre, «para cogerle en alguna palabra» (Mc 12,13)—habíanse acercado a Jesús con el fin de hacerle una pregunta muy capciosa: «¿Es lícito dar el tributo al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?» Si dice que sí, se granjeará la aversión del pueblo, de toda aquella turba veleidosa que dos días antes le ha demostrado todavía una inesperada adhesión. Si dice que no, habrá ya un magnífico pretexto para denunciarlo al procurador de Roma.

Pero Jesús sabe desatarse de estas burdas emboscadas. Pide que le presenten un denario. Se lo entregan. Es una moneda de plata, romana; los judíos sólo tenían derecho a acuñar moneda pequeña, moneda de cobre. Un denario. En una de sus caras, la cabeza del emperador; en torno a ella, como una aureola, la inscripción: Augustus Tija. Caesir. Jesús finge ignorancia: «¿De quién es esta imagen?» Y le responden: «Del César». Entonces El—despacio, muy claramente, casi silabeando, como quien inculca una enseñanza muy importante y muy resumida, o como quien pronuncia una sentencia inapelable contra su propio adversario—dice tan sólo: «Dad, pues, al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mc 14,17).

La respuesta es un prodigio de sagacidad. En vez de comprometerse dando El su parecer, les hace manifiesta—quizá bochornosamente manifiesta—la respuesta que ellos mismos venían dando continuamente: por el solo hecho de usar esa moneda, los fariseos acataban la autoridad imperial.

No gusta Cristo de intervenir en las menudas cuestiones del siglo. Veinte años atrás, cuando la muerte de Arquelao, a la hora en que se resolvía el problema de la anexión a Roma, Judas el Galileo habíase alzado con un puñado de patriotas frente al poder del emperador. La rebelión fue ahogada en sangre. Jesús no entra en la lid, ni en pro ni en contra. Cuando un judío le pidió solución para un litigio de testamentaría, contestó con la misma indiferencia: «¿Quién me ha constituido a mí juez o partidor entre vosotros?» (Lc 12,14). El plano de las contiendas humanas no es su nivel.

Con su célebre respuesta, Cristo reconoce toda autoridad legítimamente constituida. Los cristianos habrán de someterse a ella (1 Pe 2,13-17). La fórmula, sin embargo, no establece paridad alguna entre el César y Dios. ¿No es de Dios cuanto pertenece al César? ¿No es por ventura el César súbdito de Dios? Si el emperador ha juzgado alguna vez que los dioses son creación y propiedad del imperio, debe aprender ya que el imperio, y su máximo representante, y todos sus súbditos, y su máquina de forjar sueños, y su facultad de acallar vanamente los temores del corazón, todo, absolutamente todo, se halla sometido a Dios. Dar al César lo que es de Dios o dar al César lo que es del César, pero con un género de donación que sólo a Dios corresponde, es violar la consigna, porque «no sería un tributo pagado al César, sino al demonio» 4. El César podrá, por supuesto, oprimir a sus vasallos, imponerles exacciones desmedidas, recabar de ellos la sangre y las pequeñas dichas; pero toda su violencia se estrellará contra el dintel de eso que sólo es de Dios y para Dios: la libertad del alma,

        4 SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Mt. hom. 70,2: MG 58,656,

la facultad de negar íntimamente su adhesión a las exigencias injustas, o la extraña voluntad de rogar por el César a un Dios cuyo nombre el César ignora o aborrece.

La respuesta de Jesús sanciona y limita a la vez nuestras obligaciones respecto del mundo.

En este martes fatigoso como ninguno, en esta jornada terrible, ¿no dispensará Dios a su Hijo un leve motivo, un pretexto siquiera, para el consuelo?

Las diatribas contra los fariseos han terminado. Luego, de camino hacia Betania, tendrá lugar el discurso escatológico, la predicción de la ruina de Jerusalén, el vaticinio sobre las persecuciones que envolverán muy pronto a la cristiandad naciente, y todo ello atribulará más y más el alma de Cristo, hijo de David y cabeza de la Iglesia. Pero entre uno y otro episodio cabe un apunte de ternura, un fugaz alivio: así, entre tormenta y tormenta, brilla por unos minutos el sol.

Antes de salir del templo, descansa un rato el Maestro, sentado con los suyos en la escalinata de quince peldaños que une el atrio de las mujeres con el atrio de Israel. Tiene ante sus ojos el gazofilacio, o sala de las ofrendas, llena de gente que va y viene. En trece grandes cepillos, que por su curiosa forma reciben el nombre de «cuernos», van depositando los judíos su óbolo para el mantenimiento de la gloria de Israel. Cada uno según sus posibilidades, o con arreglo a su munificencia, o al dictado de su vanidad. Las limosnas cuantiosas son voceadas por el sacerdote, cuya vida personal no es del todo ajena al nivel del tesoro.

«Estando sentado enfrente del gazofilacio, observaba cómo la multitud iba echando monedas en el tesoro, y muchos ricos echaban muchas. Llegándose una pobre viuda, echó dos leptos, que hacen un cuadrante, y llamando a los discípulos les dijo: En verdad os digo que esta pobre viuda ha echado más que todos cuantos echan en el tesoro, pues todos echan de lo que les sobra, pero ésta de su miseria ha echado todo cuanto tenía, todo su sustento» (Mc 12,41-44).

Cristo sigue, con mirada amorosa, los pasos vacilantes de esa mujer, que a buen seguro ha tenido que sufrir el desdén del sacerdote que ha recogido sus ochavos. Cuando se ha perdido ya entre la multitud, continúa viéndola, amándola. Y detrás de la viuda observa la larga teoría de hombres y mujeres que se llegan hasta Dios para entregarle lo poco que tienen: «de su miseria». Un inmenso caudal, grandes rebaños de ovejas y camellos, un corazón despedazado, un cuerpo virgen o quizá sólo un último suspiro de contrición antes de morir. Total, siempre, «dos leptos, que hacen un cuadrante». Pero sucede que Dios, misteriosamente, necesita de esas limosnas...

Cristo sigue pensando en la mujer, que camina hacia su rincón, hacia su camastro, hacia su soledad, hacia el definitivo abrazo con el Señor. Y luego, a los discípulos, que andan distraídos con el tráfago de la gente, les dice: «Vámonos ya». Porque quiere contemplar aún, desde la falda del Olivete, antes que la noche caiga, la magnífica construcción del templo.